Página en Blanco Revista Literaria
Año 4, nº6
Consejo Editorial Blanca Fernández Sánchez Conchi Castellano García María del Mar Reyes Fuentes
Síguenos en grupopaginaenblanco@gmail.com Depósito Legal CA 359 2017 Rota, mayo, 2020
Pรกgina en Blanco Revista Literaria
Página en Blanco Año 4, nº 6
Índice Presentación …....................... Pág. 3 Blanca Fernández Sánchez …........... Pág. 5 Conchi Castellano García …........... Pág. 19 María del Mar Reyes Fuentes …........ Pág. 34 Prudente Arjona ….................... Pág. 38 Ignacio Gómez Fuentes ….............. Pág. 41 Antonio Franco …..................... Pág. 52 Lara Manrique …...................... Pág. 54 Literatura local …................... Pág. 56 Reseña literaria …................... Pág. 58
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Página en Blanco Año 4, nº 6
Esta revista número 6 floreció con el ímpetu y la alegría de la flor en primavera, dispuestas sus recién estrenadas hojas a conquistar vuestros corazones, y la sonrisa, con palabras nuevas y retoñada emoción, pero, justo en el momento de poner un pie en la calle, se rompió la magia, se contagió el aire y nos dimos de bruces con la tragedia que nos asola. Con voz ensombrecida, porque estamos viviendo lo que nunca habíamos pensado y el dolor nos atenaza la garganta, nos acercamos a vosotros. Ojalá os proporcionemos un momento de emoción limpia y os hagamos una tarde compañía. Nos acompañan en esta ocasión Prudente Arjona, Ignacio Gómez Fuentes, Antonio Franco y Lara Manrique.
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Bla n ca Fernández Sánchez
Y EN ESO ANDO…
Cuando mi hija me envía cada mañana la foto de mi nieto recién levantado, con una sonrisa que ilumina toda la pantalla, me invade una sensación de ternura y felicidad difícil de describir, un fogonazo que alcanza a todas las células de mi cuerpo, pero a la par, al segundo siguiente, un zarpazo me encoge el corazón por si el dolor se nos acercara certero y frío por la espalda porque ahora más que nunca comprobamos a diario lo frágil que es la vida. Por ello, cuando una amiga me ha preguntado que qué hago estos días de confinamiento, le he respondido que buscar por todos los rincones de mi piel la fortaleza que haya logrado reunir a lo largo de tantos años de lucha contra los elementos. Para afrontar la tragedia, porque como no puedo controlar la situación, ni contener esa espada de Damocles que pende de un hilo cada vez más deshilachado, me afano en contener mis emociones, en resolver mis miedos como puedo. No me ha quedado más remedio que enfrentarme a mi propia fragilidad y, ahora que he descubierto de manera tan dolorosa que no somos tan poderosos ni tan listos como pensábamos pues un virus insignificante ha parado el mundo, me dedico a lo importante. Y ahí sigo, mirando una y mil veces la sonrisa de la vida: la espléndida sonrisa de mi nieto.
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En el universo ficticio creado por Mark Zucherberg hablar a pecho descubierto es abrir el corazón a la furia. Y, aunque al encararse a ese patio de vecinos se sitúa uno mismo en la picota, a menudo me enfrento a tal desafío sin máscara, sin cambio de bandera. Y pronuncio discursos fríos como la nieve en noches blancas de invierno, ígneos como el fuego en tardes de verano, tiendo mi alma en la galería a la vista de todos. Me acompaña cierto temor, lo confieso. Se paga un tributo: a las palabras que sobrevuelan el espacio no les alcanza la tregua, vuelven a ti con un mensaje de consecuencias imprevisibles.
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LO ESPERO TODO DEL ALBA Con la misma urgencia, y esperanza, del que se acoge a sagrado, y cobija tras las paredes del templo en un arranque desesperado por conservar la vida, así me encomiendo, y refugio, en la aurora.
Poco importa que haga frío ahí fuera y el corazón soporte la peor ventisca de invierno, que la noche viscosa agriete mis afanes y escuche cercanos los pasos clandestinos de la sombra, que el relente paralice mis entrañas o la sospecha corone los minutos.
Poco importa que todo el miedo sea mío. Siempre, y a pesar de todo, confío en la luz cándida del alba.
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ABRIL 2020 Callan las horas, enmudece el tiempo confinado en este ocaso de sangre derramada en el que la muerte se asienta con complacencia. El trueno ocupa el aire y la sombra del miedo se extiende por el horizonte.
Más frágil que el cristal, con el aliento del hado en la nuca, el hombre teme por su vida.
Deshojado el destino, sobre las ruinas de su arrogancia, eleva una plegaria al dios que quiera escucharle.
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NADIE NOS MOSTRÓ LA HERIDA Nos dijeron que los días se deslizan por un lecho de flores, que al alba abrimos los ojos a una jornada limpia
y las sábanas nos abrazan al anochecer.
Nos mostraron palabras horneadas como pan tierno, la tierra prometida en la que siempre crece la hierba, el rostro salvador que resolvería nuestra vida con su entendimiento y fortuna.
Fuimos entrenados para la gloria, nadie expuso el silencio del exilio.
Pero de repente, en un segundo, descubres que el dolor no es solo una idea, la tragedia acecha en cualquier esquina, que apenas disponemos de espacio para vivir. Y te bebes todo el miedo de un trago.
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NO DEBERÍAMOS DAR POR SUPUESTA LA CONTINUIDAD DE LA ESPECIE Estaba convencida de que jamás seríamos derrotados, que teníamos la fortaleza necesaria para sostener la vida, que navegábamos, bien con el corazón a barlovento o a sotavento, sin temor a tempestades, luchando con todas nuestras fuerzas para arribar a puerto y que, sólidos como roca, lo conseguíamos. Estaba equivocada. Hoy sangra el ocaso, duele la sangre derramada y no volveremos a ser los mismos, un simple virus del que nada sabíamos hace apenas un par de meses ha hecho que el mundo se pare. La vida no corre peligro, se abre paso en cualquier circunstancia. El azahar que inunda el ambiente y el sol que con tanta pasión y empeño se posa sobre las plantas del patio así me lo demuestran. La naturaleza se renueva por sí sola, no nos necesita: unos días confinados y el aire ya clarea, las aguas discurren limpias, han vuelto peces a canales antes desiertos. El frágil, el que peligra, es el hombre, especie innecesaria. Quizás lo intuíamos, acabamos de aprenderlo. Ahora, a asumir la certeza y a obrar en consecuencia.
