Malpaís

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MALPAÍS

Gonzalo Pozo Pietra Santa

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Para vengarse de Víctor, su amigo de la infancia, Roger se propuso vigilar todos sus movimientos. Creía que esta información sería suficiente para que en el momento de iniciar la cacería la res no le saliera con un as en la manga y se le escurriera entre los dedos. No quería que ningún contratiempo frustrara sus planes. Deseaba dominar el campo de extremo a extremo y desde todos los ángulos para que Víctor no tuviera oportunidad de escapar o salir ileso. De Roger se podía esperar cualquier manía, pero la causa por la que se había enojado con Víctor y por la cual quería emprenderla en su contra no era del todo gratuita. Aunque a muchos su empeño les parecerá absurdo, vagamente tiene sus motivos. Poco tiempo antes de que se iniciaran los sucesos que se relatan en estas páginas, Víctor Virgen había publicado una novela para la que utilizó como modelo el diario de Roger Fleur, que tomó de su casa cuando lo 2


supo ahogado en aguas del Golfo de México, como también creyeron sus demás allegados. Víctor había narrado el incidente en su libro de esta manera: ¨Pasaron los meses y todos comenzamos a extrañarle. Nadie tenía noticias suyas. Algo preocupado, quise saber qué le había sucedido y lo único que se me ocurrió fue preguntarle a su tío Odoacro, el zar del crimen, qué noticias tenia de Roger. No fue sencillo conseguir la entrevista con el capo. Tuve que mover resortes inoportunos y pedir favores costosos, por no exagerar y decir que metiéndome con esa gente literalmente arriesgué mi vida. Pero al fin y, extrañamente, sin mucha dilación, Odoacro el Godo me dio una cita. Nos encontramos en el Bar Numa Pompilio, sito en la antigua casona de San Sulpicio. Negó conocer el paradero de Roger. Le pregunté sobre el negocio del petróleo y rió con desgana. “Ese muchacho sí que inventaba cosas. Lástima de sus vicios, porque pudo haber llegado lejos. Un día cogió uno de mis autos deportivos y desapareció. A lo mejor está muerto y pudriéndose en alguna ciénaga o anda por ahí, ya sabes, en el camino, como siempre padroteando güilas y buscando broncas sin sentido.” Me palmeó el hombro y

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terminó su whisky. “Yo que tú no me preocuparía ni por lo uno ni por lo otro”. Salió del bar sin despedirse. “A los pocos días recibí un sobre sin remitente. Por su oportunidad deduje que Odoacro era quien me lo había enviado: en su interior encontré un recorte de periódico y un juego de llaves. El periódico era de Baton Rouge, Louisiana, y narraba la noticia del enfrentamiento de un buque de la guardia costera estadounidense con una embarcación de mafiosos, cerca de Mobile, Alabama. En el bando de los malos se mencionaba entre las bajas el nombre de Roger Fleur. “Las llaves eran de su departamento. Fui esa misma tarde, el polvo había encanecido las cosas. Durante un rato me senté en el sofá cama que entre todos compramos y que todos alguna vez usamos para coger hasta saltarle los resortes y que Roger conservaba como un fetiche al igual que el estereofónico y la tornamesa,

también

recuerdo

de

aquellos

años

de

tardía

adolescencia. Puse un acetato de los Pixies: no pude reprimir el sentimentalismo. Encontré algo de yerba; bajo la luz oxidada del atardecer comencé a rememorar y me sentí muy triste, acompañado por la muerte en aquella cripta de nuestra juventud.” 4


“Pasé la noche revolviendo cosas, abriendo roperos y cajones. Para desgracia de los vecinos reviví el Mellon Collie and the Infinite Sadness de The Smashing Pumkins que se ensañó con mi nostalgia. Ya no se diga acceder a los archivos de su computadora empotrada en el muro, ni siquiera pude encender la máquina. Encontré sobre todo papeles con apuntes sin importancia y fotografías y videos porno donde Roger era el protagonista. Me dio pena verlo tratando de convertir en actos únicos, en dizque monumentos a su vanidad malograda, los lugares comunes del sexo. Las fotos eran de Roger con

sus

amigos,

con

su familia

difunta,

en

los

momentos

importantes de su vida, desnudo nuevamente, Roger y más Roger. ¿Qué otra cosa podía encontrar en su casa? Pues su diario. “Me sorprendió y, he de confesarlo, me arrancó una risilla burlona enterarme que Roger escribía un diario; nunca pensé que tuviera esos hábitos tan ñoños. Lo leí de principio a fin y cuando amaneció decidí llevarlo conmigo. Fue lo único que tomé. Destruí los videos y algunas fotos para evitar disgustos a sus familiares cuando fueran a levantar el departamento. Al leer aquel esbozo de memorias me di cuenta de sus posibilidades, de inmediato se desdoblaron los pliegues de la ficción e hice mío el documento.” 5


La novela que resultó de este hallazgo estaba escrita en un tono subido —cachondo, lo había calificado su autor— como puede inferirse por el título: Pornolite. En sus páginas Víctor mezclaba imágenes de su fantasía calenturienta con escenas plagiadas de la vida de Roger, las que por cierto, leídas en su cuaderno, en vez de sucesos

cotidianos

parecían

alucinaciones

brotadas

de

una

imaginación aún más febril que la del plagiario. Así dio como resultado una novelita sucia muy a la moda de la década que tuvo bastante éxito en el mundillo literario, tan relativo como puede ser el éxito en el mundillo literario de un país donde nadie lee y los que dicen escribir sólo pretenden hacerlo. Pero los que sí lo compraron y le dedicaron algún tiempo para ojear sus páginas, cosa tan inusitada como heroica, no descubrieron la que había sido la intención del escritor, exponer la trivialidad de las relaciones amorosas, decía, sino relatos calientes que gustaron por las erecciones y humedades que suscitaron en aquella gente un tanto retorcida. Cuando

Víctor

comenzaba

a

gozar

de

la

popularidad

resultante —ya se sabe, una inusitada disponibilidad de las mujeres y un montón de amigos nuevos con las consiguientes perspectivas que facilitaban su carrera como novelista—, de pronto Roger resucitó 6


de entre los muertos provocando un verdadero revuelo de alegría en sus conocidos y casi un colapso cardíaco al nuevo escritor de moda. Víctor se había convencido que utilizar el diario de quien creyó difunto para sus fines de creación era un derecho que tenía como su “heredero literario” —así, entre comillas, se había auto designado. Esto para Roger delataba la culpa que su amigo sentía por haber cometido un acto que de cierto modo su conciencia sabía incorrecto. Pero lo que verdaderamente molestó a nuestro melodramático cazador fue que Víctor no hubiera sido sincero con él y no lo buscara para explicarle por qué había sustraído sus papeles y quemado sus videos, o que ni siquiera le hubiera llamado para preguntar dónde había estado todos esos meses y cuál había sido la causa de su desaparición misteriosa. Roger no tomó en cuenta esta última descortesía, por supuesto, le importaba un bledo, se decía en su monólogo, saber si Víctor se preocupaba por él. Pero cuando leyó la novela, en más de un pasaje sus narices reconocieron el olor de cierta mala leche que le hizo enseñar los dientes y segregar un chisguete de bilis. Se sintió utilizado y robado —él, precisamente él, un pirata— por su compinche. Entonces fue que decidió darle una lección y bajarle los 7


humos al escritor en ciernes. Víctor debió temer la reacción de Roger sabiendo cuáles eran su carácter, su profesión y sus aficiones, pero pasado el susto de enterarse que el ahogado había regresado del mar, esgrimió para sí mismo otro pretexto: se convenció de que sus nuevos compromisos profesionales le absorbían por completo e ignoró el asunto. Con ello se desentendió y no telefoneó a su camarada porque además terminó diciéndose que no le debía explicaciones a nadie. Tal vez también le restó importancia al hecho de que confiaba en que la amistad y el desinterés que Roger siempre había mostrado sobre los rumores — por cierto muy cercanos a la realidad— que circulaban sobre su vida privada, le harían pasar por alto el incidente. Y la verdad es que sin duda éste hubiera reaccionado así de no haber estado ocioso, sin nada mejor que hacer que tomarse a pecho la ofensa y planear la venganza. Para ello rentó un departamento en un edificio en la acera de enfrente al edificio donde vivía Víctor, uno más alto y desde el que podía espiar por la ventana la mayoría de los movimientos de su presa sin que esta lo notara, trazando así el diseño de su vindicta, dibujo que le dio por comparar con una tinta de Paul Klee titulada 8


Schaukel que a últimas fechas ocupaba buena parte de su memoria plástica. Mediante un telescopio de lente potentísima y dotado con luz infrarroja y detector térmico, Roger seguía el transitar de Víctor por las calles aledañas y por supuesto lograba penetrar hasta una distancia de cuatro metros en la estancia, en la recámara y en el baño del departamento de su amigo. Estaba al tanto de su vida íntima no sólo por lo que miraba a través del catalejo, también porque aprovechando un día en que Víctor se había ausentado se las ingenió para instalar, valiéndose del no muy original método del empleado de la compañía telefónica que engaña a la sirvienta con frases melosas e insinuaciones galantes, una red de micrófonos ultra sensibles que le permitieron escuchar todas las conversaciones que Víctor sostenía por teléfono. Así mismo video grababa la escena hasta en el detalle gestual gracias a los aumentos que estaban adaptados a la cámara. Por estos medios se enteró de mil pormenores de la vida del otro: cómo ventilaba sus negocios y la forma en cómo mantenía ciertas relaciones secretas, las citas que concertaba al aire libre y sus modos de realizarlas, amén de lo que chismeando pensaba de sus amigos, 9


incluido Roger. Esta última información, que de nuevo le dejó entrever cierto desdén, aunado al olor agrio que según él despedía Pornolite, ayudó a soliviantar aún más a nuestro cazador quien, por lo que se deduce, andaba bastante sensible. Pero aún así quería saber todo de Víctor y, como reza el refrán, quién busca encuentra.

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La cinegética es un deporte caro, sofisticado y mal visto desde que la conciencia ecológica importa a todo el mundo; sobre todo reprobable por la sociedad si lo que se mata no sólo son lobos, ciervos o cabrones de montaña, sino también personas, de cualesquier raza, sexo, edad y condición social. Está por demás decir que lo que la mayoría pensara de su pasatiempo favorito a Roger le tenía sin cuidado. Con los años había acumulado un arsenal formidable con todo lo necesario para eliminar desde liebres zacatecanas hasta elefantes ugandeses, sin contar el variopinto instrumental que le servía para segar la vida de la gente que sacrificaba en sus ritos propiciatorios, pues se ejercitaba en las cazas mayor y menor. También, en una bodega secreta, guardaba pertrechos que podían armar un pelotón capaz de enfrentar cualquier objetivo militar de alguna importancia, para algún día, si era necesario, solía decir para 11


sus adentros, oficiar el arte de la guerra. Roger, como puede apreciarse, no era uno de esos tipejos timoratos que abundan en los países devastados, sino un hombre de acción que parecía aspirar a ser héroe de historieta. Es necesario aclarar que nuestro cazador se especializaba en un nicho elitista muy lucrativo entre las prácticas criminales de estas latitudes. Era espía y traficante de secretos industriales, negociador en la venta de armas entre los maleantes organizados y los fabricantes checos, españoles e israelitas, así como asesor logístico y enlace de varios capos que controlaban el tráfico de estupefacientes. En este último ramo se debe aclarar que Roger nada tenía que ver con la fabricación o la venta de la mercancía, solamente aconsejaba a los barones de la droga, según soplaran los vientos, cómo y dónde debían invertir sus ganancias y qué nexos les convenía establecer con los mandos civiles y militares de los países involucrados. Gracias a una suerte desmedida y a ser astuto, limpio y rápido entre otras cualidades, con el tiempo Roger se había convertido en asesor, favorito y alfil de varios barones del crimen, amén de las estrechas relaciones que mantenía con políticos, 12


generales y almirantes de varias naciones latinoamericanas y, por supuesto, con senadores, capitalistas y militares yanquis, sin mencionar sus conexiones en ultramar, en las que detenerse y abundar en ellas sería ya demasiado ocioso. La inteligencia y la astucia de Roger, como era de esperarse en un sujeto con estas características, iban aparejadas a un físico un tanto más que agradable cuyo principal acento recaía no en el color indistinto de sus ojos —diríase opalino— según les pegara el sol o las luces, sino en el alargamiento vertical de sus pupilas, como de gato, (d)efecto congénito que además de sorprender le permitía entablar nexos de extraordinaria cohesión con las personas con quienes entraba en contacto, peculiaridad que nuestro amigo obviamente usaba tanto para fines de lucro como para su provecho erótico. Así entre la lista de sus amantes hipnotizadas por sus ojos contaba a mujeres influyentes en los altos círculos del poder. A resultas de su profesión Roger había acumulado una fortuna considerable que le permitía excentricidades como dedicar todo el tiempo y el dinero necesarios para fastidiar a un amigo.

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Un delincuente con la especialización de Roger forzosamente tenía que dominar la tecnología de la información y las comunicaciones. Las súper carreteras cibernéticas eran el medio más eficaz y seguro para penetrar en las fortalezas virtuales donde se guardaban los documentos secretos que robaba y vendía más tarde. Tanto en su centro de operaciones como en su casa tenía instalados los equipos más sofisticados de la tecnología de punta, con los cuales navegaba libre por la mayoría de las redes de todo el mundo y, furtivamente, hasta por los sitios más restringidos. Roger era un hacker, un pirata cibernético, un solitario que transitaba sin bandera por aquellas aún ignotas rutas virtuales, sembrando el terror entre los usuarios. Hacía décadas que habían pasado a la historia los tiempos de trepar bardas y escabullirse por azoteas y callejones, burlar dobermans

y

polizontes

somnolientos 14

y

hacer

saltar

las


combinaciones de bóvedas y cajas fuertes. Ahora, al acecho del momento oportuno, cuando la información estaba siendo procesada, Roger se convertía en escapista y prestidigitador y con velocidad de cobra descifraba códigos e invalidaba los sistemas de protección de los archivos secretos de las poderosas compañías transnacionales y de las dependencias gubernamentales que muy a menudo saqueaba, llevándose tan campante el botín en valiosos bytes segundos antes de que sonaran las alarmas y pudieran localizarlo los sabuesos electrónicos, o la perrada humana, quienes jamás habían podido ni siquiera olisquear su rastro. Las que solían contarse entre sus víctimas más comunes paradójicamente eran sus parroquianos constantes. Trabajar para quienes ya había robado o para los que sabía que serían sus blancos próximos le divertía sobremanera, porque a la emoción del robo añadía la invención del engaño, y a resultas de su maña nadie sospechaba de él por alguna razón cierta. Singular delincuente, hurtaba con la misma eficacia y estilo acabado para policías y ladrones. Como todo en su vida, Roger consideraba un juego a su profesión. También a veces realizaba trabajos a la antigua usanza y 15


como Fantomas, la Amenaza Elegante, convertido en una sombra entraba en los museos olvidados y en las mansiones de los súper millonarios para llevase objetos de arte de muy variada índole. Con este método ya había reunido una colección de gran valor, entre cuyos tesoros se destacaban varias piezas precolombinas de jade y cristal de roca, catorce códices mixtecos que narraban la historia erótica del reino de Yanhuitlán, una vajilla de plata firmada por Cellini y adornada con escenas de la novela de Longo, cinco tapices medievales con el motivo de Polifemo, una galería de firmas famosas de los siglos XVIII al XX con la característica común de representar a bellas vírgenes enamoradas de monstruos horripilantes, una docena de libros raros entre los que sobresalía un manuscrito iluminado del Comentario de el Beato de Liébana, algunas páginas de Leonardo sobre la fabricación de cañones, un manuscrito —único, por supuesto— de doce sonetos escritos por Garcilaso y dedicados por su puño y letra al emperador Carlos, y una cantidad asombrosa de tablillas de barro, que recubrían una pared de su estudio, sustraídas según presumía, de la que fuera la biblioteca de Sargón el Grande. Gracias a estas habilidades, cuando hubo concretado la 16


primera parte de su proyecto de venganza contra Víctor, dio el paso siguiente y sin ninguna dificultad burló los candados de Harum Santiago y se presentó sin avisar en la computadora de la casa que éste tenía en los suburbios del puerto sueco de Gotemburgo.

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Durante sus años mozos, Harum junto con Roger y Víctor había formado parte del gang que se hizo leyenda en los recuerdos bizarros de los adolescentes del barrio donde crecieron. Aquellos días pertenecían a una época que al trío les resultaba confuso recordar. Ahora habían tomado rumbos diferentes; conocemos por qué Roger se enemistó con Víctor, pero la causa por la que Harum había largado las distancias entre sus camaradas no se debía a ningún malentendido con ellos, sino a razones de índole política, o mejor dicho, criminal. Harum era terrorista. Tras ensoñar utopías en su temprana juventud inspirado por los clásicos de la política, y como resultado de las ideas revolucionarias que surgieron en la década de los años sesenta del siglo pasado, nuestro personaje se había lanzado a la búsqueda de la mejor forma en cómo modificar a la sociedad que 18


tanto criticaba y a la que encontraba enormes deficiencias, pero con la que le costaba trabajo colaborar desde su seno. Primero se afilió a un montón de partidos de distintas ideologías

y

perteneció

a

algunos

grupos

guerrilleros,

pero

decepcionado por la demagogia de todos optó por entablar la lucha solo, empresa para la cual obtenía recursos del secuestro de juniors imberbes y edípicos —negocio aborrecible, se quejaba, pues durante días tenía que soportar los chillidos de aquellos niños mimados—, y de los asaltos bancarios —cuya ejecución le excitaba sobremanera. En esta forma, siguiendo al pie de la letra los enunciados de sus silogismos asesinos, con el producto de esos crímenes menores confeccionaba artefactos explosivos de extraordinaria efectividad e ingenio. Luego, tras escoger a los blancos que creía dignos de ser eliminados por el daño que según su juicio causaban a la humanidad, con técnica depuradísima, que nunca había dejado huella, los hacía desaparecer en formas espantosas, sin importarle un comino si junto con los objetos de su furia sociópata al mismo tiempo se llevaba “entre las patas” a seres inocentes. Según él todos eran culpables; en Sodoma nadie era digno de salvarse. Harum, desde su anonimato, como dios semita, dictaba 19


sentencias homicidas a los habitantes de Malpaís. Todos sabemos que la esencia del terrorismo es la ceguera y su columna medular una idea obsesiva. A pesar de lo delirante de sus actos, era un tipo simpático y de aspecto bonachón, el mejor amigo de sus amigos.

Cuando el bipbip bipbip comenzó, Harum saltó de un sueño que descabezaba sentado en el porche de su casa a la pesadilla recurrente de la bomba de tiempo que era incapaz de desactivar y finalmente le explotaba en el rostro. Pero su entrenamiento de comando lo despabiló de inmediato y la adrenalina hizo que se le erizaran los pelos del cuerpo. Mientras su gato Molotov arqueaba el lomo somnoliento, Harum se deslizó como felino en busca de la causa del sonido que inundaba toda su cabaña, aunque de antemano sabía que la fuente de ese bip que le irritaba la conciencia era la alarma de su computadora. En el preciso instante en que asomó las narices a la pantalla apareció la imagen de Roger: —Espero no haberte despertado. Harum sintió la piel del rostro caliente como cuando de muchacho sufría por ruborizarse frente a las chicas. Pero esta vez la cara no se le puso roja por la pena de mostrar su acné, sino por el 20


coraje de haberse dejado sorprender tan fácilmente. Desgraciado esquizofrénico, pensó, ¿cómo chingaos llegó hasta aquí? Voy a matar a Harald por esto. Harald, quien en efecto moriría al día siguiente por culpa de su ineptitud, era el especialista en protección de sistemas de computación y quien le había cobrado miles de dólares asegurando una infalibilidad que ahora se demostraba que era un engaño. Pero esa es otra historia. —Hijo de puta, ¿quién te invitó a mi casa? ¿Cómo pudiste saltar mi alambrada, gusano? —Los gusanos no saltan. —Cierto, se arrastran por la que más tarde será su tumba. Ladrón. Hijo de puta. Ambos callaron por unos momentos, rápidamente excitados, casi jadeantes. Entonces Roger conciliador dijo: —Necesito verte en carne y hueso; aunque no lo creas te extraño. Hace ya mucho tiempo que no nos reunimos. —A mí no me vengas con esas. Sentimentalismos a tu madre, que ella sí se los traga. ¿Qué quieres de mí? Al grano. —Años sin platicar con tu mejor amigo y le ladras como un 21


chihuahua. —¿Qué quieres? Rápido, porque me estoy cansando de hablar en idioma perro. La

respuesta,

efectivamente,

sonó

a

ladrido.

Así

que

enronqueciendo más las palabras Roger subió su tono. —Verte, cabrón, para platicar, ¿qué preguntas? Pareces imbécil. Un corto silencio que hubiera podido interpretarse como una contrición del otro por sus modales, estableció aparente y por momentos el dominio de Roger, pero sólo fue un tenue equilibrio fundado en una reflexión fugaz que brilló en la mente de Harum. —¿Cuándo? ¿Dónde? —dijo éste mientras sonreía malicioso. —¿Eres idiota? Donde siempre. ¿El miércoles, te parece? —En el viejo galeón, vale. Adiós. Dando unos pasos de baile, Harum, a quien repentinamente se le había quitado lo malhumorado, se agachó y desenchufó el ordenador del contacto en la pared y Roger se quedó gesticulando solo, aunque ya tampoco le importaba que su amigo lo estuviera viendo en la pantalla de su terminal.

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Tres días después, a la hora convenida que siempre era la misma para sus encuentros eventuales, en un yate de quince metros de eslora con bandera mexicana, en la proa pintado en tres colores el nombre Equistres, luego de un emotivo encuentro en el bar del Yacht Club donde se abrazaron y besuquearon como dos osos que se quieren, los amigos zarparon de los muelles de Túnez rumbo a la boca sebenítica del Nilo. La capitanía de puerto registró la salida como una travesía de pesca deportiva. Abordo solamente iban Omar Yusuf y Taayyab Nasid, propietarios, alias de los señores Fleur y Santiago. No bien habían dejado el puerto cuando ya sus risotadas competían con el rumor del motor y el de las olas rompiendo contra la quilla. El mar estaba un tanto picado. Harum y Roger eran patrones capaces y disfrutaban de la navegación. Desde que ambos trabajaban en la clandestinidad el 23


océano se había convertido en su lugar de encuentro; así como otros amigos se reúnen en bares, en cafeterías o en parques, ellos lo hacían abordo del Equistres, al que tenían equipado para poder disfrutar solos o en compañía de visitas selectas todo el confort que proporciona el dinero en exceso. La nave la habían adquirido entre ambos como parte de un pacto surreal que involucraba además algunos millones de dólares: ahí y sólo ahí se reunirían para tratar negocios y de vez en cuando organizarse una orgía, como les aconsejó que hicieran el antiguo dueño de la embarcación cuando se la compraron —un ricachón de Martha´s Vineyard quien días después moriría en circunstancias extrañas. Dos millonarios que habían hecho sus fortunas al margen de la ley —Harum en mayor escala delictiva que Roger, éste con más éxito económico—, además de serlo en la vida real, les gustaba jugar a los ladrones. Por eso cuando estaban juntos gozaban como chamacos malandros volviendo locas a las policías de los puertos mediterráneos, a las que tendían trampas anónimas que las dejaban desconcertadas y enfurecidas. Ninguno de los dos era buscado por algún

delito

común,

eran

unos

pillos

demasiado

astutos

y

sofisticados. Por si fuera poco, Roger gozaba de una especie de 24


inmunidad diplomática por lo importante que eran sus servicios para las partes involucradas, que abarcaban ambos hemisferios y todos los continentes; y Harum, alguna vez buscado por la policía mexicana por haber intentado matar a la primera dama de ese país, estaba oficialmente muerto gracias a las diligencias de Roger. Su pasaporte normal ostentaba un nombre distinto y así pasaba por un pacífico ciudadano sueco, pero en la práctica del terrorismo solitario tenía muchos rostros y frente al espejo seguía siendo Harum Santiago. Roger y Víctor eran los únicos que compartían su secreto. Esta situación privilegiada de estar muerto para las autoridades policíacas le daba la oportunidad de atacar sin que los peritos pudieran establecer, por ejemplo, la autoría de los asesinatos que desde hacía algún tiempo se cometían en la elite de la política mexicana. Cien millones de personas observaban entre aterrorizadas y divertidas (ya corrían apuestas y chistes crueles sobre quién sería el próximo en morir) cómo Harum, en sus propios términos, "desbrozaba los eriales". Se filtraba como un hálito venenoso por los cableados telefónicos y cuando sus víctimas contestaban el teléfono, el asesino mandaba impulsos cuyas frecuencias licuaban sus 25


cerebros. Ni siquiera la INTERPOL imaginaba que él, con su hazaña del momento, era el causante de la muerte de siete personalidades de la política y las finanzas mexicanas. “¿Sí, diga?” y el cerebro del magnate explotaba dentro del cráneo y en chisguetes salía por la boca, los orificios nasales, los oídos y llevándose los globos, por las cuencas oculares. Un asco. Una vez establecido el rumbo y los mandos automáticos encomendados al satélite, ambos amigos se sentaron a observar el paisaje

desde

la

cámara de popa,

bebidas

en

mano.

Gris,

ensimismado en su bamboleo, el mar se apareaba con las nubes, ambos se corrían en el horizonte en un velo blanquecino de espuma. Roger y Harum se miraron y rieron. —Debimos traernos unas viejas. —Esta noche no, por fa. Contente macho, caray. Mañana prometo llevarte a una casa en Alejandría que se convertirá en uno de tus rediles favoritos, pero hoy quiero que hablemos sin interrupciones. —¿Qué negocio te urge tanto? —Uno muy delicado. Lavar mi honra. 26


Harum bramó una carcajada más grosera que las anteriores. Roger debe de estar jugando, pensó. ¿Cuál honra? —No mames. ¿Qué es eso? ¿De qué hablas, guey? —Olvídalo. Luego te cuento. Hubo un silencio embarazoso roto por la sonrisa simultánea de ambos. —Mejor primero tú ponme al tanto de tus actividades. Confirma: por la forma de actuar sólo tú puedes ser el misterioso descerebrador de políticos a distancia. Reconozco tu estilo hasta con los ojos cerrados. A mí no me engañas, aunque te propusieras hacerlo. Platícame cómo está la cosa. —Nada, nada —Harum se puso colorado y se esponjó como un padre cuando le dicen lo bonitos que están sus hijos—. ¿Cómo te enteraste? —Eres un lerdo, ten más cuidado, mano. ¿Qué tal si me llegaron al precio y traigo micrófonos encima para tener las pruebas con qué traicionarte? —Sería imbécil que lo hicieras, por razones obvias. Y ni el más sofisticado de tus artefactos eludiría mi instinto. Contigo traes tus calzones, tu celular y un procesador personal portátil con un sistema 27


sencillo de intercomunicación, ambos desactivados, nada de lo que pueda preocuparme. —Vaya,

tienes

vista

de

rayos

equis.

¿Quién

eres?

¿Supercrudote? —Casi. Así que no me traiciones, como reza tu amenaza favorita —dijo, enseñando los dientes. —Volviendo al punto, cuéntame. Harum se arrellanó en el asiento y dio un sorbo a su bebida. Suspiró muy satisfecho. —Pues que de pronto entusiasmado por el despertar de la historia de nuestro Malpaís por un lado y, por otro, enterado de ciertos convenios que estaban por firmarse entre tú ya sabes quiénes y quiénes, creí patriótico deber el de empuñar mis argucias y librar a mi tierra de esos cerdos. La serpiente por fin se está desperezando. —Has puesto al país de cabeza. Estás decapitando a la hidra, ¿qué va a pasar con nosotros? —La hidra, nosotros... cierto, tú eres parte de ellos. A ti es a quien debería eliminar antes que a nadie. Reptil. —Ay, reptil. Como animales se miraron sin pestañear, las pupilas frías 28


fijas en los puntos vitales del otro. —Todavía faltan varios más en mi lista selecta. Ha sido un trabajo difícil, sobre todo imaginar el método para delicuescerles las ideas y la manera de no dejar huella en ese embarradijo. Pero cuando el negocio esté concluido habré desarticulado al sistema político nacional. Y las finanzas se irán a pique. Y tú podrás pescar en río revuelto y hartarte de salmón como los kodiaks. —Gracias.

Es

linda

la

perspectiva,

sobre

todo

muy

pintoresca... me recuerda aquella vez que la casualidad nos llevó a ser gambusinos en Alaska. —¿Te acuerdas de la comilona que nos dimos con aquél grupo de exploradores? —Se relamió los bigotes—. Pobrecillos, llegaron en mal momento —una tormenta de nieve, treinta días sin poder salir de una cabaña en medio de un valle remoto, desde el inicio escasez de comida, luego el hambre, tuvieron que decidir por medio de la baraja quién sería comido por los otros, finalmente la cacería... — Qué ganas de repetir el banquete. Pero vayamos a lo tuyo, cuenta qué es lo que tú andas amasando con tus sucias manos de perro. —Lo mío no es tan grave como tu empresa, comandante. Jamás postergaré mi interés particular a las necesidades de la 29


patria. —Eso no lo esperábamos de ti, ni la patria ni yo ni nadie en este mundo. —En ocasiones le costaba trabajo soportar a Roger. — Así que ándate tranquilo; sólo no insistas con esa pendejada del honor. —Equivoqué el término; mil disculpas, comandante. En realidad tienes razón. Como dijiste, las palabras, y sobre todo ciertas palabras, en casos especiales es mejor transformarlas en células más sencillas sin que pierdan su significado; sólo cambian de sonido por otro menos ríspido y menos comprometedor. —¿Yo dije eso? —preguntó Harum sorprendido. —Yo lo pensé mientras tú maldecías. —Ah, mientras yo... ¿Yo maldigo? —Corrección, mientras tú mentabas madres como si tu boca fuera una cuerno de chivo, comandante. —Entonces soy un grosero, ¿no, pendejo? Un malnacido que despepita mentadas de madre así nomás porque sí. —Lo último no, nunca. Lo primero sí, un poco más que yo, comandante. —No, te equivocas por lo redondo. Tú sí eres un malnacido y 30


un catrín que alardea siendo grosero, lo que te hace ver más ridículo y ser más odioso. Yo más bien soy un pelado cualquiera y no un comandante, así que deja de llamarme de ese modo. Roger, ya sin bebida, comenzó a masticar los hielos que se derretían en el fondo del vaso. Estaba contento consigo mismo y con la forma en cómo iban desarrollándose los acontecimientos. Aunque aún nada había pasado, lo cierto es que si Harum hubiera estado cruzando una de sus etapas oscuras desde el principio se habría mostrado sordo y hasta contrario a sus planes. Pero el terrorista también parecía contento y conforme con lo que le trataba de poner en la mesa de discusiones. —Me alegra que toques el punto, pues déjame contarte que hace no mucho alguien que tú conoces me acuso de ser, no el más grosero, sino el más majadero de los hombres. Así, majadero, y por escrito. —¿Quién de los que yo conozco te dijo así de feo? Una mujer, seguro. Ellas siempre ven majaderos en todas partes; apenas va uno a abrir la boca cuando... Además un hombre nunca le dice majadero a otro. —Qué conclusiones tan sexistas. Y tú sí que te equivocas por 31


lo redondo, como dices, porque fue un hombre. Aunque tal vez vuelvas a tener la razón y éste sea la excepción que confirme tu regla. —Un joto, entonces. Le habrás roto el hocico. —¿Partirle la cara a alguien por maricón? Yo no hago eso. —No, ok. Al menos patearle las nalgas por majadero. ¿Qué te hizo? —La verdad es que el muy culero me usó para su provecho, luego contó a todo el mundo los detalles de mi vida íntima y con ello sacó fama y fortuna, sin mi consentimiento, claro. —Caramba eso es muy grave. Te agradezco la confianza, amigo mío. Nadie revela así nada más que ha sido usado por un puto. ¿Cómo fue que te lo hizo? ¿Le sacó fotos a tus nalgas peludas? ¿Era un paparazzi gay? —No saques conclusiones tan rápido y borra ya esa risita estúpida. Bien sabes que yo no comparto tus gustos europeos. Roger se levantó para salir de la cabina. En el marco de la puerta corrediza de cristal, con el mar a sus espaldas, espetó a Harum. —¿Qué insinúas? 32


—No me provoques con tus actitudes de gallito. Te lo dije, debimos traernos unas viejas. ¿Qué hacemos tú y yo solos en alta mar? Roger salió a cubierta, mientras Harum, silbando, se dirigió a la

barra

a

preparar

más

bebidas.

