G&R #8

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23 .XI.2010 #8

Granite & Rainbow

Editorial por Ainize Salaberri Directora Ainize Salaberri Diseño y creación de portada Inge Conde Correo electrónico

graniteandrainbow@gmail.com

Buzón de sugerencias, ruegos y preguntas contacto@graniteandrainbow.com

Redactores J. Álvaro Gómez, Iraide Talavera, Fusa Díaz, María Zaragoza Hidalgo, Verónica Lorenzo, Ignacio Ballestero, Alejandro Larrañaga, Pedro Larrañaga, Rosa Rodríguez, Noemí Camblor, Begoña Martínez, Abella Samitier, Ana Feito, David García Ávila, Marisol González Nazábal, Marta Gómez Garrido, Yanina Rosenberg e Iván Mourin. 2

Nos gusten más o nos gusten menos los franceses, hay algo que tenemos que reconocerles, y es su magnífica aportación a la historia de la literatura. Tienen un gusto exquisito cuando de crear se trata y su sutileza, su pedantería y su amor a las letras quedan reflejados en todas y cada una de las novelas que escriben. Ahí tenemos a Moliére, a la poetisa Louise Labé, al creador de Gargantua, François Rabelais, o a los más actuales Mathias Malzieu, Marguerite Duras, Marguerite Yourcenar, Albert Camus, Françoise Sagan, Frédéric Beigbeder o Amélie Nothomb,

la gran Amélie, sin olvidarnos, por supuesto, de Balzac, Baudelaire, Verlaine, Flaubert, y muchos, muchos más. Posiblemente, la literatura francesa se encuentre entre las grandes literaturas del mundo, luchando por el primer puesto contra Alemania, Rusia, Inglaterra y España. ¿Son unos genios? Mal que nos pese a algunos, lo son. Y si a veces se creen Dios, es porque pueden, gracias a su literatura. Sed bienvenidos al número 8 de la revista Granite & Rainbow.


ÍNDICE

4 Los últimos días de... 6 El poeta que odió la

Torre Eiffel 8 Escriba, Yann, usted sólo escriba 9 ¿Y si no hay dolor? 11 Bouvard y Pécuchet: aprendiendo a leer 13 Las andanzas de Amélie 15 La ciudad de la alegría 16 Las claves de un amor eterno 18 La importancia de los límites 20 Diagnóstico diferencial 22 El goce de la perversión 23 Moliére y su escuela de mujeres 24 Juan Chorlito y el indio invisible 25 Escribir también es borrar, y dudar, y sustituir 27 Las niñas del Liceo 29 El amor y el arte, el horror y la sombra 30 Rapsodia Gourmet 31 El viaje de invierno

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32 Hermanos, en lo dulce y

en lo amargo 33 La sal de la vida 34 El incal 36 Françoise Sagan, triste y tóxica 39 Relato: Mi rosa 41 La trastienda: El amor en Boris Vian 43 Un gigante en el garaje 45 Relato: escupir recuerdos 46 Píldoras azules 48 Ella y él, George Sand 50 Relato: Capítulo 1. Fuera de mí 53 Albert Camus y la especie humana en El extranjero y La peste 56 La dama de las camelias y La traviata 57 No se nace mujer rota 62 Cuando el deseo subsiste a la quimera: la desdicha de Emma Bovary 64 Cyrano de Bergerac 66 Los combates cotidianos 67 Reseña literaria


Los últimos días de... un escritor recientemente muerto en París por Pedro Larrañaga

Antes de comenzar esta crónica, el autor se ve en la obligación de reconocer su incapacidad para librarse de su perspectiva fálica y machista, fruto de sus caracteres sexuales secundarios o la educación patriarcal recibida. Es por ese motivo, y por ningún otro, que se ha elegido como protagonista a un escritor recientemente muerto, sin que hubiera ningún motivo razonable que invite a pensar que los sentimientos o emociones, aquí expresados, no pudieran ser experimentados por una mujer. Siempre y cuando, por supuesto, también estuviera recientemente muerta. El escritor que acaba de morir camina, rumbo al norte, por la Avenue du Maine. Ha salido de su buhardilla sin ponerse la bufanda, a pesar de que ya está muy avanzado el otoño en París. Las hojas caídas corretean junto a sus pies, empujadas por una brisa fría que ya no puede molestarle. No se sube el cuello de la chaqueta y si lleva las manos en los bolsillos no es para abrigarse. Para él ya no hay riesgo de coger un resfriado. El cementerio de Montparnasse se adivina unos cientos de metros más adelante. El muro gris y los árboles que lo rodean guardan su secreto con fingida indiferencia. Sin embargo, su discreción funciona, porque ningún otro caminante se detiene ante la puerta de acceso. Es la ignorancia de la vida, piensa el escritor recientemente muerto. Cuando la temperatura corporal está a 37 grados las prioridades son otras. Para él ya no. Su cuerpo ha comenzado a enfriarse, aunque todavía no demasiado. Al fin y al cabo, sólo hace un par de horas que exhaló su último aliento vital. Nada más cruzar la puerta lateral del cementerio, le sorprende ese grupo de gente apuntando con sus dedos. Repasan el plano de las tumbas, hablando en escandalosos murmullos, agitando sus cámaras, mientras buscan la ubicación de las lápidas de Sartre, Cortázar o Ionesco. Mantiene la distancia. No sabe si el proceso de putrefacción ya se ha iniciado o si es perceptible para los demás. Mejor ser prudente, como lo ha sido siempre. Repasando, una y otra vez, cada coma, cada punto. Cada pausa en la narración. Para él, eso ha sido siempre escribir, una duda, una precaución constante. Cuando los turistas se alejan, esparciéndose por las calles interiores del cementerio, el escritor recientemente muerto inicia su camino. Él no precisa planos, ni orientaciones. Sabe muy bien dónde está cada cosa, cuál es el lugar de las tumbas. Es la ventaja de los elementos sólidos, que tienen su espacio, que 4

No podía evitar buscarla a ella se pueden ubicar. Con la literatura no es tan sencillo. Él lo sabe. No en vano, tonteó con el creacionismo, siguiendo al Vicente Huidobro exaltado de sus conferencias en la capital francesa. Tuvo sus escarceos con el surrealismo y el humor negro de André Breton, pero tanta libertad creativa le hacía perder el norte. También lo intentó con el nihilismo posmoderno de Houellebecq, pero no le sentaba bien ese traje. Ya le había dicho su madre que él estaba hecho para el negro. Su figura, espigada y con reflejos tristes, casaba más con el corte romántico de siglos pasados. Por eso está de pie delante de la tumba de Charles Baudelaire. Se reafirma en su convencimiento de haber nacido en el tiempo que no le correspondía. Ya no tiene remedio, por lo que prefiere buscar sus rincones favoritos en el cementerio de Montparnasse. Ionesco y Sartre, convertidos en polvo bajo dos bloques de piedra sencillos, con la elegancia de lo simple. Sin embargo, no es eso lo que envidia el escritor recientemente muerto, si no la compañía con la que cuentan. Al lado de cada uno de esos genios, se hallan los restos de sus compañeras. Mujeres, amores, también geniales, que calmaron sus derrotas y las noches de tormenta. Porque escribir es intentar salir con vida de un mar enfurecido, sentarse ante el papel en blanco con la confianza de que se puede dominar la idea y plasmarla en palabras. Escribir es creerse mejor de lo que eres en realidad, si no jamás se te habría ocurrido intentarlo. Camina entre tumbas, mirando fotos en blanco y negro que dan color a lápidas desconocidas. Frases de recuerdo en idiomas diversos. Francés, inglés, hebreo, castellano y japonés. París es la patria de todo el que acoge, al igual que lo fue de Beckett o Cortázar, que también ocupan su parcela en este cementerio. Buscar la tumba del autor de “Bestiario” es un juego lleno de ingenio, como lo es leer “Rayuela” o “Modelo para armar”. Su nombre se esconde entre los demás, cansado de que vayan a buscarle allí, bajo la tierra, cuando él, en realidad, está en sus libros, en sus cuentos, en cada una de las palabras escritas. El escritor recientemente muerto lo sabe, pero no puede evitar buscarlo allí, bajo su lápida. Al igual que no podía evitar buscarla a ella.


De pie, en la calle, observaba su ventana. La veía moverse tras las cortinas, siguiendo el trazado de su vida cotidiana, muy lejos, ya, de todo lo que un día la acercó a él. Por eso la vigila en la distancia. Sin hablarle, como hacía cuando ella dormía en su cama, a su lado. Mudo, incapaz de decirle nada. Con su mente vacía de palabras, absorbida por aquellos ojos miel ocultos bajo los párpados cerrados. El tiempo carece de importancia una vez has dejado de vivir. El escritor recientemente muerto no sabe cuánto tiempo lleva frente al grabado con el nombre de Cortázar. Un nombre escrito sobre piedra que no puede expresar la magnitud de la obra del genial autor. Tal vez debería homenajearle en una biblioteca, haciendo que le entierren allí, bajo sus libros. Sin embargo, una fuerza extraña le atrae, como a todos los turistas que entran en el cementerio para encontrar las tumbas de los mitos de la literatura. En el noroeste de la ciudad, más allá de la Plaza de la Bastille, está el campo santo más visitado del mundo, el de Père Lachaise. También uno de los más concurridos, sin duda. En total, son más de 70.000 tumbas y un millón de personas enterradas. Un listado de personalidades tan ilustres que el escritor recientemente muerto tiene miedo de entrar. ¿Quién es él para merecer un espacio entre Moliére, Apollinaire, Balzac, Proust, Stein o Wilde? Nadie. Él no es nadie. Porque eso es lo que siente cada vez que termina un texto. La nada. El vacío. El vértigo de enfrentar su producción al resto del mundo. Porque él no escribía para sí mismo, escribía para los demás. Para ella también, aunque ella no lo supiera. Francia guarda sus clásicos literarios en Père Lachaise para que todos puedan visitar sus restos. Deberían poner el mismo ahínco en que siguieran con vida en las escuelas y colegios. No quieren saberlo, pero la literatura también es importante, al igual que las ciencias y las matemáticas. El escritor recientemente muerto sí lo sabe, porque sin ciencia, números y trabajar no podía comer, pero sin literatura no podía vivir. Quizás ahora, que ya no tiene vida, no necesite leer o escribir. Esa idea le trae el frío, pero no puede decir si es la angustia o que su cuerpo ya se acerca al

Los que ya no viven son más fáciles de homenajear, porque ya no se quejan ni incomodan por lo que puedas decir. rigor mortis. Da media vuelta y se aleja, a toda prisa, esquivando a veinte jóvenes que quieren ver la tumba de Jim Morrison. Sí, él también está allí, celebrado y venerado antes de suicidarse. Celebrado y venerado después de suicidarse. Para él no supuso cambio alguno la muerte. Para el escritor sí lo supone. Una vez muerto, se abre la posibilidad de ser reconocido y exitoso. En vida es todo más complicado. Si lo piensas con frialdad, y el escritor recientemente muerto puede hacerlo, es lo lógico. Los que ya no viven son más fáciles de homenajear, porque ya no se quejan ni incomodan por lo que puedas decir, sean alabanzas o críticas. Prefiere no coger el metro, por miedo a que el resto de viajeros puedan asustarse de su tez pálida, sus ojos hundidos o esas ojeras moradas que avanzan por sus mejillas. Apura el paso. Debe alcanzar el cementerio de Montmartre antes de que sea demasiado tarde. Tiene miedo a la oscuridad, aunque debe ir acostumbrándose, porque eso es lo que le espera. Como a su producción literaria, incapaz de iluminarse una vez el apaga la vela sobre la mesa. Lo acepta resignado, sabe que para que brillen los grandes, los Zola, Dumas o Stendhal, enterrados en Montmartre, debe haber muchos otros millones que sueñen con escribir, que lo intenten desesperadamente. Porque su fracaso hace posible el éxito de los grandes. No es consuelo, eso lo sabe el escritor recientemente muerto, al que le cuesta moverse calle arriba. Sus piernas crujen, a medida que la sangre se seca y ya no riega sus músculos. No lo va a conseguir, no va a llegar, será otra hoja garabateada, hecha una bola antes de terminar en la papelera. Será otro escritor muerto, como los hay a cientos en los cementerios de París. Será un aspirante a escritor muerto, como los hay a cientos en los cementerios de París y del resto del mundo.

Alphonse Baudin -Montmartre 5

Fuente de la imagen: http://www.tripadvisor.com/ShowUserReviews-g187147-d194993-r7975383Montmartre_Cemetery_Cimetiere_Montmartre-Paris_Ile_de_France.html


El poeta que odió la Torre Eiffel por María Zaragoza Hidalgo A los escritores siempre nos preguntan qué libro nos hubiera gustado escribir. No se dan cuenta de que nos ponen un aprieto soberano y que algunos sudan y lo pasan mal e incluso estudian complicadísimas ecuaciones con tal de elegir uno, tan sólo uno de entre todos los libros escritos, de entre todas las obras literarias posibles que por su peso, connotaciones y características inequívocas, descarte a todos los demás. Porque en el fondo, elegir un libro por encima de los otros significa mandar a la pira del imaginario colectivo a todos los demás libros, a aquellos que no son elegidos. Y, sin tener en cuenta que quizá esa obra elegida sólo será un nombre en la cabeza de los posibles lectores de periódico o de periodista preguntón, descartamos El Quijote por obvio y El Principito por manido y nos dedicamos a Faulkner o Dostoievski aunque sólo sea por la sonoridad de sus nombres que parece consonar mejor con la calidad de sus escritos. No deja de ser una pregunta tendenciosa 6

pues, y difícil de responder. A todos los escritores nos hubiese gustado escribir todos los libros que alguna vez nos gustaron. Esa es la respuesta sincera. Sin embargo, yo hace años que me decanté por uno en esa ecuación matemática por descarte, y el hecho de que el musical se estrene ahora en Madrid ayuda mucho a que quiera de nuevo resaltarlo, esta vez sin que nadie me pregunte. A mí, junto a muchas otras obras, pero quizá por encima de ninguna, me hubiese gustado escribir Los miserables de Victor Hugo. Tengo muchas razones que alegar al respecto, pero quizá la más sobresaliente es que admiro a Victor Hugo en general como escritor y como persona. Es difícil encontrar entre todos los escritores que poblamos el planeta y que cada vez nos acercamos más a ser más numerosos que los lectores, uno solo que mantenga su capacidad de trabajo al nivel que Victor Hugo lo mantenía.


Ese hombrecillo barbudo y un poco antipático, era capaz de levantarse a las tres de la mañana para escribir hasta el medio día sin detenerse. ¿Cuántos podemos decir lo mismo? Escribía cada día, incansablemente, en cualquier postura, de pie incluso, y sacaba de cada detalle un mundo único y característico, sin variar un ápice la calidad, sin cejar en su empeño estético, romántico y trabajador, sobre todo trabajador. Victor Hugo viene a ser el ejemplo de lo que siempre he defendido con uñas y dientes: la literatura es trabajo, un trabajo como cualquier otro y no por no ser físico menos duro. Los miserables viene a ser la recompensa de un duro trabajo bien hecho. Para mi gusto es la novela perfecta. Siempre que tengo ocasión la recomiendo y sé que a la mayoría sus dos tomos, o bien su tomo único en papel biblia, se le hace cuesta arriba. Mi recomendación: aguantar como si te fuera la vida en ello hasta pasar la batalla de Waterloo. Si uno es capaz de soportar la verborrea que no le niego al maestro hasta ese punto, todo lo siguiente va corrido, empieza a encajar, descarta el aburrimiento. Se forma ante tus ojos la obra maestra. En Los miserables cada detalle cuenta y nada es gratuito. Un personaje que aparece dos párrafos en la página tres puede encontrar su lugar en la doscientos cinco y no soltarte hasta el final. Si aparece una piedra en un camino en la cien, esa misma piedra será definitiva en la página mil. Nunca, en toda mi vida, he leído una novela con una construcción tan perfecta. Victor Hugo, trabajador incansable, era un arquitecto de la palabra, imposible tirar sus muros. Al principio nada parece encajar. El maestro tuvo la habilidad de empezar a dar pinceladas de historias sueltas que, aparentemente, no tenían que ver en absoluto las unas con las otras. Y es capaz de mantener la atención del lector sin acabar nada, sin cerrar una sola historia, durante cientos de páginas para que, poco a poco, con la paciencia de una bordadora de mantones de manila, cada detalle mínimo encaje en el retrato de ese protagonista, culmen del antihéroe redimido, que es Jean Valjean, ese hombre que pasa de ladrón a filántropo, tierno, fuerte y malhadado y que viaja por su propia vida y por las páginas del libro como un Ulises que no buscase su hogar sino su propia alma. A su alrededor, un Paris desbordado y bullente que retrata de forma única una época, un modo de pensar y sentir, una ciudad y su arquitectura. Se dice que uno podría recorrer Paris

leyendo Los miserables sin equivocar una sola ruta y reconociendo cada lugar: en ese banco se sentaba Cosette, ahí la calle Saint-Dennis tan importante… También se cuenta que Victor Hugo odió la torre Eiffel y luchó porque no se quedase tras la exposición universal. No es de extrañar leyendo el libro, pues rompía aquel paisaje que él, sin dejar de retratarlo, había construido. Victor Hugo había inventado Paris a través de un libro, había inventado sus clases sociales, su sentido de la justicia, el romanticismo de su amor. La torre Eiffel era una aguja descontextualizante y oscilatoria que ponía de manifiesto que lo que tanto trabajo había tomado construir era ya otra cosa muy diferente. Sin embargo, aunque su campaña a ese respecto fracasase, Los miserables sigue siendo una de las novelas más completas que jamás se han escrito, que pasa de lo bélico a la moralidad, desde las persecuciones policiales a la revolución, pasando por las historias de amor más bellas y sin olvidarse de la crueldad. También es una de las mejores formas de conocer Paris, no sólo el de la época, sino también el que se sucedió después, pues ya en esos personajes pobres y llenos de instinto justiciero, está el mayo del 68 y están los coches quemados y las protestas contra Sarkozy. Es por eso que Los miserables, al contrario que muchas obras de la época que envejecieron muy mal, jamás pasará de moda y siempre llenará de una pasión nueva y a la vez familiar a todos sus lectores. Para finalizar tengo que confesar que no he visto el musical, aunque iré a verlo en cuanto pueda, pero sí he visto las diferentes adaptaciones al cine. He de decir que, aunque todas fracasan en el intento de respetar el espíritu del libro, es mejor que la americana ni se molesten en verla, pues han hecho con esta obra el equivalente a hacer que Alonso Quijano al final de El Quijote conquistase un reino y se casara con Dulcinea. Puede que los americanos teman las historias que hablan de fracaso y de ahí que no se dieran cuenta de que, a pesar de todo, Victor Hugo hablaba de un triunfo soterrado y disfrazado de dificultades y miseria, pero un triunfo moral y complejo, mucho más parecido a la vida real de lo que a muchos les gustaría vivir o leer. Pero esa es una sutileza que se consigue con trabajo, no sólo el de la escritura, sino también el de tomarse el tiempo de leer con buen ánimo las casi dos mil páginas que el maestro empleó en hacérnoslo entender. Y ese es un trabajo que no todo el mundo desea tomarse.

Los miserables se estrenó en forma de musical el 18 de noviembre en Madrid en el Teatro Lope de Vega, en Gran Vía 57. La obra se representará hasta el 31 de enero de 2011. ¡No os lo perdáis!

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Escriba, Yann, usted sólo escriba El recuerdo de Yann Andréa en “Ese amor”: 16 años de amor con una de las mejores escritoras francesas de todos los tiempos

por Ainize Salaberri

Él, Yann Andréa, tenía 27 años. Ella, la gran Marguerite Duras, tenía 65. Y qué más daba. Él creyó enamorarse, actuaba, vivía y respiraba como si realmente lo estuviera. Ella, sin embargo, era la única que parecía conocer la verdadera identidad de su acompañante. Se querían, se respetaban, pero era una relación tormentosa, imposible. Y no por la edad, no, eso nunca importó. Más bien por sus caracteres, por su naturaleza. Eran amantes y cómplices y cuando ella se murió él creyó morir también a su vera. Como consecuencia vino la soledad, la autodestrucción, el salvajismo del ser humano, el animal que llevamos dentro. La escritura vino después, poderosa, reclamando su sitio. Y así surgió este libro, esta larga carta de amor. Cada palabra contiene en su interior un profundo sentimiento y un imperioso dolor aún latente. Esconde, Yann, entre las líneas el desgarro que le produce en cada átomo de su cuerpo la ausencia de Marguerite, el pasado y el tiempo que nunca volverán, las risas, la bebida que sabía mejor a su lado, las calles de París. París, cuna y tumba de su amor, testigo mudo de rumores, críticas, pero también de mucho cariño y respeto. París, la tumba de la Duras, y de Yann. Tras su muerte él nunca volvió a ser el mismo. Fueron uno, durante muchos años fueron uno, en cuerpo, en pensamiento, en literatura, en palabras. Las que se dedicaban, las que se reprochaban. Fueron uno en la cama y uno en las discusiones. Fueron uno en la muerte de Duras. Tuvieron el coraje, durante todo ese tiempo que permanecieron unidos “no se sabe por qué”, como decía ella, de seguir adelante, callando rumores. Les separaba un gran agujero pero no importaba. Qué más daba. Frente a la fachada del edificio en el que vivían colgaba un gran cartel, como los del Moulin Rouge, con la palabra “imposible”. Una auténtica sentencia final. Es una carta de amor, sacada desde lo más profundo del alma, en la que se descubre un amor tormentoso, íntimo, siempre reconciliable. Siempre volvían el uno al otro. Ella tenía 65 años, él tenía 27. Y qué más daba. El timbre sonó y la puerta quedó abierta para ellos dos. Todo lo demás, las explicaciones, los rumores, el tormento, quedan aplacados por las palabras que se dedicaron, en los libros, en las caricias dadas, en la sinrazón de quedarse y aguantar, tiránicamente. 8

El libro es una canción de amor escrita al más puro estilo Duras. Él se pasó 16 años escribiendo lo que ella le dictaba, e irremediablemente algo muy profundo, muy de Duras, ha quedado en él para siempre. No sólo los recuerdos o el amor, sino la forma de escribir, el por qué de escribir, la razón de toda esa locura. Aún hoy a Yann, que sigue vivo, y a nosotros, que les admiramos, nos quedan los libros de la Duras, ese ser extraño que nos deleita en cada libro, aunque a veces no entendamos ni palabra. Este libro nos permite conocerla un poco mejor. A Yann le quedan también sus palabras, sus recuerdos. Y a los dos juntos, como debería ser, a Andréa, a Marguerite, les queda la eternidad. La inteligencia de Duras y su vida dedicada a lo que mejor sabía hacer, la literatura, quedan plasmadas en cada palabra, que es un homenaje, a Duras, a Yann, al amor, los libros, las historias, la vida. Al recuerdo perenne de un hombre que tuvo que aprender el 3 de marzo de 1996 a vivir sin Marguerite. “Intento amarla más. Más aún. Nunca es bastante. Y todos esos libros escritos por usted, ese Nombre de Duras, ¿qué es? Historias de amor. La historia de alguien que dice: amar. El amor. La dejo que lo haga. Ahora estoy libre de eso. También de esta promesa de escribir por fin el buen libro, el libro verdadero que hace que escribamos durante toda una vida. La amo mientras intento empezar otro libro. Así no estamos separados. Together, es ésa su palabra, ¿no? Juntos. Sí. And without you. Con y sin usted. Exactly.” “No lo comprendo muy bien, pero ya que usted lo dice, ya que usted me lo dicta, ya que lo tecleo en la máquina de escribir, todo eso, todas esas mentiras, toda esa historia. Pero menuda historia, dígame, para caerse de sueño, como usted dice, pues bien, todo eso, en conjunto, todo ese barullo que es la vida, que son libros, que somos usted y yo, todo eso existe, es cierto. Creemos en ello. Nos implicamos. Lo hacemos. Todo. El amor y los libros. Y todo lo demás. Hasta el final. Hasta ahora, hoy eso continúa, porque estoy escribiéndole a usted, lo hago, sí, escribo. Usted dice: Yann, sólo puede hacer una cosa: escriba. Lo hago. I do it.”


