camila

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ada más llegar a casa el miércoles, supe que Jacques estaba allí con mi madre. Lo supe en cuanto entré en el vestíbulo del edificio y el portero dijo: «Buenas tardes, señorita Camila», sonriéndome con esa sonrisa burlona y maliciosa que ya temía encontrarme cada vez que llegaba a casa. Crucé el vestíbulo e hice votos para que Jacques se fuera, ahora que llegaba yo a casa, antes de que regresara mi padre. Me alegré de haber ido directamente a casa, después del colegio, en lugar de haberme ido a dar un paseo con Luisa. Entré en el ascensor y el ascensorista dijo, como si estuviera saboreando algo exótico: —Buenas tardes, señorita Camila. Tienen ustedes visita. —¿Sí? —dije. —Sí. El ascensorista es bajito y gordo y, aunque peina canas y le faltan dos dientes, por lo que exhibe dos huecos negros en la boca, todo el mundo se refiere a él como el chico del ascensor, nunca como el hombre del ascensor. El gesto malicioso con el que mueve los ojos cuando habla, hace que se parezca más a los hermanos de algunas de las chicas del colegio que a una persona mayor. En aquel momento, sus ojos centelleaban con un regocijo ofensivo, como si fuera a adelantar un pie y ponerme la zancadilla, para reírse luego a carcajadas cuando me viera caer de bruces. —Ese señor Nissen está arriba —dijo, sonriendo—. Preguntó específicamente si estaba usted y luego dijo que subiría y la esperaría.


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ada más llegar a casa el miércoles, supe que Jacques estaba allí con mi madre. Lo supe en cuanto entré en el vestíbulo del edificio y el portero dijo: «Buenas tardes, señorita Camila», sonriéndome con esa sonrisa burlona y maliciosa que ya temía encontrarme cada vez que llegaba a casa. Crucé el vestíbulo e hice votos para que Jacques se fuera, ahora que llegaba yo a casa, antes de que regresara mi padre. Me alegré de haber ido directamente a casa, después del colegio, en lugar de haberme ido a dar un paseo con Luisa. Entré en el ascensor y el ascensorista dijo, como si estuviera saboreando algo exótico: —Buenas tardes, señorita Camila. Tienen ustedes visita. —¿Sí? —dije. —Sí. El ascensorista es bajito y gordo y, aunque peina canas y le faltan dos dientes, por lo que exhibe dos huecos negros en la boca, todo el mundo se refiere a él como el chico del ascensor, nunca como el hombre del ascensor. El gesto malicioso con el que mueve los ojos cuando habla, hace que se parezca más a los hermanos de algunas de las chicas del colegio que a una persona mayor. En aquel momento, sus ojos centelleaban con un regocijo ofensivo, como si fuera a adelantar un pie y ponerme la zancadilla, para reírse luego a carcajadas cuando me viera caer de bruces. —Ese señor Nissen está arriba —dijo, sonriendo—. Preguntó específicamente si estaba usted y luego dijo que subiría y la esperaría.


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Sí, no era difícil imaginarse cómo habría preguntado Jacques por mí, sonriendo y hablando con su voz aduladora, tan suave como la de un perro de aguas. Sí, es por mí por quien Jacques pregunta siempre. Yo soy como un juego entre Jacques, el portero y el viejo chico del ascensor, una pelota que se arrojan entre sí, sonriendo siempre, como si todos ellos comprendieran que el juego no tiene apenas importancia... Así, pues, el chico del ascensor me miró con mirada burlona y detuvo el ascensor en el piso catorce. En realidad es el piso trece, pero me había dado cuenta de que en la mayoría de las casas de pisos omitían el trece y le ponían catorce. Es una tontería. Se puede cambiar el número, pero no el piso. Le dije adiós al chico del ascensor, saqué mi llave del bolsillo del abrigo azul marino y entré en el piso. Oí sus voces procedentes del salón (*). Rogué para que mi padre no la oyera nunca reírse así, pero no sé a quién estaba rogando, si a mi madre, a Jacques o a Dios. Crucé el vestíbulo en dirección a mi cuarto, colgué el abrigo y la boina roja y dejé los libros sobre mi escritorio. Luego, a diferencia de lo que solía hacer habitualmente, no me senté a hacer mis deberes escolares, sino que volví al salón, para que Jacques supiera que yo estaba en casa. Caminé pesadamente, taconeando con mis zapatos de colegial, para que lo supiera antes de que yo entrara en el salón. Luego, llamé a la puerta. —Adelante —dijo mi madre—. ¡Ah, eres tú, Camila! ¿Qué tal te ha ido en el colegio? Le estaba diciendo a Jacques lo bien que siempre..., el último informe fue realmente..., tu padre y yo estamos encantados de tus progresos. Mi madre habla siempre a retazos, como si tuviera tanta prisa por decir todo, que casi nunca tiene tiempo de terminar una frase. Su voz es como un arroyo que baja una pendiente brincando y acaba dispersándose al chocar con rocas de todas las formas y tamaños. Me acerqué a besar a mi madre y luego le di la mano a Jacques. —Por Dios, Camila —dijo mi madre—, tienes la mejilla helada. ¿Está lloviendo o...? ¿Crees que nevará esta noche, Jacques...? Es la época... Claro que, luego, no me gusta la nieve en la ciudad..., pero es precioso mientras cae —luego se

