El Mollete Literario #20

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El Mollete Literario www.noticiastransicion.mx Director: Carlos Ramírez

molleteliterario@noticiastransicion.mx Abril 15, 2015, Número 20, Tercera Época

La nostalgia de soñar escritores Relato de mi encuentro con Gabriel García Márquez Por Monserrat Méndez Pérez / pág.10


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El Mollete Literario

Las herencias de Galeano y Günter Grass Dos decesos sacudieron la mañana del lunes 13 de abril. Eduardo Galeano y Günter Grass dejaron este mundo y nos recordaron su trascendencia en el mundo de las letras. Sin duda alguna ambos escritores son una gran pérdida dentro del mundo literario. El escrito uruguayo, Eduardo Galeano, fanático del futbol, nos ofreció revalorar la vida, la muerte, a la América Latina, siempre con ese optimismo que da aire para respirar; Günter Grass, fue un duro crítico de la posguerra en Alemania, donde con ayuda de la ficción recuerda el trabajo que le costó sobrevivir a la guerra. Asimismo, en esta edición, recordamos al escritor colombiano Gabriel García Márquez, que hace un año partió, pero que en realidad fue en 1947, con La tercera resignación, cuando se embarcó en el mar de la imaginación con la terquedad de ser escritor, “aunque me muera de hambre”. Así, pues, resumimos: la escritura es esa apasionante profesión que eligen algunos humanos para desentrañar el mundo. O la profesión los elige a ellos, porque sabe que son los seres más nostálgicos que puedan sostenerla y empujarla a otros.

Literatura musical Por Luy

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Índice de un personaje 20 Memoria que no existe

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Grafólogo americano Por Ene Riaño

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Letras Torcidas Por César Cañedo

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Cuento Por P.I.G., Marco Villavicencio, y Samuel Enciso

Por Ulises Casal Insólita 22 Semilla Por Lydia Zárate interno en el 24 Monólogo mingitorio Por Luis Villalón

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Entre sueños y mariposas amarillas: encuentros y tropiezos con Gabriel García Márquez Por Monserrat Méndez

al lenguaje musical 26 Introducción Por Margarita Salazar Mendoza milenaria 28 Silla Por Martha Chapa

mapas, voces y cuerpos 12 Letras, Por Edwing Roldán Ortiz Galeano y Günter 29 Eduardo Grass: huellas en la literatura temor a la oscuridad 14 ElPorantiguo Paul Martínez vidas tiene un gato? 30 ¿Cuántas (Segunda parte) vida a cuadros, Por Ximena Cobos 17 Lareflexiones desde el ajedrez (Segunda parte) Por Luis Flores Romero

El Mollete Literario Mtro. Carlos Ramírez Presidente y Director General carlosramirezh@hotmail.com Lic. José Luis Rojas Coordinador General Editorial joselrojasr@hotmail.com Monserrat Méndez Pérez Jefa de Edición Consejo Editorial René Avilés Fabila Wendy Coss y León Coordinadora de Relaciones Públicas Mathieu Domínguez Pérez Diseño Raúl Urbina Asistente de la Dirección General El Mollete Literario es una publicación mensual editada por el Grupo de Editores del Estado de México, S. A. y el Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S. C. Editor responsable: Carlos Javier Ramírez Hernández. Todos los artículos son de responsabilidad de sus autores. Oficinas: Durango 223, Col. Roma, Delegación Cuauhtémoc, C. P. 06700, México D.F. Reserva 15670. Certificación en trámite por la Asociación Interactiva para el Desarrollo Productivo, A. C.

“Existen dos posibilidades: que estemos solos en el universo o que estemos acompañados. Ambas son igualmente aterradoras”.

Arthur C. Clarke


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Grafólogo americano Por Ene Riaño

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e trata de uno de esos autores que te encuentras después de años (no demasiados) de haberte sido recomendado por Nacho Vegas, en una pila de libros en ganga, que será quemada si nadie se los lleva, y te dan ganas de tomarlo y darte a la fuga.

Me pregunto qué provocaría dejar su lectura a un grupo de secundarinos. No creo que un acontecimiento similar al provocado al principiar el milenio una vez que a alguna entusiasmada profesora de literatura se le ocurrió encargar leerse Aura, de Carlos Fuentes [en Paz descanse], lo cual ocasionó que uno de los tantos gabinetosos personajes, que ha habido y habrá por acá, montara en cólera y se valiese de sus celestes influencias para preservar así la mochería. Habría que hacer la prueba, qué más alejado del canon curricular que Bret Easton Ellis, uno de los escritores más incómodos y audaces de las últimas décadas. Sus argumentos de anemic royalty son en cierto punto de esos que por su crudeza desearías no haber leído, porque calan, incluso a modo de carcajada. Nacido en 1964 en Los Ángeles, en su adolescencia no aspiraba a ser nombrado sucesor de Hemingway ni de Camus como lo sería, sino a convertirse en rockstar (y es que nos crían para creer que un día seremos estrellas de rock, de cine...), a la música se encaminó, pero el hecho de que Benniggton, donde estudiaba Artes, el jazz, carente de lírica, era la tendencia, decidió volcarse a la literatura. Al cumplir la edad reglamentaria para ser encarcelado en cualquier cuchitril del orbe, animado por profesores, y, aspecto trascendental, respaldado por la editorial Simon & Schuster, irrumpió en escena con Menos que cero, que desde obvias connotaciones autobiográficas relata el regreso de un joven llamado Clay a la casa paterna en California para pasar las fiestas decembrinas. Con una venta el primer año de un aproximado de 50 mil copias, sin ser gra-

tuifeliz está obra plagada de reverencias pop [sic] hasta en su título (que alude a una rola del ya calvo y ahora presentador Elvis Costello), tuvo la aprobación inmediata de sus coetáneos, quienes se sentían identificados ante el lirismo de angustia (post)adolescente promocionado en sus páginas plagadas de drogas e hípersexualidad; además, no pasó desapercibida entre la crítica que hubo de comentar la precocidad literaria del novel novelista (que no podía ser ya efeba, como la de Rimbaud). El reclamado enfant terrible de las letras estadounidenses atentó insolente en contra de lo políticamente correcto y se convirtió en una nota disonante gracias a su frenética prosa mordaz, acida y a veces telegráfica que remitía al new journalism. Pese a haber sido, Douglas Coupland quien escribió Generación X (1991), y otro su juglar-mártir, Bret Easton Ellis fue pionero y vocero de ésta. Escribió sus dos primeras novelas en el lustro decisivo y perdido del siglo XX, el de Chernobyl y la caída del Muro de Berlín. Radiografió a los hijos de la cúpula estadounidense, mismos que el mundo se imaginaría bellos, millonarios y dichosos, pero que mostró sumidos en un autentico, aunque pareciese injustificable, desarraigo existencial escalofriante. Una vez instalado en Nueva York, tras el mal sabor de boca que le dejó Corrupción en Beverly Hills, “adaptación” a la pantalla

grande de Menos que cero (de la cual conservó, según el propio autor, sólo los nombres de los protagonistas), con 23 años de edad, lanzó Las leyes de la atracción, donde travistió nuevamente sus vivencias e hizo antes que una oda a los excesos, una apología de éstos al evidenciar el diletante y nihilista estilo de vida que se da en las universidades de Artes. Es dicha obra una renuncia al american way of life, un revés a Las Buenas Consciencias del que descansa en Paz. En una atmosfera de promiscuidad y enervantes, su protagonista, Sean, quien sostiene relaciones de forma preponderante con Paul, recibe cartas de Mary, una chica que en la fiesta anual de disfraces para follar termina suicidándose “por él”, pero éste cree que quien le mandaba las misivas era alguien que se la pasa añorando a un tal Víctor, Lauren, con quien comienza una tortuosa relación que termina en un viaje de carretera y cocaína que pretendía terminar en matrimonio y resulta ser un aborto más.


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En este, su más logrado trabajo, se valió de un artificio que, a la luz de su momento parecióse una niñera, y que no obstante denotó brillantez; escribió a manera de colección de soliloquios intercalados en los que cada uno de los personajes, abatidos y autocomplacientes cada uno a su modo, no ven más allá de su nariz en lo que a relaciones personales corresponde, mas transmiten el desolado espíritu de la época, el epílogo de la Guerra Fría desde la perspectiva de la juventud que, a decir del propio Ellis, ha sido una de las pesimistas e irónicas que ha habido sobre la Tierra. Ojalá nuestros padres hubiesen leído de manera inmediata Las leyes de la atracción, así no nos hubiesen dado a luz, y cual silenos seriamos ahora. Cuando cumplió 27 años no se consagró, con la muerte, como el maldito que se perfilaba ser, empero publicó su obra más crítica a la cultura occidental moderna, ésa que le valió la mofa de Norman Mailer, así como amenazas de muerte por parte de grupos feministas, y que años después también fue llevada al cine, Psicópata americano, novela que gira en torno a Patrick Bateman, el hermano yuppie de Sean de Las leyes de la atracción, quien lleva una triple vida de corredor de Wall Street, consumista empedernido y asesino serial. El revuelo que causó en esa época fue en gran medida nutrido por su deliberado afán transgresor, mostró como adelantos de prensa los fragmentos más violentos (dígase, por mencionar alguno, uno donde Patrick introduce una rata famélica a la vagina de alguien a quien luego desmembraría) y declaró bromeando que se trataba de su título más autobiográfico. Tachado de misógino-feminicida, tuvo

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incluso que buscar otra casa editora, porque la presión mediática por parte de NOW (National Organization for Women) fue tal que Simon & Schuster se vio obligada a cancelar el contrato; por si fuera poco, cuando los ejemplares salieron a la venta algunos escaparates de librerías fueron manchados con pintura rojo sangre. Después de tan apabullante pieza, fue inevitable el parco recibimiento que en el 94 tuvo Los confidentes, única colección de relatos en su haber. A ello sobrevino un periodo en el que optaría por entregarse asuntos tales como fotografiar modelos en la Quinta Avenida y a asistir, asidua y convenientemente drogado, a desfiles y fiestas, para antes de finalizar el siglo y caer las Torres Gemelas, verter dichas experiencias en Glamourama, donde detalla el modus vivendi et operandi de una organización terrorista conformada por afamados sodomitas íconos de pasarelas. La obra, tildada de “estúpida” por el New York Times y reconocida de forma velada por otras publicaciones, evidenció que la genialidad no pasajera de Ellis estaba de vuelta. Hace una década publicó Lunar Park, y hace media, Imperial Rooms, ambas encontradas para mi sorpresa, chonchas y de estraza, en un estante de los búhos no minérvicos, cuyas alas de enanas aves de malagüero se sabe no permiten echar a volar. La primera es un juego unamuniano, en que un tal don Easton Ellis enfrenta a Patrick Bateman (quien ha

cobrado vida y sigue haciendo de las suyas) al tiempo que intenta alejarse de los vicios y redimirse al lado de su ficticia familia, en la que incluso el perro toma antidepresivos. Por otra parte, Imperial Rooms es la continuación de Menos que cero. Avocado a su nueva vida en Los Ángeles al lado de su novio de 28, a lo largo de los últimos años ha optado por un merecido semireceso y, si bien continúa experimentando, ya que ha incursionado en el guionismo y en la realización de podcast, lleva ya una década sin publicar títulos de largo aliento. A sabiendas del envejecimiento prematuro al que está destinado, celebró sus cincuentavo aniversario en Vanity Fair con “Millennial: Generation Wuss”, un artículo en el que despotrica en contra de esta nueva mimada y sobreprotegida generación, no ahogada ni de tedios ni de decepciones, que es el relevo de la suya y su revés. Así, de aquí a su próxima entrega se hará de nuevos lectores. Nallely Pérez Vargas, Ene Riaño, como prefiere llamarse, estudiosa del decadentismo americano, actualmente se desempeña como correctora de estilo.


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Poesía

Letras Torcidas César Cañedo

Máscaras Para Carlos No había ya otra manera de estar con él, las máscaras llegaron justo a tiempo. Uno de sus habituales arrebatos de caos fue robarse de un puesto atrás del Zócalo dos máscaras hermosamente elaboradas de luchadores. Llegó a casa como niño expectante, entre el premio y el castigo por la travesura cometida, yo ya no podía más, no quería verlo, deseaba que por fin terminara de irse. Sin embargo, me miró con esos ojos que desde hacía años me robaban la calma y de nuevo fui partícipe de sus impulsos. Mira lo que traje. Lo miré con una indiferencia que contenía el silencio desbordado de una relación nacida para explotar, pero que nunca lograba su cometido. Entonces bajé la vista y ahí estaban, como tributo en una mesa que nunca compartíamos porque siempre había que escondernos. Rey Misterio y el Santo anunciaban el nacimiento de un nuevo pacto y reconocí un halo de esperanza en mi asombro. Esta vez no sería la misma manera de ceder ante su provocación, primero encantadora, después henchida de dolor, que siempre terminaba dibujando a toda costa la ruptura. Rey Misterio me llamó al instante y lo único que pude hacer fue travestir mi identidad. La excitación del juego hizo de él también rápidamente un Santo, ágil y flexible. Su impulso fue besarme y el mío darle un puñetazo en el abdomen que lo dobló de dolor y de risa. Ya estábamos en calzones, trenzados, luchando cuerpo a cuerpo con una erección descomunal en él y en mí. ­—Te voy a meter la Wilson, la quebradora y el tirabuzón. –Risas de niñez recobrada en ambos. —Uy, ¿y a poco sabes, Santo? —No, pero son las de la canción. –De nuevo explotamos nuca contra nuca a carcajadas. —Y yo te voy a sacar los ojos. —A ver. Le sujeto la diestra por la espalda con fuerza y lo tumbo boca abajo en el suelo.

