Vivo en el campo. Voy a cumplir diez años. Tengo un hermanito chico, Pedro.
Conozco todos los colores del arco iris y me gusta caminar descalza bajo la lluvia; recibir en la falda extendida el granizo y seguir de cerca a la perdiz hasta su nido para mirar sus hue vecillos lustrosos y violetas. Mi casa tiene el tejado rojo y las paredes blancas, rodeada de sol, pencas y retamas, de sauces, eucaliptos y quinuales duran te el día, y de oscuridad y paca-pacas en la noche. Cuando se apaga la lámpara, mi casa parece una isla con todas sus cosas juntas; pero tan distante que hay que viajar toda la noche para encontrarla otra vez. Al amanecer, lo primero que se advierte en su cielo es el humo de la chimenea, alto, blanco, denso; me hace imaginar un barco recién anclado en el puerto luminoso del día. No puedo remecer los árboles con mis manos. Si lo hiciera, los pájaros y las hojas caerían y yo tendría una lluvia maravillosa. Pero el árbol es como mi madre, que no puede bajarme una estrella, y yo quisiera tener una luz oculta que me hiciera brillar el corazón o un pájaro que cante dentro de mí o una hojita sensitiva que me sirva para no ponerme colorada mientras hablo. Voy a la escuela, pero tengo el conflicto de gustar más del lenguaje de las cosas que miro, de la tierra abierta, del mugido de las vacas o de los árboles que zumban con el aire, que del cuaderno, el lápiz y la carpeta. Cuando bajamos al pueblo, con Juanina, llevamos en las trenzas el color del trigo en cosecha y el olor de retamas. Me gusta oler a campo, a flores frescas, a agua limpia. Los niños del campo tenemos algo especial en los ojos y en el alma. Copiamos 10
la limpidez del cielo sin saberlo. Estamos acostumbrados al lenguaje directo de la tierra, del agua, del viento, de los pája ros y hasta de las raíces, por oscuras y ocultas que parezcan. En nuestra sangre canta la creación, el maravilloso himno de acción de gracias; donde quiera que miremos, la obra de Dios se hace presente. La maestra dice que no nos cambiaría nunca por otros niños. A pesar de no ser de aquí, se siente feliz. Llenamos su vida. Siempre la oímos cantar y juega con nosotros como si tuviera nuestra edad. En las tardes, al final de las clases, visita las casas de los chicos y hace proyectos con los padres en provecho de nosotros. Todos la queremos.
Vivo en el campo. Voy a cumplir diez años. Tengo un hermanito chico, Pedro.
Conozco todos los colores del arco iris y me gusta caminar descalza bajo la lluvia; recibir en la falda extendida el granizo y seguir de cerca a la perdiz hasta su nido para mirar sus hue vecillos lustrosos y violetas. Mi casa tiene el tejado rojo y las paredes blancas, rodeada de sol, pencas y retamas, de sauces, eucaliptos y quinuales duran te el día, y de oscuridad y paca-pacas en la noche. Cuando se apaga la lámpara, mi casa parece una isla con todas sus cosas juntas; pero tan distante que hay que viajar toda la noche para encontrarla otra vez. Al amanecer, lo primero que se advierte en su cielo es el humo de la chimenea, alto, blanco, denso; me hace imaginar un barco recién anclado en el puerto luminoso del día. No puedo remecer los árboles con mis manos. Si lo hiciera, los pájaros y las hojas caerían y yo tendría una lluvia maravillosa. Pero el árbol es como mi madre, que no puede bajarme una estrella, y yo quisiera tener una luz oculta que me hiciera brillar el corazón o un pájaro que cante dentro de mí o una hojita sensitiva que me sirva para no ponerme colorada mientras hablo. Voy a la escuela, pero tengo el conflicto de gustar más del lenguaje de las cosas que miro, de la tierra abierta, del mugido de las vacas o de los árboles que zumban con el aire, que del cuaderno, el lápiz y la carpeta. Cuando bajamos al pueblo, con Juanina, llevamos en las trenzas el color del trigo en cosecha y el olor de retamas. Me gusta oler a campo, a flores frescas, a agua limpia. Los niños del campo tenemos algo especial en los ojos y en el alma. Copiamos 10
la limpidez del cielo sin saberlo. Estamos acostumbrados al lenguaje directo de la tierra, del agua, del viento, de los pája ros y hasta de las raíces, por oscuras y ocultas que parezcan. En nuestra sangre canta la creación, el maravilloso himno de acción de gracias; donde quiera que miremos, la obra de Dios se hace presente. La maestra dice que no nos cambiaría nunca por otros niños. A pesar de no ser de aquí, se siente feliz. Llenamos su vida. Siempre la oímos cantar y juega con nosotros como si tuviera nuestra edad. En las tardes, al final de las clases, visita las casas de los chicos y hace proyectos con los padres en provecho de nosotros. Todos la queremos.