rio. No sé bien lo que significaba esa risa, pero creo que, simplemente, se siente libre para reírse, porque piensa que soy tan joven que me encuentra como un gatito que aún no ha abierto los ojos. Pero cuando tienes quince años, ya has pasado esa etapa. Los quince son una edad curiosa; para mi padre y mi madre resulta muy conveniente que yo tenga quince años, porque pueden aducir que soy demasiado joven o demasiado mayor, cuando quieren decir que no a algo. Luisa tiene dieciséis y dice que a ella le pasa lo mismo; pierdes todas las ventajas de ser una niña y no consigues ninguna por ser adulta. —Buenas tardes, Camila —dijo Jacques con su estilo pulido. Miró a mi madre—. Sí, Rose, debe haber empezado a llover. ¿No es así, Camila? —Sí —libré mi mano de la suya. No la abrió, sino que la mantuvo aferrada a la mía, por lo que sentí el roce de su palma al deslizar mis dedos para sacarlos. —Tienes las pestañas húmedas —dijo Jacques— y gotas de agua en el pelo. Te he traído un regalo, Camila. —Oh, sí, Camila, mira lo que... Jacques ha traído una preciosa... Sí, Jacques vino a..., vino solo por ti..., para traerte un regalo. Jacques se dirigió a la mesa que hay bajo el retrato de Carroll de mi madre y cogió un paquete parecido a un pequeño cofre. Me lo dio. —Puede que seas demasiado mayor para esto, Camila —dijo—, pero tu madre me ha dicho que este año estás aprendiendo a coser y... —Sí; Camila está aprendiendo a coser tan maravillosamente..., le vendrá bien practicar..., hacerle todos los vestidos y quizá, también, algunos sombreros... —dijo mi madre con voz fuerte y excitada. —Gracias —dije. —No lo vas a abrir? —preguntó mi madre. Abrí el paquete. Era una muñeca. Una muñeca grande, con pelo de verdad y grandes pestañas negras, y unos horribles y llamativos ojos azules, que giraban y se abrían y cerraban. Cuando la icé, abrió su boquita rosada, exhibiendo dos filas de inhumanos dientecitos blancos. No me han gustado nunca las muñecas. Por alguna razón, siempre me han asustado un poco, porque son como caricaturas de todo lo que es frío, aborrecible y antipático en la gente.

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Mi madre estaba riéndose a carcajadas, excitada y feliz.


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Sí, no era difícil imaginarse cómo habría preguntado Jacques por mí, sonriendo y hablando con su voz aduladora, tan suave como la de un perro de aguas. Sí, es por mí por quien Jacques pregunta siempre. Yo soy como un juego entre Jacques, el portero y el viejo chico del ascensor, una pelota que se arrojan entre sí, sonriendo siempre, como si todos ellos comprendieran que el juego no tiene apenas importancia... Así, pues, el chico del ascensor me miró con mirada burlona y detuvo el ascensor en el piso catorce. En realidad es el piso trece, pero me había dado cuenta de que en la mayoría de las casas de pisos omitían el trece y le ponían catorce. Es una tontería. Se puede cambiar el número, pero no el piso. Le dije adiós al chico del ascensor, saqué mi llave del bolsillo del abrigo azul marino y entré en el piso. Oí sus voces procedentes del salón (*). Rogué para que mi padre no la oyera nunca reírse así, pero no sé a quién estaba rogando, si a mi madre, a Jacques o a Dios. Crucé el vestíbulo en dirección a mi cuarto, colgué el abrigo y la boina roja y dejé los libros sobre mi escritorio. Luego, a diferencia de lo que solía hacer habitualmente, no me senté a hacer mis deberes escolares, sino que volví al salón, para que Jacques supiera que yo estaba en casa. Caminé pesadamente, taconeando con mis zapatos de colegial, para que lo supiera antes de que yo entrara en el salón. Luego, llamé a la puerta. —Adelante —dijo mi madre—. ¡Ah, eres tú, Camila! ¿Qué tal te ha ido en el colegio? Le estaba diciendo a Jacques lo bien que siempre..., el último informe fue realmente..., tu padre y yo estamos encantados de tus progresos. Mi madre habla siempre a retazos, como si tuviera tanta prisa por decir todo, que casi nunca tiene tiempo de terminar una frase. Su voz es como un arroyo que baja una pendiente brincando y acaba dispersándose al chocar con rocas de todas las formas y tamaños. Me acerqué a besar a mi madre y luego le di la mano a Jacques. —Por Dios, Camila —dijo mi madre—, tienes la mejilla helada. ¿Está lloviendo o...? ¿Crees que nevará esta noche, Jacques...? Es la época... Claro que, luego, no me gusta la nieve en la ciudad..., pero es precioso mientras cae —luego se

