«La primera novela de Munson justifica el bombo que provocó dentro del mundo editorial. Tiene el amplio y creativo estilo del mejor Michael Chabon, y la elaborada intriga criminal de Donna Tartt.» Vanity Fair «Sam Munson ha escrito una de las más divertidas y sinceras historias de los últimos tiempos, un libro trascendente, digno de Mark Twain y J. D. Salinger; un retrato de la buena voluntad y la decencia que a veces se asoman en la trivialidad y arrogancia de los adolescentes.» Chicago Tribune «Los Criminales de Noviembre es una reflexiva historia sobre el paso a la edad adulta y un cautivador thriller adolescente. Munson es un autor con algo que decir... un escritor audaz.» The New York Times «Munson es un estilista atrevido y un experto imitador que instala en la voz narradora, con una precisión milimétrica, el sentido desmesuradamente trágico que sólo un adolescente de dieciocho años puede desarrollar... Y su voz se queda resonando en tu cabeza.» The Washington Post «Este libro tiene todas las características de un debut: es maleducado, precoz, irrelevante y está enamorado de su propia voz, pero Munson nos recuerda hábilmente por qué esas cualidades son, ante todo, irresistibles.» Booklist «Esta novela combina el clásico pensamiento de la alienación adolescente con un mordaz sentido del humor.» Kirkus Reviews
© Rebecca Nagel
Reúne en un solo libro a Chuck Palahniuk, Irvine Welsh y J. D. Salinger y tendrás Los Criminales de Noviembre. Una mezcla descarada de talento, humor negro, ambientes sórdidos y amor sincero.
«La mayoría de la gente de mi edad pierde el tiempo así, hablando hasta que toda su energía e intención desaparecen. Es difícil no hacerlo, porque todo está sin decidirse, tanto que crees que puedes transformarte en lo que sea, superar lo que sea. Nadie puede ver todo ese potencial sin hundirse en el terror o por lo menos sentirse tentado al letargo gracias a la aparentemente exuberante cantidad de tiempo que tiene frente a uno. Qué hijo de puta tan pretencioso, estarán pensando. No importa. Sé que tengo razón.» Éste es el alegato de Addison, un adolescente que se rebela a seguir las normas establecidas, y al que la investigación del violento asesinato de uno de sus compañeros de clase le servirá de confesión escrita de su maltrecho mundo interior y de diatriba airada contra una sociedad hipócrita y carente de identidad.
LOS CRIMINALES DE NOVIEMBRE SE INTRODUCE EN EL TERRENO DE LA CLÁSICA NOVELA REALISTA ADOLESCENTE Y, CON GARRA Y ERUDICIÓN, CONSIGUE ABRIRSE PASO HACIA UN TERRITORIO NUEVO Y ÚNICO.
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#CriminalesdeNoviembre
Sam Munson se licenció en la Universidad de Chicago en 2003 y desde entonces ha escrito para The New York Times, The Wall Street Journal, The LA Review of Books, The National, The Daily Beast, Commentary, The Times Literary Supplement, The New York Observer, The Utopian y muchas otras publicaciones. Su primera novela, Los Criminales de Noviembre, recibió aclamación unánime de la crítica especializada y está siendo adaptada al cine por Sony Pictures. El elenco que protagonizará el filme está encabezado por Chloë Grace Moretz, Ansel Elgort, Catherine Keener y David Strathairn. Su segunda novela se titula The War Against the Assholes. Sam vive en Harlem con su esposa y su hijo.
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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares de la realidad es mera coincidencia.
Los criminales de noviembre Título original: The November Criminals © 2010, Sam Munson Traducción: Sonia Verjovsky Diseño de portada: Jorge Garnica / La Geometría Secreta D.R. © 2016, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com • www.grantravesia.es D. R. © 2016, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec Del. Miguel Hidalgo, C.P. 11560, México, D.F. Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx www.oceano.mx • www.grantravesia.com Primera edición: 2016 ISBN: 978-84-944310-7-4 Depósito legal: B-15077-2015 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Impreso en España / Printed in Spain
Para Rebecca
«No hay negador que no esté sediento de algún catastrófico sí.» E. M. Cioran, Del inconveniente de haber nacido
I M
e pidieron que explicara cuáles son mis mejores y mis peores cualidades. Así que déjenme comenzar diciendo,
damas y caballeros, que es difícil que yo me considere una mala persona. Quiero decir que padezco de escrúpulos, a veces más serios, otras menos. Todo el mundo, incluso un verdadero defensor de la inmoralidad, se ve a sí mismo como una buena persona. O como si trabajara para hacer el bien, sin importar que sus acciones —evaluadas una por una— sean transparentemente egoístas, homicidas, etcétera. En cierto modo es un argumento bastante fuerte contra el valor de términos como bueno o malo. La gente se siente así incluso hoy día, en 1999, cuando se supone que todos nos deberíamos de estar arrepintiendo y lamentando y apretando los dientes. Pero no puedes pasar por la vida sin hacer distinciones. Y venderles cantidades pequeñas o medianas de hierba a chicos ricos, seguros y tranquilos (cosa que pasé haciendo durante gran parte de mi tiempo libre durante los últimos cuatro años) no es el tipo de comportamiento por el que valga la pena agonizar. Eso lo haría parecer demasiado importante, ¿saben? Ni siquiera necesito el dinero.
Sin embargo —a juzgar por mis acciones— soy una mala persona. Dejemos eso en claro, para no crearles ideas equivocadas. Durante más de una quinta parte de mi vida hasta hoy he sido un camello, no obstante uno menor, y cliente de camellos de mayor volumen, que a la vez son clientes de empresas más importantes, y así sucesivamente hasta el infinito. Qué sombrío, ¿no creen? Humano, pero sombrío. Tenía una báscula digital farmacéutica. Una cara caja fuerte de color negro, que en el punto álgido de mi prosperidad contenía 12 380 dólares en cuatro cajas de zapatos, con el efectivo organizado en fajos debidamente etiquetados (¡qué patético!). Una pistola, aunque ésa fue una adquisición posterior. Una provisión sospechosa de bolsas herméticas de plástico. Un busca. Éste era todo el sórdido y delator equipo. Tengo dieciocho años y cinco días. Vivo en un arbolado barrio de clase media alta en Washington, D. C., con mi padre, que hace vasijas de barro. También da clases en la poco reconocida escuela de arte de nuestra ciudad, el Instituto Cochrane. Clases sobre cómo hacer vasijas de barro. Mi nombre es Addison Schacht, si pueden creerlo: el padre muerto de mi madre muerta se llamaba Addison. Ya que soy una incógnita, no soy popular, incluso ahora, en mi último año, en mi clase del instituto John F. Kennedy. ¿Cómo de incógnito, se preguntarán ustedes? No podría, so pena de muerte, decirles a qué universidad quieren ir ni uno solo de mis compañeros de clase, así de poco tengo que ver con ellos. No realizo actividades extraescolares más allá del estudio del latín y del coleccionismo de chistes ofensivos sobre el Holocausto. Vivo en la calle X, en el piso X, peso X kilos. ¿Qué es lo que quieren? ¿Un índice de mi alma? ¿La medidas de mi polla? Se 12
las podría dar; es algo que no me avergüenza ni nada por el estilo. Pero ¿les ayudaría a entenderme? Sin embargo, toda esta historia enredada y pasmosa me ha estado carcomiendo. Y es por eso que la estoy escribiendo. Para desahogarme. Ya he desperdiciado suficiente tiempo. Y no es que sea poco inteligente; no vayan a pensar eso. En cada simulacro de examen que he hecho, mis calificaciones fueron idénticas a las que saqué en el examen de admisión de verdad: 770 puntos en la parte verbal y 650 en matemáticas. Esto viene de tres series de resultados. ¿Qué tal esa precisión? En mi sarta de pruebas de los cursos avanzados, saqué tres cincos y dos cuatros. No tengo nada más. Salvo una medalla de plata y una de oro en el Examen Nacional de Latín. La literatura latina está desprovista de gran parte de las emociones humanas, pero aun así estoy orgulloso de mis medallas: mis profesores han sido una maldita vergüenza. Vender marihuana no figuraba en mi lista de planes permanentes cuando comencé a hacerlo hace cuatro años, justo después de llegar a Kennedy. Sólo un poco, al principio. Pero era fácil y más desafiante que mi trabajo en clase. También me daba un punto de apoyo en la ecología de la escuela, que de otra manera no habría descubierto. No lo pensé en demasía. La gente la quería, y llegaron a suponer que podría proveérsela, y de repente me encontré que era propietario de un pequeño pero floreciente negocio. Me prometí que lo dejaría cuando me graduara. Sólo por razones prácticas. Y logré dejar de hacerlo, incluso antes de mi fecha tope. Esto no fue por volición. La circunstancia jugó su típico papel contundente, materializada en un compañero de clase llamado Kevin Broadus. 13
Kevin era un chico callado y fornido, un friki de la banda de música. En realidad no lo conocía, aunque nos saludábamos con la cabeza entre clases. Y como era uno de los pocos chicos negros que se encontraban en el Programa para Jóvenes Dotados y con Talento, tenía más o menos en cuenta su presencia. Por lo menos hasta nuestro penúltimo año cuando, unos cinco meses antes de que ocurrieran los brutales eventos que llevaron su nombre a los periódicos, Kevin hizo algo que me pareció… admirable, quizás ésta sea la mejor palabra para definirlo. O quizá no admirable, porque es atrevido admirar a alguien con quien no hablas de manera regular. Pero poco comprometedor. Sucedió en febrero. La señorita Prather, nuestra maestra de inglés del año pasado, hablaba sin parar con un tono superartificial sobre lo que se llama “historia afroamericana”. Febrero, como seguramente ya lo saben, es el Mes de la Historia Afroamericana, una ocasión de mucho recelo y nervioso alarde entre los profesores del Programa para Jóvenes Dotados y con Talento aquí en Kennedy. Aprendemos, cada año, la misma historia anticuada, como una larga ronda de un juego: los fundadores fueron hipócritas, el Compromiso de las Tres Quintas Partes fue malo, la decisión de Dred Scott fue mala, Frederick Douglass fue bueno, Booker T. Washington malo, el experimento de Tuskegee malo, los aviadores de Tuskegee buenos, Langston Hughes bueno, el jazz bueno, y todavía hoy todos somos racistas. ¡Gracias por jugar! Es como una versión comprimida de la historia norteamericana, una que no logra hacer justicia a todas las complejas tonterías en las que se mete la gente dentro de la vida política, y que también fracasa completamente a la hora de expresar cualquier sentido real de lo horrible que debió haber sido la vida (y de muchas maneras todavía lo es) en Estados Unidos 14