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AUTOFOTO Pudiera parecer que un selfie, esa instantánea que protagonizas y al mismo tiempo diriges, muestre una imagen sin aroma, alejada del esplendor y de la belleza, que ese breve clip de escaso interés resulte un acto vano, sin matices, incapaz de perpetuarse o mostrarnos la magia de un diminuto instante. Pero he aprendido que el duende se manifiesta de múltiples formas, en cualquier parte, y puede que esa foto esconda el latido del día, el rayo de sol en medio de la escaramuza cotidiana, y que los bordes de una vida encajen en ese recuadro sin distancia.
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Que más allá de la forzada sonrisa reconozcas el aliento de tu corazón o que la fuerza de ese acto sencillo incendie el papel.
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PANTALLAS Criatura de múltiples ocelos, ha adquirido la pantalla una dimensión que avanza a la velocidad de la luz y rompe los límites de lo razonable.
Cegada por su hipnótico brillo, pronuncio reverente su nombre, me vuelco ante ese dios de rostro plano que me exige tiempo y dedicación, apresa mi ánimo, somete mis sentidos y atrapa mis sueños con su agudeza.
Aunque escuche el rumor de la tarde, e instale cierto juicio en mi conciencia, asienten sumisas mis manos a su súplica y me resulta su voz un melodioso canto del que a duras penas puedo huir.
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No sé qué pretende este hacedor todopoderoso que esboza mi mundo a su imagen y semejanza. Acaso, que maneje mi vida al margen de la vida. (Y de algún modo sigo ahí, arrebujada en su seno)
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EFÍMEROS COMO LA SONRISA Los buenos propósitos, primos hermanos del humo, cómplices de las nubes, van y vienen, pasan por nuestro lado sin apenas dejar huella. Sin la hondura necesaria, sin que nos pertenezcan.
De palabra fácil, naturaleza errante, pronto cortan sus amarras y se esfuman empujados por cualquier viento o atraídos por el brillo fugaz de una estrella.
Y así como solo invocamos a santa Bárbara los días de tormenta, solo volverán a nuestra vida cuando estemos al borde del abismo.
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¿UN PASO ATRÁS? Siempre he pensado que un joven, además de no tener miedo porque se cree inmortal, lleva la idea del progreso en la sangre, es su seña de identidad, su modo de ver la vida, y obra en consecuencia. Lo mismo me sucedió en mi juventud. Aunque los de mi generación vivimos los últimos años de la Dictadura, en general, éramos personas abiertas, progresistas, bastante politizadas por las circunstancias pero con la idea del cambio en la cabeza y comprometidas con la sociedad. Hicimos la revolución interior necesaria y trabajamos por nuestros ideales, por conseguir una sociedad más justa e igualitaria. En este momento (ojalá esté equivocada) tengo la impresión de que los jóvenes han dado un paso atrás, que son más conservadores, tanto en sus actitudes como en sus hechos. Y esto resultaría desastroso para las nuevas generaciones. Es verdad que hablan de progreso, de una nueva era, de abrir nuevos caminos, pero, a menudo, no se refleja en sus actos. Quizás luchen contra el poder establecido, como lo hicimos nosotros en su día, pero si se echa un vistazo a las noticias y se observa, por ejemplo, lo que sucede cada vez con más frecuencia en ciertos ambientes, y en universidades de medio mundo según leo, se comprueba que algo ha cambiado. No suele haber diálogo ni debate constructivo y las posturas están más radicalizadas. A veces se impide hablar al conferenciante por el simple hecho de no compartir sus ideas, sin intercambio de opiniones. Y se supone que una persona formada debería estar capacitada para esa [16]
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correspondencia, para saber escuchar y expresar sus puntos de vista, para rechazar o aceptar, pero, por desgracia, las respuestas son cada vez más viscerales, menos razonadas. Si no gusta, si se le considera de ideas contrarias, se le rechaza sin contemplaciones, sin escuchar lo que tenga que decir. Tengo también la impresión de que están muy manipulados por las redes sociales y se mueven exclusivamente por sentimientos (¿acaso cada vez más frustrados?), por las emociones. Aunque sea lógico que suceda, humano hasta cierto punto, no pueden ser estas la base de nuestro razonamiento. No todo es relativo, la realidad existe, la verdad existe y hay que rendirse ante la evidencia. Deseo que mi percepción sea errónea, la impresión pesimista de esta tarde con tan escasa luz, porque los jóvenes son los que abren camino y dirigen a las sociedades en una u otra dirección y porque el futuro será el resultado de lo que ellos hagan.
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EL MAR QUE ME CONTEMPLA Frente al mar, el viento del Sur roza con delicadeza mis sentidos. Y basta ese impreciso roce para que desaparezcan mis sombras, vuele el polvo acumulado en la mirada. Contemplo expectante el horizonte, tan lejos, y a la vez tan cerca, febril y limpio como el cristal, y se ordenan mis sentimientos. Es una forma de redención, un retorno a la inocencia.
Blanca Fernández Sánchez
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HUESOS EN DUELO No sé por qué la umbría de aquellas primaveras rebosantes de lunas blancas y tiempo lento rondan hoy su ánimo. Quizás porque su luz es una cadencia turbia e imprecisa de algo que no existe, quizás porque cada día se hace más grande su urgencia de vivir. El paisaje de las fotos que adornan su mesa ha cambiado y el lejano horizonte pintado sobre el mar no es tan lejano.
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Conchi Castella n o García
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Sabe que el invierno se acerca con la frialdad de los espejos y un temblor de labios que desciende a los pies y la llena de miedo.
Maldice el tiempo cuyos relojes han iniciado el robo de aquellas primaveras para dejarle solo un cuerpo errabundo de huesos en duelo.