rio. No sé bien lo que significaba esa risa, pero creo que, simplemente, se siente libre para reírse, porque piensa que soy tan joven que me encuentra como un gatito que aún no ha abierto los ojos. Pero cuando tienes quince años, ya has pasado esa etapa. Los quince son una edad curiosa; para mi padre y mi madre resulta muy conveniente que yo tenga quince años, porque pueden aducir que soy demasiado joven o demasiado mayor, cuando quieren decir que no a algo. Luisa tiene dieciséis y dice que a ella le pasa lo mismo; pierdes todas las ventajas de ser una niña y no consigues ninguna por ser adulta. —Buenas tardes, Camila —dijo Jacques con su estilo pulido. Miró a mi madre—. Sí, Rose, debe haber empezado a llover. ¿No es así, Camila? —Sí —libré mi mano de la suya. No la abrió, sino que la mantuvo aferrada a la mía, por lo que sentí el roce de su palma al deslizar mis dedos para sacarlos. —Tienes las pestañas húmedas —dijo Jacques— y gotas de agua en el pelo. Te he traído un regalo, Camila. —Oh, sí, Camila, mira lo que... Jacques ha traído una preciosa... Sí, Jacques vino a..., vino solo por ti..., para traerte un regalo. Jacques se dirigió a la mesa que hay bajo el retrato de Carroll de mi madre y cogió un paquete parecido a un pequeño cofre. Me lo dio. —Puede que seas demasiado mayor para esto, Camila —dijo—, pero tu madre me ha dicho que este año estás aprendiendo a coser y... —Sí; Camila está aprendiendo a coser tan maravillosamente..., le vendrá bien practicar..., hacerle todos los vestidos y quizá, también, algunos sombreros... —dijo mi madre con voz fuerte y excitada. —Gracias —dije. —No lo vas a abrir? —preguntó mi madre. Abrí el paquete. Era una muñeca. Una muñeca grande, con pelo de verdad y grandes pestañas negras, y unos horribles y llamativos ojos azules, que giraban y se abrían y cerraban. Cuando la icé, abrió su boquita rosada, exhibiendo dos filas de inhumanos dientecitos blancos. No me han gustado nunca las muñecas. Por alguna razón, siempre me han asustado un poco, porque son como caricaturas de todo lo que es frío, aborrecible y antipático en la gente.

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Mi madre estaba riéndose a carcajadas, excitada y feliz.


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—¿Ves? Tiene unas pestañas como las tuyas, Camila. Y no es..., no es solo una muñeca para una niña, ya sabes —pareció súbitamente nervioso y se pasó rápidamente los dedos por el pelo, espeso y ondulado, y casi tan bonito como el de mi madre. La cabeza de la muñeca descansaba en mi brazo, con la redonda y sonrosada boca cerrada despreciativamente. —Y tus deberes escolares..., ¿no tienes que hacerlos, Camila? Ese latín... y esas cosas de geometría que le preguntaste a tu padre... Nunca pude entender la geometría —dijo mi madre. —Sí —dije a mi madre, y a Jacques—: Muchas gracias por la muñeca. Salí del salón y crucé de nuevo el vestíbulo. Dejé la muñeca en una butaca y quedó boca abajo, con la cabeza recostada en uno de los brazos de la butaca, como un enano borracho. Me di cuenta entonces de que había olvidado la caja y el papel de envolver en la mesa, debajo del retrato de mi madre, así que regresé al salón y esta vez no llamé a la puerta. No sé si lo hice a propósito o no, pero lo cierto es que, cuando entré en el salón, Jacques y mi madre estaban besándose, como me había figurado. —Olvidé la caja de la muñeca —dije con voz ronca y me dirigí a la mesa. Jacques abrió la boca para decir algo, la cerró y la volvió a abrir, y creo que esta vez iba a decir algo, solo que los tres nos quedamos helados y en silencio al oír el ruido de la llave de mi padre en la cerradura.

rrillo se aplastó y se rompió, dejando escapar partículas de tabaco del desgarrón—. Dice Camila que está lloviendo. ¿No te has...? ¿No sería mejor que te cambiaras de calzado si...? ¿O ha dejado de llover? —Aún sigue lloviendo —dijo mi padre, que se inclinó por encima de la mesa para besarla; luego, saludó a Jacques—: Buenas tardes. —¿Qué hora es..., o has venido antes? —preguntó mi madre. —He venido antes —dijo mi padre—. Estás muy atractiva esta tarde, Rose —luego miró hacia mí con aquella sonrisa tensa, como si le doliera mover la boca—. ¿Qué llevas ahí, Camila? —Una caja —dije. —¿Y para qué es esa caja? —mi padre volvió a inclinarse sobre la mesita del café, cogió un cigarrillo de la caja de plata y se lo ofreció a mi madre. A continuación, sacó su encendedor y se lo encendió. Durante todo aquel tiempo no dijo nada, mirándola y devolviéndole ella la mirada, con ojos azules como los de la muñeca. Mi padre parecía llenar la habitación, de pie junto a la mesita del café, con su traje oscuro y su encendedor aún llameante en la mano extendida. —Es la caja de una muñeca —dije. —¿De una muñeca? Me di cuenta de que, ahora, Jacques y mi madre se alegraban de que yo hubiera regresado al salón cuando lo hice. Mi madre dijo: —Jacques le ha traído una muñeca a Camila. Jacques es el más ardiente admirador de Camila. —¿Y dónde está la muñeca? —preguntó mi padre—. Verdaderamente, Rose, ¿a quién se le ocurre darle una muñeca a Camila? Ya no es una niña. Esta era la primera vez que veía yo que mi padre fuera rudo con alguien, lo que me llamó la atención. —Está en mi cuarto —dije—. Volví para recoger la caja —miré a Jacques, luego a mi madre y, finalmente, a mi padre. Mi padre es un hombre muy grande. Es alto y corpulento, y su cuerpo es tan duro como una roca. Su pelo es tan fuerte y regular como el mármol negro y los aladares blancos son como las vetas del mármol. Sus hombros son tan amplios como los de la estatua de Atlas que hay en la Quinta

