Aparecen en esta historia malĂŠfica:
El doctor y la enfermera diabĂłlicos
La pavorosa loca de las bolsas
Los muertos vivientes El chico que volaba en fiebre Los papĂĄs atolondrados
nes Monto y s de rata s ha cucarac
Aparecen en esta historia malĂŠfica:
El doctor y la enfermera diabĂłlicos
La pavorosa loca de las bolsas
Los muertos vivientes El chico que volaba en fiebre Los papĂĄs atolondrados
nes Monto y s de rata s ha cucarac
La primera campanada Todo empezó en una antigua casona, cuando el silencio de la noche fue roto por el del viejo reloj. Los papás dormían profundamente, mientras algo siniestro se preparaba en el cuerpo y alma de Pablo.
tic tac
Pablo abrió la ventana y se asomó. Una ráfa ga de brisa chocó con su cuerpo y se esparció por la habitación. Tenía los ojos demasiado abier tos. Se sentó al borde de la ventana y miró (sin ver) las calles dormidas del balneario. Sus pies descalzos colgaban a unos metros de la vereda. Luego se paró y se sujetó del marco de la ven tana. La luna blanqueaba su rostro y le daba un toque embrujado. Intentó dar un paso, pero sintió el vacío. Dejó entonces ambos pies al aire, sostenidos apenas por los talones y con un movimiento de vaivén, como queriendo volar, empezó a colum piarse. El primer talán del reloj lo arrancó de su sueño. Cerró y reabrió brutalmente los ojos y se aterró de verse ahí, casi a punto de caer. —Me he vuelto sonámbulo —se dijo. El eco del campanazo le atravesó los tím panos y pronto el TIC TAC fue insoportable. Se descolgó de la ventana y empezó a desesperarse, porque los ruidos del péndulo crecían sin parar. Sentía que todos los sonidos del reloj penetraban en su cerebro para destrozarlo.
La primera campanada Todo empezó en una antigua casona, cuando el silencio de la noche fue roto por el del viejo reloj. Los papás dormían profundamente, mientras algo siniestro se preparaba en el cuerpo y alma de Pablo.
tic tac
Pablo abrió la ventana y se asomó. Una ráfa ga de brisa chocó con su cuerpo y se esparció por la habitación. Tenía los ojos demasiado abier tos. Se sentó al borde de la ventana y miró (sin ver) las calles dormidas del balneario. Sus pies descalzos colgaban a unos metros de la vereda. Luego se paró y se sujetó del marco de la ven tana. La luna blanqueaba su rostro y le daba un toque embrujado. Intentó dar un paso, pero sintió el vacío. Dejó entonces ambos pies al aire, sostenidos apenas por los talones y con un movimiento de vaivén, como queriendo volar, empezó a colum piarse. El primer talán del reloj lo arrancó de su sueño. Cerró y reabrió brutalmente los ojos y se aterró de verse ahí, casi a punto de caer. —Me he vuelto sonámbulo —se dijo. El eco del campanazo le atravesó los tím panos y pronto el TIC TAC fue insoportable. Se descolgó de la ventana y empezó a desesperarse, porque los ruidos del péndulo crecían sin parar. Sentía que todos los sonidos del reloj penetraban en su cerebro para destrozarlo.
12
13
—¿Por qué tanta bulla? —se preguntó. No llamó a sus papás, sino que decidió bajar solo a la sala. Tenía la costumbre de hacerlo aga rrado del pasamanos y contando los escalones. Invariablemente le daban diecinueve, pero ahora venía contando más de treinta y los oscuros pel daños parecían inacabables. Cuando llegó a la sala no pudo reconocerla. Estaba tan tétrica con esos negros cortinajes y esas siluetas fantasmales de los muebles. Que dó paralizado frente al reloj. No porque el rui do hubiera cesado (¡hubiera sido lo mejor para todos!), sino porque el objeto más preciado de la casa estaba hecho una verdadera ruina. Entonces quiso cerrar la portezuela, pero se desgajó como una rama reseca. Lo que vio aden tro fue horrendo: un cadáver amarillento, con ojeras de espanto y párpados cosidos con alam bre parecía resucitar y Pablo no pudo moverse, porque la mano del cadáver atenazó de repente su garganta. Desesperado logró zafarse y enton ces sí gritó (o creyó haberlo hecho), pero nadie escuchó su voz. Despertó sobresaltado (aunque jamás recor daría la pesadilla) y fue al baño. Tomó agua y después se miró al espejo. Se asustó de su ima gen: unos goterones resbalaban de su frente, sus ojos parecían de fuego y en sus mejillas despun taban unas manchitas. —¡Maldita plaga de zancudos! —exclamó. Se sentía débil y con escalofríos. Le dolía la cabeza y al fondo de su cerebro golpeaba un por
fiado tambor. En verdad no parecía tener once años, sino la edad de una criatura perdida en la noche. —Estoy fatal —se dijo—. Encima parezco un monstruito. Y recordó las fotos que estuvo viendo esa noche, antes de acostarse. Eran de una fiesta de disfraces donde aparecía toda la familia: la abue la de bruja, la mamá con dos cabezas, el papá de enterrador, los tíos como muertos vivientes... Entonces le provocó jugar: se echó el pelo hacia adelante, sacó los colmillos y gruñó empañando el espejo. Puso las manos como garras y dijo: —El Chicolobo ha llegado a casa. Luego, con el índice y el pulgar bajó sus párpados inferiores (asomó un caldo de sangre) y con el anular de la otra mano levantó la punta de su nariz. Habló con voz fea: —Con ustedes... Frankenstein. Hizo dos muecas más y de pronto BRRR tuvo una brusca sacudida BRRRRRR un fuerte temblor que terminó con sus pocas energías y BANDANGÁN se desmayó sobre las frías losetas del baño.
