Me entra la risa floja cuando, de boca de algún escritor o escritora, escucho comentarios que hacen referencia a la literatura infantil como esa parcela creativa a la que se dedican con el objetivo de relajar la mente, sin perder la “forma intelectual”, en espera de que les vuelvan a iluminar las musas de la literatura seria. Y resulta obvio que lo que no es serio es realizar este tipo de comentarios. Ni serio, ni relajante, ni intelectual. En primer lugar, por respeto a las niñas y a los niños. Y en segundo lugar, por miramiento, aunque sea diminuto, hacia quienes estamos convencidos de que esto que hacemos (y lo que hacemos es literatura infantil) no solo es muy serio, sino también enormemente divertido, creativo y gratificante. Y hasta innovador. Porque los intereses, los gustos y las expectativas de la infancia se renuevan constantemente. Porque, a pesar del esfuerzo adulto por sobreprotegerla y sobredirigirla (videoinstrumentos de lo más variado hemos creado para ello), la infancia sigue siendo la etapa más fresca de la vida, la más transgresora, la más difícil de satisfacer. Y de convencer… afortunadamente. Los niños hacen buenas o malas nuestras propuestas literarias. Y de poco nos servirá inventar razones y criterios para tratar de convencerles de que aquello que hemos creado es lo más adecuado y conveniente para ellos y ellas. ¿Y acaso lo es? ¿Qué lectura es adecuada para un niño? ¿Qué le conviene leer? Bueno… después de haberme metido en semejante jardín, únicamente me queda afirmar con rotundidad que no, que no es nada fácil escribir para un público preferente infantil. Al menos, a mí no me lo parece. Cada frase, cada palabra, cada idea cuenta. Cada nombre, cada personaje… Escribir… un mundo, mi mundo. Publicar… un universo por explorar, un viaje a través del espacio, sin escafandra ni bombona de aire. Y si en el lugar de destino hay oxígeno, respiramos aliviados… y publicamos. En caso contrario, nos deshinchamos y regresamos a la base tristes y apaleados. Es por ello que me come la impaciencia cada vez que llevo mis ideas, mis textos, mis escritos, a una editorial. Pero cuando me toca presentar mi nuevo libro, ¡publicado!, ante el público infantil (momento que termino disfrutando enormemente)… es entonces cuando bebo litros y litros de agua para aliviar la extrema sequedad de mi garganta. Y bebo tanto que pronto me veo obligado a correr camino del wáter. Y mientras meo, me pierdo la primera sonrisa con que me premian las niñas y los niños. Pero alguien me lo cuenta después, y sonrío. Y la chica de la biblioteca ha fotografiado el momento, y yo miro y remiro esa imagen, y grito loco de alegría: ¡les ha gustado, les ha gustado! Y la amable chica de la biblioteca me aclara que no, que han sonreído porque me he ido, y que ahora están serios porque he vuelto. Y es entonces cuando me planteo volver a escapar a la carrera, pero no en dirección al servicio, sino a ese rincón del planeta donde no hay niños ni niñas, es decir, a la casa de esos escritores que, con el objetivo de relajar la mente sin peligro de perder su “forma intelectual”, escriben literatura infantil. Pero ya en el umbral de su morada, percibo un olor que no me gusta y decido regresar a mi mundo. Y lo vuelvo a intentar…
Y escribo consciente de que, en caso de publicarse, mi obra llegará preferentemente a las manos de alguna niña o de algún niño. Y después a sus ojos. Y sus nervios ópticos emitirán una señal para que su cerebro descifre lo leído. Pero, tal vez, este no sea el único camino posible. Tal vez su lectura tome una de las muchas vías alternativas que propone la literatura. Quizás el texto viaje directamente desde la vista hasta el corazón. Quizás hasta la tripa. Y en ninguno de estos casos pasará por la cabeza, no será filtrado por la razón. Y entonces el instante será mágico (al menos desde mi punto de vista), porque el niño leerá del mismo modo en que yo escribo… Desde el corazón, desde la tripa. Y la cabeza… la cabeza la dejo para el pelo y el gorro, y también para los críticos, los entendidos, los comentaristas y las correcciones finales. Las correcciones finales… el momento más complicado y menos divertido del proceso creativo. El momento de dar coherencia a la sintaxis, de hacer comprensible a los demás aquello que yo creo comprender, de universalizar un relato para que quien se acerque a su lectura pueda adueñarse de él, personalizarlo, individualizarlo, compartirlo, desmontarlo, enriquecerlo, adelgazarlo, engordarlo… Y será a lo largo de ese proceso protagonizado por el lector, cuando esa idea, que todavía no sé de dónde demonios ha salido, se convierta en literatura. Y ese es el enigma principal para quien trata de no escribir desde la cabeza, para quien no busca un efecto literario determinado, para quien no parte de una idea preconcebida. ¿Dónde nacen esas ideas? ¿De dónde proceden? Seguramente del deseo de escribir, de la necesidad de narrar y compartir. También de gustar. Y de aportar algo a ese otro “algo” que merece y necesita ser tomado en serio, para, después, convertirse en fuente de placer. Por su puesto, ese “algo” es la literatura infantil. Y ya solo falta darle un final… a este escrito y también al cuento. ¡Delicado momento! Y no porque sea un momento de porcelana, sino porque, a buen seguro, el final del cuento será el capítulo más recordado por el lector, del mismo modo que el postre es el plato de la comida más deseado y celebrado por el niño. El final… ¡Delicado momento y gran responsabilidad! Dos líneas que, en el mejor de los casos, provocarán un “¡ohhhh!!!”, una lágrima, una congoja, una sonrisa o una carcajada. Dos líneas que harán que nuestro trabajo haya merecido la pena. Y siempre merece la pena. Y también la alegría. Un beso, txabi