Roger

se

había

irritado

súbitamente, le sucedía cuando comprobaba que nada se olvida por completo. La conciencia de esta condición inalterable de la verdad lo debilitaba por culpa de su paranoia, que provocaba la furia de la que ya se habló y que por su causa debía esforzarse el doble para sobreponerse y actuar natural y desenfadadamente frente a los demás. Notando que apretaba los puños con fuerza, abrió las palmas de las manos y respiró la humedad del aire marino mientras se relamía la sal de los labios. Se sintió ridículo y tonto por haber flaqueado en algo de lo que no tenía culpa. El enojo contra sí mismo le duraba poco, así que rápidamente volvió a ser su mejor camarada, su cómplice y la tumba de todos sus secretos.

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Harum salió de la cabina bailando como un plantígrado al ritmo de la música que ahora provenía del interior del yate. —Toma —le ofreció un martini—, en Suecia soy famoso preparando cócteles. Roger le mesó el pelo amistosamente y tomó la copa. —Gracias, hubiera preferido un tequila, pero aunque no me guste la ginebra yo me zumbo cualquier menjurje que me dé mi compadre. Aunque mi compadre del alma sea un experto en venenos tan temible como el Papa Borgia. Para agradecer el cumplido, Harum lanzó un grito como de charro en el jaripeo y ambos brindaron mirando al sol estremecerse mientras el océano se lo tragaba cual galleta. Salieron los astros, algunos cirros desperdigados daban al cuadro la pincelada propicia para motivar los recuerdos gratos, aún en los tipos más duros. 34


Harum encendió un cigarro de mariguana en tanto se le escapaba un suspiro. Se sentaron a fumar, martinis en mano, en las dos sillas de pescador que estaban fijas en la popa. La estela que dejaba el barco tras de sí continuamente cambiaba de amarillo sucio a blanco triste a gris chinchilla a azul pizarra hasta perderse en la oscuridad que ya los alcanzaba como una zarpa flotando sobre las olas, cada vez más quietas. —¿Quién te dijo majadero y te usó como a una puta? ¿Que te dijera majadero fue lo que ”mancilló tu honor”?— preguntó Harum siseando una risita. —Me vale gorro lo de majadero. Me tiene encabronado que me usara sin pedirme permiso. —Claro, si te iba a usar debió pagarte, como a las güilas. —Ya basta. —¡Auch! ¿Qué hizo? ¿Quién fue? —Ten calma, al rato te digo —cogió el carrujo que le ofrecía Harum y le dio una larga fumada que luego exhaló mientras decía: — Aún quedan muchas ondas por surcar. —Bájale a tu poesía maleta y dime quién fue antes de que deje de importarme. 35


—Primero has de prometerme tres cosas. Primero una, después otra y al final... —...te mando a la chingada. —La última promesa te descubrirá el nombre de nuestro amigo. —El joto —dijo Harum contoneando las palabras. —No es joto. Solamente es un hijo de puta soberbio y mal camarada. —Mm... creo adivinar. Sólo conozco a alguien así. —Espera. No vale si te adelantas —era difícil conversar con Harum porque siempre se anticipaba y al menor pretexto le arrebataba la palabra de la boca a su interlocutor. —Te perderías en los vericuetos del enredo. —¿Tú crees? En menos de lo que canta un gallo acabaré deduciendo todo —chasqueó los dedos. —Ya casi lo tengo en la punta de la lengua. Guácala, qué mal sabor tiene el nombre de este chango. —Frena tu genio deductivo y espera, hazme caso. —Tus pasatiempos me aburren. ¿Por qué mejor no jugamos baraja, seguimos fumando mota y nos vamos a dormir temprano? 36


—¿Recuerdas qué fue lo que nos unió en esta forma? —Cambiando de tema... A fuerza de querer olvidar los errores de mi vida... no, no recuerdo. —Hablo en serio. ¿Te acuerdas cuándo y cómo fue que nos comprometimos a llevar esta vida? —¿Quieres la verdad? A ésa no la puedo repetir así como así por oscura y porque ya estoy pacheco: dos niños que desde temprano se asocian para cometer crímenes vampíricos: ¿cómo se lo explicas a las personas normales? —Pero sé que te refieres a la otra historia, a esa que durante años te empecinaste en creer y casi lograste que yo aceptara, ese cuento que inventaste sobre nuestros pininos en la vida divertida, ¿me equivoco? Estuvo bien como un juego entonces que éramos inocentones, todavía muy tiernos y demasiado románticos, o ignorantes aún de la realidad de nuestras capacidades, como todo el mundo a esa edad. Pero ya no estamos para cuentos de esos. Como a ti, tampoco a mí me agrada pensar en la verdad; he llegado a convencerme que de nada me sirve argumentar en su nombre. Creo que, como a ti, ha llegado a gustarme más la faz de nuestro mito que la decepcionante jeta de la verdad. Cosas del absurdo, pues un 37


aspecto de esa verdad parece ficción. —Si no hubiese sido por la fantasía depravada de esa cabrona de piel y ojos grises no te hubiera vuelto a ver nunca más desde que empecé a interesarme en las mujeres. —Nuestra querida amiga doña Lucrecia. Más que consciente de lo que provocaban sus excentricidades, contribuyó a que fuéramos lo que somos. —Y vuelve la burra al trigo. Vale, en cierta medida, sí. Lo que sí es cierto es que parecía una bruja con su nariz de ganso y con toda esa parafernalia con la que se rodeaba. Y es posible que, en efecto, con sus malas artes nos juntara para siempre, y visto está que lo que moldearon sus engaños y trapacerías no fue precisamente dos angelitos. Pero no creo que imaginara las consecuencias. —¿Crees? Nadie bienintencionado les da a leer Sade a unos niños de doce años. Léanme en voz alta estos libros, nos decía, ya inválida, y nosotros, todavía inocentes, asistíamos a la enferma. — ¿Crees que Sade haya sido el culpable?

—No. Pero déjame continuar. En lo que ella se moría de cáncer tú y yo descubrimos un mundo mucho más convincente que el patio de juegos. Y luego la segunda lectura, el romanticismo de las 38


sociedades secretas que promovía de Quincey era la única opción real para no vivir en el planeta hipócrita al que nos condicionaban las escuelas fundamentalistas a las que tuvieron a bien mandarnos nuestros padres. —Las escuelas de curas fueron una experiencia tan funesta que me tengo prohibido recordarlas —Harum calló de súbito, intempestivamente como todo en él. La diferencia en la apreciación sobre el origen de sus “hábitos”, el trecho que había entre lo que estaba diciendo Roger y lo que apenas unos días atrás él había discutido consigo mismo sobre el tema, era, no diametralmente opuesto, sino abismal. Sabía que Roger sacaba a colación lo de la tal señora Lucrecia porque era dado a mitificar la realidad, las conversaciones, sus actitudes, hasta lo imprevisto. Tenía la certeza, no obstante, de que también su amigo había más o menos deshilado la madeja de su historia común hasta donde a la gente le es posible ver dentro de sus propias vidas. Daba la coincidencia que hacía pocos días él había tratado de dilucidar las razones por las que se había metido de por vida en esos andurriales. Pedestre y complaciente analista de sí mismo concluyó que 39


hacía lo que hacía porque siempre le había querido dar una dimensión histórica a su vida: tal era el sentido que le encontraba a su proceder. Eso implicaba, según él, que aparte de ver por la salud de lo íntimo cotidiano, debía atender a las mil relaciones que su existencia mantenía (y de las cuales dependía) con lo que llamaba Malpaís. En Harum ser político era tan instintivo como amar y sus actos eran consecuencia de esa peculiaridad que compartía, por supuesto, con miles de millones de otros seres humanos, sólo que en él se manifestaba en una forma singular, aunque tampoco extraña ni original entre las formas de hacer política. Esa era, según él, la dimensión histórica de su vida, la que tampoco era la primera vez que definía al tratar de discernir sus motivos. Yo soy Malpaís, carajo, casi lo dijo en voz alta, yo soy esa mierda y la misma mierda que éste. Miró a Roger pestañear, y que la puta madre del cielo, terminó para sí. —Pero, ¿sabes?, sí conservo claro el día en que la vieja agonizante nos comprometió de por vida por medio de esa promesa idiota. Y sé que en el momento en que, gracias a nuestra ayuda, ella expiró frente a nuestras caras, dio inicio una empresa que por 40


entonces no tenía contornos, ni siquiera nombre, y que aún hoy es confusa e incierta. —Lo dices como si te arrepintieras de haber inventado este cuento, como si después de haberlo pensado durante años mientras asesinabas a docenas de gentes hubieras llegado a la conclusión de que erraste el camino. Harum lo miró con sorna y piedad, diríase. Nunca le habían gustado las palabras que utilizaba Roger, tenían demasiadas connotaciones fáciles; en un sólo término parecía querer acumular el mayor número de lugares comunes. —Bah, errar el camino, qué expresiones tan baratas usas. No obstante tienes razón, ahora me doy cuenta que en el fondo siempre quise ser un padre de familia responsable y buen esposo; contador público o dueño de una papelería. Tener un hogar a dónde llegar después del trabajo y una esposa que me esperara en la puerta amorosa para recibirme con el lecho dispuesto. También un perro, una cotorra, tal vez gallinas... —Bromeas, me imagino —quiso reír pero no pudo—. Hijos tienes. A pesar de los kilos que te sobran te aman y has amado, no lo niegues, a mujeres bellísimas. ¿Un hogar? Puedes conseguirlo sin 41


desviarte de tus propósitos. —Mis metas... parecemos poema de Benedetti. —No insultes tanto y tan sin piedad. —Pues no digamos pendejadas. Y si tú las vas a seguir diciendo entonces mejor cántalas, como Tania Libertad. Comenzó a silbar una tonada muy conocida y Roger se le unió tarareando algunos compases más. —Esa promesa que hicimos, aquello que sólo tú y yo sabemos, ¿sigue en pie? Digo, en cuanto a los aspectos prácticos. Sólo confírmalo o desdícete, mira que no te pido que nos pongamos a filosofar. —Claro, ¿con quién crees que hablas? Yo no olvido ni la filosofía ni los aspectos prácticos: siempre apoyarnos en todo, protegernos, nunca traicionarnos, compartir la bonanza, bla, bla, bla. ¿Dudas de mí o qué? Y, por si lo has olvidado, y como advertencia, la promesa que nos hicimos aquella noche cuando le degollamos dos niños a la noche incluye proteger a Víctor Virgen, aunque él ignore que lo hacemos. ¿Me desvío de tus propósitos? —No, a decir verdad eres muy inteligente. —El joto que no es joto que te dijo majadero es Víctor — 42


Harum lanzó el nombre como un navajazo al rostro de su amigo. —¿Por qué te adelantas? Sí, es él. Carajo, ya arruinaste todo. —¿Quieres que te prometa no intervenir, eh? —Quiero darle una lección que le proporcione material para escribir un cuento largo y entretenido. —No lo vas a matar, espero. —No. Te repito, sólo quiero darle una lección. Harum cerró los ojos, fastidiado. —¿Que hizo? —inquirió como juez y luego sonrió enseñando todos sus dientes—:... el muy joto. Roger se levantó y fue al interior del yate. Al regresar traía un libro en sus manos. Se lo entregó a Harum, que en ese momento estiraba brazos y piernas bostezando muy contento. Lo rodeaba un olorcito fétido que molestó el pudor de Roger. —Pornolite, el nuevo libro de Víctor Virgen. —¿Tan

malo

como

el primero? —Harum

se

incorporó

interesado—. Sin embargo me gusta este título. —Lee al azar —Roger se inclinó sobre la borda y respiró aire fresco; luego se balanceó sobre el estómago. Podía distinguir ya entre sus emociones ese nuevo y extraño estremecimiento de saberse leído, 43


pero no como autor sino como personaje, y aunque no le disgustaba la sensación no la quería entre las otras que ya le provocaban ansiedades, pues por culpa de ésta se sentía desamparado y sin saber cómo defenderse de las intrusiones ajenas. Era como andar desnudo frente a los demás vestidos. Harum abrió el libro y pasó rápidamente la mirada por las páginas, deteniéndose en algunas partes. Conforme avanzaba en la lectura, en apariencia superficial mas experta en atender en tres segundos cada uno de los signos impresos, se le enrojecieron el rostro y los ojos y pareció como si en cualquier momento fuese a explotar. —¡Qué cansado! ¡Pobrecito! Te puso a coger sin comas ni puntos y aparte —dijo para finalmente reventar en una risotada muy al estilo suyo, que incluía lágrimas y ciertas contracciones de su prominente barriga. Roger lo había encontrado más gordo que nunca. Su risa resultó comiquísima hasta para el objeto de su burla. Éste nunca le había visto tan divertido. —Mira, también aparezco yo... y Tristana. Ah, ahora entiendo tu enojo. Pero no deberías tomarlo en cuenta como hago yo, que ni me interesa leer lo que dice de mí —palmeó a Roger en la espalda—. 44


Ajá, por lo que aquí consta eres de los bendecidos por Príapo. Todo esto es buena publicidad: guapo, vergudo y cojelón. Las viejas se te van a ir encima. —No necesito de Víctor ni de su libraco para conseguir mujeres y tampoco me gusta que digan a los cuatro vientos cuánto miden mis atributos —dijo con presunción—. Siempre me ha gustado ver la cara que ellas ponen cuando se enfrentan a mi yo verdadero. —Creo que exageras, ¿además todo esto es ficción, no? —No estoy confesándome contigo. Yo hago lo que se me pega la gana con lo que respecta a mí mismo —respondió Roger enojado. —Y de ficción tiene lo que tú de terrorista —dijo agarrándose la entrepierna. Luego siguió: —El muy cabrón me robó mi diario y sin apenas cambiar las cosas, me ridiculizó y ni siquiera me ha dado una explicación como hombre, ya deja como amigo. Por eso le voy enseñar quién es Roger Fleur y cómo respondo a los pendejos que se atreven a meterse conmigo. —Escribes un diario...— Harum seguía burlándose. —Como quinceañera. 45


Rió a gusto. De pronto se contuvo y miró los ojos gatunos de Roger, fosfóricos, se dijo. —Recuerda que el pacto es proteger la vida de los otros dos y eliminar a quién falte a su promesa. —No lo voy a matar. —¿Qué le vas a hacer? —Vengo planeando la revancha desde hace ya tiempo. Tengo todos los pelos de la burra en la mano y fíjate, mi buen, son pardos. Así que nuestro amigo no tiene escapatoria. Aunque tú te opusieras o le dieras aviso, el muy jijo se chinga. Y si intervienes te cargo con él... —No me digas —Roger se dio cuenta que no le debió haber amenazado— ¿Qué le vas a hacer? —Eso no te lo puedo decir —le puso una mano en la pierna y la apretó amistosamente—, pero si cooperas te garantizo que te divertirás como enano. Para que todo salga como lo he planeado, necesito de tu ayuda. —No me gusta que me amenacen, puto —dijo Harum retirando la mano peluda de Roger de su rodilla—. Tampoco me gusta lo que me propones. Además yo no quiero hacerle ningún mal 46


a Víctor. —¿Qué te disgusta de él? —dijo conciliador y marrullero. —Nada, no quiero intervenir ni a favor ni en contra suya. Menos si me amenazas. —Vamos, no seas tan delicado. No me digas que piensas que en verdad te amenazo. Lo dije sin intención. ¿Y el pacto de que hablamos? Cuando tú y él están juntos nomás se la pasan discutiendo,

cualquiera

que

sea

la

ocasión

siempre

acaban

peleándose. Dime, ¿qué te cae mal de él? Harum movió la cabeza. Se dio cuenta que estaba perdiendo el tiempo. Seguía con el libro de Víctor entre las manos; le había gustado por la reacción que provocaba en Roger. Todo aquel chisme comenzaba a divertirle. Y cayó. —Bueno, así rápidamente: su torpeza para vivir; su cortedad de miras; su prepotencia intelectual; el que crea que ser escritor le da derecho sobre la gente y una visión totalizadora de las cosas; su manía por sermonear... ¿sigo? —¿Y no te gustaría que cambiara? —No. Me da lo mismo, hombre. Cada quién su vida; laissez faire, laissez passer… además su estulticia disfrazada de talento no 47


me estorba en lo absoluto y en ocasiones hasta me divierte. Como a ti, le tengo un cariño incomprensible. No cuentes conmigo para jodértelo. —Me debes una. Siguió un corto pero espeso silencio que finalmente hubo de rasgar la voz ronca del terrorista, que miraba el cielo por no mirar al otro. —¿Me la estás cobrando, hijo de la chingada? Roger sabía que estaba jugando una carta peligrosa. —Sí. A toda deuda le llega su hora. Harum se levantó de un salto de la silla de pescador. Ahora él era quien estaba enojado. Estrelló la copa en la cubierta, escupió en el mar y pateó la borda hasta pintar con la suela una raya negra en la fibra de vidrio blanca. Miró su graffiti con fijeza y luego a Roger con ojos asesinos. Éste le sostuvo la mirada con una mueca burlona y desafiante. Los papeles se habían invertido. —Está bien, Roger. Así quedaremos parejos y ya no me podrás fastidiar de nuevo. Tal vez, después de esto, tú seas quien me las deba. —Te juro que te vas a divertir. 48


Harum se dirigió al interior del yate. Antes de entrar se volvió para contestar, bufando: —Y yo te juro que si Víctor sale lastimado tú te vas a arrepentir.

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7

—Es demasiado lo que pides. No es que me importe, pero con ese material puedes dañar a muchas personas. Los del medio (ya sabes: éste, aquélla, ése, hienas infernales) van a enterarse de tu fiestecita privada y yo no quiero aparecer como productor de tu espectáculo. En Malpaís nadie baila parejo ni al mismo son, todo está quebrado. Y eso me preocupa. Además, no sé si recuerdes: Harum está muerto. ¿No es mi acta de defunción la que me estás cobrando? ¿No me equivoco, verdad, al desconfiar, eh? Y pensándolo bien, ¿para qué tanto escándalo si solamente se trata de darle una lección al buenazo de Víctor Virgen? —No me gusta nada de lo que me imagino le quieres hacer pasar. Si pierdes el control y le lastimas recuerda que entonces... ¿Por qué no mejor me cuentas el plan completo de una buena vez? Así te diría sinceramente en qué forma te puedo echar la mano. 50


Porque darte lo que me pides así nada más sin saber para qué lo quieres, es muy riesgoso. Me expongo demasiado, Roger, tú no reaccionas como las personas de este mundo. Y temo por Víctor pues él ni la debe ni la teme. Si bien la miras, estás exagerando. No vale la pena tomarse la molestia por lo que dice un libro que nadie va a leer. Roger empinó de un sorbo el martini que recién Harum había confeccionado. Le supo mal y lanzó la copa al mar. Luego apuntó con el dedo al cielo y disparó al aire. —Lo más que le puede pasar a nuestro carnal es quedarse loco. Pero lo que pudiera llegar a pasarle no importa por ahora, no temas. Me parece que toda esa carretillada de palabras que acabas de echarme encima como si fuera el sermón de un cura, no significa otra cosa que te entusiasma mi plan ¿o no? Yo tenía razón, ¿verdad? —¿De cuando acá tus actos criminales sin sentido me conmueven un pelo? Cada vez te vuelves más soberbio. —Bah, no creo lo que escucho. ¿Qué, te estás volviendo pendejo? ¿Quién es el que mata sin responsabilizarse del acto, disfrazándolo de terrorismo, revolución o yo no sé qué otra estupidez sin sentido? ¿Quién, a pesar de saber lo que sabe, niega el verdadero significado del asesinato? ¿Quién, quién, quién? 51


—Asesino,

fumémonos

otro—

contestó

Harum

con

voz

perezosa y parsimonioso se puso a liar otro cigarro de canabis. —El asesinato es un pasatiempo y un placer supremo. —Uta, qué chinga tener que aguantar tus frasecitas. —Yo nunca te he cuestionado en serio. ¿Por qué ahora tú le niegas sentido a lo que hago? Deja eso, ¿ahora qué te ha dado por indagar mis motivos? —Porque no entiendo. Demasiado lío para tan poca cosa. Y Víctor en la mira... no, esto no me gusta. —¿Quién nos enseñó a matar? —Hablando de sin sentidos... Va de nuevo, como la piedra del molino... —A ver mi cuate, juguemos al mito, Harumsito, cuéntame un cuento. Así como tenemos a la señora Lucrecia para culparla de haber sido quien nos enredó en esta camaradería criminal, dime, ¿a quién hemos culpado siempre de habernos enseñado a matar? Cuando Roger sin inhibición alguna modulaba la voz y sacaba estos temas a colación era, como ya se dijo, porque pensaba que en el fondo Harum era tan sentimental que prefería la ficción, que inefablemente le ablandaba. Esas evocaciones de un pasado mítico 52


común eran uno de los tres o cuatro temas a los que recurrían siempre para justificar sus reuniones, que de otro modo serían aburridas por lo monótono de sus recurrencias. Y para colorear un poco la grisura con que los años habían teñido su amistad, como una parte ya amanerada de su microcosmos, contaban de nuevo y le añadían

nuevos

episodios

a

las

hazañas

del

aventurero

norteamericano hijo de escoceses emigrantes, cuyos primeros muertos habían sido un pelotón de soldados villistas a los que despachó al otro mundo con atinados golpes de pelotas de golf... —Brindo por el gran Bruce —Harum levantó la copa y eructó antes y después de beber—. El hombre que me enseñó a dar en el blanco y a no errar nunca. —Salud por el soldado muerto. Pero él no nos enseñó a matar. —No, nunca lo escuché decir “el día en que maten...” ni “cuando maten...”, ni “para matar deben...”. Bruce nos habló de todos los muertos que hizo, nos explicó su teoría del homicidio, ante nuestros ojos depuró las tácticas y las estrategias que había experimentado. Buce nos enseñó a adquirir temple y conciencia. El nos presentaba el hecho de matar como una circunstancia de su vida de la cual había salido airoso gracias a su aplomo y a su pericia, 53


las que eran sus verdaderas materias. —¿Entonces quién nos enseñó a matar? —La señora Lucrecia T. —No, ya quedamos que ella tampoco nos enseñó cosa alguna. Al menos no directamente, como Bruce. Ella sólo era una loca con un discurso anegado por lagunas y plagado de una fauna alegórica sin sentido y símbolos muy extraños. —Fuimos homicidas desde el vientre de nuestras madres. Tampoco fue coincidencia que hayamos crecido en Malpaís y descubierto juntos nuestros talentos. A eso se le llama historia, ¿qué no entiendes? En todo caso, esa coincidencia de exabruptos destinales fue la que nos aclaró doña Lucrecia con sus parábolas y soliloquios abstractos y la que el otro hizo real con la exposición directa de sus traumas de la guerra. —Bruja cabrona. Y el otro, yanqui subversivo. Buenos maestros nos conseguimos para que nos enseñaran a leer los signos de los tiempos. —Fueron los que necesitábamos. Fueron los que fueron. —¿Pero quién nos enseñó a matar? —La necesidad te digo. Nuestros maestros, te digo. Tus 54


parientes y los míos, te lo digo y te lo repito: fueron los corderos los que enseñaron al lobo. La televisión te digo, horas expuestos a su malévola inteligencia. Nuestros gobernantes, te digo, fueron nuestros maestros consagrados por su sindicato. Malpaís, por supuesto, su historia, su larguísima historia de holocaustos, homicidios y asesinatos mediocres. Malpaís, claro, fue Malpaís, eso te lo digo yo de cierto. —¿Pero quién nos enseñó a matar? —Te digo, en nosotros creo que fue la sangre coagulada de nuestro Malpaís. Esa moronga que ya esclerotizaba todo desde antes que nosotros naciéramos. —Tu madre y mi padre. Sus genes degenerados. —La mezcla de las dos razas, la una saca corazones y la otra quema herejes. —Sí, la mezcla de dos razas carniceras. Adoradores de dioses ensangrentados. —La chingada. ¿Quién nos enseñó a matar? —La naturaleza de nuestros instintos, tal vez. —Sí... tal vez. ¿Pero quién habrá sido quien los motivara? En realidad cada uno por su parte pensaba en cosas distintas 55


y poco les importaba saber qué o quién los había convertido en homicidas ni menos entender el sentido de toda la liturgia de los subtextos de sus hábitos criminales. Uno quería convencer al otro y éste sólo pensaba en cómo encontrar una mujer para el día siguiente. —Dime si no te entusiasma ayudarme a joder a Víctor. —No. Pero cuenta conmigo en la medida en que sabes que puedes contar conmigo. Mejor que seamos sinceros desde un principio. Entre tú y yo existen fronteras insalvables. Tú las conoces, no intentes brincar sobre mi paciencia. Y escúchame bien, antes de que pase a contarte sobre la venada siberiana que me tiré hace apenas dos días: Roger, ésta fue la última vez en que me amenazas. —Lo sé, lo sé, discúlpame. Y como recompensa por tu ayuda, claro está, además del milloncejo y medio que te embolsarás por conseguirme lo que te pido, te voy a regalar algo que te hará brincar de gusto, por no decir que te puede matar de risa. Algo de lo que estoy seguro desconocías su existencia por completo. —¿Qué es? —el terrorista cambió de actitud. De pronto se puso como un niño ante la perspectiva de un regalo sorpresa. Roger afiló la nariz y levantó una ceja, mofándose de la ridícula disposición 56


del otro. —¿No querías mejor hablarme de tu zorra eslava? Harum lo miró con ojos expectantes. Su amigo conocía su afición por la tortura y en qué forma prefería administrar la muerte a sus víctimas. —¿Qué te gusta más utilizar en tus experimentos sobre la agonía y el dolor en tu rebaño? —Diantre, Robin, qué manera de decir las cosas, pareces marica. Bien sabes que los venenos... No, espera… ¿en verdad, tú, mi Batman… me equivoco si lo que me vas a regalar es un veneno? ¿Un veneno nuevo? —En realidad no es tan nuevo. La fuente donde me enteré que existía esta lindura es lo suficientemente antigua como para que al principio pensara que se trataba de una leyenda, pues en realidad el autor así la presentaba, al explicar la etimología de la palabra sardónico. —Tendrá que ver con... —Está bien, lúcete. Siempre has sido el más culto. —Sardónico, risa sardónica...ya está. No lo puedo creer Roger. Algo que produce una risa insana. ¿Mata de risa? 57


—Guau, eres un genio de las etimologías. Efectivamente caballero, se acaba usted de ganar un veneno que mata de risa. Y te daré los datos completos: Pausanias, un turista griego del siglo III de nuestra era que gustaba anotar lo que escuchaba y veía en el curso de sus viajes, escribió que en Cerdeña (hacia cuyas costas, estarás de acuerdo, cambiaremos el rumbo en vez de ir a los burdeles de Alejandría) crece una yerba que mata de risa a quien la ingiere. Por ello, como concluiste con rapidez de computadora, una risa malsana se denomina sardónica, que ha de ser algo así como el genitivo del patronímico de la isla. —Estás idiota, como debió estar Pausanias al darle crédito a esta tontera. Es interesante el dato, pero no creo que exista la pócima o quien recuerde cómo es y dónde crece la susodicha planta. Han pasado mil setecientos años. —Pausanias afirma que cerca de las fuentes de los valles meridionales. —Los manantiales de Cerdeña han de estar cegados o contaminados, ¿pues en qué siglo crees que vives? ¿El quinto romano o el once aragonés? Y esos valles, bah, hoy serán basureros o ciudades, destinos idénticos. 58


—Yo Roger, tu carnal del alma, tu compadrito, soy más chingón de lo que me concedes. ¿Por qué tú Harum nunca me crees nada? Bueno, un isleño que anteriormente ha realizado algunos trabajos para mí ha investigado sobre esta planta y al parecer tiene noticias alentadoras. Sólo falta que lleguemos para que nos guíe hasta el lugar donde asegura que encontraremos la yerba que estamos buscando. Y por las señas que me dio, ni ciudad ni basurero, ya juzgarás con tus propios ojos. Y cuídate de no reír demasiado. —Está bien, tú consígueme el veneno y yo te prometo, con la excepción que ya conoces, venderte lo que deseas y no intervenir en tu venganza. Pero aún así, con veneno o sin él, con ésta te pago lo que te pudiera llegar a deber en los próximos cincuenta años. —Trato hecho. Tu veneno nos espera en el cabo Sperone, al sudeste de la isla. Lo mío me lo entregas en Huatulco, en mi casa, la semana entrante. —Preferiría no ir a México. Además la razón por la que compramos este barquito fue para ventilar nuestros negocios aquí, para no exponernos en vano. —¿Tienes miedo de las alimañas de Malpaís? Mira, mira... 59


—Le temo a los abismales márgenes de error que tú provocas con tus absurdos histéricos. Roger afiló sus pupilas y rió quedamente. Y se queja de mis frasecitas, pensó. —Por favor, no te preocupes. Be my guest... Schaukel. Harum suspiró y de pronto tuvo un fugaz, realmente fugaz deseo de lanzarse al mar e ir a reposar al fondo de aquellas aguas meditarráneas, plagadas de huesos minoicos, púnicos, franceses, normandos, catalanes, turcos, berberiscos... La profunda nada, volvió a suspirar: —Ah, ah, ah. ¿Te has puesto a pensar que nunca sobrepasarás la altura de tu cabeza. —Ahógate Neptuno—dijo Roger escupiendo al mar.

