La loca de las bolsas

Page 1


Aparecen en esta historia malĂŠfica:

El doctor y la enfermera diabĂłlicos

La pavorosa loca de las bolsas

Los muertos vivientes El chico que volaba en fiebre Los papĂĄs atolondrados

nes Monto y s de rata s ha cucarac


Aparecen en esta historia malĂŠfica:

El doctor y la enfermera diabĂłlicos

La pavorosa loca de las bolsas

Los muertos vivientes El chico que volaba en fiebre Los papĂĄs atolondrados

nes Monto y s de rata s ha cucarac


La pri­me­ra cam­pa­na­da Todo empezó en una antigua casona, cuando el silencio de la noche fue roto por el del viejo reloj. Los papás dormían profundamente, mientras algo siniestro se preparaba en el cuerpo y alma de Pablo.

tic tac

Pa­blo abrió la ven­ta­na y se aso­mó. Una rá­fa­ ga de bri­sa cho­có con su cuer­po y se es­par­ció por la ha­bi­ta­ción. Te­nía los ojos de­ma­sia­do abier­ tos. Se sen­tó al bor­de de la ven­ta­na y mi­ró (sin ver) las ca­lles dor­mi­das del bal­nea­rio. Sus pies des­cal­zos col­ga­ban a unos me­tros de la ve­re­da. Lue­go se pa­ró y se su­je­tó del mar­co de la ven­ ta­na. La lu­na blan­quea­ba su ros­tro y le da­ba un to­que em­bru­ja­do. In­ten­tó dar un pa­so, pe­ro sin­tió el va­cío. De­jó en­ton­ces am­bos pies al ai­re, sos­te­ni­dos ape­nas por los ta­lo­nes y con un mo­vi­mien­to de vai­vén, co­mo que­rien­do vo­lar, em­pe­zó a co­lum­ piar­se. El pri­mer ta­lán del re­loj lo arran­có de su sue­ño. Ce­rró y rea­brió bru­tal­men­te los ojos y se ate­rró de ver­se ahí, ca­si a pun­to de caer. —Me he vuel­to so­nám­bu­lo —se di­jo. El eco del cam­pa­na­zo le atra­ve­só los tím­ pa­nos y pron­to el TIC TAC fue in­so­por­ta­ble. Se des­col­gó de la ven­ta­na y em­pe­zó a de­ses­pe­rar­se, por­que los rui­dos del pén­du­lo cre­cían sin pa­rar. Sen­tía que to­dos los so­ni­dos del re­loj pe­ne­tra­ban en su ce­re­bro pa­ra des­tro­zar­lo.


La pri­me­ra cam­pa­na­da Todo empezó en una antigua casona, cuando el silencio de la noche fue roto por el del viejo reloj. Los papás dormían profundamente, mientras algo siniestro se preparaba en el cuerpo y alma de Pablo.

tic tac

Pa­blo abrió la ven­ta­na y se aso­mó. Una rá­fa­ ga de bri­sa cho­có con su cuer­po y se es­par­ció por la ha­bi­ta­ción. Te­nía los ojos de­ma­sia­do abier­ tos. Se sen­tó al bor­de de la ven­ta­na y mi­ró (sin ver) las ca­lles dor­mi­das del bal­nea­rio. Sus pies des­cal­zos col­ga­ban a unos me­tros de la ve­re­da. Lue­go se pa­ró y se su­je­tó del mar­co de la ven­ ta­na. La lu­na blan­quea­ba su ros­tro y le da­ba un to­que em­bru­ja­do. In­ten­tó dar un pa­so, pe­ro sin­tió el va­cío. De­jó en­ton­ces am­bos pies al ai­re, sos­te­ni­dos ape­nas por los ta­lo­nes y con un mo­vi­mien­to de vai­vén, co­mo que­rien­do vo­lar, em­pe­zó a co­lum­ piar­se. El pri­mer ta­lán del re­loj lo arran­có de su sue­ño. Ce­rró y rea­brió bru­tal­men­te los ojos y se ate­rró de ver­se ahí, ca­si a pun­to de caer. —Me he vuel­to so­nám­bu­lo —se di­jo. El eco del cam­pa­na­zo le atra­ve­só los tím­ pa­nos y pron­to el TIC TAC fue in­so­por­ta­ble. Se des­col­gó de la ven­ta­na y em­pe­zó a de­ses­pe­rar­se, por­que los rui­dos del pén­du­lo cre­cían sin pa­rar. Sen­tía que to­dos los so­ni­dos del re­loj pe­ne­tra­ban en su ce­re­bro pa­ra des­tro­zar­lo.