¿Y si no hay dolor? por Fusa Díaz

«Cuando, en 1990, supe que el amante chino de El amante había muerto hacía ya muchos años, abandoné el trabajo que estaba haciendo. Escribí la historia del amante de la China del Norte y de la niña. Escribí este libro en la enloquecida felicidad de escribirlo. Permanecí un año en esta novela, encerrada en aquel año del amor entre el chino y la niña». Entonces, sí, se puede escribir la misma historia sin caer en el absurdo y repetir todo aquello que ya estaba dicho, como si no tuviera ya nada nuevo que descubrir, como si con los años todo hubiera permanecido inmóvil y del mismo modo en que lo dejamos. Marguerite Duras reaviva el mismo momento-recuerdo en El amante de la China del Norte y en esta última novela los personajes hablan. Quizá la muerte del chino libera muchos de los fantasmas que encierran esta etapa de la vida que la escritora vivió en Indochina, en su infancia, quizá saber que hay una voz que ya no sonará nunca más al otro lado del teléfono tranquiliza y el sueño difuso que se nos presenta en El amante se convierte en realidad en El amante de la China del Norte. Porque, de alguna manera, las descripciones primeras quedan incompletas, aunque no por ello el texto pierde fuerza, probablemente el lector, por instinto y placer de continuar sumergido en la evolución de estos amantes, recrea esos vacíos que Marguerite Duras, quizá por miedo, quizá por obligado olvido, nos oculta. En cualquier caso, la muerte del amante, mejor dicho, que la noticia de la muerte del amante llegue a Marguerite Duras libera por completo a esta historia, a la familia, a ella, a Hélène Langonelle, el chino y su padre encuentran con facilidad las palabras y hablan, ofreciéndole a la historia primera, que es la misma, el poder de explicarse. La historia no es distinta, no hay cambios, no hay nada que no se haya contado antes, sin embargo, sigue sobrecogiendo, sigue Marguerite dándonos momentos brillantes entre el chino y la niña, esta vez mucho más brillantes gracias a esa claridad con la que hablan todos los personajes. Se sabe en qué acaba, se sabe, incluso, que el chino está muerto... y en este conocimiento previo del lector que ha leído El amante está la belleza de esta historia que se rehace de nuevo: en que siguen ocultas voces, en que renace la primera chispa. Carmen Martín Gaite decía que el impacto que causa en ti un libro -una canción, una pintura, una vivencia, qué importa, cualquier cosa- es el único verdadero, después, en la relectura, todo viene a ser un volver sobre tus pasos, ya no hay magia, ya no hay sorpresa ni chispazo de electricidad. Ya todo, entonces, es recuerdo. Y se nos queda un gusto nostálgico en el cuerpo, porque el tiempo pasa incluso para las letras, para su momento verdadero, para 9


el temblor de la primera vez. Es terrible cuando recuerdo y reencuentro no se cogen de la mano. Pero en estas dos novelas de Marguerite Duras no ocurre. Y es hermoso que no ocurra. Sin dejar su estilo particular de fragmentos cortos e hirientes, de capítulos breves y en apariencia inconexos, de diálogos inverosímiles y cortantes, a este segundo libro en cierta manera le desaparece el velo que suelen llevar sus palabras: hay un destape de emociones, de personalidad, de sensibilidad. La niña que se enamora del chino y lucha contra el dolor propio y de su familia ya no es tan dura, ya no es tan hermética ni tan misteriosa. Probablemente por ser el personaje que más dentro lleva Marguerite Duras, pues es ella misma, es el que menos se acaba descubriendo siempre, pero ya nos permite -quizá no ella misma, quizá la noticia de la muerte del chinoacercarnos a la historia sin borrones, nítidamente, con una precisión que antes nos faltaba. La niña blanca, rodeada de pobreza y algo de locura, juega con el deseo de un hombre chino. Juegan ambos, en un principio, siendo ésta la historia principal. Pero la niña blanca está también condicionada por todos los personajes secundarios que, por esta vez, toman tanta importancia como ella misma y su historia individual. El hermano mayor, agresivo y violento y difuso en El amante, habla y se deja ver en esta, digamos, segunda parte. El hermano pequeño, siempre llamado a ser el especial y preferido de Marguerite Duras (en la imagen), sin tener voz todavía, habla a través de su hermana y podemos ver su evolución con respecto a su familia, a su miedo, a la terrible condición de débil y sumiso a la que está expuesto. El criado, el primer hombre maduro del que se enamora Marguerite antes del chino, el refugio, el que representa la absoluta confianza e incondicionalidad a la familia. Y la madre, personaje importante y recurrente en Marguerite por excelencia: siendo una mujer que lo ha perdido todo y que se siente, de igual modo, perdida y confusa, la niña blanca la ama y se avergüenza de ella por igual. Siendo su lado más destacable en la infancia de la niña del sombrero de fieltro su permisividad para la brutalidad del hermano, estando todos los demás en peligro a sus manos, es tan frágil y Marguerite habla de ella con tanta ternura, casi como si pasara ella a ser la madre, que consigue que el lector sepa cómo perdonarla, provocando en nosotros lo que quizá ni siquiera ella misma pudo en un principio. El padre del chino actúa en esta segunda función con más protagonismo: su negación para el matrimonio de ambos y el soborno consentido por ambas partes para que no ocurra se trata de una manera muy esclarecedora. De todos estos personajes, con una sensualidad que Marguerite conserva todavía infantil, con la particularidad de una escritora de novelas como ella, nace esta historia de dolor y placer por igual: un diario en el tiempo de lástima y resignación. Madurada toda la evolución del año de amor entre el chino y la niña blanca, teniendo en su recuerdo un lugar privilegiado, pasa a ser la historia que Marguerite Duras nunca olvida y siempre lleva consigo: quizá de este modo, haciendo que soportemos con ella el gran amor del chino y la niña Marguerite, sea más aguantable en el tiempo, sea más sencillo convivir con esa mezcla de poesía, sexualidad y dolor extremo. Pero, sobre todo, es más fácil que la historia no llegue nunca a quedar en el olvido.

“Mucho tiempo ella le mira. Luego le dice que alguna vez él tendrá que contarle a su mujer todo lo que ha ocurrido, entre tú y yo, dice, entre su marido y la china del colegio de Sadec.Todo, tendrá que contar, tanto la felicidad como el sufrimiento, tanto la desesperación como la alegría. Ella dice: Para que sea una y otra vez contado por la gente, quinquiera que sea, para que el conjunto de la historia no sea olvidado, que quede algo muy preciso, incluso los nombres de las personas, las calles, los nombres de los colegios, de los cines habría que decir, incluso los cantos de los boys por la noche en Lyautey e incluso los nombres de Hélène Langonelle y el de Thanh, el huérfano de la selva de Siam. El chino había preguntado por qué a su mujer. ¿Por qué contarle a ella en lugar de a otras? Ella había dicho: Porque ella, es gracias a su sufrimiento cómo entenderá la historia. Él había preguntado aún: -¿Y si no hay dolor? -Entonces todo quedará olvidado.” 10

El amante de la China del Norte


Bouvard y Pécuchet: aprendiendo a leer

por Yanina Rosenberg

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En el cuento El Evangelio según Marcos, Borges plantea el problema de la lectura demasiado fiel, de la cual surgen los riesgos de la incomprensión. Esto se refleja en el texto Vindicación de ¨Bouvard et Pécuchet¨, donde el mismo Borges explicita la base de la lectura de los personajes en la obra de Flaubert: no son más que dos fantoches a los que ¨...Flaubert les hace leer una biblioteca, para que no la entiendan¨. De esto trata Bouvard y Pécuchet, la novela inconclusa de Flaubert (y que en nada se asemeja a sus otras obras, mucho menos a su famosa Madame Bovary): de dos personajes singulares, paródicos al extremo, que buscan en los libros formas de ocupar su tiempo. La aproximación de Bouvard y Pécuchet al conocimiento es autodidacta y no se condiciona por la plena pretensión de conocer sino que se lee para imitar. Pero el copiar no les resulta exitoso. Pues, además de la pasividad de su búsqueda, la función referencial del lenguaje pierde efectividad porque se le presta atención a la forma (más que a la idea), y es por eso que se fracasa en la comprensión y puesta en práctica de lo leído por los amigos. Su pensamiento está ejemplificado claramente cuando deciden dedicarse a la arboricultura: ¨Exaltó de tal modo la imaginación de Bouvard que enseguida buscaron en sus libros una nomenclatura de plantas para comprar y, después de escoger nombres que le parecieron maravillosos, se dirigieron a un arboricultor de Falaise que se apresuró a venderles trescientos gajos que no conseguía colocar.¨ En el afán de imitar, se imita hasta la vestimenta propia de cada disciplina. En esta constante mutación de la apariencia puede interpretarse la definición del carnaval de Bajtín y la creación de un mundo al revés como escape transitorio de la realidad de Maravall. Justamente, la excesiva fe en los libros de Bouvard y Pécuchet es la que produce la visión negadora de la realidad. Así, Flaubert expresa su decepción frente a la praxis; la realidad que no se ajusta a la teoría. Esto constituye la crítica a la falta de consenso en el ámbito de la ciencia y a la democratización del conocimiento mediante el modelo de la enciclopedia. Pero en el diccionario de Flaubert se ordenan las palabras, no en función de las cosas, sino en función de las ideas dadas por el hombre. Es el significado social de la palabra lo que importa. La sátira se encuentra en que la única salida del enciclopedismo se encuentra en el acto de copiar. La denuncia del autor se relaciona con el problema de la estupidez en un marco que fundamenta la entrega del hombre a incansables búsquedas. Las aspiraciones económicas y sociales de Bouvard y Pécuchet necesitan cumplir un ciclo que los acerque al verdadero modo de pensar. Pero su edad los condiciona a no ser pacientes. Y de esta forma, se muestra el rol de las ideas en la sociedad; la estupidez de poner en práctica ideas recibidas ya concebidas. Por eso, lejos de satisfacer su ansia de conocimiento, los amigos terminan volviendo al punto de partida, a su actividad inicial de copistas, aunque, esta vez, compartiendo la incertidumbre de no haber podido vislumbrar ni una pequeña parte del orden del universo. En realidad, nunca dejan de copiar, ya que con cada disciplina se copia de los libros. La gran cantidad de bibliografía utilizada se relaciona con la aspiración de objetividad y perfección en el orden formal. Al igual que Flaubert en busca de la frase perfecta y su exigencia de precisión, objetividad y poder de observación, a la que el autor le agrega la impersonalidad, suprimiendo toda posibilidad de emoción propia. Sin embargo, es posible detectar ciertas ironías del narrador cuando refiere, por ejemplo, a ¨(ese) viento que se entretenía en derribar las ramas de las alubias...¨. De ahí que se diga Bouvard y Pécuchet es una novela sobre nada, un texto cuyo único referente se encuentra en sí mismo, en donde la forma es más importante que las ideas. La secuencia es cíclica y siempre la misma: abordaje, puesta en práctica, incomprensión, fracaso, aislamiento, resignación. Es quizás la falta de profundización lo que los habilita para desechar una y otra ciencia. Pero sus creencias no son afectadas por sus fracasos, la renuncia se centra en la posibilidad de aplicar dichas creencias.


Cabe destacar que la culpa es siempre ajena a Bouvard y Pécuchet. Esto justifica los despidos del personal por ineptitud, engaño o deslealtad. La ruptura de la línea de continuidad del conocimiento sucede por divergencia de opiniones de los distintos autores de los libros y sus ambiguas posturas o cuando dos disciplinas se contradicen. O, como los protagonistas mismos se quejan, por faltas de reglas de carácter general: ¨ ¡Exijo que se me explique por qué! ¡Y no sólo cada especie reclama cuidados especiales, sino también cada individuo, según el clima, la temperatura y un montón de cosas más! Entonces, ¿dónde está la regla? ¿Qué esperanza de éxito o de utilidad nos queda?.¨ Así, se abandona una para seguir con la otra. Por ejemplo, al final del segundo capítulo, los protagonistas le adjudican su fracaso en el terreno de la agricultura a su desconocimiento de la química. Sin embargo, puede resaltarse, como virtud, su persistencia y lucha por alcanzar resultados. A pesar de las repetidas frustraciones continúan tras el éxito. Así, no conformes con la práctica de la lectura literaria y la representación de obras teatrales, deciden escribir una pieza ellos mismos. En esta instancia, la ejemplificación la impone la mentalidad totalizadora del hombre que se cree capaz de cualquier acción creadora sin importar su dificultad. Esto, a su vez, implica una observación parcial e ingenua del universo científico. Sin embargo, la carencia de aptitudes tales como la inteligencia y el sentido común, los arrastra nuevamente al fracaso. Y una vez más se descubre el tono irónico del narrador: la inspiración no radica en factores exteriores, ni en el café, ni en el licor. No todo consiste en leer extensos tratados de teoría sin entender su esencia. Hay otros valores arraigados en el interior del hombre que piensa y siente, factores que no se adquieren en ninguna universidad. Pues Pécuchet mismo argumenta que ¨(…) un diploma no siempre es un argumento!¨

Fuente de la imagen: http://www.ucm.es/info/ especulo/numero22/bouvard.html

Varias de las acciones narrativas parten de un dogmatismo que los impulsa a creer en que la felicidad del hombre consiste en una constante búsqueda científica, la cual incita al estudio de las tan diversas disciplinas, y evolucionan hacia un escepticismo que los coloca al borde del suicidio, a la vez que suscitan el rechazo de sus vecinos. Esto incrementa su aislamiento respecto de la sociedad. Y como en un circulo vicioso, Bouvard y Pécuchet continúan en sus incursiones, evolucionando de lo general a lo particular (de los autores literarios al teatro, del teatro a la creación, de la creación al problema del genio, del genio al estilo, del estilo a la gramática, por ejemplo), cuando deberían avanzar de lo particular a lo general. Porque como aduce Borges sobre Spencer, devoción de Flaubert, ¨(…) el universo es inconocible, por la suficiente y clara razón de que explicar un hecho es referirlo a otro mas general y de que ese proceso no tiene fin o nos conduce a una verdad ya tan general que no podemos referirla a otra alguna; es decir, explicarla.¨ El único momento en el que se puede detectar cierto progreso es cuando Pécuchet cree en la religión: aquí, la noción de fracaso parecería ser más leve. Pues como todo hombre derrotado, encuentra la salida de la fe. Como última instancia de su evolución, puede impulsarse la crítica a las universidades como institución entregadora de información pero que no forma profesionales. Y el grado de especialización que adquieren las personas no hace más que aislarlo de la sociedad. Tal es la ubicación de los amigos dentro de la sociedad, pues son censurados como aquellos que se consagran a las grandes empresas del espíritu. Está claro de qué trata la novela: sobre la estupidez de creer en el poder salvador de la técnica, relegando el extremo racional del hombre. Estaría más claro si Flaubert hubiera terminado su obra. Pero, de haber seguido vivo, ¿la habría terminado? Queda la incertidumbre. De lo único que no se puede dudar es de que a Bouvard y Pécuchet¨ (…) tantas lecturas les habían trastornado el seso”. 12

Fuente de la imagen: http://www.ucm.es/info/ especulo/numero22/bouvard.html


Las andanzas de Amélie por Iraide Talavera Amélie Nothomb consigue hacer de su vida un poema épico. En Metafísica de los tubos, El sabotaje amoroso y Ni de Eva ni de Adán, novelas autobiográficas centradas en su infancia y su entrada en la edad adulta (en el tercer libro tiene 21 años), rescata experiencias de una vida pasada en Japón, China y Bélgica y les concede el rango de hazañas, de aventuras propias de un Quijote nacido en el siglo XX. Metafísica de los tubos comienza con una Amélie bebé que, durante sus dos primeros años de vida, no evidencia señales de querer comunicarse con el exterior. No llora, no ríe, no fija la vista en nada. Sólo ingiere alimentos y, tras el proceso digestivo, los expulsa. Esta actividad se realiza con una ausencia de vitalidad tan exasperante que sus padres terminan por convencerse de que han engendrado una planta, o más bien un tubo por el que la comida entra para luego salir. Tras este extenso período de letargo, la pequeña decide despertar y lo hace convertida en una deidad déspota que tiraniza a sus progenitores a base de berridos. Al cabo de un tiempo, estos gritos dan paso a las palabras, que desde un principio han bullido en su mente pero que ella ha seleccionado con tiento antes de decidirse a emitirlas. Además de atesorar un inmenso vocabulario, su memoria también le permite retener los fascinantes cambios que se suceden en la naturaleza japonesa, así como los episodios vividos en compañía de Nishio-san, la criada de la casa. 13

Pasan los meses y después de la primavera llega la eclosión estival, tras la cual amenaza el declive. Amélie se percata de que su mundo, que creía diseñado por y para ella, discurre independiente a sus designios. Esto la desespera, y a dicha preocupación se suma la de que Kashima-san, la nueva ama de llaves que sus padres han contratado, intenta hacerse con el control de la casa y está a punto de provocar el despido voluntario de su querida Nishio-san. Este libro termina con la tentativa de suicidio de la escritora poco después de cumplir tres años. Ésta decide ahogarse en el estanque del patio de casa ante la amarga perspectiva de pasar la vida alimentando a las carpas, odiosos peces que sus padres le han regalado por su cumpleaños. Es tal su pánico hacia ellos que por la noche su recuerdo le impide conciliar el sueño, por lo que resuelve abandonar la vida para no seguir aguantando ese suplicio. Afortunadamente, Amélie es rescatada a tiempo por su madre. Gracias a ello, podemos leer El sabotaje amoroso, novela cuya acción se desarrolla en China, concretamente en el gueto de San Li Tun. El comunismo se impone sobre los habitantes y todos los diplomáticos extranjeros sufren la marginación y la desinformación a la que los someten las autoridades chinas.


Los hijos de estos embajadores, mientras tanto, crean sus propias alianzas y sus propias leyes. Se trata de niños provenientes de multitud de países, pero a casi todos los une el deseo de declarar la guerra a los miembros de cualquier nación que pueda ser considerada enemiga. Como los alemanes del este son comunistas, deciden emprenderla contra ellos, pero cuando los adultos determinan que estos infantiles enfrentamientos han de acabar y que ambas partes han de firmar la paz, los muchachos determinan atacar a los nepalíes por el simple hecho de tener una bandera triangular en vez de rectangular. Estos arbitrarios argumentos para luchar son ajenos a la dictadura que la sociedad china está sufriendo, pero al mismo tiempo son producto de la preocupación que ésta les causa a sus padres y de la extraña situación multicultural en la que conviven. Amélie crece feliz ante la perspectiva de una guerra continua y, a pesar de no tener más de cinco años, decide trabajar en ella como exploradora, localizando a posibles adversarios. Para ello patrulla el gueto montada en su “caballo”, una bicicleta de la que no se separa. Su única preocupación en ese universo de confrontaciones es Elena, una bellísima niña italiana de la que se ha quedado prendada. Ésta, sin embargo, no responde a sus afectos y se muestra gélida cada vez que Amélie trata de acercarse a su nívea figura de diosa. Nuestra protagonista se siente como el caballero capaz de someterse a cualquier sabotaje para alcanzar el favor de la dama, pero su madre le recomienda probar a ignorarla para captar su atención. Amélie recela de la utilidad de esta estrategia, pero se sorprende ante los resultados de su cambio de actitud. Ahora es Elena la que la sigue a todas partes y le pregunta si acaso ha dejado de quererla. Sin embargo, esta sumisión no durará demasiado tiempo.

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En Ni de Eva ni de Adán, el amor vuelve a hacer su aparición bajo la forma de un cordial joven japonés. Se trata de Rinri, el primer alumno de la escritora cuando ésta llega a Japón e imparte clases para pagarse la manutención. La relación de ambos pasa de la amistad cordial al romance tras varias citas formales, y la joven se siente fascinada con ese chico tan pulcro que la lleva a recorrer lugares fantásticos de la geografía nipona en su coche blanco. Pasa el tiempo y es tal el enamoramiento de Rinri que le pide matrimonio a nuestra protagonista. Sin embargo, ella se resiste. Quiere a ese chico y se siente cómoda junto a él, pero la idea de casarse la llena de angustia y le bloquea el paso del aire. Así todo él sigue insistiendo y, tras su enésima petición matrimonial, un malentendido le lleva a entender que Amélie ha aceptado el compromiso. Ella no se siente capaz de aclarar esta confusión, y decide escapar a Bélgica en el primer vuelo que la compañía aérea le ofrezca. Cuando el avión sobrevuela el cielo de Japón y va dejando el país atrás, una enorme sensación de libertad invade el cuerpo de la muchacha. Sólo volverá a coincidir con un Rinri más adulto años más tarde, cuando regrese al país del sol naciente y el dolor del joven se haya evaporado bajo los abrazos de otra persona.


La ciudad de la alegría por Ana Feito Sentada en el Kindu, un indian coffee que abrió sus puertas en Oviedo este verano, con una copa de vino frente a mí, miro sin pestañear la decoración del lugar: cabezas de dioses (distingo a Ganesha y a Vishnu), mantras, tapices, objetos religiosos usados en las oraciones y que, por alguna causa, no desentonan en una ciudad cuyas costumbres y tradiciones son tan diferentes a la Hindú. No puedo estar en un escenario mejor para leer La ciudad de la alegría. Las primeras imágenes que me vienen a la cabeza cuando pienso en la India son del Taj Mahal, elefantes, mujeres vestidas con coloridos sharis y adornadas con joyas, hombres con turbantes, yoguis esqueléticos y barbudos, el Ganges. Nunca he estado allí, pero me imagino a qué huele la India: a curry, a cardamomo y a samosas (igual que huele el barrio de Southall en Londres) La ciudad de la alegría es la historia de cuatro personas que viven en la ciudad de Calcuta. De Oviedo a Calcuta, de una de las ciudades más limpias de España a un slum sucio y poblado de enfermedades y bichos. Comienza el viaje con sólo abrir las páginas del libro. Ésa es la magia de la lectura. Calcuta, la gran metrópoli de la colonia británica, la que fue llamada el París de Oriente por la oferta cultural y las diversiones que ofrecía a los más favorecidos, es también la ciudad que alberga millones de 15

campesinos muertos de hambre que huyen de los campos estériles en busca de trabajo. “En muchos aspectos la ciudad se parecía a la Diosa Kali, (…), Kali la terrible, imagen de miedo y muerte, representada con ojos de mirada terrorífica…” La ciudad de la alegría es un slum, un barrio marginal de Calcuta, en el que malviven personas en situación de subsistencia precaria, con escasos recursos económicos, sanitarios, educacionales. En ese slum coinciden, por eso que llamamos destino, varios personajes: un indio que fue campesino y que ahora se gana la vida por las calles de Calcuta conduciendo un rickshaw (del japonés jinrikisha “carruaje cuya fuerza la constituye un hombre” es, efectivamente, un carruaje de dos ruedas arrastrado por una persona); un sacerdote católico francés que escoge voluntariamente vivir en el slum con el propósito de hacer todo lo que esté a su alcance para mejorar la vida de los más desfavorecidos; un médico norteamericano que le ayuda en su empeño y una enfermera de Assam (estado del nordeste de la India) que ayuda al padre y al doctor en su lucha diaria contra la muerte. Cuatro vidas que se entrecruzan para darnos una lección de solidaridad y de esperanza en el marco del sufrimiento y la pobreza del slum. Cuatro vidas que nos enseñan la dureza del día a día de los más pobres, los desheredados y los enfermos. Un escenario en el que la

solidaridad es protagonista, pobres que ayudan a los más pobres, huérfanos que son adoptados por familias con las que no tienen vínculos de sangre, enfermos que siempre tendrán algo que llevarse a la boca, tal es el espíritu de los habitantes de La ciudad de la alegría. Su autor, Dominique Lapierre (nacido en París, hijo de un diplomático francés) lleva media vida escribiendo. Quizá sea más conocido por los libros, muchos de ellos thrillers, que escribió con Larry Collins hasta la muerte de éste en 2005. En 1985 publica La ciudad de la alegría, resultado de una larga investigación y de su amor y admiración por la India. En él narra la epopeya de unas gentes en el infierno del slum. Pero su obra no es sólo una historia, se ha convertido, gracias a las ventas, en una importantísima fuente de ayuda a causas solidarias en la ciudad de Calcuta y sobre todo ha servido para sacar a la luz la tragedia de los slums. Al cerrar las páginas del libro vuelvo a la realidad de mi vida en Oviedo, con las comodidades propias de un país del primer mundo. Regreso con la convicción de que la solidaridad y la esperanza pueden encontrarse en los lugares más insospechados y de que la felicidad está en realidad en las pequeñas cosas. La vida es preciosa, cuídala La vida es felicidad, merécela La vida es la vida, defiéndela Madre Teresa


Las claves de un amor eterno por Ainize Salaberri Hablo con la autoridad del fracaso. Scott Fitzgerald– ¡Y qué! ¡Pues claro que sí! ¡No es tan complicado! Hay que decir las cosas como son. Uno ama y después deja de amar. Françoise Sagan–

Beigbeder habla de amor. Amor. Y lo hace con sutileza, con miedo, con cierto remordimiento, con algo de pesar, y con mucha, mucha, muchísima esperanza. Él sabe lo que es amar. El protagonista del libro también lo sabe. Y ambos saben lo que es el desamor. Y el dolor. Éste es igual para todos, por eso nos sentimos partícipes al leer el libro. Sabemos, y entendemos, perfectamente de lo que nos habla. Porque nosotros también hemos sufrido, y amado, y nos hemos reinventado a nosotros mismos a través del amor, a través de la seguridad de esa otra persona. El mensaje que el autor desea mandarnos es claro: el amor, mal que nos pese, y hagamos lo que hagamos, dura tres años. Ni más ni menos. Tres años en los que aprendemos y vivimos todo lo que una relación puede darnos. Y a partir del segundo año, somos conscientes de lo que el amor puede quitarnos a su vez. Habla de cualquier tipo de amor: el platónico, el imposible, el real y apabullante, el que provoca un estruendo y nos deja sordos, malheridos durante años, insomnes durante

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largas noches de verano. Habla del amor correspondido, quizás el más doloroso, pues en él depositamos todo lo que somos, para perdernos a nosotros mismos al cabo de tres años. Porque no hay salvación, no nos engañemos. El amor dura tres años. Tres. Y después llega la nada. La tristeza ha llegado antes, igual que la desesperación. Ellas van de la mano durante toda la relación, y se ríen de nosotros, porque es una cuenta atrás y no nos damos cuenta hasta que oímos el tic-tac de los últimos compases de amor. El amor se acaba cuando es imposible volver atrás, dice el autor, “uno ha roto sin siquiera darse cuenta”. Y así es como desaparece el amor. Un chasquido y se terminó. Y con el amor nosotros también estamos acabados. En el principio del fin comienza nuestra deshonra personal, nuestro llanto, nuestra desdicha. Quizás como castigo, dice nuestro protagonista, porque según él el amor correspondido es narcisismo: “El amor más intenso es el amor no correspondido. Hubiera preferido no saberlo nunca, pero ésta es la verdad: no hay nada peor que amar a alguien que no te ama, y al mismo tiempo se trata de lo más hermoso que jamás me ha ocurrido. Amar a alguien que no te ama es narcisismo. Amar a alguien que no te ama, eso es amor.” Pero también asegura que estamos todos condenados al fracaso, porque la línea temporal no engaña. Los días van pasando y las esperanzas se van consumiendo.