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8

Víctor se levantó con dolor de cabeza. En la cocina sacó del refrigerador una lata de jugo de ocho verduras que vació en un vaso al que previamente había vertido una generosa porción de vodka; con ello se tragó tres aspirinas. Casi a diario al despertar ingería tres, no una ni dos, siempre tres aspirinas —las tres primeras del día, que en ocasiones podían llegar a nueve y hasta a doce tabletas al finalizar la jornada—. El líquido con el que tragaba el célebre fármaco era lo que menos interesaba en esta ceremonia matinal; lo importante de cada día era la certeza de estarse taladrando una úlcera gástrica con aquellas dosis de ácido acetilsalicílico. Con este pensamiento disparaba una ansiedad cuya circularidad ya lo había enviciado. Así, después de haber ingerido su pócima mañanera se abandonaba durante unos segundos en la contemplación obsesiva de sus culpas, aunque 61


pronto, con su empuje irresistible, a veces a regañadientes a veces sin darse cuenta, la vida le hacía salir de ese círculo masoquista para internarlo en los anillos del amor o de la lujuria. Pero en esta ocasión, a diferencia de tantísimas otras veces, se despertó casi eufórico sin que la jaqueca y sus vericuetos de sobra conocidos realmente estorbaran su contento, el que de hecho, desnudo como estaba, era notorio. Apenas ingeridas las aspirinas y empalmado como se había despertado, se dio a recorrer su departamento, riéndose de sus recuerdos y canturreando frases que sólo él entendía pero que sin lugar a dudas tenían que ver con el regocijo que, saltaba a la vista, le tenía tan excitado. Entró al baño y bajo la ducha murmuró: —Tristana. —Dos instantes después de nuevo exclamó con el gozo de quien contempla desnuda a la incredulidad: —¡Tristana! —Tristana —el nombre repetido bajo el agua humosa y envolvente cayó como gotas de mercurio y en un remolino plateado se fue por la coladera. Por fin podía pronunciar su nombre en voz alta sin sentirse derrotado. Su memoria fijó las imágenes de lo que había sucedido apenas unas cuantas horas antes. Abrazarla había sido lo más salvaje y 62


poético del mundo; sus senos se le escapaban de la mano como peces aterrados, acariciarlos fue como besar la luna, someterla bajo su cuerpo fue como luchar con una osa, penetrarla como modelar en barro; ella le acariciaba los vellos de las piernas; él le había mordisqueado los párpados; ninguno de los dos había entendido nada pero habían estado de acuerdo en todo. —Mira cómo la luna se refleja en el ala del avión —había dicho ella mientras le seguía acariciando las piernas y lentamente volvía sus ojos a mirarle. Todas sus palabras eran literalmente música, droga, sueño, que sin embargo el pensamiento de Víctor empañaba de inmediato con la pregunta que le estuvo haciendo al destino una y otra vez. ¿Por qué había tenido que pasar tanto tiempo para que se cumpliera su mayor deseo? Un deseo tan antiguo que ya se había convertido, ni más ni menos, que en el motivo de su existencia. Y así, de modo tan casual. —Tristana. Las memorias transcurrían una tras otra y a la par que las palabras reverberaban en el espacio, en su mente todo se reproducía de nuevo como si estuviera sucediendo en ese preciso momento. Sintió aquellos dedos finos recorrerlo y salmodió: 63


—Tristana, Tristana. En una sola contracción apretó las nalgas y los muslos para contener la descarga que le estaban provocando los recuerdos. Se despejó con agua fría y salió del baño para secarse de pie en el centro del rayo de sol que entraba por la ventana de su recámara. A sus muchos años la noche anterior por obra y gracia de la casualidad, que él interpretaba románticamente como destino, finalmente había hecho el amor —no sólo había cumplido con sus necesidades sexuales como incontables veces antes sino que en esta ocasión había colmado con el sueño de su vida—. Su primera verdadera noche de amor, proclamaba, de la cual sabía que en adelante tendría que afrontar sus consecuencias, claro. Sin premeditación alguna y con la rapidez parecida a la de los encuentros sexuales entre desconocidos, había poseído y había sido poseído con el mismo ímpetu y desenfreno, sin pudor y en completa libertad se había unido a la mujer que durante años había amado en secreto y por la que había permanecido soltero y sin importarle el cariño de nadie. De hecho, habían pasado casi dos décadas desde que se enamorara perdidamente de ella —décadas de considerarla un amor imposible. 64


Desde entonces la vida se había encargado de separarles cada vez con mayores distancias e imponerles tales obstáculos que, derrotado, él ya había perdido toda esperanza de que algún día Tristana llegara a ser suya. Además nunca se imaginó que ella sintiera lo mismo por él y que todo ese tiempo transcurrido ella asimismo lo hubiera pasado fantaseando con un reencuentro, pues de haberlo sabido de loco hubiera permanecido con los brazos cruzados dejando pasar la oportunidad de tenerla entre sus brazos. En Víctor, toda aquella confusión de emociones contenidas había crecido en torno al simulacro de su deseo como una enredadera, la que para entonces ya se había convertido en una selva tan espesa que determinaba una buena parte de sus actos y de su vida en general. Mientras secaba las gotas de agua que brillaban con los rayos del sol, seguía excitado y se admiraba al tiempo que no podía resistirse a gozarlo. Pero le invadía no esa clase de fiebre que un hombre rápidamente controla con puño firme, sino la que provoca una piel que ahora exigía de su cuerpo funciones distintas a la simple sudoración y a las sensaciones táctiles. De vuelta del mundo de los sueños, se encontraba con que sus poros se habían 65


transformado en un millón de bocas que servían exclusivamente para sorber el amor y emitir señales de deseo. Sorprendido por el estado tan particular en que se hallaba, abandonándose a su propia contemplación, se sentó en el sillón de cuero que había sido de su abuelo a recordar y dejar que el sol acariciara sus memorias, las que en la superficie de su piel resplandecían en espera de ser llamadas a escena por la mente. En eso sonó el teléfono. Era Roger Fleur.

66


9

El viernes siguiente a su encuentro con Harum y a la fugaz y exitosa visita que ambos hicieron a Cerdeña, Roger abordó un jet Lear en el aeropuerto de Barajas en Madrid y regresó sin escalas a la ciudad de México. Eran las siete de la mañana del sábado cuando el avión aterrizó en el aeropuerto internacional enclavado en medio de una de las urbes más densamente pobladas del mundo. La ubicación de las pistas indefectiblemente despertaba su apetito carnicero. Para cada vez que sobrevolaba la ciudad ya había hecho un hábito el pasatiempo mental de trazar planes para en un futuro, siempre hipotético, hacer caer una avioneta cargada con explosivos, lo que por sí mismo recientemente había demostrado su eficacia cuando un viejérrimo DC-9 se derrumbó esclerótico sobre las casas aledañas al puerto aéreo llevándose a dos mil personas, sin contar el antecedente del senador a quien su amante empoderado 67


derribara sin causar muchas víctimas sobre un barrio residencial con

certero

misil

tierra

aire.

Pero

esa

empresa,

pensaba,

correspondía más al paladar de Harum que a sus propios gustos, menos multitudinarios. A esa hora temprana, el cielo más bajo de los veinticinco millones de seres humanos que vivían apiñados en el interior de una cuenca volcánica dueña de toda la belleza planetaria, era una nube compacta de detritus aéreo que recorría la gama del amarillo potasio al verde cristal y que brillaba como una diadema de topacios y esmeraldas, casi gelatinosa, como la materia inerte a punto de cobrar vida. No estaba desprovista de cierta hermosura malsana, mórbida; flotaba hasta una altura de doscientos metros para después diluirse en el azul omnienvolvente, como el aliento irisado un tuberculoso. En el momento en que Roger miraba por la ventanilla del avión solamente algunas nubes, las necesarias para dar el toque majestuoso a la visión de Anáhuac, deambulaban como vacas distraídas y dispersas en el horizonte. Los volcanes, cada vez menos nevados, que se erguían a la vera de la ciudad de trazo caótico, hacía mucho

tiempo

que

habían

visto 68

desvirtuadas

sus

leyendas


románticas y en vez de príncipes enamorados parecían deformes guardianes de un circo infernal. Las demás montañas cercaban a la ciudad como los bordes mellados de un tazón viejo: desde el aire, como en los mapas, la disposición de la urbe en ese valle semejaba diversas alucinaciones, como la silueta del conejo de la luna, el contorno de un feroz guerrero teotihuacano y también al jeroglífico nahua de desesperación, a la vírgula que en boca de los dioses significaba un alarido destemplado. Por algo se llamaba México, en cuyas etimologías siempre estaba presente la palabra luna, lunático, húmedo, ombligo, centro y otras ideas afines como obsesivo, neurótico, mesiánico, y más. Antes de ir a su casa, Roger se dirigió al departamento desde el cual espiaba a Víctor Virgen; pues en su fuero íntimo sospechaba que se encontraría con una novedad. Temía que algo hubiera pasado desapercibido y que luego pudiera interferir en sus planes. Revisó las grabaciones del video y las registradas en el teléfono. Al parecer nada había cambiado en las costumbres de su amigo. Roger estaba seguro que ninguna cosa extraordinaria de la que no tuviera noticia había sucedido durante esos tres días en que se había ausentado de su puesto de observación. 69


Víctor era, a pesar de lo que se empeñaba en aparentar en público, un ser tímido, metódico, poco propenso a variar el curso de sus hábitos y, por supuesto, demasiado poco dado a correr aventuras que le pudieran traer imprevistos o causar accidentes. No era una persona imprudente. Tampoco se tenía por uno de esos escritores

que

siempre

andan

metidos

en

líos,

borrachos

e

indigentes. Claro que se le notaba como a una embarazada el vientre cuál era su oficio, o que era pintor o algo por el estilo. Un artista, lo calificaba la gente al ver el descuido de sus ropas, y otros por la extravagancia de las mismas lo identificaban como un intelectual. Un bohemio, decían los más, prototipo del color urbano, como los chinos de las lavanderías y las chamulas artesanas. Pero sobre todo Víctor se distinguía por su natural parsimonia y por su elegancia. Todo aquel desenfado en el aliño de su persona estaba confeccionado con trapos caros, a los que sabía combinar con el mayor provecho; estaba seguro que esas prendas de gusto preciso le daban el toque que le hacía coherente a ojos de los otros, el que le confería un sitio entre los hombres de éxito. Creía que para las personas con las que mantenía negocios esa imagen inspiraba confianza. Además, al mismo tiempo, con ello causaba el enojo de 70


sus amigos contrarios a la moda burguesa; y él, satisfecho con estos avatares, obtenía buenos resultados. Pobre tipo, pensó Roger mientras apuntaba la lente del telescopio hacia la vivienda de Víctor Virgen, qué feo ser él. Entonces al girar el foco vio clarificarse la imagen de su amigo caminando de un lado a otro desnudo y con el miembro en todo lo alto. Sonrió con malicia. Tras curiosear con morbo los detalles, pronto comenzó a aburrirse de mirar a otro macho con veras trazas de andar en celo. Aunque le pareció extraño que en lugar de sacudir vigorosamente el arma estuviera caminando como lobo lascivo. Qué estará pensando el muy cochino, se preguntó. ¿O no sabrá qué hacer? El otro de vez en cuando se detenía y se miraba el miembro, pero no lo tocaba, luego proseguía su enigmática caminata. Roger parpadeó y se rascó la cabeza sin saber qué pensar. En eso Víctor se sentó en el sofá de la sala que estaba iluminado por el sol de la mañana: abrió las piernas y las extendió. Cayó la luz sobre él y Roger mismo emitió un silbido de asombro y chasqueó la lengua. Necesita una mujer que lo desahogue, siguió Roger mentalmente, o un amigo que lo saque de sus pensamientos malsanos. Es hora de acorralar a 71


la presa. Entonces tomó el teléfono y marcó el número de Víctor.

72


11

—Acá Roger. ¿Interrumpo? Mientras se hacía un silencio de varios segundos, Roger por el telescopio vio cómo Víctor literalmente saltaba el sillón, cual si le hubiese caído encima un balde de mierda. —Caray, qué sorpresa— murmuró tratando de concentrarse. —¿Estabas dormido? —No, recién me había despertado— Víctor bostezó para hacer verosímil su mentira. —Seguro te estabas jalando la verga— fraseó las palabras como golpes de ariete. Luego dijo con suavidad—: ¿De veras no estás acompañado e interrumpo? Roger vio cómo Víctor recogía las piernas y se acuclillaba encima del sofá para ocultarse como si supiera que el otro le estaba observando, cosa que no podía siquiera imaginar, pero sí se sintió de 73


alguna manera descubierto al escuchar la vulgaridad de Roger. —Estoy solo, no te preocupes. —¿Masturbándote? —Roger no cejaba de golpear con el ariete. —Roger... —Víctor buscó alguna ropa con qué cubrirse. —Gulp. Perdón, creo que di en el clavo. ¿Quieres que te hable más tarde, cuando ya te hayas lavado las manos? —He tenido tantas ganas de hablar contigo, carnal, pero llevo semanas de estar muy ocupado. Qué bueno que tomaste la iniciativa, porque hubieran pasado más días antes de que tuviera tiempo de marcar tu teléfono. —No me digas. ¿Pues qué haces que te tiene tan apartado de tus amigos y te hace olvidar las buenas maneras? —Lo de siempre, ya sabes... —¿Nada? —Entre otras cosas banales, escribir, lo cual aunque a ti, ya lo sé, te parezca fácil u ocioso, cuesta bastante trabajo. Oye, te escucho algo agresivo. ¿Hay alguna cosa que te moleste? —No, nada, nada. Sólo quisiera verte pronto, sin que me pongas pretextos idiotas. Roger escuchó que Víctor carraspeaba. El también tosió en 74


respuesta, como en las salas de concierto. —¿Cuándo? —¿Por qué no hoy mismo? ¿O tienes muchos compromisos inaplazables? ¿Qué no podrías cancelar tus citas para estar un rato con tu viejo amigo? —Pues mira, mi única cita inaplazable es hasta el martes —y a esa, Roger, se dijo Víctor para sus adentros, ni tú ni nadie me harán faltar... y bien mirada más vale que no sepas los detalles porque te podrías ir de espaldas. Un

segundo

antes

de

contestar

afirmativamente

a

la

invitación, pues le era imposible evadir el encuentro con su compinche, cayó en la cuenta de lo peligroso que sería vivir en este mundo si Roger se llegara a enterar con quién se había acostado la noche anterior. Al contemplar la perspectiva, en un instante decidió que más le valía guardar el secreto. Tendría que resolver este nuevo problema. Una nueva punzada en el vientre comenzó a roer su tranquilidad. —Claro. ¿Comemos? —Te espero en mi casa y mientras brindamos por mi resurrección decidimos a qué restaurante vamos. 75


—A las dos y media.

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12

—¿Es nuevo tu auto? —Víctor se asomó a mirar el velocímetro. Ciento cincuenta. —Del año. El tuyo qué marca es. —¿Yo, un automóvil? —Víctor rió cansadamente, como si hubiera escuchado esa pregunta otras veces. Lo que veía con cierta preocupación era la manera continua y violenta de como el cuerpo del viento se astillaba contra el parabrisas—. Vamos Roger, pues cuándo me has conocido solvente. Sigo siendo el miserable pobretón de toda la vida, tu viejo amigo el que nunca tiene un clavo ni un techo seguro bajo el cual caerse muerto. Gracias a ti he salido de muchas, ¿cómo crees que voy a tener automóvil sin haberte pagado antes los miles de pesos que te debo? Roger le lanzó una mirada de reproche. El mismo Víctor de siempre, pensó. ¿De qué otra manera podría ser? 77


—Nadie

te

está

cobrando

nada,

ni

siquiera

debieras

considerarlo. Tengo mucho más si necesitas dinero. —Roger... Víctor no volteó a mirarlo. En cambio sacó del bolsillo de su saco unos Rayban y tras limpiar los cristales se los puso haciendo un mohín con los labios. Roger le palmeó la rodilla. —Sí, ya lo sé. Te molesta que hablemos de esas cosas. Pero tú empezaste. Y yo hablo en serio. —¿Dónde vamos a comer? Habían llegado a un semáforo en rojo. Roger miró a Víctor a los ojos polarizados. Este sonrió con desgano. —Mira, no te ofendas si te digo que por supuesto yo me encargo de los gastos: me gustaría invitarte a un sitio especial. Si tú quieres elegir, adelante. Sólo que me gustaría proponerte algo distinto. —¿Como qué? —¿Recuerdas a Odoacro? Era el nombre del capo amigo de Roger, cuyo nombre, como ya se mencionó arriba, también aparecía en el Pornolite. Un tipo carismático, ya viejo, dueño de una cantidad exorbitante de dinero y, 78


sobre todo, de información, quien le había apadrinado en el bajo mundo y, además, en su reciente boda en Newport (evento que asimismo se narra y explicita en el citado libro). Un hombre excepcional, pues ejercía cierta vigilancia tutora sobre sus actos. Eran socios, y los unían demasiados intereses, sentimentales la mayor parte de ellos, como solía suceder en todas las relaciones de Roger. La muerte de alguno de los dos, para ejemplificar su relación, sería más una molestia que una solución, llegado el caso de que sobreviniera una ruptura de su sociedad criminal. Odoacro era sincero en su cariño por Roger y para todas las mafias estaba claro que éste lo heredaría legalmente, por lo que no tenía la necesidad de pretender apoderarse de algo que ya le pertenecía de facto. —Sí. Y si la opción de la que hablas consiste en comer con él, me bajo aquí mismo. —Calma, no te precipites —lo sujetó del brazo con cariño. Con un suspiro de fastidio dijo entre dientes—: Vaya amigos que tengo; pura ponzoña. —Precisamente lo mismo digo yo, bien sabes que no me gustan tus amistades, bola de ratas perniciosas. 79


—Cierto, así somos las ratas... también somos majaderos. —¿Dime a dónde es que me quieres llevar a comer, Roger? —A Huatulco, quiero que conozcas mi casa nueva. Víctor lanzó un silbido de admiración. —Casa en Huatulco, prosperas. Me alegro mucho carnal. El hampa, ¿cierto? —La que me viste y calza. La industria más productiva de nuestro Malpaís. No pensé que tuvieras quejas de mí tío. De él no debieras preocuparte. Pero si menté a Odoacro es porque él consideraba a esa propiedad huatulqueña como la más preciada de las joyas de su corona, pero en pago de un trabajo que no conocía más que ese precio, no le quedó de otra más que deshacerse de ella. —Pero Huatulco está a un chingo de kilómetros de aquí. Y ya es muy tarde. —En hora y media, en dos horas cuando mucho estamos en las puertas de mi casa. ¿Vamos? —La invitación... ¿qué incluye? —Todo. Solamente di que sí y enfilo el rumbo hacia el aeropuerto.

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Horas más tarde, aproximadamente unos minutos antes del ocaso, Roger abría el portón de la propiedad que tenía sobre un acantilado en la costa noroeste del Golfo de Tehuantepec. El sol caía por el lado del océano, que en el horizonte rezumaba tinto por la sangre solar y cerca de la playa desplegaba una paleta de matices acerinos que semejaban aquellos que resplandecen al amanecer en las escamas de las colas de las sirenas, cuando tendidas en la playa baten sus apéndices escamosos al aire. Hasta los oídos de Víctor llegó el inconfundible siseo de la espuma siendo absorbida por la arena y que se filtraba bajo las piedrecillas de la playa, el tumbo de las olas festejando ese beso entre los elementos, las aves marinas llamándose entre sí para discutir asuntos de la colonia, y el rotundo silencio de la naturaleza, casi lacónico, un tanto monacal.

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Un sentimiento de inseguridad lo invadió, desperezándose bajó del auto para ver mejor el paisaje. Oculto tras los Rayban, el blanco de sus ojos estaba enrojecido por el cansancio de la travesía. Se quitó las gafas y se limpió unas legañas acuosas, pateó una piedra al fondo del barranco, volvió la vista y encontró la mirada de Roger que lo observaba. Sintió burbujear un ácido que le escoció la boca del estómago. El sol se precipitaba rápidamente en el seno del espejo humeante. Volvió a ponerse los anteojos polarizados. —¿Qué te parece? ¿Te gusta? —No sé qué decir. La naturaleza me fastidia cuando me distrae de mis pensamientos. A veces prefiero los espejismos del progreso —su anfitrión hizo un gesto difícil de interpretar ante comentario tan positivo e inesperado. —¿Y la casa? Subieron al auto y Roger condujo un centenar de metros más hasta una rampa cercana al borde del abismo. Bajaron y ante Víctor aparecieron unos escalones que descendían entre las rocas, labrados en el suelo calizo del entorno. Con un ademán de bienvenida, Roger lo invitó a bajar: tras rodear una curiosa piedra cónica surgieron ante el huésped las terrazas sucesivas que formaban el conjunto de la mansión, que era casi aérea por estar a veces suspendida en el 84


abismo

por

pilares

de

concreto

cubiertos

de

enredaderas

y

subterránea pues algunas de sus partes se hundían en el muro de roca anaranjada por la parte del oriente. La armonía en la distribución de los elementos arquitectónicos hacía a la naturaleza consciente de su belleza. La disposición sutil, por ejemplo, de los muros que reptaban entre las grietas del acantilado, casi con humildad, como queriendo ser invisibles; en la forma alar en como los techos se desplegaban sobre el abismo, con sus plumajes de palmas trenzadas; y en el ordenamiento de las vistas por medio de la geometría y los colores. En ella se concertaban todos los elementos del lugar por medio de un lenguaje soberbiamente articulado. Esta villa era un lugar sonoro, uno de esos de los que es inútil hacer una descripción, pues son los sentidos del cuerpo y no los de la imaginación los únicos que pueden gozar con plenitud los espacios. —¿Por qué no exploras la casa y escoges tu habitación en lo que yo termino un negocio y dispongo que nos hagan de comer? En quince minutos nos vemos en la alberca. Prepárate alguna bebida fría en el bar. Estás en tu casa. —Qué convencional. Gracias de todos modos... estoy en mi casa —sentía envidia sin darse cuenta. Pero estaba emocionado por 85


lo que le hacían sentir los muros y techos de ese lugar demasiado cercano a sus propias imaginerías arquitectónicas y que tenía a su total disposición, pues sabía que Roger era casi sincero cuando le decía que podía disponer de sus bienes como si fueran suyos. Roger se fue haciendo pequeño en tanto se alejaba por un corredor. Cuando perdió de vista la espalda de su compinche, Víctor enfiló en sentido contrario. Entró en varios salones y recorrió un laberinto de pasillos, bajó rampas y escalinatas suaves que, sin alcanzarlo, descendían hasta casi tocar el mar, en un entramado de vericuetos insospechados. Ensayó diferentes caras de asombro en cada puerta que abrió. Tras de casi todas ellas solamente encontró cuartos vacíos con la característica común de tener enormes ventanales que se abrían a paisajes espectaculares, ya del mar tornasolado, ya de la encendida roca caliza, ya de los caprichosos arrecifes basálticos y sus penachos de espuma, ya de la vegetación profusa en sus verdes y sus flores. Otras habitaciones, las que se abrían paso hacia la entraña de la roca, recibían luz por docenas de tragaluces cuya disposición componía una suerte de vitral en sus techos y una celosía por las columnas de luz que hasta el suelo se escurrían de aquellas bocas. Sin saber cuál de todos los caminos 86


había tomado, desembocó de pronto en el espacio de la alberca. Desde el trampolín murmuró, luxurious, mezclando mentalmente lujo y concupiscencia, en el mismo sentido en como Petronio usaba luxus para describir la atmósfera que se respiraba en ciertas villas romanas. El bar estaba peligrosamente situado entre la alberca y el acantilado. Víctor dudó entre preparase una bebida fresca o despacharse un mezcal que lo sintonizara con la tierra oaxaqueña. Deslizó entre sus dientes un puñado de chapulines con el jugo de medio limón que exprimió directo en su boca y de un trago corto despachó el caballito de mezcal que había servido hasta el borde. Qué barbaridad, se observó, jamás en la vida había hecho algo semejante. Es más, detestaba el limón en sus bebidas y aderezar la comida con el cítrico le parecía un crimen. Y los chapulines eran enormes y sintió sus patas aserradas insertársele entre los dientes. Se sirvió otro tanto de mezcal, se limpió los rastros de los insectos con un trago del líquido, y vaso en mano continuó su recorrido por el que en otro tiempo fuera el palacio de Odoacro, el zar del crimen. Decidió bajar a la playa; el camino descendía rodeando rocas enormes que ocultaban el tramo siguiente y en uno de esos recodos Víctor se topó cara a cara con Cristóbal, otro viejo conocido suyo. 87


—¡Dios mío! ¿Tú aquí? —¡Hijo, te alegras de verme! —¿Qué estás haciendo en este sitio? Traspasas una propiedad privada y puedo hacer que te echen a palos. —Lo sé. Trabajo para don Roger. Soy su jardinero. —Por favor, tú y Roger no podrían ser sino enemigos. ¿Qué tramas? —Cuido los jardines del señor. Es todo. Ya te enterarás de los detalles. Víctor sintió al mezcal funcionando como una lente de aumento; sus miedos, sobre todo, se magnificaron ante la sorpresa de encontrar a Cristóbal, un ente inexistente, ahí, precisamente ahí, en casa de Roger, en estos momentos en que su vida comenzaba a dar un giro que por fin le era favorable. La presencia de aquél viejo, que nunca era suficientemente joven o distinto a él, no podía sino significar problemas. Comenzó a tartamudear mentalmente, pero se repuso por un mero instinto de supervivencia y decidió no dejarse atrapar. —Bueno —dijo— si es así entonces bórrate que ensucias el paisaje. Si tú eres un sirviente de mi amigo, por extensión de poderes 88


te ordeno que te largues de mi vista, fuera te digo o haré que te despidan. Sábete que Roger no me niega nada. —Como el señor ordene —dijo Cristóbal y, como una sombra al mediodía, se desvaneció. Víctor subió de nuevo a la terraza de la alberca a esperar el regreso de Roger. Se tumbó en una poltrona y tras sus lentes oscuros cerró los ojos. Seguía sintiéndose de un modo extraño, francamente mal, tal vez la altura, se dijo, pensando en la cercanía del mar. Polarizada, la luz realizaba juegos irisados tras sus párpados, rondas de niños insanos donde aparecían abstracciones de Cristóbal, las nubes, Roger, su auto, el mar, cuando de súbito la susodicha coreografía se oscureció con la sombra de alguien. Roger... Se incorporó e iba a preguntarle sobre la presencia de aquél en su casa, que le preocupaba en demasía, pues Cristóbal era un personaje de sus ficciones, pero cuando abrió los ojos una mujer morena y bemba le soltó en la cara, casi como un regaño: —Que dice el señor Roger que lo disculpe pero tuvo algo qué hacer de urgencia. Que regresa en un rato y que mientras usted beba lo que quiera, lo cual miro que ya está haciendo, y también coma de esto. ¿Le gustan los mariscos, señor? 89


En sus brazos regordetes y cargados de pulseras de oro barato cargaba una fuente rebosante de frutos del mar: camarones de rosados interiores salpicados por el oro de los ajos, ostras con las valvas abiertas y espumeantes, callos de hacha de suavísima textura, tentáculos de pulpo con sus ventosas como flores, calamares rellenos de sí mismos, langostinos cobrizos por las especies salteadas en olivo, y una langosta cuya armadura descollaba entre aquella naturaleza muerta como la de una apetitosa emperatriz bermeja en un serrallo de caracoles. Detrás de la pródiga matrona cara de máscara de vaca trataba de esconderse tímida y sonriente una muchacha color del barro, que despejó a Víctor por completo y le obligó a quitarse los Rayban. Ella también llevaba en sus brazos una charola donde todo tipo de salsas frías y humeantes desbarataban la tristeza e invitaban a remojar en ellas la comida y los dedos. La niña tendría quince años a lo mucho y un cuerpo de árbol sin corteza, una piel como leche cuajada, tiernita, pensó Víctor, chatita, rica. —Ella es mi nieta Isabela y está prohibido mirarla o esperar respuesta de ella. Lo digo por lo que pudiera elucubrar como hombre, don Víctor, pues lo macho de ustedes nunca se detiene a 90


pensar en si la hembra a la que le están hablando le entiende o no quiere. Esta niña ya huele a mujer hecha y, como yo digo las cosas como dicen ustedes los hombres, al chile, así pues cuidadito que sobre advertencia no hay engaño. Que tenga buen provecho y mire, como yo digo, si hay mucha pues hártese, que la comida está bien sabrosa. Con el permiso del señor. Víctor, sorprendido por la perorata de la oaxaqueña y alegre ante la vista y los aromas de la comida y la visión fugaz de esa belleza núbil y todas sus perspectivas lujuriosas, comió hasta casi reventar y bebió hasta que se quedó adormilado, dormitando, en ese extático

duermevela

que

nunca

gozamos

del

todo,

mientras

continuaba esperando a Roger, quien seguía ausente desde hacía rato y no daba señales de regresar. Con el estómago lleno, como una boa que ha comido un elefante, se echó a digerir mientras trataba de dilucidar qué estaría haciendo Cristóbal en Huatulco, y de nuevo, por centésima vez en su vida, intentó rastrear el origen de este individuo. ¿Quién sería Cristóbal de cierto? ¿Un ángel? Qué estupidez, en todo caso un demonio, pensó, cosa igual de estúpida. Había salido de su imaginación, pirandellianamente, o era otro Roger, otro hombre que 91


convertido en personaje de sus ficciones, ansiaba seguir vengándose del escritor que le había dado vida y algún sentido a su existencia. Cansado por el viaje, por la comida en exceso y asustado por los fantasmas de su psicosis, descabezó un sueño que tenía por escenario una fábrica con muchas vigas en el techo e infinidad de trabes. La trama era incomprensible, pero estaba impregnada de cierta atmósfera de miedo. En ello estaba cuando la voz de su amigo lo devolvió a la noche estrellada de la costa oaxaqueña, que desplegaba símbolos demasiado claros. —Dormías como un bendito. Hasta pena me dio despertarte. ¿Te emborrachaste acaso o fueron los mariscos de doña Romualda? —Doña Romualda... así se llama, uh... ¿Y su nieta cómo? Ambos, digo, la comida y el mezcal, me despacharon al paraíso. ¿Dónde andabas? —Asuntos inaplazables. Tú sabes, los negocios exigen tanto o más que las mujeres... Pero ahora soy todo tuyo. —¿Cuándo regresamos a México? ¿Qué hace aquí Cristóbal? —Pero si no hemos estado en este edén ni tres horas, relax. Discúlpame, prometo no volver a dejarte solo. —No me has contestado —tono imperioso. 92


—¿Te parece el lunes temprano? —Bien, pero por favor sin retrasos; si no va a ser así, dímelo antes para que yo tome mis precauciones. —No te preocupes, tienes mi palabra. —Malo. ¿Y lo otro? —¿Qué? —Cristóbal, ¿quién más? El jardinero. —¿Qué jardinero? ¿De qué hablas? Yo no tengo jardinero. Estás soñando. —Tal vez... —prefirió omitir más detalles. ¿Se estaría volviendo loco de nuevo? —¿Y tú, estás cansado y prefieres dormir o platicamos? —¿Por qué no nos damos un baño en el mar y subimos aquí a ponernos a tono y platicar que es a lo que venimos hasta acá? —Juega. Pero el traje de baño... ¿Y qué, verdad? Si el chiste es así, en pelotas. —Sí hombre, como Adán, con las verijas al aire. Y riendo como chiquillos bajaron corriendo hasta la playa en donde jugaron y nadaron en el mar hasta que sus corazones empezaron a palpitar demasiado fuerte. Palpitaciones ciertamente 93


culpa de las sustancias insalubres a las que desde hacía ya mucho tiempo habían acostumbrado a sus cuerpos, que a pesar de ello, se conservaban fuertes y eran los de unos hombres saludables. Tendidos en la arena, surcando cada quién con la mirada su pedazo de pensamiento, sin saber qué decir ni cómo callar lo que vivían, finalmente rompieron el impasse y recordaron algunos hechos de sus infancias y rieron y se dejaron atrapar por un rato por esa melancolía tan peculiar que surge entre dos viejos amigos que han vivido juntos situaciones entrañables y se encuentran después de una larga separación. Los dos se sentían bien hasta que un suspiro demasiado sonoro y prolongado que exhaló Roger le provocó a su huésped un derrame de ácido gástrico que abrió viejas grietas. —¿Subimos? —¿Tienes frío? Aquí entre los matorrales hay una caseta con ropa seca. —No me siento bien. La gastritis. —Pobre. Vamos, arriba tengo medicinas. —Me estoy haciendo viejo. —Cierto. Como te veo me siento, ya cerca de los cuarenta uno prueba, sutil y anticipadamente, el cáliz de lo que puede llegar a ser 94


la vejez. —Algo así, bueno, pareciera, ¿no? ¿Tienes omeprazol o ranitidina? —Y yo necesito un antihistamínico. —¿La cocaína? —Y el agua de mar.