Fotografía: Lucía López Canales

Tiro de su calzón negro y me saco rápidamente la más embestidora de mis vergas. Surge un condón de cualquier lado y lo penetro con la firmeza que nunca nos habíamos permitido. Sus ojos se desorbitan, levanta la cabeza y cuenta… 1… 2… 3…, esta vez no seré parte y réferi. Ya no hay vuelta atrás, por primera vez controlo el río de ganas de poseerlo, por vez primera se abre y me siente en toda su carne. Aúlla de dolor y le tapo la boca, me muerde y entro más. Grito conjunto. Mis ganas de aniquilar lo que nos une se proyectan removiendo todo su interior y lo hago descontrolado, de verdad quiero abrirlo en dos, lo agarro firme de la cintura y él gime y llora. Lo golpeo en la cara y de su boca sale un hilo caliente de sangre. Quisiera que también mis huevos explotaran dentro, quisiera romper con mi punta los límites de su cuerpo. Parece que también él quiere destruirme porque me asfixia con tal fuerza la verga, la abraza en una estrechez total, que apenas puedo moverme. De la máscara saltan sus mechas rizadas que tomo con violencia y lo levanto. Hace tiempo ya que el deseo lo ha poseído por completo y no se opone. Lo abro en el borde de la mesa y lo vuelvo a penetrar mientras las máscaras se encuentran frente a frente. Me lanza un puñetazo en la cara que casi me rompe un diente y me excito más. La asfixia es insoportable y todos nuestros músculos se tensan. Somos dos luchadores desencontrados. En el último grito encarnecido de una caída mutua del

ring suspiro en una exclamación divina que sella el rito sagrado: —Mi Santo. El juego sigue. Hemos por fin salido juntos a la calle, enmascarados. Paseo a mi Santo por Reforma y sale del quemacocos saludando a la gente, que responde feliz al llamado del héroe. ¡Santo, Santo! La felicidad es esa puesta de sol a la altura de la glorieta de la Palma. Santo eres en verdad. Y tú, mi Rey, mi Rey Misterio. No, ahora soy el Vengador Anal. Una explosión de posibilidades se dibuja en la fantasía que nos reencuentra en su sonrisa de niño que al destruir construye. Me posee ahí mismo, entre golpes y forcejeos, y vivo extasiado el camuflado vigor del superhéroe. Ellos y tú, nosotros, compartimos un clóset flexible. A veces es también deseable enmascarar el deseo, gracias a las máscaras vivo este ring desde el resorte que nos impulsa dentro. Y si pienso que la lucha libre hace y deshace alianzas y que caben hasta cuatro luchadores, el réferi y la muchacha de la pancarta, no me dan ganas de que se baje la luz, para que el júbilo espectador siga gritando: ¡Quiébralo! César Cañedo (El Fuerte, Sinaloa, 1988), poeta, atleta, profesor, investigador, actualmente estudia el Doctorado en Letras en la UNAM, donde estudió su licenciatura y maestría con trabajos de investigación sobre poetas y escritores marginales mexicanos del siglo XIX, como Antonio Plaza, Josefa Murillo y Adolfo Carrillo. Es fundador y codirector del Seminario de Literatura Lésbica Gay, UNAM y ha sido publicado en Círculo de poesía.


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Cuento Inicio de semana Por P.I.G. La cita estaba programada a las cinco de la tarde. En lunes. Yo llegué cuarenta y cinco minutos después. El exceso de trabajo, el tránsito, el transporte deficiente, pero sobre todo mis pocas ganas de llegar, me orillaron a retrasarme. Ella había reservado la mesa trece. Vaya número, siempre había sido una declarada creyente de la cabalística desmesurada; enferma fijación de mal gusto la suya. Cuando me encontraba fuera del lugar dudé en entrar: podría darme la vuelta y después disculparme por teléfono como tantas otras veces. “Ya conoces esta ciudad, cariño, nunca se llega a tiempo ni al momento pactado con la muerte”. O podría entrar, pedir una disculpa, también como tantas otras veces, y ordenar de inmediato un par de cervezas. Total, era ella la deseosa de platicar. Opté por lo segundo. Entré, recorrí la mirada por el lugar y ubiqué la mesa trece, vacía: se había ido. Me dirigí hacia aquel rincón, ocupé una silla y de inmediato se acercó un mesero a retirar el vaso de whisky que seguramente ella había dejado inconcluso. Enseguida lo retiró —comentó el hombre. Lo evité, pues antes quería oler la boquilla para cerciorarme de que ella había mamado de aquel pedazo de cristal. Sin duda, bebió whisky. Lo hizo: entró, esperó, desesperó, bebió lo que pudo, pagó y se fue. La señorita que estaba sentada en esta mesa se fue hace cuarenta minutos —me dijo en tono de burla el joven mozo. Maldita perra, sólo me esperó cinco minutos. Maldito mesero, esta mesa llevaba cuarenta minutos sin ser limpiada. Al menos sólo tendría que pagar mi consumo esta vez. ¿Habría venido con el escote de siempre? ¿Por qué nunca pensé en la posibilidad de que aquella tarde podría haber tenido sexo sin absoluto compromiso de por medio? Salí del lugar dando tumbos. Tenía pensado comer y beber un par de tragos, pero el olor de sus labios en la boquilla del vaso sólo exacerbó al alcohólico que llevo dentro y me obligó a beber un escocés tras otro.

Para cuando me di cuenta me era imposible leer la carta y, menos aún, tejer una frase medianamente comprensible para ordenar al mesero siquiera un plato de sopa. Crucé media ciudad como pude. Maldita sea, se supone que era una cita común, sin mucho significado y yo había perdido, una vez más, mi batalla personal contra la abstinencia, en lunes. Imaginé las toneladas de maldiciones que estaría lanzando contra mí en aquel instante. Seguro estaría en casa vomitando mi recuerdo y mi persona, mientras platicaba con sus amigas sobre lo mierda de persona que seguía siendo para ella. —No cambia, sigue siendo la misma basura de siempre—, escupiría al teléfono con alguna de sus entrañables amistades, que, al igual que yo, estaban cansadas de oír tanta recriminación. Con paso aletargado pero sin mayor problema llegué a casa. Al día siguiente me topé con la fatídica noticia de que ella había muerto. El asunto me congeló por completo. La náusea de la resaca se mezcló con el sentimiento de tristeza. Intenté averiguar más del asunto: murió antes de siquiera cruzar la calle para tomar el taxi. Para cuando llegué al bar las ambulancias se habían retirado, pero nadie dentro del lugar reparó en lo ocurrido afuera. Así de elegante era el servicio. Aquel martes pedí permiso para salir temprano del trabajo. Acudí al funeral, aún con las entrañas revueltas. Hice lo que pude

para dar mi pésame a sus familiares. Tenía que hacerlo rápido: saludar, unos cuantos abrazos, unas cuantas palmadas, improvisar palabras de aliento, unos cuantos rezos y salir corriendo de la funeraria. Tenía una cita con mi prometida y un pretexto así, el funeral de mi ex, no serviría para justificar mi retardo. Antes de escapar pregunté a uno de sus colegas sobre las causas de su muerte. — No mames, bebió whisky—, ¡whisky, puta madre!, y el whisky la ponía mal en serio. Vaya mierda. Mi prometida propuso ir a beber algo, pero le insistí que lo mejor sería ir al cine, con palomitas y refresco, sin alcohol. Era martes trece, mi estómago no estaba para aguantar tanta atrocidad al inicio de la puta semana. Uriel Arteaga Apolinar, autodenominado “P.I.G.” (en abierta referencia al personaje de Xavier Velasco), o en su modo más laxo “El Doctor Pluma” (referencia al Doctor Alquitrán de Poe), fue colaborador de principio a fin de los extintos fanzines universitarios Almohadón de Plumas y Noúmeno. Colaborador permanente del blog literario Regiones Inferiores, tuvo oportunidad de publicar una crónica para el periódico 24 Horas, en 2012. Egresado de la carrera de Comunicación y Periodismo de la Facultad de Estudios Superiores Aragón, con especialidad en prensa escrita, durante los últimos años se ha desempeñado como analista de información y corrector de estilo. Recientemente labora como asistente editorial en la Coordinación de Publicaciones Académicas de la Universidad Anáhuac.


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Autor: María Bazana, Mixta

Primer texto de autoayuda para superación de pérdida inesperada de manos Por Marco Villavicencio Un día verás volar mis manos y se irán aleteando alegres hacia el sol ¿qué haré ese día que me quede sin manos? Rogaré para que regresen o les ataré un cordón desde ahora. Qué horror, yo no quiero perder mis manos, sin embargo, un día lo verás y pensaré en este momento en que me lo advierto (y también a ti), porque mis manos, sabes, se irán. Nunca se han ido, nunca me han faltado y hasta ahora pienso en lo horrible que será mi vida después, quizá otras manos que vuelen despistadas se posen en mi brazo y las atrape, pero ¿cuándo has visto eso?, esas cosas no pasan. Pienso que uno no debería de acostumbrarse tanto a sus manos. Uno debe dejarlas ir si eso es lo que quieren —yo no sé, son mías—, por más que se alejen de mi cuerpo o regresen para rascarme la nariz o tallarme los ojos, son una parte mía que está atada a mi tronco a través de mis brazos, como un globo y su listón. En este punto me sorprendo de lo poco que se preocupa la gente por esto (pase seguido o no), debería tratarlo en un grupo con demás gente temerosa de perder sus manos o cuando menos alguna extremidad suya. Como dije, un día se irán. Pero quizá para ese entonces ya no me importe y más que abandono sea una ruptura de común acuerdo donde mis manos aleteen para allá en algún lugar y yo corra (si hay pies para ese entonces) para otro.

Nimbos Una gran lágrima, una lágrima enorme, una lágrima redonda, una gota de recuerdos, un cúmulo de cosas que no se pueden cambiar, atrapadas en un ahora y un antes. Una gran lágrima que atrae más lágrimas. Una marcha de gotas tristes, un sepelio húmedo, una tarde lluviosa frente a la ventana. Una gran lágrima que tira de mi cuello, de mi nariz, se esparce por mi rostro. A veces no sé si está lloviendo sobre mí o sólo mis recuerdos se hacen líquidos. Hay gotas delgadas y veloces que serpentean, gotas que se sostienen con todas sus fuerzas, gotas pesadas como la sal, plañideras, gotas obesas, gotas que se convierten en mis ojos, gotas con un rostro parecido al mío, gotas que caminan y suben a los transportes, gotas que aman a otras gotas y se casan, tienen hijos gotas que aprenden a gotear desde pequeñas. Gotas que usan corbatas y trajes, se saludan, se bañan y lloran.

Fotografía: Lucía López Canales

Marco Villavicencio. “A veces escribo poemas o mini ficciones, a veces las dos y a veces ninguna. No acabé Letras porque no pude acabar de leer La Araucana y estudié diseño integral”. Villavicencio obtuvo tercer lugar de poesía en el concurso Décima Muerte de la UNAM y sus cuentos han sido publicados en las revistas El puro cuento y Migala, además de que ha realizado comics. Actualmente participa en un medio independiente que se llama El pequeño gran.


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15.04.2015 Fotografía: Lucía López Canales

El extraño caso de Jean Carlo Durán y el doctor Enzo Encino Por Samuel Enciso

Primera parte

—¡El siguiente! De aquella habitación lúgubre como una tumba surgió la voz pastosa de la asistente al tiempo que un hombre, con ropa desgarrada, expresión doliente y facha de vagabundo, salía. Quizás, pensó Jean, sólo quizás, ese hombre que acababa de salir tenía un brillo en los ojos que hasta antes de haber entrado no tenía. Como si la sola experiencia de entrar a esa habitación fuese reconfortante, casi vivificante. El muchacho se encontró mirando su entornó, pero no encontró nada. En realidad todo parecía muy difuso, casi intangible, pero lo atribuyó al hecho del que había sido víctima poco antes, aunque no podía recordarlo. Acudían a su mente, de vez en vez, imágenes que parecían lejanas, remotamente lejanas. Lo que pudo percibir no tenía nada que ver con su propio estado anímico; reinaba en el lugar una especie de sentimientos encontrados, ya era en un momento felicidad desmedida y en el otro una añoranza impotente. Melancolía fue la palabra que se le ocurrió. Había una banca alargada en lo que era una habitación rectangular. Sobraba demasiado espacio como para distribuir mejor los muebles. Pero extrañamente en el rincón contrario a donde estaba, había un escritorio blanco, como las paredes, en donde había algunas hojas y una lámpara de mesa que lucía deslumbrante, como apartada de todo lo demás. Era la sala de espera de un consultorio cuya única luz, a través del cristal opaco, daba la impresión de encierro o quizás... —El siguiente –repitió la voz un tanto cansada. Delante de Jean había al menos cinco personas más. El que estaba al frente de la banca tenía expresión vaga y aturdida. No parecía ser capaz de ese acto que a muchos se les da de manera natural, pero presumen de ser los únicos. La concentración se le escapaba. Iba vestido con traje, pero éste estaba manchado de alguna sustancia de indistinguible color, ya seca, endurecida, incluso parecía... No, no podía ser.

Al fin del consultorio salió la asistente, era bonita, pero lucía desesperada; fue con el hombre para pincharle el hombro y hacerlo reaccionar. Tuvo que levantarlo, dirigirlo como si estuviera ciego; apenas podía caminar, cojeaba aparatosamente, pero logró hacer que entrara. Desde dentro surgió la voz ronca de un hombre del que Jean no pudo imaginar su aspecto. La asistente no miró a los demás, se limitó a caminar hacia su escritorio y allí se concentró en lo que había. Rebuscó algunos papeles y se perdió en su quehacer. Jean tuvo la idea de hablarle, pero no se le ocurrió nada bueno y desistió. No lo había notado hasta ese momento, pero le pareció que ella, que en ese momento se arreglaba la bonita cofia rosada de enfermera, tenía un brillo especial, justo como el escritorio tras el que se encontraba, un brillo casi sobrenatural, como si todo, con esas dos excepciones estuviese en un lugar apartado, y aquello que brillaba era real. ¿O era al revés? El pensamiento lo preocupó y por ello lo alejó rápidamente de su cabeza, la cual vagó hacia otros rumbos, recordando que no recordaba. De pronto se dio cuenta de que no sabía cómo había llegado hasta allí. ¿Por qué estaba ahí? Eso fue demasiado. Se levantó inquieto de su lugar y se dirigió al escritorio. Se puso nervioso. Nunca había sido bueno con las mujeres. Pero el impulso era demasiado fuerte. —Disculpa –dijo Jean–. ¿Puedo preguntarte algo? La asistente asintió sin dejar de mirar sus papeles. Jean se sintió un tanto incómodo, pero a la vez tranquilo pues no tuvo que sostenerle la mirada. —Este lugar... –logró parlotear–, ¿es una especie de...? Su pregunta se vio interrumpida.