para los esclavos y sus descendientes. Es como una postura forzada. No sé de qué otra manera describirlo. En aquel momento hablábamos de la música y su relación con la literatura afroamericana. Y la señorita Prather estaba en la mitad de su mortificante perorata sobre lo estupendo que era que la literatura afroamericana no estuviera restringida de la manera que otra literatura de su tiempo lo estaba, de cómo estaba repleta de una energía nueva y vital, una corriente rítmica. Muchos de los chicos de mi clase asentían al escucharla, algunos hasta convencidos. Y después de alcanzar su crescendo, gesticulando con las manos y haciendo que su voz palpitara, después de que sufriera su pequeño orgasmo, o lo que fuera, se detuvo y miró a Kevin y dijo: “Pero preguntémosle a nuestro músico de la escuela. ¿No está de acuerdo, señor Broadus?”. Cómo quisiera poder comunicar el horrendo silencio vacío que siguió a su comentario. Todos estiraron los cuellos desde sus pupitres de madera, con silla y escritorio combinado, para clavarle la mirada a Kevin, quien se quedó mirando sus manos. El sol de la tarde caía y dejaba sus gafas en blanco. Y entonces él dijo: “No en especial”. Eso fue todo. La señorita Prather se quedó con las manos alzadas y la boca abierta. Se veía dolida, con los ojos vacilantes por la traición de Kevin. El silencio persistió. Entonces la señorita Prather suspiró y dijo: “Bueno, se trata de algo generalmente aceptado, Kevin”. Más silencio. Kevin volvió a hablar. “Sí, pero si algo está aceptado, ¿por qué me lo pregunta a mí?”. Alguien farfulló una carcajada entre sus manos ahuecadas. La señorita Prather no tuvo, literalmente, nada que decir. Así que se repitió en su discurso. Como si Kevin no existiera. Y seguimos con nuestra lección. Éste es el único recuerdo claro que tengo de Kevin 15
hablando en clase. De nuevo, no me quiero atrever a llamarlo admirable. Pero, en mi opinión, demostró verdaderamente que tenía los huevos bien puestos. Quería felicitarlo, pero se perdió entre la suspirante multitud después de la clase antes de que pudiera hacerlo. Por suerte, supongo: también eso habría sido una especie de atrevimiento. *** Por cierto, debía haber mencionado que Kennedy es una escuela segregada. No porque los chicos negros sean menos capaces o algo así, sino porque —y aquí estoy teorizando— mi barrio y otros barrios que la proveen de estudiantes blancos están repletos del tipo de padres que simplemente adoran a los negros… en el sentido abstracto. Y la escueKennedy es, por un margen considerable, mayoritariamente negra. Y, de todos modos, en un principio todos ellos (los padres del barrio, quiero decir) querían que sus hijos fueran a una escuela privada. Así que hace unos veinte años, todos estos profesores exhippies de historia e inglés de Kennedy establecieron esta pequeña escuela noventa por ciento blanca dentro de Kennedy, el Programa de Jóvenes Dotados y Talentosos, y permiten que cada año entren unos seis chicos negros como bálsamo para sus conciencias, y montan pantomimas como el Mes de la Historia Afroamericana y de la Atención a la Diversidad (que es tan horrendamente torpe como sugiere su nombre). Porque si tuvieran conciencia, ¿habrían establecido esas divisiones internas para empezar? Pero sea como sea, Kevin destacaba entre todas estas adversidades, entre estas circunstancias. Por causas ajenas a su voluntad, era visible. Tocaba en la banda de música, como dije antes: saxofón barítono. Y 16
trabajaba después de clases en Second Mate Stubb’s, que es una franquicia de cafeterías. Su café, todo su esquema, es digno de confianza y mediocre, así que los artistillas engreídos de Kennedy se burlan de Stubb’s. Cosa que no me parece justa. He llegado la conclusión de que la mediocridad confiable es lo más importante para la pervivencia de la existencia humana. No nos la podemos apañar con desastres propios del Romanticismo. Moriríamos del agotamiento. En fin, sucedió en el Stubb’s de la avenida Wisconsin, cerca de la calle M, donde el montículo de la avenida se hunde hacia el agua grisácea y de aspecto jabonoso del río Potomac. Alguien entró una noche y masacró a Kevin y a las otras dos personas que trabajaban ahí. Una ostentaba un nombre memorable: Turquoise Tull. Tenía veintitrés años. El otro era un tipo llamado Brandon Gambuto. El pistolero les dio caña y punto: dos balazos a la gerente, Turquoise, uno al otro tipo y doce a Kevin, según se regodeaba la nota de prensa. Escrita por un “articulista” (según lo indicado al pie de la nota) del Post, Archer B. Sexton (¿qué clase de nombre es ése? Las piezas que lo integran son intercambiables, y por lo tanto no es humano). Ya saben a lo que me refiero: “Kevin Broadus era un estudiante ejemplar en el instituto Kennedy. Turquoise Tull era una madre soltera muy trabajadora. Brandon Gambuto era un aspirante a músico. Todos murieron la semana pasada en lo que algunos llaman los homicidios más atroces de la historia reciente”. “Estos brutales asesinatos conmocionaron a un tranquilo barrio del noroeste.” “El teniente James Huang, quien está a cargo del cuerpo especial que lleva la investigación, garantizó que la policía metropolitana está haciendo todo lo que está en su mano. Pero los residentes del 17
Segundo Distrito Policial, el área de jurisdicción de Huang, siguen inquietos.” Sexton habló acerca de las copiosas manchas de sangre con forma de mapa, la ausencia de cualquier robo, las tribulaciones de la policía. Esto ocurrió en julio, antes de mi último año, este año. Estuvieron machacando con la historia durante los peores y más jodidos meses del verano, en los crueles momentos de calor y humedad por los que es tan conocida nuestra ciudad. Durante un tiempo la gente estuvo hablando de represalias pandilleras. Digo, eso es lo que yo pensé al principio, pandillas o drogas. Era de suponer que todas las balas de más empleadas en Kevin significaban algo. Pero él parecía —y esto lo digo, como mencioné antes, sin haberlo conocido bien, o nada— demasiado pasivo como para estar involucrado en cualquier cosa que requiriera retribución. Los periodistas locales estuvieron dale y dale con el tema, pero abandonaron su teoría pandillera tras uno o dos días y luego hablaron sobre una tragedia sin sentido. ¿De veras? Piénsenlo: eres un chico aburrido con un trabajo aburrido, porque tus padres te presionan para hacerlo, en un barrio aburrido. Aquí el pantanoso calor de los veranos es repetitivo y entumece el alma. Las madres aburridas, los estudiantes universitarios y los dueños de las tiendas de antigüedades que frecuentan ese Stubb’s en particular se te quedan mirando con ira altanera mientras esperan sus pedidos. Tu patética gerente (que ha hecho una carrera de esto, cosa que te horroriza) a veces te desafía por tus errores. Pero también te felicita, que a su manera es peor, y te da a entender alguna frustrante mediocridad que reconoce en ti y que ve como emparentada a la suya. Así que esto sucede durante uno o dos meses, sin tener alivio alguno a la vista. No es una tortura 18
pero es un fastidio para la inquietud que sientes ahora, la sensación de que puedes abarcar cualquier cosa. Y luego una noche entra alguien —alguien que en teoría tiene un aspecto normal— y te dispara. Un hombre de altura y complexión mediana, que lleva ropa oscura, para que no se vea la sangre, ropa holgada, para que la pistola permanezca invisible. Mayor que Kevin. En mi visor mental es blanco, aunque eso es estadísticamente improbable en D. C. Camina con calma en los ojos. Sería estúpido llamarlo vacío. Tiene la suficiente fuerza interior ipso facto para planear y llevar a cabo tres asesinatos, que es —si puedo decirlo así— más de lo que la mayoría de la gente logra jamás. Sus manos rehúsan temblar. Mira alrededor; no hay nadie más en la tienda; levanta su mirada hacia los empleados, uno por uno. La mundanidad de su rostro es incomprensible y espeluznante, como lo es su cabello castaño normal, del color prestado de alguna persona real que conozco. Así como cada faceta física suya es prestada. Y luego, mientras irradia su normalidad, saca su pistola. ¿Qué pasa si te mata en segundo lugar? ¿Qué si el primer disparo sólo te lisia, te derriba? ¿Qué si el sol todavía no se ha puesto aún? ¿Pueden imaginárselo? ¿Morir en el suelo de un Stubb’s con el último ocaso de verano en los ojos? ¿A los diecisiete años? ¿Justo cuando saboreaste la independencia por primera vez? Me refiero a que apenas llevo dos años manteniendo relaciones sexuales, y puedo decirlo sin titubear: perder eso dolería tanto como perder la vida misma. También conducir. No soy superfan de eso, pero es necesario en mi actividad laboral, y a otra gente le encanta conducir. ¿Y la universidad? ¿Ese prospecto de verdes jardines y bebidas y polvos ilimitados? ¿O encarar a la señorita 19