Carbón es negro como la noche. Me lo trajo mi padre una tarde de lluvia bajo el poncho y me lo echó a los pies como si me tirara un copo de lana negra, tibia y esponjosa, mientras mi madre calentaba la comida y el agua resbalaba en los tejados. Apenas cabía en la palma de mi mano. No se movió, estaba aterido. Sólo su hociquito húmedo, ansioso de comida, cambió de sitio. Afuera tronaban los rayos y parecían meterse dentro de la casa. Lo escondí entre los pliegues de mi falda des pués de que tomó su sopa, y ambos nos quedamos dormidos junto al fuego. Me parece que en sueños le puse el nombre de Carbón. ¿Qué otro nombre podía quedarle más a tono con su tamaño, su for ma y la noche oscura en que llegó? Carbón es un cachorro como pocos. Más que su pura sangre, está en él el sello con que vino. Llévate el mejor para tus hijos, le había dicho a mi padre un amigo de la infancia. Mi padre eligió a Carbón. La presencia de Carbón entre nosotros acerca la visión de aquel amigo, aunque Pedro y yo no lo conocemos; y él, Car bón, ha de mantenernos unidos para siempre.
Carbón es dueño del campo y nadie se lo ha dicho. Trepa los muros y olfatea a todos los animales que tenemos, parece estar descubriendo el mundo y sus rarezas. Es juguetón, hace levantar del nido a las gallinas por creerlas perezosas y arma un escándalo infernal de cacareos y protestas, se entrecruza entre las piernas de la vaca por el olor a leche, husmea todos los rincones del sendero; y, después, can sado, bebe el agua del río como si tuviera una sed enorme reunida desde el día en que nació. Parece que quisiera secar el río para encontrar la lengua del otro perro que asoma desde el fondo amenazante. ¡Qué tonto eres, Carbón! Es tu sombra, tu propia sombra, la que asoma dentro del agua. Camina para que veas. Ladra para que escuches tu lenguaje sonoro. ¿Qué animal puede estar metido dentro del agua y esperar que te acerques tú para asus tarte? ¡No me des risa, Carbón! El agua es como un espejo. Ojalá pudiéramos descubrir al mirarnos en él lo que llevamos dentro. El agua nos curaría.
¡Esto es tan grato! Mi madre dice siempre: “La infancia es el mejor momento para encontrar amigos”. Yo tengo mis dudas. No sé si Teresa, Lucha, Juanina o Car men y los chicos que juegan con Pedro han de durarnos toda la vida, si a cada instante peleamos por tantita cosa. —Así es la infancia. Y esa es la clase de amistad que nos dura toda la vida —dice mamá, abrazándome—. La que crece con nosotros nos acompaña siempre y no tiene precio.