—Lapsus –dijo ella aparentemente sin sentido, pero no desvió la mirada. —¿Perdón? Martha –así decía el gafete que llevaba atorado en su blusa con un seguro– hizo un movimiento con la mano para restarle importancia a lo que había dicho. Luego tomó su pluma y la puso distraídamente en su boca para después, como recordando, señalarle al muchacho la puerta del consultorio donde había un letrero que hasta ese momento él no había notado. No podía leerlo desde ahí, Jean se acercó despacio, desconfiado, como lo haría el hombre que se encuentra súbitamente con el camino que debe seguir para llegar a su destino. Mientras se iba acercando oía susurros del otro lado de la puerta. Una voz apagada y triste, la otra bastante digna y sabihonda. El paciente y el doctor, pensó Jean, y luego vio el letrero. DR. ENZO ENCINO CASOS ESPECIALES Eso, por supuesto, no aclaraba lo más mínimo y casi se sintió enfadado con Martha la asistente, hasta que vio que al lado, en las ventanas opacas, había varios diplomas con la foto de un hombre con expresión relajada y madura que miraba a la cámara con absoluta confianza. Tal escuela entrega el siguiente DIPLOMA (con letras suntuosas y debidamente garigoleadas), al Dr. Enzo Encino por su formidable desempeño en el programa de PARADIGMAS UNIVERSALES. Firmado por el director y secretario de dicha escuela. Había otro similar, éste por su desarrollo excepcional del concepto de EXISTENCIAS DIVERSAS. Otro por su destacable participación en PSICOLOGÍA EXPERIMENTAL. Jean, que no entendió nada de eso, se sintió enfadado una vez más, ya no porque ella no le explicara más a fondo el tipo de lugar en el que estaba, sino porque aquello apelaba a su inteligencia. Si la tal Martha creía que mostrarle los diplomas serviría para mantenerlo tranquilo, estaba muy equivocada. Ya se estaba preparando Jean Carlo para enfrentar a la dichosa asistente cuando de pronto la puerta se abrió. De inmediato ella se levantó de su escritorio y entró en el consultorio. Jean escuchó una conversación seria pero no logró distinguir palabra alguna. La asistente se asomó, sin mirar nada en específico.


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15.04.2015 —¡El siguiente! –gritó al tiempo que del consultorio salía el hombre que había entrado un poco antes, con cara complacida, casi feliz. En ese momento, el siguiente de la banca se levantó. Era un hombre gordo y bajo, su cara tenía un rictus espantoso de susto, una mueca que denotaba dolor y sufrimiento, llevaba el brazo derecho en un ángulo extraño por detrás de su cabeza. “Parece que se va a rascar la espalda”, pensó Jean sin darle mucha importancia, y se fue a sentar a su lugar, olvidando por completo que hacía. Se quedó dormido sin querer pensar en nada, se había puesto un poco nervioso y hasta se estaba comenzando a asustar sin llegar a entender por qué. La voz de la compañera que tenía delante de él lo despertó dulcemente. —Si quiere le puedo ceder mi lugar –le dijo. Tenía la voz afectada, como si hubiese gritado hasta quedarse afónica la noche anterior, y él notó que ella tenía extrañas marcas alrededor del cuello. —Tengo miedo de entrar allí –volvió a decir ella con esa voz rasposa, casi molesta. —No quiero irme. Ante aquella contradicción Jean no supo qué decir. Decidió darle la espalda, sin recordar las peroratas de su madre en cuanto a la caballerosidad; pero su compañera no lo tomó tan mal y se recargó en la pared, desilusionada pero resignada, como pensando que en su lugar ella hubiese hecho lo mismo. Y es que, ¿quién querría en su sano juicio entrar a ver al doctor Enzo? Ella no, por cierto, Fotografía: Lucía López Canales

inevitablemente lo vería pues estaba en la fila que dirigía hacia él y una vez allí no había marcha atrás. Inevitablemente lo vería, pero definitivamente no quería. El doctor Enzo era muy bueno en su especialidad. Pero eso era precisamente lo terrible de la situación. Bastante bueno el doctor Enzo... ¡Al diablo con los doctores!, pensó Jean en otro de sus impulsos arrebatados, y se levantó para huir. No sabía lo que le esperaba en caso de ver al doctor, ni siquiera sabía por qué demonios trataba de huir pero le parecía absolutamente necesario. Y lo intentó. ¡Oh, vaya que lo intentó! Pero la oscuridad detrás del cuarto blanco lo amedrentó. La salida del lugar en el que estaban daba a un pasillo que parecía no tener fin. Al menos así lo creyó Jean que después de que su impulso cedió ante el miedo atroz a lo desconocido y volvió a sentarse con angustia en el rostro. Era un pasillo largo y mal iluminado, nada propio de una clínica. El paciente que acababa de irse por allí ya no se veía. —¿Qué hay allá? –preguntó Jean sin darse cuenta que había hablado en voz alta. Por supuesto nadie le contestó porque su voz no había sido lo suficientemente alta como para ser audible. Luego ya no se atrevió a hablar más. La puerta se volvió a abrir. —El siguiente –chilló la asistente Martha con tal fuerza que su cofia se desacomodó. Hubo estremecimiento en la banca, Jean sintió que el espacio, hasta antes ocupado por la joven de voz afectada, se quedaba vacío. Su compañera se había movido hacia adelante ocupando el lugar que la persona delante de ella había dejado libre al levantarse para entrar donde el doctor. Era una mujer robusta que usaba muletas y no tenía una pierna. Ya no le pareció tan extraño a Jean que la mujer llevase vestido de noche. Aquello se estaba tornando sospechosamente inquietante. El hombre del rictus ya no sostenía esa cara espantosa, sonreía, su brazo estaba donde debía estar y se fue caminando hacia el pasillo oscuro. —Tenga cuidado –dijo Jean levantando la vista al verlo pasar frente a él–. En ese pasillo no hay lu... —¡Por todos los infiernos! Era tan horrendo lo que veía, tan horripilante que su mente lo negó. Jean apartó la mirada y se quedó contemplando la lám-

para de mesa del escritorio de Martha. Se dejó llevar, sintió que un estremecimiento subía por su espalda a manera de escalofrío pero se negó a que lo invadiera, se negó a sentir miedo. Bloqueó sus pensamientos y sólo miró la luz, sin pensar en nada más. No quiso recorrerse un lugar, no quiso acercarse a la joven de la voz extraña. Se quedó donde estaba, e incluso un momento después se alejó de ella quedando en el filo opuesto de la banca. El hombre que acababa de salir ya se había perdido en la oscuridad, en el pasillo donde no había... luz, la luz del escritorio brillaba tanto que era reconfortante, casi como observar el brillo difuso de una visión angelical. De pronto se escuchó un alarido proveniente del despacho del doctor. La mujer de las muletas gritaba histéricamente, pero no como gritaría alguien asustado, sino alguien ofendido. “¡NO!”, gritaba la mujer desgarrándose la garganta, “¡No lo acepto! ¡Usted está loco!” Y en ese momento la puerta se abrió con estruendo. La acompañante de voz rasposa de Jean dio un respingo en su lugar y miró con desconfianza el interior del consultorio que aún con su luz lucía un tanto escalofriante, casi como… sí, casi como una tumba. Jean sintió gélidas estalactitas que subían por su espina hasta la base de la nuca y entonces vio cómo caminaba grotescamente la mujer de las muletas, sólo que habían un gran detalle, ya no llevaba las muletas, una se le había caído al momento de arrojar la otra al lugar donde había estado el doctor y saltó frente a los dos pacientes restantes, saltó ridículamente frente a ellos. —No la deje ir, señorita Solís, no la deje ir... su tratamiento no ha terminado –gritó el doctor desde dentro, al parecer seguía muy tranquilo, pero Jean (que era experto en voces), logró notar frustración en su voz. En ese momento la atareada asistente levantó su mirada sólo para ver como la mujer sin pierna caía estrepitosamente justo sobre el regazo del descuidado Jean, y lo que él vio en ese instante acabó con la poca cordura que aún lo mantenía tranquilo. Samuel Enciso (Estado de México). Estudió periodismo en la UNAM y ha colaborado en Cinemaspro, una página web dedicada al séptimo arte, y la página web de la revista Vértigo. Es amante del rock, la literatura y el cine de fantasía y ciencia ficción. En sus escritos hay algo de oscuro y algo de esperanzador, como la vida misma.


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Entre sueños y mariposas amarillas: encuentros y tropiezos con Gabriel García Márquez

Por Monserrat Méndez Pérez

N

o fue el mejor escenario para conocernos. Mi encuentro con Gabriel García Márquez se dio entre sonrisas y sollozos. Se trató de una visita más bien fugaz que no duró más de 30 minutos, luego de esperar dos horas bajo el cruel sol de la primavera. Todavía pienso que no fue el tiempo necesario, tampoco el lugar, ni los modos para presentarnos.

El calor asfixiaba en cualquier parte. Ningún árbol me tendió su sombra amable, ni siquiera por un rato. No era la impaciencia lo que ardía, sino la resignación. ¿Cuántas veces había postergado mi visita al colombiano a su casa? En definitiva esta era mi última oportunidad y soportar la fatiga y la sed era una cuota mínima. Comencé a leerlo en primero de secundaria. El amor en los tiempos del cólera, fue el libro elegido por el profesor para una

serie de pruebas bimestrales. Fueron pruebas insípidas, con preguntas torpes, poco literarias y endebles, como suelen ser los exámenes y los maestros y las secundarias. Lo olvidé todo. Incluso el libro en alguna banca de la escuela. De camino a la cita recordé el motivo para ir a conocerlo. García Márquez ayudó a que tomara la decisión más importante durante mi camino hacia la adolescencia. La inesperada muerte de mi madre me obligó a mí, la menor de seis hermanos, a enfrentarme a un mundo desconocido: el de los adultos. El ambiente melancólico que imperaba en casa, mi descuidado paso por la secundaria y el repentino y obligatorio trato con mis hermanos sólo era tolerable si me olvidaba de mi infancia y emprendía la difícil tarea de “ser un adulto”. En esos días noté que mi hermano leía el mismo libro cada mañana, antes de irse a trabajar. El libro era Cien años de soledad. El título despertó mi curiosidad y su autor me recordó la lectura inconclusa de El amor en los tiempos del Cólera. Así, pasada la medianoche, lo hurtaba de su habitación y le daba una difícil lectura recostada, entre el hueco de la mesa y la alacena, siempre bajo la luz de una vela pequeña colocada dentro de un vaso de vidrio, como las que iluminan las iglesias. Lo hacía así más por la

seducción del escenario que por perturbar el sueño de la casa con un foco prendido. Desde las primeras páginas quedé prendada de la desaforada imaginación y el espíritu obstinado de José Arcadio Buendía. Me hizo reír y soñar. El colombiano me explotó en los ojos dos años después, a los 15, cuando comprendí, luego de leer El Coronel no tiene quien le escriba, que quería seguir admirando la maravilla de las cosas pequeñas, con la misma emoción que lo hacía a los 13. No quería ser un adulto y no iba a gastar más tiempo intentando encajar en un papel donde no quería estar. Sus cuentos, sus novelas, se convirtieron en una respuesta, en un refugio. Por eso, aquella tarde, me importaba poco el sol asfixiante. Quería conocerlo, quería agradecerle; por desgracia, no estaba sola. Al llegar lo encontré rodeado en todo momento por una turba de lectores y admiradores que, como yo, llegaron a la cita y no lo dejaron en paz ni un sólo segundo. No, no fue el mejor modo de conocerlo. Fue el peor de los escenarios posibles. * * * Intenté visitarlo en muchas ocasiones. El anuncio de su enfermedad fue mi punto de partida para investigar dónde vivía


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15.04.2015 Fotografía: Lucía López Canales

y, diablos, no fue difícil. Quedaba cerca de la redacción, donde trabajaba en aquel entonces. Cada mañana, desde el mes de abril, tomaba un baño, daba forma a mi cabellera rizada y castaña, y posaba ante el espejo mis mejores atuendos hasta encontrar el perfecto; le daba color a ese rostro que se reflejaba pálido en el espejo gracias a los meses de insomnio o a la luz mortecina de mi cuarto. Poco a poco me convertía en la mujer más bonita para atravesar la ciudad de norte a sur, con la ilusión de visitar a Gabriel García Márquez. Era una manera de paliar la tristeza que me ocasionaba pensar en su inminente muerte. Mi amor por él, aunque sincera, siempre fue lejano. Jamás sentí la necesidad de una entrevista de rutina con preguntas y respuestas programadas pero me encantaba la posibilidad de sostener una plática como si fuera su nieta. Pero llegada la hora de la comida, yo me transformaba en la mujer más fea y desarreglada. Mi palidez absorbía el maquillaje, mi ropa se arrugaba, apestaba a oficina de redacción (ese tufo inconfundible, una mezcla entre cloro con el que limpian la cocina comunal, periódicos apilados, personas que entran y salen, tabaco y cafés recalentados una y otra vez). Ante tal infortunio, intentaba convencerme: “mañana voy, no quiero que me vea así”. Así fue todos los días. * * * En ese mismo mes de abril lo soñé. Caminaba yo sobre la calle Independencia con la mirada saltarina de un edificio a otro, evitaba chochar con los transeúntes que hasta en sueños suelen atropellarse entre sí. Me acercaba al café de siempre donde acostumbro pedir un turco y sentarme a leer. Entonces lo vi. Por un ventanal, sentado en mi lugar favorito, con ese saco de cuadros conformados por líneas café, marrón y beige que cubrían un cuerpo robusto. La cabeza cubierta por delgados cabellos grises y unos lentes de pasta que resguardaban esos ojos de niño espectador y malicioso, como a punto de cometer una travesura o contar un chiste de aquellos que abundan en sus libros. Uno de esos chistes que despiertan carcajadas extrañas, a medio camino entre el asombro y el desparpajo. Gabriel García Márquez levantó la vista al compás de mis pasos. Primero fue una sonrisa de aquellas que brotan cuando en-

cuentras a alguien que estimas demasiado. Los ojos, bajo esas cejas imponentes, se le hicieron más pequeños al tiempo que sus labios y su bigote se desplazaron hacia los extremos dejando ver un poco de su dentadura. Su brazo se levantó entonces estirando su saco y su mano arrugada comenzó a moverse como un péndulo. En respuesta, sin detener mis pasos, saludé con esa maldita timidez que me caracteriza aún ante la felicidad de un buen encuentro. Mi rostro sorprendido, después feliz, muy feliz. Mis pasos no se atrevieron a posarse junto a él pero mi mano acompañó el vaivén de la suya en un movimiento disparejo, como en un baile mal ensayado. Así permanecí, girando lentamente la cabeza hasta que se me acabó la acera y volvieron los autos, y el estruendo, y la prisa de los peatones, y él desapareció de mi vista. Cómo iba yo a saber que aquello, más que un saludo, era una despedida. Nos vimos en el sueño como nos conocimos en la vida real, sin decirnos palabra alguna. * * * Hay una escena inevitable en Cien años de soledad que contextualiza el final de mi cita con García Márquez. Poco después de que el carpintero tomara las medidas para el ataúd de José Arcadio Buendía, los familiares y amigos del difunto vieron a través de la ventana una llovizna de minúsculas flores amarillas. “Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie”. Así fue como, al fin, lo conocí. Bellas Artes, aquel 21 de abril por la tarde, tapiza-