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AL FINAL QUEDA TODO Algún día mis labios quedarán en silencio. Estaré huida por dentro, con mi brújula rumbo al principio. No será negro ese día, pues no es cierto que cuando llega el final todo se pierde. Resistirán las rosas y el aire que desnuda sus pétalos. Quedarán los recuerdos como fino capote de lluvia y un nombre sonámbulo en la boca de otros.
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[SEGÚN AVANZA EL ALBA...] Según avanza el alba, y lleva prisa, se calman las voces y la rabia que, sin piedad, roen el alma por dentro. La búsqueda se antoja menos forzada y todo parece volver al comienzo.
Pero hay días —los más negros— en los que la añoranza sigue agarrándose a la garganta igual que una mano hostil. Y hay mañanas, esas que son casi tardes, que empiezan a no ser de nadie. Son las que más pesan, pues solo descuentan amaneceres.
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CUEVA DE LA PILETA Entré en las tripas de la montaña con los ojos abiertos y el corazón pequeño. Allí, en la negrura de su tiempo y de su fragilidad, todo permanece igual de eterno, protegido de las corruptas manos de quienes gobiernan el universo. En sus paredes otras manos dibujaron —dicen que hace más de cinco mil años— el galopar de un caballo y la redondez fértil y femenina de la naturaleza, limpia, segura, sin tabúes.
Un cambio en el guion, y todo lo natural se hizo sombras.
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MIRAR ATRÁS... Mirar atrás no siempre es buena idea. A veces, el recuerdo es un camino sin retorno al laberinto negro de la añoranza donde todo se difumina hasta dudar de lo vivido.
La memoria es traicionera, y suele clavar sus colmillos en las noches más frías de invierno, llenando los ojos de sombras y silencios. A veces, el recuerdo es un destello anclado en horas infantiles de batallas ganadas y ramos de rosas.
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No. Mirar atrás no siempre es buena idea. Mejor andar con la mirada en las manos llenas de hoy pues nuestro es solo el presente y nada más…
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NOCHE DE TORMENTA En el margen nubloso de la noche, allí donde la luna le ha dado la espalda, el cielo se parte y descompone en una luz que rasga su manto oscuro como un ensayo para encender estrellas.
A puro grito, rompe la calma, traspasa los tabiques y remueve los sueños que cambian de camino, para naufragar en su llanto e indolentes, galopar a lomos de las ráfagas del viento hasta que, al fin, un rayo, cegador y potente,
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hace una hoguera con sus sombras estallando la noche en un vórtice irreal.
Anoche, una tormenta cruzó el cielo. Luego, solo quedó su nada.
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EL FONDO DE TODO Quizás haya un fondo para todo. Un abismo detrás de una esquina, una ventana por donde se escapa el aliento.
A veces, todo se siente caer, y todo cae.
Pero el fondo no es un lugar porque entonces sería fácil evitarlo. El fondo es una ausencia que tarde o temprano nos separa del mundo.
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INSPIRACIÓN La tarde, después de todos los avatares del día, mudó tranquila y simple. Laura admira absorta el cielo del atardecer cuando el canto de un grillo le devuelve la lucidez perdida durante la jornada. «Ahora —siente que alguien le susurra— compón ese verso, porque mañana, de nuevo a la luz del alba, no creerás en nada; porque con el día todo se desvanece. Cuida también de que no te abrace la brisa, pues lleva los restos de una ilusión olvidada. Sé que te sentirás como si un pesado muro se desplomase sobre tu cabeza, pero no lo pienses, cierra los ojos y hazlo». Mientras oye la voz, Laura se mantiene tensa, con los ojos clavados en el mar hasta que al silenciarse, mira a su alrededor en un intento de buscar a su dueño. Pero nadie, salvo el grillo y ella, disfrutan de aquel atardecer rojizo y cálido. Así que vuelve de nuevo sus ojos al mar, a las luces que el crepúsculo dibuja en él, al cielo. Entonces comprende. Saca, nerviosa, del bolso su bolígrafo de gel negro y una pequeña libreta ajada por el uso, y vierte sobre ella todos los colores del universo entero: un poema nacía del bostezo del mar en sus manos. Más tarde supo lo que había pasado: eran las palabras que en tropel se deslizaron rabiosas desde el agujero de su interior: mar, luna, cielo, espejo, tostado, viento... Todas manaban sin cesar. Y ella fue la única que supo de su existencia. [29]
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13/03/2020 Las calles vacías muestran hoy el temor del mundo. La incertidumbre y el miedo acarician igual que una bruma húmeda. El silencio se impone, extraño, a la algarabía del viernes. En el bolso, jabón hidroalcohólico y una tarde confusa, sin brillo en las ventanas.
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SENTADA ALLÍ SOLA Sentada allí, solo espera. Hace tiempo que edifica sus días con cristales rotos y viejos retratos. Luego descansa bajo su sombra, enmudecida su sonrisa.
Allí está. Sola. Con su vida pegada al pecho como un perro cansado que duerme su agonía sobre un prado que ayer fue verde y hoy es un yermo desierto.
Y allí seguirá. Sola. Descontando mariposas, construyendo noches con la renuncia de los días.
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LOS OJOS DE ARIADNA
Para Ariadna
Despiertas al día igual que el sol, rebosante de una luz tan infinita como los dos candiles que engalanan tu cara. Te miro y me veo en tus ojos, y los míos se enganchan esclavos a ellos, ojos dulces de pajarillos y unicornios, de sonrisas que se hilvanan al aire para caer en cascada de rosas hasta mi alma.
Anhelo que tus ojos pinten un futuro violeta. Ojos siempre abiertos como el cielo en verano
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como una ventana franqueada al horizonte más allá de las sombras y las mentiras. Ojos nunca mansos, sino desafiantes, que mantengan alejadas las cenizas del camino.
Tus ojos, Ariadna, tus hermosos ojos, son la causa de que la luna compita en brillo contigo cada noche y que, enganchada a la esquina de tu cama, espere adueñarse de ellos en un descuido del ángel que te guarda.