La voz del protagonista, una voz masculina, fuerte, se rompe en cientos de miles de cachos cuando presiente que su relación terminará pronto. Él, enamorado de Alice, va contando los días que faltan para que su relación termine. Sabe que el amor es caduco e intenta, a través de las palabras, crear y dar forma al colchón que ha de soportar su peso cuando caiga a causa del desamor. Y ha de ser un colchón mullidito, para que la caída duela menos y pueda reponerse antes, volver a amar, saborear las mieles de la esperanza durante el primer año, los efímeros deseos del segundo, y el desastre absoluto del tercero. “Durante un año, la vida no es más que una sucesión de soleadas mañanas. Te casas lo antes posible. El segundo año, hacéis el amor cada vez menos. Resistes la tentación de fijarte en las señoritas ligeras de ropa. El tercer año, ya no resistes la tentación. Llega el momento en que ya no puedes soportar a tu esposa, te has enamorado de otra. Recibes dos noticias. La buena: tu mujer te abandona. La mala: empiezas otro libro.” Pero... ¿ocurre siempre así? ¿Es tan efímero el amor? ¿Tan predecible? El dolor es igual para todos pero, ¿también lo es el amor? ¿No hay esperanza, ni solución? ¿Es así de fácil? A lo largo de las 161 páginas que tiene el libro, el protagonista nos da las claves de las relaciones a la vez que las liga a sus propias experiencias. Así, nos cuenta cómo sabes que estás enamorado, cuándo sabes que el amor ha terminado, cuándo la pasión se convierte “en otra cosa”, cómo nos mentimos a nosotros mismos. Y también nos dice que los cuentos de hadas no existen. No existe la relación perfecta, ni el amor perfecto. No existe más que el desamor

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y la certeza de que en tres años el amor se terminará fulminantemente. El protagonista, ese hombre enamorado y acojonado, nos grita una verdad que ni de lejos queríamos oír al abrir el libro, y es que el amor, como los yogures, tiene fecha de caducidad. Nos grita de manera agresiva, y un tanto irónica, que no hay nada que podamos hacer para evitarlo, y que recordaremos siempre, avergonzados, los momentos en los que nos poníamos cursis, nos dejábamos ir por los sentimientos, las posiciones en las que hemos hecho el amor, los delirios, las planificaciones, las esperanzas. Todo ello se nos arrojará a la cara cuando cumplamos tres años, y observaremos atónitos el desastre, como quien observa un meteorito a punto de caer sobre sus cabezas. Eso es el amor, según Beigbeder: una piedra enorme cayendo sobre nuestras ilusiones. También es un libro, sin embargo, lleno, repleto hasta las cejas, de moralejas: “Sobre todo, he aprendido que, para ser feliz, hay que haber sido infeliz”, que “la felicidad es el silencio del dolor”, que “una cuenta atrás es un comienzo. Al final de la cuenta atrás, el cohete despega” que escribir – como hace el protagonista, como hace el autor para intentar superar el trance de la inminente ruptura– “es quejarse”, y que todos, sin excepción, mentimos, porque sabemos que nunca conseguiremos que un amor sobreviva los tres años. Porque el amor, la felicidad, la dicha, están condenadas a muerte.

¿No?


La importancia de los límites: Ampliación del campo de batalla, de Michel Houellebeqc

por Pedro Larrañaga

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Una guerra es una tragedia que lleva al ser humano a las profundidades del dolor y la miseria. A lo más hondo del agujero negro de su crueldad más irracional. Sin embargo, el conflicto cuenta con unos límites conocidos, una línea que acota la crueldad a un escenario concreto, a un territorio definido. Más allá de esa frontera está la esperanza de la salvación. Esa posibilidad de escapatoria, ese último clavo ardiendo, es el que le quita Michel Houellebecq al individuo en “Ampliación del campo de batalla” (Ed. Anagrama, 1999), la obra que le abrió las puertas al estrellato literario. Para el escritor francés, no hay límites en la batalla del hombre/individuo actual, porque la literatura de Houellebecq es indudablemente masculina, pero no como una exaltación del macho, si no del hombre enfangado en su propia miseria. La célebre revolución de mayo del 68, esa liberación sexual que abría las puertas a un nuevo horizonte, lejos de acercarle a la felicidad, le dejó frente a frente, en soledad, consigo mismo y sus incapacidades. De ese modo, el protagonista de la novela, un ingeniero informático de treinta años, hastiado del mundo que le rodea, que le ofrece manjares en forma de lujo y sexo a los que no tiene acceso, se convierte en el

ejemplo de toda una sociedad. Un mundo envuelto en una exaltación del físico, el dinero y los pechos apretados. Una realidad que él contempla desde el margen, desde un lugar exterior. Así, con la amenaza de una obesidad incipiente, fruto de comidas precocinadas y hamburguesas sintéticas, con un olor corporal intenso y algo desagradable, se oculta para masturbarse tras intuir el muslo de una colegiala atractiva. Día tras día, viviendo a escondidas su propia infelicidad y apatía. Esa es la ampliación del campo de batalla. Una guerra personal y solitaria, que ha crecido tanto que ya no se intuyen sus límites. Ya está ahí cuando nacemos, y seguirá ahí una vez hayamos muerto. Como no hay escapatoria posible, el individuo cae en la desidia, en la apatía constante. Al igual que un perro que recibe golpes sin saber por qué termina por tumbarse en el suelo sin moverse. Si no sabes cuál de tus gestos provocará el dolor, mejor desterrar todos tus gestos. Houellebecq, además de cínico declarado, es un ateo nostálgico. Firmemente convencido de la inexistencia de dios, el cielo y el infierno, le da un giro a sus planteamientos de partida.


Un malabarismo de tintes perversos, en el que culpa a la religión y a dios de su propia inexistencia. El escritor tiene claro que el infierno es real y tangible, no en vano puede verlo a su alrededor (una nueva expresión de “el infierno son los demás”), por lo que la pérdida de la fe nos deja solos frente a las fuerzas de lo cruel. La falta de creencias, la fragilidad de nuestros convencimientos, deja nuestro día a día sin más certezas que las de nuestros propios impulsos. Unos impulsos bajos, sucios e incontrolables. Son los ritmos fisiológicos los que marcan la vida de ese individuo irremediablemente solitario. Son los que marcan la interpretación de todos los acontecimientos. Su puesto de trabajo, como experto en nuevas tecnologías, es el reflejo de su incapacidad para las relaciones humanas. Sus compañeros pasan a ser los hombres que compiten con él por las hembras; mientras que las mujeres son las que le esconden sus virtudes. Las parejas que tuvo fueron las que le “abrieron sus órganos”. Y así todo lo demás. Con un punto de esnobismo, de desprecio a nosotros mismos y a lo que somos, Houellebecq convierte las conquistas de nuestra sociedad en pura basura. Esta vida fácil que el progreso y el dinero nos dan, son las que acentúan nuestra derrota. Por el contrario, los moribundos, los desarrapados y hambrientos, bastante tienen con no morir de inanición, como para espiar a las chicas que se prueban ropa interior en una tienda. No, no hay lugar para la poesía existencialista en medio de la desnutrición, el cólera y el sida. Esa es otra realidad poética que ni Houellebecq, ni ningún otro autor o autora aspira a retratar. El escritor retrata lo que conoce: la sociedad francesa de finales del siglo XX. Esa clase media acomodada que mira con desconfianza a inmigrantes que consiguen, a sus ojos, lo que ellos no tienen. Da igual que no tengan acceso al mercado laboral o a la educación superior, porque son más jóvenes y fuertes, están metidos en ese ruedo de carne firme y goce corporal que el individuo solitario mira desde la barrera. Ese es el nuevo escenario, el campo de batalla, que se extiende desde el

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despertar sexual hasta el momento en que el pene ya no es capaz de ponerse duro y a su propietario no le importa. Por que si le importa, no hay sosiego posible. La victoria sólo es posible con una eyaculación exagerada entre las piernas, sobre el vientre o en las mejillas. El sexo ha pasado a ser una competición de gimnasia, un recuento de pollas y coños probados y olvidados. Algo que sólo puede vivirse como una pérdida, como una falta. La crueldad de los planteamientos de Houellebecq, y su momento de mayor brillantez, lo encontramos en esa equiparación del liberalismo económico y el liberalismo sexual. Regidos por las mismas leyes del mercado, sólo importan los vencedores, los que acumulan billetes y orgasmos. El resto, los pobres y los tímidos, los endeudados y los feos, quedan apartados, relegados a las tinieblas. A observar, en la distancia, cómo la muchacha se aparta el pelo de la cara o se humedecen sus labios mientras habla. “Ampliación del campo de batalla” avanza sin sobresaltos, con una prosa fluida y fácil, casi inevitable. Por eso, cuando llegamos a ese punto en el que se nos muestra la mayor de nuestras miserias, no hay revuelo por parte del lector. Es así porque así debe ser. Nadie ha sido forzado a llegar hasta ese punto, con lo que es ahí donde debemos estar. Ha germinado entonces la apatía, la aceptación de nuestro destino. Ya sólo queda esperar al final. Eso es lo que tiene la guerra, que termina por amputar. Secciona las venas, impidiendo que el aire llegue a los pulmones, mientras la sangre resbala por nuestro cuerpo hasta encharcar el suelo. Entonces miramos con sorpresa a nuestro alrededor, pero no hay manchas rojas en nuestro salón. Es tan sólo el desasosiego, el recuerdo de la batalla, su eco. El reflejo que un cínico, declarado y orgulloso de serlo como Michel Houellebecq, ha construido en las páginas de un libro. Qué agradable es saber que el infierno son los otros, los demás, los personajes de los libros. Nosotros no, no somos así. ¿A que no? Dime que no, Michel, por favor.


Diagnóstico diferencial: «bulimia vital». Sobre La Náusea y otras afecciones. «Y yo―flojo, lánguido, obsceno, dirigiendo, removiendo melancólicos pensamientos―, también yo estaba de más.»1 Por Noemí Camblor. Olvido del sentido de esta vida, cansancio crónico, inmensa soledad, vagancia absoluta, tristeza perenne, y miedo…miedo y más miedo; miedo a ser todo y miedo a no ser nada. Hoy en día, nadie duda ya en pensar que una persona con alguno de los síntomas anteriores está sufriendo una grave enfermedad, la que cada vez parece más común en nuestra sociedad: la depresión. Es curioso… Verán, si estos mismos sentimientos se los expusieran a Jean Paul Sartre (1905-1980), el más eminente filósofo francés a quien se le concedió el Premio Nobel (aun habiendo sido el galardón rehusado por el protagonista), o a alguno de sus seguidores partidarios de la corriente de pensamiento existencialista, les habría dicho que, lejos de estar enfermos, han llegado al estadio más avanzado de la comprensión. Con toda la naturalidad del mundo, sin alarmarse en absoluto 20

sino más bien orgulloso de su clarividencia, Sartre les diría: Está usted sintiendo La Náusea. En esa Náusea, contada al detalle en la obra del mismo nombre, Sartre describe el compendio de las sensaciones del hombre al sentir la vida tal y como es desde el punto de vista filosófico del autor: un ser injustificado y un estar sin sentido. No hay ninguna misión ni ningún sentido para la existencia de cada persona, simplemente es por casualidad y está hasta que deje de hacerlo. La propuesta es facilísima, ¿verdad? Pero vuelvo a confundirme mientras leo la reflexiva obra del filósofo… La Náusea es una obra muy pesada, muy lenta, en el que cada detalle de lo cotidiano te come por dentro. Aburre la acción, te aburren las largas descripciones, aburren las eternas reflexiones en soledad, te aburren las suposiciones y te aburre todo, y te cansa, y te vuelve a aburrir; en definitiva que te aburre la vida de


Antoine Roquetin, el protagonista y lo que más te aburre es…la novela. Y es entonces cuando la lectura cobra sentido: la obra se vuelve nauseabunda porque para el existencialista la vida es así, pura cotidianeidad absurda, aburrida y solitaria.

Necesita el contacto, necesita a los demás: tiene sexo con su casera, se ve en él inquietud por trabar amistad con otros hombres; y finalmente, aunque reniega de su trabajo actual sí piensa en su autorrealización.

Y yo sigo confusa porque si hay algo más absurdo, aburrido, sórdido y solitario es vivir en una crisis económica que tiene destrozadas las vidas de millones de personas, bajo la tiranía de una hipoteca y unos créditos imposibles de pagar, aburridos de las ya diarias mentiras de nuestro mal marido, en el absurdo de ser quien no quieres, hacer lo que no quieres y decir lo que te mandan; y todo esto a veces solo roto por la emoción de que se repita cualquier atentado, guerra o sólo Dios sabe qué nueva barbarie.

Para mí, lo más interesante de esta novela obviamente no es su estilo literario (del que habrán observado poco comento porque no hay mucho que decir excepto mencionar el enorme trabajo del autor en la extensión y minuciosidad en las descripciones) porque esta obra no nació como novela sino como medio para exponer los pensamientos filosóficos de Sartre; lo que me resulta más interesante es cómo su protagonista Antoine, cree encontrar el sentido de la vida en el desarrollo del arte.

Si alguien protesta de lo anterior, hoy le darán su Por este motivo, estoy convencida ahora de que Sartre medicación. mientras escribía su novela estaba esquivando la Náusea, dándole sentido a su vida, convencido plena Sin embargo, en La Náusea no hay medicamentos, de sin sentido, a través de la explicación de cómo la sino reflexión y aceptación. Antoine Roquetin es por vida carece de sentido. Divertida paradoja… casualidad y será hasta que muera. Está en el mundo sin misión alguna pero desde su resignación ante esta Al término de la obra seguía sin distinguir entre realidad (llamada por Sartre la contingencia, un depresión y existencialismo, se me antojan casi c o n c e p t o c o m p a r t i d o p o r v a r i a s fi l o s o f í a s iguales, sólo separados por un siglo de mucho occidentales) sabe que él necesita. Lo que Roquetin desarrollo farmacéutico y poco desarrollo intelectual; necesita no está nada lejos de lo que necesita así que me asaltó otra duda, ¿no sería mejor empezar cualquiera: amor, amistad, autorrealización… Y como a tratar existencialismos antes que medicar lo necesita, se lo intenta procurar así, sin lexapro de depresivos? Entonces encontré el libro Más Platón y por medio, a pelo. menos prozac, de Lou Marinoff (2005)… Es cierto que Antoine, descubre su Náusea pero eso Dudas sobre esta vida hay muchas, pero lo que está no le hace tirar la toalla, aunque pueda parecer lo muy claro, al menos para mí, es que en las bibliotecas contrario: no tiene amor pero lo busca esperando el hay mucha, mucha salud. encuentro con su exnovia durante toda la novela.

1La

Náusea. Jean-Paul Sartre. Edit. Losada, S.A. Buenos Aires. (1947)pp.147 Pie de foto: Jean Paul Sartre, París (1905-1980).

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El goce de la perversión por Iván Mourin “Nunca, repito, nunca pintaré el crimen bajo otros colores que los del infierno; quiero que se lo vea al desnudo, que se le tema, que se le deteste, y no conozco otra forma de lograrlo que mostrarlo con todo el horror que lo caracteriza”. Marqués de Sade

“Justine o los infortunios de la virtud”, editada en 1791 y 1797 con varias versiones ampliadas, se puede calificar como la cumbre de la perversión de Sade, la cual valió para encerrarlo por demencia libertina (vendría a ser como la enajenación mental transitoria, que sólo existe como término jurídico y no psicológico) en diversas instituciones mentales. Es una oda a la corrupción, una obra que ensalza al vicio sobre la virtud, a la que pisotea, una obra maldita que ha corrido por el mundo con una clandestinidad que le ha costado abandonar hasta hace pocas décadas, donde cada acto es justificado por los protagonistas con sofismas. Justine es una joven bendecida con la virtud pero que, como tantas veces en la vida, derrotada por el destino, trata de controlar el rumbo de su vida a duras penas, mientras su hermana Juliette, hija del vicio, se deja arrastrar por sus instintos. La crueldad del ser humano (a la que Sade adula) es más fuerte que sus deseos, y la vejación acompañará a la protagonista hasta el fin de sus días donde, tras ver cómo Juliette ha obtenido una vida de lujos gracias al pecado, muere fulminada por un rayo. Como una especie de remiendo, el autor trata de arreglar

“Que las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, como espero que se borre mi memoria de la mente de los hombres”. Hasta tal punto era consciente de su depravación, de la huella libertina que había dejado impregnada en la sociedad francesa como una mancha oleosa, que Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como Marqués de Sade, dejó en su testamento esta orden. Qué poco podía imaginarse que, tras siglos, su figura y su obra perdurarían con la misma fuerza que entonces, fascinando a unos, escandalizando a otros en una era que poco deja al pudor. ¿Por qué? Seamos francos: el morbo llama como la miel a las abejas. Aquello que se prohíbe es lo que más nos tienta, porque lo políticamente incorrecto nos hace un poco más libres, y eso Sade lo supo entonces con la misma claridad que se conoce ahora. Por eso dejó que dulce ponzoña que habitaba en su mente corriese por sus dedos para convertirse en tinta, y la tinta en palabras que llenaron páginas de perversión, ironía y humor entre violaciones y actos grotescos.

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todo destrozo moral haciendo que Juliette medite sobre lo ocurrido y opte por cambiar su modo de vida por uno más piadoso. La novela es una crítica hacia la iglesia y la sociedad, disfrazadas éstas de falso puritanismo. Cada párrafo muestra las injusticias padecidas por defender la virtud, y las ventajas de ser libertino, una moraleja que recalca Sade al demostrar que el vicio siempre encuentra apoyo para triunfar. Pero la mejor obra de Sade fue su propia vida, disoluta, frenética, incorregible. Inolvidable.


Moliére y su escuela de mujeres por Verónica Lorenzo El teatro es comedia o tragedia. A veces las dos. Moliére en cambio hace de la tragedia una comedia disfrazada, una sátira contra todo y contra todos. Artista de la farsa, obras como El médico a palos o Tartufo han hecho de él una figura importante del teatro francés del siglo XVII.

Moliére, quien en realidad se llamaba Jean-Baptiste Poquelin, era hijo de un rico tapicero, y que llegó a licenciarse como abogado. Sin embargo, y como a muchos otros dramaturgos, el teatro le fascinó desde joven. A los veinte años ingresó en la compañía de los Béjart, casándose más tarde con una joven de la familia, Armande Béjart, hija o hermana de su amante Madeleine, veinte años más joven que él. Con la protección de Louis XVI y de la corte, Moliére se consagró por completo a la comedia escribiendo, produciendo, dirigiendo y actuando. Sus obras, a pesar del éxito, siempre causaron grandes polémicas con sus críticas a la sociedad francesa “visitando” en varias 23

ocasiones la cárcel. Y despertaba envidias y críticas tanto por su éxito como por su forma de vida, acusado de libertino. Una de sus obras más importantes es La escuela de mujeres, representada por primera vez en el teatro del Palacio Real de París el 26 de diciembre de 1662. Es una obra que está considerada como la primera gran comedia seria de la literatura francesa. Dividida en cinco actos y escrita en verso. La historia representada en La Escuela de mujeres gira en torno a Arnolphe, un hombre maduro quien desearía disfrutar de la felicidad conyugal pero su temor a ser engañado por su esposa decide casarse con su pupila Agnes, educada en la ignorancia y recluida en un convento. Sin embargo, la infelicidad llega cuando Agnes se enamora del joven amigo de Arnolphe, Horace, y la joven se debate entonces entre sus sentimientos y lo que parecen ser sus obligaciones. Moliére nos muestra a un Arnolphe d e s c o n fi a d o , c o n p e n s a m i e n t o s negativos sobre las mujeres como que todas ellas ponen los cuernos a sus maridos. Esa actitud machista de desear una mujer ignorante, que no sepa ni leer ni escribir para que no pueda mandar recados a sus amantes, hace de Agnes su mejor representación de la mujer ideal educada por las religiosas a petición suya. Pero no cuenta con que a pesar de todos los cuidados que ha procurado para su joven prometida, a pesar de toda su atención para “construir” su esposa perfecta, Agnes no deja de ser alguien que siente y padece y en el momento en el que Horace entra en su vida, todo cambia para ellos. Surge entonces en

ella el primer debate entre lo que quiere y lo que debe hacer. Una lucha a la que se han enfrentado las mujeres en más de una ocasión por éste y por otros motivos. Moliére se convierte con esta obra en un defensor de la mujer y de su papel en la sociedad, reivindicando el derecho al acceso a la educación y su libertad de decisión, entre otros, frente a la imagen que se había creado de la mujer en el siglo XVII. Esta obra fue un gran éxito pero también obtuvo críticas respecto a su temática, calificándola de obscena e irreligiosa. A raíz de La Escuela de las Mujeres, autores como Edme Boursault, Villiers o Montfleury escribieron obras aprovechando para criticar la obra y Moliére contraatacó con otras comedias como el Impromptu de Versalles, en la que criticaba a los actores del “Hôtel de Bourgogne”, compañía a la que pertenecía Boursault. Posteriormente, sus siguientes comedias correrían igual o parecida suerte, pero el éxito le llegó incluso hasta su muerte, sobre el escenario, representando El Enfermo Imaginario. Él que de su vida hizo comedias, convirtió su muerte en la escena final más paradójica y hermosa. Haciendo de falso enfermo y vestido de amarillo.

Esforcémonos en vivir con decencia y dejemos a los murmuradores que digan lo que les plazca. Jean-Baptiste Poquelin, Moliére (1622-1673)


Literatura infantil y juvenil

Juan Chorlito y el indio invisible (Janosch) por Iraide Talavera Juan es un niño con miedo. Cuando va a la escuela, sus compañeros se burlan de él porque es pobre y no muy listo. Al llegar a casa le cuenta lo sucedido a su padre, pero éste no sabe cómo ayudarle. Le dice que tendrá que aprender a defenderse solo, y el niño vuelve a clase triste y deprimido. Los días pasan al ritmo tedioso del descontento, hasta que el muchacho decide escribirle una carta a su tío Jonás, que trabaja en ultramar. En ella le pide que le envíe un indio como los que luchan contra los vaqueros en las películas del oeste para que le ayude a enfrentarse a los chicos de su clase. Al cabo de unos días, recibe la contestación de su tío en forma de receta mágica para crear un indio invisible. Es muy importante que la lea con atención, porque si se salta algún paso no funcionará. Juan espera a que llegue la noche adecuada para crear su indio. Después de colocar unos polvos mágicos en el alféizar de la ventana, se mete en la cama y cierra los ojos esperando dormirse pronto para que el día siguiente no tarde en llegar. El muchacho despierta por la mañana para ir a la escuela y encuentra a su lado un indio enorme. Su alegría se mezcla con el miedo al ver la imponente figura de su nuevo amigo, pero pronto se da cuenta de que puede confiar en él y de que, por 24

suerte, nadie más es capaz de verlo. Ese día Juan se siente mucho más seguro. Nota tras él la compañía cálida y reconfortante de un indio sioux que, con su sola presencia, consigue que todo le vaya mejor. Pasan las semanas y el niño deja de tener miedo de ir a clase: Ya no lo llaman “Berzotas”, ni le dicen que tiene “serrín en la cocorota”, y el respeto ganado le ayuda incluso a sacar notas más altas. Sin embargo, a medida que sus circunstancias mejoran, el indio se va volviendo más y más borroso, hasta que deja de verlo. Le escribe preocupado a su tío Jonás para preguntarle qué ha sucedido con su amigo, y éste le responde que ha tenido que volver a las Américas, su lugar de origen. Sin embargo, la realidad es que el indio se ha marchado porque Juan ha dejado de ser “Juan Chorlito”. Ahora es un chico que sabe valerse por sí mismo. Este cuento de Janosch es una lectura apta para mayores de 7 años, pero contiene un mensaje aplicable a todas las edades. Como se escribe a veces en las contraportadas de los libros, este cuento pueden leerlo lectores de entre 7 y 99 años. La historia de Juan Chorlito es la de un niño que, ante las dificultades para integrarse en la escuela, no encuentra dentro del núcleo familiar el apoyo necesario para superar este problema. Esto hace que se encuentre desorientado y que no

disponga de los recursos necesarios para defenderse de las burlas y las afrentas de sus compañeros. El indio, un personaje exótico producto de la fantasía del pequeño, representa el sostén que necesita. Además de ayudarle a evitar que otros niños se metan con él, le hace apreciar su valentía y su bondad implicándolo en fantásticas aventuras de las que él es el protagonista. A medida que éste aprecia los resultados logrados con la ayuda del indio invisible, va adquiriendo una mayor confianza en sí mismo para hacer frente a sus problemas, hasta llegar al punto de bastarse solo . Si bien hay personas que defienden la idea de que “uno debe hacerse a sí mismo” y de que “es de cobardes aceptar la ayuda de nadie”, todos necesitamos crecer con el apoyo necesario para encarar los retos que la vida nos presenta. Sin este soporte emocional, la realidad se tornaría hostil y la sensación de estar solos frente al peligro mermaría nuestras fuerzas. Esta es la razón por la que nuestro protagonista se mostraba tan vulnerable al comienzo de la historia. En conclusión, Juan Chorlito y el indio invisible es una tierna historia de amistad y solidaridad que tanto niños como adultos serán capaces de apreciar.


Escribir también es borrar, y dudar, y sustituir por Ainize Salaberri

“Las biografías que se escriben sobre mí no me interesan para nada. Mis libros deberían bastar” Marguerite Duras

(Marguerite) Duras escribía, se escribía. “Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.” Sus letras nunca nos abandonarán a nosotros. La Duras ha escrito obras magníficas, desde El Amante hasta Emily L. Y también ha escrito historias que sólo se comprenderían siendo Marguerite, la que escribe mientras bebe, la que se rechaza a sí misma, la que se proyecta en sus novelas y nos deja ver en totalidad su alma. Como “El amor”, novela que aún no he podido comprender. Porque sólo ella puede entenderlas, porque uno escribe para entenderse a sí mismo y “para intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos”, como dice ella en su libro-ensayo “Escribir”. Y es que Marguerite, la que escribe en el piso bajo de su casa, cerca del jardín, de la fuente, de los sonidos de los niños que juegan y se malcrían, no pudo evitar ser escritora. Porque quien lo es no lo elige. Las historias le eligen a uno, como le pasa a la protagonista de “Emily L.” que sin poder escribir la historia de su amor, de su matrimonio, de ella con el hombre al que ama, escribe la de Emily, esposa del capitán, inglesa, que escribe poemas y los esconde, porque no habla de su marido, y de repente se compara con ella, y escribe la historia de Emily pero en verdad es la suya propia, porque Emily no existe, es una divagación, Emily es la historia que llega a ella cuando creía no poder escribir y le da forma, y encuentra sentido entre frases inconclusas y sentimientos encontrados, y de repente la Duras tiene otro libro, que habla de amor, que habla de escribir, que es inevitable. Como para el escritor la escritura, como para el alcohólico el alcohol. Porque como ella misma dice, “A veces ocurre que, de pronto, pase por ti una historia, sin escritor para poder escribirla, tan sólo visible. Nítida. Es raro. Pero puede ocurrir. Es maravilloso cuando ocurre.” Pero ella las escribe, todas esas historias, sin poder parar, de manera compulsiva, es su droga, escribir, y no quiere parar, porque le hace feliz, aunque “nunca descubriré por qué se escribe ni cómo se escribe”, porque nadie lo sabe, como nadie sabe lo que se va a escribir porque “si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena.” Y por eso Marguerite no piensa en lo que escribe, ella escribe y la historia le lleva, le habla, le escribe, la escribe a ella, porque Marguerite es Duras en sus novelas, se escribe sin pudor, sin protección, se expone y se vende en librerías, sin dolor, porque sabe quién es, porque sabe que a través de la literatura, de su 25

escritura, es. Y Marguerite no escribe pese a la desesperación, sino con ella. Así escribió “El


amante”, dolida, exasperada, desesperada, rota. Como Helene Langollene. Y ella dice, pese a todo: “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir es también no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho.” Pero ella no calla, no aulla, ella grita y escribe, y bebe Whiskey y sigue escribiendo, y se enamora y escribe, y se desespera con los gritos de los niños siendo niños y mientras se tranquiliza vuelve a escribir. Y sus libros son gritos ahogados de verdad y de sentimientos, a veces ininteligibles, casi siempre certeros, verdaderos. Porque ella no miente, “nunca he mentido en un libro”, dice, “ni tampoco en mi vida. Excepto a los hombres. Nunca.”