da de flores amarillas, rodeada de humanos vestidos por completo de negro o blanco. Todos luchábamos a nuestra manera contra el sopor que imperaba porque nos queríamos despedir de él, de Gabriel García Márquez, del escritor que usaba su sonrisa como estandarte. Algunos lo hicieron al son de vallenato, cantos, bailes circulares que se volvían amorfos por el reducido espacio que dejaban las filas de personas o los autos. Otros más se desahogaron con llanto. Yo logré pactar una tregua con mi memoria y el corazón y así logré permanecer tranquila el resto de la espera. Sólo un toque perverso de melancolía se mantuvo en mi rostro al desfilar por la urna que contenía sus restos, los cuales aún en formato de ceniza eran queridos por todos. Presiento que García Márquez se murió redactando su muerte, luego de observar las decenas de rosas amarillas que eran depositadas en la puerta de su casa como si se tratara de un típico ritual de luto o de vida, como ocurría cada 6 de marzo en su cumpleaños; un tributo que los humanos dejaron como si fueran personajes escritos por él. Anocheció. Unas nubes negras anunciaban lluvia pero, respetuosas, decidieron dispersarse. Una ligera amargura se apoderó de mi corazón y opté por abandonar con discreción la sala. Me aquejaba no haber concluido la visita. Desde ese momento el Palacio de Bellas Artes me parece más colosal, sólo por aquel día y por las miles de mariposas amarillas que volaron conmigo para despedirse de él. Si de algo me arrepiento, es de haber tardado tanto en olvidar mi timidez; espero que el colombiano disculpe mi poca cortesía, los malos modos, el mal momento en que por fin me atreví a visitarlo.


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Letras, mapas, voces y cuerpos Por Edwing Roldán Ortiz A la comunidad poética de la REDNELL, los gerentes de bares que han hecho posible el eSlam Nacional, colectivos de poesía, literatos, críticos, lingüistas que ya no conocí. Mérida, Tijuana, Aguascalientes, Puebla, Monterrey, D.F., Tomemos tres minutos con cronómetro Para el siguiente acto. Empiecen a contar. Hagamos un ciclo de palabras Hagamos un mapa sin fronteras Hagamos un hogar a donde quiera que vayamos Pero antes hagamos una pausa Frenemos el diarréico transcurso De donde hemos llegado Miremos a dónde hemos de llegar Con nuestras voces Pero sobre todo cómo lo habremos de lograr. Juguemos fuera del tiempo Y juegue con nosotros el molino de tiempo

Fotografía: Monserrat Méndez

Molino de apoderamiento Molino de compartimiento Molino de amariconamiento Molino de lesbianamento Molino de apobrezamiento ¿En qué ciclo de palabras queremos repetirnos ser escuchados y escuchar? Jamás antes hemos parado Jamás antes hemos dejado Jamás antes hemos oído Que un conjunto de voces Decida qué letras En qué tonos Con qué gestos Nos hemos de representar. Y como regresaremos a ensanchar este mapa sin fronteras A coincidir en este ciclo de palabras A hacer de este auditorio nuestro nuevo hogar Digamos ahora cómo y por qué así Queremos ser dichos, ser recordados y hablar.


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Analíticas A Milton y Chícharo Analiza Analiza tus palabras con cuidado Dales soltura y lengua floja Hazlas llegar a donde quieran Si quieren lubricar Lo analizado. Mira en la ciudad levantarse Un faro taciturno Como tus ganas de meterte Al fondo de alguien Y empujar hasta quedar vacío y oscuro Analízalo Porque no te dieron lengua Que te alumbre El camino que tú solo te has forjado A tumbos y en delirio Dejando a oscuras República de Cuba Insurgentes y Florencia Analízalo Entre el trago El charco y la garnacha Durante el taconeo constante Y carcajada Cual muchacha ebria Sin lugar para entregarse Como quiera que su cuerpo quiera

Analízalo, compita. Nos ponemos borrachos como si fuera la única forma de entregar el cuerpo porque hay hambre y soledad. En todos esos casos lo único que me queda por decir es: Marica, presta tu culo A quien tu recto deshacer tu quieras Sólo ándate con cuidado Del sida, las sectas y el enema. Porque el que no trans no avanz Ni entiende otras cosas del amors como una cumbia borracha Y una salsa picosa entre varons Sin necesidad de tronar la cama Ni abandonarse después al dolors. Repito marica, repito, Cuídate de las sectas, Porque no es cierto Que gallo que pica gallo No vuelve a pisar gallina Ni que tenga que hacerse el macho Aunque le espoleen las costillas Ni que haiga de llamarse loca Como si al sentirse mujercita Tuviera todo el derecho O la miseria en la frente escrita.


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El Vertedero azul

El antiguo temor a la oscuridad: La conciencia de una noche que existe por delante Por Paul Martínez “No arrojéis al hombre demasiado temprano de la cabaña donde ha transcurrido su infancia” Holderlin.

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there’s just no room in this modern world for a man listening to swans at home.

lgún día escuché, o leí, no lo recuerdo ahora, que el miedo es un residuo antropológico, la resaca de esa noche oscura de los primeros hombres. La resonancia de una alarma inútil que no desactivamos a tiempo y que sin que podamos impedirlo, suena una y otra vez a toda hora. Un ruido blanco, que avanza a nuestro paso, recordándonos algo cuyo sentido hemos olvidado.

¿A qué responde dicho mecanismo? Habría que volver al origen, a ese probable comienzo en el que a través de la experiencia los primeros hombres se dieron cuenta de que era necesario salir corriendo antes de enfrentar al tigre. Los primeros cientos de años de la humanidad, donde acaso se encontró por primera vez con la posibilidad de la aniquilación y entonces, hubo menester de activar algún mecanismo de supervivencia. La primera alarma contra el futuro, contra la conciencia de lo frágil. En su novela Mantra (2002), Rodrigo Fresán nos descubre cómo cuando niños no tememos a nada, sencillamente porque sabemos todo lo necesario, conocemos

nuestras fuerzas y nuestras limitaciones, no precisamos de la sospecha porque distinguimos claramente al enemigo del amigo. El niño crece, la especie evoluciona, y con el avance y desarrollo, las certezas se deshacen en el aire y aparece la sospecha. Desconocemos el futuro precisamente porque sabemos de su “existencia”, o mejor dicho, sospechamos la existencia de un futuro. La infancia, más allá de su cualidad de tiempo sin horario, de la capacidad inventiva y todo lo que a esta edad se le puede atribuir, es un terreno dorado, sencillamente porque es un lugar de existencia. Durante la misma no existe otra cosa que el niño,

lo infantil es una totalidad que no admite incertidumbres. Valga pues detenernos aquí nuevamente, intentando recuperar al menos en el imaginario, esa historia transcurrida, esos primeros cientos de años en los que sólo se existía sin consciencia histórica, tiempo sin pasado y sin futuro, sólo presente. En la humanidad niña, nueva y completamente inmersa en ese nunca jamás de su eterno presente, atenta apenas a su mera subsistencia. Recojamos como al descuido esa hermosa escena de la Odisea 2001 de Kubrick, en la cual se puede observar cómo un grupo de primates descubre el modo de, ayudados por la herramienta, eliminar


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a sus semejantes, donde los primates (eternos infantes) deciden salir de su existencia para instalarse, quizás para siempre, en la supervivencia. Inútil sería la lamentación, la añoranza de un tiempo perdido; más allá de una recuperación poética, el tiempo corre sin descanso, o nosotros corremos el tiempo. Sea cual sea el orden de los factores, poco parece alterar el producto. Al final del día, los temores se multiplican conforme alcanzamos la edad adulta, la madurez de lo humano es, en buena medida, una colección de temores inútiles que catalogamos uno tras otro, en listas parecidas al poema de Raymond Carver, intitulado Fear. ¿Qué mecanismo se altera cuando descubres que puedes aniquilar al símil? Borges en alguno de sus tantos pasajes lúcidos nos dice: Todo lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres, por la travesura del niño en el jardín se condena la raza, por la crucifixión de un hombre se salva la especie. El doble mecanismo del avance y sacrificio que nos otorga la cualidad de humanos. Hacer la pregunta equivale a inventar la respuesta, de tal modo, me encuentro con

un reciente estudio1, que da cuenta de cómo los Homo sapiens, esa especie que devino en el “humano moderno”, ocurrió en un contexto de competencia para sobrevivir, ante los Nendearthals, por coincidencias todavía oscuras, al parecer una alianza con los lobos, fuimos capaces de superar en la etapa evolutiva al Nendearthal y continuar envejeciendo, avanzando en el tiempo hacia el futuro. Probablemente debería haber otra entrada al futuro. Pero como especie utilizamos la puerta de lo frágil, entramos por la conciencia de la aniquilación. Al parecer desde su comienzo la historia de lo humano no ha sido otra cosa que un listado de “formas para aniquilar al otro”. No es casual que a medida que nos multiplicamos, nuestra capacidad aniquiladora se multiplica y de este modo nuestra conciencia de la fragilidad; somos más porque podemos desaparecer más rápido. Tomar conciencia nos mantiene a salvo, la alarma después de todo no es tan inútil como se sospechaba al principio. Sin em1 http://www.theguardian.com/science/2015/ mar/01/hunting-with-wolves-humans-conquered-the-world-neanderthal-evolution

bargo, es también esa conciencia la que nos retiene, nos abre a la fragilidad y nos arrebata, como pago, el tiempo de existencia plena. Sospechamos nuestra desaparición y procuramos mantenernos seguros, al procurar nuestra seguridad, perdemos la posibilidad de elección y existencia. La dialéctica del miedo se sostiene en la existencia, en ese pequeño espacio que pocas veces alcanzamos a habitar, entre la ida y vuelta desde la posibilidad de ser aniquilado hasta la posibilidad de aniquilar al otro. Atravesamos de cuando en cuando esos pequeños intersticios habitables, que nuevamente abandonamos ante la posibilidad de ser descubiertos y eliminados. Imagino aquí, al primate original, escabulléndose de una cueva a otra, moviéndose alrededor de un cuerpo acuático, para vivir y evadir al depredador. Evadirse en un momento dado, a sí mismo, a su símil y a sus propias habilidades para eliminar al otro. Manteniéndose así, a salvo. Tan necesario en el pasado, este método se ha vuelto insoportable hoy en día, crecemos buscando un lugar en dónde estar, un lugar en dónde pasar el resto de nuestra existencia, como si fuera posible


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Fotografía: Edgar González Galán

encontrarlo, como si acaso se pudiera vivir tranquilo en algún sitio, como si de hecho, se pudiera elegir. Hablo ahora desde ese pequeño espacio que a veces ocupo a plenitud, desde un yo que no deja de buscar un lugar habitable, un lugar seguro. Un espacio donde no se corra el riesgo de ser eliminado. Las posibilidades de “no vivir” son cada vez más naturales, son asimismo más comunes, son a menudo incluso necesarias, la humanidad madura y con su madurez se incrementa el número de miedos en el catálogo, se cierran poco a poco los espacios en donde estar tranquilo. Queda preguntarme; si acaso ese miedo a estar no es también una respuesta natural a la vocación nómada del primer hombre, un residuo antropológico del viaje, el instinto del trashumante que resurge para instarnos a no permanecer, a no perder la única vocación posible para el ser humano,

la de cambiar constantemente. ¿Acaso no es legítimo imaginar también, que la posibilidad de errar en el tiempo y el espacio, es asimismo una vocación humana? El miedo y el cambio se me han presentado como sustancias dialécticas, se teme y se cambia porque no se debe vivir en el temor, se teme y se vence el temor, se avanza, pero ¿hacia dónde se avanza? Siempre hacia lo desconocido, porque no hay otro sitio a dónde avanzar, lo que existe ha sido ocupado por esos otros a quienes dejamos de llamar extraños y en quienes descubrimos las mismas capacidades para erradicar al otro. Entre el miedo y la naturaleza evolutiva y cambiante, puede ser que sólo nos quede la idea de un tiempo a recuperar, una infancia a la cual volver como se vuelve a la casa materna, al espacio transitable en los corredores de una memoria de la existencia. La recuperación de los temores infantiles, pen-

Paúl Martínez Facio (Lagos de Moreno, 1982). Es egresado de la Lic. En Humanidades por la Universidad de Guadalajara, formo parte del Colectivo de Dos, en donde se ha dedicado a fomentar la lectura a través de eventos literarios. Ha colaborado en el proyecto Atentados Poéticos: Poesía por Ayotzinapa, el blog Pristina en el cual se han publicado algunos de sus textos y que se dedica a difundir nuevas voces poéticas, así como en la revista electrónica Es lo Cotidiano, donde también ha participado con poemas.

sando que quizás sean esos los invalidados por regla, los que probablemente contengan la clave para destrabar estas preguntas. ¿A qué tememos? ¿Por qué tememos? ¿Para qué nos sirve el miedo? Me sorprendo de pronto volviendo a temer a la oscuridad, a estar lejos de la madre, a perder la protección de la tribu. Temo también a la desaparición, a la muerte violenta, al fracaso, a tener un hijo y verlo morir, desaparecer o fracasar. ¿Cuáles de estos temores son o deben ser los que me guíen en mi devenir? ¿Es que acaso es posible, o siquiera deseable, deshacernos de ellos? Vuelvo y revuelvo a esa imagen generadora en la que la humanidad es un infante, carente de sentido del futuro, apenas capaz de figurar lo que el presente le pone delante, temeroso de la oscuridad cuando aparece, ignorante de la oscuridad que le espera en su futuro, en su edad adulta.