Conchi Castellano García [33]
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Ma ría del Ma r Reyes Fue ntes CERROJOS Cerrojos que se cierran a la alegría y a las ganas de vivir nuevas sorpresas, a la risa, a la soleada tarde, a compartir un café con una amiga. Cerrojos que se cierran a un triste pasar de los días, al profundo vacío de sus noches, a la indiferencia ante la vida, al agua salada de sus ojos... Todo eso le ocurre a María. Hace ya casi tres años que se acostumbra a ver caer el sol desde el balcón de su casa. El televisor y la soledad son íntimas compañeras de mesa de camilla. La fotografía con la imagen de él descansa en el aparador y en su corazón. Toda una vida dedicada a sus dos hijos y a su marido. Cuántas experiencias vividas, cuántas penas y alegrías compartidas. Sueños que se tejieron para un futuro y un viaje prometido para después de la jubilación que nunca llegó, porque la aguja del tiempo se detuvo para él al igual que los días en el calendario de María. Fue enfermera, madre, hermana y esposa mientras la enfermedad avanzaba, pero una tarde, ya roto, él voló al otro lado del horizonte, dejándose mecer por el viento de levante, rozando las estrellas más allá del azul interminable del cielo. Él se fue y ella quedó atrás cual mariposa a la que le arrancan las alas, con oscuras noches colgada de un profundo abismo de lágrimas
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escondidas en un rincón de su cuarto. Yo fui testigo mudo de su dolor, de sus pasos inseguros, de su querer vivir por compromiso. Quisiera que pasase la página de su libro, que dibujara imágenes de atardeceres sin él, que esbozara, aunque sea con torpes trazos, una nueva existencia más o menos feliz. Quisiera que los cerrojos cerrados se abrieran a la profunda soledad de las paredes frías de su casa y al cansino transitar de los amaneceres que se cuelan a través de las cortinas, a la sonrisa infantil de los niños, a un parque, al olor de las flores en primavera. Que se abran a una calle bulliciosa de domingo, para coser retales de esos momentos que se cincelan en la retina y que aún le quedan por vivir.
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EL BAR Sentado, como cada mañana, en la misma silla y frente al mismo cristal ve pasar la vida de la gente a través de la ventana. Vierte la cerveza en el vaso mientras observa cómo se empaña con la espuma igual que observa empañarse su existencia. Se siente un viejo de esos de manos callosas y piel cuarteada que ha dejado atrás, hace mucho, la adolescencia; aunque duda de que la tuviera alguna vez, pues desde que su padre dictaminara que ya no era un crío y podía auparse a un andamio, ha estado allí subido hasta hace poco. Se casó con una buena mujer que le dedica toda su vida y le ha dado tres hijos preciosos. Cada uno tiene ya su propia familia y sus problemas, cosas normales: el trabajo precario, las letras del coche… en fin, cuestiones que aún no les quita el sueño. Pero su problema es otro. Aunque no quiera o no sepa aceptarlo, o nunca lo grite a los cuatro vientos, tiene algo enterrado en lo más profundo de su ser. Sus principios en el consumo de cerveza la emprendió más bien como una cuestión social, en las charlas con amigos después de una dura jornada de trabajo. Pero lo que ayer fue un par de vasos al caer la tarde, es hoy una enfermedad de la que no puede curarse, o no quiere, porque se siente viejo y porque es más fácil dejarse llevar por el GPS de su cabeza, que ya tiene memorizada la ruta de su casa al bar y viceversa. Su vida de jubilado consiste en seguir sus pasos sobre las gastadas losas de su calle, sentarse a la misma mesa, en la misma silla junto a la [36]
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ventana y contemplar a los niños que entran o salen del colegio, que arrastran sus carritos llenos de libros, sus riñas, sus sonrisas o las palabras afectuosas de sus madres; al que pasa hablando por teléfono; al que le saluda con la mano; e incluso, a su mujer que al ir hacia la plaza le pregunta por señas a través del cristal qué le apetece comer. Hace tiempo que ha dejado de vivir su vida para vivir la de otros, es más fácil hacerlo así. Y no cree que haya vuelta atrás. ¿Se equivoca? probablemente, pero ya qué más da. No cree que tenga que rendir cuentas a nadie, salvo a sí mismo. Las cosas son como son y él no ha inventado el mundo, ni siquiera quiso cambiarlo ¿por cuál? si no conocía otro... Un día no muy lejano su silla quedará vacía, puede que no por mucho tiempo; otro —con una historia parecida a la suya— la usará. Ojalá no. Hoy, en su presente, se siente casi feliz. Todo está bien para sus hijos. En cuanto a su mujer, es consciente de lo cansada que está de sus cambios de humor y sus salidas de tono. Tal vez sienta alivio cuando él se vaya. Mientras tanto, sus ojos, cansados y viejos, se mantienen llenos de fuerza contemplando pasar cada mañana la vida de otros a través de la ventana de un bar.
M. del Mar Reyes Fuentes
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Prudente Arjona MI NIÑO, EL AGUA Y LA LUNA
(nanas) Mi niño... cuenta una a una las estrellas del Cielo, pero prefiere la Luna y su bello reflejo.
En estanque de plata la Luna refleja, sobre blanca bandeja, su piel de hojalata.
¡Baja, Luna, en barca! que mi niño quiere jugar en la charca.
¡Baja, baila y flota! pa´que navegue mi niño [38]
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sin mojarse la ropa.
Posada en el agua flotando estaba, como humo de fragua, dormida y callada.
¡Baja, Luna bonita! que mi niño te vea así de blanquita.
¡Baja dulce Luna! que mi niño quiere dormir en tu cuna.
Mi niño quería llevarte a la casa con velo de gasa y tu lencería. Llevarte consigo, del agua cogerte [39]
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y coser tus cachitos flotando inertes.
En brazos, mi niño sonríe soñando cogerte cariño a la chita callando.
Dejo en la cuna a mi niño él sonríe soñando, marcho haciéndole un guiño yo, a la chita callando.
Se durmió mi niño, y por la ventana me hace un guiño la luna galana.