Oímos entrar a mi padre y el sonido apagado producido al dejar el sombrero en la mesa del vestíbulo y el abrigo en la butaca, para que los recogiera Carter, la criada. Mi madre se dirigió al sofá, se sentó frente a la mesita del café y encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos, pálidos y delgados como el cigarrillo que sostenían. Mi padre entró en el salón y su tensa sonrisa no se inmutó cuando vio a Jacques; solo se hizo un poco más tensa, de la forma que siento el aparato dental sobre mis dientes cuando acabo de salir del dentista. —Buenas tardes, Rafferty, cariño —dijo mi madre, aplastando su cigarrillo sin fumar en un cenicero. El ciga-


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—¿Ves? Tiene unas pestañas como las tuyas, Camila. Y no es..., no es solo una muñeca para una niña, ya sabes —pareció súbitamente nervioso y se pasó rápidamente los dedos por el pelo, espeso y ondulado, y casi tan bonito como el de mi madre. La cabeza de la muñeca descansaba en mi brazo, con la redonda y sonrosada boca cerrada despreciativamente. —Y tus deberes escolares..., ¿no tienes que hacerlos, Camila? Ese latín... y esas cosas de geometría que le preguntaste a tu padre... Nunca pude entender la geometría —dijo mi madre. —Sí —dije a mi madre, y a Jacques—: Muchas gracias por la muñeca. Salí del salón y crucé de nuevo el vestíbulo. Dejé la muñeca en una butaca y quedó boca abajo, con la cabeza recostada en uno de los brazos de la butaca, como un enano borracho. Me di cuenta entonces de que había olvidado la caja y el papel de envolver en la mesa, debajo del retrato de mi madre, así que regresé al salón y esta vez no llamé a la puerta. No sé si lo hice a propósito o no, pero lo cierto es que, cuando entré en el salón, Jacques y mi madre estaban besándose, como me había figurado. —Olvidé la caja de la muñeca —dije con voz ronca y me dirigí a la mesa. Jacques abrió la boca para decir algo, la cerró y la volvió a abrir, y creo que esta vez iba a decir algo, solo que los tres nos quedamos helados y en silencio al oír el ruido de la llave de mi padre en la cerradura.

rrillo se aplastó y se rompió, dejando escapar partículas de tabaco del desgarrón—. Dice Camila que está lloviendo. ¿No te has...? ¿No sería mejor que te cambiaras de calzado si...? ¿O ha dejado de llover? —Aún sigue lloviendo —dijo mi padre, que se inclinó por encima de la mesa para besarla; luego, saludó a Jacques—: Buenas tardes. —¿Qué hora es..., o has venido antes? —preguntó mi madre. —He venido antes —dijo mi padre—. Estás muy atractiva esta tarde, Rose —luego miró hacia mí con aquella sonrisa tensa, como si le doliera mover la boca—. ¿Qué llevas ahí, Camila? —Una caja —dije. —¿Y para qué es esa caja? —mi padre volvió a inclinarse sobre la mesita del café, cogió un cigarrillo de la caja de plata y se lo ofreció a mi madre. A continuación, sacó su encendedor y se lo encendió. Durante todo aquel tiempo no dijo nada, mirándola y devolviéndole ella la mirada, con ojos azules como los de la muñeca. Mi padre parecía llenar la habitación, de pie junto a la mesita del café, con su traje oscuro y su encendedor aún llameante en la mano extendida. —Es la caja de una muñeca —dije. —¿De una muñeca? Me di cuenta de que, ahora, Jacques y mi madre se alegraban de que yo hubiera regresado al salón cuando lo hice. Mi madre dijo: —Jacques le ha traído una muñeca a Camila. Jacques es el más ardiente admirador de Camila. —¿Y dónde está la muñeca? —preguntó mi padre—. Verdaderamente, Rose, ¿a quién se le ocurre darle una muñeca a Camila? Ya no es una niña. Esta era la primera vez que veía yo que mi padre fuera rudo con alguien, lo que me llamó la atención. —Está en mi cuarto —dije—. Volví para recoger la caja —miré a Jacques, luego a mi madre y, finalmente, a mi padre. Mi padre es un hombre muy grande. Es alto y corpulento, y su cuerpo es tan duro como una roca. Su pelo es tan fuerte y regular como el mármol negro y los aladares blancos son como las vetas del mármol. Sus hombros son tan amplios como los de la estatua de Atlas que hay en la Quinta