12

13

—¿Por qué tan­ta bu­lla? —se pre­gun­tó. No lla­mó a sus pa­pás, si­no que de­ci­dió ba­jar so­lo a la sa­la. Te­nía la cos­tum­bre de ha­cer­lo aga­ rra­do del pa­sa­ma­nos y con­tan­do los es­ca­lo­nes. In­va­ria­ble­men­te le da­ban die­ci­nue­ve, pe­ro aho­ra ve­nía con­tan­do más de trein­ta y los os­cu­ros pel­ da­ños pa­re­cían ina­ca­ba­bles. Cuan­do lle­gó a la sa­la no pu­do re­co­no­cer­la. Es­ta­ba tan té­tri­ca con esos ne­gros cor­ti­na­jes y esas si­lue­tas fan­tas­ma­les de los mue­bles. Que­ dó pa­ra­li­za­do fren­te al re­loj. No por­que el rui­ do hu­bie­ra ce­sa­do (¡hu­bie­ra si­do lo me­jor pa­ra to­dos!), si­no por­que el ob­je­to más pre­cia­do de la ca­sa es­ta­ba he­cho una ver­da­de­ra rui­na. En­ton­ces qui­so ce­rrar la por­te­zue­la, pe­ro se des­ga­jó co­mo una ra­ma re­se­ca. Lo que vio aden­ tro fue ho­rren­do: un ca­dá­ver ama­ri­llen­to, con oje­ras de es­pan­to y pár­pa­dos co­si­dos con alam­ bre pa­re­cía re­su­ci­tar y Pa­blo no pu­do mo­ver­se, por­que la ma­no del ca­dá­ver ate­na­zó de re­pen­te su gar­gan­ta. De­ses­pe­ra­do lo­gró za­far­se y en­ton­ ces sí gri­tó (o cre­yó ha­ber­lo he­cho), pe­ro na­die es­cu­chó su voz. Des­per­tó so­bre­sal­ta­do (aun­que ja­más re­cor­ da­ría la pe­sa­di­lla) y fue al ba­ño. To­mó agua y des­pués se mi­ró al es­pe­jo. Se asus­tó de su ima­ gen: unos go­te­ro­nes res­ba­la­ban de su fren­te, sus ojos pa­re­cían de fue­go y en sus me­ji­llas des­pun­ ta­ban unas man­chi­tas. —¡Mal­di­ta pla­ga de zan­cu­dos! —ex­cla­mó. Se sen­tía dé­bil y con es­ca­lo­fríos. Le do­lía la ca­be­za y al fon­do de su ce­re­bro gol­pea­ba un por­

fia­do tam­bor. En ver­dad no pa­re­cía te­ner on­ce años, si­no la edad de una cria­tu­ra per­di­da en la no­che. —Es­toy fa­tal —se di­jo—. En­ci­ma pa­rez­co un mons­trui­to. Y re­cor­dó las fo­tos que es­tu­vo vien­do esa no­che, an­tes de acos­tar­se. Eran de una fies­ta de dis­fra­ces don­de apa­re­cía to­da la fa­mi­lia: la abue­ la de bru­ja, la ma­má con dos ca­be­zas, el pa­pá de en­te­rra­dor, los tíos co­mo muer­tos vi­vien­tes... En­ton­ces le pro­vo­có ju­gar: se echó el pe­lo ha­cia ade­lan­te, sa­có los col­mi­llos y gru­ñó em­pa­ñan­do el es­pe­jo. Pu­so las ma­nos co­mo ga­rras y di­jo: —El Chi­co­lo­bo ha lle­ga­do a ca­sa. Lue­go, con el ín­di­ce y el pul­gar ba­jó sus pár­pa­dos in­fe­rio­res (aso­mó un cal­do de san­gre) y con el anu­lar de la otra ma­no le­van­tó la pun­ta de su na­riz. Ha­bló con voz fea: —Con us­te­des... Fran­kens­tein. Hi­zo dos mue­cas más y de pron­to BRRR tuvo una brus­ca sa­cu­di­da BRRRRRR un fuer­te tem­blor que ter­mi­nó con sus po­cas ener­gías y BAN­DAN­GÁN se des­ma­yó so­bre las frías lo­se­tas del ba­ño.