También ha participado en Los Idus de Marzo Revista Literaria, de la cual es miembro y fundador, y es parte del Comité Editorial y que recién presentamos nuestro sexto número en la Otra Fil de la ciudad de Guajalajara. Actualmente tiene un poemario en conjunto con otros tres escritores titulado Pieza de paso y ya se encuentra en dictamen para ser publicado por la Universidad de Guadalajara, a cargo del Taller de Escritura Creativa en el CU Lagos de la Universidad de Guadalajara. Ha presentado ponencias en varios congresos, y en los Encuentros de Estudiantes organizados por la REDNELL.


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La vida a cuadros,

reflexiones desde el ajedrez (Segunda parte) Por Luis Flores Romero El ajedrecista y el lector El silencio del ajedrecista no es el silencio unívoco del atleta, o el silencio empedrado del transeúnte; no es el silencio obvio de los que se enamoran, o el monótono silencio del chofer del autobús. Se parece, más bien, al silencio de un lector. Ambos son múltiples, fascinantes, complicados. Ambos silencios transcurren con fluidez, como los carros que pasan por un puente. Ajedrecista y lector mantienen un pensamiento activo: se preguntan, se responden, avanzan, dudan, se pierden y se encuentran. El lector, sin embargo, no acecha como el ajedrecista; no controla una batalla, por lo tanto, no precisa de la tensión silenciosa que tienen los jugadores de ajedrez. Cuando los ajedrecistas se enfrentan, su silencio no crea un puente entre un cerebro y otro, sino que se construye de manera bimem-

bre: nace del tablero y se bifurca en dos adversarios pensativos. Un lector, en cambio, establece un puente recto que va de las páginas a su cabeza; hay un tránsito continuo: las palabras salen del libro y viajan a sus ojos. El espacio donde se desarrolla un torneo de ajedrez crea un ambiente semejante al de la biblioteca. Las personas, frente al tablero o frente al libro, alimentan un silencio con el que la sala se inunda. Es probable que, en este mismo momento, alguien se encuentre en una biblioteca y su gesto sea el mismo al de uno que, probablemente justo ahora, esté jugando ajedrez. Quizás este lector está leyendo Los 1001 años de la lengua española de Antonio Alatorre; quizás vaya por el segundo capítulo, donde el autor menciona una amplia cantidad de vocablos provenientes del árabe; quizás ahora se encuentre leyendo, de ese capítulo, las siguientes líneas: “con el

pensamiento matemático se relacionaba la palabra ajedrez (y sus alfiles, y sus jaques y mates): los árabes fueron quienes introdujeron este endiablado juego en Europa”. Por su parte, el hipotético ajedrecista tal vez mueva un alfil y diga: “jaque mate” mientras su contrincante lamenta haber perdido en este endiablado juego. Jaque y jaque mate son raras interjecciones que se han salido de los cuadros de ajedrez. No falta quien quiera poner en jaque al vecino que no deja dormir con su escándalo; tampoco es raro que en una discusión alguien deje callado al otro dándole jaque mate con un argumento difícil de refutar. Estas palabras tienen un peso mágico y sentencioso. Todo el silencio que se tensa en la partida es interrumpido por un “jaque”, y esa advertencia es como si el doble puente del ajedrez comenzara a sufrir una primera fractura. Algo no anda bien, el puente truena y, en algún momento, se escucha un “ja-


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que mate” que termina por quebrarlo. Las piezas se petrifican y los jugadores abandonan su silencio. Contrario al silencio ajedrecístico, el de los lectores no acaba en un jaque mate, el puente no se quiebra: se abandona o se termina de cruzar. Las conversaciones que vienen después del libro o del juego se diferencian por una palabra: hubiera. El hubiera es más común en el juego que en el libro. Lo leído así fue, y no pudo ser de otra forma, pues el autor es uno y el espectador es otro. En el ajedrez, los contendientes son autores y lectores al mismo tiempo. Cuando terminan de jugar aparece el hubiera; la historia pudo ser distinta. Entonces, todo ese silencio se resuelve en imaginar otras posibilidades en el ya terminado combate: “no hubieras movido la torre, hubieras hecho el intercambio, hubieras cubierto el caballo…”. En el lector el hubiera, si es que hay, es un acto más de un idealista que de un arrepentido. Un libro se acepta o no se acepta, pero no habrán de cambiar los párrafos. No se lamenta un mal episodio como se lamenta haberle regalado un caballo al otro jugador. Ajedrez, asesinos y detectives Jake Pepper y Robert Hawley Quinn se reúnen para jugar ajedrez. Jake es un detective que busca al culpable de varios asesinatos; Quinn es el posible asesino. Se trata de una breve novela de Truman Capote, traducida al español como Ataúdes tallados a mano. ¿Por qué un detective y un sospechoso juegan ajedrez? ¿Por qué no otro juego? Las partidas entre ambos son el símbolo de una auténtica pelea. Cada uno

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pretende, a toda costa, dominar el tablero. La trama es similar a un intenso juego de ajedrez. Las negras luchan por protegerse y al mismo tiempo saben atacar; las blancas juegan en un espacio difuso, el detective no logra un buen desarrollo, su apertura no fue la mejor. Los episodios de la vida cotidiana pueden ser comparados con una gran variedad de juegos. Éstos sirven de fuente para recoger expresiones adaptables a nuestras vivencias. Es común escuchar frases como: “sacaré mi última carta” o “tengo un as bajo la manga”. Sin embargo, el ajedrez no embona tan fácilmente en el discurso cotidiano. La razón es sencilla: es un juego que exige mayor voluntad de aprendizaje, más constancia y una persistencia que tiende a ser obsesión. Acaso el esfuerzo mental es más grande que en otros juegos, de modo que resulta más difícil trasladar conceptos del ajedrez a la vida cotidiana. A pesar de ello, existen momentos cuya planeación y ejecución requieren de una habilidad ajedrecística. Son situaciones cruciales, definitorias, delicadas, no comunes. Cuando los ajedrecistas se enfrentan a una grave complicación en su mundo real, la resuelven con ese mismo rigor con el que resuelven un mate en tres jugadas. La literatura recoge anécdotas que, por medio de un lenguaje excepcional, se tornan excepcionales. Jake está convencido de que el homicida es Quinn, pero no cuenta con los suficientes motivos para acusarlo. Ellos son dos veces contrincantes, el ajedrez va más allá de las casillas y las piezas: es un juego que se percibe en cada uno de sus actos, decisiones y emboscadas. El individuo siniestro planea un asesinato como quien Anna Gasik, campeona mundial de ajedrez 2008, Gaziantep, Turkía.

planea la captura de una pieza. Se vale de celadas, sacrificios, paciencia e ingenio; tal vez confíe que su nivel es mejor que el de su adversario. Aunque las jugadas no permitieran alcanzar su objetivo, habrá de intentarlo una y otra vez. En alguna parte de la novela, el detective Jake Pepper conversa con otro personaje quien se muestra atónito ante un homicidio. Al parecer, Quinn elaboró un plan que fue pura matemática. “Con tantos preparativos, podía salir mal”, concluye ese personaje. A lo que Jake responde: “¿Y qué? ¿Qué importancia tiene el fracaso? Lo habría intentado de nuevo. E insistido hasta conseguirlo”. Robert Hawley Quinn es un jugador que pone gran cuidado en no mostrar sus astucias; sabe que el buen ajedrecista perfecciona su arte por medio de la insistencia, pues la insistencia es otra forma de la disciplina, por lo menos en el ajedrez. Jake también posee una inteligencia ajedrecística. Imagina la captura del asesino como quien imagine un posible jaque mate. Este objetivo lo desespera, no puede con él. Su estrategia, si es que la tiene, es débil. Quiere comprobar que Quinn es el asesino, pero ni siquiera consigue ponerlo en jaque. No puede ganar posición en la historia, su investigación es pobre. Así como hay casos donde hace falta un caballo para lograr el triunfo, al detective le faltan pruebas para culpar a su enemigo. Quizá se enfrenta a un ajedrecista superior. Es claro que las partidas entre Quinn y Jake son apenas un símbolo del conflicto de la novela. Truman Capote, para construir esta historia, situó a dos adversos en un mismo punto a fin de que interactuaran; pero, ¿cómo hacerlos convivir si son contrarios? El ajedrez fue la respuesta, y no sólo eso: el planteamiento de la narración se refuerza cuando los personajes contienden también en un tablero. Hay historias que se parecen a una partida de ajedrez. Hay partidas que parecieran una historia. El aficionado ajedrecista, que guste de reproducir y analizar grandes jugadas, seguramente encontrará un placer semejante al acercarse a esta novela. El ajedrecista y el escritor La paciencia del escritor es semejante a la del ajedrecista. Ambos se rigen por una doble fuerza: la que ellos suponen controlar


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15.04.2015 Marcel Duchamp jugando ajedrez.

y la que influye en ellos. El ajedrecista actúa según los movimientos del contrincante; el progreso de la partida no sólo depende de él. Así le ocurre al escritor ante una página en blanco: el desarrollo del texto no se limita a la libertad de elección de recursos, sino a los mecanismos que el propio texto produce mientras se escribe. Las veintisiete letras del alfabeto y las treinta y dos piezas del ajedrez son capaces de producir un número vastísimo de combinaciones. Jorge Luis Borges, en su cuento “La Biblioteca de Babel”, elabora una alegoría del universo “que otros llaman la Biblioteca”. Ésta se compone de galerías hexagonales, cuatro de los muros de cada galería contienen cinco largos anaqueles: cada anaquel, treinta y dos libros; “cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones, cada renglón, de unas ochenta letras de color negro”. El número de símbolos ortográficos es veinticinco: veintidós letras, la coma, el punto y el espacio. Todas las combinaciones de estos veinticinco signos se localizan en alguno de esos anaqueles. La cantidad de libros es indefinida, pero no inagotable. Cualquier idea que

se pueda transmitir por medio del lenguaje (y, por lo tanto, mediante la escritura), la reproduce esa gran Biblioteca. Todo lo dicho, lo no dicho, lo escrito y lo que aún está por escribirse lo guarda algún hexágono del universo. Lo mismo ocurre en el ajedrez: es indefinido el número de partidas, pero todas pueden ser realizables, de alguna manera ya existen. Ambas cantidades, la de partidas y la de libros, son matemáticamente calculables (sin duda, en algún volumen de la inmensa Biblioteca está la cantidad exacta). Sin embargo, para nosotros no debería tener importancia conocer la cifra, pues la humanidad completa no podría jugar el número de variaciones del ajedrez ni terminar todos los libros. Para nosotros esta suma es infinita porque no habremos de agotarla. No puede ser de otro modo, el universo borgiano es tan preciso como un tablero de ajedrez. Una geometría conformada por sesenta y cuatro casillas y otra por hexágonos son la base para una cuantiosa suma de posibilidades combinatorias. El bibliotecario del universo descubre los libros como los ajedrecistas las jugadas. Los más

lamentables errores o una partida magistral no son más que posibilidades realizadas en un momento dado. Los libros inentendibles o prodigiosos también son posibilidades existentes en la Biblioteca. Borges, en una conferencia, declaró: Cuando yo percibo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Parto de un concepto general; sé más o menos el principio y el fin, y luego voy descubriendo las partes intermedias; pero no tengo la sensación de inventarlas, no tengo la sensación de que dependan de mi arbitrio; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas. El deber de los ajedrecistas es encontrar una partida más entre tantas otras. El jugador y su contrincante vislumbran poco a poco lo que sigue. Las piezas no contienden con su albedrío, sino con el designio de un ser que las controla; pero el jugador no inventa su juego, lo descubre. El autor argentino en sus dos memorables sonetos menciona lo anterior. El segundo de ellos termina así: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueños y agonías?”. Esta sentencia se extiende a la escritura: los personajes de una narración, por ejemplo, tampoco tienen libertad, son gobernados por la pluma del artista, quien, en el caso de Borges, no tiene la sensación de que dependa de su arbitrio lo que escribe. Escribir y jugar ajedrez son ejercicios que se emparentan en muchos aspectos. Decidir cuál es la siguiente pieza que vamos a mover en el tablero a veces es tan angustiante como elegir la siguiente oración que escribiremos en la página. Hay momentos en que deseamos abandonar el juego. El mismo Borges lo dice en un haikú: “Desde aquel día / no he movido las piezas / en el tablero”. Y no faltarán los jugadores que, vencidos por la impaciencia, dejen a la mitad de una batalla a sus personajes. Luis Flores Romero (Ciudad de México en 1987), Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado en algunas revistas impresas y electrónicas como La palabra y el hombre, Casa del tiempo y Punto de partida. Es autor del poemario Gris urbano, publicado en 2013 por la UACM. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas durante los períodos 2010–2011 y 2011–2012. Actualmente es locutor radiofónico y comparte poesía satírica y burlesca en la Fan page Lufloro Panadero


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Memoria de un personaje que no existe Por Ulises Casal

La pausa

Enfermo

Permite que hoy hablemos de esa cosa que se mueve en las manos. Ya sabes que la fuente de la vida es una simple eyaculación, no pierdas tu tiempo. Si supieras que vivo enamorado hasta de tu sombra, te cortarías las manos. El tiempo no se pierde, nos encuentra. Calla, un manco toca la puerta al corazón, jamás nadie abre no hay nadie dentro. ¿Recuerdas ayer? Por supuesto, ya sabía caminar y escupía la comida, me di cuenta que la soledad le basta a los imbéciles y que la gente se rodea de telarañas para colgarse a morir en lo alto. (El cuerpo tiembla para sus adentros, hay un escorpión en su memoria y una bala es lanzada al aire a morir perdida) No te pongas romántico, que si yo tuviera tu edad ya me habría suicidado por vivir más de lo debido. El dramático de siempre, nunca cambias, así no te suicidarás jamás. Ignóralos, que se traguen a parábolas hablemos de tus manos y el sentido de tu vida si tocan mi cuerpo. ¡Necesito café! Y yo alas para llegar a la Luna. (Una sombra lo abraza tan fuerte que lo deja inmóvil) (Suenan las campanas, dios le dice a su amo que escupa al sol) ¡Detengan el reloj, no dejemos que amanezca! A veces cuando respiro siento los colores, cierro los ojos para ver el mar pero sólo hay oscuridad. Ojalá me hubiera atrevido a verla a los ojos, igual no cambia nada, pero hubiera valido la pena. Y así como todos los recuerdos nos vamos, todos hacia el olvido. (Abrió la palma de su mano, se movía pero lo metió a su jaula).