Oímos entrar a mi padre y el sonido apagado producido al dejar el sombrero en la mesa del vestíbulo y el abrigo en la butaca, para que los recogiera Carter, la criada. Mi madre se dirigió al sofá, se sentó frente a la mesita del café y encendió un cigarrillo. Le temblaban los dedos, pálidos y delgados como el cigarrillo que sostenían. Mi padre entró en el salón y su tensa sonrisa no se inmutó cuando vio a Jacques; solo se hizo un poco más tensa, de la forma que siento el aparato dental sobre mis dientes cuando acabo de salir del dentista. —Buenas tardes, Rafferty, cariño —dijo mi madre, aplastando su cigarrillo sin fumar en un cenicero. El ciga-


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Avenida, cerca del Rockefeller Center, esa que sostiene en alto el mundo y parece estar a punto de caerse del pedestal por su peso. Pero el pie de mi padre no flaquearía. —¿Una bebida, Nissen? —preguntó mi padre. —No, gracias —murmuró Jacques—. Debo marcharme. Tengo una cita en el centro. No esperé a que se despidiera, sino que salí del salón y volví a mi cuarto. Apagué la luz. Al principio no pude ver nada; durante unos instantes fue como estar ciega, pero luego vi, más allá de la ventana de mi cuarto, las ventanas iluminadas de los pisos del otro lado del patio. Descorrí las cortinas y miré fuera. Cuando era mucho más joven, solía pensar que vivir de cara a aquel patio era, hasta cierto punto, como vivir en la conejera de Alicia en el país de las Maravillas, A veces, Luisa y yo permanecemos junto a la ventana, viendo anochecer y contándonos cosas de la gente que vive en los otros pisos. O bien, en noches despejadas de invierno, trato de enseñarle las estrellas a Luisa. Hay que asomarse bastante y mirar más allá de la conejera de edificios para verlas, pero cuando hace frío y está despejado, puedo mostrarle Aldebarán y Betelgeuse, Belatrix y Sirio, las Pléyades y Perseo. Tres de los lados del patio que forman la conejera lo ocupa la enorme casa de pisos en que vivo. El cuarto lado es una casa de pisos, menor y más baja, de la que domino la azotea, en la que hay un gran estanque con una escalerilla de manos adosada a él, por la que, sin embargo, no he visto nunca subir a nadie. Más allá de esa azotea es donde puedo ver las estrellas. A veces, en verano, suben a esa azotea chicas en traje de baño, extienden unas toallas y se tumban al sol; por la noche suben con chicos y contemplan la salida de la luna por encima del contorno desigual de la ciudad y se besan de la misma forma que vi besarse a Jacques y a mi madre. Las habitaciones de este edificio son diferentes a las de nuestra casa. Están más desordenadas y la gente no se preocupa de correr los visillos o bajar las persianas tan a menudo, y hay pocas criadas encendiendo lámparas o prendiendo candelabros en mesas de caoba y viéndoselas atareadas en la cocina por la noche. Hay algo excitante en las cocinas. Me gusta estar junto a la ventana de mi cuarto y contemplar cómo se prepara la cena, imaginándome cosas de familias felices que tienen muchos hijos.

Estaba allí, junto a la ventana de mi cuarto, después de dejar, despidiéndose, a mi madre, mi padre y Jacques, y observé, a través de la cortina de agua que caía, una gran cocina de la casa pequeña, donde toda una familia, padre y madre y cuatro hijos, y, además, una abuela, comían, sentados alrededor de una gran mesa de cocina azul, huevos revueltos y tocino. Se abrió la puerta y oí la voz de mi padre. —Camila. Me volví y le vi, tapando casi por completo el umbral de la puerta, recortándose la silueta de su cuerpo por la luz amarillenta que procedía del vestíbulo. —Estoy aquí, papá. —¿Qué haces sola y a oscuras? —Estaba mirando la lluvia. —Eso suena a tristeza —dijo mi padre—. Enciende la luz, ponte uno de tus preciosos vestidos y vámonos a cenar fuera. —¡Oh! —dije. —Tu madre tiene jaqueca —dijo mi padre—. así que va a tomar un té con tostadas y se va a acostar, y pensé que sería una buena idea que saliéramos a corretear juntos. ¿Qué te parece? —Estupendo —me separé de la ventana y encendí la luz de mi escritorio, cuya viveza me hizo parpadear. —Te doy media hora para que te arregles y luego nos iremos —mi padre me dio una palmadita en la espalda y se fue. Me dirigí al cuarto de baño, me duché y me cepillé los dientes. Para mí es un fastidio cepillarme los dientes, a causa del aparato dental, aunque ahora es más sencillo, pues no tengo la parte de fuera, sino solo la de dentro. Mientras me cepillaba los dientes, llegó mi madre, llevando una bata de terciopelo rosa, y dijo: —Camila, querida, cuando estés vestida ven a mi cuarto y..., ¡cielos, cariño, tienes pasta de dientes por toda la cara...!; y te peinaré y podrás usar un poco de mi colorete —la expresión de su rostro denotaba impaciencia y sus pestañas aparecían húmedas y estropeadas, como si hubiese empezado a llorar y luego se hubiera contenido. El pelo claro le caía por la espalda y parecía más suave y exuberante que el terciopelo de su bata—. ¿De acuerdo, cariño? —De acuerdo, mamá —dije, mientras trataba de en-