Prather como lo hizo Kevin? Ése es el encanto que tiene la independencia. En mi opinión, la palabra para ello no es tragedia. No tengo ninguna duda de que destruyó a sus padres —aunque también es imposible para mí entender su pérdida; puedo pensar en ello pero no tengo manera de entenderlo—, sin embargo la verdadera pérdida sería para ustedes. ¡Para ustedes! ¡Es su vida! Hay algo egoísta en la idea que tenemos de la tragedia, ya que depende de que otra gente esté mirando. Sin embargo, supongo que ha sido así desde tiempos antiguos, por lo menos según el señor Vanderleun, el profesor de inglés de tercero, que habla de la ironía trágica al menos tres veces por semana sin tener la menor conciencia aparente del colosal desperdicio de su propia vida. Tragedia sin sentido. Exacto, sí, pero se podría describir a la mayoría de la existencia humana como una tragedia sin sentido, o incluso la existencia en general si uno es un idealista de verdad. La madre de Kevin nunca apareció en las noticias locales, y su padre sólo una vez. El señor Broadus, alto, con gafas, ligeramente encorvado, rogaba que el tipo que lo hizo se presentara ante la policía. Aunque debe haber sabido que no había la menor posibilidad de que eso sucediera. Cuando la televisión pública finalmente se puso las pilas, Capitol Ideas (quizás el programa más aburrido del mundo) invitó a Archer B. Sexton, giboso y calvo y sonrojado como una granada, a su plató gris oscuro para hablar del caso. Lo presentaron como un historiador y articulista urbano, en recatadas letras blancas cernidas bajo el nudo de su corbata carmesí. Básicamente repitió los mismos puntos de su artículo, con muchos contoneos de su uniceja, que es algo graciosísimo en un tipo totalmente calvo. Como una oruga inmovilizada en apuros. 20
Tuvieran sentido o no, los asesinatos extinguieron finalmente lo que quedaba de su emoción pública. Todos los samaritanos perdieron el interés. Colocaron una especie de monumento horroroso en recuerdo suyo frente a Stubb’s. Pilas y pilas de flores baratas y tiesas, amarillas y azules, lirios y margaritas descuidadas, que todavía se mezclaban con velos de novia que los floristas embuten dentro de sus ramilletes. Y, en cualquier caso, ya saben qué tipo de personas deja flores en los memoriales públicos. Los anónimos, solitarios y desquiciados, en busca de alguna emoción ansiosa, algún vínculo imaginario con el muerto. Fue como si Kevin se desvaneciera del mapa. Sí, hubo una intranquilidad ligera y persistente entre mis compañeros de clase. Pero no tenía nada que ver con él, sino más bien con ellos, y creo que saben a qué me refiero: era algo contemplativo, dirigido a ellos mismos. La forma en la que nos habían animado a ser toda la vida, desde los cuatro años en adelante, a buscar nuestra propia condición metafísica en los demás. Este proceso de obliteración prosiguió hasta que Kevin tan sólo fue memorable como una interrupción en el flujo pacífico de los eventos. Luego llegó el tercer día de clases. Escuchamos en el altavoz una mención chirriante sobre Kevin, sobre los asesinatos. Sonaba como si la persona que hablaba —la doctora Karlstadt, nuestra directora y mi maestra de historia universal— se estuviera dirigiendo a nosotros desde el jodido Tártaro, áspera, apagada y vaga. “Su atención, estudiantes de Kennedy. Su atención, estudiantes de Kennedy. Como algunos de ustedes ya sabrán, la comunidad del instituto sufrió una pérdida este verano. Kevin.” Pausa. Entonces se cortó el micrófono, supongo que para que la doctora Karlstadt pudiera revisar su pro21
nunciación. “Kevin Broadus, un prometedor alumno de último curso. Nuestros pensamientos están con él y con su familia.” Pausa. Ya sabía lo que venía después. “Aquí están los anuncios del día. El cuarto de baño de mujeres del tercer piso está fuera de servicio.” Y la doctora Karlstadt prosiguió, con su voz uniforme, a detallar los fallos de servicios del día y los horarios de práctica después de clases para varias actividades internas. Hubo una asamblea el día siguiente a este anuncio, como para asegurarnos de que nunca tendríamos que volver a pensar en Kevin. El coro comenzó con “Bridge Over Troubled Water”. Tenemos un coro excelente, que ejecuta con una violencia contenida en sus voces. Se llaman los Tigres Cantores (el tigre es la mascota de Kennedy), nombre que me pareció horrible hasta que me di cuenta de que, a su estrafalaria manera, era estupendo. La doctora Karlstadt dio un discurso. El micrófono silbaba constantemente, y cuando sucedía lo golpeaba con las puntas de sus dedos mientras con la otra mano acariciaba su pañuelo color gaviota que reservaba para las ocasiones especiales. “Estamos reunidos aquí hoy para despedirnos de un miembro estimado por la comunidad Kennedy. Sus profesores lo echarán de menos por su diligencia. Lo echará de menos la banda, a la que ahora le hará falta un excelente saxofonista.” Y así continuó, durante todo el tiempo que ella y los demás administradores hubieron decidido. Entonces el coro, con túnicas doradas y amatistas (los colores de Kennedy), cantó “Mary Don’t You Weep” para cerrar las cosas, meciéndose con el ritmo y aplaudiendo con las manos, haciendo un plúmbeo golpe compartido: el latido de un gran tambor hueco. Sic transit, ¿no? Hasta las personas comunes y corrientes merecen pompa y ostentación. Pero ¿qué es lo que recuerdo 22
más claramente? Alex Faustner, quizá la zorra número uno de mi clase, sentada junto a mí y quejándose sobre cómo “todo esto” —se refería a cantar “Mary Don’t You Weep”— violaba sus derechos de la Primera Enmienda. Ella dice cosas así. Declaró esto mientras estábamos saliendo en fila. Quería decirle que se callara de una puta vez. Pero se alejó con sus murmurantes amigos antes de que pudiera decir nada. Además de ser una enorme hija de puta, Alex está —estoy seguro de que les asombrará escuchar esto— cien por cien buenorra, elresto-de-la-sociedad-está-de-acuerdo-en-esto, cabello largo y oscuro, delgada, de voz suntuosa y grave. Así que ahí estaba. Habíamos cumplido con nuestro deber. La lápida estaba inscrita. Quieran verlo como quieran verlo. Y nada me habría sucedido —quiero decir nada fuera de lo común— si no me hubiera drogado y me hubiera ido esa tarde al Banco con una amiga mía. No una amiga, más bien una socia. Simplemente alguien con quien me asocié porque uno se asocia con la gente. Por hábito, ¿no? Y no fuimos a discutir asuntos. La mayoría de la gente de mi edad pierde el tiempo así, hablando hasta que toda su energía e intención desaparecen. Es difícil no hacerlo, porque todo está sin decidirse, tanto que crees que puedes transformarte en lo que sea, superar lo que sea. Nadie puede ver todo ese potencial sin hundirse en el terror o por lo menos sentirse tentado al letargo gracias a la aparentemente exuberante cantidad de tiempo que tiene frente a uno. Qué hijo de puta tan pretencioso, estarán pensando. No importa. Sé que tengo razón. Esta socia se llama Digger Zeleny. No es lo que dice su acta de nacimiento, pero es el apodo que ella y todos los demás 23
utilizan (nombre real: Phoebe). Nos conocíamos desde que empezamos en Kennedy. Era una de mis clientes frecuentes y razonables, y una reconocedora de mi sarcasmo dentro de clase, como lo era yo del suyo. Su apodo es extraño, lo sé, pero consiguió que nuestros profesores lo usaran. Le pregunté por él, justo después de conocernos, y se negó a hablarme de ello. Eso fue hace cuatro años. Pero una semana más tarde, cuando le vendí maría por primera vez, terminamos fumando juntos y lo confesó. Cuando era niña tenía un arenero en el patio de atrás, donde pasaba la mayor parte del tiempo cavando. No haciendo castillos o pasteles y hamburguesas falsas ni nada de eso, sólo cavando y llenando el hoyo, luego cavando otra vez, y murmurando para sus adentros todo el tiempo, Cava-cava-cavar-y-cavar. Siguió con este hábito cuando comenzó preescolar, y algún genio de la clase le empezó a decir Digger, que quiere decir excavadora, para burlarse de ella. Así que lo golpeó en la cara con su pala de plástico, y luego con su cubeta, y luego se negó a contestarle a cualquiera que no se dirigiera a ella como Digger. Asumió el derecho de propiedad del insulto. Así de cabeza dura es. Sus padres la tuvieron que llevar a un psicólogo, me dijo ella, para tratar de que revirtiera a Phoebe. Pero a él lo derrotó también, y quedó como Digger. “De todos modos nunca me gustó mucho Phoebe”, murmuró entre una bocanada de humo. “Sospecho que me llamaron así por la hermana de ese tipo de El guardián entre el centeno. Quiero decir que comencé a sospecharlo cuando tuve que leerlo. Así que a la mierda con eso.” Salimos disparados justo después de la asamblea —hay una salida poco conocida en el pasillo que serpentea entre nuestro edificio principal, parecido a un presbiterio y siempre 24
iluminado por una horrible luz marrón, y el auditorio— y nos dirigimos al Banco, que es un banco de cedro colocado en un pequeño parque de ciervos en la extensa propiedad de una escuela privada un poco más adelante de Kennedy, la Academia Brent, nombrada por el primer y menos corrupto alcalde de nuestra ciudad, Robert Brent. Inicialmente discutimos sobre muchas trivialidades, y luego sólo la dejé hablar para poder evitar el tema real. Me estaba contando algo sobre su madre, que es médico, una hurgadora en profundidad de la maquinaria humana, no una dermatóloga ni nada por el estilo. Su madre me odia. Lo cual es comprensible. Aunque no sabe el alcance real de mis relaciones con su hija. Estábamos drogados, con los labios un poco entumecidos, pero aun así compos mentis. Me quedé ahí sentado y observé cómo se arreglaba el pelo y se volvía a colocar las gafas sobre el tope, ese pequeño topecito mediterráneo en el puente de su nariz. Sobresalía un sendero de cuero cabelludo, una demarcación en el pelo oscuro de Digger, una torpe línea blanca y muerta. A nuestros pies, las sombras formaban cortinas en el césped, que todavía estaba exuberante y subía trepando por nuestros tobillos: una nube densa pasaba por encima de nuestras cabezas. Y después regresábamos nuevamente a la luz de septiembre. Estaba tan fumado que me dolía la cabeza, tenía un amodorramiento rítmico sobre el paladar. Para los adolescentes, la maría es la droga consumada, porque induce ese débil sentido de potencial del que hablaba hace apenas un momento. Una nube se abalanzó sobre nosotros y cortó la luz, y el cambio repentino me agitó: aquí está la luz, aquí está la oscuridad. Nadie quiere entrar en la oscuridad, cruzar esa línea, justo ahí, allá en el bosquecillo de pinos, ese techo, lo que sea. Los detalles físicos no importan. Nadie lo quiere, no es para nada lo 25