La cerveza mantiene el color de la luz del sol, cada gota de lluvia el reflejo de un recuerdo, cada suspiro es un beso arrojado al viento con alas del destino de tu boca. Ruido de impaciente soledad, arropa mi silencio con prendas de melancolía. Afuera se destroza el mundo, se cicatriza el alma con nubes arreboladas en el cielo, afuera mendiga un fantasma que lleva mi bandera a lo más bajo de la angustia. ¡Que la tire a algún mar! Yo ya me he dejado ir con el humo del cigarro, bailando como culebra hacia el mundo de los ciegos, ya me convertí en un farsante que traza en la ventana el camino de las gotas, como mi propio sendero. Atrincherada en el cenicero, la colilla me cuenta sus secretos, almacena en su memoria muerta el sabor de mis labios, los muertos enterrados en los ojos, su sangre escurriendo por mis mejillas en lágrimas que caen maduras. Y en mi cielo de cartón se enfilan pedazos de agua entran en batalla, y se funden en la piel que me baña cuando salgo a la intemperie a gritar como un enfermo.


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En coma

¿Dónde estás?

(Algo se quema por dentro, huele a sentimiento, azufre y nada)

Aún no te encuentro ¿dónde estás? no te veo ni en las fotografías ni en mi piel, no alcanzo a verte la aureola, no te encuentro ni sobre las nubes ni sola, no estas ni en la sal, ni en el eco de algún suspiro, ni bajo el secreto de los ojos, no estás.

Confieso que no soy fuerte, que a veces me detesto, que tengo temores y sin embargo soy valiente, confieso que ahora soy carne quemada, que ahora soy un indulgente que mi cuerpo es un hospital, y que mis manos enferman de extrañar y que mis ojos son seres ahogados en sí mismos; en mi monstruosidad, y que mi boca muere de sed y que mi espalda sufre de caricias. Hay en terapia intensiva un alma desconsolada, un alma atropellada por mi cobardía, un alma desconsolada que nadie va a visitar. Mi cuerpo es una cárcel de agonía porque tal vez muera de dramático. Los resultados de los rayos X me dicen que me falta una Luna, que me falta su luz, que me falta gran parte de mí, que tal vez mañana aparezca y me dé un propósito que cure este cáncer con mi nombre. Necesito un trasplante de alma un alma que sienta y no lastime, con la temperatura media y sangre tipo hombre, un alma que no sea imbécil que mantenga cálido al corazón.

Aquella persona que me sonreía, ya no la veo, ni a la que me tatuaba de ternura la mirada, aquella del sueño elegante de algún próspero recuerdo, clavada en la piedra de la realidad, no la siento. Ya no aparece ni de día ni de noche, ni de encuentro ni casualidad. No aparece en el arco iris ni en la llovizna, esta no es mi lágrima porque no cae. Aprieta mi mano si tú me sientes, hazme la caricia tierna que acostumbras, dime que existes y que caminas por el mismo sendero que me trajo a extrañarte. Susúrrame un poema con el pensamiento, hazme saber que el fuego sigue siendo inmaterial, o que las palabras han madurado y se pueden comer dulces. Cuando me encuentres, clávame un alfiler y dime que sangro. ¿Dónde estás? Ya no te puedo oler ni hablar ni sentir. Dime dónde estás porque no te veo, donde puedo saber de ti y tus pasos cuando estoy bajo la tierra y pálido.

Se me está acabando el tiempo, ¿dónde está la cura? ¿qué voy a hacer sin mí? ¿dónde está el cadáver? Que me maten... que la muerte cerebral me acompañe como ángel de la guarda, sólo quiero hacer salir del coma a este corazón que siento que me estalla.

Ulises Casal (Estado de México, 1988), estudió periodismo en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, de la UNAM. Profesional en el periódico La Crónica de Hoy como coeditor y reportero de espectáculos con especialidad en cine y música, crítico de cine en su sección de

opinión La pluma y la lente en el mismo diario, cronista en la revista radiofónica Crónicas de Asfalto y apasionado y adicto de la poesía, el séptimo arte, los viajes, la noche, el amor, la comida y la cerveza, siempre inspiradora.


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Semilla Insólita Por Lydia Zárate

Vocación Cuando espero desahuciada desde los rieles de la noche, hurgando en la mudez del árbol, fatídica, rigurosamente asida a mi disfraz de nada, y percibo como ciega que de mí se han ido desprendiendo sombras como manuscritos. Cuando tus ojos clarividentes me hospedan en alguna memoria y no nos ha encontrado el humo algún disfraz y vuelven a arder las costuras de la lámpara, y a arrodillarnos frente a frente los incendios previos a tu huida de siempre. Cuando reincido en tu boca, con tu risa empuñándome por dentro como una espada. Voy creciendo hacia otra muerte, hacia la ciega sed de la hormiga, acarreando fatigosamente su infinita cuota de existencia hacia ningún lugar.

El riesgo convencido Vengo otra vez de la pálida tinta, de tu empeño de bocas desconcertadas. Vengo de las huestes que retiras de mi suerte, de los riesgos en que hundes mi aferrado vicio de gaviota. Se me han subido todas las mareas a las manos. Soy sólo un puñado de catarsis sin fundamento, un lamento arrodillado, un atado de nostalgias irredentas, volcadas. Soy el vuelo accidental de un parlamento, las pequeñas entregas de una circunstancia, un temblor que guarda y que te aguarda. No intentes asirme la palabra en este pasadizo de cabriolas ciegas. Mi palabra es tuya con todas sus franquicias.

Fotografía: Lucía López Canales

Al sur de mi garganta Pero soy todo el blanco que se acaba, y no me porto bien con la alegría por lo que traigo al sur de mi garganta. CARILDA OLIVER LABRA

Al sur de mi garganta hay un país de cruces rotundas, una cláusula de mar, una estación de pájaros absurdos, el alma oscurecida y profunda de un árbol. Al sur de mi garganta, enclavada como una estela, está la daga de tu nombre.

Decreto Ahora que te anuncie. Ahora que te desenrede con las manos ebrias de pájaros. Ahora que te asalte en manifiestos, en descensos, y crezca como una ceguera en el rumor de las paredes... Puedes ungirme, fragmentarme el mundo en el vientre, desasirme de las flores, multiplicarme, colmarme de cruces… Hacerme tu violenta máscara de lluvia.


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Fotografía: Lucía López Canales

Esa lluvia tuya Deja antes de irte una palabra delirante, un vaticinio soterrado, una moción de subsistencia. No dejes desprovistos mis destinos balbucientes, la niebla peregrina que hospedaste entre mis labios. Vuelve a mi sombra con tu danza opalescente, con tu acechanza de pájaros, con tu rito impaciente de arrojarme flores. Asciende con tu noche clandestina hasta el pálido silencio de mis manos. Sostenlo todo en tu presente, aposenta en mi cuerpo tus alondras, tu memoria litoral, tu columnata. Eleva mi tierra hasta tu boca rigurosa, vuelve al agua insospechada en que me habitas, al tiempo con que enredas mi garganta. Arroja mi nombre a ese desorden donde espero tu lluvia arrodillada.

Recursos alígeros para un pronunciamiento Vengo como borrada de un abrazo de nube. Parezco ser la liviandad en turno. Necesitaría mi nombre, vocales inconclusas, las amarras de algún dirigible de nubes, las historias traslúcidas de la espuma, redes multiplicadas. Necesitaría un haz de mariposas, transparencias, pieles abandonadas por las olas, los recursos cristalinos, las madrigueras, los trayectos guarecidos en los árboles… Tal vez estas manos de estrella estremecida para hilar palabras después de sus brazos, de su vientre luminoso, de mi pobre urdimbre elevada a condición de luz. Lydia Zárate (México, 1976). Autora del libro Semilla Insólita, publicado por la Editorial Torremozas en España y presentado en la Feria del Libro de Madrid en Mayo del 2009. Premio Nacional de Poesía Ramón Iván Suárez Caamal 2011. Premio de poesía Griselda Álvarez 2013. Becaria del programa Apoyo de Estímulos a la Producción Artística 2011, otorgado por el Gobierno del Estado de Querétaro a través del Instituto Queretano de la Cultura y las

Muerte a saber La sangre te anuncia una partitura. Cazar el remedio, la sangre sublevada, blandir la bruma en protesta, fraguar a quemarropa los emblemas del silencio. Sangre. Sentirse de sangre, precipitarse en la arteria por seguir latiendo la vida... la muerte. Acaudillarse en las galerías de la sombra y ceñirse sus atuendos de niebla, y temblar sus ráfagas de miedo, y abrazar las junturas del viento. El espacio desdeña y acoge las ágoras sonámbulas del protocolo y sus hacinamientos de podredumbre. La muerte hiede a hombre, a altar profanado. Muerte, a saber: intención como precipicio de esperanzas, la paz por eslogan, el alma por asalto, la rabia punzando en el vientre como una condena como un destino. Sangre a toda costa, sangre... Artes. Forma parte de las antologías Hijas de diablo hijas de santo: poetas hispanas actuales (2013) y La república en la voz de sus poetas (2012). Su poema “Condolencias” fue publicado en la Revista de la Casa de Las Américas, en La Habana, Cuba, en septiembre del 2006. Sus poemas han sido publicados en distintas revistas literarias nacionales e internacionales. Actualmente es Editora de la revista digital La que Arde.


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Monólogo interno en el mingitorio Por Luis Villalón Estoy parado en este mingitorio apestoso, contemplo la espuma en el charco de orín. Mi reflejo, un hombre despojado, arrugas prematuras, pliegues de carne desinflada, mirada sumisa. No he podido orinar en quince minutos. Mi vejiga está repleta, unas siete cervezas adulteradas con hastío. Ellos siguen desfilando, uno tras otro, sin tregua. Ocupan el compartimiento contiguo a mí. Su chorro preciso impactando el agua de la letrina. ¡Tsssssssss! El sonido de un huevo friéndose. Restregándome su virilidad, de la que yo carezco, en el oído. Una procesión ilimitada. Despojada de identidad, salvo la que yo le invento con la mente adyacente al suicidio. Pongo a cada sujeto que toma el lugar del anterior en el mismo plano psicológico, creando una hilera infinita de réplicas en las que yo figuro como ídolo sólo para decepcionarlos en el momento en que descubren mi total incapacidad para realizar la más básica función fisiológica. Pujo, el ser desbaratándose en impotencia, los dientes bien apretados, rechinando, los jadeos escapando por los huecos que, debido a un desinteresado cuidado dental, se forman en el mal cierre de la mandíbula. Me recargo en la pared con la mano derecha. El brazo estirado, perpendicular a la palma. El cuello encorvado, mentón reposando en la tráquea. Los ojos angustiados clavados en la zurda que sostiene, temblorosa, mi tímido miembro. Escucho retumbando en la cabeza sus reclamos e imprecaciones. Soy un padre abandonador. Un prócer en picada. Dios degustando su propia mierda. Ellos huelen el miedo, son perros sarnosos dotados del malentendido don del odio puro, listos para tajar la débil carne, flemática. Encuentro entretenido lo volátil de los roles en las suposiciones. El amo, fortuitamente, relegado a la suela del esclavo. Una especie de abolición moral en la que el sistema nervioso es el hilo conductor de la trama. Me hace sonreír. Al final, objetivo, no queda más que indiferencia.

Fotografía: Edgar González Galán

Una indiferencia mutua que el inconsciente rechaza asimilar, subjetivo, y por tanto se convierte en una indiferencia única contra mí, generada por mí, por esa urgencia de buscar —no, de encontrar—­importancia y opiniones donde resulta ridículo siquiera suponerlas. Enfermo de sociedad, con la verga condenada a ser el receptáculo de los síntomas, los riñones se desgajan pero aún no puedo orinar. Como cuando cogía con ella. Solía embriagarme. Mucho. Algo similar a mi padecimiento actual. La imposibilidad de eyacular. Por suerte no perdía la erección, o quizá por condena. Hubiera resultado más cómodo perder la potencia sexual en pleno acto y despertar la piedad en ella, conmiserarme un poco, ponerme agresivo, liberar mi estrés, enmascarar el llanto en una carajada tempestuosa, las mejillas empujando las pupilas hasta arriba, ocultas en el párpado entreabierto. Tomar la botella

y empinarla a indiscreción por el esófago dilatado. Pueril receptor. Sus manos enroscadas a la espalda baja, el área hepática. Placer oral. El licor escurriendo por mi barba, aterrizando en su testa. Una instantánea del verdadero amor Pero mi erección se prolongaba hasta dejarnos exhaustos. Ella aburrida. Yo insatisfecho. Incapaz de segregar vida. Nostalgia del clímax. Separados, la cama todavía tibia, sin mediar palabra, bocarriba, paralelos. El silencio encarnando soledad. El cuerpo hierve de ansiedad. Continúa inerte. Quizá bebo para justificar estos problemas; quizá para generarlos. De una u otra forma es fácil descubrir la petición, un tanto informal, de ayuda. Me pregunto si tendré una piedra en el riñón que provoque la dificultad de micción por la obstrucción de las vías urinarias. He oído que el dolor al expulsar una de estas piedras es equiparable a parir. La veo, viajando lentamente, dándose el tiempo con todo y su aspereza para disfrutar el paisaje de mi estrecha uretra. Limando la carne, deshebrándola a su paso, el plop seco que hará al salir expulsada a través del ojete del pito. Como doblar el dedo pulgar para formar una “r” e introducir horizontalmente la falange superior, con la uña apuntando al rostro, en la boca, presionando los labios con rigidez sobre el dedo a modo de que la cavidad quede sellada al vacío con el aire previamente contenido dentro de ésta, para después proceder a retirar, sin titubear, el pulgar de la boca en un rápido swing de la muñeca, desde adentro hacia afuera, dando especial impulso a la fricción ejercida entre la comisura del labio y la punta del dedo: ¡Plop! Si expulsara la piedra tengo dos opciones: a) Poner mi mano para recibirla, lo cual implicaría orinármela antes, u, opción b) Rescatarla del mingitorio, ésta sería la opción más viable, si no tuviera en cuenta que la palanca no funciona y la letrina está casi hasta el tope de orín. Podría traer la pequeña red que uso para sacar a los peces de la pecera


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15.04.2015 Autor: María Bazana, Prismacolor.