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Avenida, cerca del Rockefeller Center, esa que sostiene en alto el mundo y parece estar a punto de caerse del pedestal por su peso. Pero el pie de mi padre no flaquearía. —¿Una bebida, Nissen? —preguntó mi padre. —No, gracias —murmuró Jacques—. Debo marcharme. Tengo una cita en el centro. No esperé a que se despidiera, sino que salí del salón y volví a mi cuarto. Apagué la luz. Al principio no pude ver nada; durante unos instantes fue como estar ciega, pero luego vi, más allá de la ventana de mi cuarto, las ventanas iluminadas de los pisos del otro lado del patio. Descorrí las cortinas y miré fuera. Cuando era mucho más joven, solía pensar que vivir de cara a aquel patio era, hasta cierto punto, como vivir en la conejera de Alicia en el país de las Maravillas, A veces, Luisa y yo permanecemos junto a la ventana, viendo anochecer y contándonos cosas de la gente que vive en los otros pisos. O bien, en noches despejadas de invierno, trato de enseñarle las estrellas a Luisa. Hay que asomarse bastante y mirar más allá de la conejera de edificios para verlas, pero cuando hace frío y está despejado, puedo mostrarle Aldebarán y Betelgeuse, Belatrix y Sirio, las Pléyades y Perseo. Tres de los lados del patio que forman la conejera lo ocupa la enorme casa de pisos en que vivo. El cuarto lado es una casa de pisos, menor y más baja, de la que domino la azotea, en la que hay un gran estanque con una escalerilla de manos adosada a él, por la que, sin embargo, no he visto nunca subir a nadie. Más allá de esa azotea es donde puedo ver las estrellas. A veces, en verano, suben a esa azotea chicas en traje de baño, extienden unas toallas y se tumban al sol; por la noche suben con chicos y contemplan la salida de la luna por encima del contorno desigual de la ciudad y se besan de la misma forma que vi besarse a Jacques y a mi madre. Las habitaciones de este edificio son diferentes a las de nuestra casa. Están más desordenadas y la gente no se preocupa de correr los visillos o bajar las persianas tan a menudo, y hay pocas criadas encendiendo lámparas o prendiendo candelabros en mesas de caoba y viéndoselas atareadas en la cocina por la noche. Hay algo excitante en las cocinas. Me gusta estar junto a la ventana de mi cuarto y contemplar cómo se prepara la cena, imaginándome cosas de familias felices que tienen muchos hijos.

Estaba allí, junto a la ventana de mi cuarto, después de dejar, despidiéndose, a mi madre, mi padre y Jacques, y observé, a través de la cortina de agua que caía, una gran cocina de la casa pequeña, donde toda una familia, padre y madre y cuatro hijos, y, además, una abuela, comían, sentados alrededor de una gran mesa de cocina azul, huevos revueltos y tocino. Se abrió la puerta y oí la voz de mi padre. —Camila. Me volví y le vi, tapando casi por completo el umbral de la puerta, recortándose la silueta de su cuerpo por la luz amarillenta que procedía del vestíbulo. —Estoy aquí, papá. —¿Qué haces sola y a oscuras? —Estaba mirando la lluvia. —Eso suena a tristeza —dijo mi padre—. Enciende la luz, ponte uno de tus preciosos vestidos y vámonos a cenar fuera. —¡Oh! —dije. —Tu madre tiene jaqueca —dijo mi padre—. así que va a tomar un té con tostadas y se va a acostar, y pensé que sería una buena idea que saliéramos a corretear juntos. ¿Qué te parece? —Estupendo —me separé de la ventana y encendí la luz de mi escritorio, cuya viveza me hizo parpadear. —Te doy media hora para que te arregles y luego nos iremos —mi padre me dio una palmadita en la espalda y se fue. Me dirigí al cuarto de baño, me duché y me cepillé los dientes. Para mí es un fastidio cepillarme los dientes, a causa del aparato dental, aunque ahora es más sencillo, pues no tengo la parte de fuera, sino solo la de dentro. Mientras me cepillaba los dientes, llegó mi madre, llevando una bata de terciopelo rosa, y dijo: —Camila, querida, cuando estés vestida ven a mi cuarto y..., ¡cielos, cariño, tienes pasta de dientes por toda la cara...!; y te peinaré y podrás usar un poco de mi colorete —la expresión de su rostro denotaba impaciencia y sus pestañas aparecían húmedas y estropeadas, como si hubiese empezado a llorar y luego se hubiera contenido. El pelo claro le caía por la espalda y parecía más suave y exuberante que el terciopelo de su bata—. ¿De acuerdo, cariño? —De acuerdo, mamá —dije, mientras trataba de en-