12

13

—¿Por qué tan­ta bu­lla? —se pre­gun­tó. No lla­mó a sus pa­pás, si­no que de­ci­dió ba­jar so­lo a la sa­la. Te­nía la cos­tum­bre de ha­cer­lo aga­ rra­do del pa­sa­ma­nos y con­tan­do los es­ca­lo­nes. In­va­ria­ble­men­te le da­ban die­ci­nue­ve, pe­ro aho­ra ve­nía con­tan­do más de trein­ta y los os­cu­ros pel­ da­ños pa­re­cían ina­ca­ba­bles. Cuan­do lle­gó a la sa­la no pu­do re­co­no­cer­la. Es­ta­ba tan té­tri­ca con esos ne­gros cor­ti­na­jes y esas si­lue­tas fan­tas­ma­les de los mue­bles. Que­ dó pa­ra­li­za­do fren­te al re­loj. No por­que el rui­ do hu­bie­ra ce­sa­do (¡hu­bie­ra si­do lo me­jor pa­ra to­dos!), si­no por­que el ob­je­to más pre­cia­do de la ca­sa es­ta­ba he­cho una ver­da­de­ra rui­na. En­ton­ces qui­so ce­rrar la por­te­zue­la, pe­ro se des­ga­jó co­mo una ra­ma re­se­ca. Lo que vio aden­ tro fue ho­rren­do: un ca­dá­ver ama­ri­llen­to, con oje­ras de es­pan­to y pár­pa­dos co­si­dos con alam­ bre pa­re­cía re­su­ci­tar y Pa­blo no pu­do mo­ver­se, por­que la ma­no del ca­dá­ver ate­na­zó de re­pen­te su gar­gan­ta. De­ses­pe­ra­do lo­gró za­far­se y en­ton­ ces sí gri­tó (o cre­yó ha­ber­lo he­cho), pe­ro na­die es­cu­chó su voz. Des­per­tó so­bre­sal­ta­do (aun­que ja­más re­cor­ da­ría la pe­sa­di­lla) y fue al ba­ño. To­mó agua y des­pués se mi­ró al es­pe­jo. Se asus­tó de su ima­ gen: unos go­te­ro­nes res­ba­la­ban de su fren­te, sus ojos pa­re­cían de fue­go y en sus me­ji­llas des­pun­ ta­ban unas man­chi­tas. —¡Mal­di­ta pla­ga de zan­cu­dos! —ex­cla­mó. Se sen­tía dé­bil y con es­ca­lo­fríos. Le do­lía la ca­be­za y al fon­do de su ce­re­bro gol­pea­ba un por­

fia­do tam­bor. En ver­dad no pa­re­cía te­ner on­ce años, si­no la edad de una cria­tu­ra per­di­da en la no­che. —Es­toy fa­tal —se di­jo—. En­ci­ma pa­rez­co un mons­trui­to. Y re­cor­dó las fo­tos que es­tu­vo vien­do esa no­che, an­tes de acos­tar­se. Eran de una fies­ta de dis­fra­ces don­de apa­re­cía to­da la fa­mi­lia: la abue­ la de bru­ja, la ma­má con dos ca­be­zas, el pa­pá de en­te­rra­dor, los tíos co­mo muer­tos vi­vien­tes... En­ton­ces le pro­vo­có ju­gar: se echó el pe­lo ha­cia ade­lan­te, sa­có los col­mi­llos y gru­ñó em­pa­ñan­do el es­pe­jo. Pu­so las ma­nos co­mo ga­rras y di­jo: —El Chi­co­lo­bo ha lle­ga­do a ca­sa. Lue­go, con el ín­di­ce y el pul­gar ba­jó sus pár­pa­dos in­fe­rio­res (aso­mó un cal­do de san­gre) y con el anu­lar de la otra ma­no le­van­tó la pun­ta de su na­riz. Ha­bló con voz fea: —Con us­te­des... Fran­kens­tein. Hi­zo dos mue­cas más y de pron­to BRRR tuvo una brus­ca sa­cu­di­da BRRRRRR un fuer­te tem­blor que ter­mi­nó con sus po­cas ener­gías y BAN­DAN­GÁN se des­ma­yó so­bre las frías lo­se­tas del ba­ño.


