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Teresa Esther Zlachensky
Añoranza
Como era habitual nuestros padres se iban a trabajar después de almorzar. La cita somnolienta con la aventura comenzaba.
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Nuestro barrio Santa Elena recién se estaba urbanizando por aquella época. Las líneas férreas que nos llevaban a San Ignacio, el lugar elegido, estaban vacías hasta las 17 horas lo cual nos daba margen para ir y volver seguros.
Aroma intenso a tomillo invadía nuestro paso. Paso ligero añorando llegar. Todo estaba dispuesto. La caminata de 3 kilómetros nos transportaba al encanto. Cruzábamos un puente sobre el río del mismo nombre donde culminaba nuestro derrotero.
Manzanilla silvestre dominaba el paisaje. Al llegar a nuestro lugar se podía escuchar los susurros del agua entre las piedras. La pereza ingenua lo cubría todo. Entre cortaderas llenas de plumeros hacíamos nuestro convite después de mojarnos en el agua cristalina.
Cobijo de rocas que a nuestro antojo usábamos como reposeras para secarnos al sol. Y ahí el festejo. Los scones de mamá nunca faltaban; ciruelas blancas rebosantes de néctar calmaban el ardor de nuestra piel. Y el jugo de naranja, aroma penetrante nos daba saciedad. Las mojarritas se asomaban curiosas por las migas que les tirábamos. La consigna era regresar a casa sin peso en la canasta.
La tarde de estío iba llegando a su fin. ¡Era la mejor siesta!