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—¿Por qué tanta bulla? —se preguntó. No llamó a sus papás, sino que decidió bajar solo a la sala. Tenía la costumbre de hacerlo aga rrado del pasamanos y contando los escalones. Invariablemente le daban diecinueve, pero ahora venía contando más de treinta y los oscuros pel daños parecían inacabables. Cuando llegó a la sala no pudo reconocerla. Estaba tan tétrica con esos negros cortinajes y esas siluetas fantasmales de los muebles. Que dó paralizado frente al reloj. No porque el rui do hubiera cesado (¡hubiera sido lo mejor para todos!), sino porque el objeto más preciado de la casa estaba hecho una verdadera ruina. Entonces quiso cerrar la portezuela, pero se desgajó como una rama reseca. Lo que vio aden tro fue horrendo: un cadáver amarillento, con ojeras de espanto y párpados cosidos con alam bre parecía resucitar y Pablo no pudo moverse, porque la mano del cadáver atenazó de repente su garganta. Desesperado logró zafarse y enton ces sí gritó (o creyó haberlo hecho), pero nadie escuchó su voz. Despertó sobresaltado (aunque jamás recor daría la pesadilla) y fue al baño. Tomó agua y después se miró al espejo. Se asustó de su ima gen: unos goterones resbalaban de su frente, sus ojos parecían de fuego y en sus mejillas despun taban unas manchitas. —¡Maldita plaga de zancudos! —exclamó. Se sentía débil y con escalofríos. Le dolía la cabeza y al fondo de su cerebro golpeaba un por
fiado tambor. En verdad no parecía tener once años, sino la edad de una criatura perdida en la noche. —Estoy fatal —se dijo—. Encima parezco un monstruito. Y recordó las fotos que estuvo viendo esa noche, antes de acostarse. Eran de una fiesta de disfraces donde aparecía toda la familia: la abue la de bruja, la mamá con dos cabezas, el papá de enterrador, los tíos como muertos vivientes... Entonces le provocó jugar: se echó el pelo hacia adelante, sacó los colmillos y gruñó empañando el espejo. Puso las manos como garras y dijo: —El Chicolobo ha llegado a casa. Luego, con el índice y el pulgar bajó sus párpados inferiores (asomó un caldo de sangre) y con el anular de la otra mano levantó la punta de su nariz. Habló con voz fea: —Con ustedes... Frankenstein. Hizo dos muecas más y de pronto BRRR tuvo una brusca sacudida BRRRRRR un fuerte temblor que terminó con sus pocas energías y BANDANGÁN se desmayó sobre las frías losetas del baño.
El doctor maléfico
Cuando abrió los ojos, vio entre la niebla de su desmayo un enorme rostro con un solo ojo, del que brotaba un mortífero rayo de luz. Era el médico nocturno que lo inspeccionaba con la lin ternita. Luego se metió en las orejas las mangue rillas del estetoscopio y escuchó los pulmones. Meneó la cabeza. Puso una palmeta en la lengua reseca de Pablo y él repitió: —MAAAMÁÁÁ... PAAAPÁÁÁ... El doctor volvió a menear la cabeza. —¿Es grave? —preguntó la mamá angus tiada. —Yo creo que este chico... —tragó saliva y continuó— está con una enfermedad febril y muy contagiosa. —¿Qué tiene? —preguntó el papá mordién dose el labio. —Un mal que se manifiesta con eruptiva (señaló la frente llena de puntitos) y presenta sín tomas catarrales de lagrimeo y calenturas acom pañadas de BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA...