El doc­tor ma­lé­fi­co

Cuan­do abrió los ojos, vio en­tre la nie­bla de su des­ma­yo un enor­me ros­tro con un so­lo ojo, del que bro­ta­ba un mor­tí­fe­ro ra­yo de luz. Era el mé­di­co noc­tur­no que lo ins­pec­cio­na­ba con la lin­ ter­ni­ta. Lue­go se me­tió en las ore­jas las man­gue­ ri­llas del es­te­tos­co­pio y es­cu­chó los pul­mo­nes. Me­neó la ca­be­za. Pu­so una pal­me­ta en la len­gua re­se­ca de Pa­blo y él re­pi­tió: —MAAA­MÁÁÁ... PAAA­PÁÁÁ... El doc­tor vol­vió a me­near la ca­be­za. —¿Es gra­ve? —pre­gun­tó la ma­má an­gus­ tiada. —Yo creo que es­te chi­co... —tra­gó sa­li­va y con­ti­nuó— es­tá con una en­fer­me­dad fe­bril y muy con­ta­gio­sa. —¿Qué tie­ne? —pre­gun­tó el pa­pá mor­dién­ do­se el la­bio. —Un mal que se ma­ni­fies­ta con erup­ti­va (se­ña­ló la fren­te lle­na de pun­ti­tos) y pre­sen­ta sín­ to­mas ca­ta­rra­les de la­gri­meo y ca­len­tu­ras acom­ pa­ña­das de BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA...


El doc­tor ma­lé­fi­co

Cuan­do abrió los ojos, vio en­tre la nie­bla de su des­ma­yo un enor­me ros­tro con un so­lo ojo, del que bro­ta­ba un mor­tí­fe­ro ra­yo de luz. Era el mé­di­co noc­tur­no que lo ins­pec­cio­na­ba con la lin­ ter­ni­ta. Lue­go se me­tió en las ore­jas las man­gue­ ri­llas del es­te­tos­co­pio y es­cu­chó los pul­mo­nes. Me­neó la ca­be­za. Pu­so una pal­me­ta en la len­gua re­se­ca de Pa­blo y él re­pi­tió: —MAAA­MÁÁÁ... PAAA­PÁÁÁ... El doc­tor vol­vió a me­near la ca­be­za. —¿Es gra­ve? —pre­gun­tó la ma­má an­gus­ tiada. —Yo creo que es­te chi­co... —tra­gó sa­li­va y con­ti­nuó— es­tá con una en­fer­me­dad fe­bril y muy con­ta­gio­sa. —¿Qué tie­ne? —pre­gun­tó el pa­pá mor­dién­ do­se el la­bio. —Un mal que se ma­ni­fies­ta con erup­ti­va (se­ña­ló la fren­te lle­na de pun­ti­tos) y pre­sen­ta sín­ to­mas ca­ta­rra­les de la­gri­meo y ca­len­tu­ras acom­ pa­ña­das de BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA...


16 Mien­tras el doc­tor da­ba ex­pli­ca­cio­nes, Pa­blo se en­tre­tu­vo mi­ran­do las ma­nos que guar­da­ban el me­di­dor de pre­sión + la lin­ter­ni­ta + el es­te­tos­ co­pio. Te­nía las uñas lar­gas y su­cias. Des­vió la mi­ra­da y no­tó en la pa­red una ex­tra­ña som­bra: era la del doc­tor que bus­ca­ba al­go en el ma­le­tín, sa­ca­ba unas agu­jas des­car­ta­bles y ve­nía ha­cia él. ¡Só­lo que ca­mi­na­ba con tres pier­nas! —¡Ma­mi, mi­ra al doc­tor! —gri­tó. —Sí, hi­ji­to, te va a cu­rar —con­tes­tó ella. —¡No, ma­mi, tie­ne tres pier­nas! —vol­vió a gri­tar. —¡Ah, es­tos chi­cos —ex­cla­mó el doc­tor—, in­ven­tan cual­quier co­sa pa­ra que no les pon­gan in­yec­ción! —¿De to­das ma­ne­ras tie­ne que po­nér­se­la? —pre­gun­tó la ma­má. —Hay que ba­jar­le co­mo sea la fie­bre, se­­ ñora. —Con su per­mi­so —di­jo el pa­pá—, yo me re­ti­ro. No aguan­to los hin­co­nes. —Pa, no te va­yas... —pi­dió Pa­blo, y es que se­guía vien­do la ex­tra­ña som­bra— ¡mi­ra en la pa­red!