Prudente Arjona
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Ign a cio Gómez Fue ntes TROCITOS DE ACERA No se le puede pedir a un hombre, después de que le haya pasado el mundo por encima, que esté al tanto de pequeños detalles cotidianos como sacar la basura, hacer la cama, o asearse a diario, y esto solo por citar algunos ejemplos; ejemplos tal vez un poco tontos, y un poco imprecisos también. Este era el caso de uno de mis pacientes, Víctor Cosido, un señor de hechuras rectangulares y ojos de batracio, que andaba siempre envuelto en camisas trasnochadas, luciendo lamparones que el descuido y las imprevisibles propiedades de los fluidos aceitosos convertían en archipiélagos inventados. El caso es que a Víctor Cosido la vida le había enseñado los colmillos, convirtiendo su existencia en una penosa sucesión de lamentos que lo acercaban a ese universo inacabado en el que las cucarachas se entretienen rebañando la mugre, y las partículas de polvo arañan los pulmones. No era raro verlo en el trabajo con una áspera sombra de varios días aferrada a las mejillas, o que las bolsas de basura tomaran, por una primaria estrategia basada en el amontonamiento, todo el lavadero y parte de la cocina. Tal vez por eso, por una vida reducida a la más estricta rutina de levantarse, trabajar, comer poco y dormir a ratos, era incapaz de dedicar más de dos parpadeos seguidos a las pequeñas
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anomalías que tenían lugar a su alrededor; distorsiones mínimas, casi imperceptibles para su espíritu lacerado, invisibles para unos ojos con tendencia a pasear por lo remoto, allá entre las hilachas de los cirros, o a fijarlos en un punto inconcreto cuyos alrededores se fundían en negro como una televisión que se apaga de improviso, buscando, tal vez, respuestas a preguntas que se formulaban una y otra vez, siguiendo el proceso demencial de los bucles. Sí, no me cabe duda de que ése era el motivo por el que Víctor, al menos en un principio, no se paraba a conjeturar sobre las posibles razones por las que, casi a diario, se veía obligado a rescatar su reloj del fondo del cajón de su mesita de noche, un lugar de ordinario dominado por calcetines disparejos y sin zurcir, tras buscarlo enconado durante largos minutos; o que se encontrarse un cerco pringoso de café en un rincón de la encimera, siempre en el mismo lado, aunque no lograra poner en pie en qué momento había ido a dejar allí la taza. Al principio, todos estos inconvenientes de su día a día, y algunos otros que si tengo ocasión expondré más adelante, no suponían más que pequeños incordios a los que no daba demasiada trascendencia, y que despachaba dibujándose paréntesis entre las cejas, soltando bufidos, e incluso, si las prisas lo asediaban, profiriendo algún que otro exabrupto; y ahí quedaba el asunto. Pero claro, en psiquiatría pocas cosas escapan al escrutinio de la razón, y si se le da tiempo, las explicaciones terminan cayendo como melocotones maduros, aunque a veces estas se resistan a emerger desde las esquinas más sombrías de la cabeza, o traten de escabullirse entre los surcos que dan forma a los pensamientos. La esposa de Víctor, María del [42]
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Carmen, o Carmela, como todos la conocíamos, hacía ya algo más de medio año que se había arrojado desde el balcón de su casa. Su esposo, que había salido esa noche, se encontró a su regreso las sirenas, el tumulto, y el cadáver de su mujer cubierto por una sábana, tiñendo la acera de un elegante tono bermejo; un escenario éste difícil de olvidar. Carmela también fue paciente mía, antes, de hecho, de que lo fuera Víctor. Siempre fue una mujer acosada por ciertos desarreglos emocionales y algún que otro trastorno del comportamiento, aunque debo confesar (y esta es la primera confesión que hago, aunque no será la última), que la noticia me aflojó esa tornillería que sostiene la mandíbula en su sitio; y es que aunque Carmela mostraba evidentes signos de inestabilidad, nunca pensé que las tendencias suicidas formaran parte de su amplio catálogo de dolencias espirituales. No dejó nota, ni ningún indicio que explicará aquella tragedia en un solo acto; tan solo los zapatos y su gabán, depositados casi con mimo en la silla del balcón como únicos testigos de los hechos. Todos dimos por supuesto que debía haber estado bajo los efectos de una fuerte depresión que la llevó a buscar alivio allá en el otro barrio. Poco después, quien comenzó a frecuentar mi consulta fue Víctor, arrastrando una existencia que por momentos parecía reducirse a poco más que un aburrido conjunto de constantes vitales. Al principio, en aquellas visitas no me pareció ver en el comportamiento de Víctor nada anormal, nada que no se esperase de alguien que ha perdido a su esposa en unas circunstancias que merecieron las portadas de todos los diarios de tirada provincial. Su pesar me parecía proporcionado, y también esos desvelos por encontrar algunas pistas que [43]
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pudieran ayudarle a entender aquel salto en pos de la obstinada consistencia que presentan las aceras. Era entonces cuando me explicaba su escasa voluntad para atender sus obligaciones domésticas y su falta de apego al agua jabonosa. Por aquel entonces ya estaba bastante delgado, pero esa pérdida de peso no me hizo sospechar que padeciese algún trastorno alimenticio; ya les digo: todo me pareció normal, dadas las circunstancias. Pero tras unos meses de tratamiento, sus conversaciones comenzaron a tomar extrañas derivas, se fueron haciendo cada vez más erráticas, bordeando peligrosamente esa difusa frontera entre lo cuerdo y lo demás; parecía sumido en turbios laberintos, hablando con una voz que apenas lograba cruzar el cerco de los dientes, con la cabeza casi descolgada de los hombros, siguiendo con los ojos las derrotas de las líneas de sus manos. Siguió adelgazando, achicando volúmenes y formas hasta casi lo esquemático, y transformando su cara en un conjunto de ángulos y aristas que albergaban unos ojos que parecían congelados en la sorpresa. Fue entonces cuando comenzó a explicarme esas pequeñas distorsiones, algunas relacionadas con objetos que cambian de lugar de forma inexplicable y que ya antes he mencionado, y algunas otras, como despertarse en mitad de la noche sobresaltado porque creía haber sentido que alguien le llamaba, y entonces levantarse de la cama y encontrarse la televisión encendida, sintonizada en una ventisca de nieve, crepitando como hojarasca pisada en una salita cargada de signos de interrogación; o escuchar murmullos apresurados en la cocina, o en la salita otra vez, justo en mitad de ese frágil mecanismo que conduce al despertar, pero que cesaban al abrir los ojos; o atisbar, cuando no miraba, sombras en [44]
