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SIMPOSIO DE EDUCACION EN VALORES UJAP 2015 “LA PAZ COMO VALOR DE ENCUENTRO
FACULTAD DE EDUCACIÓN PONENCIA ETICA PARA SITUACIONES DIFICILES DE LA PRÁCTICA PROFESIONAL DE LA EDUCACIÓN Dra. Leyda Vásquez Uno, cualquiera de nosotros, puede acercarse a la ética, desde las generalidades, los conceptos, los interesantes pensamientos que han escrito los autores, los grandes filósofos, los profetas. Todos ellos, ciertamente, nos han brindado muchas luces para comprender las cosas de la vida, especialmente en esto de los valores y la ética. Algunos discurren acerca de la eternidad o validez de esos valores. Otros, de sus fundamentos en la razón humana, en las tradiciones de las culturas o hasta en las revelaciones divinas. Nos ayudan a distinguir, por ejemplo, lo que vale para cualquier situación, las cuestiones de principio, y hasta lo que hay que considerar en situaciones muy específicas. Digamos que ésta es una forma deductiva de entender la ética. Por forma deductiva entiendo aquí que la argumentación va de lo general a lo particular, de la regla al caso, de lo abstracto a lo concreto. Pero hay otro camino, que es partiendo de la propia experiencia personal. Una, como persona, desempeña muchos roles. Una es madre, es pareja, es amiga, es hija, familia, profesional. Y todos y cada uno de estos roles, desarrolla, ejecuta, reflexiona, una ética. Es decir, una va decidiendo, escogiendo la manera de hacer las cosas, fortaleciendo la voluntad para impulsar lo que creemos que vale la pena. Eso es la ética en fin: decidir, escoger, hacer con voluntad “lo que vale la pena”. Las expresiones populares, las frases hechas que repetimos todos, como esa de “lo que vale la pena”, contienen una sabiduría difusa, colectiva, ampliamente compartida, en la cual pocas veces nos paramos a reflexionar. La antigua retórica llamaba a esas frases muy repetidas, a las que echamos mano sin darnos cuenta la mayoría de las veces, tópicos. El decir que algo vale o no la pena, es un tópico. Detengámonos un poco en esa frase tan manida, para sacarle el jugo con el pensamiento. Esto nos ayudará a adentrarnos en ese camino inductivo para abordar la ética. Lo llamo inductivo, por oposición a la vía
deductiva, porque vamos a partir de lo particular, de los casos, de lo concreto, para poder concluir en lo general, la regla, lo abstracto. ¿Por qué hay tomar esa frase, ese tópico, “lo que vale la pena”, para entrarle a la ética por un camino inductivo? Pues porque, precisamente, al encontrarnos en ciertas situaciones concretas, específicas, hasta irrepetibles, nos preguntamos siempre “¿vale esto la pena?”. Fíjense lo que sugiere la frase. Ella supone que la pena, es decir, el esfuerzo, la incomodidad, lo desagradable, incluso el dolor, es lo que da valor a las cosas, a las acciones, a los logros, a los objetivos que nos trazamos en cada situación. Pero también que lo obtenido, lo valorado por la pena, el esfuerzo, incluso el dolor, compensará todo eso que se empleado para obtenerlo. Antes me referí a los filósofos. Algunos de ellos, los llamados “hedonistas”, han afirmado que los seres humanos actuamos siempre buscando nuestra felicidad; es decir, evitando el dolor y buscando lo agradable. Para ellos, precisamente, la felicidad consistiría en eso: en evitar el dolor y conseguir lo agradable, el placer. Pero acabo de decir que la gran pregunta que define a los valores es “¿vale esto la pena?”. Valoramos algo cuando estamos dispuestos a hacer esfuerzos y sacrificios por ello. ¿Esto está en contradicción con la búsqueda de la felicidad que nos indica, precisamente, que debemos evitar el dolor? En todo caso, la contradicción que advertimos entre esos filósofos hedonistas y el tópico popular del “valer la pena”, se debe a que éste último concibe la felicidad de una manera diferente a la simple evitación del dolor y la búsqueda del placer y lo agradable. Por otra parte, nuestra experiencia como docente nos indica que si asumimos una ética que no asuma el costo de la pena, del esfuerzo, del sacrificio incluso, no llegaríamos a ninguna parte. Tengo 21 años de carrera docente. He trabajado en varios planteles. He atendido a cientos de niños, muchos de ellos de situación social muy precaria, con graves problemas familiares, de abandono incluso, de maltrato. En todo ese tiempo he visto muchas cosas. Algunas me han llenado de mucho placer; otras, de mucha preocupación y hasta dolor. El poeta Pablo Neruda tituló su autobiografía “Confieso que he vivido”. Yo podría decir que confieso que he vivido mucho al tener muy de cerca situaciones reales, muy reales, demasiado. He disfrutado muchísimo cuando un hombre o una mujer se me acercan de repente en la calle, y me saludan, y resulta que yo les di clases hace años, y han crecido, ya tienen pareja y familia, y todavía se acuerdan de aquella vez que realizamos un proyecto pedagógico con el chocolate. Cuando llevé al grupo de alumnos a ver cómo era el cacao, cómo se le procesaba, cómo de ahí se sacaba ese rico chocolate con el cual ellos mismos preparaban