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roscar el tapón del tubo de pasta dentífrica. Se me escurrió de entre los dedos y rodó, como si fuera un pequeño escarabajo negro, en el lavabo y se introdujo en el desagüe, de donde traté de rescatarlo con los dedos; mi madre permanecía en el quicio de la puerta, mirándome con aspecto de estar a punto de romper a llorar. —Cariño, puedes usar mis pinzas para sacar ese estúpido tapón si tú... Realmente son más útiles que los dedos —pero en ese momento logré sacar el tapón, lo enjuagué y lo coloqué en el tubo de pasta dentífrica. Mi madre se volvió para irse, diciéndome mientras se alejaba: —Date prisa, querida, y no hagas esperar... A tu padre no le gusta tener que esperar. Volví a lavarme la cara, para quitarme cualquier resto de pasta dentífrica, regresé a mi cuarto y me vestí. Me puse las medias claras de seda que me había regalado mi madre por mi cumpleaños y que aún no había estrenado, y un vestido que me había comprado ella, entre verde y plateado, que cambia de color al moverme. Es un vestido precioso y la única prenda de vestir que tengo que me guste, y con la que no me siento rara ni incómoda. Luisa se enfada conmigo, pero solo me gustan las prendas bonitas si me van. Cuando fui al cuarto de mi madre, estaba tumbada en su diván, con una manta liviana sobre las piernas, pero se incorporó cuando entré y se quedó mirándome. Su rostro se entristeció repentinamente. —Sí —dijo—, estás muy... ¡Oh, sí, Camila, estás preciosa! —alejó la tristeza del rostro y me guiñó sonriendo, como solía hacer cuando yo era pequeña—. Ahora —añadió— vamos a ver... Sí, ponte esto, querida —y me alargó un peinador de plástico para cubrirme los hombros. Cogió luego su cepillo de la tapa de cristal del tocador y comenzó a cepillarme el pelo, hablándome mientras tanto—: Tu pelo es tan negro como el de tu padre, Camila. Pareces un diablillo, con esa cara puntiaguda tan solemne, el pelo negro y ese flequillo. Es una pena que tengas la frente tan despejada, pero la tapa ese flequillo... Y esos ojos verdes son muy interesantes. ¿Te gusta la muñeca que te ha traído Jacques? Vino esta tarde solo para traértela. Claro que eres mayor para muñecas, pero es tan especial... Y también quería hablar conmigo, porque es enormemente desgraciado. Esa mujer que tiene, las cosas que

ella... Oh, no podría explicártelo, al menos hasta que seas mayor, pero la vida que lleva Jacques con... Y, además, es una mujer tan poco atractiva, tan angulosa y tan brusca... Y, ahora, con el divorcio y todo eso..., claro, tengo que animarle. Esos zapatos no te van demasiado bien con el vestido. Creo que no tienes ninguno que te vaya, ¿no? Yo tengo que... ¿Te gustaría llevar esta noche mis zapatos plateados? Lo curioso es que Jacques cree que yo soy muy fuerte. Es curioso, ¿no?... Él no me conoce como tú y papá, pero no deja de decirme: Rose, tú eres fuerte. Así que tengo que aparentar que lo soy, como si él fuese un niño. Ya te imaginas. Pensé en los chicos y chicas del tejado en las noches de verano y en las de invierno agradables, y pensé en la forma en que mi madre había abrazado a Jacques aquella tarde. No dije nada. Mi madre terminó de cepillarme el pelo y eligió un pincel de un grupo que había en un vasito; lo restregó en un bote de crema roja y me pintó la boca, dibujando primero el contorno de mis labios y rellenándolos luego con rápidas y cuidadosas pinceladas. Cogió una borla para polvos y me la puso sobre los labios, y, finalmente, volvió a dibujar el contorno de mi boca con el pincel. —Si tu padre te pregunta... —comenzó a decir, mientras se dirigía a su armario, de donde me trajo sus zapatos plateados—, claro que no sé por qué iba a hacerlo —dijo, y cogió su borla de piel de conejo, la pasó por su lápiz labial y me frotó con ella las mejillas, los extremos superiores de las orejas y la barbilla—. Pero si lo hace —dijo—, sé que tú... —cogió un collar de perlas y me lo puso en el cuello, levantándome el pelo por detrás para cerrar el broche—. Sé que puedo confiar en ti, querida, porque ya eres una chica mayor. Ya eres una persona adulta. Pero si... —en ese momento sonó el teléfono. Ella corrió rápidamente a contestarlo, antes de que Carter descolgara la extensión del vestíbulo—. ¡Hola! —gritó ante el auricular—. ¡Ah, eres tú! —su rostro volvió a adquirir el aspecto de una florecilla mustia y dijo—: Es para ti, Camila. Es Luisa. Pero no hables mucho, por papá... No debes hacerle esperar. Fui al teléfono y dije: —¡Hola! —¡Hola! —dijo Luisa. Había un zumbido en la lí-