que uno quiere, pero no puedes evitar mirarla: la línea divisoria, y quieres cruzarla de todos modos. Digger me contaba todo el tiempo una historia sobre cómo su madre pescó un fórceps de alguien, que otro cirujano le había dejado dentro. —Y no se lo puedes contar a nadie. De todos modos serían pruebas de negligencia. Y era una anciana negra. Así que, legalmente, eso pone al hospital en una situación supervulnerable. —¿Como lo que acaba de pasar sobre nosotros? —balbuceé. —Colega, ¿una nube? ¿De qué estás hablando? Estás pirado. Ella sofocó la risa, y entonces me fui hacia los árboles para salir de la luz e ir hacia la sombra, que me refrescó la frente caliente. Ahora me dolían las extremidades, me recorría un leve dolor corporal. Desde el matorral la escuché llamarme por mi nombre dos veces, y después se dio por vencida. Me llevó unos cuantos minutos recuperar la compostura. Sin embargo, todavía estaba horriblemente drogado, en esa fase de hilaridad débil. —Tía, Kevin Broadus. Digo, qué se puede hacer al respecto —le pregunté a Digger, todavía apoyado contra un árbol. —¿Estás bien? —gorjeó ella. —¿Crees que encontrarán al tipo? —¿Qué tipo? —El tipo que lo mató. No sé. Sea quien sea. El tipo. —Pero tío, ¿acaso eras amigo suyo? Resoplé largamente y clavé el hombro contra las reconfortantes arrugas de la corteza. —No, estoy bien, es sólo que, como si no importase nada. Como que lo que me has contado me ha dejado hecho mierda, supongo. Entornó los ojos diciendo: 26
—Estás hecho un lío, colega. Y luego volvió a su perorata. La doctora Zeleny —me había encontrado con ella en algunas ocasiones delicadas, mientras bajaba furtivamente del cuarto de Digger— era tan diminuta como Digger. Más diminuta, incluso. Cuando nos conocimos, llevaba una camisa Oxford de manga corta de color malva que revelaba la ristra de músculos de sus antebrazos. La imagen de ella abriéndole la cavidad pectoral a alguien con un serrucho, mientras las luces de la sala de operaciones rebotaban de su cabeza de pajarillo bien modelada, me aterraba y al mismo tiempo tenía un inevitable sentido. La única ocasión en que habíamos hablado ella extendió un brazo para estrecharlo, con su acordonada muñeca esposada con un reloj de plata mate de capitán de la Gestapo. Digger no se parece en nada a ella, excepto que ambas son bajas. Abandoné mi intento de tratar de explicarle lo de Kevin. En realidad no tenía nada que explicar, sólo una bandada de pensamientos intoxicados, imbéciles, imposibles de negar. Así que la escuché hablar sobre los problemas del hospital un poco más. Se me apretó la mandíbula, junto con los puños. Quería golpear a alguien. Por mi propia estupidez, supongo. Pero no había nadie a quien golpear, así que le estreché la mano a Digger y me fui caminando a mi coche. Me fui a dormir cuando llegué a casa, una o dos horas. En el coche escuché los gorgoteos de la radio, pero no pude soportarlo después de una canción, así que bajé la ventanilla y escuché el viento que habitaba mi barrio. La casa estaba a oscuras cuando entré: no a oscuras, sino en tinieblas, como sucede cuando mi padre está en su estudio. Apaga todas las luces. Y baja las persianas. Esto siempre me ha desconcerta27
do, pero es más fácil abrirlas simplemente que preguntar o discutir. Pero esa noche me tambaleé por la casa en penumbra, temblando, y dormí con los pesados zapatos aún puestos. ¿Alguna vez han notado lo pesados que son los zapatos si se quedan dormidos sin quitárselos? Como si contuvieran recordatorios de la gravedad, de tu estado encadenado, ¿no les parece? Una hora o dos de sueño, y después mi padre me despertó. Había encendido la luz de mi cuarto, el cual yo había acondicionado en el sótano cuando entré en el instituto. Es cómodo y no tiene ventanas. Es seguro. Había encendido las luces y se había encorvado sobre mí, su hilarante cola de caballo se había deslizado sobre su hombro y pintaba el aire bajo su barbilla. —Mi urna griega —masculló—. Ha estallado. —No sé qué decir —contesté. Toda la intrusión tenía el tono teatral y ajetreado de un sueño—. Ha estallado. ¿Qué puto sentido tiene todo esto? Mi padre no puede reaccionar a las inconveniencias sin rotundidad, sin salirse mentalmente del paisaje de la vida. Esto hace que para él sea más fácil (¿creo?) no sufrir reacción alguna a los problemas o catástrofes graves. Así que llámenla, quizás, adaptación. De todos modos, ya sabía adónde se dirigía con su discurso: A veces pienso, Addison, simplemente a veces fantaseo con lanzarme debajo de un autobús. Su remate retórico de siempre. También usa mi nombre completo siempre, como consecuencia nunca he tenido un apodo, como consecuencia todos los demás, desde la doctora Karlstadt hacia abajo, me llaman Addison. Terminó su discurso sobre el suicidio, y lo miré con… ¿qué? ¿Compasión? ¿Consuelo? Lo aceptó y me dio unas pal28
madas en el hombro, tenía sus uñas y las ligeras redes de arrugas en la piel que hay entre sus dedos manchadas aún de barro. Las manos de mi padre, debería señalar, son enormes, como las patas de algún animal torpe y lúgubre. Yo estaba empapado de sudor. Sentía como si llevara horas nadando contra una marea poderosa y sin nombre. Sólo de una tarde en la escuela. Sobreestimamos nuestra fortaleza. Después de que mi padre me dejara, traté de hacer mis ejercicios de matemáticas. No tuve suerte. Traté de traducir parte de la Eneida. No tuve suerte. Me volví a recostar, vestido y en un silencio férreo, y me esforcé hasta quedarme dormido una hora antes de que saliera el sol. Él ya estaba horneando sus vasijas de barro cuando desperté y revisé el patio trasero, donde está el horno. Podía ver las lenguas de fuego que embestían desde sus ladrillos cenicientos. De hecho, casi sentía el calor succionador. Preparé un poco de café —que para variar sabía a tierra— y conduje hasta Kennedy jodidamente temprano, y fumé unos cigarros en el Astabandera. Es el asta que hay en frente de nuestra escuela. La bandera está a media asta permanente: la manivela se oxidó y nadie puede o quiere reemplazarla. Cuando te sientas ahí, queda una cancha de cemento grande y vacía entre tú y la escuela. Los fumadores la han usado como lugar de reunión durante todo el tiempo que llevo en Kennedy. Me fumé medio paquete, mirando la luz, buscando sombras que en otoño no existen a esa hora. Todo el asfalto se veía azul. Éste, llegué a creer después, fue el día en que comenzó todo. Cuando comenzó todo el proceso que me dejaría libre de mi ocupación de media jornada. Y quizás hasta en posesión del conocimiento que me faltaba. Pero eso tendrán que juzgarlo ustedes mismos. 29
II A
l contrario de lo que podrían haber supuesto, Digger Zeleny no es mi novia. Ésa fue idea suya. Suya y mía. Ella
no quiere tener novio, ya que prefiere una vida de concubinato libre (aunque imaginario). Mucha gente cree que estamos saliendo. Me lo han preguntado varias veces, mi padre y otros. No es así. Somos, como ya dije, socios. Ni siquiera amigos. Gente que comparte una serie de parámetros en su aproximación a la vida. Ella no es mi novia. Me pelearía con ustedes si lo dijeran. Ella se pelearía con ustedes si lo dijeran. Es importante que lo entiendan, durante todo lo que vendrá a continuación. Ella me había visto en el Astabandera y había tomado mi brazo, diciéndome que me veía extraño. Nunca suena falsa en su preocupación, sólo inquisitiva. Mascullé que necesitaba más café, cosa que se rehusó a aceptar: “¡Patrañas!”, dijo con voz aflautada… y me llevó marchando al Tip-Top Diner. Ahí es donde van los estudiantes de Kennedy para evitar la escuela. Tenemos un acuerdo eterno e inviolable con el dueño, cuyo nombre se desconoce. Nos comportamos y él finge que somos adultos legítimos. Como sugiere su nombre, el Tip-Top Diner, tiene comida terrible y adictiva. Sólo es una choza con
tejas, el yeso negro como un pozo, la fila de bancos acolchonados de color fucsia, derrotados por una legión de nalgas. Hay una cabina telefónica que ha servido de oficina al menos a dos generaciones de camellos: “¡Llama al 6883!”, reza nuestro refrán. Se deletrea letra muda, tono y nada más que tenga significado. Esto está cubierto por el acuerdo también con tal de que no se haga comercio en las instalaciones. El lugar estaba inundado con ese triste vacío mañanero, la columna de bancos enganchados y la breve fila de cubículos vacíos, a excepción de un hombre acatarrado que había amurallado sus tortitas con un periódico, y un yonqui dormido con una lágrima inmóvil atrapada en la esquina de un ojo. Digger había escogido, sus ojos azules transparentes endurecidos por un deleite de boca cerrada, el cubículo que se hallaba entre esos dos campeones. Yo no podía decidir por dónde empezar a hablar cuando nos sentamos. —Me vas a obligar a preguntar —masculló. Así que hice algo estúpido. Le dije la verdad. —Creo que estoy como hecho un lío. Como que no he podido dormir. —Así que —ella preguntó—, ¿qué quieres que haga al respecto, tío? Un carraspeo del comedor de tortitas: la Tierra siendo agitada, una tumba siendo raspada. —No lo sé. En realidad no puedo ni decirlo —repuse yo. —Eso son sandeces, hombre. Estabas ahí parado con esa mirada en la cara. —No tengo ninguna mirada. Eso no es correcto. —Es correcto. Desafortunadamente para ti —sonrió de oreja a oreja y me clavó el dedo en el hombro. 32