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Carbón es negro como la noche. Me lo trajo mi padre una tarde de lluvia bajo el poncho y me lo echó a los pies como si me tirara un copo de lana negra, tibia y esponjosa, mientras mi madre calentaba la comida y el agua resbalaba en los tejados. Apenas cabía en la palma de mi mano. No se movió, estaba aterido. Sólo su hociquito húmedo, ansioso de comida, cambió de sitio. Afuera tronaban los rayos y parecían meterse dentro de la casa. Lo escondí entre los pliegues de mi falda des pués de que tomó su sopa, y ambos nos quedamos dormidos junto al fuego. Me parece que en sueños le puse el nombre de Carbón. ¿Qué otro nombre podía quedarle más a tono con su tamaño, su for ma y la noche oscura en que llegó? Carbón es un cachorro como pocos. Más que su pura sangre, está en él el sello con que vino. Llévate el mejor para tus hijos, le había dicho a mi padre un amigo de la infancia. Mi padre eligió a Carbón. La presencia de Carbón entre nosotros acerca la visión de aquel amigo, aunque Pedro y yo no lo conocemos; y él, Car bón, ha de mantenernos unidos para siempre.
Carbón es dueño del campo y nadie se lo ha dicho. Trepa los muros y olfatea a todos los animales que tenemos, parece estar descubriendo el mundo y sus rarezas. Es juguetón, hace levantar del nido a las gallinas por creerlas perezosas y arma un escándalo infernal de cacareos y protestas, se entrecruza entre las piernas de la vaca por el olor a leche, husmea todos los rincones del sendero; y, después, can sado, bebe el agua del río como si tuviera una sed enorme reunida desde el día en que nació. Parece que quisiera secar el río para encontrar la lengua del otro perro que asoma desde el fondo amenazante. ¡Qué tonto eres, Carbón! Es tu sombra, tu propia sombra, la que asoma dentro del agua. Camina para que veas. Ladra para que escuches tu lenguaje sonoro. ¿Qué animal puede estar metido dentro del agua y esperar que te acerques tú para asus tarte? ¡No me des risa, Carbón! El agua es como un espejo. Ojalá pudiéramos descubrir al mirarnos en él lo que llevamos dentro. El agua nos curaría.
¡Esto es tan grato! Mi madre dice siempre: “La infancia es el mejor momento para encontrar amigos”. Yo tengo mis dudas. No sé si Teresa, Lucha, Juanina o Car men y los chicos que juegan con Pedro han de durarnos toda la vida, si a cada instante peleamos por tantita cosa. —Así es la infancia. Y esa es la clase de amistad que nos dura toda la vida —dice mamá, abrazándome—. La que crece con nosotros nos acompaña siempre y no tiene precio.
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Hoy día han abierto los ojitos a la vida catorce pollitos: ocho de la gallina negra, seis de la jergona. Mi madre pensó que faltaban y cascó los huevos. Los pollitos de adentro estaban muertos. Llevó a Carbón con engaños hasta el gallinero. Le hizo mirar los nidos y los huevos rotos; los pollitos corrieron a esconder se debajo del plumón de la mamá, lo mismo que cuando los gavilanes en vuelo cruzan el cielo del corral. Las dos gallinas esponjadas y bravas cacarearon y toda la asamblea protestó contra el intruso: los pavos y los patos fueron los que más escándalo metieron. Lo reprendió severamente por haberlos levantado del nido tantas veces, como se reprende a los chicos malos para que no vuelvan a cometer diabluras. —Mira —le dijo—, debiera castigarte como mereces; pero como es la primera vez sólo es una advertencia. No vuelvas a estorbar a las gallinas. Carbón, con las orejas gachas y el hocico bajo, como rumian do un dolor muy grande, fue a meterse debajo de mi cama como un pollito desvalido y no apareció hasta después del almuerzo, cuando fuimos por encargo de papá a buscarlo.