Marguerite, que no Duras, la que hace el trabajo sucio, la que descansa y escribe en soledad, porque escribe, porque es escritora, sabe que no es libre. Su alter ego, la Duras, la famosa, la guionista, la que pone cara dura a las palabras, sabe que tampoco lo es. Porque dentro de sí lleva la condena de ser escritora, de no poder evitarlo. Los libros no son libres, ellas tampoco lo son, ni Duras, ni Marguerite, ni tan siquiera su amante, Yann Andrea, al que dicta los libros, el que juzga el talento y se excita al escucharla crear. Y sin embargo, ni la Duras, la cara dura, ni Marguerite, la ancianita un poco loca, un poco borracha de la que habla Vila-Matas en “París no se acaba nunca”, no tiene miedo, nunca lo tuvo, como sí lo han tenido otros escritores, que temen escribir, descubrirse. Ella lo acepta: “Nunca he tenido miedo de ese miedo –de escribir–. He hecho libros incomprensibles y han sido leídos.” A ellas la escritura les llegó de improviso, como el viento, “desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida.” Por suerte, Marguerite Duras, hecha una, se quedará por siempre entre nosotros, en su escritura.

“Yo no he decidido nada... No es eso. No puedo impedirme escribir. No puedo. Y esta historia, cuando la escribo, es como si te recuperara... como si recuperara los momentos en que aún no sé lo que sucede, ni lo que sucederá... ni quién eres, ni qué será de nosotros”. “Descubro esto con esta historia que tengo contigo: escribir es también eso, sin duda, es borrar. Sustituir.” “- Ser escritor no es saberlo. - No, eso no es suficiente, pero se dice tanto que debe de haber algo de cierto. Escribir es también no saber qué se hace, ser incapaz de juzgarlo, hay también un poco de eso en el escritor, un brillo cegador.” “Creo que nuestra historia me impide escribir otra cosa. Pero no es verdad. Nuestra historia no estará en ningún sitio, nunca estará realmente escrita.” Emily L., de Marguerite Duras. 26


Las niñas del liceo

por Fusa Díaz

I La niña Langonelle se mueve por el mundo con una intuición que le es innata y que a veces, por la noche, le da miedo. No sabe de dónde nace su deseo, sin embargo, sabe cuándo besar y es así como se colocan pacientes sus labios justo unos momentos antes de recibir el cálido aliento de la hija de la directora del colegio francés. No sabe cuándo debe empezar a llorar y por eso una y otra vez se equivoca y la tienen que dejar castigada sin que nadie la toque durante unos días. La profesora -que es ella misma- pide por favor que a partir de ese momento ninguna de las chicas entre en contacto con la niña Langonelle. Todas se preguntan si pueden hablarle y la respuesta es sí. Lo que no deben es tocarle las trenzas, por ejemplo, ni para deshacérselas ni para hacérselas, ni ayudarle con el botón del traje de dormir, ni besarle para las buenas noches. La niña Langonelle sabe que se lo tiene merecido y no se queja. A fuerza de esos días está aprendiendo a saber cuándo debe llorar, cuándo debe lastimarse con recuerdos de sus padres y de su tierra lejana, a fuerza de no ser tocada sabe, sigue sabiendo, que el deseo que hay dentro de ella misma es algo más que impuro, es una palabra asquerosa que no se atrevería nunca a pronunciar siquiera en bajito. La niña francesa disfruta viendo la hermosura de ella, también su propia hermosura, y sabe que los hombres las mirarían si tuvieran oportunidad de contemplarlas cuando están ya en la cama y hablan del chino y de las prostitutas de espaldas al mundo, las observarían complacidos mientras ellas se besan para tener menos miedo, o para llamarlo, para gobernar ese deseo raro de las dos cuando piensan en el hermano pequeño, el diferente. Una noche la niña sin nombre vino siendo ya vieja y Langonelle no entendía cómo había ocurrido, en qué momento. Sintió una ira profunda de no haber asistido a tal transformación, quiso llorar, pero temió equivocarse y sólo de pensar que la nueva anciana no iba a poder tocarla se contuvo. Nadie creería que en esos dos cuerpos todavía de niño cabe tanto, tanto amor. Todas las niñas del liceo se acaban pareciendo, todas y cada una de ellas: las que viven en Francia, las que lo añoran y las que ni siquiera saben 27

pronunciar bien su nombre.


Poemas por Fusa Díaz

II Hélène Lagonelle está tumbada en la cama bocarriba, se ha dormido como una loca esperando que llegara. Me quito los zapatos dorados, el sombrero de hombre, me arranco el pintalabios y sé en la oscuridad que mis ojeras de vieja son más negras sin él. Hélène duerme descarada, sedienta, respira con fuerza esperándome y si la llamo seguro va a querer dormir en mi cama porque tiene miedo de convertirse en enfermera de guerra. Hélène no sabe que es hermosa, no sabe que en mi insomnio la deseo desde la cama de al lado. La miro y quisiera acariciar sus pechos. No sabe que, cuando cierro los ojos y el amante de Cholen me hace gozar hasta morirnos los dos, creo que soy ella, como ella, como Hélène Langonelle. Pienso que toca su cuerpo, siento que soy sus piernas. No sabe nada y, si la llamara, si viniera a mi cama, no se daría cuenta de que la deseo como si fuera un muchacho. III Madre le miraba los pechos y pensaba: es tan infantil todavía. Pero Marguerite ya sabía mentir ya sabía cómo desear cómo provocar a los hombres cómo pintarse los labios de color rojo cereza. Madre le miraba los ojos y pensaba: es tan inocente todavía. Pero Marguerite lloraba en una habitación de hotel bajo el cuerpo desnudo de un chino y se preguntaba por el futuro por cuando ya su madre no le doliera por cuando se atreviera a huir. Marguerite miraba las manos de su madre y pensaba: es tan niña todavía, que ya se hizo vieja sin que lo sepa.

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El amor y el arte, el horror y la sombra por Ignacio Ballestero

“El fantasma de la Ópera existió”. Esta frase, que pretende ser un puñetazo de realidad perpetrado antes incluso de tapizar la historia con su indudable halo de misterio, resume el convencimiento que posee Gaston Leroux respecto a la historia que nos cuenta, el archiconocido relato de la vida de un misterioso personaje que convierte para sí una gran Ópera de París en un lugar secreto, recóndito, plagado de pasadizos y pasillos con humedades en los que el ojo humano se pierde, y se agudiza la percepción del resto de los sentidos. Allí, amparado en la oscuridad y lejos de revelar la fealdad de su rostro, se esconde un personaje que aún hoy alimenta el imaginario de tramoyistas y artistas, de gerentes y voces insignes de la ópera que atribuyen hoy día, a medio camino entre la sorna y el temor velado, incidentes y accidentes sobre las tablas al influjo maligno de este genio de la música. El Fantasma de la Ópera es, por encima de todo, una historia de amor. Erik huyó de casa muy pronto, empujado por la repulsión que su rostro provocaba entre los que le rodeaban. Durante mucho tiempo fue expuesto como una atracción de feria, pero en su pasado hay un episodio aún más determinante en el presente de la novela: el periodo que trabajó como asesino para el Sha de Persia. Fue entonces cuando aprendió a elaborar sofisticadas trampas y tretas que aplica sin descanso en la Ópera de París, para tratar de conquistar a Christine Daaé, una joven vocalista llamada a copar el alto escalafón en el mundo de la ópera. El resto de la historia es conocida por todos: Erik tiene una intervención decisiva para el estrellato de Daaé, quien comienza una relación amorosa con Raoul de Chagny. Desde ese momento, el amor de Daaé será la obsesión principal del fantasma, que hace 29

todo lo que está en su mano por apartarla del vizconde. Pero más allá de la trama de la novela, sorprende la realidad que otorga Leroux a una historia que nos plantea muchas preguntas. La primera, quizá, que hay que responder es hasta qué punto puede condicionar el físico a un hombre dedicado por entero a la música; a un creador celestial que se retira a las catacumbas del teatro que debería llevar su nombre y en el que se interpretan muchas de sus piezas y sus arreglos; por qué esa extrema fealdad acaban por convertir el talento de Erik en un conocimiento letal para todo el que le rodea, indefenso ante las tretas del fantasma. Sobre todo, sorprende la ternura con la que Leroux trata al fantasma. A pesar de sus actos, que deberían provocar rechazo, puede más la extrema fealdad que empuja al fantasma a la oscuridad, y que en la pluma de Leroux convierte a Erik en un personaje incomprendido, nunca un pendenciero, que trata de abrirse paso en un mundo que realmente ama a partir de lo que tiene en su mano, por mucho que esas herramientas sean las sombras y las humedades, las casualidades provocadas y la certeza de que algo está sucediendo. “El fantasma de la Ópera existió”, insiste Leroux cuando, años después de devorar sus páginas, acudo en busca de recuerdos con los que jalonar estas líneas. Quizá en el convencimiento del autor resida en gran parte el realismo de la obra. O viceversa. Quizá el realismo de la obra provoque el convencimiento del autor. En internet existen múltiples referencias al texto, algunas incluso en las que se comparan los ambientes, las situaciones y los personajes con estancias, momentos y personas reales del tardío París decimonónico. Parece real, incluso,

esa cercanía que Leroux muestra con los sentimientos del fantasma, con las tribulaciones de un Erik ebrio de amor por la música y por Christine, pero al que su rostro recluye en las profundidades de un teatro que por momentos parece una mazmorra, un castillo antiguo, una fortaleza con centenares de recovecos por los que se maneja como en casa este habitante de la oscuridad. En cualquier caso, real o no, inventado o no, El Fantasma de la Ópera no deja de ser una historia cercana, extrapolable a cualquier época y cualquier momento, incluso a cualquier situación. ¿No es cierto que áquel que no conoce la belleza en el gesto propio puede estar más capacitado para su descubrimiento en el ajeno? ¿Pueden unos dedos alargados, una cabeza que maquina muertes y trampas, parir a su vez unas notas celestiales? Quizá sí, o quizá no. Quizá la sensibilidad vaya relacionada directamente con la oscuridad, con la sombra, con el tenue reflejo de la luz de una vela en una máscara blanca que oculta fealdad y maldad, pero que también, bajo esa piel horrible que nunca se muestra, esconde la grandiosidad de un genio de la música, y de la muerte, que también tiene su parte de arte. Quizá las 504 páginas del libro de Leroux no sirvan para responder muchos interrogantes, y sólo aviven la hoguera con más preguntas sin respuesta. Lo único cierto es que, tras su lectura, en teatros muy dispares y alejados de aquella Ópera de París del siglo XIX, antes del inicio de cualquier función, acostumbro siempre a mirar hacia la parte alta del escenario, más allá del telón, intentando distinguir ese rostro oculto bajo una apariencia de mármol, enmarcado en dos huesudas manos que se preparan para hacer de las suyas mientras abajo, aquellos que acaparan la gloria, empiezan a copar las tablas.


Rapsodia Gourmet (Muriel Barbery) — Iraide Talavera Comer es un placer que afecta a los cinco sentidos. El olor de las sardinas ahumadas despierta nuestras glándulas salivares e inunda nuestro cerebro de apetito; el gusto cítrico del limón que sazona la carne agita nuestras papilas gustativas; el tacto viscoso del sushi japonés contra nuestro paladar hace que nuestra lengua se funda en un derretido abrazo con la lámina de salmón; la visión de las peras glaseadas de azúcar excita nuestra imaginación, y el ruido de los tomates arrancados de la granja al contacto afilado de nuestros dientes hace que avancemos el sabor rojo que saldrá de esa incisión inundando nuestra boca. Pierre Arthens ha elevado este placer a la categoría de ciencia, de mito, de religión. Su pasión por la comida lo ha llevado a convertirse en uno de los críticos gastronómicos más reputados del mundo, capaz de arruinar la carrera de grandes chefs sólo con verter una opinión negativa sobre sus platos. Sin embargo, la hora de la muerte no le 30

rinde pleitesía, y de entre todo ese compendio de experiencias culinarias trata de rescatar, desesperado, el gusto de un alimento que no logra recordar. En un ejercicio mental acelerado, enfrentándose a los segundos que anuncian su hora final, el señor Arthens rememora los aderezos, olores y texturas que lo han acompañado desde la infancia. A través de ellos accede a momentos que lo llenan de nostalgia y de contento, pero no alcanza a dar con el sabor que le hizo palpar la felicidad. Mientras los pensamientos de nuestro protagonista siguen su vertiginoso recorrido, las distintas personas que lo han acompañado a lo largo de su vida emiten su opinión sobre él. Sus hijos destacan su porte leonino, el desprecio con que los trataba y su absoluta falta de amor hacia ellos; su mujer subraya su voluntaria abnegación y el reprochable pero sin embargo inevitable amor que ha sentido siempre hacia su verdugo; la portera de su inmueble, Renée, critica sus

ademanes de rico, y la sirvienta de la casa recalca que, a pesar de su fama de déspota, siempre fue un hombre atento con ella. De este modo, descubrimos que Pierre Arthens ha sido un hombre respetado, admirado y temido, un marido dominante y un padre ausente. Pero, como él reconoce, la visión que los demás tengan de él le importa poco en esos momentos, y a decir verdad jamás le ha concedido valor. Ahora sólo quiere saber de dónde proviene ese sabor enroscado entre sus neuronas, tan remoto y aún así tan importante. Llega el final, y recuerda. Un gustillo esponjoso, crujiente y dulce a la vez hace que su memoria se anegue de azúcar y se le salten las lágrimas. Esas sagradas pastas de supermercado eran la gloria, esa comida sin refinamientos que se engullía con impaciencia y delectación simbolizaba el éxtasis por encima de la delicadeza de cualquier otro manjar. Pero la olvidó

durante años, la marginó durante su fulgurante carrera y se fue en pos de delicias lejanas, ornadas de exotismo. Muriel Barbery escribió esta novela en el año 2000 y la tituló Une gourmandise. Aquel mismo año recibió por ella el “Premio Meilleur Livre de Littérature Gourmande”, es decir, el premio al mejor libro de literatura golosa. No fue hasta 2008 cuando llegó a España de la mano de la editorial Zendrera Zariquiey. Su título, Una golosina, correspondía a la traducción literal del francés. No obstante, esta obra no se ha hecho conocida hasta principios de 2010, cuando Seix Barral la publicó bajo el nombre de Rapsodia Gourmet. Se trata de una historia breve que despertará el hambre de los paladares más ardientes y exquisitos, y que gustará mucho a aquellos que hayan leído La elegancia del erizo y sean capaces de reconocer elementos y temas comunes en ambas novelas.


El viaje de invierno, de Georges Perec por Fusa Díaz

El viaje de invierno, un volumen que encuentra el profesor de letras Vincent Degraël y cuyo autor es Hugo Vernier, esconde el secreto mejor guardado de la historia de la literatura francesa. Descrito por Georges Perec como un relato escrito en primera persona y ubicado en una región semi-imaginaria, de cielos pesados, bosques sombríos, suaves colinas y canales divididos por esclusas verdosas, este ejemplar único se convierte en la obsesión del joven profesor. Leyéndolo con entusiasmo, acaba descubriendo que todas las palabras que en él encuentra le resultan extrañamente familiares, recordables. Vincent Degraël, que desde hace algunos años prepara una tesis sobre la evolución de la poesía francesa desde los parnasianos hasta los simbolistas, empieza a reconocer en El viaje de invierno fragmentos de Germain Nouveau, Tristan Corbiére, Villiers, Banville, Rimbaud, Verhaeren, Charles Cros y Léon Bloy. Por supuesto, la primera sospecha de Degraël es que el tal Hugo Vernier, escritor desconocido para él, ha plagiado a todos y cada uno de los escritores que está encontrándose en el texto. Lee con ansiedad y sin salir de su asombro aquellas magistrales letras de los autores que le producen mayor admiración y se pregunta cómo en El viaje de invierno podían aparecer hasta 350 fragmentos -localizados por él mismo- de otros 30 autores. Parecía una compilación prodigiosa de poetas de finales del siglo XIX. A las cuatro de la mañana y habiendo acabado ya con la lectura, Degraël recuerda que, al tomar el libro, había 31

anotado la fecha de publicación: 1864. Por lo tanto, era completamente imposible que Hugo Vernier hubiera plagiado a escritores que vinieron mucho después de él. Volvió a la fecha para poder comprobar: 1864. Feliz y emocionado con el descubrimiento, el profesor Vincent busca por las bibliotecas información acerca de este escritor para contrastar su bello hallazgo: por supuesto, no encuentra nada, Hugo Vernier es un escritor fantasma. Lo más a lo que pudo llegar Degraël en su búsqueda fue a sospechar que las cartas que recibían y mandaban las celebridades del momento y que venían firmadas por H. o V.H. no eran, por supuesto, de Víctor Hugo de quien se trataba, sino de Hugo Vernier. «Durante casi 30 años, Vincent Degraël se esforzó inútilmente por reunir pruebas de la existencia de este poeta y de su obra. Cuando murió, en el hospital psiquiátrico de Verrières, algunos de sus antiguos alumnos emprendieron la clasificación de una inmensa pila de documentos y de manuscritos que dejó: entre ellos figuraba un grueso registro encuadernado en tela negra, el cual llevaba una etiqueta, cuidadosamente caligrafiada, El cuaderno de invierno: las ocho primeras páginas referían la historia de las vanas búsquedas; las 392 páginas restantes permanecen en blanco.» (El viaje de invierno, editorial Verdehalago, página 45)


Hermanos, en lo dulce y en lo amargo — Marisol González Nazábal Si de literatura francesa hablamos, un nombre ineludible es el de Guy de Maupassant, el genio que abandonó este mundo allá por el año 1893 en medio de delirios y fantasmas. Si bien es más conocido por haber escrito cuentos de horror como El Horla y otros en los que se perciben los síntomas de sus graves problemas nerviosos, nos centraremos aquí en uno de sus relatos más simplistas: Pedro y Juan. Se suele decir que los hermanos son enemigos por naturaleza. Para ejemplificar, podemos echar un vistazo al pasado: Rómulo y Remo, Caín y Abel…la rivalidad entre hermanos ha sido recurrente en la historia de la humanidad así como en la literatura. En la novela de Maupassant esta competencia es el hilo conductor. Desde las primeras páginas, los hijos del pescador Gérôme Roland miden fuerzas para impresionar a la linda viudita Madame Rosémilly, quien acostumbra pasar tiempo con su familia. Un día, la tranquila vida de los Roland se ve interrumpida por una noticia: Juan, el más joven de los hermanos, ha recibido una herencia por 32

parte de un amigo de la familia llamado Maréchal. El acontecimiento se revela como una gran alegría para los progenitores pero no ocurre lo mismo con Pedro, quien a pesar de ser médico, no goza de una buena posición económica. La envidia se apodera de él ante el progreso de Juan, quien enseguida comienza a invertir la fortuna en una ostentosa casa, en un buffet para ejercer su profesión de abogado y le propone matrimonio a Madame Rosémilly, quien acepta sin dudar Ebrio de celos, Pedro se pasea por las calles de El Havre. Malhumorado y pensativo, recurre a algunos personajes nefastos de la ciudad con el afán de refugiarse, pero lo que encuentra está muy lejos de llamarse consuelo. Las dudas e intrigas que estos siembran en el doctor no lo dejan descansar. ¿Por qué ese viejo amigo de la familia que a él tanto quería había heredado todo su dinero a su hermano menor? ¿por qué no lo había repartido entre ambos? Las preguntas sin respuesta se sucedían sin cesar. “Que un solterón sin herederos deje su

fortuna a los dos hijos de un amigo es una cosa muy sencilla y natural, pero que la deje a uno solo de esos hijos es cosa que sorprenderá a todo el mundo; la gente hará correr el chisme y acabarán riéndose”, se carcome. Y entre mil pensamientos, Pedro llega a un descubrimiento que romperá para siempre la calma de su familia. El argumento de esta historia podría ser fácilmente utilizado para una telenovela actual. Dos atractivos hermanos, separados por una herencia y por una mujer. Pero con la esperanza de que quien está leyendo se acerque a esta novela, no contaré nada más, pero sí diré que lo que ha hecho Maupassant con los protagonistas de la historia es magistral. Construyó dos personajes tan inmensamente diferentes y con tan buenos motivos para sus acciones, que obligan al lector a ponerse de un lado o de otro. Ambos aparecen presentados a la par en la historia. Juan es “un muchachote rubio, muy barbudo, mucho más joven que su hermano”, mientras que Pedro es “un hombre de treinta años, de patillas negras

cortadas como las de los magistrados, bigote y mentón afeitados”. Pero más allá de los contrastes físicos, otras marcadas discrepancias se interponen entre ellos: “Juan era tan rubio como moreno era su hermano, tan tranquilo como apasionado era su hermano, tan dulce como rencoroso era su hermano”. Entre ellos, se mantiene una envidia que crece solapadamente y los mantiene unidos en un lazo de fraterna enemistad. Podríamos agregar que Juan se vuelve tan rico como pobre era su hermano, lo que planta una semilla aun mayor de rencor en Pedro. Como dice Maupassant en el prólogo del relato: “El público está compuesto por numerosos grupos que nos gritan: Consoladme, Distraedme, Entristecedme, Enternecedme, Hacedme soñar, Hacedme reír, Haced que me estremezca, Hacedme llorar, Hacedme pensar, y creo que con esta, su cuarta novela, el escritor francés logra conformar los pedidos de esos numerosos grupos a los que hace referencia.


La sal de la vida de Anna Gavalda

por Begoña Martínez

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Segundo grado. Segunda mano. Mano con mano. Hermanos. Al nacer, tardamos en darnos cuenta de que mamá y yo somos dos personas distintas: dos bocas para sonreír, cuatro ojos son, siempre: para verte mejor. Tu voz es mi voz, sobre todo al teléfono, porque nos confunden. ¿Eres mamá? Es el primer grado. Con visitas. ¿Y el segundo, qué es? Un hermano te ha visto crecer, creciendo; te ha visto reír, riendo; te ha visto enfadada, enfadándose contigo. Compartimos, abrimos caminos, distintos, y sin embargo, no dejamos de ser como los dedos de los pies, partes de todo un pie. Pies que caminan juntos, se llaman por teléfono, se hablan, se gritan, se alejan, se hacen cosquillas cerrando distancias. De puntillas. Porque los hermanos lo son, tus dedos, aunque estén lejos, aunque a veces, no nos llegue su voz. ¿Qué parte de mí eres tú?, ¿Qué parte de ti está en mí? Somos hermanos de ombligo, y siguiendo el cordón, tirando del hilo, apareces tú. Mi hermano. Simon es hermano de Lola, y Lola de Garance. Y como si de un juego se tratase: Garance es hermano de Simon. Vincent es el pequeño, y como por arte de magia, es hermano de los tres. Anna Gavalda nos ofrece un fresco sobre una huída hacia delante, con visos de añoranza por un pasado, menos pesado que el hoy, el ahora y ¡Ya!, en el que viven los hermanos. Corren hacia Vincent, el pequeño, y el que vive de una forma, también, más relajada, alejado del mundanal ruido. Huyen de una boda, por compromiso, hacia el castillo de su infancia. Toman por asalto un tiempo abierto para disfrutar unos de otros, para reír, recordar, revisar, refrescarse y rozar por unos instantes lo que fue su infancia. Para regresarse y recuperarse, y al mismo tiempo, crear algo nuevo que llevarse de vuelta a casa y al ¡Ya!. Presente de imperativo. La vida está hecha de regresos y avances, saltos al vacío y sueños. Ésta es la historia de un retroceso, de nuestra sed, de bocas secas, y del agua que tu hermano te da para ayudarte a continuar. Bebe. Es hablarle

al ombligo del otro y reconocerte en el vértice del camino. Donde hay aristas y espinas, pero también rosas de tallo largo y sabia. La clorofila, verde y fresca, es la relación con mi yo que es parte de ti, mi hermano, mi sol. Yo te miro, y te veo, seguimos aquí, los cuatro. Esquinitas de una cama, puntos cardinales. Mosqueteros. La sal de la vida tiene un olor a francés, como a baguette; los nombres: “Pidou-ne no Pidoule”, cremas, medias, Montaigne... Como subiendo por una escalera, los sentimientos van creciendo a cada página, letra a letra, nota a nota, y es al final cuando en sinfonía estallan y Anna Gavalda nos ofrece casi, un listín telefónico de grandes canciones, francesas y no francesas que desatan las emociones que aunque siempre nos acompañan no siempre se dejan ver. Su estilo es muy fresco y ágil, y aunque no me identifico con los personajes femeninos (los más elaborados en la narración) el aire que se respira entre sus páginas, no tanto por la nariz, sino entre los poros de la piel, se me ha quedado guardado en un cajón interior, junto a Friday i ́m love (The Cure) y Common People (Pulp) dos de las canciones del listín, y envuelve una sonrisa al recordar a Simon, Garance, Lola y Vincent. Es un cajón abierto, no tiene llave. A quien le tiraría de las orejas es a Seix Barral, la editorial, porque las ilustraciones están descolocadas y esas cosas, hay que cuidarlas. Si bien el libro es un homenaje a la fraternidad, de sangre (no tanto a la universal y revolucionaria, también sanguinaria, del 1789, sino a una más pequeña y cercana, familiar, que se cuenta con los dedos de una mano) se destila entre línea y línea el peso y el valor, unas veces positivo y otras negativo, de lo cotidiano y las rutinas, y la necesidad, humana y muy visceral, de ser pluma, volar, de salir al campo y respirar el mismo aire de quien sabes que, siempre, va a estar ahí. Y lo mejol del liblo... la flase final: la del peluquelo chino, de cuyo nomble no me acueldo. Lisas, lisas y más lisas.