—¿Cómo que es correcto? —proseguí—. Quiero decir, entiendo que te cueste trabajo entenderme, pero es completamente injusto decir que tenía una mirada concreta —también yo estaba sonriendo ahora, entre la bruma de mi fatiga. —Qué asno eres —la risa de Digger repicó en medio del absurdo tronido de la tos del lector de periódico—. Estabas poniendo tu cara de niñito bueno. La pones cada dos por tres. Y crees que nadie se da cuenta. Pero lo notan. Así que no estés bufoneando. Sorbí mi café ardiente y comencé a hablar. Damas y caballeros, es difícil negarle algo. ¿Que qué dije, se preguntan? ¿Que alguna región más seria de mi vida se había entrometido ayer? ¿Que Kevin Broa dus algo algo memento mori algo algo? No consigo recordarlo exactamente porque tenía prisa por sacarlo. Pero era algo de este estilo: No es justo que Kevin esté muerto, y ni siquiera sé por qué pienso que es injusto, y no pude dormir anoche por eso, y, y, y. ¿Alguna vez les ha pasado esto? ¿Han notado que alguien los perturba sólo cuando lo nombran en voz alta? Ni siquiera había sabido que estaba pensando en Kevin hasta esa imbécil asamblea. Digger lo absorbió todo con su inquebrantable sonrisa ligera. —Y es como si —jadeé— se hubiera llevado otro elemento consigo. Mío. Quiero decir, ¿a quién mierda le importa? Quizá porque a nadie le importa de verdad y sólo disimulan. Digo, con Alex que renegaba sobre la primera enmienda. Ella puso una cápsula de mantequilla entre sus manos como si fuera un disco de hockey con el aluminio centelleante. —¿Así que su falsa preocupación es peor que tu heroico resurgimiento de la indiferencia? Vamos, hombre. No son 33
más que sandeces. Y estás volviendo a poner esa expresión en la cara. Di otro trago ardiente y espeté: —No, hombre, no lo decía así. Me refiero, ¿cómo puedes sentirte malditamente culpable de no haber conocido a alguien que no conocías? Ni siquiera sé por qué, pero quiero saberlo. Ya han pasado tres meses. Otra tos atronadora. La lágrima perlada del yonqui se deslizó por su polvoriento rostro. —¿Qué quieres saber? —repuso Digger. Para mi total falta de sorpresa, encontré que no podía decir nada. Sin embargo, justo entonces llegó su comida, lo cual era siempre un evento para ella, y eso entorpeció aún más la discusión. *** La comida a las diez de la mañana me horroriza. A Digger no. Había pedido el Tip-Top Deluxe, que es una hamburguesa enorme cubierta con un huevo frito, resbaladizo como el líquido amniótico. Ella es una de esas personas compactas y menudas que comen como si estuvieran embarazadas y tuvieran de tres a cuatro veces un tamaño corpóreo mayor. Y no sube de peso. Algo invisible en ella le demanda su energía, supongo, lo cual mantiene acelerado su metabolismo a una velocidad inhumana. Me gusta pensar que es por esto que, en cada estación, desprende un ligero olor a humo de madera, a quemado. La hamburguesa, la yema sangrante y la grasa brillante oscurecieron la mitad inferior de su cara. —¿Cómo puedes comerte esto? —pregunté maravillado. —Porque es una puta delicia —gruñó con la boca llena. 34
Un camión retumbó por la calle, el mismo camión —lo juro— dos veces. Era un camión de Alquileres Rex, una conocida empresa local de mudanzas que tiene como mascota a un servil perro granate de mirada fija. Eso me sucede a menudo. Me refiero a que levanto la vista de lo que sea que esté haciendo y alguna acción trivial del teatro que me rodea se repite. Jodido, ¿no? —Lo que quieres saber —dijo, tras demoler la hamburguesa— pues, podrías preguntarlo por ahí. No sobre el tiroteo, tonto morboso. Sino sobre Kevin. Y, en cualquier caso, sólo finges ser indolente —y se acabó lo último que quedaba de su refresco de uva con un sorbido fuerte. —¿La gente no pensaría que es extraño? —pregunté—. Yo creo que sí, ¿no? Un tipo cualquiera que hace preguntas. Mientras sondeaba el vaso con su pajita, me respondió. —Nadie podría pensar que eres más raro de lo que ya creen. Esto era, estoy seguro, totalmente correcto. Digo, debo haber hecho un buen trabajo fingiendo ser normal, o si no mi negocio se habría resentido, porque sólo hay cierta dosis de superficialidad —aquí estoy hablando de la imprevisibilidad emocional— que la gente tolera de un tipo que les vende una bolsa de maría. Pero la gente me considera extraño. Noto esa mirada en sus ojos, esa mirada perpleja. Digger y yo caminamos después de que terminara de comer. Se acababa de cortar el pelo, y el viento lo pateaba en mechones oblongos sobre su frente, su pelo oscuro, que ella se cortaba sola, por su testarudez. No podría describirles la ropa que lleva puesta muchos otros días, pero recuerdo que esa mañana iba toda de negro, color que siempre comenzaba a utilizar con ansia en esta época del año, y llevaba una pesada cadena de plata 35
alrededor del cuello. Se la había dado su madre. Una vez me dijo que era de Chile con un tono que exigía que asintiera con prudente asombro. Incluso tuvo la tenacidad y la amabilidad de terminar nuestra discusión. Sobre mi cara de niñito bueno, digo. Sin embargo, esperó a que la pareja de ancianos que nos seguían como perritos por la calle en medio del viento embravecido quedaran fuera del alcance del oído para explicar aún más mi falta de comprensión. —No quería insultarte —comenzó con eso. Seguí pisoteando, haciéndolo mal para coincidir con sus movimientos. —No, ya lo sé. Lo admito. Sí que lo estaba haciendo. Poniendo esa cara —sabía exactamente a qué cara se refería, además: yo mismo me había sorprendido al ponerla una vez, mientras languidecía por la casa, entreví mi puchero y mis ojos entrecerrados en nuestro espejo del pasillo. —¿Ves? ¿Ves lo fácil que es? ¿Así que por qué negarlo? Sólo lo haces más difícil para ti. Porque yo tengo razón el noventa por ciento de las veces. —Estás equivocada el noventa por ciento de las veces —canturreé, y en el mar negro de una vitrina vacía con fondo de terciopelo miramos cómo la pareja de ancianos hacía una pausa y se ahogaba. —Simplemente no puedes soportar que tenga razón —agregó, y apuró el paso. La alcancé en un parquímetro que tenía hecho añicos el cristal frontal. Llegados a este punto, habría sido una tontería ir a la escuela. Compartimos una mirada de complicidad repentina, lo cual me alarmó, como siempre me sucedía. Me refiero a que estuviera tan dispuesta a dejar que me la tirara. 36
Digger no es mi novia. No quiere serlo. Sólo estamos haciendo uso el uno del otro, como dice ella. Ustedes no pensarían que está buena, y no lo está. Pero sí que tiene una apariencia extraordinaria. Una nariz delgada como una navaja y la piel pálida y de apariencia frágil, que parece incluso más pálida junto a su cabello negro azabache. Tiene una mirada fija constante, y sus ojos son de un color azul transparente. No digo esto porque albergue algún sentimiento de posesión hacia ella. Simplemente soy objetivo. Podría hablar sin parar sobre ella y sobre tirármela. Y están esperando que lo haga: no sabría qué mejor cosa hacer a mi edad. Pero sólo para frustrar sus expectativas, les contaré todos los detalles secundarios de ese final de la mañana, sin ningún detalle lascivo. (1) Movidos por nuestro ímpetu, tiramos la planta de plástico que vigila el pasillo de enfrente de su casa, lo cual derramó un rastro de tierra de apariencia limpia sobre las patas de un perro-león de porcelana blanca (sus padres tienen una figura idéntica). (2) Me tropecé tres veces en las escaleras, una en cada tramo. (3) Las manivelas de las ventanas del cuarto de Digger están hechas de bronce, pesado bronce de verdad, y giran y suben las ventanas para abrirlas. (4) No se quitó el collar. (5) Escuchamos el sonido del tráfico que se filtraba desde la calle. (6) Hablamos el uno con el otro todo el tiempo. Como siempre. (7) El contestador grabó tres llamadas: una de su madre, que le respondía a su propia voz, una de un hombre confuso y de voz suave que buscaba a su madre, y otra que fue un borrón de seseante aire muerto. (8) A juzgar por el sonido del tráfico, alguien chocó contra el coche de otro, y los gritos humanos se combinaron con otros ruidos. Después, las llamas de la luz del sol lamieron el techo blanco a través de las ventanas abiertas. 37
***
—¿Y por qué tienes tanto interés en este tipo? —Digger tosió. Nos estábamos pasando su bulbosa pipa de vidrio con rayas color bermellón (que siempre me cortaba el rollo al sugerir algún órgano humano distinto cada vez) en la luz naranja. Para eso no tenía respuesta. No podía explicárselo, Por esa nube que vimos, colega. Lo cual habría sido verdad, en cierto sentido. Pero no hablé. Un sentimiento de alivio me atravesó como un cuchillo. Debí habérselo dicho. Ella habría descifrado, con toda probabilidad, la falsedad de mi actitud, de la que no me di cuenta hasta… bueno, damas y caballeros, más o menos hasta que traté de contestar su pregunta. Y ella me habría persuadido para que desistiera, y todas las confusas tonterías que siguieron a partir de nuestra conversación se podrían haber evitado. Es buena para persuadirme. —Es como un proyecto, ¿no? —pregunté. Digger ya estaba sentada, aún desnuda, contra la pared, su cigarro después del porro colgaba de la ventana, su brazo extendido. Desde la cama podía ver la tierna lámina de músculos moverse bajo su pecho derecho. —¿Un proyecto? ¿Desde cuándo haces proyectos? —Alex Faustner hace todo tipo de proyectos. —Ésa es una declaración estúpida. —¿Qué es entonces —contesté mientras me sentaba y hurgaba en su bolsa en busca de tabaco—, si no es un proyecto? Llevó su mano hacia dentro y la apoyó contra el marco de la ventana. —Sólo es peculiaridad. Y no tengo problema con eso. No tienes que justificarlo. 38
—Justificarlo, justificártelo a ti —canturreé (mi voz cantando es horrible), chasqueando los dedos al mismo ritmo, y luego me levante y bajé la mirada hacia la calle para buscar el accidente o las señales del accidente, pero perpetrador y víctima habían desaparecido; sólo quedaba la oleada de coches pitando de siempre, tratando de abrirse paso alrededor de un equipo de construcción. Los cuales, según podía ver desde cuatro pisos más arriba, eran gordos, intercambiaban chistes, y debían trabajar con infinita lentitud y descuido. Tenían cascos anaranjados y chalecos anaranjados y se movían como un equipo de baloncesto indeciso alrededor del hoyo arenoso que habían cavado en la calle. —¿Cuánto tiempo llevan esos tipos de la construcción ahí? —le pregunté a Digger. —Una eternidad —contestó, y soltó el humo. Dio volteretas y rebotó contra la pared de piedra de su casa, escupiendo chispas de color ámbar-rojizas. No contesté ninguna de las numerosas llamadas al busca —comienzan a entrar alrededor de esta hora, al final de la tarde o al principio de la noche— que me emplazaban a trabajar. A veces hacía esperar a la gente. Vender drogas es el único mercado de intercambio en el que el cliente nunca tiene la razón. Y hacer a la gente esperar evita que piensen que eres un lacayo, cosa que es necesaria. Si no los clientes no valorarían tu producto. Por otro lado, si abusas demasiado de ellos, consigues hacerte una reputación poco fiable. Tu negocio se agota. Después de todo no les estás vendiendo heroína a unos fanáticos endurecidos y de ojos hundidos. Les estás vendiendo maría a chicos ricos, arrogantes y asustadizos a la vez. A algunos de ellos les hace tener una actitud deferente, 39