Carbón ha quebrado ochenta cañas de maíz persiguien do un zorrillo —dijo Justino, bajando la carga de sus hombros y poniéndola en tierra. Mis padres castigaron a Carbón, sentimos su aullido lastimero pidiendo protección. Saltamos de la cama como movidos por un terremoto. Desde la puerta, Pedro y yo miramos el drama. Nos dolía en el alma verlo castigado otra vez, tal vez sin culpa. ¿Qué puede saber él de la importancia del maíz? ¡Tan chico! ¿Quién ha podido descubrirle el secreto que encierra el maíz para el hombre? Ni siquiera sabrá que se llama maíz y que se come. Carbón recibió el castigo con los ojos extrañamente largos, la mirada perdida entre nosotros y el plato de leche espumosa que hoy no le apetece. Mamá dice: —Hoy mismo hay que hacerlo desaparecer antes de que los niños se levanten. —¡Pobre Carbón! —grité, interponiéndome entre mi madre y Justino, que bien comprenden mi dolor. —Que no lo hagan desaparecer —dice Pedro, echándose a los brazos de mi padre. —Tal vez piensa que no lo queremos, que está de más entre nosotros; pero no es cierto, Pedro y yo lo queremos de verdad —agrego. Pobrecito, es mucho lo que sufre. Trato de acariciar al perro, mi madre me riñe. Justino nos consuela diciendo: —Es perrito chico, niños. Entiende todo, sólo le falta hablar. Se le castiga para que aprenda.
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Hoy día han abierto los ojitos a la vida catorce pollitos: ocho de la gallina negra, seis de la jergona. Mi madre pensó que faltaban y cascó los huevos. Los pollitos de adentro estaban muertos. Llevó a Carbón con engaños hasta el gallinero. Le hizo mirar los nidos y los huevos rotos; los pollitos corrieron a esconder se debajo del plumón de la mamá, lo mismo que cuando los gavilanes en vuelo cruzan el cielo del corral. Las dos gallinas esponjadas y bravas cacarearon y toda la asamblea protestó contra el intruso: los pavos y los patos fueron los que más escándalo metieron. Lo reprendió severamente por haberlos levantado del nido tantas veces, como se reprende a los chicos malos para que no vuelvan a cometer diabluras. —Mira —le dijo—, debiera castigarte como mereces; pero como es la primera vez sólo es una advertencia. No vuelvas a estorbar a las gallinas. Carbón, con las orejas gachas y el hocico bajo, como rumian do un dolor muy grande, fue a meterse debajo de mi cama como un pollito desvalido y no apareció hasta después del almuerzo, cuando fuimos por encargo de papá a buscarlo.
Carbón ha quebrado ochenta cañas de maíz persiguien do un zorrillo —dijo Justino, bajando la carga de sus hombros y poniéndola en tierra. Mis padres castigaron a Carbón, sentimos su aullido lastimero pidiendo protección. Saltamos de la cama como movidos por un terremoto. Desde la puerta, Pedro y yo miramos el drama. Nos dolía en el alma verlo castigado otra vez, tal vez sin culpa. ¿Qué puede saber él de la importancia del maíz? ¡Tan chico! ¿Quién ha podido descubrirle el secreto que encierra el maíz para el hombre? Ni siquiera sabrá que se llama maíz y que se come. Carbón recibió el castigo con los ojos extrañamente largos, la mirada perdida entre nosotros y el plato de leche espumosa que hoy no le apetece. Mamá dice: —Hoy mismo hay que hacerlo desaparecer antes de que los niños se levanten. —¡Pobre Carbón! —grité, interponiéndome entre mi madre y Justino, que bien comprenden mi dolor. —Que no lo hagan desaparecer —dice Pedro, echándose a los brazos de mi padre. —Tal vez piensa que no lo queremos, que está de más entre nosotros; pero no es cierto, Pedro y yo lo queremos de verdad —agrego. Pobrecito, es mucho lo que sufre. Trato de acariciar al perro, mi madre me riñe. Justino nos consuela diciendo: —Es perrito chico, niños. Entiende todo, sólo le falta hablar. Se le castiga para que aprenda.
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Me quejo:
Los sábados por la tarde vamos con Pedro al catecismo
—Si hablara nos diría que todos somos unos malos, que extraña la casa de donde vino.
del pueblo. El señor cura es un anciano venerable, parece un santo que baja del altar para hablarnos. Nos reúne a todos los chicos como si reuniera y acallara vientos: ¡Pasen, pasen, pajaritos del Señor!
Me mandan a la cama otra vez. Carbón hoy no jugará con nosotros. Será un día negro. Pero a nuestros ruegos se quedará en casa. Eso es lo que interesa. Desde mi exilio escribo una carta a mi maestra, llena de protestas.