EL INCAL . Jodorowksi y Moebius por David García Ávila Cuando nació “El Incal” en 1980, mi corazón aún no se había roto y reconstruido por ningún amor; mis pulmones apenas comenzaban a distinguir el aire del líquido uterino; mis ojos estaban abiertos de par en par, pero no llegaban a distinguir nada más que sombras y colores vagos; mis oídos perdían poco a poco la referencia del palpitar del interior de mi madre por el vibrar de sus cuerdas vocales. Y para cuando el ilustrador y creador de historietas francés, Jean Giraud, alias “Moebius”, junto al polifacético Alejandro Jodorowski, finalizan la saga de “El Incal” en 1988 apenas era un niño que luchaba por superar sus complejos, con millones de dudas, fantasioso e inocente. Por aquél entonces comenzaba a ir solo a la biblioteca de mi pueblo, gran arca de los secretos del mundo entero. Me interesaba casi todo y envidiaba a Kali, diosa india de la destrucción, por su gran número de manos y brazos con los que podría haberme rodeado de cientos de libros, de historietas, de 34

aventuras, de misterios... aquellos primeros años de mi vida conocí sin saberlo a Moebius a través de una de las creaciones más conocidas y reconocidas del ilustrador francés, “El teniente Blueberry” (1964). Recuerdo que lo leía como a escondidas, literalmente hablando, porque los tomos era tan grandes, y yo aún tan por hacerme que quien se cruzara a mi vera era incapaz de distinguir a través de qué mágico embrujo se mantenían aquellas historias del Lejano Oeste encima de una mesa, sin caerse ni perder el equilibrio. Ahora, a mis 30 años, vuelvo a toparme con una de las puntas de pluma más innovadoras y tecno-imaginarias que me he echado al rostro desde que redescubrir el mundo del cómic. Moebius, con la influencia y cosmología del dramaturgo, actor, escritor, cineasta... chileno Jodorowski, que le ayudó a conocer los textos de Castaneda, y de la particular atracción del dibujante francés por la ciencia ficción, nace la aventura de “El Incal”.


Para las personas aficionadas al mundo del cine, decirles que podrán intuir lo que supone adentrarse en los mundos futuristas y oníricos de esta obra a través del trabajo del dibujante francés por su participación en creaciones cinematográficas como "Alien" (1979), "Tron" (1982), “Dune” (1984), "Masters del universo" (1986), "Willow" (1987), "Abyss" (1989) o "El quinto elemento" (1997).

“...desde vuestros sillones blandos, confortables, pero en directo desde la antena presidencial de supernormalización, vais a poder asistir, a través de las míticas regiones del centro-tierra, a la captura y al exterminio, por el necro-robot normalizador, de los últimos rebeldes, la célebre banda de los seis....misterio...aventura...superrestablecimiento de la justicia...”

Pero pasemos de jugar a la orilla de esta obra para dejarnos arrastrar por un torbellino de ácido metapsíquico. Porque “El Incal” es muchas cosas, y también un viaje alucinógeno, iniciático, si así nos lo proponemos. Para otras personas podría ser un libro de aventuras en un mundo (aparentemente este mismo, la tierra), pero en un futuro lejano, lleno de simbolismos, de totems, de simbologías espirituales de religiones que nunca existieron y otras que quizá evolucionaron de las que hoy conocemos. Pero he visto más al arañar las viñetas con mi mirada. Mucho más que el devenir de un detective de categoría R, junto a su fiel compañero (un pájaro prehistórico) con el que se ve inmerso en persecuciones, intrigas palaciegas a nivel galáctico, luchas de clases entre seres terrestres, extraterrestres e intraterrestres, diosas y divinidades, metabarones e hijos de la luna, fuerzas militares y mentales, robots, naves espaciales, construcciones y estructuras de una imaginación e invención de gran originalidad. Un totum rebolutum que nos proyecta a mundos y épocas, no por muy complejos menos semejantes al nuestro.

Incluso se dan sutiles espacios para las reflexiones sobre los modelos de familia:

En la lucha entre los poderes primarios y primitivos (la Oscuridad vs la Luz), con un don nadie, bebedor, putero y mal hablado como único salvador y llave para lograr que las sombras no lo engullan todo, nos topamos con conflictos o contrasentidos de nuestros días. Por ejemplo, los medios de comunicación de masas, que todo lo filman y graban, todo lo comentan y hacen espectáculo de la muerte, el dolor con la desidia cómplice de los televidentes:

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“Metabarón: ¡Bien, ya ocurrió!...es la primera vez en tu corta vida que te veo llorar... ¡Y sé porqué!¡Y sobre todo por quién! Soluna (su hijo): ¡Ella ni siquiera me ha mirado! ¡Es mi madre, tú eres mi padre...y nada! ¿Por qué nos ha abandonado? Metabaron: ¡Nada de eso, ella cuida de nosotros!¡Fue ella la que abrió el torbellino del lago de ácido! Soluna: ¡No nos quiere! Metabaron: ¡Soluna, el peligro es grande! Ella tiene que actuar como guerrero! Pero también hay espacio para el humor irónico y sarcástico, para la filosofía, para la tecnología, los viajes intergalácticos... Pero siempre nos quedará una duda: ¿Qué es “El Incal” realmente? “Cabeza de Perro: En el más insignificante de los planetas del Imperio ha nacido la nueva luz de la galaxia... […] es una conciencia pura...una emanación directa del plano divino. Así pues, su fuerza proviene de Dios... Otros: ¿de lo divino? ¿de Dios? ¡Hace muchísimo tiempo que no se habla de Dios en esta galaxia. - No creo en monsergas. - ¡Queremos cosas concretas!.”


FRANÇOISE Y LA TRISTEZA

Françoise Sagan, triste y tóxica

por Fusa Díaz

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Françoise Sagan escribió Buenos días, tristeza con diecinueve años después de que rechazaran su petición de ingreso en la universidad de la Sorbonne. Resulta fácil imaginarse a una muchacha triste y orgullosa recreando al personaje de Cécile, otra muchacha triste y orgullosa que está tan acostumbrada a la dulce (y desordenada) vida que le da su padre que no sabe, que no va a saber cómo encajar que, de pronto, el mundo no se rija por los caprichos de ambos. Siendo huérfana y viudo viven como si fueran amigos, aunque a Cécile, con el paso de los años, cada vez le cuesta más. Rigiéndose sólo por sus voluntades más inmediatas, padre e hija se comportan como adolescentes que desconocen las reglas y no dejan que nada les entorpezca en su coqueteo con el caos y la felicidad más simple. Son anárquicos y creen que su modo es el más acertado de todos, se creen poseedores y descubridores del verdadero lado dulce de la vida. Françoise Sagan recibía un golpe bajo del mundo de los adultos habiendo sido rechazada en la Sorbonne, mientras Cécile se comporta en sus manos como la niña malcriada que es y apuesta fuerte por una maldad que todavía necesita un poco más de desgaste para convertirse en verdadera. Françoise Sagan juega con una que se parece a ella y la convierte en una muñequita infeliz que no va a saber cómo aceptar que la vida fácil también cuesta de seguir. Entrando en escena Anne, una amiga de la madre, las cosas empiezan a cambiar en la casa de Cécile Sagan: de pronto, hay alguien que se preocupa por sus estudios, por su porvenir, por su educación. Anne intenta ejercer de madre y esposa mientras ellos no saben bien cómo ajustarse al papel de hija y esposo, después de tanto tiempo sintiendo que lo único que les pertenece es la libertad, Anne se interpone entre ellos como agente desestabilizador. No hay que olvidar que Françoise no deja de ser otra adolescente furiosa por el rechazo de la universidad, así que sonríe -no, no resulta difícil imaginarla escribiendo sobre ellos- y se dispone a ponérselo difícil a Cécile Quoirez. De todos modos, Françoise Sagan se aferra a la melancolía y la confusión y acaba haciendo un personaje que aunque en primera instancia nos podía asustar y podía parecernos atrevido, pronto veremos que detrás, muy poco más allá, está la bondad y el miedo a dejar de ser una niña. Descubriendo Cécile, quién sabe si también Françoise, su primer amor y su primer desengaño con su vida, podemos ver ese lado humano y nada engreído que tienen ambas. Lado que, pocos años más tarde, dejará ver en un diario de desintoxicación.


FRANÇOISE Y LA TOXICIDAD «En el verano de 1957, tras un accidente de automóvil, fui presa durante tres meses de dolores lo bastante desagradables como para que se me administrase cotidianamente un sucedáneo de morfina llamado “875” (Palfium). Al cabo de esos tres meses estaba lo suficientemente enganchada como para que se impusiera una estancia en una clínica especializada.» Resulta increíble que la niñita Cécile, de pronto, se quite todas las máscaras y acabe reconociendo que es adicta al 875. Ya no tiene velos Cécile Sagan y habla por sí misma, sobre sí misma. Así, con esa nota de la misma autora, empieza Tóxica, el diario de desintoxicación que la editorial Ático de los Libros nos (recién) ofrece inédito en español. Siendo Françoise Sagan todavía esa niña consentida y algo repelente que jugaba a ser traviesa en su último verano como adolescente, está algo más adormecida en su rebeldía. Leyendo Buenos días, tristeza, a pesar de que el tono de Cécile nunca es amenazador y detrás se puede reconocer fácilmente una clara docilidad mal entendida, uno siente algo de miedo, como que esa niña tiene algo que los demás no, un poder que, si se atreve a usar, puede dañarnos si nos la cruzamos. Un discurso y un hilo argumental, un conocimiento de sí misma y de sus rincones que la pueden hacer poderosa. En cambio, la Françoise Sagan de Tóxica es mansa y permisiva, se atreve con sus puntos débiles hasta el punto de dejar constancia -y después públicamente- en un diario sobre sus horas más bajas: cuando pide la medicación, cuando se aburre, cuando no consigue comunicarse con alguien por teléfono. Y, sin embargo, en ese rol algo más vergonzoso y como de ángel caído es cuando se deja ver a la literata que es, ya lejos de su fama y toda su provocación, golpeada fuertemente por ese lado que asomaba belicoso en la Françoise triste. Es en este diario cuando se puede ver a una Françoise Sagan que ya no provoca respeto pero tampoco suscita lástima. Es una niña-mujer adicta y eso nos ablanda en la lectura, pero también hay rebeldía, todavía queda algo de Cécile en algunas horas... pero una Cécile madura, una Cécile reflexiva que encuentra la felicidad en un jardín, en un sol que calienta lo necesario, en unas horas de autosuficiencia. El enfrentamiento con su dolor físico hace, precisamente, que se vuelva hacia su lado menos superficial y se olvide uno de aquella primera al leerla; dejándonos seducir por el trazado grave y rabioso de las ilustraciones que acompañan en el libro (todo un acierto), hace que se nos olvide que es una mujer peligrosa, que sigue teniendo las mismas armas que en Buenos días, tristeza. Françoise, sin embargo, ve reposar gentiles todas sus armas y se refugia en el libro y el miedo por igual, dejándonos ver una escritora que cree merecerse una oportunidad, otra.

“Pero me parece que, en adelante, mis únicos momentos felices conmigo misma, aparte de los demás seres y de algunos momentos de exaltación o de bienestar físico que la naturaleza procura, no podrán ser más que literarios. De este modo, los escritores caen en la misma trampa que los contables, los industriales y otros embrutecidos por el trabajo. Para encontrarse después prisioneros de la misma soledad inactiva: da escalofríos. Entiendo que M. y otros se obstinen por farfullar con las revistas de turismo. Porque, a fin de cuentas, cuando no hay nadie a quien besar y la soledad equivale a un trabajo que ya nadie te pide, la vida debe de ser triste.” Tóxica “A ese sentimiento desconocido cuyo tedio, cuya dulzura me obsesionan, dudo en darle el nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza. Es un sentimiento tan total, tan egoísta, que casi me produce vergüenza, cuando la tristeza siempre me ha parecido honrosa. No la conocía, tan sólo el tedio, el pesar, más raramente el remordimiento. Hoy, algo me envuelve como una seda, inquietante y dulce, separándome de los demás.” Buenos días, tristeza 37


FRANÇOISE SAGAN, TRISTE Y TÓXICA Con todo, releyendo ambos libros, no hay tanta diferencia entre las dos Françoise, como si antes de la tristeza ya fuera tóxica, como si la toxicidad más fiera la convirtiera también en la triste del principio, en la que tenía a la tristeza como honrosa. Ambas Françoise mantienen un monólogo interior con ellas mismas y se buscan, aunque quizá con lo que van a dar es tan diferente, pero su actitud trepadora es idéntica, la introspección y claridad con que se indaga es igual. Siendo la primera demasiado joven, demasiado triste, y estando la segunda demasiado castigada, demasiado adicta, al fin y al cabo, qué les queda: las dos se enfrentan confiadas a la escritura y filtran sus estados de ánimo a través de ella. Eso les confiere una honestidad que uno percibe al leer. Hablando en Buenos días, tristeza a través de su personaje y en Tóxica a través de sí misma consigue el mismo efecto en el lector: un sobrecogimiento. En mi caso particular, los dos libros fueron leídos de principio a fin sin pausa; puedo decir que ambos viajes son un goce para las que, como yo, se vuelven tristes y tóxicas con un buen libro entre las manos.

“Aquí termina este pequeño diario de la desintoxicación. Ha sido benigna, y el diario, saludable. Viviré y escribiré de verdad, como se suele decir. No encuentro una frase moral o amoral para terminar. Me digo, hasta luego” Tóxica

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Relato Mi rosa por Marta Gómez Garrido Hubo un día, en un lugar y en un momento que no consigo recordar, en el que me senté sobre la corteza de un pequeño planeta a llorar. Con la cara entre las manos, me intenté ocultar de la mirada de las estrellas, que me juzgaban severas, pues había roto la promesa que le hice a Irene cuando comenzamos a sentir esas mariposas por el estómago. Había decidido abandonarla para buscar nuevas tierras, nuevas vidas, quién sabe si nuevos cuerpos. Abandonada a mi dolor, no me percaté de que, en silencio, un niño con el pelo del color del trigo se había sentado a mi lado y atisbaba ensimismado el horizonte. Me quedé mirándole, extrañada por lo serenas que parecían sus facciones. Su pequeño cuerpo estaba a mi lado, pero no parecía real, sólo el recuerdo que alguien dejó allí olvidado. Al notar que le miraba, giró la cabeza y me miró pensativo. -

Yo una vez estuve tan triste como tú.

-

¿Cuándo?

-

No lo recuerdo, hace mucho tiempo.

-

¿Por qué estabas triste?

-

Me sentía sólo.

Le miré con pena, porque entendía el dolor que le embargó aquella vez. Él, sospechando mi pensamiento, continuó su historia. -

Entonces conocí a un zorro. Él no quería jugar conmigo, desconfiaba de mí, pero quiso que le domesticara.

-

¿Domesticarle?

-

Sí, es algo demasiado olvidado. Significa “crear lazos”. Él al principio sólo era para mí un zorro parecido a otros cien mil zorros, y yo, un niño parecido a otros cien mil niños. Y no le necesitaba. Y él tampoco me necesitaba a mí. Pero, le domestiqué.

-

¿y qué pasó?

-

Que empecé a ser para él único en el mundo.

Volví la vista hacia las estrellas. Ahora parecían menos amenazantes. Saboreé la frase que el pequeño había dicho. Ser único en el mundo para alguien… eso sin duda parecía algo especial.

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-

Pero llegó el momento de la partida –continuó el Principito.

-

¿Te fuiste?

-

Sí, no podía quedarme.

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¿Por qué no?

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Porque comprendí que había una rosa que me había domesticado mucho tiempo atrás. Aquella que había dejado en mi hogar.

-

Si estabas domesticado, ¿por qué te fuiste?

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Porque pensé que todas las rosas eran iguales.


Relato

-

Y ¿no lo son?

-

No, mi rosa era más importante que todas las rosas, puesto que era a ella a quien había regado. Puesto que era ella a quien había abrigado bajo el globo. Puesto que era a ella a quien había protegedio con la pantalla. Puesto que era ella a quien había escuchado quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse. Puesto que era mi rosa.

-

Yo también he querido abandonar a mi rosa.

-

Te diré el secreto que me transmitió el zorro, algo olvidado tiempo atrás por los hombres. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

-

Pero hay muchas rosas, ¿por qué sabías que ésa era tu rosa?

-

Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante.

-

Es el tiempo que he perdido en mi rosa... – dije a fin de recordarlo.

-

Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...

-

Soy responsable de mi rosa... - repetí a fin de recordarlo.

Me quedé pensativa, buscando en el resplandor de los astros un significado oculto para tamaño acertijo de la vida. Vi desde aquel pequeño planeta la lejana corteza de los otros. Eran tantos… todos tan similares, tan distantes. Hasta que en la lejanía, vislumbré uno adornado con tonos verdes y azules. Entonces lo entendí. -

Ella es mi rosa.

Me giré para agradecer al pequeño su explicación, pero cuando le miré, ya no estaba allí. Se había ido con tanta discreción como llegó, como un rayo del sol en la tormenta, del mismo color dorado de su cabello. Me tumbé sobre la corteza de aquel planeta más tranquila. Puse los brazos bajo mi cabeza y cerré los ojos, para dejarme envolver en el silencio del universo. Las imágenes de mis sueños comenzaron a arruyarme cuando un sonido desagradable me hizo abrir los ojos. Ya no estaba en aquel apartado rincón, sino en mi cama, con Irene, y era la hora de despertarse, un día más. -

Buenos días cariño, ¿has dormido bien?

-

Eh, sí –le respondí tras un momento de duda al recordar mi extraño sueño.

-

¿Estás bien? Últimamente te noto un poco rara.

La miré a los ojos y las palabras de aquel niño volvieron a mi mente: “eres responsable para siempre de lo que has domesticado”. Ella, preocupada, me urgía con la mirada. -

Estoy muy bien –le respondí.

Después la besé con suavidad, para no dañarla, porque ella era mi rosa. Para siempre.

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LA TRASTIENDA por Fusa Díaz

Fuente de la ilustración: elblogdepablogallo.blogspot.com

El amor en Boris Vian

ESPUMA Existe en Boris Vian un mundo que, de mirarse al espejo con el nuestro, se reiría a carcajadas. Aquí cuando cierras una puerta no suena el ruido que hace un beso en un hombro desnudo, nadie enferma al haberle crecido un nenúfar en un pulmón y los camareros no recogen la sangre que deja un asesinato en la mesa de un café. Probablemente lo más espectacular de La espuma de los días sea ese universo que ni siquiera llega a ser paralelo con el nuestro pero que, leídas unas páginas, en nada ya nos extraña, completamente adaptados a toda esa parafernalia de Boris Vian. La historia, en definitiva, pasa a un segundo plano en esta novela y la curiosidad sólo se alimenta de las genialidades que van apareciendo a lo largo de la historia. Ésa es, de alguna manera, la espuma de la vida de Colin y Chik, los dos personajes principales (si es que podemos alejarnos con objetividad y ver que, detrás de la espectacularidad de la imaginación de Boris Vian, también hay una trama argumental). Hay objetos como el pianóctel o el arrancacorazones, los ratones caseros son amigos de los dueños y los hogares, según qué ocurre adentro, se encogen o agrandan; un cocinero particular tiene mejor prestigio que un ingeniero y las balas necesitan del calor del cuerpo humano para crecer en tierra esterilizada. Lo que en un principio despista por completo, dejando de lado la intención del escritor, centrando todo nuestro interés en darle forma en nuestra mente a todo lo que nos propone Boris Vian, poco a poco se va convirtiendo en nosotros en una absurda lógica, pero en lógica de todas formas.

DÍAS Sin embargo, bajo toda esa espuma y artificio, hay dos historias de amor. Colin está profundamente enamorado de Chloé y Chik, además de sentir una gran admiración por Jean-Sol Partre que lo llevará a su propia condena, lo está de Alice. Siendo dos historias de amor bien adornadas, no podemos dejarnos llevar por la parte más superficial del texto, más de estilo y forma. Pero, como antes, si lo que nosotros entendemos por amor se mirara en el reflejo que le plantea Boris Vian, es seguro que quedaría completamente desencantado. Aun así, es reconocible; sabemos, sin necesidad de que sea la correspondencia fiel a lo que nosotros entendemos por una relación de pareja, que estas dos historias que se cruzan y descruzan a lo largo del texto son ese amor en Boris Vian. Lo que en un principio todo es vida llana y placentera, sin más dificultad que saber qué hará Nicolás -el mayordomo- para comer, se va convirtiendo en una lucha de esas dos almas adolescentes de Colin y Chik por sobrevivir en ese mundo algo alterado. No hay victoria para ninguno de los dos, el amor tampoco queda ileso en estas dos historias, es una tragedia, digmámoslo así, una tragedia moderna: no hay luchas interiores, no es profundo el análisis de Boris Vian en sus personajes, no acabamos nunca de saber qué sienten estas personas diferentes, sabemos de su preocupación de una manera fría y distanciada, no hay emoción -lo que entendemos por emoción- en su narración; pero hay dos historias de amor, hay tristeza, también, y és 41


ta se parece más a la nuestra. Hay un desencanto de la vida a lo largo de la novela y éste está fuertemente arraigado al amor de estas dos parejas. Podría ser que simplemente fuera un juego para Boris Vian, que no hubiera tanto por analizar: sólo un mundo surrealista donde una persona demuestra su amor buscando un trabajo, vendiendo su pianóctel o matando a todos los libreros y quemando todas las librerías donde venden Jean-Sol Partre. A lo mejor sólo era un guiño a sí mismo y no existe tal tragedia, tal desencanto, no hay moraleja ni metáfora; sin embargo, hay reflexiones atemporales que, si se asomaran al espejo de nuestra realidad más contemporánea, tampoco se encontrarían tan desubicadas en este particular desconcierto.

-¿No podrías darme una idea de cómo conseguiste entrar en relación con ella?... -prosiguió Colin. -Bueno... -dijo Chik-, yo le pregunté si le gustaba Jean-Sol Partre, y ella me contestó que coleccionaba sus obras... Entonces yo le dije "yo también", y cada vez que yo le decía algo ella contestaba "yo también", y viceversa... Entonces, al final, para hacer un experimento existencialista, le dije: "Te quiero mucho", y ella dijo: "¡Oh!" -El experimento falló -dijo Colin. -Sí -dijo Chik-. Pero de todas formas no se marchó. Entonces le dije: "Yo voy por aquí", y ella dijo: "Yo no", y añadió: "Yo voy por aquí". -Extraordinario -dijo Colin. -Bueno, entonces yo le dije: "Yo también" -añadió Chik-. Y me fui con ella a todas partes...

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Un gigante en el garaje por Ainize Salaberri

“El arrollo atraviesa el pueblo. Ese conoce todos mis secretos. Ahí he pescado sueños al salir de clase, sueños de ranas. He soñado con chicas tumbadas en él. Eran sueños sabrosos mientras iba de tu mano. Podía soñar tranquilo, fingir que me escapaba, gritar, caminar al revés, aminorar-acelerar, por el camino que nos llevaba a casa. En cualquier caso, tú me tenías cogido, ese es un trabajo de madre y yo lo había interiorizado muy bien.” La alargada sombra del amor - Mathias Malzieu

La alargada sombra del amor es un relato bello y tierno donde los haya. Un relato que cautiva y que no deja indiferente a nadie que repose sus ojos sobre sus líneas y siga el curso de la emoción. Un relato de lo que se pierde y no vuelve, de lo que se siente y perdura. Un relato que es un recuerdo, que son muchos recuerdos, que mantienen viva a una madre que no ha podido luchar más y que se ha ido. Una historia de desesperanza, de desilusión, donde la muerte cobra vida y donde la esperanza, la salvación, es un monstruo gigante que regala sombras. El monstruo en cuestión lo conocemos: se llama Jack, tiene más de ciento treinta años, y su corazón se rompió por una acacia que desapareció del bosque donde él habitaba. Jack ayuda a la gente a superar la ausencia de los seres queridos, y vela por las personas a las que protege para que no se acerquen demasiado al abismo y sobrevivan a la emoción. Jack es un gigante terrorífico, y su imagen más asemeja a la muerte que a la vida, pero su ternura, su historia, sus consejos, traspasan las fronteras de los cementerios, de los hospitales, de las tumbas. Es Jack el encargado de salvar a nuestro protagonista, que rumia la muerte de su madre, que aún no puede creerse que no vaya a verla nunca más, que se mueve por el mundo como un vagabundo, sin consciencia ninguna, vacío por dentro, fantasmagórico por fuera.