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—Pensé que ya no le metías a la coca —Víctor inhaló una larga línea blanca que Roger había dibujado en un cristal. Luego se rascó las narices. Salió a la terraza y se acercó a la alberca donde se mojó la punta del pie. Hacía un calor húmedo, como de caldera. —Este veneno se apelmaza con la brisa del mar y congestiona las narices. Playa y cocaína no se llevan. —Eso según tú, que siempre le encuentras un pero a todo. Para mí la coca está bien en cualquier lugar donde se me antoje —el anfitrión estaba terminando de preparar unos martinis en la coctelera. —Receta de Harum, pero si prefieres hay champagne o aguardiente... creo que también, en alguna parte, pulque enlatado. Víctor olisqueó el martini. Hizo una mueca de desagrado anticipándose al sabor, que de cualquier manera, el olfato ya le había advertido. 96


—Dejé el polvo por tres años —Roger hizo una pausa para inhalar su propia raya. Tosió un poco y le lloraron los ojos. —Pero en estos últimos días he vuelto a hacerlo por que me he visto en medio de situaciones parecidas a las de entonces y la nostalgia ha sido irresistible. También he fumado mota y bebido como en aquellos días. Ha sido como poner música ambiental, solamente. Es el momento adecuado. Además, ya no le tengo miedo, como antes, que llegué a sentir pánico por las sustancias. Esta porquería significó un problema grave porque venció mi autocontrol, a lo que más le tengo aprecio, tú sabes, por mi trabajo. Víctor no había probado el cóctel. Realizaba pequeños diseños en el vidrio con la cocaína. Siempre había envidiado el susodicho autocontrol del otro y la vida a que le obligaba su trabajo. Pero eso era algo que nunca le confesaría. De pronto dejó de dibujar espirales y se perdió en un recuerdo, que para salir de el tuvo que mesarse el cabello. El copete le cayó sobre la frente. Roger le acercó la bebida y el otro le dio un sorbo. La rechazó con asco. —Demasiado perfumado. Parece que me diste a beber Chanel pirata... perdón. Por lo visto Harum no tiene ni puta idea de cómo se prepara un martini, o tú cero sentido del gusto. Ya te enseñaré yo a 97


preparar el rey de los cócteles. La receta la descubrí después de toda una mañana y buena parte de la tarde de un día de ensayos continuos en que terminé súper pedo. Pero volviendo al punto, me contabas que la droga minó tu templanza. —Qué bonita palabra esa de la templanza, suena a medioevo —con una cucharita Roger recogió algo de nieve y la hizo desaparecer por una de sus fosas nasales. —Minó mi templanza, mi confianza, mi esperanza y también mi nariz. Se me hizo un hoyo por el cual podías mirar lo que había del otro lado del tabique, tu madre si se hubiera asomado. Lo preocupante era la ansiedad típica de la droga que a pesar de mis precauciones y mis esfuerzos comenzó a dominarme y poco a poco fue convirtiéndose en miedo. Empecé a tener problemas para interactuar con los demás, me asqueaban. Apenas inhalaba la primera dosis cuando una debilidad increíble, casi dolorosa, me atrapaba en la cama y en adelante ya de ahí no quería levantarme ni ver a nadie, sólo seguir inhalando y al mismo tiempo tratando de acallar el griterío interno que provocaba mi caos externo. Para ello fijaba la vista en la interminable sucesión de videos porno; mi mano por supuesto, atenta. —Caramba, como loco. —Víctor se preguntó cómo la cocaína 98


podía causar a alguien otro efecto que no fuera la euforia o esa fría contención que él equiparaba con la música de jazz. Imaginó a su amigo tal y como se describía y le dio un trago al mezcal. —Debe haber sido penoso. —Sí y no. ¿O a qué te refieres? ¿Al onanismo o a la adicción? La mayor parte de los adultos pasan sus años en circunstancias similares, tal vez en condiciones distintas. ¿Saliste drogado hoy de tu casa? ¿Te emborrachaste anoche? ¿Te masturbaste ayer u hoy en la regadera? ¿Pensaste algo en concreto o fue consecuencia de la estimulante sensación del agua caliente, fue por causa de la humana necesidad de poner a trabajar la imaginación con una escena ya manoseada hasta el hartazgo? Esa es la memoria. Y además, luego, la realidad del fornicio a que estamos obligados socialmente quienes tenemos pareja, digo, para no hablar de la reproducción a la que nos mueven los instintos. Porque a nuestros años casi todo el mundo tiene o tuvo a quien cumplirle en la cama como establecen las reglas, e hijos a quienes mantener con el sudor de su frente. Vaya Malpaís, vaya mierda de mundo. No somos sino unas putas sobajadas por los padrotes de la moral, nosotros mismos. Es como hacerse el candado, ya sabes, tú solito darte por ditroit. 99


Víctor supo de pronto que se acercaban al punto donde, desde un principio, Roger quería ir a parar. Cuando empezaba a cuestionar los asuntos íntimos del mundo era porque tenía la batería a tope y cualquiera que se encontrara cerca debía prepararse para lo que se avecinaba. Lo malo es que ya estamos borrachos y hay mucha nieve entre los dos, pensó. Siempre me ha fastidiado que los asuntos de alguna importancia deban solucionarse al calor de las neuronas incendiadas. ¿Qué este tipo no conoce otro modo de abordar el tren sino corriendo y trepando al estribo de un salto? Pero mi cansancio no me da fuerzas, tampoco, para actuar en sentido contrario. —La inercia. —Qué fácil, la inercia. ¿Qué no tienes huevos? —La coca me hace pensar pendejadas, quiero decir, ideas que me irritan. Me pone intranquilo y quisiera salir corriendo de mí mismo. Pero al mismo tiempo me gusta la prepotencia que te planta frente a cualquier situación como si fueras muy dueño de ti. Esto último mientras los demás no se den cuenta que andas giro. —Tómate un ansiolítico y así durante un rato se te quitarán las ganas de correr... o escaparte. —Roger silbó y de un rincón donde había permanecido invisible apareció un gigantesco mastín negro, 100


que amistosamente fue a lamer la mano de su amo y movió la cola frente a Víctor en señal de simpatía. —Se llama Aleister. En mi caso lo malo fue que la cocaína venció a la farmacéutica y luego a mí capacidad para contenerme— siguió Roger a sabiendas de que no podía haber sido más explícito—. Pero te digo, la única virtud que le encontré pasado el tiempo del descubrimiento de sus poderes y de su uso banal, fue su capacidad para lubricar mi fantasía, y solo sin nadie ni tantitas ganas de saber de nadie me cayó como anillo al dedo y me hizo brincar de gusto. —Con la coca y tu mano puedes llegar a no necesitar pareja; por un tiempo, claro. Luego se convierte en un peligro serio para alguien como yo que ama lo ajeno. La tristeza te vuelve impotente. Pero cuando tengo ganas de autosatisfacerme, me gusta montarme esos numeritos en grande, y así, encantado conmigo mismo, sordo a los ecos de la experiencia, entre la droga y mi narciso estuvieron a punto de vencerme, los muy jijos. Pero al final me sobrepuse, y no fue muy difícil. Me ayudó Harum... y prefiero no contarte cómo. Rió. El mastín ladró y su amo le jaló las orejas. —El sucio y gordo Harum Santiago. ¿Qué sabes de él? —La semana pasada hicimos una excursión por los montes de 101


Cerdeña. —¡Cerdeña! Vaya, qué bien se la pasan los criminales; parecen burgueses. A ver qué día invitan. —¿Cómo respondo a eso? Criminales burgueses... suena a tautología. ¿Por qué no te nos unes de una vez por todas? Aparentar ser burgués vistiéndose con trapos caros es algo de lo más lastimoso. Mejor sé burgués como nosotros, a la de a huevo, y págate un diseñador que cumpla todos tus caprichos. De catrincillo, pensó. —Nunca por esos medios. Recuerda que lo que yo creo es antagónico a lo que ustedes realizan. Mis fines son humanistas. Válgame, se dijo Roger. De nuevo, ¿cómo respondo a eso? —Harum objeta lo mismo. No seas ingenuo ni pedante como él. Da lo mismo robar, matar o escribir mentiras. Las tres son faltas que la moral reprueba, ¿que no has leído a Platón? ¿Escribir es un medio digno de enriquecerse? Al menos no con lo que tú escribes, que no es rosa ni comercial. Además, ¿no dijo Faulkner, uno de tus autores favoritos, que si para escribir una novela, por supuesto no convencional, debías robar a tu madre, la robaras sin tentarte el corazón? ¿No eres tú tan criminal como tu amigo Harum Santiago o 102


como yo, Roger Fleur? —¿Qué quieres decir? Yo siempre he sido honesto. —¡Qué te parta un rayo y a tú honestidad se la lleve el carajo! —gritó de pronto Roger pateando, de pasada, una mesita con un florero. —Eres un hipócrita Víctor Virgen. —Me divierte verte hacer tanto pancho, de veras me da risa ver cómo te enredas sólo para decirme algo tan sencillo como que estás encabronado conmigo. Para qué tanto preámbulo, para qué tanto halago. Y te dices mi amigo; conmigo la flecha al pecho, no hay problema. ¿Te ayudo? Lo que te pasa, eso que bulle en tu interior como un demonio, es que no te aguantas las ganas de partirme la madre. ¿Miento? Víctor esnifeó más cocaína. Tomó un poco con la punta del dedo índice y se la llevó a la lengua. Roger le daba la espalda. —Me gustaría matarte, lo disfrutaría un chingo. No sé si lenta o fulminantemente. Tal vez lo haga esta misma noche o mañana al amanecer. O el lunes o el martes. La mención del martes hizo que Víctor se estremeciera. No podía perder a Tristana. —Miedo no te tengo. ¿Quieres una disculpa para ahorrarnos 103


problemas? Está bien, nada más fácil e inofensivo. Discúlpame. ¿No es suficiente? ¿Quieres saber mis motivos? Roger se sentó y puso la cabeza entre las manos. Luego esnifeó más polvo y se sirvió un trago. De un salto: de pie nuevamente: con cómica seriedad encaró a su amigo. —Quisiera saber lo que valgo para ti. En serio dime qué piensas de mí. Víctor se arrellanó en el sofá. Sonrió con cierta sorna y tal vez algo de ternura por esa pregunta que le pareció un poco cursi y completamente fuera de lugar. —Siempre te gustó el melodrama, ¿verdad? Por eso me cae mejor Harum, él despacha sus asuntos de un balazo y no se anda con marico... No pudo seguir hablando porque el otro le había metido el cañón de su nueve milímetros en la boca. Víctor sintió que se ahogaba y miró hacia otra parte tratando de ocultar su nerviosismo, Roger le enseñaba los dientes. Aleister ladró. —Muérdela, cabrón. Así que soy un maricón. Sí, algo recuerdo que dijiste de eso en tu porquería de libro. Rata embustera y plagiadora. Aquí el único puto eres tú. 104


Con riesgo de que se soltara un tiro y quedara con la cabeza hecha puré de un manotazo Víctor se quitó la pistola de la boca. Confiaba en conocer los límites de Roger y éste no hizo nada por amagarlo de nuevo. Se le notaba triste, cansado. A Víctor comenzó a salirle un hilito de sangre por una comisura de los labios. —Ten, límpiate. —Roger le arrojó su pañuelo. —Por favor, perdóname. Víctor estaba fuera de sí, pero como se sabía impotente y en desventaja frente al otro se quedó como catatónico. Quería llorar pero era algo que había olvidado hacía años; sólo le quedó moquear del coraje. Se relamió y lo que le escurrió de las narices le supo a químico. Luego sintió la lengua paralizada. Ni siquiera pudo encontrar las palabras para insultar a Roger. Víctor nunca le había temido a las peleas. Hasta alguna vez le gustó buscar bronca sin razón en la escuela o en la calle las tardes de su adolescencia y luego hasta en cierta ocasión defendió a unas putas en un tugurio, cuando sus fabulosos veinte, pero hoy las cosas se presentaban distintas, ahora antes de actuar pensaba, o al menos intentaba pensar, en las consecuencias. Así que antes de que se le nublara la vista y saltara sobre su 105


amigo para intentar desgarrarle la yugular, consideró que no era prudente oponérsele puesto que Roger lo superaba en fuerza física y poseía grados en artes marciales. Además, estaba en su territorio y, para sentirse todavía más disminuido, ignoraba cuántas armas y otros recursos pudiera tener en su casa, sin contar a Aleister, el mastín, que no le quitaba la vista de encima y babeaba. Conocía los pasatiempos homicidas de su amigo y hasta en una ocasión había sido testigo de uno de sus actos bárbaros, así que decidió calmarse en lo que pensaba una estrategia viable. Por lo pronto debía idear cómo salir del lío, al que conscientemente se había metido porque creía necesario saldar esa cuenta pendiente que todavía no abordaban pero que era la que seguramente le estaba cobrando. No evadía la parte de su responsabilidad, pero hubiera preferido otra ocasión, como la había esperado, entre paciente y ansioso, para enfrentarlo y abordar este problemita tan espinoso para ambos. Víctor sabía que Roger entendería sus argumentos, sin embargo, lo que ahora temía —en realidad se trataba de un temor que desde hacía algunos días había ido en aumento—, era que su 106


amigo hubiera sobrepasado sus límites y tuviera planeada una venganza muy de su estilo, alguna crueldad sólo para divertirse. Por ello prefirió comportarse cooperador, aunque ello fuera aceptarse, en el dicho y en palabras de Roger, como derrotado. Sabía por igual que tampoco debía dar tanto hilo como para que el otro se aprovechara, lo que podría ser aún más problemático y hasta catastrófico si se tomaba en cuenta la manera copiosa en la que sudaba su rival. Decidió dar marcha atrás y le confió a Roger sus sentimientos. —Me eres simpático tanto como me caigo bien a mí mismo cuando me miro en el espejo, por ello con frecuencia también me disgustas. Te amo como a mi Narciso imperfecto, pero mío a pesar de mí. En el agua lodosa el reflejo nunca es el sujeto y el espejo pasa a ser el reflejado. Eso es querer a un amigo, ¿no? ¿Crees que me soporto, ya no digas que me quiero, cuando descubro que en efecto ya no soy joven y reconozco la madurez en mi rostro? Las mañanas del adulto: una mancha nueva, la imperceptible arruga que sólo nota el ojo izquierdo, el color diferente de las venas de las piernas, la primera cana púbica, en fin, cualquiera de esas cosas mínimas, ¿crees que las soporto con ecuanimidad? ¿Crees que me siento bien conmigo y acepto el transcurrir del tiempo con paciencia zen? Pues a 107


veces tú me caes en el hígado o no te quiero tanto como en otros momentos porque me pareces una fea caricatura de mí mismo, un adulador, un fanático, un asesino, un desorientado egoísta y solitario que no se da cuenta de que si conservo su amistad no lo hago por él sino por continuar mi propia mitología. Ni tú ni yo nos caemos bien, ya no tan bien como antes porque el tiempo ha pasado y ahora somos otros, pero ambos nos necesitamos por el afecto que desde siempre hemos propiciado, porque desde niños nuestras vidas han formado rizos incomprensibles que se encuentran y se mezclan una y otra vez, sin que tengamos control sobre esas coincidencias. Sabes que a pesar de todo, a pesar de lo difícil que es entender lo que está sucediendo fuera del teatro en el que actuamos, lo tuyo y lo mío está signado por el amor, la camaradería hasta siempre. —Debimos ser putos. ¡Cuánto nos querríamos! —No seas estúpido, hablo de la camaradería. Lo que nos tocó vivir, creo que afortunadamente es simple y pura camaradería y no otra cosa. Pura y simple fatalidad. Somos amigos y ya: nos chingamos. —Pero está chido, ¿no, Whitman? —¿Aunque te balconee en mis libros? 108


Víctor se había acercado a Roger durante esta conversación que empezó estando los dos separados por varios metros y algunos muebles de por medio, pero no bien aquél había dicho lo último casualidad y causalidad quisieron que el escritor quedara a la distancia justa para que el puño de Roger se le estampara en el hocico. Perderá varios dientes y le quedará la nariz desviada, pero yo le pago el cirujano plástico y los gastos del estropicio maxilofacial, no hay tos, pensó en tanto su puño se estrellaba contra la cara del otro. Y fue un derechazo en pleno rostro que dio gusto contemplar, un buen golpe, fuerte, con un movimiento y un trazo elegantes que aventó anca la chingada a Víctor, quien se fue dando con el lomo en varios muebles y rebotando en el suelo donde quedó tendido, casi sin conciencia. Pero apenas enfocó la vista vio la planta del pie de Roger a escasos dos centímetros de su cara. —Lámeme la pata, culero. Antes de que Víctor acabara siquiera de oírlo, Roger se sentó en el suelo junto a su “broder”, el mastín a su lado. —¿Tienes hambre o quieres seguir bebiendo? ¿O vas a intentar partirme la cara? 109


—Te voy a matar. Roger ayudó a su amigo a incorporarse. —Ajá, tú y cuántos más. ¿Un mezcal? —No sé cómo pero te voy a matar. —Perfecto, pero antes quiero que bebamos otro mezcal. ¿Más cocaína? Víctor se puso de pie. Sangraba por la nariz y la boca. Se limpió con el dorso de la mano y le quedó una mancha roja en la cara. —Pareces payaso. ¿No te tiré ningún diente, verdad?

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Se quitó la ropa con movimientos tristes y se clavó en la alberca. Somorgujó la cabeza un par de veces para limpiarse la sangre que aún le manaba de la nariz. Cuando salió de la piscina había dejado de sangrar; se vistió sin secarse. En tanto, Roger había dibujado dos líneas de cocaína sobre el cristal de la mesa, cada una medía más de cincuenta centímetros, el grosor era proporcional a su largo. A un lado todavía quedaban unas varias onzas de la droga. Cuando regresó Víctor a la sala y vio como estaba dispuesta la mesa, Roger con ademán por demás falso barrió fuera de la mesa el montón de droga. Al suelo fueron a dar polvo y arena blancos, granos pequeños y pequeñas piedras que parecían, regadas en el piso, las esquirlas de una pieza de cristal de roca. —Lo que resta es suficiente —dijo señalando las dos rayas blancas—. Si quieres seguir esnifeando más, claro está. Si no, pues 111


no y ya. —Tú marcas el ritmo. Yo te sigo y no me canso... aunque la verdad me aturde. ¿De veras crees que me impresionas? Víctor se agachó y embarró su índice de la coca tirada en el suelo. Se lo pasó luego por las encías. —A ver si así me duele menos. Hijo de puta. —Que no se te duerma la lengua, es hora de que te expliques. —¿Que explique qué? Lo escrito por mí es mío y no tengo que darle satisfacción a nadie. No siento ninguna culpa, como tú supones. No soy quién tú piensas. Crees que debo disculparme, ¿verdad? ¿Pero de qué, dime? Más bien tú deberías estarme agradecido. —Vaya. El reverso de la medalla. —¿No me digas que no lo habías contemplado? —Pero mi querido imbécil, si fui yo quien forjó la medalla. Víctor soltó una carcajada falsa e inhaló un poco de polvo. —Te creí muerto y hasta me alegré. De veras creí que te habías pelado derechito al infierno. —Y entonces escribiste un libro cuajado de inmundicias como homenaje póstumo a tu amigo. Tampoco yo soy como tú supones. 112


¿Sabes?, podría demandarte. —Entre otras cosas si te propones fastidiarme. Te conozco lo suficiente para saber que eres un cacomixtle al que le gusta fantasear con sus venganzas pírricas porque sé que eres culpígeno. Piensas que lo que hice con tu diario fue plagio cuando solamente hice mi versión de algunas partes y recree, por que me gustó, la atmósfera y el color de ciertos pasajes. Te repito, de lo escrito ahí nada es tuyo y lo sabes. En todo caso, lo contado en esas páginas ya es como una memoria que ambos compartimos y que a ninguno pertenece como algo divisible. Lo que cada quien haga con sus recuerdos y sus capacidades es algo personal. —Dijiste demasiado, cosas obvias para quienes me conocen y en las cuales fácilmente me reconocerán. Corro peligro, debería matarte. —Hazlo ya o deja de amenazarme. Después del madrazo que me diste, el turno me toca a mí. Y me voy a dar gusto mientras te chingo.

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—Tienes razón. No se puede inventar de la nada, cierto como que la miel es dulce. Es necesario que exista un modelo anterior... un dios, por ejemplo. O al menos partes del mismo. Es bien sabido por todo el mundo que solamente se crea a partir de la realidad. La cuestión, Roger, es ordenar el caos existente entre las ideas, como los profetas con el Verbo, como yo hice con tu diario, es decir, salvar el abismo entre la idea y el mundo real. En el reino de Las Madres, y permíteme que lo nombre así, no hay gobierno posible... ni arriba ni abajo. —Como en Malpaís. —Ajá, como quieras. Pero hablamos de las ideas, no de los hechos. —Como en Malpaís. —Bueno, finalmente todo esto es de primer año de primaria. 114


Lo que se fabrica con la imaginación, la fantasía, existe sólo en el ámbito de la psique. La amplitud de ese campo y el conocimiento que tengas de él será lo único determinante al momento de inventar y más aún de leer, cuando se trata de la creación literaria. Como en la cacería, que tanto te gusta. Bien, lo real es de este mundo y, como tal, cosa perceptible. Lo mismo pasa con la ficción. Es imposible percibirla si no es con la imaginación, que en la realidad sólo conocemos por sus frutos y por sus efectos maravillosos que iluminan nuestra intimidad más personal. Cualquier realidad trasladada a la ficción deja de ser un ente real para convertirse en un ente imaginario, como en las matemáticas. Al igual que la astronomía, la ficción sólo es posible en el espacio sin dimensiones del pensamiento o de la ensoñación, o en el papel donde se garabatean letras y números. Existen tal vez paralelamente, pero nunca compaginan realidad e imaginación, ni para los sentidos ni para la razón. Su punto de encaje es entre los ojos y a través de los párpados. Su reino, si la imaginación es tan poderosa como para alcanzarlo, es la fantasía, la que como bien sabes es una palabra bastante desprestigiada. —Ajá. Sí. Me aburres. Te voy a romper el hocico de nuevo por 115


decir tonterías e intentar hablarme como si fueras un profesor y yo un alumno pendejo. —Mejor esnifea más coca. Antes de que corriera la noticia falsa de tu muerte, en mi cabeza ya se había acumulado una serie de imaginerías que apenas empezaban a encontrar forma, solución, una vía narrativa. Así compuse tres relatos que titulé El ejercicio de la traición. Quería ensayar un género que requiriera una expresión barata: bullía un conglomerado confuso de ideas que tenían que ver con mis experiencias de juventud y mis primeros pasos como adulto. Todo esto necesitaba, consideré, ser narrado utilizando un lenguaje lleno de lugares comunes, como llena de ellos está la vida en esa edad (y, claro, en todas las edades) amoldándolo a situaciones típicas de la clase media y media, tan excepcionalmente hipócrita. En ese tono escribí esos tres relatos. Luego vino tu quesque muerte y el pretexto fue ideal. Entre todos mis conocidos tú eres el único al que reconozco una vida buena para ser contada, por amoral y, mal que bien, bastante movida. Espero que no te disguste que piense eso de ti, aunque bien sabes que en mis palabras hay matices que tú y yo entendemos. —Entonces no fue una elegía sino una diatriba. ¿Se dice así? 116


—Roger sonreía a la manera de Víctor: enseñando todos los dientes. Atrás se oía el ruido de las olas. Brilló la copa que sostenía Víctor. —Ni lo uno ni lo otro. Tu supuesta muerte fue el detonador que permitió la salida ordenada de todo ese material que se había reunido en mi cabeza; el hecho de que me apoderara de tu diario, inútil para cualquier otro, sólo obedeció a una razón estética, literaria, tan poderosa como la razón de Estado. —Vaya con el Richelieu de pacotilla. Tu razón de Estado no respetó ninguno de mis secretos de Estado. No te creo ni jota. Lo hiciste por una razón que evades y que como tú dices sólo tú y yo conocemos. —¿Cuál? —Me envidias. —Yo no te envidio, estás loco. No mames, tendría que tener gusto por comer mierda. Que tu vida me parezca un tanto fílmica y tu forma de enfrentar el mundo me agrade por agresiva no quiere decir que te envidie ni mucho menos que quiera emularte. ¿Pero en qué pedazo de estúpido te has convertido? —No hablo de eso. No soy yo sino lo que de mí depende. Lo que tú me envidias tiene nombre y es, tal vez muy a pesar suyo o tal 117


vez transcurrido el tiempo ya sin tanto pesar, de mi propiedad exclusiva. —¿Tus casas, tu avión, tus autos, el lanchón que posees con Harum, tu fortuna? Nada de esas cosas te envidio. —Me envidias la posesión de una persona. —¿Quién? —la punzada en la sien y la agrura en el estómago. Ambos las sintieron en sus respectivas entrañas, a los dos se les amargó la boca al mismo tiempo. Apretaron los puños. Roger se desfajó la camisa del pantalón. —Alguien que no me puede olvidar. —¿Quién? —Víctor escupió fuera de una maceta.

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La primera vez que Víctor vio a Tristana fue también la primera vez que se dio cuenta cierta de la bestialidad de su especie, de la forma tan barata en como reaccionaba como miembro de su género, demostrando con ello en todo momento y de continuo la incivilidad de la naturaleza. Darse cuenta cabal de cuán bruto era y de lo mucho que lamentablemente por razón de los impulsos primarios se parecía a la demás gente, le entristeció. Ese día fatídico y memorable descubrió lo estereotipado que era el mundo entero para expresar sus emociones, sus sentires, sus ideas, el gigantesco lugar común que era la vida en general, un inmenso estercolero. Y desde entonces, en su fuero íntimo no se consideró sino un monigote apenas capaz de expresar algún afecto. Su reacción fue motivada por los sentidos de la vista y el olfato, “te veías tan linda y tu perfume olía tan raro”, surgió del 119


vientre como un borgoritmo que brincando del intestino a la médula ya convertido en se puso a recorrer ese eje del sistema nervioso como si

fuera

una

autopista

para

luego

de

un

salto

sorpresivo

inmediatamente vaciarse en sus arterias, desde las cuales fustigó a su deseo, como les sucede a las neuronas en el rush de la heroína. Simultáneamente, con un puñetazo trágico los celos le vaciaron de aire el estómago y se lo llenaron por primera vez hasta el tope de ácidos gástricos como se llenan de agua, con rapidez letal y con lentitud de muerte, los pulmones de uno que va a ahogarse. También se le puso la cara azul, morada, finalmente negra. Todo en un instante, ni siquiera en dos. Tan rápido pasó este martirio por su mente que ellos ni siquiera notaron que hasta hubo un asomo de espuma que empezó a rezumar en las comisuras de sus labios, como en los perros con rabia. Controló, apretando puños y dientes, las ganas homicidas de arrebatarle a Roger la hembra cuya cintura rodeaba con un brazo y que sonriente se la presentaba como su novia. —Tristana, Víctor. Mi amor, mi mejor amigo. Él sólo pudo tender la mano tímidamente y murmurar algo ininteligible, en tanto ella, extrovertida y afectuosa, lo jaló hacia sí y 120


le plantó un beso en la mejilla muy cerca de la boca. Víctor, nerviosísimo y como un tonto, se limpió el beso. —¿Te doy asco? —dijo ella. —¿Cómo? —Que si te da asco que mi mujer te bese. Roger aparentemente sin darse cuenta de lo que pasaba en la cabeza de Víctor le hizo a un lado con un ademán afectuoso y se llevó a Tristana para presentársela a sus demás amigos. Ella le dijo adiós con la mano y, queriendo darle a entender que estaba en la cuenta de lo que él había pensado al verla, le guiñó un ojo: ¿habría interpretado bien? Le leyó los pensamientos o le guiñó el ojo por cualquier otro motivo, simple e ingenua coquetería. La duda, la sensación de no saber hacia dónde orientar sus pensamientos confusos, ya nunca abandonaría su mente y desde entonces estuvo siempre pendiente de Tristana. En fin, para Víctor comenzó un martirio. A partir de esa fecha fatídica y que había anotado como el día más feliz de su vida, el cariño incuestionable que nunca había razonado sino simplemente sentido por su compañero, empezó a fermentar en una barrica de envidia, en rencor distorsionante, en una obsesión íntima por 121


eliminarlo, en unas ganas enormísimas de que se lo llevara el carajo y desapareciera de la faz de la tierra. Ese día comenzó a elucubrar una sucesión de fantasías crueles en las que la peor parte la llevaba Roger, que tranquilizaban a Víctor pero que simultáneamente le provocaban dolor. Echarse a imaginar cómo eliminar a su amigo era como tragarse un soporífero y quedarse dormido abrazado de la peor ansiedad. Le resultaba insoportable ver lo necio de su situación y lo contrario que todo esto resultaba a su sentido de la moral, pues también por vez primera en su vida se vio enfrentado a un dilema existencial. Nunca se había imaginado que la moral existiese de veras sino como una cosa abstracta, pero ahí estaba, como no podía estarlo o serlo en forma distinta: agarrándole del cuello y exprimiéndole la culpa. Además se llamaba Tristana.

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De Pornolite: Todas las mujeres de Roger fueron las más hermosas y a todas les hizo daño. Tristana, por ejemplo. Nunca olvidaré el día cuando nos la presentó; desde el primer instante todos y cada uno de sus amigos esperamos con más o menos ansiedad el día en que la desechara como a las otras para saltar y comernos esa lindura. Hacíamos apuestas sobre quién se la ligaría primero. Harum mismo se vio tentado a tomar la revancha, pero se detuvo al ver a su amigo enamorado por primera vez. Sí debe haberla amado como él mismo aseguraba en sus cartas, porque además le fue fiel durante el tiempo de su relación, lo cual resultaba insólito en un temperamento como el de Roger. Nuestro cubil de solteros tocó a su fin cuando apareció Tristana. Su olor a fruta y la visión de su cuerpo poco a poco nos 123


cambió la vida, a partir de entonces cada uno buscó el amor más dedicadamente, como objeto primero, en recuerdo suyo. Hasta Harum contuvo a su macho desbocado y se fue con la chica que terminaría por delatarlo a la policía. Yo comencé a vivir con Atala esa relación que me dejó sin aliento. El hoy difunto Khalid partió a Europa y allá vivió, en Gibraltar, con Lucinda, luego mítica en sus memorias. Roger y Tristana quedaron en posesión del departamento. Se iniciaba otra etapa en nuestras vidas. Imagino que habrán sido innúmeros los problemas a los que se enfrentó Tristana. El humor de Roger siempre fue impredecible, aunque al paso de los días a ella la convivencia le habrá enseñado que por la mañana, ya no se diga hablarle, acercársele era verdaderamente

peligroso,

o

que

los

atardeceres

le

ponían

melancólico y a veces paranoico: en esos momentos creía ver los estragos de sus faltas en las actitudes que los demás tenían con él. Decía que nadie perdonaba ni olvidaba del todo. También supe por boca de sus ex amantes, las que siempre me buscaron como confidente, que odiaba hacer el amor después de las comidas y reaccionaba con violencia si se le acariciaba o algo se le insinuaba durante el pospandrio. “Acabábamos de comer y nos habíamos 124


recostado en la cama dispuestos a echar una siestecita. Por pedirle que reclinara su cabeza en mi seno”, me contó tiempo después una de ellas, que luego tuvo queveres conmigo en varias ocasiones, “me corrió de su cama y de su vida, me llamó puta, pero no como otras veces sino muy en serio”, sollozó. “A gritos dijo que si tanto necesitaba el sexo lo buscara en otra parte, ya no con él. Si quieres que me acuesta contigo, págame”, fue lo último que le dijo.Ese era Roger. Al poco tiempo de juntarse con Tristana, nuestro amigo consiguió trabajo en un museo y rápidamente escaló una buena posición que le permitió una vida más holgada. Tristana creyó que la seguridad económica mitigaría su neurosis, pero en cambio todo fue de mal en peor. Las cosas se agravaron cuando Roger comenzó a inhalar cocaína. Al principio todo era novedad y un juego: había que conocer la droga, sus picos y simas, sus beneficios y defectos. Después de unos meses Roger la utilizaba para cualquier cosa, y apenas entreveía lo que significaba ser adicto a esa droga. Un año más tarde, ya no la usaba, la necesitaba y esa evidente dependencia lo volvió irritable, terminó por pelearse con media humanidad y estuvo a punto de perder el trabajo por culpa de su carácter 125


tornadizo. Luego, según él, aprendió a dominarse bajo los influjos de la coca, pero no fue nada fácil y en el transcurso de ese inútil aprendizaje perdió a Tristana. En cierta ocasión ella me refirió los detalles de su ruptura con mi amigo, intimidades que hube de sonsacarle con mil tretas, pues como se leerá le resultaba amargo y penoso relatar la anécdota misma porque tenía que usar ciertas expresiones típicas de Roger, todas altisonantes que decía sin ton ni son y que sólo en su boca sonaban oportunas, además de que nadie lo hubiera imaginado hablando de otra manera. Contó Tristana que en la última etapa de su relación sexual, la cocaína era imprescindible para que éste se sintiera satisfecho y hasta en ocasiones potente. Decía que tras encender la cámara de vídeo, él se desnudaba e iba a sentarse en la cabecera de la cama con las piernas abiertas mostrando su sexo. Tomaba el vidrio donde estaba la coca e iba formando blancas y gruesas líneas, que entrambos aspiraban una tras otra. Y así, mientras él araba el polvo, Tristana se entregaba al grato pasatiempo de la fellatio. Roger veía al mismo tiempo en la televisión ese magnífico culo empinado succionándole y él mirándose gozar. “Pasábamos horas y horas y 126


horas... Roger ponía coca en la punta de su miembro y me decía, chupa. Al rato yo tenía la boca adormecida por la droga y me pasaba la noche entera con las narices hundidas en su vello púbico. A su vez él podía contener la eyaculación por más tiempo, y aunque perdía algo de firmeza no así la excitación: entonces empezaba a decir vulgaridades, me jalaba del pelo para cachetearme con su pene, me ordenaba que con súplicas se lo pidiera donde más se me antojara y otras cosas por el estilo. En realidad nada nuevo. Eso que hubiera rechazado de cualquier otro, a él se lo aceptaba no sólo porque lo amaba, sino por que su mirada se inundaba de ternura, como agradeciéndome, además, que accediera a su juego pornográfico. “Un día en que yo estaba muy excitada manipulando su sexo mientras él inhalaba cocaína le dije que daría cualquier cosa por no perder su verga, así, usando su palabra favorita mientras se la sacudía. No sé qué cuerda toqué de su vanidad, la que como tú sabes era desmedida, pero al oír mi confesión saltó de la cama y tomando

su

miembro

con

ambas

manos,

mostrándomelo

obscenamente en toda su cojonuda dimensión, me preguntó sí era cierto lo que yo decía. Enamorada, se lo aseguré sin faltar a la verdad. Entonces sonrió con un gesto que no le conocía y sin decir 127


más abandonó la recámara y al poco escuché que salía de la casa. Aunque primero quedé un poquito desconcertada, como no había sucedido nada entre los dos de lo que pudiera preocuparme, me tranquilicé acostumbrada ya a ese tipo de arrebatos de mi amante. Roger no regresó a casa esa noche. Inhalé yo sola la coca que había sobrado y caí en el insomnio. El amanecer me sorprendió dando vueltas, pero como estaba sumergida en una extraña paz densa, no pensaba en él sino en los planes que tenía para mi futuro. Como a las siete de la mañana llamó por teléfono; me pidió que lo encontrara en la Estación Hidalgo del Metro. Pensé que era otra de sus bufonadas, alguna idea loca para hacer el amor en un lugar extravagante. Bajo el imperio de la cocaína me vestí rápidamente y fui a su encuentro, sin olvidar drogas y juguetes para lo que pudiera necesitarse. “Lo encontré en el andén Cuatro Caminos; me hizo señas entre un mar de cabezas. Se veía contento, cosa que me tranquilizó, pues aún recuerdo como si fuera ayer ese sofoco que hacía que mi corazón tartamudeara sólo porque lo amaba. Me abrazó, me dio un beso que sentí desesperado, lo que me volvió a extrañar, pero de nuevo su sonrisa me infundió ánimos. Tanta gente que se 128


arremolinaba a nuestro alrededor en otro momento me hubiera puesto nerviosa, pero me sentía feliz. Roger me tomó por los hombros y me preguntó si lo quería, noté el reflujo del agua de sus ojos. Más que sólo quererte, contesté. Luego inquirió si la noche anterior había dicho la verdad. Como no entendí, aclaró: “¿De veras harías cualquier cosa por mí?”, y se llevó la mano a la entrepierna. Me dio risa su gesto, pero él me sujetó con fuerza del brazo y me llevó al borde del andén. “No encuentro otra forma mejor para que tú y yo nos conservemos en la cima de nuestro amor, para siempre. Quiero que cuando pase el tren saltes a las vías. En el preciso instante en que las ruedas te despedacen yo me vuelo la cabeza de un tiro”. Se abrió la chamarra y me enseñó el revólver que llevaba en la cintura. Me le quedé viendo como se mira a un loco y trate de zafarme, pero él me tenía sujeta de modo que era imposible librarme de su abrazo. “Si me amas, salta”, sentenció. Entonces fue que sentí miedo, noté que hablaba en serio y ya el tren se acercaba por el túnel. Tuve un acceso de pánico e iba a gritar pidiendo ayuda pero Roger se adelantó a mi reacción y me tapó la boca. “Eres una pendeja”, me dijo rugiendo como el tren que entraba en la estación. 129


Me soltó y brinqué para ponerme a resguardo. Se puso a mi lado y me susurró: “A tu salud, Tristana”. Hizo el mismo ademán que hace un torero cuando brinda un toro y se colocó entre la gente que esperaba el tren. Justo cuando este pasó enfrente a nosotros, Roger empujó al señor que tenía junto, quien no cayó en las vías sino pegó contra uno de los vagones en movimiento. Fue como un splash de colores. Se oyó un crac seco, típico de cuando algo se rompe. El tipo rebotó varios metros entre la gente y fue a dar al suelo de bruces. Un charco de sangre comenzó a salir debajo de su cabeza. Eran tal la cantidad de personas y tanta la confusión entre los que esperaban el convoy que difícilmente alguien hubiera podido notar que se había cometido un crimen. Todos debieron suponer que se trataba de un suicida o de un simple accidente que no les incumbía resolver. De cualquier manera ninguno quiso involucrarse y además imperaba en todos la prisa por llegar a sus destinos; así pues, cuando el tren se detuvo y abrió sus puertas la gente salió del vagón esquivando al muerto con gestos de repugnancia. Yo me quedé petrificada mirando cómo el charco de sangre crecía hasta tocar casi las puntas de mis zapatos. Roger fue el último en entrar al vagón. Al cerrarse las puertas 130


pegó sus labios al vidrio y fingió un besó mientras hacía bizco con sus ojos gatunos. Fue la primera y única vez que me he sentido ultrajada en mi vida y no se lo perdonaré nunca. Violó mi permisividad y eso no tiene compostura. El tren partió y en el Roger de mi vida; y las drogas, afortunadamente.”