Entramos como un torrente para ganar sitio en las tres únicas bancas de la iglesia. El resultado sería infernal si él no empe zara solemnemente sus preguntas: —Chicos, ¿dónde está Dios?... ¡Silencio!
¡Qué raro! Me contesta lo mismo que dijo Justino.
Todo el coro repite:
Maruja:
—Dios está en el cielo, en la Tierra y en todo lugar.
Me apena que estés castigada sin poder venir a la escuela.
—¿Podemos ver a Dios?... Tú, más junto al otro chico; tú pasa aquí, y este en otro lugar.
Pero debes saber que los perros son como los niños, les vamos enseñando a vivir poco a poco. Cuando grande, ya verás cómo Carbón es un hermoso Carbón respetable. Tus padres tienen razón. ¿Tú sabes lo que valen ochenta cañas de maíz deshechas que no volverán a crecer? Es una gran pérdida para ellos y sobre todo para ti. ¿Has pensado en esto, hija mía? Es una gran pérdida para ti. En cambio, Carbón sigue vivo con su lección delante. El cas tigo que ha recibido es justo y no lo daña físicamente. ¿Está sin orejas? ¿Le falta la cola o un ojo?
—No podemos ver a Dios porque es espíritu purísimo. —¿Dios lo ve todo?... ¡Arrímate! ¿No me has escuchado? —Sí, Dios lo ve todo, aun nuestros propios pensamientos. Con este diálogo repetido dos veces, la clase queda muda escuchando al padre, en cuyas manos sarmentosas el rosario parece tardar mucho en llegar al cielo.
Ojalá, ambos, tú y Carbón, y el pequeño Pedro, hayan apren dido la lección.
—Dios nos está mirando. Te voy a colocar delante —dice cada vez que alguien se descompone, empuja o pellizca y lo pone de golpe, solo, de rodillas delante del altar para que sea mirado más intensamente por el Señor.
Espero verlos llegar mañana muy temprano. Pídeles perdón a tus padres.
Este castigo es terrible. Nos encarruja el alma. Pero cada tarde hay por lo menos tres chicos castigados.
Cariñosamente, tu maestra Margarita
Al final salimos cantando para no romper la disciplina, con un caramelo en la mano y la verdad del catecismo alumbrando nuestras almas. En el altar de en medio está la Virgencita del Pilar, la Mama Linda, como le dice el pueblo. 16
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Me quejo:
Los sábados por la tarde vamos con Pedro al catecismo
—Si hablara nos diría que todos somos unos malos, que extraña la casa de donde vino.
del pueblo. El señor cura es un anciano venerable, parece un santo que baja del altar para hablarnos. Nos reúne a todos los chicos como si reuniera y acallara vientos: ¡Pasen, pasen, pajaritos del Señor!
Me mandan a la cama otra vez. Carbón hoy no jugará con nosotros. Será un día negro. Pero a nuestros ruegos se quedará en casa. Eso es lo que interesa. Desde mi exilio escribo una carta a mi maestra, llena de protestas.
Entramos como un torrente para ganar sitio en las tres únicas bancas de la iglesia. El resultado sería infernal si él no empe zara solemnemente sus preguntas: —Chicos, ¿dónde está Dios?... ¡Silencio!
¡Qué raro! Me contesta lo mismo que dijo Justino.
Todo el coro repite:
Maruja:
—Dios está en el cielo, en la Tierra y en todo lugar.
Me apena que estés castigada sin poder venir a la escuela.
—¿Podemos ver a Dios?... Tú, más junto al otro chico; tú pasa aquí, y este en otro lugar.
Pero debes saber que los perros son como los niños, les vamos enseñando a vivir poco a poco. Cuando grande, ya verás cómo Carbón es un hermoso Carbón respetable. Tus padres tienen razón. ¿Tú sabes lo que valen ochenta cañas de maíz deshechas que no volverán a crecer? Es una gran pérdida para ellos y sobre todo para ti. ¿Has pensado en esto, hija mía? Es una gran pérdida para ti. En cambio, Carbón sigue vivo con su lección delante. El cas tigo que ha recibido es justo y no lo daña físicamente. ¿Está sin orejas? ¿Le falta la cola o un ojo?