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Mathias está en un constante duelo: su madre ha muerto, le ha abandonado, se la han robado. Antes los gritos ahogados de Mathias acude Jack, doctor en sombrología, que a las puertas del hospital donde ha fallecido su madre le regala un trozo de su sombra para combatir la pérdida, el dolor. Porque Mathias es un ser que sangra, que se duele, que llora, que desespera en el límite entre la vida y la muerte, que es más fino de lo que creíamos, y que no se puede hilar, porque la tentación al abandono es demasiado fuerte. La sombra ayudará a Mathias a superarlo y, cuando lo haga, si lo consigue, la sombra desaparecerá junto con Jack. Él, el gigante, es el último eslabón de la cadena. Es el salvador, el que vela por la seguridad de sus clientes. Conocemos a Jack, lo hemos visto antes, y sabemos que consigue todo lo que se propone. ¿Salvará a Mathias? El libro es un relato para niños grandes, igual que lo fue La mecánica del corazón. Es un libro escrito con una ternura exquisita, desde un dolor terrible. Sus palabras, su desgracia, ayudan al lector a valorar el amor que hay en casa, en especial la figura materna, y nos ayuda a entender que el amor es eterno, pero no los cuerpos que amamos. Cuando Mathias espera a su padre y a su hermana en el parking del hospital, él mira la habitación en la que está el cuerpo inerte de su madre, y se lamenta de su muerte a la par que recuerda lo buena madre que fue, los muchos recuerdos bellos que le han quedado, su olor, su ropa, sus manías, su amor incondicional. Y se arrepiente de no haber estado más tiempo con ella, de no haberla saboreado más pese a saber que algún día se iría. Eso hace pensar a cualquier lector, de cualquier edad. ¿Valoramos lo que tenemos a unos metros de nosotros, en la habitación contigua de la casa? ¿Rascamos cada momento, cada segundo, amando a ese ser humano que nos ama de vuelta mucho más de lo que podemos llegar a imaginarnos? Mathias nos enseña lo que es el después para que valoremos el antes. Nos muestra su dolor, su acercamiento al abismo, a la desesperación, para que entendamos que el destino nos arrancará lo que más amamos tarde o temprano, y nos lanza una moraleja que nunca deberíamos olvidar: tenemos que aprovechar cada instante con nuestros seres amados, porque un día nos estarán, y nos faltarán. Os contaré algo que poca gente sabe: mi madre ha estado a punto de morir este año. Quizás por eso este libro ha significado tanto para mí, porque he visto la muerte de cerca y no puedo imaginarme mi vida sin mi madre, todo me lo ha dado sin pedirme nada, absolutamente nada a cambio. A través de esta historia he visto mis propios miedos, mi dolor más íntimo, el tiempo que he perdido y que tengo que recuperar. Al leer este libro sentí que el autor me había robado la historia y que hablaba a través de mí, que me robaba las palabras, porque lo que describía era lo que había sentido hacía sólo unos meses. Mi historia tiene un final feliz, sin embargo. Mi madre está sana y a salvo. Y la lección, que Malzieu me ha recordado, la tengo bien aprendida: ni un minuto más malgastado, ni una sombra más en nuestra relación. Todo el que haya pasado por lo mismo que yo o que haya perdido una madre, entenderá de lo que hablo, y este libro le emocionará. Está escrito desde el amor más puro, desde el dolor más inhumano, desde el arrepentimiento más hondo. Mathias reconstruye sus sueños, porque como él mismo dice: “Un sueño roto bien pegado puede volverse aún más bello de lo que era.”. Es, quizás, uno de los relatos más tiernos que he leído jamás. Y el monstruo aterrador llamado Jack ha de ser, sin duda, el monstruo más dulce de la literatura. “Tengo un gigante que me ayuda a soñar”. Porque Jack, grande como es, viejo como es, también sigue soñando bajo la acacia del cementerio que guarda a la madre de Mathias. Porque todos soñamos.

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Relato Escupir recuerdos por Ignacio Ballestero

El frío tiene algo mágico que eriza el alma a la par que la piel. Será que el aire de invierno susurra con ecos lejanos, o que todavía mi bufanda sigue oliendo a ti, pero las luces de navidad que desafían la oscuridad de la noche me devuelven a esa juventud pretérrita, perdida para siempre, en la que el amor era una licencia y soñar algo obligatorio. Las tardes eternas en el bar de siempre, con la música de siempre y el camarero de siempre, en las que dejábamos languidecer el día y abrazábamos la nueva noche pegados a una taza de café. Apenas sabíamos nada del mundo, y nuestras monedas aún giraban en el aire decidiendo de qué lado caer. La tuya salió cruz. Lo sabemos ahora, años después, cuando la vida nos ha golpeado con toda su dureza, a ti con el dolor y a mí con el olvido. Ahora que nuestro futuro está a la vuelta de la esquina, y los años son una condena que va matando ilusiones y convierte los sueños en recuerdos, el presente en pasado y el mañana en un hoy que ni siquiera nos ha dado tiempo a planear. Sí, tu moneda salió cruz, quizá porque fui yo quien la lanzó. No recuerdo de qué lado cayó la mía, pero estoy decidido a lanzarla de nuevo. Lo haré en cuanto acabe de escribir esta carta que nunca te mandaré, cuando concluya estas líneas que tú nunca leerás, y que me duelen como si las estuviera escribiendo con mi propia sangre. No sé hacia dónde me llevan las palabras que vomita mi alma, porque de eso se trata, sólo de escupir recuerdos. Sé que nacieron de ti, y eso significa que van a doler. Sólo conozco un lugar, y es el Madrid que descubrí contigo. El Madrid que sabía a posguerra, la capital de calles empedradas, barios intrincados y cuestas interminables que nos llevaban sí o sí a la Gran Vía. Las luces de neon no lograban matar del todo nuestro sentir añejo, porque lo nuestro siempre tuvo un sabor antiguo, quizá porque nunca llegó a existir, quizá porque tan sólo duró unas horas. Fue en la noche que nos dejamos la vida en el armario y nos disparamos sobre la cama un amor a quemarropa, tan efímero como el aliento que compartimos. No lo sabes, o sí, pero se me pasó la noche viéndote respirar. Repasaba con mis dedos las gotas de luz que se filtraban por la persiana y encontraban reflejo en tu piel, morena, desnuda. Se me fue la luna oyendo latir un corazón que jamás sería mío, recordando palmo a palmo el cuerpo que poseí apenas unos segundos, y que el amanecer tornó inalcanzable. Luego, otra vez el frío, el aire, las luces de Navidad. Otra vez los recuerdos, el olvido. Otra vez el viejo café, la música, el camarero...las noches en blanco, como ésta, en la que me he sentado a escribirte porque necesito saber que aún existes. Sobre todo, porque en el fondo creo que no has existido nunca, que no te pareces en nada a mi vida, o que tienes varios pedazos de ella. Quizá sólo seas el fruto de este terrible dolor de cabeza que me permite delirar, y juntar en tu recuerdo los trozos de aquellas a las que no olvidaré nunca. Quizá sólo te haya construido con retales de mi pasado, o te esté deseando para el futuro. O quizá sólo seas unas líneas febriles en un viejo cuaderno, porque, al fin y al cabo, de eso se trata, de escupir recuerdos...

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PÍLDORAS

AZULES

Frederik Peeters por David García Ávila

“Desde hace algún tiempo, Cati y él llevan un control médico... cada tres meses, un análisis de sangre permite determinar la evolución del virus y su estado de salud... un lapso de tiempo suficiente para actuar en caso de degradación...” El VIH, o más comúnmente conocido como SIDA cuando el virus se activa y comienza a atacar al cuerpo huésped, sigue siendo una enfermedad por la que mueren miles de personas al año en todo el mundo. Ya no es portada de periódicos, ni aparece en las cabeceras de los telediarios o de los noticieros de las radios. Sin embargo, la enfermedad sigue ahí. Es curioso como una pandemia tan atroz en los años 80 y 90 del siglo pasado ha dejado de preocuparnos tan rápidamente, teniendo en cuenta que aún no se conoce una cura y que queda lejos el descubrimiento de una vacuna que nos prevenga de contraerla. Recuerdo con tristeza, y con el velo de la memoria fotográfica de mi pubertad, cómo fue consumiéndose un joven marinero vecino mío. Rondaba los veinte años. Alegre y vital. Debió caer prendado por la guillotina de la heroína, y más tarde contrajo el VIH. Desde entonces todo fue muy rápido. Si a principios de año lo veía pasar por el barrio corriendo como una gacela, para verano ya tenía que ayudarse con una muleta, que para otoño quedó relegada en algún armario, para dejar paso a la silla de ruedas. Su final fue el que nos depara a todos nuestro destino como mamíferos terrestres, aunque para él mucho antes de lo deseado. El SIDA ya no es un tabú, pero apenas hablamos de él. Por eso, “Píldoras azules” es una forma de no olvidar lo que supone tener esta enfermedad que en los países occidentales se ha convertido, por fortuna, en una dolencia crónica gracias a las píldoras azules. Cuando mi querida y añorada amiga Irune me regaló este cómic me entusiasmé nada más ver la portada y su enigmático título. Una mujer y un hombre navegando en un océano azul en un sofá, mientras chapotean alegremente con los pies desnudos. Pero hasta que no me zambullí en sus páginas no me percaté de la relación e importancia que tendrían las pastillitas azules en esta historia. 46

Premiada con el Jules Töpffer de la Villa de Ginebra en 2001, nominada al Premio Alph'Art al mejor álbum del salón de Cómic de Angoulême en 2002, y en 2005 a la mejor obra extranjera en el Salón del Cómic de Barcelona en 2005, “Píldoras azules” ha sido editada hasta en cuatro ocasiones por la editorial vasca Astiberri. Una obra autobiográfica que muestra el gran pulso de la novela gráfica autobiográfica en Francia. Y con una temática nada fácil para expresar y menos para compartir con tantos detalles y con tanta naturalidad. Fred, el autor suizo y protagonista de su propia obra, conoce a Cati, divorciada y con un hijo. Hasta aquí parece una historia de amor de lo más corriente. Los dos se gustan, se atraen, quieren que su relación siga creciendo y enriqueciéndoles. Han salido juntos varias veces, a cenar, a tomar un café, unas copas, un paseo, pero llega un momento en el que ella debe decirle algo que le tortura por dentro y decisivo para que la relación continúe si es que así debe ser:


Él: ...lo que tienes que decir... dilo... Ella: Yo...yo no sé... de hecho, es la primera vez que me enfrento a esto... Él: Aah...venga, tranquila...soy un chico mayor... y sea lo que sea, visto el estado en el que estoy, no sé qué podría enfadarme o decepcionarme... Ella: Fred, tengo el VIH... Él: ¿VIH?... Ella: Seropositiva...soy seropositiva... y mi hijo también... En un segundo de vida se agolparon en mi cabeza los sentimientos más extremos... pasión, piedad, deseo, huida, rechazo, posesión, asco, piedad, castigo, tristeza, abuso... Convivir con el VIH supone convivir con el mundo de la medicina occidental. Con su industria, con sus metodologías, con sus criterios éticos, con su olor, sus edificios, herramientas muchas veces ajenas a la normalidad con la que personas con enfermedades crónicas viven más allá de los muros de los hospitales. La mecanización de la sanidad nos pone al cuidado de

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personas que ni siquiera conocemos, y que de nosotros apenas saben nada más que somos un cuerpo aquejado por un virus, una bacteria o que hemos sufrido un accidente. Fred: Siempre encuentro fascinante la confianza y la facilidad con las que la vida de algunos individuos se encuentra transferida en manos de personas totalmente ajenas, únicamente legitimadas por su saber científico...sobre todo porque no hay otra elección... Sin dramatismos ni sensiblerías, sin catalogaciones ni etiquetas, “Píldoras azules” es un ejemplo de la idoneidad del cómic para contar historias que la literatura o el cine se ven abocados a comercializar con tintes rosas o amarillistas. El amor, la medicina, la infancia, el miedo, el respeto, el qué dirán y la ruptura con los tópicos se mezclan en esta historia que desde Francia nos trae un autor ginebrés que tuvo una gran acogida en el país vecino y que a este lado de los Pirineos sigue creando nuevos lectores gracias al boca a boca.


Ella y él, de George Sand Ainize Salaberri Ya desde el principio este tipo, el protagonista de la novela, llamado Lorenzo, me caí mal. Lo reconozco. Veía en él a un estirado artista, con poca proyección, que amaba sin amar a Teresa. Me parecía el típico niño de veinticuatro años que, encaprichado de una mujer cinco años mayor, comete las mayores barbaridades que el ser humano pueda imaginarse. Entre ellas, y siendo ésta la más grave, no dejarse vencer por el amor y jugar con los sentimientos de esa mujer, de Teresa, que entrega completamente, ve cómo su amor, su relación, se va a pique por los canales de Venecia. Pero ella no me parece más merecedora de mi admiración, pues es una mujer que, ante la falta de su hijo muerto, se lanza sin contemplación a los brazos ora de Lorenzo, ora de Palmer, para intentar encontrar en ellos ese amor maternal que le falta, y destruir de un plumazo la ausencia, la falta, el anhelo. Es Lorenzo un ser deplorable. Así nos lo hace sentir George Sand, a la que yo tenía por una gran escritora francesa y que me ha decepcionado sobre manera. Lorenzo es un artista, un pintor del corazón que no realiza retratos. Su talento es brutal, pero él no es capaz de verlo ni de sacarle partido. Prefiere disolverse en la noche parisina, entregándose al lujo, a las mujeres, al dinero, que permanecer en casa pintando, lucrándose de ese talento suyo, amando a la mujer que ama de una manera sabia, plena. Porque Lorenzo es un niño grande tremendamente caprichoso que, una vez obtenido lo que desea, lo maltrata: “Obedecía a esa inexorable necesidad que experimentan algunos adolescentes de matar o destruir aquello que aman apasionadamente.” Así actuaba Lorenzo, así le dejaba ser Teresa: “Teresa fue, a la vez, miserable y sublime. Llevó su abnegación 48

hasta extremos que espantaban a su amigos, y hacían caer sobre ella la censura y hasta el desprecio de las personas honradas y prudentes que ignoran lo que es amar.” Porque Teresa necesitaba amar desde el momento en que arrancaron de sus brazos a su hijo, sin poder despedirse, sin poder amarlo hasta su muerte, y Lorenzo, niño como era, cumplía sus expectativas maternales. Lorenzo, cretino donde los haya, cometía actos deplorables que Teresa, desesperada, siempre perdonaba. Y lejos de mejorar su relación, la empeoraba, porque Lorenzo se volvía cada vez más airado, más cobarde, más violento, hasta el punto de levantar una daga con el propósito de matar a Teresa, quien después de convivir con Lorenzo ningún miedo a la muerte le queda. En poco o en nada se asemeja esta obra francesa del romanticismo a las obras alemanas o inglesas de la misma corriente. Comparte el final infeliz que caracteriza a todas estas obras, más sin embargo se diferencia en estructura, que no en temática, y en el modo narrativo. Comparada con la obra “Las penas del joven Werther”, George Sand nos presenta a personajes desesperados, como lo es el protagonista de Goethe, mas incapaces de amar entregando su cuerpo y su alma. Mientras que Werther es consciente de que le aguarda un final desastroso, y no pone trabas, tanto Teresa como Lorenzo confían en que un final feliz les espere al final del negro túnel en el que se encuentran siempre que son amantes. Werther rumia su


amor y lo deja patente en cada acción, en cada palabra. En “Ella y él”, por el contrario, nos encontramos con dos personajes cegados por el anhelo y la desesperación; dos personajes que se juntan y arrejuntan no por amor sino por necesidad amatoria –la de Teresa–, y por capricho –el de Lorenzo–. Werther es capaz de sacrificar su vida por la felicidad de su amor, mientras que ni Teresa ni Lorenzo en la obra de Sand son capaces de dejarse ir el uno por el otro. Si bien es cierto que Teresa se entrega hasta el punto de ser humillada por Lorenzo, también es verdad que lo hace para suplir sus necesidades maternales, y porque en el fondo siente que merece ese castigo, por haber perdido a su hijo, por no haber luchado cuando debiera haberlo hecho. Y Lorenzo se tortura a sí mismo porque se sabe incapaz de amar. Se enamora Teresa de un loco artista, de uno de esos genios que de vez en cuando la historia nos regala, y sufre las consecuencias derivadas, según ella, de tanto talento: “Había llegado a ser la compañera, la mitad intelectual de uno de esos locos sublimes, de uno de esos genios extravagantes: asistía a la agonía perpetua de Prometeo, a los furores siempre renacientes de Orestes; era víctima del reflujo de aquellos inexpresables dolores sin comprender la

causa, sin alcanzar a descubrir el remedio.” Así se sentía Teresa, condenada a sufrir las idas y venidas de un artista un poco loco que sabía que la amaba pero que no sabía cómo. Porque Lorenzo se dejaba llevar, de tanto amor en su interior, por los celos, los miedos, y éstos le convertían en un ser deplorable, incapacitado para olvidar y resurgir de sus cenizas, y lanzábase del acantilado más alto cada vez que se dejaba arrastrar por esa incapacidad, por esos miedos, por esa vulgaridad en sus sentimientos. Esta novela es una historia de amor sin amor, de entrega sin entrega. Una novela del romanticismo que no cumple debidamente con lo que caracteriza a este período. Una novela en la que odiarás desde el minuto uno la inmadurez de Lorenzo, la tiranía del artista, la absurda entrega de Teresa a un ideal, a un recuerdo, a su necesidad más imperiosa, y en la que sólo puedes sentirte identificado con Palmer, el otro amante de Teresa, que le dará, en las últimas páginas, una felicidad tal que aplaudirás ese giro en la novela por parte de Sand. Es lo único que merece la pena resaltar de ella. Es una pena que esta novela me haya dejado tal sabor de boca. Quizás la culpa es mía por esperar, como Teresa, algo más.

- Teresa, por más que hagamos, este lazo que nos une no se romperá jamás. Es una locura pensar en ello. Mi amor ha resistido a todo lo que puede quebrantar un sentimiento, a todo lo que puede matar un alma. O ámame tal cual soy, o muramos juntos. ¿Consientes en amarme? - Aunque quisiera, no podría –dijo Teresa–. Mi corazón está agotado: creo que está muerto. - ¿Quieres morir? - Me es indiferente, bien lo sabes; pero no quiero ni tu vida ni tu muerte conmigo. - ¡Ah! ¡Crees en la eternidad del yo! ¡No quieres volver a encontrarme en la otra vida! ¡Pobre mártir! ¡Todo lo comprendo! - No nos volveremos a encontrar, Lorenzo; te lo aseguro. Cada espíritu vuela hacia su foco de atracción. A mí me llama el reposo, y a ti siempre te atraerá la tormenta.

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Capítulo 1. Fuera de mí.

Relato

por Pedro Larrañaga Estaba en medio del mar. En el puto medio del océano, bajo el cielo negro de la noche, con la luna brillando a miles de kilómetros de distancia. Rodeado por millones de litros de agua salada de color azul oscuro. Apoyado sobre algo que no podía reconocer. Una roca, un pez, un monstruo marino. No lo sabía, pero lo notaba bajo sus pies. Solo, en medio del océano, hundiéndose, con el agua llegándole a la cara. No podía moverse, los pies apenas le entraban en el lugar en el que estaba apoyado. Podía caerse de un momento a otro y no tenía fuerzas para nadar. Estaba exhausto, con todos los músculos doloridos. El agua le entraba en la boca, colándose entre sus labios y dientes apretados para caer por la garganta. Era espesa y le caía en el estómago como un retortijón de amargura. Quería sacar de su interior aquella agua salada azul oscuro que lo inundaba. Fuera. Fuera. ¡Fuera de mí! Y salió. Su cuerpo se contrajo como un acordeón y no tuvo tiempo para llevarse las manos a la boca. El primer chorro de vómito salió como un escupitajo negruzco sobre las sábanas. El segundo le cayó sobre el brazo derecho. Los ojos inyectados en sangre, incapaces de ver la palma de su mano manchada. Saltó de la cama. Tropezó con la alfombra del pasillo, golpeándose el hombro izquierdo con el marco de la puerta. Antes de llegar al cuarto de baño, volvió a vomitar. Vomitó en el suelo y la pared. Vomitó en una toalla y sobre el papel higiénico. Las manos le temblaban al vomitar, con los ojos llenos de lágrimas por el esfuerzo. Vomitó otra vez, por dentro y por fuera de la taza del váter. Vómito espeso y sanguinolento, mezcla de alcohol y bilis, con algún resto del bocadillo de calamares cenado la noche anterior.

Fotografía número 1: Juan, en el cuarto de baño, sentado en el suelo, junto a la taza del váter, manchado con su propio vómito y desnudo. La cabeza ladeada y la mirada rota. Intentó incorporarse, pero no fue capaz. La mano que apoyó en el váter, resbaló sobre el vómito y volvió a quedar sentado. Sentía el tacto cálido del vómito por casi todo su cuerpo, pero estaba sentado sobre la única baldosa limpia del cuarto de baño. Sintió el frío en la piel de su escroto. Fue así, con las pelotas sobre una baldosa fría, como le llegó la clarividencia. En ese momento entró en su cuerpo, directa y concisa como un mensaje de texto en el móvil. Ya da igual. Ya no importa. Dejaron de importar los lunes, los martes, los miércoles y hasta los fines de semana. Dejaron de importar los sueldos, las tarjetas, los recibos y hasta las cuentas por cobrar. Dejaron de importar las noches en vela, los sueños durante el día, las cañas de la tarde y los madrugones de cada mañana. Sentado, con los cojones sobre una fría porción de este planeta, regado por su propio vómito y la cabeza apoyada en el váter, todo estaba claro. Por fin.

Antes de entrar en la ducha, vomitó por última vez. El agua y el jabón ayudaron a llevárselo todo. La suciedad, el olor, el alcohol, el vómito y el sudor, todo fuera. Hasta el sabor amargo de todo lo que no importaba. Tiró las sábanas al suelo y se tumbó sobre el colchón. Se quedó dormido acurrucado como un feto. Durmió como un tronco viejo y mustio, alimentado por una savia podrida. Durmió y soñó. Soñó con su niñez. Soñó con el Principito huyendo de los baobabs asesinos. Soñó con sus lágrimas. Y soñó con Julia. Soñó con los inmensos ojos azules de Julia en medio de la cama.

Julia se había ido hacía un año. Lo dejó a él y a Vigo, para poder recuperar su vida en algún otro lugar. Un año puede ser mucho tiempo. Es mucho para un pedazo de carne que se 50


Relato pudre en la nevera, acumulando moho y bacterias, soltando gases fétidos que te hacen apartar la cara al abrir la puerta. Pero un año también puede ser una porción de tiempo insignificante. No es nada para toda la historia de la tierra y tampoco lo es para una herida abierta en tu interior. Una herida profunda que no podemos localizar con precisión. No sabemos cuál es el órgano dañado, puede ser el corazón, el páncreas o el hígado. Da igual. La herida está ahí, en tu interior, abierta y sangrante, sirviendo de pasto para los gusanos. Dos años es mucho tiempo para una herida sin cicatrizar. Se fue y Juan todavía pensaba en llamarla, en buscarla, en encontrarla donde fuera que estuviera, en hablarle sin saber qué decirle. Julia se había ido hacía dos años, con el amor muerto en el regazo. Machacado hasta la muerte. Como un gato inmóvil ante los faros de un coche, petrificado hasta que el impacto se lo lleva por delante, deshaciéndolo por dentro. Un animal, un amor, por el que ya sólo se puede llorar. Juan lloraría si aún le quedaran lágrimas. Pero no le quedaban. Se habían ido, como Julia. Al despertar, la realidad del vómito, ya reseco, por todo el cuarto de baño, le certificó que no todo había sido un sueño. Era el momento de tomar cartas en su propia vida, o intentarlo al menos. Ya estaba despierto, había salido de los sueños confusos para trazar un plan. El plan. Un plan que no salió, ni mucho menos, como estaba previsto. Pero eso es lo habitual, los planes nunca salen como los tienes previstos. Sólo al Equipo A los planes le salen bien. Y Juan no formaba parte del Equipo A.

El primer paso era mandar a tomar por culo su trabajo. No era un mal trabajo, pero para Juan era un trabajo de mierda. Estaba bien pagado y si te dedicabas a hacer lo que te mandaban sin rechistar, incluso podías chupar del frasco durante mucho tiempo, dejando que creciera la cuenta corriente, comprándote un coche más grande, con más caballos y más dióxido de carbono para joder la capa de ozono. Por eso lo había aceptado Juan, porque quería que creciera su cuenta corriente, comprarse un coche más grande y una casa en la playa. Comprarse lo que fuera para que Julia dejara de mirarle de aquella manera. Pero a ella le daban igual las cosas que se comprara. ¡Maldita sea, Julia! Había aceptado el trabajo, pero no había conseguido que funcionara. Era un mediocre. Su trabajo era mediocre. Nada grave, pero sí que le acompañaba una certeza constante de que toda era una basura, que no hacía las cosas bien y, además, no le importaba un carajo. No era capaz de seguir las estúpidas normas, aplicar los estúpidos números, obedecer los estúpidos consejos o escuchar los estúpidos reproches. No le importaban una puta mierda. Seguir las normas, aplicar los números, obedecer los consejos o escuchar los reproches era meterse en el fango de un mundo que aborrecía, que le daba asco. El no era gran cosa, pero echaba algo de menos. Como todos, pero, por casualidad, a Juan se le hacía insoportable. No quería olvidar, día a día, aquellas ideas del mundo y de sí mismo de las que siempre había presumido. Porque Juan se creía un tipo listo. Aunque no lo demostrara, él se creía muy listo. Parecía inteligente en sus discursos, de vuelta a casa, lleno de sabiduría de borrachos, como un fantasma que vive por encima del mundo. Pero tras la borrachera llegaba la resaca y se llevaba toda la inteligencia nocturna. Tal vez la nueva borrachera había sido más profunda que las anteriores, pero la resolución no se fue con la resaca. Ya no era posible, no iba a seguir con la farsa. No merecía la pena agonizar entre informes y mentiras para cubrir sus miserias. Con la tristeza continua, mezclada con puñados de aburrimiento y gotas de tedio. No, se acabó. Aún era un adolescente de treinta años, pero se sentía lo bastante mayor como para no continuar con aquella comedia que cada vez le provocaba más náuseas. Se puede ser tolerante con la mediocridad del mundo, porque sirve para elevar el orgullo y que nos creamos mejores que los demás, pero cuando la mierda que nos cubre, es la misma mierda que cubre a todos, poco queda ya de lo que reírse. Era eso, la risa, una de las cosas que más echaba de menos. Hacía mucho tiempo que no recordaba reírse bien, a gusto y con ganas, al menos sin estar borracho en un bar de copas. La curiosa velocidad del 51


Relato mundo para algunas cosas, el inevitable paso del tiempo que no demuestra mucho interés por nosotros. Ni falta que le hace, la verdad.