cuando requiere una limpieza, pero para eso habría que hacer un viaje a casa por la red, lo cual devendría en arriesgarme a que la letrina siga en uso, el líquido se derramará dentro de poco, y con él, la piedrita. No puedo calcular a priori si el mineral flotará o se hundirá, no soy bueno en las ciencias estrictas, no conozco las propiedades del calcio. ¿Será calcio? Si se hunde estaría condenada a irse por alguno de los hoyuelos del drenaje que aún siga desatascado tras ser empujada poco a poco por todas esas meadas uniformes. Si flota caería al suelo. En éste punto no puedo constatar con certeza su diámetro, ¡vaya!, su tamaño. Puede ser tan pequeña que con mi mala vista, aunada a la mala iluminación del lugar, quede perdida para siempre, o por lo menos hasta

que llegue el momento de asear el sitio, y quede reducida a calidad de brizna y recluida al cesto de basura. Lo mejor será resistir mi orina en la mano y atraparla desde la fuente. Quizá pueda conseguir un guante, aunque me arriesgo a que se resbale debido a la carencia de rugosidad del látex Un momento, plan c) Orinar en una botella. Podré drenarla sin inconvenientes con un colador. Para llevar a cabo dicha empresa necesito una excelente precisión. Puntería de francotirador. Hacer pasar el chisguete por un boquete de una pulgada. Misión formidable tomando en cuenta mi ligero estado de ebriedad. Misión, que pese a recompensarme con admiración y glorias, tendré que rechazar. ¡Impensable perder mi piedrita por niñerías! Si pego el glande directamente

a la boquilla, no habrá espacio dentro del bote, que ya contiene aire, para que la orina pueda reposar, la botella podría romperse o el líquido salir proyectado con violencia abriéndose paso por cualquier breve hendidura que se genere entre mi pito y el recipiente, en cualquier caso: piedra perdida. Sería necesario buscar un corta vidrio para rebanar la parte más estrecha de la botella y convertirla en un vaso. O bien, puedo buscar una botella de plástico para facilitar la tarea, una quemadura con encendedor en el cuello del envase que le produzca un agujerito del tamaño del meñique, ya que dicho dedo se abrirá paso por el hoyo para hacer, desgarrando el plástico, un recorrido de 360 grados por todo el perímetro para lograr formar una especie de vaso. O puedo utilizar un vaso. Tendría que pagarlo. Por más lavadas que se le dieran, jamás quedaría tan limpio —potablemente hablando— tras recibir un cálculo y algunos mililitros de sangre renal. Resultará bochornoso comprar un vaso aquí y enterarlos de mi propósito. Mejor, pedir un trago, vaciar el líquido, o beberlo; guardar el vaso en mi bolsillo, tirar una botella al suelo y fingir que el trago fue el que sufrió el accidente, pagar el vaso y conservarlo deshaciéndome por completo de la carga moral, orinar la piedra en él, para, posteriormente, rescatarla con un colador. ¡Voilà! Sólo tengo que encontrar un método eficaz para trasladar el vaso sin derramarlo ni ser descubierto. Un portavasos puesto sobre el vaso, sellándolo, sostenido por el pulgar dentro del bolsillo de la chamarra mientras los demás dedos agazapan el recipiente. Mi propia piedra. Mi hija. Una parte de mi ser. Mi suculento dolor. Sangre de mi sangre. Destinataria de todos mis bienes. Hermosa. Habrá que conseguir un libro de significados de nombres para bebés, y una vez que haya determinado las principales características del ente, proseguiré a realizar una clasificación de los nombres más ad hoc con los pros y contras de cada uno hasta llegar al definitivo, obvio, tras una estricta selección basada en análisis cualitativos. No más holgazanería. No dejar nada al azar ni a sentimentalismos baratos. Ser padre requiere firmeza de neurocirujano. He perdido por completo el rastro del tiempo. Aún nada. Lo más adecuado será arreglarme la cremallera, ir por más cerveza y regresar a intentarlo más tarde. Menos metódico.


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De mi Cuaderno de apuntes

Introducción al lenguaje musical Por Margarita Salazar Mendoza

E

n el amplio campo de las artes, en plural, hay mucho en común entre las formas de expresión —la música y la literatura, por ejemplo—, de lo que nos imaginamos. No sólo acerca de los temas que tratan, sino también en cuestiones relacionadas con la creación y la teoría. Para empezar, «durante mucho tiempo, la música, como el lenguaje, fue cultivada por transmisión oral a través de generaciones […] antes de que se intentara un método sistemático de escritura», como bien lo explica Otto Karolyi.

Los ingleses y los alemanes emplean el sistema alfabético (C D E F G A B), pero el resto de los países occidentales utiliza el sistema silábico de tradición latina («símbolos taquigráficos que se empleaban para apuntar la recitación de discursos griegos y orientales»), cuya notación musical se designa con las sílabas: do re mi fa sol la si. Llamamos nota tanto al sonido como al símbolo escrito de un sonido musical. Recordamos con esto el significado y el significante (fonema y grafía) de Ferdinand de Saussure (1857-1913). Tres son los elementos fundamentales de la música: ritmo, melodía y armonía. El ritmo es el orden, la combinación de sonidos, acentos y pausas. Melodía es la sucesión de sonidos. La armonía es la combinación simultánea de dos o más sonidos. Así, mientras que la armonía es vertical, la melodía es horizontal. Lo que nos recuerda las líneas paradigmática y sintagmática de la lengua. Continuando con Karoly, «en el habla o en la escritura, las ideas y emociones son expresadas con las palabras adecuadas, que se suceden con coherencia y ar-

monía. Cuando la armonía, o continuidad lógica, no está presente, la impresión que se produce es de una mente desasosegada, confusa e indisciplinada [A esto llamamos sintaxis en la lengua]. Lo mismo ocurre en la música. Una sucesión de acordes empleados de cualquier modo no puede producir una satisfactoria progresión armónica»; «las reglas de la gramática musical se asemejan mucho a las del lenguaje». Como en la literatura, y en la pintura, «el estilo musical cambia inevitablemente de época a época». Por otro lado, la velocidad normal del pulso humano es entre 70 y 80 pulsaciones por minuto, y el tiempo en la música se mide por él. Así, dice Hugo Riemann, las divergencias respecto a la velocidad normal del pulso humano, son retardatrices o excitantes. Mas, el límite, a lo sumo, será el doble o la mitad, es decir, 160 o 40 pulsaciones por minuto. Estas divergencias despiertan sentimientos, por ejemplo, el Larghetto funciona como atenuación de la severidad trágica y el Allegretto como moderación del ímpetu heroico. En cambio, Molto largo, Adagio molto, Andante con gran espressione, Adagio o

Andante sostenuto, por una parte, y Allegro molto, Allegro con fuoco, Allegro impetuoso, Molto presto y Prestissimo, tienden a lo grandioso, nadan en la abundancia. Un tiempo Allegro para el lector de las notas tiene algo excitante, que da ánimos, mientras que un Adagio refrena. Los tiempos lentos cargan el significado accesorio de retención, de lentitud angustiosa, de opresión, como el Andantino que tiende hacia el carácter fútil; el Adagio exige una ejecución más tierna y el Andante una más sublime. Sublime como lo juzga Harold Bloom, se refiere a grandeza, punto más alto, poesía fuerte. Las indicaciones en los tiempos (por ejemplo, en los


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vivos), el Allegro, y sus aditamentos: con fuoco (con fuego), apassionato (apasionado), vivace (con vivacidad), funcionan como acotaciones dramáticas. Los finales de una frase musical se llaman cadencias. «Si convenimos en comparar un sonido simple con una letra y un acorde con una palabra, podemos decir que una cadencia es un signo de puntuación musical». La cadencia no aparece al final de una obra musical, sino dentro de ella, ya que suena interrumpida o suspendida. «Cuando una cadencia concluye en un tiempo fuerte, se denomina masculina [tal como el verso agudo]; cuando acaba en un tiempo débil, se considera femenina [verso grave], al igual que en la poesía». Por otra parte, los periodos musicales están compuestos por compases, y la simetría «posee un peculiar atractivo». ¿Tan atractiva como en la poesía?, seguramente conocen estos versos de Neruda: Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Lucien Rebatet expone que «los sonidos [en la versificación griega] se agrupan en pies, similares a [los] compases». Por lo que, si tomamos como norma el periodo musical de ocho compases, encontraremos muchos ejemplos de periodos que parecen haberse abreviado o alargado, por supresión o adición, de la misma manera que se comprimen los pensamientos o se añaden adjetivos. Dentro de la construcción musical hay varias formas, por ejemplo, la binaria, integrada por dos secciones, A y B, lo que provoca un contraste más marcado. ¿Podemos pensar en los hemistiquios? Otros conceptos musicales equiparables a los conceptos lingüísticos son los relativos a la articulación: Legato es la unión de sonidos, y la separación bien marcada de los sonidos, de igual o distinta altura, uno junto al otro, pero aislados, Staccato. Con lo anterior podemos analogar el diptongo y el hiato.

Para concluir esta exposición, quiero mencionar un término que la literatura adoptó de la música: la polifonía. Fue empleado por Mijail Bajtín para referirse a la principal característica de las novelas de Dostoyevski. Sería una vana tarea querer mencionar todos los términos técnicos que se emplean, pero, por fortuna, existen obras ordenadas alfabéticamente que han registrado las expresiones usuales junto con su explicación. Así que sería inabarcable, en este momento, explicar las múltiples similitudes entre la música y la literatura, pero, al menos yo encontré muchas más de las que me imaginaba.


28 El Mollete Literario

15.04.2015

La Manzana Flechada

Silla milenaria Por Martha Chapa

M

i infancia transcurrió allá en Monterrey, maravillosa tierra soberana rodeada por montañas. Y desde aquel entonces contemplé por horas enteras el Cerro de la Silla, que me trasmitía la sensación de cobijo y envolvía con fuerza mi espíritu y mi sensibilidad.

Por eso, en esta cálida tarde tengo el deseo de compartir con ustedes algunas reflexiones en torno a tan misteriosa elevación, hecha no sólo de tierra sino, al parecer, por una mezcla divina de acero, titanio y otros componentes que bien guarda en su corazón secretos tesoros. Desde esos años de mi niñez aquella monumental mole se convirtió para mí en compañía y en brújula, no solamente geográfica, sino también plástica y existencial. Era tal mi tendencia a la contemplación que solían llamarme “niña nostálgica” o “niña de las nubes” por mi carácter melancólico, aunque, a decir verdad, fui realmente feliz en aquella época. Con el tiempo asumí mi condición de regia, de mujer fuerte, una norteña de verdad, de pura cepa. Y en todo ese trayecto, la Silla seguía ahí, deslumbrante. Enaltecida con sus más de mil quinientos metros, aunque para mí llegaba hasta el meritito cielo,

a ese punto donde se elevaba mi mano para palparla, acariciarla, pintarla. Me contaba mi padre que fue el conquistador luso-español Alberto del Canto Díaz quien le llamó así por vez primera allá por 1577, cuando se topó con él en sus correrías a través de lo que se conocía entonces como valle de Extremadura. El enorme parecido que tiene la forma del cerro con una silla de montar hizo que ese nombre se le quedara para siempre. Forma parte de la Sierra Madre Oriental y constituye, junto con muchas otras elevaciones de la región, una cordillera compleja en esa nuestra ciudad rodeada de enigmáticas montañas. El Cerro de la Silla es, pues, todo un ícono del estado, a grado tal que en 1991 por decreto presidencial se le dio el título de monumento natural de la nación. Un símbolo que ha sido evocado en la literatura de grandes escritores. Y así como ha sido nombrado por notables personajes en distintas y distantes épocas de maneras siempre poéticas, ahora yo le digo: “Eterna silla: asiento de milenios”, pues generación tras generación su imagen ha aparecido en emblemas, escudos y banderas, y en nuestros días adorna las más diversas expresiones de la cultura popular a manera de insignia, distintivo, lema, metáfora, alusión, grafía, etiqueta e incluso aparece en el anuncio orgulloso de una vulcanizadora. La lista es larga, pues lo mismo se le ve en el escudo de la ciudad de Monterrey y sucesivamente tanto en planos de la ciudad como en carteles, diplomas, trofeos,

placas de automóvil, billetes de lotería, empaques de dulces, decoración de restaurantes. Toda una marca regional que refleja historia y modernidad. Porque la Silla sí que representa casi todo: orografía, paisaje, símbolo, fortaleza, civilización, obra plástica, literatura, poesía e identidad. Con ese espíritu de amor la evoco junto a todos ustedes pues la he pintado, la pinto y seguiré pintándola cientos de veces para rendirle tributo entrañable a mi tierra, la cual, más allá de ires y venires, forma parte de mi ser. Estas diversas sillas plasmadas por mí están acompañadas de un buen número de citas, fragmentos, versos y estrofas de destacados hombres y mujeres de letras, en su mayor parte oriundos del estado de Nuevo León, de los que Alejandro Ordorica, con conocimiento y sensibilidad, hizo una acertada investigación. Ponemos, pues, en sus manos, un simbólico y disfrutable libro que se propone contribuir a la grandeza de nuestro Cerro de la Silla, ése que da la más cálida bienvenida a nuestros distinguidos visitantes, como si quisiera anunciarles la vigorosa esencia del alma regiomontana, su firme identidad cultural y su impresionante dinámica social. Estoy segura de que nos envuelve la luminosidad de ese “Sol de Monterrey” –como lo dijera Alfonso Reyes, ilustre regiomontano y hombre universal– junto a la calidez de todos ustedes. www.marthachapa.net Facebook: Martha Chapa Benavides Twitter: @martha_chapa


El Mollete Literario 29

15.04.2015

Nos estamos viendo Eduardo Galeano

Günter Grass, el escritor que rompió el silencio de su pasado

Por Monserrat Méndez

“Me aburre pensar en la muerte, y sospecho que más aburrido será ser el centro de la fiesta fúnebre”. Por Ulises Casal “Para tener aliento, hay que tener desaliento, para levantarse hay que saber caerse, para ganar hay que saber perder, y hay que saber que esa es la vida nomás y que te caes y te levantas muchas veces”, estas palabras reúnen una de las grandes enseñanzas que el escritor uruguayo Eduardo Galeano, trató de compartir con el mundo. Y lo hizo con el ejemplo, con la lucha contra “los desgobiernos, contra las malas costumbres, en defensa de los nadies; libró batallas con la política desde la izquierda, en busca de la belleza de las almas; luchó contra el cáncer de pulmón, lo venció en el 2007 pero el pasado lunes, 13 de abril, perdió su última batalla contra este mismo enemigo, a los 79 años de edad. Divertido y carismático, aficionado al futbol, fanático del equipo El Nacional de Uruguay, Eduardo Galeano publicó en 1989 en su obra El libro de los abrazos, una maravillosa anécdota en un pueblo colombiano que dice que los seres humanos somos un mar de fueguitos y que cada persona brilla con su propia luz, con su fuego sereno o su fuego loco. Él mismo era uno de esos fuegos que no se pueden mirar sin par-

padear, de esos fuegos que incendian con su cálida manera de soñar como puede llegar a ser el mundo de una manera delirante, lleno de utopías de esas que nos sirven para seguir caminando. Con su muerte ese fuego no se apagó, mantiene la llama en sus letras. Reflexivo y amable, en sus inicios de su carrera fue conocido Gius, un caricaturista que comenzó a hacer ruido en la tranquila sociedad de Montevideo, en esos años también fue obrero de fábrica, dibujante, pintor, mensajero, mecanógrafo y cajero de banco. Pero la entrada a la vida pública le permitió escribir primero de futbol y luego se metió por Las venas abiertas de América Latina para reflexionar sobre la historia de esta región, de la muerte, de la vida y sus miedos, del verdadero valor de las mujeres, de la resistencia social nos llenó de historias: “Somos hijos de los días, nada tiene de raro que cada día tenga una historia que contar. Porque estamos hechos de átomos, según dicen los científicos, pero un pajarito me contó que también estamos hechos de historias”. En una entrevista hace cinco años en Montevideo, Galeano contó que la despedida más linda de todas es mexicana: “Nos estamos viendo. Esas tres palabritas significan que tú te dejas de ver pero te sigues viendo, que de alguna mágica manera la mirada nos sigue mirando en ausencia”, y así es Nos estamos viendo Eduardo Galeano.