—No podemos ver a Dios porque es espíritu purísimo. —¿Dios lo ve todo?... ¡Arrímate! ¿No me has escuchado? —Sí, Dios lo ve todo, aun nuestros propios pensamientos. Con este diálogo repetido dos veces, la clase queda muda escuchando al padre, en cuyas manos sarmentosas el rosario parece tardar mucho en llegar al cielo.
Ojalá, ambos, tú y Carbón, y el pequeño Pedro, hayan apren dido la lección.
—Dios nos está mirando. Te voy a colocar delante —dice cada vez que alguien se descompone, empuja o pellizca y lo pone de golpe, solo, de rodillas delante del altar para que sea mirado más intensamente por el Señor.
Espero verlos llegar mañana muy temprano. Pídeles perdón a tus padres.
Este castigo es terrible. Nos encarruja el alma. Pero cada tarde hay por lo menos tres chicos castigados.
Cariñosamente, tu maestra Margarita
Al final salimos cantando para no romper la disciplina, con un caramelo en la mano y la verdad del catecismo alumbrando nuestras almas. En el altar de en medio está la Virgencita del Pilar, la Mama Linda, como le dice el pueblo. 16
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La gente dice que está viva, que ha hablado con los pobres muchas veces y que gasta zapatos en las noches caminando los rastrojos de las granjas y las chacras. Lo sabe el santo cura, lo sabe el zapatero, que por devoción le compone los zapatos, y doña Paula, que asegura haber sentido sus manitas tibias al momento de ponerle ropa nueva para su fiesta. En el altar, tiene siempre bajo sus plantas flores silvestres y velas encendidas. Ella nos mira con sus ojazos negros y su boca sonrosada, como sonriéndonos. Pero Carbón no entiende de estas cosas. Se trepó al altar en un descuido mientras el señor cura predicaba acerca del infierno y ¡zas! echó por tierra velas y floreros. Todos pegamos un grito espantoso, parecía que el infierno se hacía visible a nuestros ojos. El señor cura lo echó a palos con la vara de encender las velas: —¡Fuera de aquí, trotón! ¡Fuera! Carbón vino a refugiarse junto a mí con la lengua afuera, le zapateaba el corazón, síntoma de que estaba en culpa. Toda colorada lo saqué del templo entre las risas de los otros chicos y la voz patriarcal y amenazante del santo predicador. Le hice comprender que este sitio no es para los perros. Carbón, con sus ojos enormes, me miró regresar al templo avergonzada. Desde entonces se queda afuera, en el enrejado, esperando que termine el catecismo. Ya no mete las narices en el templo.
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La gente dice que está viva, que ha hablado con los pobres muchas veces y que gasta zapatos en las noches caminando los rastrojos de las granjas y las chacras. Lo sabe el santo cura, lo sabe el zapatero, que por devoción le compone los zapatos, y doña Paula, que asegura haber sentido sus manitas tibias al momento de ponerle ropa nueva para su fiesta. En el altar, tiene siempre bajo sus plantas flores silvestres y velas encendidas. Ella nos mira con sus ojazos negros y su boca sonrosada, como sonriéndonos. Pero Carbón no entiende de estas cosas. Se trepó al altar en un descuido mientras el señor cura predicaba acerca del infierno y ¡zas! echó por tierra velas y floreros. Todos pegamos un grito espantoso, parecía que el infierno se hacía visible a nuestros ojos. El señor cura lo echó a palos con la vara de encender las velas: —¡Fuera de aquí, trotón! ¡Fuera! Carbón vino a refugiarse junto a mí con la lengua afuera, le zapateaba el corazón, síntoma de que estaba en culpa. Toda colorada lo saqué del templo entre las risas de los otros chicos y la voz patriarcal y amenazante del santo predicador. Le hice comprender que este sitio no es para los perros. Carbón, con sus ojos enormes, me miró regresar al templo avergonzada. Desde entonces se queda afuera, en el enrejado, esperando que termine el catecismo. Ya no mete las narices en el templo.