El doctor maléfico
Cuando abrió los ojos, vio entre la niebla de su desmayo un enorme rostro con un solo ojo, del que brotaba un mortífero rayo de luz. Era el médico nocturno que lo inspeccionaba con la lin ternita. Luego se metió en las orejas las mangue rillas del estetoscopio y escuchó los pulmones. Meneó la cabeza. Puso una palmeta en la lengua reseca de Pablo y él repitió: —MAAAMÁÁÁ... PAAAPÁÁÁ... El doctor volvió a menear la cabeza. —¿Es grave? —preguntó la mamá angus tiada. —Yo creo que este chico... —tragó saliva y continuó— está con una enfermedad febril y muy contagiosa. —¿Qué tiene? —preguntó el papá mordién dose el labio. —Un mal que se manifiesta con eruptiva (señaló la frente llena de puntitos) y presenta sín tomas catarrales de lagrimeo y calenturas acom pañadas de BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA BLA...
16 Mientras el doctor daba explicaciones, Pablo se entretuvo mirando las manos que guardaban el medidor de presión + la linternita + el estetos copio. Tenía las uñas largas y sucias. Desvió la mirada y notó en la pared una extraña sombra: era la del doctor que buscaba algo en el maletín, sacaba unas agujas descartables y venía hacia él. ¡Sólo que caminaba con tres piernas! —¡Mami, mira al doctor! —gritó. —Sí, hijito, te va a curar —contestó ella. —¡No, mami, tiene tres piernas! —volvió a gritar. —¡Ah, estos chicos —exclamó el doctor—, inventan cualquier cosa para que no les pongan inyección! —¿De todas maneras tiene que ponérsela? —preguntó la mamá. —Hay que bajarle como sea la fiebre, se ñora. —Con su permiso —dijo el papá—, yo me retiro. No aguanto los hincones. —Pa, no te vayas... —pidió Pablo, y es que seguía viendo la extraña sombra— ¡mira en la pared!
—Ahora vuelvo, campeón —respondió el papá sin mirar y salió. —Es normal que tenga alucinaciones, señora —comentó el doctor—, ya que esta enfermedad provoca trastornos mentales y si no se controla la fiebre puede BLA BLA BLA BLA BLA... Mientras hablaba preparó la inyección y la mamá puso de costado a Pablo y le acomodó el pantalón. Apenas él sintió la mano del doctor, tuvo un remezón y botó la jeringa. —¡Satanás! —masculló el doctor y se agachó para recogerla. —¡¿Qué le pasa, doctor?! —preguntó la mamá. —Mil perdones, señora... —¡Mami, el doctor es malo! —exclamó Pablo. —Tranquilo, hijito —dijo ella y acarició sus cabellos. El doctor recogió la jeringa, limpió la aguja con los dedos y miró la ampolleta a trasluz. Son rió al comprobar el contenido intacto y dijo: —Le ruego ayudarme, señora —y agregó entre dientes—: con esto no molestará un buen rato.
16 Mientras el doctor daba explicaciones, Pablo se entretuvo mirando las manos que guardaban el medidor de presión + la linternita + el estetos copio. Tenía las uñas largas y sucias. Desvió la mirada y notó en la pared una extraña sombra: era la del doctor que buscaba algo en el maletín, sacaba unas agujas descartables y venía hacia él. ¡Sólo que caminaba con tres piernas! —¡Mami, mira al doctor! —gritó. —Sí, hijito, te va a curar —contestó ella. —¡No, mami, tiene tres piernas! —volvió a gritar. —¡Ah, estos chicos —exclamó el doctor—, inventan cualquier cosa para que no les pongan inyección! —¿De todas maneras tiene que ponérsela? —preguntó la mamá. —Hay que bajarle como sea la fiebre, se ñora. —Con su permiso —dijo el papá—, yo me retiro. No aguanto los hincones. —Pa, no te vayas... —pidió Pablo, y es que seguía viendo la extraña sombra— ¡mira en la pared!
—Ahora vuelvo, campeón —respondió el papá sin mirar y salió. —Es normal que tenga alucinaciones, señora —comentó el doctor—, ya que esta enfermedad provoca trastornos mentales y si no se controla la fiebre puede BLA BLA BLA BLA BLA... Mientras hablaba preparó la inyección y la mamá puso de costado a Pablo y le acomodó el pantalón. Apenas él sintió la mano del doctor, tuvo un remezón y botó la jeringa. —¡Satanás! —masculló el doctor y se agachó para recogerla. —¡¿Qué le pasa, doctor?! —preguntó la mamá. —Mil perdones, señora... —¡Mami, el doctor es malo! —exclamó Pablo. —Tranquilo, hijito —dijo ella y acarició sus cabellos. El doctor recogió la jeringa, limpió la aguja con los dedos y miró la ampolleta a trasluz. Son rió al comprobar el contenido intacto y dijo: —Le ruego ayudarme, señora —y agregó entre dientes—: con esto no molestará un buen rato.