en algunos no tiene efecto, y a otros les provoca presumir su propia dureza inventada. Así que mantener a la gente enganchada tiene sentido, para mí, como una propuesta social y de negocios. Tienes que tantear a medida que avanzas. Tienes que arreglarlo para implicar que tú les haces un favor a ellos. No piensen que no me he topado con todo tipo de objeciones indignadas ante esa actitud. Yo mismo he expuesto algunas de ellas en historia universal. Defender las ideas platónicas de los derechos humanos, la igualdad ante la ley, hacer las cosas por los demás, etc. Qué sensación de bienestar tan estremecedora proporciona eso. Todos se quedan mirando con aprobación perpleja: Addison podrá ser muy raro, ¡pero tiene buen corazón! No es que no tenga esas creencias. Todo el mundo las tiene. Al menos, todos los que conozco. Quizá sea injusto generalizar. Pero estas ideas no tienen algún tipo de significado independiente. Sólo son palabras; a pequeña escala nadie se comporta de acuerdo con los altos ideales de los que hablan; todos actúan como animales, animales domesticados, quizá, pero, en cualquier caso, animales. ¿Así que por qué cojones no? ¿Por qué no hacer que tu presencia se sienta? ¿Por qué no ejercer tu poder si lo tienes? Mi padre estaba sentado en la oscuridad cuando llegué a casa, esperando que le preguntara qué le pasaba. Noté que se había arreglado, como si tuviera una reunión con su diminuto galerista de traje oscuro, Viktor Algo, a quien me refiero en privado como el Carterista Húngaro. Tanto por sus entradas como por sus dedos veloces, que siempre amasan el aire. Habría sido un mejor galerista de haber sido un carterista húngaro, estoy seguro. Tal y como estaban las cosas, era un 40
artista fallido que ayudaba a mi padre, otro artista fallido, o un artista de camino al fracaso. —Dime que vale la pena —dijo mi padre con un quejido y con su rostro apoyado en sus dos enormes manos plomizas. El vacío que en presencia de cualquier otra persona hubiera provocado risa, me abrumó. Me constriñó la respiración, pero logré mascullar: —Sabes que sí, papá —dije antes de bajar tambaleando al piso inferior. Es mucho más alto que yo —mi padre, quiero decir— pero estrecho. Hombros, pecho, labios, ojos. Estrecho con la excepción de sus manos de nudillos grandes como nueces. Su frente es protuberante, y traza la mitad de la curva de un cascabel, y su nariz no estaría fuera de lugar en las facciones de un emperador romano, aunque en él tiene un aspecto hambriento y débil. Las vasijas que tornea son altas, delgadas, construidas a su propia imagen, y —dada la frecuencia con la que se rompen— poseen cierta fragilidad similar. Aunque en cuanto al cuerpo, mi padre está hecho un toro. Nunca engorda, necesita poco sueño y poca comida. Lo admiro por ello. Es una de sus pocas cualidades genuinas. Qué bien que tenga una constitución fuerte también, porque cuando se enferma, incluso de un resfriado o de alguna afección menor, como un dedo torcido, comienza a andar como si lo fueran a ejecutar a la mañana siguiente. Con la sonrisa ufana e indulgente de un santo torturado. Después de asegurarme de que se hubiera ido a su reunión con Viktor o con quien fuera, salí. Ramilletes de estrellas resplandecían en los robles de Turquía que se entrelazaban 41
sobre nuestro patio. Arrastré una silla de jardín hasta la choza que resguarda su horno de aspecto miserable, que está hecho de algún material indestructible. Lo construyó, o lo mandó construir, después de que muriera mi madre. Como si hubiera estado esperando para ello. A veces voy y me siento cerca, para sentir el susurro de su calor, para mirar cómo el aire se distorsiona, para ver los transparentes jirones de llamas que se escapaban como en una brisa. A veces —y esto es jodido—, tengo la fantasía de estar dentro de él, primero protegido, como un observador entre las gráciles formas que se endurecen ahí, entre los colores brillantes, entre las formas que a veces estallan por el calor, y luego la protección desaparece y soy consumido, con demasiada rapidez como para que haya dolor, para que haya cualquier tipo de sensación. Estaba aferrado a los brazos de la silla de jardín, no con una sujeción dolorosa sino con seguridad, cuando mi ensueño se disipó. El aire me había enfriado, y el hambre de sueño se elevó en mí, como la savia en un árbol. Esto significaba, por supuesto, que era hora de leer la Eneida. La he leído cada noche antes de dormir desde el final de mi segundo curso, cuando la estudiamos en clase de latín. Tengo tres ejemplares. Uno es una edición de 1973, “interpretada” por Burton J. Fragment, catedrático del departamento de inglés de la Universidad de Yale, y tiene una portada blanda de papel verde azulado y rosa, una portada que anuncia lo evasiva e interesada que es la versión que aguarda en su interior. También tengo dos traducciones de verdad. Una es una edición barata en rústica de la traducción de Dryden. Tuve que ponerle cinta en el lomo de tanto que la hojeé. La otra es la mejor, una edición en pasta dura en dos volúmenes de 42
la Loeb Classical Library. Tienen sobrecubiertas de papel rojo manzana y encuadernación en tela rojo sangre. La traducción de la Loeb la hizo un hombre llamado E. T. P. Bredon-Howth en 1926, a partir de un texto en latín preparado por Heinrich Balde en 1878. Compré la traducción de Fragment para mi clase de inglés de segundo de bachillerato. Era la única versión que había en la librería, y la chica que trabajaba como cajera me lanzó una mirada crítica y de sorpresa. Qué mal. Ella iba a mi escuela, me acuerdo. Y peor aún, era guapa. La de Dryden la robé de una biblioteca pública en la que entré una tarde cuando estaba drogado. La edición de Loeb la compré por dieciocho dólares en No Disparen al Pianista, una librería de viejo situada justo al lado del Camelot, un cine que hay a la sombra de su larga marquesina en forma de arpa. El tipo de ahí no me lanzó ninguna mirada. Es dueño tanto del cine como de la librería. Un viejo hippie cuyas características distintivas son su nebulosa mata de pelo color polvo y de apariencia receptiva, y el hecho de que conduce un reluciente Rolls-Royce negro, que siempre está aparcado afuera de No Disparen (como llama la gente a la librería). Parece una especie de mayordomo despeinado de segunda clase cuando está en el asiento del conductor. ¿Por qué la Eneida? Es apasionante pero también es difícil de entender. Las historias que contiene son medio incomprensibles. Venus violando a Anquises. Eneas regresando del inframundo por la Puerta de Marfil, por donde dice Virgilio que llegan al mundo los sueños falsos. Y la manera en que termina: en un solo instante, igual que la vida humana. Al principio todo parece ser un sinsentido, pero eso es porque pertenece a un mundo que ya no existe. En los siglos que nos 43
separan de Virgilio, es como si hubiéramos perdido el interés por las cosas que son difíciles de entender. Estoy generalizando, sí, pero ¿estoy equivocado? Es por eso, quizá, que se escribe tanta biografía hoy en día, hasta de gente de la que nunca hemos oído hablar. Cosa que debería ser la prueba irrefutable para valorar si alguien se merece una biografía: si un tipo cualquiera de la calle ha oído hablar de él. No sé por qué ocurrió esto. Sin embargo, todo el mundo parece estar medio emparedado en su propia vida. Al menos todos los que conozco, yo incluido. No en una actitud de “callada desesperanza” —la frase viene de otro terrible autor que mis profesores me obligaron a leer: Henry David Thoreau—, sino únicamente por el hecho de vivir en el pequeño y aburrido mundo moderno. Esto explica por qué todos mis profesores han sido tan terribles. Me refiero al hecho de que ellos, como Thoreau, se ven a sí mismos no como prisiones, sino como sujetos de un estruendoso interés. No quiero sonar severo, ¡pero no me jodas! A nadie que admire a Thoreau se le debería permitir estar cerca de una escuela.
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III E
l único homenaje adecuado para los muertos es perpetrar algún tipo de venganza. Contra el asesino o contra
alguna otra ineluctabilidad, aunque eso también falla siempre. Por definición. ¿Y qué venganza, sin duda se estarán preguntando, damas y caballeros, qué venganza propones tú… cobarde bocazas? La verdad, no tenía la menor idea. Así que, sí, soy un hipócrita emocional. Como todo el mundo. Lo único que tenía era este impulso irresoluto de descubrir. No podía preguntarle a ninguno de mis compañeros de clase, porque a la mierda con ellos. De todos modos no los conocía. ¿Se pueden imaginar cómo respondería Alex Faustner si le preguntara por Kevin? Todos los demás son la misma porquería que ella, excepto Digger. Y ella era mi igual en ignorancia. Así que mis compañeros de clase estaban descartados. Lo que dejaba a mis profesores. Quienes no son, como habrán quizá deducido por los breves comentarios que he hecho sobre ellos, capaces de realizar nada que sea osado. No lograron detectar la mentira que tramé para hacerlos hablar. Se dejaron embaucar por un chico de diecisiete años. ¿No es ése un fracaso que los descalifica? ¿No tienes que ser más despabilado que la gente para instruirles en algo? Y ni siquiera era una buena mentira.