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roscar el tapón del tubo de pasta dentífrica. Se me escurrió de entre los dedos y rodó, como si fuera un pequeño escarabajo negro, en el lavabo y se introdujo en el desagüe, de donde traté de rescatarlo con los dedos; mi madre permanecía en el quicio de la puerta, mirándome con aspecto de estar a punto de romper a llorar. —Cariño, puedes usar mis pinzas para sacar ese estúpido tapón si tú... Realmente son más útiles que los dedos —pero en ese momento logré sacar el tapón, lo enjuagué y lo coloqué en el tubo de pasta dentífrica. Mi madre se volvió para irse, diciéndome mientras se alejaba: —Date prisa, querida, y no hagas esperar... A tu padre no le gusta tener que esperar. Volví a lavarme la cara, para quitarme cualquier resto de pasta dentífrica, regresé a mi cuarto y me vestí. Me puse las medias claras de seda que me había regalado mi madre por mi cumpleaños y que aún no había estrenado, y un vestido que me había comprado ella, entre verde y plateado, que cambia de color al moverme. Es un vestido precioso y la única prenda de vestir que tengo que me guste, y con la que no me siento rara ni incómoda. Luisa se enfada conmigo, pero solo me gustan las prendas bonitas si me van. Cuando fui al cuarto de mi madre, estaba tumbada en su diván, con una manta liviana sobre las piernas, pero se incorporó cuando entré y se quedó mirándome. Su rostro se entristeció repentinamente. —Sí —dijo—, estás muy... ¡Oh, sí, Camila, estás preciosa! —alejó la tristeza del rostro y me guiñó sonriendo, como solía hacer cuando yo era pequeña—. Ahora —añadió— vamos a ver... Sí, ponte esto, querida —y me alargó un peinador de plástico para cubrirme los hombros. Cogió luego su cepillo de la tapa de cristal del tocador y comenzó a cepillarme el pelo, hablándome mientras tanto—: Tu pelo es tan negro como el de tu padre, Camila. Pareces un diablillo, con esa cara puntiaguda tan solemne, el pelo negro y ese flequillo. Es una pena que tengas la frente tan despejada, pero la tapa ese flequillo... Y esos ojos verdes son muy interesantes. ¿Te gusta la muñeca que te ha traído Jacques? Vino esta tarde solo para traértela. Claro que eres mayor para muñecas, pero es tan especial... Y también quería hablar conmigo, porque es enormemente desgraciado. Esa mujer que tiene, las cosas que

ella... Oh, no podría explicártelo, al menos hasta que seas mayor, pero la vida que lleva Jacques con... Y, además, es una mujer tan poco atractiva, tan angulosa y tan brusca... Y, ahora, con el divorcio y todo eso..., claro, tengo que animarle. Esos zapatos no te van demasiado bien con el vestido. Creo que no tienes ninguno que te vaya, ¿no? Yo tengo que... ¿Te gustaría llevar esta noche mis zapatos plateados? Lo curioso es que Jacques cree que yo soy muy fuerte. Es curioso, ¿no?... Él no me conoce como tú y papá, pero no deja de decirme: Rose, tú eres fuerte. Así que tengo que aparentar que lo soy, como si él fuese un niño. Ya te imaginas. Pensé en los chicos y chicas del tejado en las noches de verano y en las de invierno agradables, y pensé en la forma en que mi madre había abrazado a Jacques aquella tarde. No dije nada. Mi madre terminó de cepillarme el pelo y eligió un pincel de un grupo que había en un vasito; lo restregó en un bote de crema roja y me pintó la boca, dibujando primero el contorno de mis labios y rellenándolos luego con rápidas y cuidadosas pinceladas. Cogió una borla para polvos y me la puso sobre los labios, y, finalmente, volvió a dibujar el contorno de mi boca con el pincel. —Si tu padre te pregunta... —comenzó a decir, mientras se dirigía a su armario, de donde me trajo sus zapatos plateados—, claro que no sé por qué iba a hacerlo —dijo, y cogió su borla de piel de conejo, la pasó por su lápiz labial y me frotó con ella las mejillas, los extremos superiores de las orejas y la barbilla—. Pero si lo hace —dijo—, sé que tú... —cogió un collar de perlas y me lo puso en el cuello, levantándome el pelo por detrás para cerrar el broche—. Sé que puedo confiar en ti, querida, porque ya eres una chica mayor. Ya eres una persona adulta. Pero si... —en ese momento sonó el teléfono. Ella corrió rápidamente a contestarlo, antes de que Carter descolgara la extensión del vestíbulo—. ¡Hola! —gritó ante el auricular—. ¡Ah, eres tú! —su rostro volvió a adquirir el aspecto de una florecilla mustia y dijo—: Es para ti, Camila. Es Luisa. Pero no hables mucho, por papá... No debes hacerle esperar. Fui al teléfono y dije: —¡Hola! —¡Hola! —dijo Luisa. Había un zumbido en la lí-


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