Yana Ñawi era como cualquier otra niña del entonces naciente imperio inca, sólo que vivía en el Qosqo y le gustaba mucho dibujar. Vivir en el Qosqo tenía sus ventajas: llegaban muchas gentes de los más remotos lugares y traían increíbles objetos, a veces como regalos para la familia real, a veces simplemente para hacer algún ventajoso trueque. La vida de una niña de trece años, por esos días, combinaba trabajo y diversión. Yana Ñawi se levantaba con el sol y se acostaba poco después que él. Su color favorito era el púrpura; pero, casi siempre, vestía de rojo, pues hacer el púrpura para teñir vestidos era muy, pero muy difícil. Ella debía ayudar a sus padres en las tareas de la vida diaria; sin embargo, había encontrado la forma de realizar sus obligaciones sin dejar de hacer lo que más le gustaba en el mundo: dibujar. Dibujar era la vida misma para Yana Ñawi. Dibujaba sobre la tierra al amanecer, sobre el chuño recién molido mientras ayudaba a su madre durante el día, con los granos de cancha
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Yana Ñawi era como cualquier otra niña del entonces naciente imperio inca, sólo que vivía en el Qosqo y le gustaba mucho dibujar. Vivir en el Qosqo tenía sus ventajas: llegaban muchas gentes de los más remotos lugares y traían increíbles objetos, a veces como regalos para la familia real, a veces simplemente para hacer algún ventajoso trueque. La vida de una niña de trece años, por esos días, combinaba trabajo y diversión. Yana Ñawi se levantaba con el sol y se acostaba poco después que él. Su color favorito era el púrpura; pero, casi siempre, vestía de rojo, pues hacer el púrpura para teñir vestidos era muy, pero muy difícil. Ella debía ayudar a sus padres en las tareas de la vida diaria; sin embargo, había encontrado la forma de realizar sus obligaciones sin dejar de hacer lo que más le gustaba en el mundo: dibujar. Dibujar era la vida misma para Yana Ñawi. Dibujaba sobre la tierra al amanecer, sobre el chuño recién molido mientras ayudaba a su madre durante el día, con los granos de cancha
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cada vez que su padre le pedía bajar algo de la colca; y, sobre todo, sobre las grandes piedras de las fortificaciones que rodeaban el Qosqo, al atardecer, cuando quedaba libre para jugar. La tarde era, pues, la parte más linda del día para Yana Ñawi. A los guardias de las fortalezas se les tenía prohibido permitir que los extraños se acercasen a los muros. Pero Yana Ñawi ya no era una extraña. Tarde tras tarde iba a alguna fortaleza, y los guardias la recibían con vasijas llenas de pétalos de colores y le pedían que dibujase cosas para ellos. —Dibújame una vizcacha, Yana Ñawi... Hazme una vizcacha —le decía un guardia. —No, Yana Ñawi... Yo te traje los pétalos de cantuta. Hazme un paisaje... Como de mi pueblo, con el lago Titicaca al fondo... —le decía otro guardia. Y así pasaba Yana Ñawi la tarde, atendiendo los pedidos de unos y otros. Al caer la noche, Yana Ñawi volvía a casa trazando líneas entre las estrellas, uniendo unas con otras como en esos ejercicios de unir puntos que les dan a los niños pequeños, dibujando chaquitacllas, casas y hasta vicuñas en el cielo.
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cada vez que su padre le pedía bajar algo de la colca; y, sobre todo, sobre las grandes piedras de las fortificaciones que rodeaban el Qosqo, al atardecer, cuando quedaba libre para jugar. La tarde era, pues, la parte más linda del día para Yana Ñawi. A los guardias de las fortalezas se les tenía prohibido permitir que los extraños se acercasen a los muros. Pero Yana Ñawi ya no era una extraña. Tarde tras tarde iba a alguna fortaleza, y los guardias la recibían con vasijas llenas de pétalos de colores y le pedían que dibujase cosas para ellos. —Dibújame una vizcacha, Yana Ñawi... Hazme una vizcacha —le decía un guardia. —No, Yana Ñawi... Yo te traje los pétalos de cantuta. Hazme un paisaje... Como de mi pueblo, con el lago Titicaca al fondo... —le decía otro guardia. Y así pasaba Yana Ñawi la tarde, atendiendo los pedidos de unos y otros. Al caer la noche, Yana Ñawi volvía a casa trazando líneas entre las estrellas, uniendo unas con otras como en esos ejercicios de unir puntos que les dan a los niños pequeños, dibujando chaquitacllas, casas y hasta vicuñas en el cielo.
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Una tarde, mientras Yana Ñawi dibujaba vizcachas y paisajes para los soldados de una fortaleza, aparecieron cuatro hombres que, por su forma de vestir y por el susto de los soldados al verlos, debían ser gente muy importante. Uno de ellos, el mayor, evidentemente molesto, gritó a los soldados: —¿Esa es la forma en que ustedes protegen al Qosqo, nuestra ciudad, del acecho de los chancas? Sucede que, por aquella época, la mayor amenaza para los incas eran los chancas, un pueblo que habitaba en los alrededores del río Apurímac, no muy lejos del Qosqo. Los chancas eran tan buenos guerreros que no sólo no habían sido conquistados por los incas, sino que cada cierto tiempo lanzaban ataques sobre el Qosqo. En esos días todos hablaban de un inminente ataque chanca.
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Una tarde, mientras Yana Ñawi dibujaba vizcachas y paisajes para los soldados de una fortaleza, aparecieron cuatro hombres que, por su forma de vestir y por el susto de los soldados al verlos, debían ser gente muy importante. Uno de ellos, el mayor, evidentemente molesto, gritó a los soldados: —¿Esa es la forma en que ustedes protegen al Qosqo, nuestra ciudad, del acecho de los chancas? Sucede que, por aquella época, la mayor amenaza para los incas eran los chancas, un pueblo que habitaba en los alrededores del río Apurímac, no muy lejos del Qosqo. Los chancas eran tan buenos guerreros que no sólo no habían sido conquistados por los incas, sino que cada cierto tiempo lanzaban ataques sobre el Qosqo. En esos días todos hablaban de un inminente ataque chanca.
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