—Aho­ra vuel­vo, cam­peón —res­pon­dió el pa­pá sin mi­rar y sa­lió. —Es nor­mal que ten­ga alu­ci­na­cio­nes, se­ño­ra —co­men­tó el doc­tor—, ya que es­ta en­fer­me­dad pro­vo­ca tras­tor­nos men­ta­les y si no se con­tro­la la fie­bre pue­de BLA BLA BLA BLA BLA... Mien­tras ha­bla­ba pre­pa­ró la in­yec­ción y la ma­má pu­so de cos­ta­do a Pa­blo y le aco­mo­dó el pan­ta­lón. Ape­nas él sin­tió la ma­no del doc­tor, tu­vo un re­me­zón y bo­tó la je­rin­ga. —¡Sa­ta­nás! —mas­cu­lló el doc­tor y se aga­chó pa­ra re­co­ger­la. —¡¿Qué le pa­sa, doc­tor?! —pre­gun­tó la ma­má. —Mil per­do­nes, se­ño­ra... —¡Ma­mi, el doc­tor es ma­lo! —ex­cla­mó Pa­blo. —Tran­qui­lo, hi­ji­to —di­jo ella y aca­ri­ció sus ca­be­llos. El doc­tor re­co­gió la je­rin­ga, lim­pió la agu­ja con los de­dos y mi­ró la am­po­lle­ta a tras­luz. Son­ rió al com­pro­bar el con­te­ni­do in­tac­to y di­jo: —Le rue­go ayu­dar­me, se­ño­ra —y agre­gó en­tre dien­tes—: con es­to no mo­les­ta­rá un buen ra­to.


16 Mien­tras el doc­tor da­ba ex­pli­ca­cio­nes, Pa­blo se en­tre­tu­vo mi­ran­do las ma­nos que guar­da­ban el me­di­dor de pre­sión + la lin­ter­ni­ta + el es­te­tos­ co­pio. Te­nía las uñas lar­gas y su­cias. Des­vió la mi­ra­da y no­tó en la pa­red una ex­tra­ña som­bra: era la del doc­tor que bus­ca­ba al­go en el ma­le­tín, sa­ca­ba unas agu­jas des­car­ta­bles y ve­nía ha­cia él. ¡Só­lo que ca­mi­na­ba con tres pier­nas! —¡Ma­mi, mi­ra al doc­tor! —gri­tó. —Sí, hi­ji­to, te va a cu­rar —con­tes­tó ella. —¡No, ma­mi, tie­ne tres pier­nas! —vol­vió a gri­tar. —¡Ah, es­tos chi­cos —ex­cla­mó el doc­tor—, in­ven­tan cual­quier co­sa pa­ra que no les pon­gan in­yec­ción! —¿De to­das ma­ne­ras tie­ne que po­nér­se­la? —pre­gun­tó la ma­má. —Hay que ba­jar­le co­mo sea la fie­bre, se­­ ñora. —Con su per­mi­so —di­jo el pa­pá—, yo me re­ti­ro. No aguan­to los hin­co­nes. —Pa, no te va­yas... —pi­dió Pa­blo, y es que se­guía vien­do la ex­tra­ña som­bra— ¡mi­ra en la pa­red!

—Aho­ra vuel­vo, cam­peón —res­pon­dió el pa­pá sin mi­rar y sa­lió. —Es nor­mal que ten­ga alu­ci­na­cio­nes, se­ño­ra —co­men­tó el doc­tor—, ya que es­ta en­fer­me­dad pro­vo­ca tras­tor­nos men­ta­les y si no se con­tro­la la fie­bre pue­de BLA BLA BLA BLA BLA... Mien­tras ha­bla­ba pre­pa­ró la in­yec­ción y la ma­má pu­so de cos­ta­do a Pa­blo y le aco­mo­dó el pan­ta­lón. Ape­nas él sin­tió la ma­no del doc­tor, tu­vo un re­me­zón y bo­tó la je­rin­ga. —¡Sa­ta­nás! —mas­cu­lló el doc­tor y se aga­chó pa­ra re­co­ger­la. —¡¿Qué le pa­sa, doc­tor?! —pre­gun­tó la ma­má. —Mil per­do­nes, se­ño­ra... —¡Ma­mi, el doc­tor es ma­lo! —ex­cla­mó Pa­blo. —Tran­qui­lo, hi­ji­to —di­jo ella y aca­ri­ció sus ca­be­llos. El doc­tor re­co­gió la je­rin­ga, lim­pió la agu­ja con los de­dos y mi­ró la am­po­lle­ta a tras­luz. Son­ rió al com­pro­bar el con­te­ni­do in­tac­to y di­jo: —Le rue­go ayu­dar­me, se­ño­ra —y agre­gó en­tre dien­tes—: con es­to no mo­les­ta­rá un buen ra­to.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.