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movimiento, solo por las lindes de la visión, y siempre en ese baño del revés desde el cuál le observaba sorprendido su reflejo; movimientos que paraban quieto en cuanto enfocaba la mirada. Todo aquello, y esta es mi segunda confesión, me desconcertaba, eran para mí provincias ignotas por las que deambulaba sin brújula, me veía errabundo por las madrugadas, consultando ensayos y estudios de insignes colegas con la esperanza puesta en que arrojaran un cabo a lo profundo de mi ignorancia, alguna luz a mis penumbras académicas. Primero pensé que su dolor estaba alterando su percepción de la realidad; había algún precedente clínico que sustentaba siquiera en parte esta hipótesis, así que procedí a recetarle cierto tipo de fármaco que conjurase aquellas alucinaciones que comenzaban a apuntar sesgos inquietantes; pero aquello fue como intentar endulzar el mediterráneo con terroncitos de azúcar. Luego comencé a sospechar que tal vez estuviese incubando algún trastorno psicológico profundo. A esta última conclusión me llevó su comportamiento, a ratos ausente, con la mirada en terca peregrinación por las signaturas del papel pintado de mi consulta, quién sabe si encontrando en sus meandros y requiebros algún bálsamo milagroso a sus pesares; pero en otros momentos angustiado, aterrado, como si el diván en el que cada tarde desperdigaba sus huesos estuviese al filo de una azotea sin pretil. Una vez me lo encontré en la calle Nicomedes, parado delante de un pequeño naranjo, con la boca abierta y el brazo extendido, entretenido en el recuento de sus frutos. En otra ocasión lo vi en el espigón, estudiando la aeronáutica de las gaviotas, muy cerca de donde una fuente lanzaba chorros emulando los resoplidos de un cetáceo. Incluso [45]
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una vez me lo encontré aquí abajo, en la calle Aviador Durán, donde paso consulta cada tarde, chapoteando en un charco mientras insultaba a los gatos callejeros que paseaban indiferentes por un solar abandonado; al acercarme me dijo algo así como que los gatos no le dirigían la palabra por culpa de lo gris. Las piezas comenzaron a encajar una tarde de viernes. Ese día Víctor estaba especialmente ensimismado, otra vez recorriendo con la mirada la artística cartografía de trazos y elipses que adorna mi consulta. Tras despertar de sí mismo, me preguntó si Dios se preocuparía de igual manera por los problemas de los insectos que por los nuestros. Yo le dije que no creía en Dios. Su réplica consistió en decirme que los insectos tampoco creían en él, pero que eso a Dios se la traía floja (y esto es una cita literal). Aquí es donde aparece la tan ansiada clave de todo, y es que a continuación me confesó que antes de la muerte de Carmela se había estado viendo con otra mujer: Helena, me dijo que se llamaba; sí, Helena con hache, como aquella otra cuya belleza justificó una guerra allá en la pedregosa costa jónica; fue entonces cuando comencé a entrever los primeros despojos de la culpa, igual que los ahogados de un naufragio que salen a flote en las aguas calmas que suceden a las tormentas. La vida de Víctor al lado de Carmela no fue fácil; no lo hubiera sido para nadie. La cotidianidad era para ambos una interminable sucesión de ruinas y decepciones, un infierno que tenía lugar en apenas cincuenta metros cuadrados, en donde un olor a marisco en mal estado engrosaba de roña las paredes. A los desvaríos de Carmela, Víctor respondía con su impericia para darles trámite, con un bloqueo de corte existencialista, una [46]
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incapacidad vital; era como vivir atascado en una ciénaga maloliente. No trato con esto de justificar nada, es tan solo un tímido intento por explicar los porqués; los dichosos y esquivos porqués a los que tantas vuelta le di, y aún hoy le sigo dando. Me dijo que su relación con Helena ocurrió sin más, que coincidía con ella en la farmacia cuando iba en busca de ansiolíticos que mantuvieran a raya los delirios de Carmela, y que con tantas idas y venidas se fraguó cierta amistad, y que luego, no sabía explicarme cómo, le condujo a encontrar consuelo olisqueando la aterciopelada piel de su cuello, y acariciando el suave triángulo en el que se fundían sus muslos hambrientos. Me decía que hacía tiempo que había dejado de querer a su mujer, que sentía su pecho desinflado, muerto, pero que, con la llegada de Helena, esa parte del cerebro encargada de remover las pasiones y los sueños comenzó de nuevo a chisporrotear, justo cuando creía haberla extraviado en el mismo sitio donde debió perder las tardes de domingo y el buen humor. Víctor me contaba todo esto con una mirada que podría haber servido para ver florecer amapolas, mientras una triste ensoñación bailaba en sus pupilas; tal vez fue esta la única vez que vi algo vivo en aquellas cuencas amoratadas de penas y vigilias. Haciéndose ligero como pompa de jabón, Víctor me decía que, antes siquiera de saber su nombre, cuando Helena aparecía por la farmacia, el aire burbujeaba, se descargaba de humo y de melancolías, y ese olor a marisco pasado que fustigaba su pituitaria se disolvía en la fresca fragancia a caléndulas que abandonaba a su paso. Comenzó a recordar los sueños; en ellos, decía con ojos húmedos, volaba a voluntad sobre las hileras de los tejados, junto a golondrinas acróbatas, a ras de un océano que se despeinaba contra los [47]