bebidas, tortas y demás golosinas. Y siempre hay una anécdota divertida. O el recuerdo de un problema, de un conflicto, de algo que faltó pero lo resolvimos de alguna manera. O no lo resolvimos y la cosa salió mal, pero ahí estábamos igual. En una ocasión, yo trabajé con los niños que viven en el barrio los Chaguaramos, al lado del relleno sanitario de Tocuyito. Era un trabajo de campo, una etnografía, una investigación, en el marco de mis estudios de la maestría en Lectura y Escritura de la UC. Investigaba el proceso de conceptualización de la lengua escrita. Aplicaba la teoría de Paulo Freire del “educador de la calle” para analizar la mediación del docente en la lectura y escritura de los niños trabajadores. Resulta que los niños trabajadores que nos encontramos allí, trataban con basura. El olor a basura era una presencia poderosa. Literalmente, la basura fue nuestra atmósfera. Por supuesto, el trabajo fue realizado, empastado y entregado satisfactoriamente. Pero creo que, más allá de lo escrito en ese volumen de unas 300 páginas y la aprobación académica que recibimos, el resultado que valió la pena fue nuestra propia sensibilización ante las realidades con las que estuvimos en contacto: hacinamiento de familias, viviendas completamente insalubres, consumo de drogas, evidencias de maltratos en los niños por parte de familiares, repitencia, fracaso en la aplicación de distintas estrategias para enseñar a leer y escribir, la explotación brutal de los niños por parte de sus propios padres, etc. Me podrán decir que esas situaciones son límites. Es cierto. Pero no crean que son excepcionales. Las malas condiciones de las escuelas, las evidencias de maltratos y abusos en los niños, la desnutrición, las enfermedades, los retrasos en la educación de los niños, los casos patéticos de exclusión de niños con necesidades educativas especiales, son el pan de cada día en la realidad educativa. Hace poco tiempo, como parte de mi trabajo en el Equipo de Integración Educativa, que se encarga de establecer lazos de cooperación entre familias, comunidades y escuelas, para atender a niños con necesidades educativas especiales, me conseguí con una situación que no es para nada excepcional. Luego de atender a las niñas, nos tocó ir hasta su escuela para explorar la posibilidad de un apoyo para realizar ciertas adaptaciones curriculares pertinentes al caso. Esto ya lo habíamos intentado en otras escuelas con resultados mixtos. Siempre nos conseguíamos con cierta resistencia o, peor, negligencia, tanto de los directivos, como de algunos docentes como de los familiares, lo cual era mucho peor. El caso es de unas niñas cuyo retraso educativo era evidente. Pero volviendo al caso de las niñas, era obvia la diversidad funcional intelectual en ellas. Eso se reflejaba en que prácticamente no sabían leer ni escribir, por lo menos no lo correspondiente a su edad y el grado en que cursaban. Al no ser atendidas a tiempo, esas niñas estaban siendo castigadas y discriminadas. Pero lo más impactante fue encontrarme
con que esas duras condiciones, hallaban entera justificación en las actitudes y el decir de la directora de la institución. Los docentes simplemente aducían que no tenían tiempo para atenderlas. Que debían redondearse la subsistencia con otros trabajos. Y para colmo, todos (incluidos los familiares) sostenían que no valía la pena tantos esfuerzos en esos niños. El contacto con esas situaciones son las que le plantean a una, en repetidas ocasiones, la misma pregunta, la misma reflexión: ¿vale la pena trabajar como docente? ¿Vale la pena enfrentarse a estas condiciones, emprender estas luchas? ¿Qué más podemos hacer? Ya de por sí, ser docente en este país, en este momento histórico, en esta época, exige una cualidad ética específica: la templanza. Ella es la que exhibe una espada bien hecha, resistente, flexible, que no se rompe, que mantiene su filo. La templanza es la capacidad de sobreponerse, de asumir las penas, los esfuerzos, que son los costos inevitables de las grandes cosas, de las que realmente valen. En educación, lo que vale la pena es atender a los niños y jóvenes, brindarles educación. De mis experiencias docentes, lo que reflexiono es la importancia de asumir el esfuerzo, la templanza, la consecuencia, la persistencia. Afirmarnos en que valió y sigue valiendo la pena educar. Eso es lo que vale cumplir con nuestra misión, con nuestra vocación. Una vocación es el llamado que nos hace la vida. La vocación del docente es el compromiso con las caras de sus alumnos, con esas historias que nos han marcado en todos estos años de profesión.