Dejar el trabajo resultó mucho más sencillo de lo previsto. Ayudó mucho que ellos también hubieran tomado la decisión de despedirlo. Un trago de fácil digestión con el que poner el cartel de Final al camino. Hubo tiempo, incluso, para mentirse muy cordialmente, con falsas sonrisas e hipócritas buenos deseos. Muchas gracias por todo, Señor Alonso. Gracias por su esfuerzo y trabajo. Gracias a ustedes, ha sido un placer trabajar en esta empresa. Traducción: Lárgate de una vez, maldito vago desagradecido. Espero que se pudran, usted y todos los demás. Lo mejor fue que resultó una operación aséptica e hipoalergénica, un certero corte con el que eliminar un apéndice prescindible. Recogió sus pocas pertenencias y se despidió de sus compañeros. Algunos le daban asco, pero la mayoría no significaban nada, un cero a la izquierda, sólo a Ana le había cogido cierto cariño. Una mujer inteligente, práctica y con un toque cínico que apreciaba. En el exterior del edificio, una oleada de aire frío del mar le estremeció. El cielo iba vestido para la ocasión, con un manto gris plomizo del que se escapaba la lluvia. Se le cayeron unos papeles del montón que tenía bajo el brazo y los dejó allí, sin mirarlos siquiera. Dejó su pase al guardia de seguridad y se fue sin decir nada. No sintió una liberación, ni nada por el estilo, pero sí que fue como si se disipara una niebla de su cerebro. Tenía algo ahorrado y podía pedir el paro, así que podría permitirse algo de tiempo para pensar y decidir qué coño iba a hacer con su vida. Un cambio de velocidad completo para poder reorientarse, un pequeño paso atrás con el que poder coger un nuevo impulso. Al día siguiente todavía no sabía qué iba a hacer. Ni al otro, ni al otro. Ni una semana después. En realidad el mundo seguía igual, con niños muriendo de hambre, gente haciéndose millonaria, guerras santas en Oriente Próximo y partidos de fútbol. Exactamente igual. Pero no le importaba. Lo único molesto era soportar el ruido que hacía la incomprensión de amigos, familiares y conocidos. Nadie entendía su ataque de locura, el desvarío existencialista en un día a día presionado por hipotecas, letras y seguros, como para que hubiera espacio para delirios de inmadurez a los treinta años. ¿Y ahora qué piensas hacer? No lo sé. ¿Tú qué harías? ¿Yo? Juan, coño, no soy yo quien ha dejado su puto trabajo. No lo he dejado yo, nos hemos dejado mutuamente. Pero, ¿tú te estás escuchando? Me haces reír. A todos les hacían gracia sus respuestas. También a él le provocaban alguna carcajada. Se reía al recordar sus palabras, pero sólo cuando estaba en casa y se echaba en la cama con música de Nacho Vegas o Vetusta Morla de fondo y un libro abierto en el pecho. Así era como vivía, gastando el tiempo en libros y discos, dejando pasar los días. Sabía que no tardaría demasiado en necesitar de nuevo el ajetreo de la vida ocupada y ordenada, pero había tomado una decisión y era muy pronto para arrepentirse. Por suerte, todo dio un vuelco al día siguiente, pero Juan todavía no lo sabía cuando se quedó dormido con un libro de cuentos de Cortázar bajo la cara.

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Albert Camus y la especie humana en El extranjero y La peste por Alejandro Larrañaga

Cada día tengo más clara las diferencias entre los libros, los buenos, los menos buenos y los grandes de verdad. Esos que sabes (o deseas) que se convertirán en clásicos. A lo largo de su vida, cualquier ser humano va a ir pasando por infinidad de novelas, ensayos, poemarios, obras de teatro, cuentos, relatos,… que van a conseguir entretenerle, engancharle, aburrirle, torturarle incluso, algunos los abandonará decepcionado y otros crearán un vínculo especial con él gracias a asuntos totalmente íntimos y personales. Habrá todas estas opciones y muchas más, lo que está claro es que solo esas obras grandes conseguirán trascender el momento de la lectura e influir en la propia existencia del lector. Son obras que tienen en común una componente interrogadora, no necesitan plantear las cuestiones explícitamente. Van a atacar directamente a nuestras defensas y permanecerán en nuestra mente mucho tiempo después de que hayamos “acabado” nuestra relación física con ellas. Y seguirán ahí porque habrán llegado sin predicar, solo por proponer, no por juzgar, por mostrar otras realidades. Otras posibilidades que contribuirán a hacer nuestra mente un poquito más abierta, un tanto más humana (eso me gusta pensar), lo que ya constituiría un éxito en sí mismo más allá de sus cualidades literarias, que aún no habíamos mencionado. Albert Camus, personaje y su tiempo Por supuesto que no me propongo aquí descubrir a Albert Camus. Una figura de su calibre no necesita presentación, su obra habla por sí misma. Pero sí conviene puntualizar su relación con el contexto histórico que le tocó vivir para comprender mejor la magnitud de su producción, tanto literaria como filosófica. Camus tuvo una vida bastante corta, nació en 1913 y murió en 1960. Fueron 47 años muy intensos, tanto para él como para todo el planeta Tierra. Participó activamente en la Segunda Guerra Mundial y fue testigo de excepción de la ocupación nazi de Francia. Era un momento de conflicto, donde las problemáticas éticas y morales permanecían un tanto al margen. “Un hombre sin ética es una bestia salvaje soltada en este mundo” Albert Camus. Hasta en los peores momentos conviene que recordemos nuestra componente racional. Suele ser una de las primeras abandonadas cuando nuestra supervivencia está en entredicho. En tiempos de guerra podría resultar, hasta cierto punto comprensible, pero es una situación –pérdida de moral y principios- que otros grandes autores (José Saramago y su Ensayo sobre la ceguera podría ser un excelente ejemplo) han tocado, buscando, obviamente, depositar en nuestros subconscientes un recordatorio de que no todo vale, ni siquiera en el más duro de los casos. La filosofía y el existencialismo Podríamos reducir (que me perdonen todos los filósofos del mundo) el existencialismo a esta definición: el hombre es quien crea y define el significado y la esencia de su vida. Albert Camus fue incluido, algo que no parecía agradarle en exceso, en esta corriente y, la verdad, no parece que fuese sin motivo. A través de sus libros, centrándonos en los que nos ocupan, La peste y El extranjero, podemos comprender esta definición a la perfección. En La peste, desde el punto de vista de una comunidad y en El extranjero, desde una componente individual. Puesto que es una doble vertiente propia de todos los humanos, podríamos concluir que ambas obras se complementan y ofrecen, desde dos perspectivas diferentes, la misma realidad. Como afrontar situaciones límite, ya sea una pérdida, una amenaza, una acción y sus consecuencias. Somos un conjunto de unidades que no pueden ser comprendidas sin la componente social que implica nuestro modo de vida.

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“El extranjero” (1942) “Me preguntó si había sentido dolor ese día (de la muerte de su madre). Esa pregunta me sorprendió mucho y pensé que me habría sentido muy molesto de haber tenido que hacerla yo. Contesté, sin embargo, que había perdido la costumbre de interrogarme y que me resultaba difícil informarle. Por supuesto que yo quería a mamá, pero eso no quería decir nada. Todos los seres normales habían, más o menos, deseado la muerte de los que amaban.” Albert Camus en El extranjero Una de las claves para conseguir que el lector se plantee las cosas después de enfrentarse a un libro es la ausencia de juicio. Resulta conveniente que el autor mantenga cierta distancia con los personajes, la orientación (que deriva rápidamente en adoctrinamiento) acaba por ser peligrosa. Esto no quiere decir que el escritor tenga que ser inmune a los estímulos que recibe el exterior, sino todo lo contrario. Debe actuar como esponja y filtro para hacernos llegar todo. Crear situaciones a través de las cuales podamos entrever una intención, una sugerencia, que incorporemos, con actitud crítica indiscutiblemente, a nuestro propio ideario. El protagonista de El extranjero se ve enfrentado a diferentes situaciones: la muerte de su madre, la relación con su amante o los problemas de su amigo. Son hechos que no tienen relación alguna entre ellos. Desembocan en dos conclusiones: la preponderancia de la acción frente a la reflexión y la unificación en los comportamientos de los miembros de una sociedad. Como se puede apreciar, son temas con una vigencia absoluta. El personaje ni siquiera puede, o quiere, explicar porque actúa de una forma u otra. Esto no es impedimento para que el resto de sus semejantes lo juzguen, juzguen su modo de expresar o exteriorizar sus emociones y acaben por condenar sus actos. La obra, narrada en primera persona, nos permite conocer de primera mano lo que pasa por la mente del protagonista. Este no tiene miedo de confesarnos, que las circunstancias acaban por dirigir su mano. Que un sol brillante y sofocante es un motivo tan válido como la más dura de las venganzas para cometer un crimen. Que aceptar un matrimonio es tanto un acto de amor como de aburrimiento. Que nuestras reacciones ante determinadas situaciones son tan lógicas unas como las opuestas. Por supuesto, este no es un comportamiento asumible para el resto de la sociedad. El desenlace al que se vea abocado el desdichado protagonista es, por tanto, inevitable. Y lo sería también en cualquier otra comunidad. La vigencia no es solo temporal, sino también, universal. “La peste” (1947) “Me decían que eran necesarios unos muertos para llegar a un mundo donde no se mataría.” Albert Camus. Camus fue partícipe de la Resistencia francesa a la ocupación nazi que tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial. Había vivido de primera mano lo que supone una situación de privación de libertad, el cerrar una ciudad, privarla de todo contacto, aislarla, dinamitar su modo de vida. Se podría pensar que su obra iría dirigida a atacar a los ocupadores, pero no. Camus elige a los ocupados y les plantea su modo de vida, les obliga a enfrentarse a sus prioridades, a su propia existencia. Orán, una ciudad de Argel (su país natal) se ve asolada por una epidemia, la peste. Vamos a asistir a todos los períodos del drama. Desde los primeros casos hasta la solución final. Vamos a ver como se enfrentan los afectados a los diferentes estados de la enfermedad, como verán los síntomas y como querrán solucionar las consecuencias. 54


Cada ciudadano se medirá a la cuestión desde un punto de vista personal, pero la reacción es conjunta. La masa se va a comportar como uno. Las debilidades son las mismas para todos. Todos acabamos por recurrir a idénticos asideros. Podríamos definir cinco pasos en el camino de “La peste”. Es un camino que la comunidad va a recorrer unida. La primera parada supone la identificación de un riesgo no evidente, en el caso del libro serían las muertes de las ratas. La indiferencia es la nota dominante más allá de la incomodidad que pueda generar la situación. El modo de vida es lo principal a salvaguardar, Camus aprovecha para presentárnoslo. Y, por supuesto, para que lo analicemos críticamente. Una vez comprendido que el riesgo es grande, pasamos al segundo estado. Se exige una solución inmediata y se buscan culpables a la situación. Existe una realidad inmutable para toda la raza humana, siempre se puede encontrar un responsable para cualquier hecho que descargue de responsabilidades a uno mismo. Tomar este camino es lo más humano que hay. La tercera parada supone la aceptación de la gravedad. La solución no va a ser fácil y el paso de la resignación al miedo y la desesperación es el más fácil de dar. Aquí lo más importante acostumbra a ser salvarse cueste lo que cueste. Cuestiones éticas y morales pierden fuelle en comparación a la propia vida, ¿o no? ¿Seguimos siendo humanos a pesar de todo? Cuando no se encuentran soluciones a los problemas, nos adentramos en el cuarto estadio. La incertidumbre es el mejor alimento para el miedo. La falta de seguridad nos lleva a buscar cobijo en lugares fuera de nuestras paradas comunes, en el libro es el momento en el que surge la religión como guía. Los implicados buscan, al menos, una redención. Ellos la quieren para ya, para volver a sus vidas, no para después de la muerte. Como dice un refrán popular: “Nada dura eternamente”. Para los supervivientes llega el quinto y definitivo paso. Las conclusiones a lo que ha sucedido. Las películas (las malas, sobre todo) y los cuentos nos han enseñado que hay que llegar a una moraleja. Hay que extraer las enseñanzas que nos enseñen a ser mejores. Es esperanzador, y un tanto ingenuo, creer que esto es así, pero si no se tiene confianza en que hasta los humanos podemos mejorar, ¿qué nos queda?

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La dama de las camelias y La Traviata por Abella Samitier

Podemos imaginar una húmeda mañana de febrero en el decimonónico París. Un edificio burgués, blanco y neoclásico, acoge un piso en el que reina el silencio y los pasos indecisos. Antaño, ese piso fue todo un clamor de la última moda que doblegaba a la sociedad parisina. Hoy, los huecos ennegrecidos de las paredes es lo único que recuerda la pasada existencia de unos cuadros y unos tapices que han tenido que ser empeñados. En los pocos enseres que aún quedan en la casa se pueden ver unas etiquetas descriptivas, que unos oscuros hombres de negro se encargan de vigilar. Nadie debe tocar esos objetos. Serán subastados en cuanto el cadáver abandone su lecho. No pudo, esa pobre criatura de apenas veintitrés años, luchar contra la tuberculosis que hacía mella en la época. Al poco de producirse, la noticia se extiende por todo París: la famosa cortesana Marie Duplessis acaba de fallecer. Duques, ministros y ricos empresarios cierran el puño contra su pecho, lamentando la fatal suerte de aquella que un día fue su diversión. También el gran Liszt, con quien formara una de las parejas más comentadas de toda Francia, se entristece con el relato. Y un joven silencioso, a quien alguna vez se le vio rondando por el palco de la cortesana y abandonando su casa con el despuntar del sol, tan sólo acierta a encerrarse durante cerca de dos meses en una apartada villa de pueblo, y poner en negro sobre blanco su historia con esa mujer. Una historia por la que siempre sería recordada. Una historia que la hizo inmortal. La Dama de las Camelias. No pasaría esta novela inadvertida para un músico de incipiente éxito y quien, mientras las gentes del pueblo italiano en el que vivía con su amada prima donna observaban recelosas su aireada infidelidad, veía en la novela de Dumas hijo el relato vívido de su propia experiencia. No le costó demasiado convencer a su libretista para que acondicionara la novela a sus propios deseos, y poco más tarde estrenaría en el Teatro La Fenice de Venecia su propia versión de la historia de celos y lujuria, de infidelidades y obediencias, titulada La Traviata.

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Aunque fiel a la historia de Dumas hijo, Verdi impuso algunos cambios a a q u e l l a narración. El m á s llamativo: en la historia v e rd i d i a n a , los jóvenes amantes se perdonan antes de que ella muera. La novela, sin embargo, es mucho más cruel, condenando al protagonista, Armand Duval, al remordimiento perpetuo por no haber podido obtener el perdón de la dama antes de su muerte. Quizás fuera porque Verdi, que pudo envejecer al lado de su amada, no tuviera tan negro crespón en los ojos. O porque, intuyendo que había demasiada literatura en la novela de Dumas, quiso ser más fiel a la realidad. En el cementerio de Montmartre aún puede visitarse la última morada de quien, en plena orgía de juventud y belleza, murió para ser recordada como una de las más bellas cortesanas que ha pisado la tierra gala. Velas y flores adornan aún hoy la tumba. En su interior tan sólo quedarán unos huesos y unos cuantos jirones de ropa, que son los únicos que saben si, de verdad, antes de recabar en ese húmedo hueco de tierra, fueron besados con piedad y arrepentimiento por quien tan sólo pudo ofrecerles un apellido de éxito.


NO SE NACE MUJER ROTA FUSA DÍAZ

LA EDAD DE LA DISCRECIÓN Caes de pronto en la escena cotidiana de un matrimonio que, recién despiertos, recién con el desayuno, se desean buen trabajo. Hay una cierta paz en la voz femenina que, a lo largo de los tres relatos que componen La mujer rota, de Simone de Beauvoir, se van sucediendo cambiando sólo ciertos rasgos. Hay una cierta paz, como decía, hay respeto, también, armonía en las líneas, entre esas dos personas que se adivinan de avanzada edad, aceptada ya la madurez. Es sólo un matrimonio que se da los buenos días y se ponen en marcha para con sus propias tareas. Sin embargo, hay algo que está roto, ya, tan pronto, tan en la primera página, algo ya empieza a rasgarse. Lo que empieza como una escena que roza la normalidad y la rutinidad se va transformando a medida que avanza el monólogo interior en un pequeño quejido que no quiere notarse. La inquietud empieza a tomar un camino claro y a un tiempo 57

confuso: algo está preocupando a este matrimonio, algo les aleja y les convierte en irreconocibles. Eso que trunca la estabilidad no es otra cosa que la edad. Ambos, recuerdo, tienen aceptada la madurez, sin embargo, hay una clara diferencia entre las posturas que adoptan él y ella. André está rendido hacia la ancianidad, se abandona de a pocos para no darse cuenta, se niega, deja todo en manos de los jóvenes y se reafirma en que, pasada una cierta edad, ya no se puede hacer nada brillante. La mujer, en cambio, se obstina hacia la ancianidad. Lo que podría ser una fisura, una ranura prácticamente que pasa desapercibida en un matrimonio que se ha apoyado, admirado, respetado y querido, un matrimonio, digamos, feliz, se convierte en objeto de enfrentamiento. La voz femenina se resiente de ese lado débil de su marido, no puede comprender por qué se queda de brazos cruzados, se abandona, pierde el interés por las cosas. Mientras que ella, quizá


p a r a c o n t r a r r e s t a r, q u i z á p o r p u r o autoconvencimiento, no deja de cultivarse, no deja de querer estar al día. Todo eso se va rumiando a un lado de la vida, se va tejiendo solo y va tomando importancia en el interior de esa primera mujer que aunque no es la rota que se nos avanza en el título, empieza a estar fragmentada. La calma fingida de puertas para afuera -han dejado de preguntarse el uno al otro sobre su postura ante el paso del tiempo, después de tantos años uno ya sabe dónde están los límites, dónde empiezan los silenciosqueda en evidencia con la visita del hijo. Philippe ha crecido a la sombra de sus padres, bajo las ideas y las creencias firmes de la madre: está preparando una tesis, se dedica a la enseñanza. Todo está como debería estar. Pero en la visita es cuando Philippe se atreve con su nueva esposa, con su nueva vida, con sus nuevos ideales y se enfrenta a todo eso a lo que se ha visto arrastrado maternalmente. Ha aceptado un puesto de trabajo en el Ministerio de Cultura. Para la madre es un golpe bajo, no puede aceptar que su hijo falsee y recule de esa manera, se traicione a sí mismo, la traicione a ella, sus creencias, su postura, su fe política. Se destapa todo el desasosiego de los últimos días, de los últimos tiempos. Hay un fuerte distanciamiento y su vida deja de parecerse a la que ella tan confiadamente había creado para todos ellos. Hay un sentimiento muy fuerte de responsabilidad en las mujeres que Simone de Beauvoir reconstruye en estos tres cuentos. Queda todo al descubierto, pues, y después de retirarle la palabra a su hijo, herida en lo más de su orgullo, y de quedarse sola en París -André se ha marchado a ver a su madre unos días antes de lo que tenían ambos previstos-, toda su vida se le desmorona de una manera irremediable. Se pregunta desde cuándo André ya no es André, Philippe no es Philippe, se pregunta si no será ella quien, obstinada, se empeña en seguir creyendo en lo que creían todos antes. Sus ideales, lo más sagrado, el vínculo que los ataba emocional e intelectualmente. Todo ha desaparecido y qué les queda. En este primer relato Simone de Beauvoir resuelve el entramado favorablemente para esta primera mujer rota: al reencontrarse con André y Manette, su suegra, se encuentra con dos personas que no se niegan el paso del tiempo y aceptan todos sus límites, físicos y mentales, con todos sus riesgos, con sencillez. Ya no le parece un desconocido, ya empieza a sentirse vulnerable para con su pequeño (el hijo). Corta, por fin, el lazo madre e hijo, lo deja libre de ella misma. Se deja doblegar lentamente por el curso que van tomando los que la acompañan, se vuelve, despacio, muy despacio, tolerante con los suyos, se deja mecer por la madurez y acaba por ofrecer el beneficio 58

de la duda a todos esos cambios que venían aprisionándole el corazón. La mujer se acepta, se perdona y, con ello, también a los demás. Y no sólo eso: además es consciente de su hacer, lo hace a propósito.

«¿Volvería a asaltarme la angustia de envejecer? No mirar demasiado lejos. A lo lejos estaban los horrores de la muerte y de los adioses; los postizos, las ciáticas, las invalideces, la esterilidad mental, la soledad en un mundo extraño que ya no comprendemos y que continuará su curso sin nosotros. ¿Lograré no alzar mi vista hacia esos horizontes? ¿O aprenderé a percibirlos sin espanto? Estamos juntos, ésa es nuestra posibilidad. Nos ayudaremos a vivir esta última aventura de la cual no regresaremos. ¿Eso nos la hará tolerable? No sé. Esperemos. No tenemos elección.»


MONÓLOGO Ya no hay preludio donde aparentar una cierta calma y dicha, no hay té de China por la mañana, no hay engaño posible: la segunda mujer rota de Simone de Beauvoir vive completamente angustiada, se desquicia con la realidad, con su vida, está trastornada y no puede haber sospecha de ello. Hay dolor y rabia en su forma de expresarse, es honesta consigo misma, aunque deja ver al lector que en su rotura hay un cierto pesimismo y exageración que la tiene angustiosamente atrapada y, por ello, confusa en su hablar. Por eso, cuando en la cita primera que aparece, de Flaubert, la autora nos alerta con un ‘Ella se venga por el monólogo’, sabemos que la segunda mujer se hace un exorcismo a través de la palabra. La ausencia de puntuación en muchos casos nos obliga a leerla atropelladamente y nos sumerge por completo en un aullido femenino que ensordece. No sabemos, en un principio, qué le pasa exactamente. Sólo sabemos que es inconformista, que se revela ante los suyos, los que la rodean. No soporta cómo actúa su madre, retrocede a su infancia haciendo ráfagas terribles, dejando las historias inacabadas, inempezadas. Lo maldice todo, todo cuanto tiene a su alrededor es repugnante, digno de alejarlo y, sin embargo, no puede, no puede, no puede: necesita de la gente, necesita la aceptación de todos, se justifica ante los demás en un monólogo que la tiene absolutamente sumergida en una realidad paralela. De fondo, la fiesta, la navidad, las familias reunidas, todo el mundo olvidándose de los que, como ella, se encuentran solos, angustiados, desamparados. Su hija murió sin que ella pudiera siquiera advertirlo, sin controlar el peligro, y aunque en un principio no sabemos que ése es uno de los recuerdos que más la atormentan, todo acaba partiendo del mismo lugar, su disconformidad con los demás viene de ahí, su lucha nace ahí, muere ahí. Quedó consternada y acabó enloqueciendo, todos, de alguna manera, la acaban culpando, o al menos eso nos deja ver, eso nos dice, nos convence de que los que están equivocados son ellos, los que no saben defenderse, los que se empeñan en hacerla creer que está loca, que no sabe cómo llevar la realidad. Entonces surge la sospecha: quizá esta segunda mujer rota es del todo irrecuperable, quizá toda esa autojustificación tiene algo que no se puede reconocer ni siquiera a ella misma, quizá no es la madre que creyó ser, ni la esposa, ni la hija, ni la mujer. Pero ella se venga a través del monólogo, como nos sugiere Simone de Beauvoir, y alza la voz y muere en todos y cada uno de sus lamentos, se retuerce, busca culpables, no los encuentra, vuelve a esa versión 59

de sí misma que le ofrecen los demás, no se conforma, retrocede, avanza. Por un momento, decide serenarse, necesita estar bien para el día siguiente, vendrá su hijo, su exmarido, no lo soporta, no cree poder aguantar esa presión, quiere que vivan como una familia normal, aunque no se quieran ya, no se traten, sólo por el niño, dice: privarle a un hijo de su madre es como sacrificarlo. En su desesperación el lector no quiere ponerla en duda, no le pregunta por qué deberían apartarla de su hijo, por qué está sola una noche como ésa, por qué, por qué todo. Nadie de los que la leen -la escuchan cómo se atropella y se libera de las pausas que requiere su monólogo- quiere juzgarla. Se lee en silencio, este relato, se lee inconsolable y finalmente se sabe que esta mujer no logrará volver a su estado entero. Se ha perdido completamente. Y hay un silencio de respeto, de duelo.

«¡Dios mío! ¡Haz que existas! Haz que haya un cielo y un infierno me pasearé por los senderos del paraíso con mi hijo y con mi hija querida y ellos se retorcerán en las llamas de la envidia los miraré tostarse y gemir reiré y los niños reirán conmigo. Me debes esa revancha Dios mío. Exijo que me la des.»


LA MUJER ROTA Esta tercera mujer de Simone de Beauvoir no es la más rota, pero quizá sí es la que más agoniza en su rotura. Quizá porque el momento de su rompimiento se prolonga, se estira como un gato al sol, se va desperezando lentamente. Avanzando en su interior a través de un diario, descubrimos a la mujer que se esconde de sí misma. Probablemente, de las tres, sea la que más entera creyó que estaba, la que mejor considerada tenía su propia vida: madre dedicada por completo a sus hijas, excelente esposa, persona activa culturalmente, con unos valores respetables y una vida agradable. Tiene en común con la protagonista de La edad de la discreción que empieza convencida y sosegada en un discurso que esconde una verdad que las va arrojando a la inquietud, una cierta incomodidad interior. Siendo en un principio que empieza este diario porque se siente extraña con una soledad recién estrenada, siendo que por primera vez no se siente contraída al separarse de sus hijas y su marido, empieza así un desvelo que sólo ha hecho que asomar a su vida. Una vez superada esa primera etapa de negación de sí misma, que la irá persiguiendo en toda la trama, empieza a despuntar su verdadero problema, el motivo real por el que ha empezado ese diario secreto: su marido trabaja mucho en s u s i n v e s t i g a c i o n e s , s e re f u g i a , s e h a especializado y ya no comparten el placer de disfrutar juntos de la medicina. Su sospecha se 60

queda agazapada sin salir, sin que nos dé las herramientas necesarias para que nosotros mismos demos con el problema verdadero, pero no habiendo pasado muchos días, su marido le confiesa que tiene una aventura amorosa con Noëllie, una abogada joven y cuestionablemente eficaz y válida. Es cierto que en un principio queda consternada por el descubrimiento, sin embargo, es ella quien pregunta si hay alguna mujer en su vida. Poco a poco se irá dando cuenta de que muchos episodios vagos y confusos de su vida escondían precisamente esa bomba que pertenecía ya a sus brazos como una hija. Decide dejar a su marido vivir esa aventura, confiando en que, perdida la novedad y la curiosidad, todo acabará y volverán a ser los que eran. Convencida de que no ama a Noëllie y todo no es más que ego masculino y falta de seguridad en la madurez, se muestra paciente con él, aunque en su diario nos deja ver cómo evoluciona su desesperación e impaciencia. Su constante es buscar justificación tanto para ella como para su marido, se deja aconsejar, busca salidas, se enfurece, se muestra tierna, permisiva. Llegado el punto en que Noëllie tiene los mismo privilegios que ella, y no antes, empieza esta mujer a romperse de verdad: queda despedazada por su propia trampa, Maurice no sólo la descuida, sino que se vuelve cada vez más atento con su amante, prioriza su segunda vida. Y a nuestra tercera mujer ya se le han ido sus dos hijas y además no tiene trabajo, tan dedicada estaba a los suyos. De pronto, todo está en desorden: ya no sabe quién es, si ha perdido su vida amando a un cretino, si la educación que le ha dado a sus hijas ha sido la correcta o las ha protegido demasiado abandonándolas a dos vidas completamente diferentes y ninguna, meditando sobre ello, válida a los ojos del padre. Todo lo que una vez estuvo bajo control, ahora tiene vida propia y parece que no va a tener fácil solución. Noëllie, a su juicio una esnob sin valores, una mujer superficial, consigue todo lo que quiere de su propio marido. ¿Ha dejado de ser él quien creía, lo fue alguna vez, cuánto lleva engañándose, de veras alguna vez han sido felices? Y a los cuarenta y cinco años ya nadie se atreve con los comienzos. A diferencia de la primera mujer de Simone de Beauvoir, ésta no consigue reconciliarse consigo misma: se queda suspendida en la incertidumbre, Maurice se alquila un piso para él solo y le asegura que no se ha acabado, que les vendrá bien, la mujer rota acepta todas las normas y se va muriendo poco a poco, quedando sólo un poco de lo que una vez fue, de lo que una vez construyó creyendo que duraría para siempre. Enferma, melancólica y totalmente ida se sumerge en su diario y nos deja ver la trastienda de una mujer embrutecida


por el amor, idiotizada, totalmente anulada e incapaz de tomar las riendas de su vida. Y, sin embargo, hay algo en ella que se admira, hay algo en su convencimiento y su lealtad a Maurice y a la vida que han llevado que no la hace subestimable. Es precisamente su fidelidad moral con su corazón lo que la hace valiente en su pobreza. Esta mujer se nos ofrece desnuda, sin escondite posible, en toda su amargura.