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acantilados, y por encima de gaviotas entretenidas en el espionaje del cardumen que se entreveía bajo el turquesa. Al despertar, la luz que se filtraba por las junturas de los postigos tenía la misma textura que los sueños de los que regresaba, que el aleteo de las mariposas que vibraba en el hueco de su pecho; y cuando se lavaba la cara ante el espejo, comprobaba con cierta sorpresa que una sonrisa adornaba su cara, y que suspiraba cada vez que invocaba para sus adentros el nombre de su amada. Pero en la vida de Víctor incluso esta bonita historia quedó ensombrecida por la fatalidad, ya que Helena, tal vez por no llevarle la contraria a las tragedias griegas a las que debía su nombre, también se dejó convencer por las fuerzas gravitatorias para deshacerse contra la humedad y los líquenes que enmoquetan las aceras, como ya hiciera la esposa de Víctor; y esto lo hizo tan solo dos días después de que lo hiciera aquella. Aquí vuelvo a toparme con preguntas sin respuestas. Pero por otro lado, fue entonces cuando comencé a comprender que, aquella alma dolorida de Víctor que aprecié en las primeras visitas, sollozaba por ella, no por Carmela; y que fue el suicidio de aquella, y no el de su esposa, lo que le tenía el corazón a un tris de despeñarse desde su costillar. Pero claro todo esto no explica por sí solo todos esos trastornos que Víctor venía sufriendo; todas esas distorsiones de las que era testigo, en las que no reparaba al principio, pero que tan hondamente estaba alterando esa convención que unos señores muy listos llamaron cordura. Pocos días después de que me confesara la existencia de Helena, Víctor llegó a mi consulta doblado como un boomerang y con dos monedas de cincuenta por ojos; fue esa la última vez que lo vi. Su piel estaba fría como [48]
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el diez de enero, y excretaba un hedor a leonera que hubiera puesto en estampida a un rebaño de ñus. Le dije que se tendiera en el diván, que me dijera a qué venía aquel oscuro celaje que pendía sobre su coronilla, pero parecía no oírme, no entenderme. Cuando al fin conseguí que emergiera de sus brumas, abrió la mano derecha que tenia crispada en un puño y me mostró un papel arrugado. Lo tomé sin entender. Cuando lo desplegué pude observar que se trataba de una entrada de cine: El amor en los tiempos del cólera. Sala diez. Fila doce. Butaca cuatro. Y la hora y la fecha: el día del suicidio de Carmela. Entre balbuceos comenzó a contarme que ese día Helena y él habían ido al cine, a ver esa película, porque Helena era una admiradora de García Márquez y claro, no podían perderse aquella adaptación cinematográfica que era para ella la mejor historia del colombiano. Supuse que el hallazgo de la entrada, y lo simbólico de la fecha, habían vertido vinagre a unas heridas que distaban todavía mucho de estar cerradas. Comencé a consolarle, apelé a los tópicos manidos de siempre, y a ciertas técnicas profesionales que me saqué de la manga con el propósito de atenuar aquel brote de dolor tan comprensible; pero claro, qué sabía yo entonces. Su mirada incongruente fue lo primero que me hizo pensar que algo no encajaba; una mirada que me dedicó justo antes de confesarme que, efectivamente, ellos estuvieron en esa sala, ese día, a esa hora, en las butacas cuatro y seis, pero que la fila era la ocho: cuatro por debajo de la que indicaba la entrada que sostenía en mi mano; y es que, según me reveló entre sollozos, esa entrada la había encontrado en el gabán de Carmela.
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Es una práctica muy extendida, es más, es un impulso inevitable, el sacar conclusiones apresuradas de todo cuanto acontece a nuestro alrededor. Pero tras esto parece claro que al menos una de las preguntas pendientes de respuesta dejó de estarlo: Carmela sabía de la existencia de Helena y de su relación con su esposo. En el aire, allí mismo, flotando delante de nosotros, se reproducía una y otra vez el trágico salto de Carmela: Carmela, con un oleaje de frunces sobre el puente levadizo que fingían ser sus cejas, saltando trágicamente justo después de guardar el ticket del cine en el bolsillo del gabán, y de depositar éste primorosamente en la silla, junto con los zapatos. Intenté tímidamente restarle importancia, le dije que tal vez se la encontró, que tal vez se equivocaba con las fechas, o con las filas… ni yo me creía los endebles argumentos con los que intentaba consolar lo inconsolable. No tardó en decirme que ahora sabía qué era lo que estaba pasando en su casa, que no se trataba de ningún mal que aquejara su cabeza, que en realidad, la naturaleza de lo que estaba sucediendo siempre la había sospechado. Me dijo que ni la muerte le había liberado de su esposa, que era ella quien le escondía el reloj, quien dejaba cercos de café en la cocina, quien cuchicheaba en la salita por las noches, y quien encendía la televisión y la sintonizaba en un canal de aguanieve que se emitía desde el trasmundo. Yo era incapaz de decirle nada, de dar una réplica lógica; sentía la boca llena de pelusa, y la cabeza despoblada de respuestas. Se fue de la consulta como un espectro hediondo, dando traspiés, y con la mirada olvidada en la lejanía. Como digo, no volví a verlo, pero poco después me llegó la noticia de que también él fue en busca de su acera lanzándose desde el balcón, rindiendo con ello [50]
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un último homenaje a las dos mujeres entre las que pivotó su vida. Y él tampoco dejó nota. Confieso, y esta es mi última confesión, la que envuelve a todas las demás en un halo de decepciones, que el caso de Víctor y Carmela es el gran fracaso que macula mi carrera profesional. Ya no me asusto al sorprenderme a mí mismo, un reputado psiquiatra, doctor honoris causa por la Universidad de Yale, enmarañado en pensamientos poco apropiados, o haciéndome preguntas de un marcado cariz fantasioso. Como ya dije al principio de esta nota (porque yo sí dejaré esta nota antes de reunirme con mi trocito de acera), pocas cosas escapan al escrutinio de la razón; pero pocas cosas no es ninguna cosa. Estos pensamientos me acosan desde entonces, agazapados entre las musgosas penumbras que oscurecen el interior de mi cráneo; y esto ocurre sobre todo en los instantes que siguen a la duermevela. En esos momentos difusos, inasibles, a veces creo escuchar en mitad del silencio nocturno reproches susurrados, o tal vez risas contenidas, seguidos de los chasquidos que produce la invisible liza entre iones y cationes; y siempre que esto sucede me asalta el mismo temor, la misma duda: si esos murmullos provienen de los íntimos entrepaños que forran mi consciencia, o desde lo más profundo de la salita de mi casa, de un rincón en el que, desde hace ya algún tiempo, mora y se oculta lo gris.