131


19

Tristana. Tristana. Los dos repitieron el nombre en silencio moviendo los labios simultáneamente. Los ecos llegaron muy lejos, hasta los pescadores los confundieron con una tormenta. —Eres un cobarde —Roger no tenía más que decir, sólo frotarse los nudillos contra el tirol de la pared para sentir cómo los huesecillos se inflamaban y luego escupirse en el puño. —Si yo hubiera querido tener a Tristana de novia o de puta no te hubiera pedido permiso y además, de ser así, hace mucho tiempo que te la hubiera quitado. Pero no, solamente somos amigos. Amigos uno del otro, si lo entiendes mejor. Una situación amorosa, en efecto, entre dos personas como suele acontecer; pero una relación de la cual tú desconoces el clima, un paraíso donde el sexo y todos los demás intereses se supeditan a la amistad. 132


—Cursi, mentiroso y traidor. Un culero. Una rata para aplastarla... —golpeó la pared con la mano abierta. —Tu

puta

madre

—Víctor

escupió

en

el

suelo

algo

sanguinolento y verde—. Además Tristana salió de tu vida hace años. Ya no se acuerda de ti, ni creo que desee hacerlo. —¿La ves? —¿Qué te importa? —Dime si la ves seguido. —En suma la he visto muchas más veces que tú. Se agarró la entrepierna y luego apretó los puños. Sentía en la boca el sabor cobrizo de la sangre. Roger se lanzó felinamente sobre Víctor, quien como ya lo esperaba esquivó bien el cuerpo de su amigo. Pero una zancadilla maestra y oportunamente lanzada desde el aire también lo hizo caer. Los dos se revolcaron en el suelo y se golpearon tratando de hacerse verdadero daño, sabían que si el otro lograba incorporarse vencería y seguramente celebraría su victoria a puntapiés, así que se abrazaban con fuerza para impedirlo. Al mismo tiempo, y como podían, se daban puñetazos, cabezazos, se arañaban, se estrangulaban y se jalaban los cabellos en tanto que rodillazos malogrados procuraban aplastar los testículos del rival. Los dos 133


aventaban patadas al aire que vistas como espectador eran francamente ridículas. Aleister sin intervenir ladraba alrededor de los peleadores. Debía estar entrenado para obedecer únicamente la voz de su amo y a la palabra clave que lo convertía en arma. Esto último pensó Víctor entre otras miles de cosas que le pasaban por la cabeza con un ritmo vertiginoso, todas relacionadas con la muerte de Roger, quien mentalmente le contestaba igual mientras le atenazaba el cogote. —¡Hijo de la chingada! —¡Hideputa, te voy a matar! —Maricón— se burló. —Joto— le sopló en la jeta. —Pendejete. Soberbio. —Se escupían en la cara y de cejas y pestañas

ya

les

escurrían

salivajos

biliosos.

Sus

alientos

intercambiaban adrenalina y testosterona. Aunque Roger era experto en defensa personal estaba liado con el otro como un chiquillo y en esos momentos nada recordaba de cómo librarse de una llave o de cómo sujetar al contrario, ya no se diga de cómo ponerlo fuera de combate. Los dos lloraban como niños, se mordían como perros, se daban tales cabezazos que 134


rápidamente quedaron mareados como les pasa a los chivos montaraces en sus riñas por una hembra. Muy pronto la escena se volvió patética hasta para ellos mismos, se cansaron y se dieron cuenta de los tontos que parecían a los ojos de Dios, que de existir hubiera entristecido. Los dos aflojaron simultáneamente los puños y se dejaron caer de espaldas, mirando al techo. Sangraban de algunas heridas y respiraban agitadamente. El perro calló. Volvió a escucharse, tras los jadeos, el retumbo de las olas contra el arrecife negro. —¿Podríamos seguir al rato? —Culero. Ahorita... —la respiración entrecortada. Ambos sudaban y ninguno quería moverse, se amenazaban en silencio, no se quitaban los ojos de encima aunque no se estuvieran viendo. —Hace años que no me peleaba así, la última vez fue con Khalid, ¿te acuerdas? —Claro que me acuerdo. Hace quince años exactamente — Roger sonrió. Harum y él habían contemplado la pelea en tanto bebían una cerveza sin mostrar la menor intención de separar a sus amigos. Luego, por uno de esos acuerdos silenciosos que tanto les 135


emocionaba experimentar, con las cachas de sus pistolas golpearon a ambos en la cabeza y los dejaron inconscientes. Ni Víctor ni Khalid supieron nunca de dónde les llegó el golpe. Los dos creyeron que habían sido noqueados y durante mucho tiempo se sintieron vencidos

uno

frente

al

otro.

Roger

y

Harum

se

divertían

enormemente picándoles las crestas y haciéndoles sentir mal. —Supongo que estarás satisfecho. —Supones mal. Esto a mí no me dice nada. Aún no he pensado en cómo sacudirme el malestar —los ojos de Roger chispearon de contento al darse cuenta de lo bien que estaba marchando todo. —¡Qué hueva! —Víctor fingió un bostezo. Se incorporó y buscó la salida. —Me voy. Con un salto Roger se interpuso y lo detuvo poniéndole la mano en el pecho. —Tú te quedas. Aún no termino contigo. —¿Quieres darme más golpes? De veras, estoy cansado. Tú ganas, no soy match para ti. Tienes la razón en todo, eres superior a mí, míster súperman. ¿Está bien así?, ¿estás conforme? Roger se relamió los bigotes como los mamíferos a la vista de 136


lo deseado. Su plan marchaba a la perfección, la presa entraba poco a poco en su trampa y, una vez que la tuviera adentro, cerrada la puertecilla, le sería imposible escapar. Pero todavía podía librarse, así que decidió hacer el movimiento siguiente. —No, espera —endulzó la voz—, quiero proponerte un negocio. Después de tanto golpe que nos hemos atizado, algo tiene que resultar de bueno —sus ojos empezaron su trabajo fascinador y Víctor no se dio cuenta de ello. —Prefiero que nos sigamos madreando —dijo antes de sentirse un poco mareado y querer sentarse. —Ven —Roger lo tomó suavemente del brazo y lo llevo a la barra del bar. —Tomémonos un whisky para bajarnos los humos. —Paso. —Ándale, un trago para tranquilizarnos. Víctor dudó un momento y luego aceptó. Roger, exhalando un suspiro fuerte, de esos que lo caracterizaban, sonrió para sus adentros.

137


20

Se sentaron en la orilla de la alberca con los pies hundidos en el agua. Bebían silenciosamente sus whiskies mientras se limpiaban aquí y allá las señales de la pelea. Aún tenían el cuerpo adormecido por los golpes pero nada les dolía significativamente. Los moretones vendrían luego y cada quién ya sabía qué iba a lamentar más tarde. Víctor seguía escupiendo sangre. —Cuando te solté el primer chingadazo me dije que si te tumbaba los dientes yo pagaría el dentista. La ocasión valía la pena. Ahora déjame llevarte con un especialista para que te revise. Víctor se le quedó mirando como si no creyera en las palabras del otro. Desgraciado, pensó con resentimiento, hijo de la gran puta. ¿Cómo vengarme? —No, por supuesto que no. ¿Un asesino de tu clan hurgando en mi boca? ¿Crees que voy a dejar que un Mengele de pacotilla, y 138


encima odontólogo, me inyecte cianuro en las encías en vez de anestesia? Ja ja, qué hueva me das... Roger, ¿cómo confiar en ti? ¿Aceptar tu ofrecimiento y una vez más deberte el favorcito? Ni madres, aunque me quedara chimuelo. Roger encogió los hombros. —Será un honor ser quien te deformó el hocico, aunque a nadie le importe. —Será un honor ser quién libre al mundo de tu maldita presencia —le contestó haciendo los ojos chiquitos y concentrando su mirada en el cuello de su amigo. —Uy uy uy. ¿Me amenazas? Roger se acordó de Harum y contuvo la respiración. Víctor hizo un ruido de fastidio. —Me gustaría realmente amenazarte y poder cumplir mi venganza. Pero no tengo tiempo ni recursos para seguirte el juego. Después de lo sucedido tú pasaste ya a un plano distinto a mis intereses. Mejor de lejos y no vernos más, ¿no? —Mira, no seas pendejo... ¡y te quejas de lo que yo digo! Si no fuera porque te quiero a estas horas ya estarías muerto, baboso. Pero no soy capaz de hacerlo, hasta creo que me echaría encima la 139


mala suerte si te elimino. Eres como mi pata de conejo. De hecho has sido mi amuleto durante años, sin que ni siquiera te lo imaginaras. Pero creo que ya estuvo bien abusar de ti, quiero decir, me has dado suerte, muy buena suerte, y quiero recompensarte. Dicho de otro modo, eres uno de mis dos mejores amigos, uno de los dos únicos amigos que tengo, y quiero compartir mi buena fortuna contigo. —No sigas diciendo estupideces. Roger tuvo el impulso de pegarle de nuevo a Víctor pero se contuvo. Le molestaba sobremanera que su interlocutor dudara de la inteligencia de su discurso, fuera el que fuera. Pero en Roger siempre los fines justificaban los medios. —Espera, cálmate. Conforme pasan los años me preocupa cada vez más tu situación... —sabía que daba en el blanco. —Basta, no quiero que te metas en mi vida —pero Víctor sintió morbo por saber qué pensaba de su vida. —Cállate y escucha, carajo —alzó la voz. Hizo una pausa y bajando el volumen le encajó la mirada—: La flecha al pecho, como te gusta. Mira, de aquí a que tenga éxito uno de tus libros, digo, que tu trabajo te haga ganar el dinero suficiente con el cual pasarla 140


decentemente y dejes de estar sólo sobreviviendo, o lo que es lo mismo, con el Jesús en la boca de tu presupuesto, va a pasar mucho, pero mucho tiempo. Mientras eso sucede sé de buena fuente que te la pasas bastante mal, digo, económicamente hablando. —Deja en paz mi economía —pero el tono de su voz se había suavizado. Roger notó el interés que matizaba las palabras del otro. “Con dinero baila el perro”, canturreó mentalmente. —Déjate de orgullos imbéciles —ataca ahora, se dijo—. Va: te ofrezco un millón de dólares si me ayudas en un negocio. Esperaba

cualquier

reacción,

de

sorpresa,

júbilo

o

incredulidad, pero Víctor ni pestañeó ni pareció escucharle. No obstante Roger creyó percibir un leve tic en uno de sus párpados entrecerrados. —Te podría regalar el dinero sin que mediara trabajo tuyo —le dijo poniéndole una mano en el hombro—, pero de sobra sé que te ofendes si te ofrezco plata por nada. Víctor se sacudió del hombro la mano de Roger. “Haste para allá puto”, murmuró. —Pero cada quién sus ondas y como sé que tus ondas siempre han sido raras... bueno, mira, es así de fácil: basta con que 141


telefonees desde un celular al número que yo te indique, en el día y a las horas precisas, y a quien te conteste le des la clave que te haré llegar si aceptas. Di que sí y eres dueño de un millón de dólares, depositados en tu cuenta bancaria el lunes por la mañana. —Estás loco —dijo por decir algo. Luego rezongó—: No tengo teléfono celular. Roger hizo ojos de toro loco. Luego bufó. Se limpió la boca. Rascó la arena. —No seas idiota, por favor. Acepta... un millón. Víctor se quedó mirando a su amigo, tratando de descubrir los motivos de su oferta, pero Roger le presentaba su máscara más sincera y sus pupilas estaban fascinantemente alargadas. Entonces sintió en su ánimo la corriente de simpatía que desde siempre había identificado como amistad, una emoción que daba de coletazos como una anguila en un estanque poco profundo. —Piensa en lo que podrías hacer, o mejor, en lo que podrías dejar de hacer si aceptas lo que te propongo. Un millón de dólares, ¿me escuchas? —Pareces concurso de la televisión —inmediatamente Víctor se arrepintió de haber dicho esto último. 142


—¿Pero qué me criticas? Si yo te he visto concursar, por no decir que te he visto hacer el ridículo, por miserables sesenta y cuatro mil pesos. El otro no contestó. Se quedó tieso, sumido en un recuerdo de piedra, visiblemente atribulado. Sintió la vergüenza como pena ajena y el estómago le devolvió el golpe de la memoria con una inyección más de jugos gástricos. —Di que sí, por favor. —¿Y tú que sales ganando? ¿De qué negocio se trata? ¿Y si termino en la cárcel? ¿Y si este es el medio para seguir vengándote de mí como creo que será en adelante hasta que te sientas pagado? —Por ahí no va. ¡Qué paranoico! Acepta, confía en mí. Nadie te buscará por lo que vas a hacer ni tampoco vas a pasar el resto de tus días, es más, ni media hora o medio segundo en la cárcel. No seas pesimista ni romántico. Víctor lo miró con humor. Cómo, se preguntó, Roger podía ser tan transparentemente cínico, tan obviamente hipócrita y tan convincentemente sincero. Un millón de dólares en su cuenta bancaria disminuyeron el coste de los riesgos a casi cero, así que para sellar el pacto le tendió la mano, que el otro estrechó con fuerza 143


mientras le palmeaba la espalda por no querer abrazarlo, pues tan juntos como estaban sentados en la orilla de la piscina a ambos les era difícil no sentirse extraños. Víctor emitió un gruñido de mamífero amistoso con los golpecitos que su amigo le dio en el omóplato y rodeándolo de la cintura se lanzó con él a la alberca.

144


21

—Me siento vestido con un condón. —Cierto, hasta se te ha puesto cara de pito. —Pobre Cousteau, pasarse la vida siempre enfundado en un traje de neopreno. Bastante incómodo, ¿eh? —¿Qué, el condón o el traje de buzo? No es para tanto, la sensación fría y viscosa en la piel pasa rápidamente y ya una vez sumergido en el agua el contacto con el hule se vuelve excitante. Bajo el agua toda sensación es distinta, ya verás. —Estoy nervioso. Solamente he buceado en albercas y en lagunas. —Más que nervioso se te ve crudo. No temas, las undosas aguas del mar, inabarcables, son menos peligrosas que las aguas estancadas, siempre encantadas. —Ajá, qué lindo hablas. Pues no bromeo cuando te digo que 145


todavía estoy bastante coco y medio borracho como para ahogarme en una tina. ¿No es peligroso bucear en mi estado? —Víctor... —Está bien, adelante. Estoy listo. Apenas se había puesto el visor y acomodado la boquilla de los tubos de oxígeno entre los dientes cuando sintió un empujón en la espalda y fue a caer en el cuerpo duro del mar llevándose un buen golpe al chocar contra las olas. Vio, entre la madeja de burbujas, que Roger a su vez entraba en el océano, pero con más elegancia. Víctor sabía algunos rudimentos del buceo pero en absoluto era ducho en este deporte, su experiencia se reducía a algunas clases y punto, así que siguió las instrucciones de su amigo y se lanzó tras de él en busca del fondo. No estaban en un sitio muy profundo, a cinco metros encontraron un plano que se inclinaba suavemente, donde comenzó para Víctor una de las visiones más gratas que había tenido hasta entonces. Primero el color lo transfiguró como el oro a Danáe. Del lechoso y abrillantado manto de burbujas que lo había cubierto al penetrar en las regiones posidianas pasó a mecerse en la serenidad del azul que no conocía las invasiones blanquecinas de la espuma ni 146


más allá, el rojo eréctil del sol. El azul puro se desvanecía o concentraba, sin disminuir en belleza, según las ondulaciones del agua, dando así origen a las variaciones del tono: el turquesa, el pavonado, el índigo, el zafiro, el celeste. El imperio del azul inmediatamente se apoderó de los sentidos de Víctor —Roger era súbdito fiel y asiduo de aquel reino— y se sintió embriagado por un júbilo que lo hizo lanzar un grito bastante fuerte, según se puede inferir por lo grande que abrió los ojos. Roger se volvió y le hizo una seña de que lo siguiera sin hacer ruido. Llegaron al lecho marino y entre las rocas sembradas con todo tipo de vida y la arena juguetona que se levantaba en velos y remolinos apenas se la tocaba, Víctor se enfrentó por primera vez con la vida bajo el mar. Poco faltó para que se le detuviera el corazón del susto cuando de la transparencia azul surgió un bonito de tamaño

increíblemente

grande

que

ramoneaba

entre

las

ondulaciones de unas delirantes algas itifálicas. Inmediatamente después una morena salió de su cueva, le amenazó con los dientes más espantosos que había visto fuera de una pantalla de cine y volvió a retirarse al fondo de su madriguera, desde cuya negrura siguieron brillando sus ojillos malsanos. Víctor se agarrotó en la 147


misma forma que le pasaba cuando veía una araña: el pánico le impedía cualquier movimiento. Unos pececillos plateados con bandas oliva bajo las branquias y motas negras en los ojos se le acercaron a la cara: les sonrió con timidez y se sintió estúpido flotando como piñata. Roger había vuelto atrás y lo llamaba con ademanes insistentes, como queriéndole enseñar algo. Cuando por fin salió de su inmovilidad histérica miró hacia donde Roger le señalaba: una roca hervía en colores ante sus narices. Se acercó. Era un parque de diversiones para la vista, la que una vez puesta a observar no paraba de correr de arriba a abajo y por todos los rincones e intercisos, de jugar a ver a contraluz o siguiendo la dirección de los rayos solares que penetraban en el mar como dardos y sólo para gozar con la diversidad de formas vivas que animaban aquella peña. Algas cuyas espadas hurgaban entre las anémonas que eran magníficas coronas para héroes futuros, irisados animales en cuya cabeza cabía todo su ser y desde ahí tanteaban el mundo y lo engullían con su cabelleras asesinas, cangrejos como transformers, erizos palpitantes, esponjas cuyas oquedades se erigían condominio de hipocampos y peces fosforescentes, bosques de corales, marchas 148


de caracoles, calamares bailarines... Víctor trataba de recordar lo que muchas veces leyó sobre la flora y la fauna marinas, también eran tantos los documentales que había visto sobre este tema en la televisión que toda esa información debía estar en alguna parte de su cerebro, pero sin encontrarla no podía llamar a nada por su nombre. Sentía ganas de abrazar todo lo que veía, de frotarse contra las rocas, de palpar, quería palpar, palpar, pero una precaución se lo impedía. Miró hacia mar adentro y el azul se hizo verdosos y más allá oscuro, un oscuro brillante por el sol, pero que de noche debía ser el negro más absoluto. Cómo, se pregunto, iré a pagar ese millón de dólares. Un millón. Tristana. Un millón... lo verde y lo negro lo llamaban y sintió miedo. Se volvió para buscar a Roger y no estaba cerca, miró hacia arriba y lo vio flotando en la superficie, brazos y piernas abiertos, el sol resaltaba su silueta, parecía un monstruo de neopreno que esperaba a que él saliera para devorarlo. ¿O ya me devoró? Víctor subió lentamente a la superficie.

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Ya en la ciudad de México, Roger transfirió un millón de dólares a la cuenta bancaria de Víctor y para asegurarse que éste no usara el dinero hasta cumplir con el acuerdo, entregó a un notario amigo y socio suyo el contrato que en el avión de regreso su amigo firmó sin leer las cláusulas con letra pequeña —en un desplante de confianza conciliatoria que no conmovió a Roger y en cambio sí le arrancó un destello

luciferino

a

sus

colmillos—

y

los

documentos

que

certificaban el depósito monetario. Tal vez sea innecesario decir que todo el negocio se realizó bajo

una

máscara

financiera

suficientemente

verosímil

para

tranquilizar la conciencia del banco —cualquiera de ellos, la banca de Malpaís entera, aletargaba sus principios al olor de una comisión jugosa—; que así mismo en la transacción Roger utilizó uno de sus muchos alias —los cuales de continuo renovaba— para volverse 150


invisible; y, por último, que lo había asesorado uno de su equipo de cinco abogados expertos en la materia del engaño, quienes a pesar de su profesión antes sacrificarían sus vidas que traicionar a su cliente —lo poco que le conocían les inspiraba un respeto enorme, pues superaba sus propias capacidades, y, por supuesto, verdadero miedo— ya que él era extremadamente generoso con ellos, les caía simpático y le tenían afecto. Así que una vez terminado el papeleo, decidió que había llegado la hora de construir la trampa final, de cavar el foso camuflado que —era inevitable— le permitiría tener a Víctor literalmente a sus pies. En su soberbia monomaníaca estaba convencido que le hacía un bien a su amigo. Al juzgar los actos de éste con toda la arbitrariedad de que Roger era capaz —para esto, se decía, son los amigos—, estaba convencido que la iniciación al crimen, que entre otras era una de las experiencias que su venganza le haría experimentar a Víctor, sería lo primero verdaderamente trascendente en su vida hasta el momento “aburguesada y bohemia”, “fundada en purititas mentiras”, “un transcurrir en chaquetas mentales”, que en adelante no volvería a ser la misma “vulgaridad monótona y non-sense” como la calificaba con desdén y un mohín 151


ridículo. Al pensar estas cosas nuestro cazador —a quien no tan fácilmente se debería pensar trastornado sin haberle conocido antes, ya que tras ello casi siempre uno acababa por concederle la razón—, se detenía de trecho en trecho, dudaba de sus motivos, se preguntaba si estaría loco y excediéndose pero luego a imitación de Harum, aguzándose unos bigotes imaginarios, soltaba una risita mefistofélica en tanto recuperaba su seguridad y la certeza en lo fino de su puntería. Lo asombroso en él eran la rapidez y los ardides que usaba para dar coherencia a sus actos, la paradoja de que a pesar de su barroquismo supiera expresar con claridad sus argumentos y hacerlos verosímiles a los ojos y a los oídos de los demás. Las personas tendían a darle la razón a este filibustero, que en el engaño y la contradicción era un consumado artista. Y aparte de todo esto se debe tener muy en cuenta que el venador efectivamente pasa por una tensión muy aguda durante el acoso de su víctima, con frecuencia cae en la tentación de abandonar la montería, siente compasión por el bruto, se fatiga de tal modo que debe sacar fuerzas de lo más recóndito de su ser para capturar a su presa en la mira y entonces, por fin, haciendo gala de su temple 152


soltar el proyectil con gesto de demiurgo. Roger estaba seguro que daría en el punto vital preciso, pero le inquietaba un poco —tampoco demasiado pues era un riesgo que ya había contemplado— cómo reaccionaría Víctor ante la vista de lo que definía como la libertad de su voluntad. ¿Lo tomaría a bien? ¿Enloquecería? ¿Acabaría por entender? No olvidaba que buena parte del juego —y que es uno de los fines de toda cacería— tenía por meta gozar con la reacción de la res al enfrentarla con la jeta horrible de su destino. Después de eso ya no importaba la muerte ni la misericordia, se debía dejar caer el telón y abandonar el teatro. La otra parte de su venganza ya la había comenzado a paladear desde el momento en que depositó el millón. Con paciencia de gourmet saboreaba viendo como la corrupción se infiltraba en las neuronas de su amigo mientras esperaba a que entrara completo en el círculo del ardid para estrechar el lazo, estrangularlo y entonces ya, sazonadas con hierbas finas, despachar al mismo tiempo y sin prisas las dos mitades, su moralidad y su inocencia, con su calmosa voracidad de araña. El hecho de que Víctor hubiera aceptado el dinero a cambio de un trabajo del que no pidió más detalles, lo fácil que había sido la 153


faena de meterle en el enredo le ponía feliz. Sí, así, feliz. De haber sido otro su carácter hubiera bailado de gusto. Parecía no acordarse de los motivos de tanto va y viene. Hacía mucho tiempo que no se había sentido tan auténticamente alegre y, viéndose de este modo inusual en su persona, ni por asomo pensaba en las causas o en las consecuencias; como buen hedonista sólo gozaba, suspiraba hondo, y dejaba la mirada perderse en el cielo pintado de blanco. Estaba contento, tan contento consigo mismo que varias veces tuvo que reprimirse las ganas de mirarse en el espejo, lo que le pareció el colmo de la vanidad. Pero las ganas de verse a los ojos no se le quitaron en todo el día. Pero cómo negarse, repetía tumbado en un diván que era el único mueble en la habitación donde estaba, tanto dinero hace que el perro no sólo baile, sino que a lengüetazos le saque brillo a las suelas de mis zapatos. Empalmado, dando coces y rebuznando, el asno salió corriendo detrás de la burra verde con cara de Washington, pensó y al mismo tiempo visualizó a su compadre Harum haciendo una mueca de desagrado por esa analogía repentina: bájale a tus imágenes chafas, le hubiera dicho. Ahora sí, continuaba su soliloquio, tengo al Victorcito agarrado de los cojones 154


y si el cabrón trata de zafarse lo ensarto en una penca de maguey. Por ejemplo, si se pone en mi contra le sería muy difícil justificar ante el fisco la procedencia de ese dinero, y ésa sería la primera y la más benévola de las plagas que caerían sobre su cabeza. Si me traicionara conocería hasta dónde crecen mis tentáculos y qué tan lentamente sus ventosas succionan el dolor. Pero si se porta como corresponde a un amigo mío, machín, sin pedos, lo dejaré en paz y él podrá jugar a ser el príncipe de los escritores, el mecenas de los intelectuales, o qué sé yo cuáles sean sus fantasías morbosas. Harum llegaría tres días más tarde con el pedido que le había hecho a cambio del veneno que mataba de risa así que al finalizar la semana podría terminar la cacería. Ya Roger tenía en sus manos el resto del material necesario para construir la trampa y decidió que le convenía la soledad para tener a punto el artificio con que daría caza a Víctor. Para ello le bastaría día y medio en un pequeño rancho del que era propietario en las inmediaciones de Coatepec Harinas, en las faldas del Xinantécatl. Entonces metió herramientas, aparatos y los rollos de los diseños de su máquina infernal, que a pesar de las transformaciones en buena parte seguían recordando aquella tinta de Klee, Schaukel, 155


en una bolsa de viaje y salió de su casa. No creyó necesario ir a revisar las grabaciones telefónicas y de video con que espiaba el departamento de Víctor. Al regresar lo haría minuciosamente —había perdido el temor a que sucediera un imprevisto, o al menos uno que no pudiera solucionar fácil y rápidamente a estas alturas de la venación—, antes de dar el golpe último. Iba en su auto a comprar algo de comida preparada y bebida cuando, en la esquina de Aristóteles y Horacio, frente a sus ojos (ocultos tras las gafas polarizadas), Tristana cruzó la calle.