Era transparente. Les dije —sabía que esta frase les dejaría los ojos vidriosos de placer—, les dije que quería “hacer un proyecto de historia oral”. No puedo ni escribirlo sin reírme. Todo el Programa D&T tiene este enorme e inexplicable compromiso con la historia oral. El año pasado tuvimos que hacer una serie de entrevistas: buscar y entrevistar a un veterano de cada conflicto bélico desde la Segunda Guerra Mundial. Primero le pregunté al señor Vanderleun. En total tiene nueve dedos. Una vez nos echó un sermón sobre la razón de esa pérdida. Cuando era un hombre más joven (ya tiene cincuenta) no quería ir a la guerra de Vietnam. Así que le pidió a su novia que le cortara el dedo meñique derecho. Me dio la impresión que la historia era falsa, porque no especificó qué instrumento usó su novia. Sólo dijo: “Puse mi dedo en un bloque de madera, y chasssssssss”, haciendo un golpe arqueado con la otra mano. ¿Quién no contaría qué arma se utilizó para ello? Se emocionó por completo y los ojos le brillaron cuando le conté mi idea falsa. —Kevin era una presencia fuerte y callada, aunque bendecida con una musicalidad genuina y un ritmo fuerte. ¿No vas a tomar apuntes? Lo recordaremos y echaremos de menos. Sólo quiso decir eso. Era básicamente lo mismo que dijo la señorita Prather el año pasado, cuando Kevin todavía estaba vivo. Con la doctora Karlstadt no corrí mejor suerte: —No sé qué quieres que te diga, Addison. Ni siquiera sabía que eráis amigos. No lo éramos, como ya dije. Pero aun así me obligué a soltar unos balbuceos indignados. Que no sirvieron de nada. La doctora Karlstadt me indicó con un gesto que me fuera y 46
comenzó a hurgar en su lonchera. Sus aulas —los del señor Vanderleun y la doctora Karlstadt, quiero decir— son imágenes en espejo la una de la otra, la puerta gris, ignífuga, tipo administración de cárcel situada en una esquina, justo al lado de los pizarrones con los espectros de lo que ha quedado escrito por otras personas —la cosa más misteriosa y entristecedora del mundo—, tenues y visibles. Además: ella es nuestra maestra de historia y nuestra directora. ¿No es eso un conflicto de intereses? ¿O la señal de un trato especial, para sus alumnos, quiero decir? ¡Así es como funcionan las cosas en el instituto John F. Kennedy! Como dije antes: una maldita vergüenza. *** Digger no tenía la menor compasión por mis fracasos. —Qué esperabas —masculló mientras nos drogábamos el día que Karlstadt me echó por tierra el proyecto—. Son tan egocéntricos que en realidad no puedes esperar que a alguien más les importe tanto. Le conté lo que dijo el señor Vanderleun, a sabiendas de que le provocaría un brote de risa espolvoreada con desdén. Cosa que así sucedió, y que me gratificó. Me refiero a poder hacerla reír. Aunque sólo fuera con sandeces prestadas. Estábamos acostados —pero vestidos— en mi cama. Mi padre había salido a dar sus clases de cerámica, y la tubería de mi casa, que estaban übervieja, no dejaba de emitir unos extraños quejidos de amonestación. —¿Y qué te parece hablar con sus padres? —pregunté. Digger vetó esto, aduciendo que sería mejor presentarles algún reporte concluyente, no consultarlos antes: 47
—Mi madre siempre decía que lo que no sabes no marca ninguna diferencia para ti. En ese momento tuve una visión de la doctora Zeleny, un serrucho de huesos sangriento en la mano, los ojos con un brillo de carnicera sobre una mascarilla esterilizada. Y por segunda vez esa semana me tuve que tirar a Digger para evitar pensar en algo más. Al decir esto no trato de ser misógino, sé que Me tuve que tirar a Digger parece insinuarlo. Pero ella siempre estaba dispuesta, tanto como yo, a veces hasta más que yo. Ésa era una parte importante de nuestro acuerdo: ninguno de los dos podía negarse. Sólo para mantener las cosas en condiciones de igualdad. Si estuviéramos lesionados o algo así, en teoría era posible hacer excepciones. Pero en situaciones normales, nada de negarse. Dije antes que su complicidad siempre me sorprendió. Me refiero a que sé que intelectualmente no debería haberlo hecho. De cualquier modo, existía ese componente de sorpresa de los órganos internos, de mis vísceras, cada vez que sucedía. Sé que es una frase extraña. Pero iba ciego hasta las cejas, así que quizá sea mejor usar el lenguaje desgarbado y sentencioso de los fumadores de hierba. Para transmitirles el sabor adecuado. *** Como estoy seguro de que los hombres que se hallen entre ustedes recordarán, el sexo a los diecisiete o dieciocho años es algo extraño para los chicos. Porque no se tiene, a corto plazo, el menor vigor. Aunque sí se tiene, a largo plazo, una cantidad enorme. Puedes soltar el veneno un montón de veces, y no importa. Para ti. No puedo imaginarme que sea tan tremendamente satisfactorio para las mujeres, que parecen 48
necesitar más tiempo. Lo que cuento aquí se basa en mi propia experiencia con un solo canal, así que, por favor, disculpen cualquier crudeza o ignorancia en estas declaraciones. Sólo trato de apuntarlo todo, para que puedan hacerse una idea clara de mis mejores y peores cualidades. En fin, habíamos terminado y nos habíamos vestido y subido al piso de arriba: a Digger le entra hambre después, y estábamos buscando comida, lo cual es inútil en mi casa. Mi padre no come casi nada, y yo tampoco soy un tragón. Lo único que pudimos encontrar fue un frasco de cacahuetes en la oscura parte de atrás de un mueble de cocina, junto a un par de guantes de trabajo tiesos de barro. Para cuando regresó mi padre, Digger se los había cepillado casi todos. Era martes, lo cual quería decir que estaría borracho. Hay cierta tradición en el Instituto Cochrane de que el profesorado y los estudiantes van a un bar que se llama A and V Lounge el martes después de clases. Creo que mi padre está liado con como quiera que se llame la estudiante con las que se encuentra allí. Sí, sale con sus alumnas. No finjan que nunca han oído hablar de que ocurra eso en los niveles altos de la enseñanza. Regresó solo, por lo cual exhalé un silencioso agradecimiento, ya que si él trajera a una mujer mientras Digger estaba ahí… no tendría la menor idea de cómo lidiar con esa situación. Entró caminando con pasos precisos, rodeado del vaho azucarado del whisky. Llevaba un tubo largo de cartón apretado bajo la axila izquierda. De los que se usan para guardar imágenes sin marco. No se tropieza cuando bebe. Incluso puede conducir, con la imparcialidad de una mirada asesina. Pero uno puede darse cuenta, de todos modos, por la laxitud de su rostro. 49
—Hola, Phoebe —canturreó mientras entraba al cuarto de baño a zancadas. Mi padre no usa el apodo de Digger. Creo que sólo lo hace para ser un cabrón. O porque le parece gracioso ignorar las pre ferencias de la gente. Ella está acostumbrada. Se niega a permitir que eso le moleste. Gritaba desde el cuarto de baño, por encima del agua de la ducha, cuando volvió a acompañarnos. Las gotitas brillaban en su barba de chivo. —¿Por qué exhibís esas sonrisitas de autosuficiencia? Me incomodáis —siguió farfullando. —Estamos haciendo un trabajo de investigación. Para la escuela y tal —respondió Digger—. Es sólo una especie de proyecto. —¡Ja! –él cacareó, y se inclinó en propia aprobación antes de arrancarle el frasco de cacahuetes—. En estos tiempos, los jóvenes no hacen más que mentir. Volvió a cerrar la tapa del frasco. Ése es mi padre. Luego se levantó y comenzó a arrastrar los pies por ahí. El comedor es nuestra galería de facto. Para su trabajo, digo. La mayoría de sus cosas explotan en el horno o las rompe él mismo en sus ataques de melancolía, o las guarda en cajones. Hay toda una sección de esos cajones apilada en nuestro sótano, cada uno de los cuales está estampado con la palabra schacht. Con esa letra de estilo militar. Como si alguien fuera a robarse sus cajones. Las vasijas que escapan a ese olvido —aquéllas con las que ha sufrido más, las que han provocado que se desahogue conmigo con más desesperación— están ordenadas sobre la mesa en unas repisas que instaló que pueblan las paredes. Esas paredes las pintó de color verde salvia, lo cual sólo lo 50
empeora todo. Las ánforas más grandes, las ollae y amphorae o lo que sean, se alzan en el suelo con muda pomposidad. —Mierda, mierda, todo es una mierda —canturreó. Se dirigía, aparentemente, a un grupo rojo de cuello de ganso que estaba sobre el enorme aparador que se alza en un lado del cuarto. Un descubrimiento de mi padre: el aparador, digo. —¿Por qué debería importarme? Nada de ello importa. Digger y yo nos levantamos para irnos, al borde de una excusa simultánea y límpidamente falsa. Gesticuló para que nos volviéramos a sentar. —Sólo tengo que ir a colgar esto, Addison —meneó el tubo, que todavía tenía metido bajo el brazo—. Te dejaré solo con Phoebe, y podréis continuar —y abruptamente se dio la vuelta para salir, y su tubo golpeó una vasija, ”más bien un pequeño matraz, en realidad”, como él mismo la describió alguna vez, haciéndola caer de donde estaba colocada, esta sucia repisa de hierro que se hallaba al nivel de la vista junto a una ventana, y su grito sin palabras de indignación aliviada oscureció el terroso tintineo de su rompimiento—. Tú. Eres. Una chica guapa —le dijo a Digger mientras se iba. Lo que no es, como he dicho, estrictamente cierto, y ella lo sabe. Por lo menos, creo que lo sabe. —¿Qué hay en el tubo, señor Schacht? —gritó Digger para demostrar que no se sentía intimidada (¡estaba destinada para la grandeza!). —Unos diseños. Para carteles de exhibición. Unos diseños que estaba revisando con cierta persona —de repente mi vergüenza se transformó en una felicidad súbita e imbécil: tenía mi respuesta. Me refiero a qué hacer con lo de Kevin. Así es la vida: te proporciona estas respuestas accidentales. O al menos 51
parece hacerlo. Uno tiene que juzgar por los resultados que obtiene. Había pensado que a Digger le entusiasmaría más la idea. Se la expliqué al día siguiente. Que deberíamos colocar carteles pidiendo información sobre Kevin. Pero se le contrajo el ceño de una manera que sugería una vacilación profunda. —No lo sé. ¿Parece algo trillado? Estábamos acurrucados sobre nuestros cigarros del almuerzo en uno de los pocos rincones plenamente escondidos del campo/pista/cancha de baloncesto del instituto, que está situado en dos niveles de terreno. Los fumadores se reúnen por tradición en este rincón cerca de la verja principal, escondidos de la calle por una zarza y de los ojos de los administradores por un ala voladiza del edificio, a la que no se puede entrar desde dentro, y cuyas puertas verdes están amarradas con una cadena oxidada y titánica. —No, colega. Mira —argüí—, nadie ha intentado esto antes. Y creo que no puede hacer ningún daño. Me di cuenta de que estaba gritando, medio levantado (la saliente del edificio me estorbaba) y gritando. El rostro de Digger todavía estaba desalentado por el escepticismo. —¿Sabes que eres la única persona que conozco que se pone así? Puro discurso. Literalmente la única persona. Suenas como si tuvieras cuarenta años —me dice esto a menudo. Y tiene razón, y me alegra recibir esta reprimenda. Porque salir como un cohete apoyado simplemente sobre la fuerza de tu retórica te lleva a algunas de las situaciones más estúpidas posibles. Sin embargo, seguí adelante, bajando la voz y negándome a abandonar mi argumento. Nos fumamos casi un 52