Ignacio Gómez Fuentes
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Antonio Fran co ROTA, CON LOS CINCO SENTIDOS Si estuviese lejos de ti... Echaría de menos el aroma de tu sal, las fragancias de tu huerto.
Añoraría otear desde tu balcón y percibir los destellos de tu mar, la luz de tu espacio.
Extrañaría al pimiento, al tomate, al ajo, al aceite... de tus arranques.
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Recordaría el murmullo de tus olas al romper en tus orillas.
Evocaría las caricias del levante, del poniente, el roce de tu viento del sur.
Si estuviese lejos de ti...
Antonio Franco
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La ra Ma n rique BUENAS NOCHES, SEÑOR LOBO Todos tenemos dentro dos lobos. ¿Cuál decides alimentar tú? Camino despacio y de forma descuidada. Una vuelta, otra y otra más a un patio que parece no terminar. Rectángulo perfecto e infinito. Reloj de asfalto en el que se arrastran las horas. Otros, caminan con un paso más enérgico. Me abandonan tras ellos y vuelven a encontrarme minutos después. Cruzamos nuestros pasos. Somos cuerpos que chocan y vagan sin destino. Estrellas perdidas. Brújulas marcando el camino a Ninguna Parte. Somos polvo que mece el viento y deja a un lado y a otro, sin demasiado cuidado. Una voz llena la megafonía, pero mis pensamientos se encuentran ahora muy lejos de aquí y las palabras suenan acorchadas. Tengo los oídos estancos y siento el corazón latiendo valiente y apresurado dentro de mi sien. Me pesan los hombros. Hoy debe de estar bien repleta la mochila de penas y miserias que llevo a la espalda. Todos portamos una, pero solo nosotros la vemos. Es imperceptible a los demás, aunque pesa. Pesa mucho. A veces la abandono un rato en la celda. Trato de olvidarla. Deshacer el vinculo que nos une. Pero al final, siempre me descubro volviendo a ella. Cuando me abraza la espalda, la odio. Me avergüenza. Me [54]
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consume... Cuando la abandono, abandono también una parte de mí y me siento vacío. Pequeño. Torpe e inseguro. Por eso corro a recuperarla. A veces, tropiezo con la mochila de otros. Sí. Todos necesitamos abandonarla de vez en cuando; y hay días que las galerías se llenan de saquitos de tormentos. En esos momentos, me siento menos solo. Todos peregrinamos por este camino que parece eterno bajo el cielo gris de un día que comenzó hace mucho y no encuentra su fin.
Lara Manrique
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LITERATURA LOCAL VENDETTA SANGRIENTA (José Antonio Herrera) Todo comienza cuando Daniel Roerich, detective privado, llega a su oficina donde le espera el matón de la poderosa familia de los Gabinos. Trae un encargo que Daniel se ve obligado a aceptar y que le obligará a adentrarse en el peligroso mundo de la mafia italoamericana. Asimismo, se verá involucrado en asuntos que van más allá de los límites de lo ordinario. Vendetta Sangrienta es uno de esos libros calificados como pulp, una literatura popular que vivió su apogeo en los Estados Unidos de principios del siglo XX. Toma nombre del tipo de papel que se usaba, la pulpa de madera, para imprimir pequeños libros como Amazing Stories, Dime Detective, Weird Tales, Horror Stories y Black Mask, pionera del género negro. Se considera que el pulp era más una manera de escribir que un género literario, pues se trataba de estimular la imaginación del lector a través del terror, la fantasía, la ciencia ficción, las historias de detectives, los romances, etc. Y lo que no muchos saben es que de aquí salieron autores tan aplaudidos como Raymond Chandler y Dashiell Hammet, que sentaron las bases de la novela negra; H.P. Lovercraft y su terrorífico
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universo y la ciencia ficción de Phillip K. Dick, Isaac Asimov y Ray Bradbury. En cuanto a este libro es el primero de varias novelas que se han publicado dentro del universo que creó Lem Ryan (seudónimo de Francisco Javier Miguel Gómez, escritor español que inició su obra literaria con las novelas populares, también conocidas como «de a duro», «de quiosco» o bolsilibros). A José Antonio Herrera le acompañan otros autores cuyas novelas se complementan a esta compartiendo personajes y lugares. Las calles de Nueva York de los años ochenta es el escenario elegido para desarrollar esta aventura sobrenatural a la que no le falta ningún ingrediente característico del pulp fiction: vampiros, hombres lobo, mafia, sangre y un protagonista que nos recuerda al prototipo de hombre duro y cínico de las novelas negras.
Conchi Castellano García
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RECOMENDACIÓN LITERARIA REINA ROJA (Juan GómezJurado) Reina roja es el nombre de un proyecto a nivel europeo del que forman parte personas extraordinarias para afrontar situaciones que escapan a las capacidades de los cuerpos y fuerzas de seguridad de cada uno de los estados miembros que forman parte del mismo. Antonia Scott, su protagonista, es una mujer especial a la que le cuesta resolver sus problemas pero con gran capacidad para solventar los de los demás. Y lo que la hace especial es su gran inteligencia, cosa que también es su gran maldición. Antonia es un personaje que se va construyendo poco a poco y cuya fuerza no radica en lo que muestra, sino en lo que esconde. En su camino se cruza Jon Gutiérrez, un buen policía acusado de corrupción. Por eso acepta la propuesta de sacarla de su encierro y que vuelva a hacer lo que hacía. Será así cómo guiados por ellos dos, nos veremos inmerso dentro un caso complejo y cruento que pondrá a prueba nuestros nervios. Un thriller emocionante y vertiginoso muy bien cimentado, con un ritmo trepidante creado por las diferentes velocidades de la trama y la alternancia de [58]
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distintas voces que, sumado a un buen equilibrio entre la ficción y la realidad, conseguirá mantenernos en vilo hasta el final. En definitiva, una historia bien ejecutada que no hay que perderse si se es amante de los buenos thrillers.
Conchi Castellano García
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