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23

En cuanto hizo la transferencia del millón, de inmediato Roger le hizo llegar a Víctor la ficha del depósito y una copia del contrato que habían firmado en el jet Cessna que alquilaron para regresar el lunes temprano a México. Cuando el escritor las recibió de manos de un mensajero, apartó el último y se sentó en el suelo de la cocina con la espalda recargada contra el refrigerador a mirar la papeleta que virtualmente lo hacía dueño de tantísimo dinero. Aunque desde el principio la idea le hizo cosquillas en el estómago, hasta entonces no se la había creído del todo pero ahora la evidencia era irrefutable. En cuestión de tiempo sería millonario en dólares. Bueno, en qué bronca me he metido; carraspeó. Se pasó la mano por la cabeza una y otra vez, se apretó las sienes, respiró hondo y sonoro, tanto que hasta pareció que entraba en un episodio de asma, pero no, estaba exultante por la pródiga perspectiva del futuro aunque, ya es casi 157


innecesario decirlo, le ardía el epigastrio de purito miedo. El contrato eran tres o cuatro cláusulas tan estúpidas como funestas que le obligaban con una empresa de publicidad exterior a realizar un servicio de asesor y analista de discursos, en la fecha, el día y la hora únicos que se le indicaran sin que pudiera postergar o negarse a realizar el trabajo en ese preciso momento bajo ningún pretexto, así el más grave, exceptuando una parálisis total o una pérdida súbita e irrecuperable de la conciencia. Mientras no se cumpliera con esta obligación, el dinero depositado no sería liberado para su usufructo. Sólo así el beneficiario adquiriría el control absoluto del millón de dólares; obviamente si opusiera alguna traba para trabajar cuando se le ordenara perdería toda oportunidad de poseer tal cantidad, que se transferiría automáticamente a otra cuenta, etcétera. Además todo este bla blá terminaba con la amenaza de que el incumplimiento del contrato sería ventilado en los tribunales de la ciudad de México, donde, rezongó Víctor, Roger ha de tener comprados a los jueces de todas las instancias. Hacía calor pero Víctor sintió frío después de someter a sus ojos, los de la vista y los del entendimiento, a la tortura de ese lenguaje de leguleyo, burdo y apolillado. Decidió salir a caminar un 158


poco. Sentía una especie de bochorno. Sobre la camiseta se puso una gabardina y salió a la calle. Con grandes zancadas cruzó un parque; inclinado por el viento que soplaba sobre su conciencia deambuló por las estrechas callejuelas del barrio donde vivía y al pasar ante una vitrina que exhibía flores exóticas un sonido familiar lo sacó de sus cavilaciones, le pareció que alguien había pronunciado su nombre desde el interior de la florería. —Virgen, entra. Pss, hey, Virgen —detrás de la vitrina la silueta de un hombre fornido le hacía señas de que se acercara. Pero el reflejo del vidrio le impedía ver quién era el que le llamaba. Intrigado aunque precavido, desandó sus pasos hasta la entrada del establecimiento y en el interior, rodeado de flores, gordo y sonriente, encontró a Harum con los brazos abiertos. —Compadre, qué gusto. —No es cierto —Víctor entró a estrecharle con cariño. —Tanto tiempo. —Precisamente pensaba en ti. —Pues aquí estoy. ¿Y qué pensabas? No, mejor no me digas. Rieron. Se miraron el cuerpo. Se palmearon los hombros. —¿Tienes tiempo? 159


—Salí a dar una vuelta porque me moría de aburrimiento. Harum salió de la tienda a bajar las cortinas metálicas que protegían las vitrinas y cerró la puerta del local. Acto seguido puso “música de aquellos años” y le preguntó si quería una cerveza. —¿Y tendrías un toquecito? —Hasta la pregunta es necia —contestó el otro ya con un carrujo en la boca. —Guau, eres mago. —Yep, prestidigitador y florista. —Aficiones que nunca me hubiera imaginado que tuvieras. A mí también me gustan las flores. ¿Desde cuándo haces arreglos de rosas negras y orquídeas tigre? —dijo acariciando un pétalo con textura de nube y color de ónice. —No me digas, ¿en las flores va el veneno? —No es mala idea, compadre. Pero no seas imprudente, no vaya a ser... Mejor mantén cerrada la bocaza y deja en paz mis flores. —Ah. Entiendo, disculpa. Es que te irían mejor un negocio de tractomotores, de maquinaria naval o una concesionaria de motos Harley-Davidson. Pero esto es lo inesperado, compa, exactamente el lugar común que te vuelve invisible. 160


—Te parecerá extraño... ¿tú crees? —Harum quería cambiar de tema como si temiera que lo estuvieran espiando. —Extraño no —Víctor se dio cuenta de los temores de su amigo y le concedió una tregua—, era más o menos previsible que en una situación así volviéramos a encontrarnos. La sorpresa fue que hoy ni me lo imaginaba. —Por supuesto, ¿cómo podía ser en otra forma, so buey? — bufó con fastidio. —Actúo así porque esta ciudad es territorio de Roger y no quiero importunarlo. Si ahora ese carnal nos encontrara juntos tendríamos graves problemas. ¿O no, compadre? —Bah, ver para creer; no le tengo miedo. ¿Territorio de Roger? —Harum le había dado el cigarro de hierba y él lo encendió—. No me hagas reír pues hace mucho que no pachequeo un lunes por la tarde. Acuérdate que la mota causa hilaridad. —¿De veras? —acarició en la memoria la redoma con su nuevo elíxir y sonrió para sus adentros. —La ciudad es nuestro territorio, aquí nacimos los tres, ¿no? Tan suyo como tuyo y mío. O si somos realistas, esta es tierra de nadie... ¿eh, compa? Qué tonto, pensó Harum. Se merece todo lo que pueda 161


pasarle. Pobrecito, qué feo ser él. Y lo quiso mirar a los ojos pero prefirió desviar su trayectoria. —Ya sabes a qué me refiero, ¿o no? —se lo explicó con las primeras imágenes que le llegaron a la cabeza—. Míralo como algo parecido a la manera en que las mafias se dividen Nueva York en las películas, “yo el Bronx, tu Harlem”— como Chaplin, jugó con un globo terráqueo imaginario—: a mí la mitad del orbe, a Roger la otra parte del mundo. Pero no te alteres. Malpaís está dentro de sus dominios, pero no le pertenece del todo. Es como el Berlín del muro, dividido por nuestros intereses políticos, sobre todo —Harum fumaba el cigarrillo de mariguana como si fuera un habano y él un Fidel Castro. —No entiendo semejante pendejada. Yo no vivo en su territorio ni por supuesto soy parte de su dominios —saber que esos dos se habían repartido el mundo entre ellos para cometer sus crímenes le irritaba y se irritaba aún más al darse cuenta que eso le irritaba tanto. Le ardió el vientre. —Solamente si tú quieres verlo así, en otra forma nada de ello tiene importancia —le pasó de nuevo el cigarro—. Yo pocas veces le sigo el juego y él ignora o finge ignorar mis actividades en Malpaís, 162


en cualquiera de sus capitales. También en ocasiones nos ayudamos como buenos amigos. —Malpaís. Si vieras que no me hace ninguna gracia el nombrecito. Cambiemos de tema. Como siempre la visión del mundo que tienen ustedes dos me encabrona sobremanera. ¿Es extraño, no? —No, pero déjame decirte que entonces vas a tener que aguantar vara porque vine a hablar de Roger y de Malpaís contigo, además de resolver otras cosas. —¿De Roger conmigo? Me suena a chisme fresco. ¿Qué, le sucedió algo? —Víctor se arrepintió del tono hipócrita que lo descubría sin remedio, pero había sido inevitable. —No, desgraciadamente no le sucedió nada —le clavó sus ojos acerados—. Y sí, se trata de comidilla de viejas como te gusta, pero no te hagas el pendejo, que no quiero empezar a irritarme contigo tan pronto. —Pues qué casualidad porque yo ya estoy irritado desde hace rato, pero está bien, creo que en nada afecta si te platico que Roger y yo nos vimos ayer... u hoy muy temprano, no recuerdo. —Víctor... —el carrujo casi se había consumido y Harum atizó 163


la bacha. Se la ofreció a Víctor, quien la rechazó. —¿Qué deseas saber? Lo único que te puedo decir es que por el momento no me es posible traicionarlo. Tal vez más tarde, con todo gusto, compadre... —Eres un cerdo. No te estoy pidiendo que me ayudes contra él. ¿Delante de quién crees que estás parado? Culero... Déjame hablar, carajo —nunca había confiado en él, aunque lo quisiera casi como a Roger y desde hacía tantísimos años; siempre a ambos los habían enfrentado los celos por el amigo mutuo. —Habla, pero ordenadamente —¿Te compró? —le disparó con un leve desprecio en la voz que sabía le haría enojar. —Si así quieres llamarle a un trabajo sencillo que voy a hacer para él y que me va a reportar muy buenas ganancias, sí, me compró. Pero por una sola ocasión, una sola vez y ya —emitió una risilla débil—. ¿Qué, a ti nunca te ha comprado? Harum ignoró la pregunta y trató de sonar amenazante. —La última vez que lo vi estaba muy enojado contigo... por el libro que escribiste, el Pornolite ese —entonces le llegaron a la memoria unas escenas de la narración y continuó con una expresión 164


distinta—, que por cierto me gustó, aunque creo que te pasaste de listo al dar tantos detalles. Bueno, compa, no es el momento de ponerme a criticar tu libro, la cosa es que Roger quiere vengarse de ti porque descubriste que tiene cara de caricatura —se suavizó abruptamente—. Le dije que no intentara nada en contra tuya por que se las vería conmigo. —Vaya, gracias —nunca se hubiera imaginado que Harum llegaría a tomar partido por él contra Roger. Le sorprendió qué tan lógicas resultaban ser las cosas vistas de ese modo y se sintió halagado y al mismo tiempo tonto, como fuera de la jugada—. Pero despreocúpate que ya nosotros resolvimos el asunto —tragó saliva—. El fin de semana estuvimos en Huatulco y en el pasón de coca salió todo esa chingadera a relucir y me pegó, le pegué y nos pegamos hasta dejarnos las jetas dolidas y los cuerpos jodidos por los golpes. ¿Qué no me notas la quijada como si tuviera una muela podrida? Con suavidad Harum le tomó por el mentón y le alzó un poco la cabeza. Le revisó la cara atentamente y como no queriendo resbaló un dedo hasta el cuello, le oprimió con suavidad la carótida y le soltó con una palmadita en el hombro. —Sí, compadre, te conectaron un par de buenos jabs — 165


dictaminó. —Él también tuvo su parte, pero sobre todo le madree el orgullo porque se emputó tanto que se olvidó de las ventajas que le daban sobre mí su cinta negra y sus artes ninja y peleó como un cualquiera, como peleo yo, lo que me permitió casi llegar a romperle la jeta —era notorio su contento por haberse enfrentado a golpes con Roger

y

quería

concederse

la

victoria,

pero

Harum

conocía

demasiado bien a sus amigos y dudaba de que Víctor hubiera ganado nada y de que al otro se le hubiera olvidado cómo deshacerse de un contrincante con un sólo movimiento. —Y en tanto pude, se la rompí a gusto — “...no, es imposible que Roger se dejara vencer, debió estar fingiendo. Vaya cabrón”, sonrió Harum con las cejas, “ahora hasta se deja que le peguen con tal de salirse con la suya. Ay Víctor, te la van a cobrar gacho”. —¿Y con eso arreglaron las cosas? —Sí... bueno, ya sabes como son las cosas con ese bato. A esas alturas del día Víctor pensaba con insistencia en que posiblemente Roger se ensañaría con él hasta el cansancio o hasta el aburrimiento, lo que podía costarle mucho tiempo y mucha tranquilidad. Por eso a cada instante se arrepentía y recelaba más 166


del trabajo que estúpidamente, lo había considerado así tres segundos después de haber estampado su firma en el renglón de la parte contratada, había aceptado realizar. Ignoraba que sus temores ni por asomo le llevaban a imaginar lo que su amigo le preparaba y estaba a punto de cocerse. —Pudiera ser que de ahora en adelante sólo quiera hacerme pagar por lo que escribí de él, aunque al parecer el pleito bastó para limar los rencores. Luego se puso sentimental, ya conoces esa manera tan desagradable en que se porta a veces, lloriqueó y me pidió disculpas. Además me dijo a modo de confesión, como si ésta fuera la verdadera causa de nuestro encuentro, lo mucho que le preocupaba el estado de mi economía y la forma en cómo había pensado solucionar mis problemas. Por un trabajo idiota ofreció pagarme un millón de dólares. —Algo me contó al respecto —de hecho, en la venta que le haría a Roger a cambio del veneno, Harum había cedido el monto de su comisión en favor de Víctor, de quien también le preocupaba su situación pecuniaria. Ambos dieron sendas aportaciones para suavizar la tensión en que vivía el escritor de continuo—. Creo que su gesto es noble, pero quién sabe... ¿Estás seguro que ya te 167


disculpó por lo que dijiste de él en el libro? —Espero que sí, porque no podría tolerar más intrusiones. ¿Temes otra cosa, compadre? —No... pero sucede que noté a Roger diferente. Febril...

168


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Tristana se quitó las gafas oscuras para mirar al hombre que le decía que subiera al auto. Incrédula dejó caer los hombros. No es posible, pensó mientras volvía a ponerse los anteojos. ¿Por qué ahora? Los automovilistas comenzaron a tocar las bocinas. Ante la presión de los demás subió al convertible de Roger que estaba obstruyendo el tráfico. —Estaciónate bajo aquel árbol cruzando la calle —fue imperiosa. No quería ni voltear a mirarlo. —Ahí me bajo. —Lo mejor que me ha pasado en años —dijo él sin quitarle los ojos de encima. Se estacionó donde ella había indicado—. ¿Cómo estás? —Con evidente cinismo la revisó de arriba abajo—. Pero si la pregunta es estúpida. Ella le devolvió el cumplido. —Roger... te ves distinto. ¿Te sientes bien? 169


Roger se quitó los anteojos oscuros. Frunció el ceño. —Claro —y dejó de darle el gusto de saber que encontrarse con ella colmaba las expectativas de ese día—. ¿Tienes prisa o me equivoco y te pusiste nerviosa igual que yo con la sorpresa? —Mucha prisa —lo dijo en serio. —Entiendo —frialdad que a Roger no le importó. —¿Me concedes tres minutos? ¿Cinco? ¿Quince? —No puedo. Tengo un compromiso muy importante ahora mismo, se me hace tarde —Tristana hizo el ademán de abrir la portezuela del automóvil. —¿Entonces cuándo nos podríamos ver? Quisiera platicar contigo, tal vez podríamos ir a cenar. Como amigos, por supuesto — Roger le tocó el brazo y ella rápidamente se movió fuera de su alcance. —Roger... ¿te cuento la verdad? Exactamente ahora estoy cruzado por una etapa de mi vida que me tiene completamente absorta del mundo exterior. Sería difícil explicarte las causas y el objeto de lo que hago, pero una parte consiste en desvalorizar el pasado —no sabía por qué le estaba diciendo estas cosas precisamente a ese hombre, como si fuera su terapeuta. 170


—Y yo soy parte de tu pasado —Roger vio la sombra que cruzó los ojos de su amiga y por ello supo que tenía ganado el campo; descansó. —Por eso no quiero verte. Ya no me importas. No te ofendas si te digo que me conformo con saber que aún vives; lo demás no me atañe. Así como otros después de ti eres historia. Ahora solamente me interesa mi futuro y tú no estás invitado —llegó hasta aquí sin resuello. Se sintió idiota y avergonzada. —Está bien. Gracias por ser tan directa. Me dio gusto verte. Si llegaras a necesitar algo... —Gracias, pero no —esta vez sí abrió la portezuela y deslizó una pierna fuera del auto. —Estás aún más hermosa que hace años... —Adiós. Bajó del auto sin mirarlo y caminó en dirección contraria. Él la siguió con la vista por el espejo retrovisor. Al mirar que ella se detenía sonrió, pero hizo desaparecer su contento cuando Tristana volvió sobre sus pasos. —En hora y media hora en el café de siempre. Roger, sin verla, asintió sin decir palabra y puso en marcha el 171


motor del auto. Tristana se alejó caminando de prisa y él arrancó suavemente con dirección a la calle de Campos Elíseos.

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—No me vayas a salir con que ahora piensas que Roger ya se volvió loco. —Si así fuera, su locura me sería inoportuna, sobre todo ahora que estoy a la mitad de una empresa que tiene por objeto enloquecer a la nación. Pero no antes de tiempo. No puedo darte más detalles. —Ajá... no te hagas pendejo, como me dijiste hace un momento: al chile. —Si Roger lleva a cabo lo que temo que va a hacer, Malpaís se cimbrará de un modo imprevisto para mis planes, que no son poco ni cosa tuya, y valdrán para una chingada. Todo por culpa de una puta venganza entre niños lerdos. —Entonces sí crees que va a seguir con ese juego. —Claro, compa. Pero no temas que nada te va a pasar. De eso 173


me encargo yo, por si a Roger se le olvida. —¿Por qué me proteges? —Yo llegué primero, luego aparecieron ustedes... no tengo porqué ceder terreno... ni porqué dar explicaciones —hablaba para sí mirando las pupilas de su amigo—. Lo noté febril, sí. —Contéstame. —Cierta fiebre que no recuerdo haberla observado antes. —Para no hablar de ti, que es cosa complicada y asunto de otro cuento, te diré que en efecto creo que Roger está loco, mucho pero mucho más que de costumbre. Cuando redactaba Pornolite trataba de imaginar lo que él diría si estuviera vivo y leyera lo que escribía de él. Ni por un instante se me ocurrió dudar de la veracidad de su muerte; confiando en que se lo había cargado la chingada podía muy bien lidiar con su fantasma. Pero cuando me enteré que estaba vivo mero cuando mi libro se estrenaba en las librerías, sentí un miedo culposo que luego, al momento de encontrarme de nuevo con él cara a cara, adquirió cuerpo y dimensión. —Pero no pasó mucho tiempo para que me diera cuenta de que no sólo le temía por causa de lo que escribí, que de eso no me arrepiento ni en una coma, sino porque por primera vez no pude 174


penetrar en sus pensamientos y sus ojos gatunos de costumbre claros los vi opacos e inexpresivos. Estaba oculto detrás de sí mismo y supe que me estaba esperando. —Estaría drogado. Conozco esa mirada suya. Maldición —dijo pegando con el puño sobre la mesa y luego se echó a reír histriónicamente. Víctor se quedó perplejo. —Sí lo estaba. Me contó que después de un buen tiempo de andar limpio se ha vuelto a drogar porque en estos momentos cruza por una etapa melancólica y dice que drogarse es parte de ese proceso. Me aseguró que tenía todo bajo control. —Malo, malo. ¿Todas esas pendejadas te dijo mi compadre? —Claro, esas y más. ¿Qué esperabas? Si es un verdadero cliché. —Te

equivocas.

Roger

es

todo

menos

un

cliché.

Definitivamente no es un hombre vulgar, como tú comprenderás. —Vaya, pues tampoco tú eres precisamente sui generis. —No nos desviemos —inhaló y exhaló, inhaló y exhaló, inhaló y exhaló—. Roger no está loco ni enfermo. Su febrilidad es de otro tipo. —¿De cuál? ¿Qué es eso? No me irás a decir que es sagrada, 175


como la epilepsia de César. Esas interpretaciones suyas de las cosas reales no dejan de ser argumentos facilones, basta. No me vayas a salir con que tú también ya crees en las dimensiones alternas, los ayudantes

sobrenaturales

y

esas

estupideces...

—recordó

a

Cristóbal, a quien recién había visto en Huatulco y a quien creyó entrever esa misma mañana en el aeropuerto: encontró la mirada de Harum, leyó la ironía y supo que se reía de él en silencio. En su delirio, que también lo poseía en sobradas cantidades, Víctor había escrito un libro plagado de esas vaciladas. —No, por supuesto que su fiebre no es sagrada ni por influencia suya creo en magia, ayudantes o pendejadas de esas en las que creen los débiles mentales —la alusión fue clara, así como el brillo en sus ojos y el alargamiento de sus labios, pero Víctor optó por ignorar el mote. No estaba, nunca había estado, de hecho era algo que aceptaba desde siempre, en posición de bronquearse con Harum Santiago. —Lo que sucede es que padece de futuro. Su nostalgia es por el porvenir. Por supuesto que Roger es un tipo especial; tal vez sí deberíamos considerar única a su enfermedad. —Mejor me marcho. Con un loco tengo suficiente. 176


—Sin mí, no tienes ninguna oportunidad contra él y te va a cargar la chingada. —¿De verdad crees, compa, que me vaya a enfrentar con la locura de Roger por un sin sentido? —Estoy seguro. Y comienzo a arrepentirme de habértelo dicho. —Lo sabes entonces. ¿Qué trama? —Nada. Revolver la mierda, pienso. Creo que es eso. En Malpaís ya nada puede ir peor.

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Tristana estuvo distraída en la reunión de trabajo a la que sin mentir dijo que se dirigía, pues no obstante las felicitaciones que recibió por la exposición que hizo de su proyecto de desarrollos multifamiliares a “extra muros” de la urbe, no le preocupaba si se había expresado claramente ante la junta de administración o lo importante que era concentrarse en sus negocios —y en los de sus asociados— y contestar con tino, gracia y oportunidad las preguntas que le estaban haciendo las personas que la rodeaban, sino que cavilaba si Roger iría a confundir su retraso con un plantón y desapareciera otra vez sin antes poder verle de nuevo, oírle, saciar la curiosidad y tal vez (esto la intrigaba) cuestionarle. ¿Para qué, ni sabría qué reclamarle? ¿Reclamarle? Óyete, si estarás loca, ¿qué no te acuerdas que con ese orate mejor ni meterse? Se sintió estúpida al ver que aún le tenía algo de miedo y se 178


reprendió a sí misma al sorprenderse fantaseando con la posibilidad de un reencuentro. ¿Y Víctor?, se recriminó inmediatamente. Por supuesto no le había olvidado ni tampoco se le había ocurrido en serio dejar lo que apenas comenzaba por lo que ya había terminado, perder al único hombre que por inaccesible y dúctil siempre había creído su mejor futuro y sólo por volver a esa etapa perniciosa de su pasado. Además la noticia le mataría, sin duda, supuso, cuando la idea cruzó por su mente. Y cayó entonces en la cuenta de que si la noticia no mataba a Víctor, de llegar a conocer la identidad de su nuevo galán, no le extrañaría en lo más mínimo que Roger lo matara a él, solamente por celos y envidia, entre otras pasiones retorcidas. Se preguntó si Víctor ya habría contemplado ese peligro y estuvo segura de que fue lo primero que consideró la noche cuando se volvieron a encontrar. Así son los hombres, cuando encuentran una mujer lo primero que buscan es si hay un rival en los alrededores. Luego te mean para marcar su territorio. Su maldita posesividad asquerosa. Roger siempre ha sido un obstáculo molesto, un pinche impertinente, se dijo. Al tiempo que pensaba todas estas cosas, intentaba librarse del acoso de un japonés que había quedado muy 179


impresionado con su exposición e insistía en invitarla a cenar, de nuevo a cenar, caramba, pensó, ¿qué no saben decir otra cosa? Bueno, sí, coger. Entonces se le ocurrió una estratagema y sin pensarlo dos veces le propuso al nipón que la acompañara a tomar un café. Me espera un amigo con quien quedé de verme, le explicó, vamos y después, tal vez, te acepte la invitación a cenar o ya veremos qué se nos ocurre, le dijo con sonrisa pícara, pensando para sus adentros que los ojillos de Takeshi parecían dos mitades de cacahuate salados y aceitosos que brillaban tras los cristales de sus lentes. Tomó al oriental de la mano y salieron a encontrarse con Roger en “el café de siempre”, como solían llamar a un restaurantito que fue su lugar romántico en los ya lejanos días en que fueron pareja. Maldita la hora en que le propuse que nos viéramos en ese pinche sitio, repelaba para sus adentros mientras Takeshi conducía su 370Z GT las pocas calles que los separaban de la cafetería. Maldito impulso de decirle que nos viéramos cuando lo que deseaba era no recordar el pasado, de veras, mucho menos revivirlo ahora, menos que nada cualquier cosa referente a Roger. ¿Por qué voy con él? 180


Llegaron y Takeshi estacionó el automóvil justo frente a la mesa en la banqueta donde Roger la esperaba. Tristana sintió verdadero placer con la cara que hizo Roger cuando vio al japonés abrir la portezuela del auto y darle la mano para ayudarla a descender. Intentó controlarse para que ella no notara su desencanto, porque no sintió enojo, por supuesto, sino una especie de frustración en tono menor al verla llegar con un hombre. Y japonés, vieja rara, pensó. Ella captó de inmediato el temblor en la comisura izquierda de los labios de Roger un segundo antes de sonreírles, y se fijó que no los vio a los ojos sino los miró de bulto, como se dice. A él le fastidiaba, en ocasiones, ser consciente de sus gestos y ademanes, de su tono de voz y de la intensidad de su mirada, ser consecuente en sus reacciones, porque le hacían sentirse, como en ese momento, una máscara o una marioneta forzado a mostrar una rigidez pétrea o a realizar movimientos faciales convencionales para ocultar sus sentimientos verdaderos. No le hacía la menor gracia actuar y saberse descubierto. Pero si algo tenía Roger a su favor era siempre salir airoso de sus depresiones. Se mostró encantador con ambos —como todo un 181


caballero le habría dicho su abuela mientras le arreglaba el pelo rebelde a su nieto—, como el hombre de mundo que era. Y cuando Tristana regresó del baño a donde la habían forzado a ir tres cafés seguidos y una plática salpicada por bobadas, ya que ambos hombres establecieron una competencia tácita en contar anécdotas que según ellos eran más chistosas que las del otro, pero que según ella eran las más estúpidas que jamás había escuchado, los encontró ultimando los detalles de un negocio. Una movida con barcos camaroneros y tabletas que Takeshi acababa de proponerle a Roger. Primero éste hizo dos preguntas capciosas para asegurarse que el jap hablaba en serio. Cuando vio brillar la plata dijo que sí a la invitación al bisnes, aunque significara acuchillar a la industria nacional del ramo y a pesar de que era un atentado contra la ecología,

pues

ignoraba

la

veda

de

tres

años

establecida

forzosamente para salvar de la extinción a un raro pero exquisito artrópodo marino. Esta compatibilidad hizo que ambos hombres cortésmente dejaran a la mujer fuera de la plática. La incluían en sus miradas y en ocasiones hablaban dirigiéndose a ella, pero sin esperar ni querer respuesta. Ella aguantó esta situación cinco minutos exactos hasta 182


que tras bisbisear algo en el oído del camarero, se levantó y se despidió del sorprendido japonés y del indiferente mexicano. El primero trató de detenerla reiterando su invitación a cenar, vamos los tres, aclaró cortésmente, pero ella le contestó que le había empezado una jaqueca terrible. Takeshi se volvió a Roger para que se uniera a sus súplicas, pero encontró con una mirada que claramente le decía: déjala, ya sabes como son las mujeres. Es inútil que insistas. Se levantaron para despedirse de la dama, quien muy europea les dio a cada uno un beso en ambas mejillas y les asignó a los dos un democrático “ahí les hablo”. Roger fue más concreto, llámame hasta dentro de ocho días porque esta noche salgo de viaje. Esperaron de pie hasta que ella abordó el taxi que había llamado el portero, y cuando el auto arrancó continuaron hablando de negocios sin extrañar la ausencia de Tristana, aunque Roger repitió varias veces para sus adentros mientras Takeshi parloteaba en una mezcla de inglés, español e ideogramas: ¡Qué linda está la morra!

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Tras meter el cuerpo descuartizado de Takeshi en tres bolsas de polietileno negro y darle sepultura en cualquier lugar inaccesible del monte, Roger se echó en la hamaca tendida entre dos pirúes añejos cuyas copas unidas en el aire tejían un entramado de formas que inmediatamente se volvían significativas para quien se acostaba bajo su sombra. Eran los dos únicos árboles de esta especie en aquélla altura donde ya los abetos habían dejado atrás a las encinas y otros árboles caduceos y, obviamente, no era casual que hubieran crecido en ese sitio, alguien con propósitos bien definidos los había plantado alineados paralelamente al ecuador. Sabía que bajo los pirúes se aparece el diablo a los viajeros: sólo bajo sus ramas el chamuco firma pactos o puede embrollársele —si se tiene suerte— y obligarle a actuar en favor propio; tampoco ignoraba que si alguien se queda dormido con la cabeza recargada en su tronco se vuelve víctima de la 184


migraña. Pero él había conjurado esas y otras supersticiones y, echado bajo los pirúes, era una de las mejores posturas para “tener visiones”. Cuando visitaba su rancho mexiquense —que no era muy seguido— era para “tener visiones” o para realizar trabajos que requerían soledad, seguridad y secreto. La casa era una construcción campestre, modesta, que no despertaba no se diga sospecha alguna, ni siquiera las miradas curiosas de los lugareños. Parecía no existir para los otros. Cuando notó esta particularidad, Roger consideró seriamente en adquirirla; también los dos pirúes a la vera de la casa le convencieron, pero sobre todo su ubicación fue la que lo precipitó a firmar su compra y convertirse en el dueño de las dos hectáreas que comprendían una meseta a la orilla de un cañón nacido en las grietas del cráter del Xinantécatl que se precipitaba a las tierras calientes del sur como una cuña invertida. Guardaba maravillas entre sus murallas y espantos en sus abismos. Roger era propietario de un balcón natural que contemplaba una parte de la vertiente meridional de la meseta de Anáhuac, cuyo señorío geográfico iba a perderse hasta el océano, el cual, por supuesto, la vista no alcanzaba a distinguir por la distancia, pero en 185


cambio la imaginación concebía batiendo obstinadamente la tierra estremecida por su asedio. Para Roger, “las visiones” eran un episodio cotidiano de su mente desde hacía mucho tiempo. Tenían lugar cuando se quedaba mirando un punto de luz durante algunos segundos. Entonces una animación clara y detallada surgía aproximadamente a la mitad de la distancia entre la fuente de luz y sus ojos: seres de toda índole, todos los clasificados por los naturalistas con nombres en latín y griego y por el Registro Civil con apellidos vulgares o aristocráticos, los incluidos en los bestiarios y en las enciclopedias, y toda la legión de los que aún no alcanzaban nombre en lengua alguna, aparecían con todos los pormenores de la representación realista, caricaturizados con fina ironía o llevando a cabo el absurdo con pinceladas audaces. A medias entre lo tangible y lo invisible, perceptibles exclusivamente para Roger, estos entes se movían, saltaban, se transformaban, hacían gestos, manoteaban, reían, guiñaban y se desvanecían lenta o abruptamente. Sus visiones daban a luz a otros seres que llegaban a ocupar sus lugares y que de inmediato procedían a transmitir sus mensajes no verbales —que eran el segmento de su existencia, lo que les duraba la vida—, que Roger 186


traducía sin que le quedara duda. Lo más extraordinario de estas percepciones, que sin necesidad de ser psiquiatra cualquiera calificaría de psicóticas, era que, lo cual contribuye a agravar el juicio anterior, Roger las experimentaba a voluntad. No le asaltaban a media calle, en situaciones imprevistas, ni comiendo o sentado en el excusado. Jamás se habían presentado de manera tan impertinente. Aparecían sólo cuando él las “llamaba” y llegaban prontísimas. Bastaba desearlo, fijar la vista en una fuente luminosa y, voilà, “las visiones” llegaban. Este era uno de los métodos autodidactas que Roger usaba para conocerse mejor. Sabía que “las visiones” no eran seres de otra dimensión ni emanaciones de ultratumba, sino los prototipos de sus ideas que en alguna forma le salían de la cabeza y se proyectaban en el espacio. Esa animación de seres-ideas era la forma en cómo se expresaba lo que él definía como su

lenguaje

de

máquina.

Un

código

íntimo,

sencillo

y

extraordinariamente rico en significantes, decía. Claro que esta forma de conocerse a sí mismo no será nunca la más ortodoxa y despide un olorcillo que recuerda la chifladura. Roger era consciente de ello pero tampoco le parecía razón para no practicarla. Había sido, si hubiera necesidad de justificarlo, producto 187


de

un

largo

y

fatigoso

aprendizaje

que

entre

otras

cosas

curiosamente le había costado un dolor de cabeza que dejaba chiquitas a las migrañas de Víctor, uno de los más agudos y prolongados episodios de cefalea en racimos que se tenga memoria entre la gente común y corriente. Y no pudo culpar a los pirúes por aquel terribilísimo dolor de cabeza. Pero

al cabo

había logrado liberar y controlar a los

exuberantes productos de su pensamiento y sobre todo había aprendido a leer aquellos signos que se presentaban en forma tan original. Una de sus primeras lecciones fue no traer “sus visiones” en público, sino hacerlo a resguardo de la gente, pues no podía evitar la expresión típica del extático: ojos enfebrecidos, boca abierta, babeante y riente, miembros rígidos, etcétera, lo cual era lógico que espantara a quien lo viera. Dicho brevemente, ponía cara de lunático. Y esa medianoche después de tomar café con Tristana y descuartizar a Takeshi, ya en la soledad de su rancho en Coatepec, echado en la hamaca bajo la pantalla que formaba el enramado de los pirúes, fue que concentrado en el resplandor de Antares finalmente vio las partes de su máquina infernal hallar concierto: 188


ensamblarse,

embonar,

establecer

sus

conexiones,

adquirir

dimensión, sentido y propósito. Una vez que todas aquellas ideas aisladas —que había ido concibiendo desde que decidió ir en pos de Víctor— fueron un todo perfectamente delimitado en el espacio, Roger procedió a construir la réplica con la habilidad artesanal de sus manos.