paquete juntos, y nos perdimos la campana que indicaba que había terminado el descanso para el almuerzo. Hay una fotocopiadora en las oficinas del instituto a la que los estudiantes tienen acceso. Tiene un letrero grande encima, en cartulina rosa, que hace daño a la vista. Las letras son moradas. No seas egoísta, advierte el letrero. Con el papel y el tiempo, etcétera. Pero es parte de un mensaje oficial mayor que pregona nuestra administración: el egoísmo es la más elevada maldad. Lo que quiere decir que, si lo piensas, todos los deseos privados participan de la maldad. Lo que quiere decir que el deseo en sí está mal. Creo que el impulso de desfigurar ese letrero es el sentimiento más fuerte que tengo por mi escuela como institución. Así que tenía el pedazo de papel que hice subrepticiamente en clase de latín. Si información sobre
Kevin Broadus,
tienes alguna
por favor llámame,
y luego
puse mi número, que no incluiré aquí. Sería inútil para ustedes. No hice mención alguna de recompensa. Me pareció que sería una insolencia. No puse ninguna foto. No tenía ninguna. Sólo una vaga súplica en blanco. Pensé que funcionaría. Estaba seguro de que funcionaría. Entenderán por qué Digger sentía tanto escepticismo. Haría cien para empezar, me dije a mí mismo. Y los colocaría los fines de semana, después de la escuela, durante mis entregas. Perfecto como la mierda, ¿no? Estaba canturreando de propia satisfacción cuando escuché el tamborileo de alguien que se sorbía los mocos desde la nariz hasta la garganta. Ésa sólo podría ser la señorita Arango, la subordinada de la doctora Karlstadt, cuya función consistía en estar al cuidado de los sistemas de archivos de los estudiantes de Kennedy. Su 53
sonido de mocos es famoso. Es una campeona mundial para respirar por la nariz. Y tan fea. No quiero parecer duro, pero esto es objetivamente cierto. Tiene la piel amarillenta, del color de un periódico viejo. Una boca roedora, empujada hacia delante. Una verruga con una cresta de tres pelos tiesos. Y esa miseria ávida en su mirada, una miseria que sólo anhela más y más infelicidad. Se emociona de plano por las molestias y los problemas. Y estoy en posición de saberlo. He tenido que ser procesado por el aparato disciplinario de Kennedy nueve veces, y ella es la operadora de ese proceso. Tengo nueve acciones disciplinarias anexadas a mi historial permanente. El formulario 102BV4 de color amarillo dorado. Tienes que conseguir la firma de uno de tus padres. Pero mi padre, con su cabello suelto, me había dado instrucciones de falsificar la suya en la primera que recibí, cuando estaba en tercero de ESO. Y desde entonces ése había sido el procedimiento estándar. ¿La causa? Le conté un chiste del Holocausto a Ale Faustner, quien comenzó a sollozar. Justo en medio de biología. ¿Dónde fue a parar el amor propio? Así que comencé mi pequeña tradición de recolectar y repetir chistes como ése (¿Cuál es la diferencia entre un judío y una hogaza de pan?) porque lloró. De otra manera habría perdido el interés (Una hogaza de pan no grita cuando la metes en el horno). —¿Puedo ayudarle, señor Schacht? —preguntó la señorita Arango, y sus mocos rugieron. —Eh, no, como que, pienso que, este… tengo todo bajo control. Señalé la copiadora que bramaba sin cesar y emitía su verde luz infernal. Ella contestó con un suspiro aflautado de mocos. Existía la idea generalizada de que el señor Vander54
leun se estaba tirando a la señorita Arango, y cuando los estudiantes trataban con ella, hacían sutiles referencias a este hecho. A veces los veía caminando o comiendo juntos, y parecía que a ella le fascinaba su dedo perdido. Sí, era un espectáculo nauseabundo cuando él se peinaba hacia atrás el pelo oscuro y grasiento, que se agrumaba en forma de hojas, cuando lo peinaba o se lo acicalaba con sus tres dedos y un pulgar, mientras el remanente activo de su meñique señalaba como una antena regordeta. Su amorío podría haber sido real. ¿Quién sabe? Hay porquerías überextrañas que algunas personas encuentran atractivas. La figura pequeña y pulcra de ella —no tiene carnosidad extra— se estremecía con una especie de satisfacción invisible. —Asegúrese de no sobreutilizar la máquina, señor Schacht. Detrás de ella vi las filas grises como sargentos de sus archivadores, que contienen los registros de todos los estudiantes de Kennedy. Se quedó ahí parada, como una centinela, damas y caballeros, mirando con codiciosa atención mientras la fotocopiadora trabajaba. Como si yo le quitara algo a ella sólo con usarla. Exhibía una media sonrisa cansada de aceptación. Así que tuve que tomar medidas más firmes. Frente a esto, tuve que hacerlo. Y robar el archivo de Kevin de la oficina de registros no era un crimen ni nada por el estilo. Sólo estaba ahí sentado cuando se me ocurrió el plan completo mientras la señorita Arango y yo nos encarábamos. ¡Ni siquiera hubo premeditación! Si hubiera sido cualquier otra que no fuera la señorita Arango, dudo que lo hubiera hecho. Si ella no hubiera puesto esa sonrisa de mártir, habría sacado mis estúpidas copias bajo el deslumbrante letrero de No seas egoísta y me habría ido. Pero tuvo que venir y quedárseme mirando y 55
ponerme esa cara. Y la ira me da ideas. Me vuelve ingenioso y atrevido. Así que comencé a mentir, modulando mi voz a la perfección, y supe tan pronto como le cambió el rostro, con el tictac de los pelos que sobresalían de su verruga mientras los músculos debajo de ella se crispaban, que esto funcionaría. —¿Eh, el señor Vanderleun? ¿Me pidió que subiera a su clase? ¿Cuatro cero tres? El pensamiento de ello, como una migraña, le obligó a que le bajaran los párpados. —¿Dijo para qué? —¿Para el tóner? —pregunté. Qué es el tóner, aún no lo sé. Pero su posesión y acaparamiento son temas contenciosos entre nuestros profesores y administradores. Me le quedé mirando, con su rostro de piedra. Sus ojos brillaron de infelicidad, y sus manos se buscaron y se encontraron antes de que hablara. —Bueno, ¡supongo que alguien tiene que asegurarse de que el barco no se hunda! ¡Lo juro por Dios! Así habla ella, con metáforas grandiosas y banales. Y con el repicar de los golpeteos santurrones de sus tacones salió de la oficina, con su vestido que combinaba con el gris de los archivadores, y me quedé solo. Los cajones del archivador estaban, por supuesto, sin llave. No porque nuestros administradores confiaran en nosotros, sino porque eran negligentes. Cogí la carpeta liviana de Kevin del cajón BO-BY, que soltó la esencia tánica del papel en descomposición. Estaba demasiado emocionado para abrirlo. Así que lo coloqué bajo mi brazo izquierdo y mi fajo de carteles bajo el derecho, y salí corriendo, tambaleándome como un idiota, con las rodillas medio inmovilizadas. Bajé por el reverberante 56
pasillo marrón, a través de los corrillos de chicos que se daban besos o pícaros toqueteos a hurtadillas mientras esperaban a que empezara la clase. Cuando Digger y yo nos encontramos esa tarde, en el Astabandera, le dije que tenía algo que mostrarle. —¿Los carteles? —su voz todavía estaba cargada de desconfianza. La quería dejar en ascuas. Le prometí que se lo diría una vez que hubiéramos fumado. Conducíamos dando vueltas en largos óvalos desde su casa hasta el instituto, y a mi casa y de regreso. En nuestro segundo circuito, vimos a un hombre con un megáfono azul cielo arengando a los transeúntes desde el pequeño prado que había en medio de la glorieta, que lleva el nombre de un general de segunda, detrás de la espalda no visible de la escuela. Nos apartamos para escucharlo. —Algunas personas no quieren que nada los gobierne —gritó una y otra vez al aire a través de su megáfono—. Es la eternidad, lo vean como lo vean, amigos. —¿Me lo vas a decir ahora? —suspiró Digger, formando un toroide de humo—. No tiene sentido esperar. Hubo un silencio, por mi parte, por parte del hombre del megáfono. Incluso una milagrosa pausa en el flujo de coches. Luego, con un bandazo, todo se volvió a mover otra vez: Digger encendió la radio con torpeza y el gritón abrió los brazos y vociferó directamente al cielo. Podía ver cómo su nuez subía y bajaba con un esfuerzo trémulo. Sólo se dedicaba a hacerlo. Sin importarle si convencía a alguien. Era hora de que yo hablara, todas las señales lo indicaban. Hurgué dentro de mi mochila y saqué el archivo de Kevin. 57
—¿Qué es eso? —preguntó Digger. La carpeta estaba estampada en rojo con las palabras Confidencial
y propiedad de
Kennedy. Con esa letra militar que usa mi padre para clasificar sus materiales privados. Así que había un asombro apropiado en la pregunta de Digger. —Es su archivo, colega —le susurré. No sé por qué lo susurré. Porque estaba drogado, supongo. Ella fingió un poco de incomodidad para esconder su entusiasmo. Me gustaría saber por qué hace eso la gente. Me refiero a fingir incomodidad. Lo dejamos ahí un largo momento. Abrirlo sería prueba de que de verdad lo investigaríamos. Sería un hito. Los dos habíamos dejado de respirar. los registros administrativos de
¿Necesito siquiera decirles que fue una desilusión colosal? Toda cosa esperada lo es, porque no se puede soportar el poder inflador de la mente humana. Fuimos año por año. Sólo en nombre del orden. Primer semestre, tercero de ESO. Milnovecientos-noventa-y-malditamente-seis, uno de los años de mayor estilo libre de los que se tiene registro. Introducción al álgebra: Notable alto. Historia de Asia: Notable. Banda de música: Sobresaliente. Artes visuales: Bien. Ciencias de la Tierra: aquí había dado en el blanco con lo máximo, una A sin modificar. Kevin había estado incluso en mi clase de Ciencias de la Tierra (por error, supuse, dada la aptitud que sus calificaciones posteriores en ciencia sugerían; Ciencias de la Tierra es una clase de mierda), que yo casi suspendí con un promedio de sesenta y seis. El señor Ramsés, nuestro profesor, era un hombre caritativo. Le echamos un vistazo al resto de las calificaciones de Kevin. Ya podíamos intuir que iban a ser aburridamente normales. El resultado de todo esto —para mí, por lo menos— fue que Kevin, en el momento de 58
su muerte, ostentaba un promedio general de 95% y tenía un total de cero reportes de incidentes de cualquier tipo anexados a su registro. —Válgame Dios —tosió Digger—. ¿De verdad alguien pensó que este tipo estaba en una pandilla? Qué racistas. Era tan aburrido. Tuve que suprimir mi creciente placer, así que no dije nada. Mi promedio general era más alto que el de Kevin, a pesar de su mejor rendimiento en general en ciencias. No por hablar mal de los muertos ni nada por el estilo. Pero tener un promedio general menor que el de un muerto, me habría dolido. Habría sido un fracaso terrible e ignominioso.
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