Günter Grass, escritor alemán, fue un duro crítico de la posguerra al revivir la cultura alemana durante y después del Holocausto. Su obra estaba sacudida por ese acercamiento cruel con la realidad de la guerra, y es que narrar esos hechos con ayuda de la ficción fue su mejor aliado para desprenderse de un duro pasado. No sólo era un gran crítico del pasado. El presente y el futuro era algo que le preocupaba y por ello, en diversas ocasiones, recordaba la posibilidad humana de la autodestrucción. En una entrevista a El País, señaló: “se decía que la Naturaleza era la que la producía las hambrunas, las sequías, algo cuya responsabilidad estaba en otra parte. Por primera vez somos responsables, tenemos la posibilidad y la capacidad de autodestruirnos y no se hace nada para eliminar del mundo ese peligro”. El dolor siempre fue su compañero, el que lo obligó a levantarte. Un peso que pocos pueden cargar como lo hiciera Grass. El nulo apoyo paterno en su carrera artística, la alianza espiritual con su madre, quien fallece a los 57 años por cáncer y quien lo impulsa a consagrarse en el arte, además de su paso por la SS, son huellas que no se borran: “el dolor es la principal causa que me hace trabajar y crear”. Günter Grass, marcado por el genocidio, herido para siempre, encontró en las artes un escape, una reflexión para no cometer los mismos errores bélicos, prueba una vez más que el arrepentimiento no conlleva a la humillación, sino que puede ser valeroso y hasta artístico.


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15.04.2015

¿Cuántas vidas tiene un gato?

(Segunda parte)

Por Ximena Cobos IV Intervenção… aunque no lo entiendas o te duela. Para los gatos no hay moral. No existe concepto alguno de fidelidad sexual. Por ello, cuantas veces he estado con alguien ha sido porque estoy en celo. Pero la naturaleza de los gatos no excluye al amor y menos aún para alguien como nosotros que va y viene entre ser hombre y ser gato hasta el grado de ser ambos al mismo tiempo. Arian llegaba a mi casa y te miraba siempre en mi barda, con tus patas encogidas, vigilando mis pasos por la calle a lo lejos. No sé porque ninguno de los dos se cayó bien nunca. Te lanzaba piedras cada que te veía, te decía groserías y te amenazaba levantando el puño. Tú lo veías irónicamente porque desde cualquier principio de los tiempos conocías ya mi naturaleza, que él tardaría en descubrir y mucho más en aceptar. Un día sólo desapareciste de la barda y no te volví a ver. Arian me regaló otro gato. Ahora, un vapor caliente, muy caliente, despide nuestra habitación. Estás en la azotea, te veo con un cigarrillo de mariguana sentado en la barda. A media luz de luna reconozco esos rasgos felinos que entraron directo a la barra y se sentaron un día después junto a mí, para declarar, con tu sonrisa más que con palabras, que eras un pervertido. Porque el miedo por mis años y tus edades te congeló las venas pero calentó la sangre en tu centro magistral, tu sexo de gato salvaje. Piensas en mis ojos y mi sonrisa, por tu cabeza pasa la imagen de mi cuerpo desnudo y moreno. La luz de un foco en la puerta, final de la escalera que conduce hasta la cima del edificio gris en Mixcoac, apenas ilumina el humo que sale de tu boca y que vuelves a aspirar. Una mano me recorre la espalda como moldeando mi cuerpo. Un beso. Me retuerzo. Un vaivén fino y sumamente cadencioso. Mi rostro refleja el deseo y el placer devorándose uno al otro. Sudores caramelo. Te sigo imaginando tra-

tando de reconstruir a tientas una fracción de tu rostro pensando en esto. Antes que la imagen se apague con unos instantes de quemaduras de cigarro en la pantalla para dar paso a la oscuridad total, mi desnudes sobre la cama no es recuerdo sino imaginado sueño de tu cabeza en la azotea, ese que se desliza en mi figura no responde a tu nombre, una toma cerrada a su placer consumiéndose revela que no tiene tu piel y no mira con tus ojos. Terminas de contarme, con una sonrisa te beso furtivamente, no importando que alguien pueda pasar y descubrirnos. El café está a media luz, la calle sola y oscura. Pronto te despedirás, vas a abrazarme y besarme la mejilla, yo robaré un beso largo de esos que te gustan, me dirás como por tercera vez que te encantaría hacerme unas fotos, en ese momento de expansión de mí ser, porque siempre pensaste que era una yonqui… y así, drogada, siempre quisiste desnudarme, quitarme todo menos los zapatos, los converses cafés que crees que jamás dejo de usar.

Sólo fuimos dos personas, o gatos, con nuestros instintos felinescos, que se volvieron a encontrar para hacer temblar azoteas mentales con maullidos desquiciantes y no dejar dormir a unas cuantas personas. Nos quedamos con pedazos de la vida, una vez más, porque en esta, pasas sigilosamente frente al café, ya de noche, miras a la mujer tras la barra y bajo la luz amarrilla que envuelve todo el sitio, hacer a un lado su cabello rizado y enredado. Reacciono a penas para poder aspirar el rastro de tu aroma que dejas al pasar (que ahora me llega de repente como un susurro esquizofrénico de mi nariz) y llevarte en mi mente unas horas, porque cuando friccionamos como los gatos nuestras mejillas nos marcamos uno al otro y por ello no podemos dejar de sentir un erizarse del cuerpo y un escaparse del alma cuando nos llega un rumor de amor eterno a través del aire. Nos alejamos antes de que nos quemaran en leña verde como lo dijo la sabiduría infantil de tus entrañas (Y las de ella) al teléfono, aquella vez en que me dejó helada cuando me dijo ¿mamá? Y no supe qué contestar. Ninguno de los dos quería perder lo que tenía, por eso no cruzamos la puerta hacia la realidad en que estábamos juntos, por miedo a saber qué ocurriría con las personas que nos llegaron primero en esta, y no quisimos destrozar tres almas inocentes. Creo que terminó la intervención. V I’ll never see you again. Hace más de tres meses que no estamos juntos, decidiste largarte porque yo te lo pedí, sin embargo no me deja de parecer vil lo que hiciste. Me dejaste sola en el metro, dormida y débil por tanto llorar pidiéndote que te marcharas. Hoy sigo sin saber si fue la mejor decisión porque te amaba y me ofrecías quedarte sin importar nada de lo que te había confesado. No sé si nuestra historia sería mejor o peor, o sólo una historia, de haberme quedado aquella


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15.04.2015

en las rodillas y un mandala de sensaciones desagradables y placenteras, todas combinadas y fumadas en una pipa, saboreadas en un gotero requemado o inhaladas sobre la tapa de un escusado en la parte trasera de la tienda en Madrugada. Tu incertidumbre se ha subido otra vez a la cuerda floja y ahora no sabes ni quién la mira ni qué esperan de ti o de ella. Un día llegará la certeza para bajarla. En las manos llevará las tijeras con las que secó el hilo de agua del que pendía nuestra relación, en su bolsillo, una nota que se dirige a ti: ­—We’ll never see us again. The dream is over, what can I say? Fotografía: Edgar González Galán

VI. Hendrix. La Barranca

tarde entre tus brazos calmando nuestros dolores. Mucho menos sé si nos habríamos perdonado mejor de lo que hemos intentado perdonarnos hasta ahora, sin obtener muy buenos resultados. El caso es que hoy caminas sobre charcos de luz que van dejando los faroles amarillos de los postes en La Calle Ancha. Vas a tu casa, quién sabe después de cuantos días y de hacer qué, pero sólo quieres bañarte y dormir porque irremediablemente sientes un hueco en el alma. Hace unas calles que terminó Mean mistrearet, has estado escuchando esta canción desde anoche, dices que te pusiste a llorar y a decirle a tus amigos que no entendían nada sobre ella y comenzaste a hablar de mí. Ahora suena Black Rebel desde hace un ratito. La frase I’ll never see you again te sorprende en el momento justo en que te traspasan y te hieren furtivos los ojos amarillos bien brillantes de un gato negro que sale no sabes ni de dónde. Se para en medio de la calle, grande e imponente, te parece que sonríe, mas nunca puedes descifrar este gesto, sardónico o no. La canción sigue avanzando y te atraviesa. El gato no te deja de mirar. Cuando escuchas el último acorde tu piel se eriza y un frío inexplicable te lacera la vida, de adentro hacia afuera, el gato desaparece sin dejar rastro y sumamente rápido. En una sola canción, mientras se miraban fijamente a los ojos, pasaron poco más de seis años, un millar de noches de amor, un ciento y mil doscientos días en la cama, un sinfín de besos, un anochecer eterno de caricias, una infinidad de charlas, una mirada profunda de disculpas incontables, un torbellino de problemas, un raspón

Soledad. A la mitad de la calle unos pasos suaves y sigilosos, un cuerpo esbelto. La noche de luna llena como la de aquel principio en Querétaro está una vez más aquí abajo. No sé si tengo treinta años, no sé si ya terminé de despertar, no sé si mis cuatro patas escuchan también lo que mis oídos. Una estela de restos revueltos que dejas atrás… Mis patitas están tibias, mi cadera contonea un vestido verde turquesa. Donceles vacío, todos están a donde voy. Tengo sed en mi lengua con espinas. Doy un salto hacia la banqueta, un coche acaba de pasar. Mis piernas parecen no tener frío, mis pupilas dilatadas no buscan un rostro. La música sigue sonando y las frases del iluminado me acaban de tocar. Sí, no importa si el universo se extinguió o sigue ahí. No recobrarás esa paz que alguna vez perdiste dentro de mí y me da tanto gusto por amor y por odio al mismo tiempo. Me golpea el alma la verdad fulminante, porque aquella misma noche en que te pasaron seis años en una mirada es esta misma noche colocada ante mis ojos. Es este mismo momento en que te asalta la mirada furtiva el que me hiere diciendo que no hay mayor distancia que la que puede haber entre un deseo y su recuerdo. Este es el último que tengo. Los colores se van apagando uno a uno, como si se apagara mi cerebro. No fueron suficientes tantas vidas ni tanto amor, ganaron ellos, todos los que pensaron que esto iba a fracasar, pero ella triunfó en algún plano de la realidad. Está viva y feliz, haciendo quien sabe qué y con quién. Pura y magnífica, porque es el fruto del Diablo embarazado por el Mundo. Estoy desfalleciendo a cada paso y ella se

sigue riendo con un disco de Black Sabbath. Mientras miras al gato se te escurren las lágrimas por las mejillas. Subo a una azotea, la calle ahora es peligrosa. Te estás casi desmoronando y ella tiene un cigarrillo, fuma poco, como los dos. No puedo ver su ropa pero su rostro es mágico, hermoso. Se ríe, toma una copa. No te preocupas, ella no es como yo, un Jack Daniel’s no le hará nada. Sus amigos la quieren y la cuidan. No reniega de nuestras enseñanzas y sabe que lo hicimos bien. Comienzo a respirar más lento. Sueltas la mochila y cae al suelo, pero los audífonos siguen en tus orejas. Un disco más, de los tuyos, en mi tornamesa. No, son sus cosas ahora, las sabe y sabrá cuidar. Abre la ventana. No sabemos qué más va a pasar en sus noches ni en su vida pero es feliz y ha llegado más lejos que nosotros y con un infinito menos de dolor y lágrimas. Lo logramos, creció. Es bella. Tiene tus ojos, en el corazón; mi nariz, en las pupilas; nuestro cabello, entre sus manos; dos cartas de tarot en su bolsa y la tercera en el alma. Es el sol, el arcano XIX. Mi cuerpo ya no responde, mis patitas no se mueven, mi corazón deja de latir, la noche me cubre los ojos, el maullido final llegó hasta sus oídos entre el rumor de una canción de La Barranca, y tus ojos se removieron en su ser. Una lagrima con una sonrisa brotan de su vientre, y los colores explotan, se expanden y la envuelven. Termina tu canción. Ella sigue viva y fulgurante, etérea pero no inasible, inefable, musical y parpadeante. Es un cúmulo, el principio y el final en todas partes. Yo terminé de contar mis recuerdos. (La primera parte puede ser consultada en el número de enero de 2015) “Ximena Cobos CRUZ (para no olvidar el puerto que le puso a mi sangre la necedad de buscar calor a toda costa), es una mujer que a sus 26 años busca titularse de la carrera de Letras Hispánicas, pero que, ya que la única montaña rusa a la que me he subido es a la de las emociones, escribo en todas las hojas que me encuentro textos muchas veces ininteligibles. Por ello, me declaro una de las categorías faltantes en el Manifiesto Infrarrealista de Mario Santiago Papasquiaro: El Caos Total. He publicado en dos ocasiones en la revista Letras de Reserva, pero manejo un blog junto a un amigo en el que, creyente fervorosa de que un escritor, antes de ser leído, necesita generar un público, busco acercar a cualquiera que se deje con mis textos a los autores que me han construido”, así se autodefine nuestra colaboradora.



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