189


28

¿Tan difícil te es ver a Malpaís, Víctor? Sucede que como vives bajo capas y capas de seres disueltos en el caos, lo único que alcanzas a distinguir de la realidad es el tiempo arremolinándose sin descanso. Tú, yo y todo lo que nos rodea, lo veas o no, te guste o no, sólo somos eslabones de una cadena de anhelos de otros seres que pretendieron ser algo sin lograrlo completamente. Seres que fueron antes que tú y yo nos enfrentáramos al vértigo, seres de los que ahora sólo quedan vacíos paradójicos. Conforme vives se alarga el ducto —en tanto se enmaraña en el nudo gordiano del drenaje— que en ti transporta algo de la inmundicia del planeta. Tu muerte sobrevendrá cuando te precipites en la cloaca máxima de esta parte del globo. La imagen es de Séneca, quien tenía el privilegio de tener una visión orgánica del mundo. 190


Dejarás tu enanismo por un rato. Te despojarás de esa visión que te comprime en el lodo; recuerda que al sitio donde vamos las ranas sólo son seres inmundos con ojos estrafalarios. Nunca encontrarás un príncipe (o una princesa, añadió, guiñando un ojo) entre ellas, por más que beses y beses a tus compatriotas. Crece, ya luego volverás a la charca. Ya vuelto titán podrás sentarte en la cima más alta a contemplar el espectáculo insólito de este pueblo. Solamente mirando con los ojos del único, como dios desde su soledad, podrás ver a Malpaís, a ti mismo, lo que sabes que eres en lo más recóndito de tus miedos: el abismo, y no sentirás el mareo que provoca asomarse al umbral de la muerte. ¡Traspásenos, vientos magníficos! Ven, crece. No tengas miedo. Víctor sonrió tolerante al escuchar esta retahíla de frases raras y estridentes que Harum le soltó en la cara tan de improviso. No me escupas pensamientos chillones, le iba a decir, pero en cambio tomó la mano que le tendía su amigo. Hemos de estar drogados con algo más que con simple marihuana. Me siento ligero, placenteramente audaz, no reconozco la 191


sensación que me recorre, no identifico el agente que la provoca. ¿Qué habrá disuelto este cabrón en la cerveza o espolvoreado en el cigarro? Entonces sintió miedo porque el techo desapareció, las paredes cayeron, se abrió encima de sus cabezas el cielo y ambos empezaron a crecer hasta sentarse cómodamente en la cima de los volcanes, como dos gigantes en sus tronos. Víctor siguió: bien podría haber sido un ácido disuelto en la cerveza, pero quién sabe, ¿semillas de la Virgen? ¿En qué momento? Harum es un mago a la hora de verter tósigos. Se dijo que tenía que ser valiente y sobrellevar la sensación que iba in crescendo. Obsérvalo, señaló Harum al valle. Mide sus consecuencias. Y con el brazo extendido recorrió la curvatura del horizonte. Y con los ojos abarcó la bóveda y pareció que veía más allá, no otros mares y otros continentes, sino otros soles, las Nubes de Magallanes, la Cabellera de Berenice, el Cangrejo. Ombligo. De Malpaís fluye y en él confluye todo. Malpaís es la más perfecta representación humana del gran sistema de los vasos comunicantes. Escudriña, anda, observa el detalle, la forma, cae en la cuenta de su función obvia: grácilmente aparentar la vida, ser 192


sustento de la muerte, la Babilonia de las babilonias, la más puta de todas. Como todo gran poema comienza con un rapto: patria, absurdo. Lo que evita Ulises, de lo que huye Edipo, el lugar del que no quiero acordarme, a lo que apesta Dinamarca. Wolfsegg, por supuesto, Araucanía y para ser exacto, la materia de Bernardo de Balbuena pero en boca de Palillo. Ombligo, xico, de la luna, meztli, co, el lugar: Malpaís. Un espejo negro registra a la memoria, hierática a pesar de su embriaguez, descendiendo los peldaños que en recta y casi vertical escala la llevan al submundo, al huerto de los granados, al muelle donde desde siempre la espera un perro, al lago de fósforo donde tendrá que bucear para encontrar los motivos de la raza en su abisal ragazo. Malpaís, el cisne negro. ¿Qué relumbra como el oro? Inventas el amor y sabes muy bien, en tu fuero íntimo, que tal cosa no existe, que todo es un contrato, que el amor es efecto de un narcótico necesario que las glándulas segregan para que el ser psíquico aguante la vida, se reproduzca y lidie con sus demonios. 193


El amor, como el lenguaje, es un contubernio genético entre la psique y las hormonas. Lo sabes desde hace mucho tiempo pero te obstinas, siempre lo harás, en negarlo. ¿Estás enamorado? Sí, ¿verdad? Tristana, ¿no es cierto? Lo percibo, lo despides. Hueles a conflicto. Roger, Tristana, yo, lo que tú eres, Malpaís. Antes de que contestara algo, Harum posó con suavidad un dedo en los labios de Víctor. El trabajo, continuó. Las oficinas. Los oficinistas. Los retretes y los bebederos de agua. Qué vómito. Los desempleados entrando y saliendo de los despachos de sus amigos los burócratas que les prometen un arreglo. La gleba transportándose en un sólo autobús genérico. Que los pulverice una bomba ache. A los escritores primero, a los que son como tú, a los lectores. La bomba ache, Víctor. Yo he sido testigo de todos esos momentos en que has actuado cobarde y ridículamente y desdicho tu hombría. Porque, ¿sabes qué, cabrón? Tú eres un típico macho de Malpaís, salidor pero culero. Eres mucho menos que todo lo que te hicieron creer tu padre y tu madre, tus abuelas de grandes tetas escurridas y los bigotes de canas amarillentas por la nicotina que aguzaban tus abuelos. El odio 194


sin sentido que siempre le has querido tener a tu familia. La verdad contundente que siempre descubres tras el velo de su hipocresía mundana. Tu cobardía, de nuevo, por aceptarlos a ellos como tu sangre, por aceptar a tus gobernantes sin chistar, por no echarle en cara a tu maestro sus mentiras, por callarte ante los regaños de tu jefe, por creer en la divina exigencia de que el hombre debe pagar impuestos. Chingue a su madre la ley de Dios. Trabajar para comer, Malpaís. Medrar en el trabajo, Malpaís. Sentir el peso de la condena a la mediocridad, Malpaís. Tener un jefe y nunca llegar a ser jefe de jefes, Malpaís. Ridiculizar el arte de la guerrilla, Malpaís. Verse dependiendo de secretarias, de archivistas, de cajeros, de choferes que viven en el mismo departamento de la misma colonia y que se transportan en el mismo autobús y en el mismo metro y que van al mismo supermercado y que transitan al mismo tiempo y que copulan a la misma hora que tú y que morirán junto contigo. Malpaís, Malpaís, Malpaís. No tener para comer. Mendigar. Sin padre. Malpaís. Ver a tu madre prostituirse para tener con qué darte de comer. Oírla quejarse. Verla de rodillas frente a cualquier hombre. Malpaís. Oírla 195


quejarse. Ver sus piernas abiertas sostenidas de los tobillos por unas manos callosas y las nalgas de un desconocido empujando para entrar en ella. Oírla mendigar dinero para tener qué darle de comer a sus hijos, a sus muchos hijos, a los más de cien millones de hijos que tiene muertos de hambre. Malpaís. Puta malpagada, tu madre. Ser hijo de la chingada es comer poco y mal y ver a los ricos comer abundantemente y a la vista de los pobres. Ser hijo de la chingada es no ser pobre ni rico ni medianamente algo. Bambolearse en la miseria del cada día tratando de aprisionar el dinero que tiene la consistencia de los líquidos y las más de las veces el peso de los gases. Ser hijo de la chingada es ver a los otros triunfar y nunca ver llegar tu hora. Envidiar a esos que existen porque hay putas que sí saben moverse bien y rico. Putas de esas que se abren sabroso a los deseos del poder, sin rechistar y sonriendo lascivamente. Esas grandes putas cuyas vulvas enjoyadas proveen a sus hijos de todo lo necesario para que a su vez engendren en otras putas de alcurnia hijos de perra fina que exploten a los pobres hijos de la chingada que no saben ni de quién son bastardos. Nosotros, tú y yo, amigo mío, compatriota, hijos de la mala puta. De la Gran Chingada: Malpaís, la 196


mal pagada. Pagar impuestos que no consideras justo pagar, porque Malpaís no tiene voluntad para abrir caminos transitables. Y escasea el agua sin remedio. Y así hasta el día del juicio. ¡Qué vamos a beber!, ya gritan los seres aún nonatos desde la conciencia de sus futuros padres, desde las estadísticas que el Estado proyecta sesenta años antes. ¿Te has fijado qué bien fingen su miseria los mendigos? Y los ancianos, sanos o enfermos, esos que no son sino pasado, esos que mientras más rápido pasen, mejor, ¿te has fijado que bien fingen ser seniles? Arrepentirte de tus pensamientos más honestos. Traicionar tu imagen pública una y otra vez y ser considerado hipócrita entre los histriones. No respetar los semáforos de la conciencia. Ser salvaje, un mal salvaje. Nación de brutos, alcohólicos, criminales y drogadictos. Así te ve el mundo, Malpaís. Cruel, demoníaco, sádico, Malpaís. Masturbarte pensando en lo que podrías ser si no fueras cobarde, ¿Truman o Gandhi? Malpaís. ¿Nazi o judío? Malpaís. Lo mismo da, concluyes. En este hoyo cósmico da exactamente lo mismo ser la a o la z, la ñ o la w, aquí todo ya estaba degenerado desde mucho antes que nacieras. 197


Malpaís, mueran, mueran, los hijos de la perra. Porque lo tragicómico de los que viven en este agujero, su desdicha eterna, es estar en contra siempre y nunca atreverse a alzar la voz porque al mismo tiempo aquí adentro todos somos cómplices por conveniencia: más vale viejo por conocido que nuevo por conocer, así que mejor vente acá a donde nadie nos ve y ten abre la mano, acepta, agarra, es todo tuyo. Y la corrupción que es un cáncer en la conciencia es nuestra aventura favorita. Tú sabes de qué hablo: de ocultarte en la masa de la democracia. El verdadero abismo de que te hablaba hace un rato. Ser rebaño. Balar. Mugir. Chillar como puerco rumbo al matadero. Alimentarte de nabos y hozar el lodo. Aguantar vara y esperar tiempos mejores. Creer en Dios para maldecirlo. Saberte merecedor del jardín, sí, pero en tanto te funcione el cuerpo. Creer en el diablo, el horóscopo, los nahuales, los videntes, escuchar la prédica de los farsantes. Ser agnóstico y positivo. Creer en los ovnis. Entender la cultura pop. Vivir la globalización. Aplaudir a Memnón y a sus secuaces. Opinar, votar, elegir, subir al patíbulo sin rechistar cuando el ejército lo pida. Ver televisión. Claro, míralos allá abajo, velos a todos. Ah, los narcóticos. Mira si no es hermoso lo que nos 198


regalan nuestros amos. Miss Mundo, desde las islas Schyelles, para ti solito, puto. Someterte a la televisión. ¿Arde París? Sí, puto, siéntate en el sofá a mirar cómo se quema el Louvre mientras comes palomitas. Vivir la ignorancia de la información. Aceptar cualquier cosa de boca de cualquier gente. Ser en extremo confiado y en extremo inocente. Ser ojete y maldito como las mujeres con los hombres y como los machos con sus viejas. Ya no distinguir el sexo de tus amantes. Al buitre la carroña informe, agusanada. Ser cagadero de los capitalistas. Presa de los banqueros. Saber tu vida hipotecada irremediablemente hoy, ayer, mañana, siempre. Eres un esclavo con tu número de cuenta marcado a fuego en la frente y que debe saberlo recitar dormido si es necesario responder a la auditoría de los amos. Nada podrá borrar el estigma de tu miseria material, un centavo sería un precio demasiado alto por pagar dado lo que ciertamente vales. Ser parte de eso es lo mismo que creer en la revolución. Pero no son platos de la misma balanza, ambos te desvían y luego te exigen irte como borrego tras un mesiánico asesino, ser un títere del poder o juguete de la megalomanía de alguien. De alguno de esos líderes que por lo regular ocultan su rostro tras una máscara 199


cualquiera, una de esas que venden en las tiendas de la selva de concreto. Uno tras otro los profetas han engañado al pueblo desdiciendo su parentesco con los carniceros. Y el pueblo manso, confiado, sigue desfilando hasta el rastro, donde los cuchillos largos les cercenan a diario la esperanza entre salmos y responsorios. Malpaís, degradación. Y el paisaje como siempre, soberbio... contémplalo, hártate de belleza...

200


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Víctor se despertó sin recordar bien a bien lo que había soñado. El acostumbrado latido en las sienes y el dolor encajado en el entrecejo, sensaciones que como ya se ha mencionado antes, lo acompañaban todas las mañanas cuando enfrentaba la contundencia de seguir vivo. No tenía necesidad siquiera de abrir los ojos, la jaqueca se encargaba de asegurarle que no había muerto mientras dormía, que seguía siendo el mismo cuerpo doliente de todos sus amaneceres. La

panza

de

Harum

se

había

convulsionado

con

los

movimientos de su risa grotesca, estereotipada, cuando la tarde anterior Víctor le preguntó qué droga le había administrado. No fue sueño, le había respondido haciéndole la finta de un jab, y lo más singular de este dramón distorsionado es que tú vas a ser protagonista de una historia que hará llorar a las madres de Malpaís. Y actuarás porque también tú las quieres oír aullar como perras. 201


El monólogo había sido aburrido y enojoso y Víctor ni siquiera intentó desdecir las razones de Harum porque hubiera sido como entrar en un laberinto sin hilo y sin espada y cuando pudo se excusó, me voy a mi cantón, ahí la vemos, y se fue a caminar un rato antes de meterse en su casa. Tenía la sensación de cargar un peso muy grande sobre sus hombros, como Atlas. Cuando llegó fue directo a su cama, se dejó caer de bruces e instantáneamente se quedó dormido. El teléfono comenzó a zumbar como un moscardón atrapado entre la cortina y la ventana. Una curiosa debilidad, casi fatiga, a la que al tratar de desperezarse designó como una enorme y dolorosa hueva, hizo que se arrebujara bajo las cobijas. No tenía el menor deseo de levantarse, mucho menos de confirmar la existencia de los otros, por lo que dejó que el aparato insistiera hasta que el contestador automático tomara el recado. Pero no iba a volverse a dormir, claro, porque la curiosidad le hizo esperar con el oído atento para saber quién llamaba: Roger, me carga. —Despierta, huevón. Arriba, es hora de ponerse a trabajar. La antipatía hizo que le diera un vuelco el miocardio y sintiera la inyección de ácidos en su estómago por primera vez en el día. 202


Rechinó los dientes. Comenzó a sentir la lengua gorda, amarilla. —Contesta, sé muy bien que estás ahí, no te hagas el muerto. Víctor levantó el auricular con gesto desmayado. —Dime. —Buenos días. ¿Interrumpo? Sin ser consciente de que a él también se le notaba la falsedad de sus palabras y su proceder, Víctor alzó las cejas e hizo girar los globos de los ojos tras los párpados cerrados. —¿Por qué siempre preguntas lo mismo? —dijo masajeándose las sienes. Comenzaba a darse cuenta que la mayoría de las frases hechas, escuchadas en boca de otros, le molestaban tanto que le ponían de un pésimo humor. —No me gusta ser inoportuno. Y menos, imprudente —lo mismo, siempre igual. —Por favor, bien sabes que no... que tú nunca... —incompleta, la condescendencia sonó triste, francamente hipócrita. —Bueno, para qué alargar tu martirio que a leguas se nota que te pesa. Te espero a las diez en Foro Sur, justo en la terraza de la cafetería alemana, para darte las instrucciones que debes seguir al pie de la letra —deletreó esto último—. Cancela tus citas de hoy, 203


mañana y pasado porque en cualquier momento voy a necesitarte. Y luego, a disfrutar tu millón. Uy, güey, un millón de varos. ¿No te da gusto? —¿A las diez? Pero Roger, si ya son las nueve y... Víctor colgó el auricular. Se levantó de la cama apretando los dientes para no gritar mentadas pues el otro le había dejado hablando solo. Mientras tomaba sus aspirinas con jugo de toronja y tequila se dijo que debía darse prisa, pues quería ser puntual en su primera cita de trabajo. Y debía serlo, conociendo a su socio nuevo. Mientras se bañaba repitió lo que había planeado hacer para evitar que Roger se aprovechara de él y tal vez le hiciera daño. Harum le había asegurado que él se encargaría de que no sufriera ningún percance físico y de que no se arriesgara su libertad o su cordura. Volvió a sentir un escalofrío cuando recordó que su gordo amigo, qué gordo lo había encontrado, había siseado una risilla como de reptil de Komodo cuando dijo eso último casi entre dientes. ¿Y si su temple no resistía? Víctor dudó por un instante. ¿A qué no podría resisitir? En seguida se envalentonó. ¿Pensará en causarme algún daño moral? Ay, no mames... daño moral. Pero qué imbécil, primero tendría que dejarme seducir por una razón más poderosa que el 204


dinero y dio un puñetazo a los mosaicos empañados del baño en los que se reflejaba su cara distorsionada como en un retrato de Bacon. La única estrategia que se le había ocurrido para no involucrar a nadie más —Harum actuaba por su cuenta y Víctor nunca lograría saber cómo y hacia dónde reaccionaría el terrorista— se basaba en el ingenuo, e inocuo, registro minucioso de los hechos. Para ello llevaba escondida una grabadora y una libreta de apuntes en uno de los bolsillos de su blazer. Sabía, sin que se notara el movimiento de su mano, escribir páginas y páginas en el espacio reducido de su bolsillo. Luego, fácilmente podía desdoblar esas palabras comprimidas en un discurso completo. Qué

mejor

manera

de

protegerse,

pensaba,

dejando

constancia escrita de los hechos para que se supiera cómo habían transcurrido las cosas vistas por sus ojos. Aunque era poco lo que podía hacer con ese material, tendría sólo una historia, aunque fuera sólo la imaginación del pasado con ella sabía que a la postre algo ganaría narrando lo acontecido y describiendo en detalle lo que tendría que hacer para embolsarse ese millón de dólares. Se relamió los labios. Era estúpido tratar de desdecir la mentira con palabras, pero no encontraba otro recurso. Ellas, las palabras, eran su única 205


defensa. El único remedio para... ¿Para qué?, se preguntó. Tal vez para no enloquecer al descubrir una verdad distinta, se dijo ya sin escucharse. Un momento después se preguntaba qué iría a hacer cuando tuviera la pasta. Viajar, por supuesto, y con Tristana. Irás con torta al banquete, ni modo, mi cuate, pero qué se le va a hacer. Cosas del amor. Nos iremos muy lejos. Haremos un largo recorrido... Un periplo, ¿de dónde saco esta palabra? ¿Homero?... Una travesía en yate. Sí, ¿por qué no? Con tanto billete podremos hacer lo que se nos antoje, y también poseer muchas pero muchas cosas, todas... bueno, tampoco tantas. Y por temor a que se le acabara rápido, empezó a pensar en qué hacer para que ese dinero creciera. Las palabras le ayudarían contra Roger. Las

palabras

son

mis

aliadas

—comenzó

a

salmodiar

gravemente en un ritmo cada vez más rápido mientras se vestía, como una marcha—. Las palabras son mi fortaleza. Las palabras son mis testigos. Las palabras son mis armas. Las palabras son lo único que tengo. Las palabras me hacen jadear rápidamente. Las palabras no me ayudarán a calmar a Roger si llego tarde, siguió canturreando mientras salía a toda prisa de su departamento. 206


Tomó

un

taxi

pero

una

manifestación

que

cruzaba

Insurgentes Sur le hizo perder minutos preciosos que aumentaron su ansiedad. Ahora sólo pensaba en el enojo que su tardanza le causaría a su socio y las molestas consecuencias de su enojo, sabía que su amigo era un pesado. Pinche Malpaís, pensó y se dio cuenta de sus palabras y se sintió enojó consigo mismo. Pinche Roger y pendejo de mí que me dejo enredar tan fácil. Se puso de mal humor, pero no echó marcha atrás. Había un millón de dólares y un morbo en aumento por conocer su futuro, así que amachina, se dijo entre dientes.

207


30

De las notas de Víctor y ejemplo de por qué a Roger y a Harum les causaba risa el estilo de su amigo: “Foro Sur es el ejemplo de lo que será la arquitectura hacia la mitad del siglo XXI: un arte dedicado a provocar un consumismo confortable y placentero. En su interior cualquier perspectiva, cualquier plano, los volúmenes, la luz, los detalles, estimulan los sentidos con ese propósito tan humanista. Visto el conjunto desde lejos, su silueta reproduce perfectamente el paisaje y sus formas y texturas

imprevistas

realzan

el

entorno

demostrando

lo

indispensable que es el hombre en los cometidos de la voluntariosa representación de la naturaleza”. En ese tono que a ellos tanto les divertía por pedante y pedestre, continuaría con la narración de los hechos: “Tres minutos tarde y encontré a Roger tamborileando la mesa con los dedos y con 208


la otra mano sosteniéndose el mentón. Miraba a una y otra parte, parecía sudar y respiraba agitadamente, ha de estar hasta su madre, pensé. Y no me sacó de la duda, pero apostaría que había inhalado una buena cantidad de cocaína. “Me molesta esperar tres minutos. Un segundo de tardanza puede echar a perder mis planes”, masculló sin estrechar mi mano que se quedó extendida, lo cual me hace enojar muchísimo. Hoy recuerdo con vergüenza los disgustos que he causado algunas veces cuando alguien me ha dejado, sin motivo o por displicencia, con el saludo en la mano. Pero debía mantener la calma. “Mira, no me salgas con chingaderas”, me senté frente a él y lo tomé por el brazo haciéndole sentir mi enojo con la presión de mis dedos. Poco cambió en su actitud, me miró por un segundo y desdibujó rápidamente una mueca de desprecio. “Voy a hacer este bisnes contigo porque ya me comprometí y porque yo no me rajo, pero no vayas a querer actuar como mi jefe porque te mando al diablo de una patada en el culo. Tu millón, el contrato y los tribunales, todos tus métodos para torturarme y luego eliminarme, toda esa mierda de amenazas tuyas me las paso por el arco del triunfo, ¿eh? Si no te controlas y actúas como gente normal y 209


decente, me largo. ¿Podrás vale? “Se echó hacia atrás en la silla y encendió un cigarro. Sus ojos me clavaron en mi sitio. Su voz fue grave pero amable. Otra vez el estereotipo: qué cansado vivir en una realidad tan evidente que convierte al mundo en un asco de lugar por resultar todo tan burdamente teatralizado. “¿Qué yo tengo que hacer qué? ¿Por qué yo he de cambiar si tú eres quién recibe mi dinero en pago? Entiende esto, grábatelo: durante estos días es imprescindible que lo que yo te diga que hagas lo hagas en el preciso momento en que yo te lo pida, ni un segundo antes ni uno después. La exactitud es necesaria. Órdenes son órdenes. Estamos en mi empresa, en la que yo llamo mi guerra privada. Doy por sobreentendido que en la guerra te cuadras ante el mando y le obedeces. Además, sabrás que a los mercenarios no debe tenérseles miramientos ni dárseles demasiada información. Tienden a traicionar, decía Maquiavelo, por lo que hay que ser cauto y tratarlos con mano dura. Pero tú eres mi amigo y voy a tener ciertas consideraciones contigo, tomando en cuenta que aunque eres un vil mercenario no eres confaloniero sino un novato y de buen corazón”, rió para sí y siguió, “así que escucha y obedece. Una vez cumplidas 210


mis órdenes, olvídalas por completo. Deshazte de esa ridícula grabadora que traes en el bolsillo y toma notas de memoria, no apuntes nada a menos que yo te lo diga y recuerda, grábatelo cabrón, que sin mi autorización tienes prohibido volver a utilizar mi nombre en cualquiera de las patrañas que escribes. Por si lo olvidas, detrás de mí hay gente que no tiene ningún interés en perdonar la vida a los escritores que los ponen en evidencia. Si afectas nuestros intereses, tú te mueres, ya por mi mano o por la de cualquier otro, pero no salvas el pellejo de nuevo. Mejor cuando haya acabado esta transa olvídala por completo, repito, y ponte a disfrutar de tu milloncito. Haz de cuenta que el maná te cayó del cielo. “En realidad mi desagrado a participar en el juego y desentrañar las intenciones de Roger sólo para llevarle la contra, voltearle la jugada de alguna manera, es mayor que el deseo de jugar o el temor a dejarme envolver en sus tretas. “Tengo mucha curiosidad de observar cómo se desarrolla una acción no planeada por mí, cómo me adentro en el lado oscuro del acto ajeno. Este es un atractivo que, a decir verdad, me motiva tanto como el dinero, pues me fascina observar qué resortes accionan qué conductas. 211


“Roger no es tonto. Además de que sabe que jugar me es irresistible, por si fuera poco me ofrece aventura en el paquete y, al final, una recompensa. La posesión de un tesoro envuelto en el misterio. Y todo coincidentemente en el momento en que el amor ronda mi vida. ¿Podía pedírsele algo más romántico al futuro? ¿Podía ser el porvenir tan transparente y a la vez tan sorpresivo como el panorama que se me presenta ahora? ¿Puedo yo confiar en ello?

212


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Con un zumbido de aviso las puertas se abrieron en el piso treinta y siete y una bocanada de luz entró en el ascensor. Víctor dio un paso adelante y esperó el sonido de las puertas del elevador que se cerraron a sus espaldas. Se encontró en un hall con tres puertas que correspondían a las suites en que se repartía la planta. De pronto, la que tenía enfrente se abrió de golpe. Entrar y sentir el vértigo que producía el enorme ventanal de la estancia fue una sensación de un solo instante, luego aparecieron los ojos de Roger, como flotando, gatunamente surreales. Como su sonrisa, sus ademanes y sus palabras. Roger lo recibió con los brazos extendidos, pero Víctor, desconfiando de lo incorpóreo, esquivó el saludo y marcando su distancia le dio la mano. En respuesta, Roger iba a dejarle la diestra en el aire, pero repensándolo, se la tomó con las dos manos y lo jaló 213


junto a sí y le dio el abrazo que el otro había negado. ¡Qué rara gente!, pensó el pirata. —Llegaste cabroncete, ya casi eres millonetas. Me imagino el padrotíllo en el que te vas a convertir. Pero bueno, por lo pronto tú sólo haz lo que yo te pida y en unas cuantas horas estarás libre de todo compromiso. Víctor se estremeció. Seguro serán, se dijo, las unas cuantas horas más largas de mi vida. Serán largas porque además de que las estaba dispuesto a vivirlas sólo para deshacerse de ese molesto pajarraco, en efecto, como había dicho el otro, serían la antesala de espera antes de volverse rico de por vida... o por un buen rato. Al menos con todo eso dejaré de preocuparme por naderías, se regañó, creía que el dinero le haría pensar en cosas más trascendentes, o al menos no tan triviales como el pan diario. Pero lo más importante, consideraba, es que se vería libre de Roger para siempre. Éste le entregó un teléfono celular sorprendentemente pequeño. —Es tuyo. Cuídalo mucho porque no hay refacciones. Te hago entrega de un modelo único en el mundo... bueno yo tengo otro idéntico. Tiene una pila de wolframio que dura tres años y medio si lo usas diario. Es tuyo. No me importa lo que hagas con él después 214


de este día. Si quieres volver a activarlo con otra tarjeta más tarde, pues es onda tuya, por medio de el nada te relacionaría conmigo. Pero escucha, ahora es preciso que lo mantengas encendido las siguientes seis u ocho horas. ¿Entiendes? —preguntó en forma perentoria, algo ansioso. Acosado por el absurdo, Víctor le contestó con una mirada de advertencia. —Es preciso que no olvides absolutamente ninguna de mis instrucciones. Requiero exactitud. ¿Me entiendes? —insistió Roger. Exactitud. Seis u ocho horas. A través del ventanal la ciudad se movía como una amiba. Era imprecisa, carecía de color y contorno, de peso y de volumen. Era el tiempo arrastrando sus sedimentos. Instintivamente, Víctor miró su reloj. Un minuto para la una de la tarde. El sol derretía el paisaje y el horizonte parecía no haber existido nunca. —Toma. Víctor se volvió. Roger le alcanzaba un reloj metálico. —Un Tag Hauer sincronizado exactamente con el mío. Así no habrá pierde. —Hermoso, más que hermoso. Oro y... 215


—Platino. —¿Cuando termine todo esto lo puedo tirar a la chingada? Roger se alzó de hombros. —Si quieres llevarlo al Monte o metértelo por donde te encanta, hazlo, tu vida íntima no me interesa... —silbó como un ripio —. Por cierto, ¿recuerdas a Román Velásquez? Como estimulado por un reflejo pavloviano, inmediatamente Víctor sonrió y la picardía asomó en sus ojos. —¿El Pubis? Hacía años que no me acordaba de ese renacuajo. Aunque sé que ahora es ministro de algo, ¿no? —No. En realidad no tiene cargo alguno. Es la eminencia gris del régimen, ya sabes... dos sexenios en la cumbre del poder. Se está abriendo brecha a mazazos —se lo aseguró riendo. —Ya recuerdo. Nunca me ha gustado mucho la política; los detalles me aburren. ¿Pero a cuento de qué sacas a relucir el nombre de Román Velásquez? —Mira —contestó Roger señalando la pared. —Mira por ahí. Víctor escudriñó el muro donde solamente colgaba una pintura barata de las que adornan los hoteles. El otro le tomó por el codo y lo llevó hasta una esquina de la pintura donde estaba 216


disimulada una pastilla de corcho que, Víctor lo adivinó al instante, cubría un agujero. Volteó a mirar a Roger y ambos sonrieron con malicia. Los ojos les brillaron del mismo modo y al mismo tiempo. —¿Ahí detrás? ¿El Pubis en persona? —había bajado la voz como si temiera que fuesen a escucharlo. —Puedes hablar con naturalidad... —lo miró de un modo extraño—. Bueno, contigo eso es un decir. Con un volumen normal, digo, bueno, asómate a ver qué encuentras. Víctor retiró la pastilla de corcho y a través de un agujero practicado en la pared pudo mirar la habitación contigua y, obviamente pues ese era el objeto del agujero, la escena que se desarrollaba en su interior. Por supuesto, y Víctor lo supo desde antes de mirar, lo que en ese momento estaba haciendo uno de los hombres más poderosos del país era sexo, pues no hubiera tenido ningún interés sorprenderlo jugando póquer o en una de sus cumbres pluripartidistas. En un ángulo perfecto desde el que abarcaba toda la cama, los ojos morbosos del mirón observaron a Velásquez con las narices hundidas en la rizada entrepierna de una mulata tetona mientras un rubio entraba y salía del culo del político, quien aguantaba vara con 217


evidente ardor y con maestría de puta. —No mames. ¿Qué cochinadas son éstas? Pinche Pubis, ¿qué no debería estar trabajando? —Eso hace. A veces el presidente de la república toma el lugar de la mulata, se voltea y le dice a Román con vocecita de niña: Ay así Román lámeme el chocho, cómete mi osito, bébete mis jugos Román y esas cosas. El güero casi nunca sale del interior del ministro, al parecer vive ahí adentro, como el charro del chiste. —¿El que perdió su caballo? —Dentro de la vieja, sí, ese mero. —¿De veras el presidente a veces la hace de la mulata de Román? No te creo, si tiene fama de ser tan ponedor con las viejas como aquél ex tlatoani, López Cien Pies. ¿Y la esposa de Velásquez? —Por favor... Roger creyó que su amigo se pondría a mirar al menos un rato los

malabarismos

que

efectuaba

el

poderoso

vecino

—que

efectivamente había sido compañero de ambos durante la primaria y la secundaria— y que juntos harían chistes a sus costillas como antes en la escuela, pero aunado al desprecio que siempre había sentido por Velásquez, pasados unos segundos, a Víctor como 218


siempre dejó de interesarle la política. —Terminemos con esto de una buena vez —dijo. —Bien. Tendrás que hacer lo siguiente. Sentarte aquí, primero —le señaló una poltrona de piel de camello. —Acomódate a gusto porque vas estar en este sitio, de preferencia sentado aquí mismito, las próximas tres o cuatro horas, no más de ocho. Luego, bye bye. Mira qué bonita vista, el mall en primer plano, ¿no es hermoso el conjunto de concreto, aluminio y vidrio? Y más allá, ¿logras distinguir los edificios de la Ciudad Universitaria... entre la bruma parecen tobas gigantescas, esas esculturas, el estadio, ¿lo alcanzas a distinguir? Parece una larva, no sé qué tiene de crisálida... Y de este lado, en algún lugar por allá, detrás de esa acuarela diluida que miras al oriente, en algún sitio detrás de esa grisura azul pizarra, estarán de seguro los volcanes, ¿te acuerdas de ellos? ¿O crees ya se habrán derretido a causa de la insania, del amor fatuo? Bueno, ¿qué hora es? El sol está en medio del arco, tendido.