«Pero sé que me moveré. La puerta se abrirá lentamente y veré lo que hay detrás de la puerta. Es el porvenir. La puerta del porvenir va a abrirse. Lentamente. Implacablemente. Estoy en el umbral. No hay más que esta puerta y lo que acecha detrás. Tengo miedo. Y no puedo llamar a nadie en mi auxilio. Tengo miedo.»

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NO SE NACE MUJER ROTA Ésta es una de las cualidades de Simone de Beauvoir para con las mujeres: las dibuja completamente desnudas. No nos presenta mujeres necesariamente valientes ni heroínas, en La mujer rota aparecen tres mujeres que no por inteligentes ni capaces tienen la llave que les va a abrir la puerta de la liberación femenina. Precisamente son tres mujeres atrapadas no en su condición de mujer, sino de extremadamente sensibles lo que las convierte en vulnerables y rotas. En los tres relatos aparece la figura del hombre como causante del mal, el marido siempre tiene un gran poder sobre estas mujeres que se dejan ganar terreno. Sin embargo, nadie las juzgaría como sumisas, hay algo de coraje en ellas y es precisamente la lucidez -caso algo distinto es la mujer de Monólogo, aunque para la definitiva opinión deberíamos conocer el otro lado de su río de palabras, las que no escupe ella- lo que las vuelve débiles y pobres. No es ni mucho menos una supremacía del hombre, no son mujeres analfabetas ni inútiles, pero de todas formas tienen los mismos límites que cualquiera. Quedan dañadas en lo más profundo y su sensibilidad les impide seguir con sus vidas con normalidad. Las imposibilita de fuerza de voluntad, las deja arrinconadas donde no pueden valerse por sí mismas (pero no es su condición de mujer lo que lo provoca, no). Son mujeres de carne y hueso, son una única mujer que se va sucediendo en los tres relatos. Leídos de corrido es difícil diferenciarlas, puesto que tienen comportamientos parecidos, y aunque los contextos son diferentes, tienen rasgos en común, como nacidas del mismo dolor. Todas son la misma mujer: consciente, dolorosamente consciente, atenta, tierna, inteligente, con un gran gusto por la belleza y unos valores fuertemente adquiridos. Una vez las ha dotado de todas esas virtudes, las arroja a sus problemas, sus miedos, y éstas se vuelven pequeñas y partidas. No les da lo que necesitan para salir de su laberinto, las humaniza dejándolas con su verdad al descubierto, sanando a pleno sol, cicatrizando a plena verdad.


Cuando el deseo subsiste en la quimera: La desdicha de Emma Bovary por Rosa Rodríguez

Cinco años dedica Flaubert a escribir su novela Madame Bovary, desde 1951 hasta 1956, una página por semana. Se trata de unos años en los que el escritor francés se vuelca sobre su obra sin apenas interrupciones, y en los que el exceso de trabajo le llegó a producir diversas crisis nerviosas y emocionales. No en balde, la crítica se ha empecinado en atribuirle un escrupuloso esfuerzo a la hora de componer no sólo el argumento de su novela, sino también en cuanto a la estructuración de la misma, así como la elección de los personajes y de los espacios reales e imaginados por los que discurre la historia.

Quizá fue Gustave Flaubert uno de los más reconocidos escritores del realismo francés por su empeño en demostrar una fidedigna documentación y observación de la realidad. Fue manifiesta su huida del Romanticismo, pero también su rechazo a algunos aspectos del Realismo por lo que al concepto del Arte se refiere, ya que pensaba que “el arte no es la realidad”. Flaubert deseaba “exponer” y no “discutir”, de ahí su insistencia en suprimir el “yo” escritor, para lograr la mayor objetividad posible. Fue la suya una actitud pesimista con respecto a la vida y a la felicidad, y su huella la encontraremos en la insumisa Emma Bovary. Rebelde e inconformista con su época nos presenta una crítica a la sociedad burguesa del s. XIX. 62

Madame Bovary se inicia explicando, en primera persona del plural (persona que sólo aparecerá en el primer capítulo de la novela, ya que desde el segundo capítulo hasta el final será un narrador omnisciente en tercera persona del singular quien nos cuente la historia), la llegada al colegio de Charles Bovary y la notable influencia de su madre en el temperamento de éste, así como en su formación como médico y en su primer matrimonio con una viuda de aparente buena dote. Sin embargo, pronto muere ésta, y Charles conoce a Emma y se enamora de ella. Se casan en medio de una espectacular fiesta campestre, aunque no tarda mucho en llegarle el desencanto a Emma ante el escaso romanticismo de su marido y el sencillo estilo de vida que éste le ofrece, muy lejos de lo que ella siempre había deseado. Hay que mencionar que esta parte de la historia encuentra su paralelismo en un evento extraído de la realidad. Al parecer, Flaubert se inspiró en un suceso conocido por aquellos años en Ruán, su ciudad natal: se trataba de un hecho protagonizado por un médico que, al enviudar, se casó con la hija de unos ricos granjeros, pero su matrimonio fue un continuo escándalo por las aventuras amorosas y la vida lujosa de la mujer. No obstante, este no será el único episodio en que el escritor francés imprimirá su inspiración en la realidad. Lo mismo hace con otros puntos argumentales de la novela; recordemos que el Realismo fue un movimiento literario que se caracterizó por la constante búsqueda de información y documentación en las circunstancias del momento. Más tarde, Emma y Charles, huyendo del ambiente provinciano de Tostes, se instalan en la ciudad de Yonville, sobre todo con el convencimiento de que la enfermedad en la que había caído ella mejoraría con el cambio de aires. Emma se encuentra embarazada. Aquí conocen a Homais, el farmacéutico (personaje petulante e ignorante que se cree con derecho a opinar de todo) y también a Léon, un amante de la música y la literatura, quien se enamora de Emma, y al notar el distanciamiento de ésta, a pesar de la íntima amistad que entre ellos ha surgido, decide marchar a París. Emma tiene una hija que dejará al cuidado de una nodriza. De nuevo enferma por la congoja ante una vida aburrida, conoce a Rodolphe, en el que Emma va a ver manifestados sus ensueños románticos. Se hacen amantes y la protagonista inicia una vida disipada, llena de constantes lujos. Después de planear su huida con


Rodolphe, éste la abandona. Sumida otra vez en el abatimiento, se reencuentra con Léon en la representación de una obra de teatro, con quien inicia un romance y sigue el derroche económico hasta el extremo de llegar a una situación financiera insostenible, ante la que no recibe el auxilio ni de las personas que le rodean ni de sus amantes. Emma, desesperada, se suicida con arsénico. Y Charles, después de conocer la historia, también muere de amor.

Dos siglos y medio constituyen el trasiego temporal entre la presentación en sociedad de nuestro querido don Quijote y la de la romántica y rebelde Emma Bovary. Sin embargo, cuántas afinidades ha querido ver la crítica entre los sueños de ambos protagonistas. Y hablando de la crítica, me viene de perlas, en esta ocasión, remitirme a uno de los más apasionados estudiosos de la novela de Flaubert, Madame Bovary, y de paso, todo sea dicho, el mencionado paralelismo con Don Quijote. Es un placer poder citar entre estas páginas a nuestro flamante Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, meritoriamente reconocido, ¡por fin! por la acreditada Academia Sueca. Y yo me pregunto cómo puede ser que dos personajes literarios tan diferentes por el género, la edad y la realidad que les envuelve, entre otras cosas, lleguen a presentar concomitancias verdadera y

encarecidamente subrayadas por Vargas Llosa en su ensayo La orgía perpetua. Y así es, estas analogías existen porque, para empezar, Flaubert fue un lector apasionado, con solo diez años, de Don Quijote de la Mancha. Pero además, el mismo Gustave Flaubert, durante su juventud, vivió sumido en una constante ensoñación que ayudó a fomentar su temperamento lírico y exaltado. No nos extrañe, por tanto, que algunos de los rasgos de Emma Bovary hayan estado estimados como reflejos de su propio sentir. Vargas Llosa hace hincapié, en el referido ensayo, en el hecho de que Don Quijote de la Mancha fuese la lectura predilecta de Flaubert, quien convirtió a Madame Bovary en una caricatura del protagonista de Cervantes. Emma abusa tanto de su lectura de novelas sentimentales, a escondidas, que se mantiene firme a la hora de hacer reales sus pretensiones de ensueño; lo suyo es una auténtica resistencia a aceptar la verdadera cara de la realidad. Aunque, bien mirado, no es más que una lucha, una rebeldía por inconformismo con una situación que considera en todo momento mediocre, 63

pues no se halla a la altura de sus propias aspiraciones. Se trata, probablemente, de la idea pesimista de Flaubert respecto a la felicidad, a través de un personaje que no consigue sentirse dichoso por culpa de su desmesurada ambición, tanto en el aspecto material como en el del amor carnal -¡pobre Emma!-; esto hace de ella una mujer cursi y caprichosa, ofreciéndonos, desde mi punto de vista, una imagen suficientemente negativa, a pesar de la admiración que por ella siente nuestro Premio Nobel. Aunque, si he de ser sincera, al releer algunos capítulos centrados en sus tribulaciones económicas y amorosas, por ejemplo, ni siquiera mi desaprobación hacia sus devaneos materiales y afectivos impide experimentar una cierta empatía hacia ese personaje desorientado hacia el final de su existencia, un personaje, desde el punto de vista humano y femenino, que se manifiesta, a lo largo de toda la novela, complejo y trivial al mismo tiempo. En cambio, a don Quijote le hizo Cervantes engullir un buen montón de novelas de caballería y, como castigo a lo que empezaba a ser una descabellada y peligrosa costumbre en la época, su mente queda perturbada de tal manera que llega a confundir la realidad con la ficción de las novelas que ha leído. Pero, aunque en muchas ocasiones aparece como un personaje ridículo y disparatado, por las malas jugadas de su imaginación, también es cierto que se eleva como noble víctima y no se observa en él esa imagen negativa de Emma. En la vida de ambos protagonistas se cuela el drama, un drama que consiste precisamente en desear hacer realidad sus sueños, cada uno a su manera y desde su género y su época, pero sobre todo hacerlos realidad. Y si con Don Quijote de la Mancha, Cervantes pretendió, entre otras cosas, censurar la desmesurada proliferación de novelas sobre caballeros andantes en la realidad literaria del siglo XVI, Flaubert, con Madame Bovary, compuso un fiel retrato y un modelo para la literatura realista y universal del siglo XIX a nuestros días.


Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand

por J. Álvaro Gómez

Cyrano de Bergerac, ¡existió! Es algo que no sabía y que, al documentarme para este artículo he descubierto. No sé si ahora el lector pensará que soy un poco torpe- literariamente hablando- o, por el contrario, se sorprenderá al saber esto. Cyrano fue poeta, novelista, dramaturgo, autor satírico y epistológrafo. El autor de Cyrano de Bergerac, Edmond Rostand ( Marsella 1868- Paris 1918) nos ofrece un episodio de la vida de Cyrano. Escrita en 1894, se estrenó en el Teatro de la Puerta de San Martín de París en 1897. Edmond Rostand temió un gran fracaso y, antes de comenzar la obra, pidió perdón a los autores por haberles involucrado en la obra. No fue un fracaso, todo lo contrario. En un entreacto, un ministro francés se acercó a él y le entregó la medalla de la Legión de Honor francesa que el político llevaba. Felicitándole, añadió a que tan solo se estaba adelantando ligeramente en el tiempo con esa condecoración. La obra finalizó con veinte minutos de aplausos ininterrumpidos por parte del público. Para comenzar a entender esta obra, debemos situarnos en aquella época. Francia anhelaba un personaje patrio donde reflejarse después de las derrotas bélicas de 1870. Es entonces cuando, por esas fechas, aparecen dos héroes espadachines; el gran D´Artagnan y este fanfarrón, desgraciado y narigudo Cyrano. Esto reconforta a los franceses, pues elevan ese gallo francés tan olvidado en aquel momento. Este libro es una tragicomedia, escrita en cinco actos y en verso, algo que, a mí, me ha generado una ilusión enorme. Estamos ante una obra excelente, algunos lo han comparado con Los Miserables de Victor Hugo –algo exagerado para mí-. Otro lo comparan con el Don Juan Tenorio de Zorrilla –algo en lo que sí estoy de acuerdo-. Incluso he leído descripciones contrarias a la belleza de la obra. Lo que no podemos olvidar es que, con este libro, Edmond Rostand consiguió una fama excelente, consagrándose como uno de los mejores escritores en verso de la literatura francesa. El libro se centra en Cyrano de Bergerac. Nos relata el amor que profesa nuestro protagonista por su prima Roxana. Cyrano es un militar orgulloso, dado a exaltarse ante cualquier cosa, pero es también un gran poeta lleno de romanticismo. En algunos momentos el lector puede llegar a odiar al personaje. Por su carácter, llega a ser agresivo y violento. Pero, en otros momentos, a Cyrano se le toma cariño. Su humor negro, sus versos sobre su nariz y su amor locuaz por Roxana, hace de éste un caballero muy a la talla de nuestro querido Don Quijote. Un momento cumbre es cuando se enfrenta, con la espada y con la voz, con el Vizconde, acompañante del Conde de Guiche. Os dejo un fragmento de ese duelo donde, la nariz de Cyrano, es el centro de todo: Pecáis de brevedad Pueden decirse muchas cosas más, en verdad Jugando con el tono. Yo os muestro la manera. Agresivo: señor, si tal nariz tuviera, Os juro que al instante yo me la amputaría… Guasón: mucho te gustan los pájaros, infiero, Cuando es tanto el empeño con que, piadoso, tratas De ofrecer una percha a sus pequeñas patas. El amor lo lleva oculto. Roxana no sabe del amor que tiene Cyrano por ella. Ésta, sin embargo, le confiesa estar enamorada de un nuevo recluta del Cuerpo de Cadetes de la Gascuña, Cristián de Neuvilette. Cyrano no se hunde pero se apena. Tal es el punto de tristeza que, cuando su compañero Le Bret le pregunta si llora, él contesta: Eso nunca. Jamás cometeré el desliz De dejar que una lágrima ruede por mi nariz.

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Cyrano sabe que no puede competir en belleza con el joven Cristián. Roxana está enamorada de una cara bella. Ambos son totalmente distintos. Uno es guapo y vulgar, el otro es feo y cultivador de poesías.


Cyrano y Cristián pactan unir sus fuerzas. El joven pondrá la belleza, el poeta su delicadeza para escribir cartas. De este modo, ambos estarán unidos, de una forma u otra, a la bella Roxana. En este momento, la obra deja tener el sobrenombre de comedia para dar paso al romanticismo. La escena en que Cyrano se hace pasar por Cristián bajo la ventana de Roxana es increíble. Los versos son apabullantes y la lírica del autor es… no sé, decídanlo por ustedes mismos: Por saberte dichosa, yo mi dicha perdiera, Aunque tú no llegaras a enterarte siquiera, Con tal de contemplar, de lejos, un minuto, Una sonrisa tuya de mi desdicha fruto… ¡Oh Dios, qué noche! Nunca soñé con algo así. Yo os hablo a vos, y vos, vos me escucháis a mí. Roxana comienza a enamorarse de las palabras escritas y ya no piensa sólo en la belleza exterior. Ahora, lo que la conmueve, son los versos de las cartas. Cristián también se empieza a dar cuenta de ello. Las páginas que siguen me parecen de un romanticismo extremo. Alguien que ama a una persona y que, como no la puede tener, deja a otro ese camino libre, e incluso le ayuda para conquistar, día a día, a su amada. Pero Cyrano no quiere contar la verdad, por ello decide que se casen en secreto Cristián y Roxana. El autor nos demuestra, en este momento de la obra, cómo un tipo orgulloso como es Cyrano, puede dejar todo por la felicidad de su amada. Incluso ceder su presencia física. En estos tiempos que corren, díganme quién de nosotros haría esto por la persona a la que ama. Al poco tiempo, los cadetes, comandados por Cyrano deben partir a la guerra. Allí, en el campo de batalla de Arrás, fallece Cristián que, en el último momento de su vida, reconoce el gran error cometido: no decirle a Roxana que de quien ella está enamorada no es de él, sino del autor de las palabras que llenan las cartas que recibe, Cyrano de Bergerac. Antes de morir Cristián, éste le pide que le diga toda la verdad a Roxana. Que no era él el que escribía esas cartas. Que no era él quien de noche le decía versos de amor. Cyrano, no llega a decírselo a Roxana pero sí que le dice su amigo que ha confesado todo y que, aún con eso, Roxana quiere al joven espadachín y no al narigudo viejo. El orgulloso Cyrano no deja de sorprendernos. Aquí, como suele ser habitual en mí, debería dejarlo para no estropear al lector el final, y así lo haré. El final es uno de los más bellos de la historia de la literatura. AL leerlo intenten cerrar los ojos e imagínense cada verso de la escena. Lo agradecerán. Pero creo que, en esta obra, lo principal no es el final o el principio, sino la belleza de la historia en si. Si Cyrano acabará con Roxana o no, eso lo dejamos que lo descubra usted. Aunque se dará cuenta que la historia, escrita hace más de cien años, narra lo mismo que ahora, ese entontamiento por la belleza exterior. Podemos leer en los diarios cómo, un día tras otro, nos ofrecen la belleza como algo esencial en esta vida. Ya poca gente da importancia a la belleza interior, a las palabras, ¿o quizás me equivoque? Creo que sí, pues esta revista es un buen ejemplo del cariño a las palabras y de la búsqueda interior de la belleza dentro de los libros. Espero que disfruten del libro tanto como yo, por cierto, la película protagonizada por Gerard de Pardieu, también es una belleza, una de las mejores adaptaciones que hemos disfrutado mi primo Pepe y yo. Y si no, ya me lo dirán.

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Los combates cotidianos de Manu Larcenet por David García Ávila Cuando entrevisté al ilustrador y creador de historietas valenciano, Paco Roca, para un programa de radio monográfico dedicado al mundo del cómic, me explicaba con sana envidia que Francia es una de las mecas del noveno arte a nivel mundial. Pensar que obras como “Los combates cotidianos” de Manu Larcenet, en el que profundizaremos en próximos párrafos, o “Píldoras azules” de Frederik Peeters, llegan a vender más de cien mil ejemplares sólo en el país de los galos, da mucho en qué pensar. Algunos pueden creer que su nivel cultural es mayor, o que tienen más respeto por sus propios artistas que otros países (a lo que muchos consideran despectivamente como chovinismo), o que su nivel económico es mayor, lo que les permite darse el gustazo, que aquí es un lujo, de comprar novelas gráficas a porrillo... Sea cual sea la razón, yo me quedo con su tradición por las letras y el pensamiento, lo que devino en disponer, desde hace muchas más décadas que en el estado español, de una vida cultural más rica y heterogénea. “Los combates cotidianos” son un ejemplo de la gran popularidad que tienen las historietas enviñetadas, si me permitís la expresión, en Francia. Y cómo se premia por las especialistas en este género literario (Mejor álbum de la feria de Angoulême -2004-) y se valora por el público lector, narraciones con temáticas profundas y cotidianas, pero de trazos y diálogos limpios y sencillos. La metáfora del título de la obra nos sumerge en el día a día de Marco, su protagonista. Con un formato de diario de campaña, continuando con los símiles militares, nos topamos con un fotógrafo de guerra que, cansado de retratar los horrores de las contiendas y miserias que ésta deja tras de sí, lo aparca todo para irse a vivir en la campiña francesa con su gato. Marco es un hombre corriente, pero peculiar. Gran aficionado al arte de retratar la vida con el objetivo de su cámara, con ataques de pánico que va apaciguando con pastillas y que visita un terapeuta desde hace ocho años. 66

Marco: Pues verá, hace ocho años que vengo aquí, aproximadamente dos veces por semana. Y es verdad que me siento bien... Me encuentro mejor ahora... Pero... si pudiéramos resumir...¿Cómo definiría usted mi estado actual? Terapeuta: El terapeuta no debe no debe limitar al individuo a su estado patológico... Ahora bien... Creo poder afirmar que usted desarrolla comportamientos profundamente obsesivos. Acompañados de neurosis diversas asimismo obsesivas... Así pues. ¿No le doy cita para el mes que viene? Con trazos frescos y simples, sin buscar la excelencia retratista y paisajística, Larcenet encuentra en el guión su máxima expresión. Los rincones realistas y sutiles nos trasladan a conocer en sus soledades y compañías a un hombre que tratar de encontrar un nuevo camino por recorrer, y que lo va encontrando paso a paso. Mientras reconocemos a este personaje, su vida se desnuda cuadro a cuadro a través de sus encuentros familiares (con su madre, su padre, su hermano...), su novia, su amistades y su pasado aún por resolver. Es gratificante y curioso la aportación e incorporación a las viñetas, de fotografías estáticas que Marco va realizando a lo largo de su historia. El campo, los caminos y carreteras, edificios, los trabajadores de los astilleros que fueron compañeros de su anciano padre... y que en muchas ocasiones los observamos pegados a las paredes de la casaestudio del protagonista. Otra forma, ésta, de mezclar y conjugar el realismo sereno de la imaginería de Manu Larcenet y el realismo fotográfico del personaje de ficción. Cuatro son los volúmenes de “Los combates cotidianos” que nos permiten disfrutar de una obra recomendable para todos los lectores que deseen disfrutar con las batallas diarias de unos personajes de papel que nos acercan a nosotros mismos, a nuestros anhelos, sueños, dudas, miedos y decisiones vitales.


Reseña Literaria Las pequeñas virtudes, de Natalia Ginzburg

La mayor virtud de Natalia Ginzburg (1916-1991) es saber explicar la vida. Para ello, echa mano de una tela repleta de palabras que despliega con gracia, sin estridencias, y que distribuye en 11 artículos publicados entre 1944 y 1962. En ellos se encajan suaves retazos de sus pensamientos, sus deseos, sus desgracias y sus inquietudes, formando la silueta de una escritora madre de tres hijos que afrontó la desdicha de la guerra y la muerte de sus dos maridos, pero también el gozo del oficio de escribir, la compañía de su círculo de amistades y el cariño de su familia. Artículos como “Invierno en Abruzos” (1944) hacen referencia a la miseria del período de hostilidades, durante el cual ella y los suyos se recogieron en un humilde pueblo italiano. Durante aquella época su único anhelo era abandonar la miseria de aquel lugar, para darse cuenta años más tarde de que aquellos habían sido los mejores años de su vida. Otro artículo de índole muy personal es “Él y yo” (1962), en el que analiza su relación con Gabriele Baldini, su segundo marido. Es interesante la forma en que describe las diferencias entre ambos caracteres, subrayando siempre la superioridad de éste sobre ella, y su resignación al admitir que es probable que ella sólo sirva para un oficio, el de escritora: Yo no habría podido hacer más que un oficio, sólo un oficio: el oficio que elegí, y que hago, casi desde mi infancia. Tampoco yo lamento no haber hecho ninguno de los oficios que no he hecho; pero yo, de todas formas, no habría sabido hacer ninguno. Más interesante que el análisis de sus relaciones de pareja es la indagación sobre cómo se gestan nuestras relaciones a lo largo de nuestra vida. En ello se centra “Las relaciones humanas” (1953), que explora cómo el ser humano evoluciona en esta área desde la infancia (época durante la cual el mundo adulto es un misterio que inquieta), pasando por la adolescencia (años en los que ser querido por los amigos constituye la motivación principal de los jóvenes) hasta llegar a la madurez, momento en el que afloran intereses nuevos, como la búsqueda de una pareja estable o la formación de una familia. Por último, me gustaría destacar “Las pequeñas virtudes”, artículo que cierra el libro y al que éste debe su nombre. Escrito en Londres en la primavera de 1960, propone una serie de pautas para la educación de los hijos basadas en la necesidad de enseñarles las grandes virtudes (la generosidad, la adquisición de un carácter propio y el desarrollo de una vocación) frente a las pequeñas (el ahorro o la obligación imperiosa de destacar en el ámbito académico). Son una serie de nociones sensatas y de actualidad, fundamentadas además en su propia experiencia como madre. En suma, Natalia Ginzburg nos ofrece 11 artículos cargados de vida, de añoranzas y de ilusiones, modelados con una prosa tan certera y tan cercana que nos hacen olvidar su carácter de ensayo y sentirnos acunados por la conversación de una buena amiga. 67


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Granite & Rainbow .................... 23.XI.2010 ............................ #8


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