La aldea encantada Una nube de aves levantose de un risco y voló con la rauda rapidez de una idea; el Inca en un impulso juvenil, gritó: —¡Pisscco! Y así fue bautizada, lector, esta mi aldea… Ven a pasear mi aldea, peregrino lector… Ni armas ni escudos tuvo del señor de Castilla, ni hubiera menester tan señalado honor, que en ella una mañana detuvo su áurea silla —decorada con plumas y picos de condór— el Inca Pachacútec, nuestro Rey y Señor, y miró al Sol, su padre, desde la curva orilla.