219


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Un teléfono celular del tamaño de una mano de infante que sólo ha tocado cosas vibrantes, como los rayos del sol. Víctor acarició el aparato con sus dedos huesudos y de uñas mordisqueadas mientras el tacto le traía inefablemente recuerdos y analogías casuales, memorias que venían al caso y no, como la que le llegó entonces, cuando de niño se escondía en el clóset para frotarse las mejillas en los zapatillas de ante de su madre, revolviéndose en aquella oscuridad que también lejanamente olía a Channel número cinco. No otra cosa sino tacto, negro tacto: con las zapatillas recorría todo su cuerpo, el ante es una especie de venado le dijo su madre cuando pregunto qué significaba la palabra. El ante es una especie de búfalo, aclaró su padre. En eso acabó todo hasta que el niño, pocos años más tarde, curioso irremediable, consultó en algún lado el sentido de lo que para él representaba la suavidad y se encontró, 220


recordó ahora que así había sido y no de otra manera y no fabulaba con el recuerdo, con que ya sabía qué era un ante, siempre lo había sabido con certeza pero sin palabras, como si en otra vida hubiese sido cazador de antes o curtidor o comerciante de pieles. También, cuando años más tarde volvió a palpar ante, se dio cuenta que la piel de las zapatillas de su madre era de imitación y el ante real superaba sus expectativas táctiles, no porque fuera lo máximo en texturas o peletería, sino porque aumentaba la nostalgia del recuerdo apacible, muelle, de la oscuridad del clóset. En su primera visita a Nueva York, un otoño que le fue en extremo pernicioso por razones que no viene a cuento mencionar, en una tienda propiedad de unos yemenitas adquirió lo único que le consoló durante aquellos días funestos: una cazadora de ante con un corte único, holgada como él solía llevar la ropa, que le gustó mucho y se empecinó en comprar, aún a costa de su precaria economía de turista. Confeccionada en Yemen, le dijeron que la piel provenía de la reserva que formaba parte de la heredad de un sheik, cuya historia, que los dueños de la boutique le contaron con lujo de detalles violentos mientras le servían un café espeso como el champurrado, Víctor luego transformaría en un cuento que nadie leyó cuando se 221


publicó en un suplemento capitalino. Durante años usó la cazadora casi a diario hasta que una noche de mala suerte lo asaltaron y se la quitaron, amén de la camisa y sus botas. La costilla fracturada resultado de los puntapiés que uno de los ladrones le propinó cuando estaba tirado en el suelo, no le dolió tanto como la pérdida de su prenda yemenita. Un celular y las instrucciones que debía seguir con exactitud suiza. Ajá, se dijo para sus adentros, yo, un mexicano, forzado a comportarme como un suizo. ¿No te parece ofensivo? Por eso te lo repito, carajo, le espetó el otro como si le hubiera leído la mente, conozco a mi raza, su sensiblería adolescente, su chauvinismo y su malinchismo mal balanceados, Malpaís, tú eres Malpaís, jodido necio impuntual de mierda. Roger insistió tanto en la puntualidad de las gestiones que Víctor comenzó a sospechar que, además de todo el coraje que le tenía por haberlo balconeado en Pornolite, le tenía en un concepto de idiota puro, pero sabía que era inútil discutir el punto. Además, pronto se dio cuenta que en la insistencia sobre la exactitud de los pasos que debía llevar a cabo estribaba, tal vez, la falla inconsciente, la fisura, el intersticio, que podría delatar o boicotear los objetivos 222


que Roger se proponía llevar a cabo, y en los que obviamente él estaba involucrado en calidad de enlace o de... ¡quién sabe qué demonios!, masculló tratando de arrancarse con los dientes un padrastro que le lastimaba el pulgar. Le intrigaba saber qué iría a resultar de todo esto; entre las cosas que podrían suceder cuando transmitiera la clave había pensado en diferentes posibilidades: que iniciaría una operación fraudulenta, que comenzaría un

asalto espectacular, que se

efectuaría la entrega de alguna mercancía robada, de droga, de dinero lavado, que se llevaría a cabo un secuestro, y se pasó la mano por la frente, o que tendría lugar un atentado contra alguien, chíngale, no puede ser eso, Roger no hace esas cosas, a él más que a nadie le conviene que no se modifique el estado de cosas ni las estructuras del poder. Caramba, qué insensateces pienso, ah. Un acto terrorista, no, qué horror, ni para qué imaginarlo, aunque no es algo que a Roger le divierta, más bien es Harum a quien le gusta hacer cosas de esas. Qué amigos, la chingada, dios mío, si existieras y fueras bondadoso y todo eso que dicen que en esencia deberías ser, ahora mismo me mandarías una señal para saber si lo que hago… al carajo, ya metido en la tranza hasta la 223


panza y con un millón como aliciente, pues que sea bien venido el crimen. Aunque no creo que sea para tanto y aparte como dicen una vez no mata ni hace vicio. Y lo que voy a hacer no tiene nada de malo, después de todo, con lo hipócrita, vividor y huevón sin remedio que soy… Un millón de dolaritos reconforta la culpa, de eso no me cabe la menor duda. Y a lo mejor ni una cosa ni otra ni otra ni otra. Tal vez todo esto sea una mala broma del pinche Roger. Un celular y cinco instrucciones precisas, fáciles de cumplir. Tan poca cosa por un millón, se dijo, debí aceptar la lana como la donación que me ofreció al principio y ahorrarme tanta mamada y vericueto. Pero era demasiado tarde para arrepentirse y ahora debía cumplir los siguientes pasos. Instrucción uno (leyó en voz alta): esperar a que Roger me telefoneé para darme la contraseña que, Instrucción dos: a las cinco veinticinco de la tarde habré de transmitir al número que también Roger me proporcionará cuando me llame. Instrucción tres: esperar una nueva llamada de Roger, “uno o menos de un minuto después de que hayas transmitido la contraseña te llamaré para darte los detalles que finiquitarán el negocio, luego nos decimos adiós, y más tarde tal vez convendría hacer planes para ver que día reventamos juntos... los dos ya como 224


ricos.” Imbécil. Instrucción cuatro: una vez que Roger haya colgado el teléfono, deberé abandonar la habitación, cerrándola por dentro, y salir inmediatamente del hotel. Instrucción cinco: en ningún momento mostrarme sospechoso, temeroso, voltear a uno un otro lado como si tuviera miedo o la sensación de que me estuvieran siguiendo. “Nadie sabe que estás aquí y nadie se enterará nunca de tu participación en el negocio. Sólo tú y yo sabemos que ambos vamos juntos en esto”. Imbécil, cómo hubiera querido partirle la madre. Cuando Roger se marchó, Víctor se metió un rato en la tina de hidromasaje, luego pidió un tequila, dos cervezas, una hamburguesa y un pastel de chocolate al servicio a cuartos. En seguida, llamó a Tristana desde el teléfono del hotel. Ella iba a estar trabajando en casa de una arquitecto amiga suya y le había dicho que le llamara para hacer planes esa misma tarde. Víctor propuso la Cafetería Alemana de Foro Sur, en la terraza que mira el Ajusco, a las seis, Víctor, puntualizó Tristana. —Perfecto, mi amor. Como yo voy a salir un poco antes, en lo que llegas aprovecho para revisar unos presupuestos mientras me como una rebanada de strudel. 225


—Te quiero. —Yo también, pero en vez de la terraza mejor nos vemos en las mesas de adentro que voy a usar la laptop. Adiós. Ahora sólo quedaba esperar. Miró el reloj. Tres y media. —Eso es todo —dijo mientras le abría la puerta al camarero que le llevaba la comida.

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Era rosa blancuzco, enorme como una casa, gelatinosa como una legaña fresca y se le venía encima rodando. Como un goterón lento una bola de plasma asquerosa como una víscera le caía sobre la cabeza. Escuchaba a las olas lamer las rocas y a una voz gemir, ay mis hijos. Desde los rincones le miraban dos ojos verdes, dos ojos cafés, dos ojos azules y un ojo negro, los siete parecían montañas o gemas fabulosas. También contó siete cangrejos de barbas luengas y el cielo pasó de bisutería roja a pensamiento negro. Comenzó a despertar... el tiempo y las olas, un día la marea cesará y creerás que empieza la eternidad, un letargo catatónico como el de las olas congeladas en las bahías antárticas. Abrió los ojos. El centelleo de la pantalla había reducido el mundo a una habitación azul. El color de mi hado, no pudo evitar decir el sinsentido, y se cubrió la cara con el brazo derecho. Hubiera 227


querido seguir durmiendo, pero no tenía voluntad para mantener los ojos cerrados pues rápidamente se aburría de hacerse el tonto. Si quiero de hoy en adelante voy a hacer nada, comenzó a ablandarse por dentro. No voy a tener que tomar en cuenta el futuro. Para qué pensar en el si, al fin y al cabo, diariamente nos aventamos de cabeza al mañana y pasa nada, la nada que ni golpea ni se detiene, no es y nos ignora. El tiempo y su goteo inagotable prosiguen sin tomarnos en cuenta. Pero a todos les llega la hora, irremediablemente llega el momento de ajustar cuentas con el tiempo y entonces sí, arrepiéntanse culposos: no hay nada. Carajo, ¿por qué siempre lo mismo, las mismas palabras hilvanadas al ahí se va? Imprímase, haré lo de siempre, lo que se me venga en gana. Lo que sí es que si alguien se atribuía el derecho de pedírmelas, desde hoy dejaré de darle cuentas a la gente. A las cinco y cuarto sonó el celular de Víctor. —A las cinco y veinticinco en punto deberás enviar un mensaje de texto al siguiente número: 9391536. El mensaje será... ¿tomas nota? —Sí, macho. Sigue. —Lo que apuntes deberás destruirlo inmediatamente después 228


de que transmitas el mensaje. Lo mejor sería que te comieras el papel donde lo anotes. —Yo sabré qué es lo mejor. —Te comerás el papel y punto. Ahora escribe: I, lictor, espedi crucem. —I, lictor espedi cruces. —Crucem y comas después de I y de lictor. —Está bien. ¿Qué quiere decir esto? —Como el literato que presumes ser deberías saberlo al punto, pero, bueno, a la verdadera clase de escritor a la que perteneces no le son necesarias las lenguas muertas, ¿o me equivoco? —se desbordó un silencio incómodo para ambos—. Si quieres saber lo que significa I, lictor, espedi crucem pregúntale a Harum, seguro él sí lo sabe al punto, digo, eso si algún día lo ves de nuevo, cosa que dudo pues le caes muy gordo. Pero dado el caso que te lo encontraras recuerda preguntarle qué significa I, lictor, espedi crucem; él sabe, como tú sabes, latín clásico y latín vulgar. Ya sabes como es él, clásico y vulgar —se rió de su gracejada y Víctor permaneció mudo. —O consulta Wikipedia. No miraba nada en particular ni escuchaba a Roger. Atrapado 229


por la incógnita hacía esfuerzos desesperados por dilucidar qué quería decir la sentencia que le sonaba tan conocida. Pero como él lo había confesado varias veces: “en latín siempre he sido un asno.” —Luego cavilas sobre el sentido de ese latinajo. Ya tendrás tiempo. Ahora sólo cumple con lo convenido y voilà, como dicen los gabachos, pretty soon you will be a millionaire. Bueno, dejo todo en tus manos. En cualquier forma estaré pendiente. Recuerda que el milloncejo sólo será validado en tu cuenta en el momento después de que mandes el mensaje. Una vez que lo transmitas quedarás libre de mis... caprichos… —nueva risilla irónica— y naturalmente podrás hacer lo que quieras sin más compromisos. —Por supuesto. ¿Solamente eso? —Solamente eso. No desconectes el celular hasta que hayas abandonado

el

hotel.

Tal

vez

se

me

ocurra

alguna

otra

recomendación que hacerte. —¿Como cuál? —Ninguna se me ocurre por el momento, pero no hay que olvidar los... ¿cómo les dice Harum? Ah, sí, los márgenes de error. Sólo eso. —Solamente eso. Ok. 230


—Bueno. Ciao. I, lictor, espedi crucem. La frase le sonaba vagamente familiar. Su latín era lo suficientemente malo como para no saber de cierto qué quería decir la I, tan parecida al pronombre inglés pero que creía reconocer como un nominativo de algo, pero lo cierto es que no tenía ni idea, y lictor, dedujo, es obvio que tiene que referirse en alguna forma al magistrado romano que estaba a cargo de las fasces. Pero quién sabe, se dijo. Espedi, ¿Lo habré escrito bien, así con ese en vez de equis? ¿Expedir? ¿Sentenciar? ¿Convenir, acaso? Podría ser, pero también podría significar cualquier otra vacilada. Y lo de crucem, a no ser que de algún modo significara encrucijada, seguro tendrá el mismo sentido que el de su sonido en español y tendrá que ver con el martirio, que puede ser el de Cristo o el de Espartaco o el de cualquiera que haya terminado sus días así, que habrá sido... ¡uta!, un chingo de gente, murmuró en su monólogo que casi parecía el preámbulo de un delirio psicótico. Parpadeó en tanto le llegaba una idea firme a la cabeza: ¿sería alguna frase de Poncio Pilatos? Miró su reloj. Cinco y veinte. Tenía cinco minutos para arrepentirse, continuar pobre y sobrellevar las venganzas de Roger por culpa de ese papel que había firmado, el que, ve tú a saber, se 231


dijo, tal vez ni tenga valor. O en cambio hacer una simple llamada anónima

y

mandar

un

mensaje

con

una

frase

extraña,

aparentemente inocua. ¿Cuántos mensajes crípticos, en clave o enigmáticos no se transmitían a diario? Un chingo, se contestó. No hay problema. Hey, no tengas miedo, apechuga, le dijo su conciencia conciliadora y animándolo como una esposa, como una madre. Al fin y al cabo qué, se envalentonó. ¿Quién chingaos se va a enterar de lo que haya hecho? Las cinco y veinticuatro... comenzó a escribir el mensaje de texto. —I coma lictor coma espedi crucem —respiró hondo y no sintió alivio. Dudó un momento y luego se metió en la boca el papel donde había escrito el número y el mensaje y después de masticarlo un poco moviendo la mandíbula como un bovino, se lo tragó. En tanto el mensaje fue transmitido a sus receptores: tres artefactos idénticos al que tenía Víctor y que compartían la misma frecuencia y que estaban destinados a cumplir la misma función: al momento de recibir el mensaje cerraron un circuito eléctrico que activó simultáneamente las tres cargas de explosivos a las que estaban asegurados, tres bombas colocadas estratégicamente en el interior de Foro Sur: dos sujetas a los pilotes centrales del 232


estacionamiento en el nivel subterráneo de la plaza y la tercera ubicada en el interior del mall, disimulada en un macizo de helechos que adornaba las esquinas de una fuente en medio del ancho pasillo, sitio en el que además acababa de dar inicio un festival de música para celebrar la inauguración de la temporada de descuentos. A las cinco veinticinco con siete segundos Víctor escuchó una explosión, en realidad fueron tres, pero conjuntas sonaron como un solo infierno, y con ojos despavoridos vio cómo parte del centro comercial que tenía enfrente se hundía en una nube de polvo que en volutas negras se elevaba al cielo en tanto que cinematográficas lenguas de fuego salían escupidas por las puertas de la plaza comercial. Al mismo tiempo que zumbaba el teléfono en el bolsillo de su saco, Víctor rugió espantado: —¡Tristana! Saltó hacia la puerta pero la vista se le nubló, sintió que se desmayaba. ¡Y ahora te portas como señorita, puto! Con una mano abierta se dio un golpe en la frente y luego con las dos se restregó con fuerza las mejillas. El teléfono seguía vibrando. 233


Víctor se apoyó en la barra del bar que estaba junto a la pintura que ocultaba la mirilla del voyeur. Por supuesto ni se acordó de El Pubis. Su único deseo era salir de ahí, pero ese y cualquier otro conato de pensamiento sobre a magnitud de lo que había pasado o cualquier culpa por su participación en ello, perdía sentido frente al nombre de la mujer que amaba y a quién, estaba seguro, acababa de causarle la muerte. Sordo por tantos ecos, se apretó las sienes, repitió una y otra vez el nombre de su amiga sin que todavía le causara un dolor cierto, pero apenas comenzaba. En realidad, sólo era una certeza no muy sólida la que lo tenía atontado. Pero en la pantalla de su mente veía los labios abiertos de Tristana de los que salía una lengua de fuego que se desenrollaba en alarido. El teléfono seguía vibrando dentro del bolsillo de su saco y el zumbido le escocía la furia. Lo encendió. —Tanto peca el que mata a la vaca como el que le... —¡Mataste a Tristana, hijo de puta! —¿Qué dices? Cálmate, compa, estás histérico. —Mataste a Tristana. Te voy a desmembrar perro. —¿Qué quieres decir? ¿Qué tiene que ver Tris...? —enmudeció un segundo, solamente uno porque Víctor rugió otra vez, un rugido 234


como nunca antes de ahora había lanzado. Rugió por tercera vez y luego dejó salir su tristeza lenta como una gota de sangre. —Tristana me estaba esperando en la cafetería alemana...— igualmente lento amenazó al sorprendido cazador del otro lado de la línea—: Cuídate, Roger. Te voy a matar, te lo juro. —¡¿Qué...?! —aplomo de general—: Bueno, ella no tenía nada que hacer ahí a esta hora, a menos que tú.... —al final disminuyó el volumen de su voz. Para entonces Víctor había recuperado un poco el equilibrio y la neblina que empañaba sus ojos se había hecho menos densa, como si la ansiedad la hubiera disipado. Aprovechó la oportunidad que su miedo le ofrecía e inmediatamente se lanzó fuera de la habitación, echando a Roger y todas sus interrogantes en el bolsillo de su saco. Esperó el elevador, que llegó antes de lo que su nerviosismo creyó que tardaría en subir hasta el piso treinta y siete. Por primera vez sintió cierto alivio al saberse a punto de salir a la calle... Tristana, en algún lugar del infierno que se desarrollaba enfrente, carbonizada, ella, la única, entre los escombros mezclada con quién sabe cuántos cuerpos más de cuyas muertes él era el responsable... 235


Volvió a perder el foco de la visión y esta vez casi también pierde el conocimiento. Pero sacó fuerzas del miedo ante la aún incalificable sensación que le acababa de producir el saberse factor de aquella matanza, porque la mortandad debe haber sido espantosa, se dijo sin tener idea cuánto, Dios, Tristana, maldito de mí, ambicioso... Hubiera querido llorar con sus ojos desorbitados por el miedo, pero el pánico se los había secado. El elevador le avisó con su campanilla eléctrica que había llegado al lobby: dos segundos después enfrentaría al mundo. De nuevo respiró hondo e hizo cara de que nada sabía, o al menos nada de lo que él fuera culpable. Hasta esgrimió una natural y casi imperceptible sonrisa. Soy absolutamente ignorante de lo que acaba de suceder frente al hotel hace apenas unos minutos. Las puertas se abrieron, entró la luz, pero Víctor no recuperó el foco totalmente. Por tercera vez respiró profundo y sin dejar de actuar con desenfado salió al lobby, que espejeaba con sus mármoles de mentira y sus planchas de latón dorado y aluminio pulido. Era un caos. La gente corría sin rumbo y se oían toda clase de voces entremezcladas, emitidas desde el timbre de la histeria. En ese momento se escucharon otras dos detonaciones menos fuertes que 236


las anteriores, seguramente los tanques de gas que no explotaron con el primer estallido, y hubo gritos destemplados. Toda aquella confusión le permitió a Víctor aventar la máscara y mostrarse tan asustado y nervioso como las demás personas que daban vueltas o se quedaban inmóviles sin saber qué hacer o cómo prestar ayuda. Tú guarda la compostura, se dijo al momento, que tú, y subrayó el sujeto, eres el asesino de no sé cuántos, pendejo, y si te sorprenden, te linchan. Quiso llorar y de nuevo se dio una palmada en la frente. Putísima madre... Espérate, soy uno de los dos asesinos, se disculpó cobardemente. ¿Existirán más implicados? ¿Qué irá a pasar? ¿Me descubrirán? Trastabillando en su interior a causa de estos pensamientos pero en el exterior caminando calmadamente como si por su cabeza pasaran los pensamientos inocentes de un peatón cualquiera, se dirigió, casi ciego, a la puerta principal del hotel. Apenas pudo distinguir la humareda que cubría toda la acera de enfrente y se elevaba al cielo como una siniestra alucinación sci fi. De pronto una camioneta Van azul marino con los cristales polarizados se estacionó justo frente a él. La puerta lateral se abrió de golpe y apareció Harum, mofletudo, con unos lentes de fondo de 237


botella en un armazón pasado de moda. Su aspecto era el de un florista haciendo entrega de su mercancía. Tampoco esta vez Víctor le reconoció. —Vamos idiota, vente acá. Sube. No supo quién le hablaba o si quién hablaba se dirigía a él. Optó por hacerse el desentendido, ciego como iba y aterrorizado, prefirió esperar una señal más clara. Harum, bufando, sacó medio cuerpo de la camioneta y tomándolo del cuello del saco lo jaló al interior del vehículo. Cerró la puerta tras de sí. La Van arrancó sin que nadie hubiese notado el movimiento. —¿Hacia dónde me dirijo? —la voz del conductor hizo que Víctor se incorporara de un salto del suelo a donde lo había lanzado Harum al meterlo al vehículo. Se restregó los ojos tratando de recuperar la visión. —Cristóbal. ¿Tú? —sintió el calor de la picota y un frío simultáneo, el del sepulcro— ¿Cómo puedo creer que esto sea cierto...? Y con Harum —incrédulo trataba de enfocar una y otra silueta de sus salvadores—. ¿Qué significa esto? —A Cuernavaca —contestó Harum a la pregunta de Cristóbal, quien

desde

el

espejo

retrovisor 238

les

miraba

muy

sonriente,


coloradote, diríase. Ahí tengo una casa donde podrán ocultarse en lo que deciden qué hacer los pichones. —Ocultarnos tú y yo, Víctor. Antes de que estas palabras acabaran de pronunciarse, Víctor se dio la vuelta y encontró en el asiento posterior la sonrisa de Tristana, quien a un tiempo le devolvió la vista, el resuello y... justamente hemos de decirlo, la felicidad. Se abrazaron como queriendo fundirse en una esfera. El beso que se dieron fue lo que se dice eterno y como ninguno de los dos quedó satisfecho, volvieron a besarse para comprobar que ambos estaban con vida y no se separarían jamás. Cuando vio que ya no era imprudente acercarse a los tórtolos, quienes por lo pronto ya habían tenido lo suyo, Harum se les unió en el abrazo, repentinamente emocionado. Luego con un gesto hosco y un bufido se separó para concentrarse en cómo solucionar lo inmediato. —¿Cómo supieron dónde me encontraba? ¿Roger? No, por supuesto que no. ¿Cristóbal? Fuiste tú, ¿me equivoco? —le dio unas palmaditas en el hombro al conductor quien se ruborizó como no era su costumbre—. ¿De dónde demonios sales? Cristóbal sonrió. Harum y Tristana quedaron admirados por el 239


parecido que tenía con Víctor. También al sonreír enseñaba los dientes en la misma forma perruna en que lo hacía el escritor cuando andaba de buena gana. Pero al contrario de Víctor, Cristóbal despedía un aroma de confianza dulce y su trato era como el de un anciano en paz consigo mismo, un monje zen ligeramente pillo. —Bueno, ya sabes. Del mero centro de tus pecados —contestó disparándole aquella certeza íntima frente a Tristana y el terrorista, quienes mudos seguían sorprendidos por tanta similitud de gestos y palabras. —Zúmbate esa —exclamó Harum complacido por el dardo. Luego él mismo explicó la intervención de Cristóbal. —Súbitamente salió de algún lugar, aún no me lo explico. Todavía no estoy seguro de cuál fue la forma en que este valedor, quien por su jeta bien podría pasar por tu hermano gemelo, apareció y se me plantó enfrente. Sin perder tiempo me dijo, con demasiada audacia para que al principio creyera cierto lo que me aseguraba: “no me tires de a loco si te digo que sé todo de ti, todo acerca de Roger y que de Víctor conozco hasta la marca de sus calzoncillos; digamos que soy su sombra.” Cuando iba a estrangularlo, pues en el momento en que confesó lo mucho que sabía se convirtió en un individuo altamente 240


peligroso, me resopló en las narices con una seriedad de la que no me cupo la menor duda: “Tristana y Víctor corren peligro de muerte. Sabes a qué me refiero. “Eres un jodido policía, le contesté y le atenacé el cogote. Me juró que no y siguió dando explicaciones rarísimas y señas exactas que finalmente me convencieron de sus palabras y antes de lo que te lo platico salimos pitando por Tristana, a quien recogimos de Foro Sur en un rescate contrarreloj que satisfizo mis necesidades adrenalínicas más primarias. Cuando cruzábamos el puente sobre el viaducto que separa el mall del hotel donde Cristóbal me dijo que estabas hospedado en la suite no sé qué número, estalló la mierda esa. De inmediato supimos que había sido Roger y que tú... bueno, que aquél había hecho su desmadre —corrigió Harum. —¿Cómo fue que quedaste embarrado? —preguntó luego sin ningún miramiento con los sentimientos del otro. Víctor le miró con enojo, pidiéndole al mismo tiempo con la mirada discreción frente a su novia. —Yo no tuve nada que ver. Mira qué dices. Tristana lo miró con tristeza y Víctor se desplomó en su regazo. Todos quedaron esperando que añadiera una explicación a 241


su respuesta. El cómplice del atentado terrorista que para entonces —quince minutos después de ocurrido— ya era noticia no sólo en Malpaís sino que empezaba a difundirse por el orbe entero, sollozó como niño. Los demás se estremecieron a disgusto. —La victoria es para Malpaís. Roger es el mismísimo diablo. Harum hizo una mueca de disgusto por tamaño destino. Pero en seguida sonrió satisfecho por la mención a Malpaís y se aguzó los mostachos. Casi se pone a cantar su versión del Himno Nacional. —No digas eso —le consoló Tristana. —Tú no tienes la culpa y seguro tampoco Roger, de dónde sacan que él es capaz de algo así, no exageren —hizo una pausa repensando mejor sus palabras, pero ya era tarde y continuó desbarrando. —Seguro habrá sido algún terrorista de de veras. —No lo puedo asegurar, pero creo que al momento de transmitir un mensaje que me dio Roger, hice que se activaran las bombas... o lo que haya sido que estalló hace un rato. —Cálmate. Las cosas no fueron así, estás paranoico... Roger es un maldito sádico pero tampoco es para tanto —conmovida Tristana estuvo a punto de acariciarle el pelo, pero un pensamiento nuevo, que en ese momento se eslabonó con la cadena de 242


acontecimientos anteriores, la suspendió en la duda. Dejó su mano en el aire, a escasos centímetros de la cabeza de Víctor, quien seguía con la cara hundida en su regazo. Tristana miraba los cabellos castaños de su amigo absorta en sus pensamientos; por supuesto, no

notaba

que

el

fulgor

de

sus

ojos

azulísimos

cambiaba

rápidamente como el de un brillante bajo la luna llena. Víctor sollozó de nuevo. —Fui el monigote de Roger. Seguramente docenas de personas perdieron la vida por culpa de mi ambición. Soy un asesino. La mano de Tristana no acababa de posarse en el pelo de Víctor. Sus ojos buscaban alguna otra cosa donde posarse que no fuera la cabeza de su amado. De pronto le cruzó la idea triste de que ella no era para los demás como había querido ser percibida. Esta idea se transformó en sensación profunda y le comenzó a enojar y a entristecer y le hizo apartar la vista del hombre. Víctor la abrazaba y sollozaba en su regazo. Tristana sintió la necesidad, cada segundo más imperiosa, de estar en otra parte, de apartarse de aquel engaño de tipo que seguía murmurando palabras de desconsuelo. Encontró de nuevo la mirada de Harum quien los observaba con una mezcla de curiosidad y pena. Ciertamente eran dos 243


personajes

patéticos

y

desdibujados

por

sus

limitaciones.

Caballerosamente, como buen camarada, sin un gesto de asombro o entendimiento Harum desvió los ojos hacia los paisajes boscosos que son de sobra conocidos para cualquier nativo de Malpaís. —Hubiera sido mejor que volaras en cachitos con todos los demás. Así no me costaría trabajo suicidarme —le dijo Víctor a Tristana para dar más énfasis a su patetismo. La mujer suspiró. De pronto se sintió muy cansada. No entendía mucho de lo que había pasado, como la oportunidad de su rescate, pero intuía con molestia que los otros tres se reservaban el sentido de algo que ella no alcanzaba a comprender. Pero por otra parte en su mente se aclararon ciertas cuestiones que desde hacía mucho tiempo no podía entender de sí misma. De pronto cayó en la cuenta de que los dos hombres a quienes más había amado eran, entre otros defectos que no merece la pena mencionar, un par de cobardes suicidas fracasados que no se animaban a cruzar la línea si no era de la mano de ella, precisamente ella. En qué medida, aventuró, esta relación se extiende a todos los demás hombres que conozco. ¿Será que esto es lo que valgo para los demás? ¿Sólo soy la perra que los guía al inframundo? ¿La barquera que los ayuda a 244


cruzar el río? ¿La madre que con su muerte les da valor para sacarse los ojos y ya no atestiguar el dolor del mundo? Eran tan pocas sus luces y su ambición que no se daba cuenta de nada como cuando la escena del Metro. Su vanidad y su narcisimo, abundantes en ella, no le permitían ver quienes eran en realidad aquellos que decían amarla o haberla amado. Tristana se merecía estar entre quienes estaba e ignorar las cosas, aúlla loba, pues muchas de sus ideas eran tan naives que en ocasiones daba pena si no enojo escucharla. Habiéndose salido de la escena que se desarrollaba en el teatro exclusivo de Víctor, Roger y Harum —Cristóbal no contaba porque su existencia dependía exclusivamente de Víctor, quien jamás estaría de acuerdo consigo mismo—, Tristana por fin dejó caer su mano con suavidad, sin pena ni gloria, ajena al movimiento de su cuerpo, un gesto que la involucraba solamente desde afuera, sobre el cabello de Víctor, pero ya no lo acarició ni sintió nostalgia de la que pudiera dolerse o repulsión que la conmoviese. Y también, como lo hacía Harum, se puso a observar en silencio el paisaje a través de la ventanilla. Cristóbal,

quien

no

había 245

borrado

su

sonrisita

de


omnisciencia, observaba a intervalos al trío por el espejo retrovisor, hasta que la espesura del silencio le permitió preguntar, seguro de no esperar respuesta: —¿Quieren escuchar la radio? Y sintonizó una estación que transmitía un blues que les era bien conocido: i won't be your monkey man de Willie Dixon. Los primeros acordes provocaron un escalofrío íntimo en todos los oyentes, un nudo en la garganta, ojos picantes, pena ajena, se sintieron empequeñecer por efecto de la casualidad que les regalaba precisamente esa letra y con ella los llevaba al borde de la melancolía... La música se interrumpió con el zumbido del teléfono celular que Víctor había guardado en el bolsillo de su saco. Al parecer

Roger

deseaba

despedirse.

Bajo

un

cielo

aguado

y

premonitorio, el brazo de Víctor salió por la ventanilla de la camioneta y lanzó el teléfono fuera del vehículo. El aparato quedó zumbando en la cuneta de la carretera como un insecto negro panza arriba, casi oculto por los pelos largos del zacate, que por acción del viento revolvía su melena en las fronteras del asfalto.

246


FIN

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