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Ahora Carbón cuida el ganado y la casa, y acompaña a
Al retirar ese montón de ramas con que una estación
mi padre en el trabajo. Le gusta tomar el desayuno muy temprano y no se harta. Parece que tuviera cuatro estómagos vacíos.
entera cubrió el muro del corral de las gallinas encontraron los hombres un nudo de culebras plomo oscuro.
Mi padre dice muy serio: —Me resultó un tragaldabas. Ahora tengo que trabajar más para alimentar a este muchacho. ¿Sabes cuánto cuesta la libra de carne, Carbón? ¿Y la arroba de harina, y dar de comer a las vacas para que nos den leche? ¿Y no saben cuánto comen las gallinas para poner huevos? Carbón parece entender el sentido de sus palabras. Salta hasta el cuello de mi padre como diciéndole: —Todo esto lo pagaré después con mi trabajo. —Carbón —le digo, levantándolo en mis brazos—. No te resientas, es una broma de papá. ¿Verdad, papá? —Lo digo en serio —me responde sonriendo, y ambos se ale jan por el sendero; mi padre silbando viejas tonadas y Carbón adelantándole el camino, pero sólo hasta la salida. Después regresa a casa como alma que lleva el diablo.
¡Qué horrible! Desparramadas habían invadido la casa. Venancio partió a hachazos una que reptaba suelta, pero cada pedazo siguió moviéndose a manera de resorte. Aterrados, Pedro, el Molinerito, Juanina, Lucha y yo trepa mos al alero que tenía el corral a manera de balcón; erizados los pelos, esperábamos el desbande. Justino encendió la hojarasca y gritó: —¡Niños, no se muevan de allí! Pedro empezó a llorar y tenía náuseas del susto. No podíamos bajar. Mi mamá nos mantenía vigilados a distancia con mil promesas y mil súplicas: —¡No se muevan, por favor! ¡Sólo un ratito! Cuida a tu her mano. Han de quemar las ramas... Carbón, como siempre, se metió de novelero y salió de allí hecho un asco: el pelaje chamuscado, oliendo a quemado y con una cara de susto que daba risa. Después del humo y del incendio, Justino vino a rescatarnos. —Eran serpientes, culebras. La culebra es el diablo que enga ñó a nuestra madre Eva en el paraíso. Las hemos quemado a todas. Mamá nos hacía señas para no replicarle. —Es cierto —dijo, cuando estuvimos a su lado—. Justino aprendió esto de niño y esa verdad guía su vida. ¿No es así, Justino? —Así es, mamita —contestó el hombre satisfecho de ver que entre las cenizas estaban calcinadas las culebras.
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Ahora Carbón cuida el ganado y la casa, y acompaña a
Al retirar ese montón de ramas con que una estación
mi padre en el trabajo. Le gusta tomar el desayuno muy temprano y no se harta. Parece que tuviera cuatro estómagos vacíos.
entera cubrió el muro del corral de las gallinas encontraron los hombres un nudo de culebras plomo oscuro.
Mi padre dice muy serio: —Me resultó un tragaldabas. Ahora tengo que trabajar más para alimentar a este muchacho. ¿Sabes cuánto cuesta la libra de carne, Carbón? ¿Y la arroba de harina, y dar de comer a las vacas para que nos den leche? ¿Y no saben cuánto comen las gallinas para poner huevos? Carbón parece entender el sentido de sus palabras. Salta hasta el cuello de mi padre como diciéndole: —Todo esto lo pagaré después con mi trabajo. —Carbón —le digo, levantándolo en mis brazos—. No te resientas, es una broma de papá. ¿Verdad, papá? —Lo digo en serio —me responde sonriendo, y ambos se ale jan por el sendero; mi padre silbando viejas tonadas y Carbón adelantándole el camino, pero sólo hasta la salida. Después regresa a casa como alma que lleva el diablo.
¡Qué horrible! Desparramadas habían invadido la casa. Venancio partió a hachazos una que reptaba suelta, pero cada pedazo siguió moviéndose a manera de resorte. Aterrados, Pedro, el Molinerito, Juanina, Lucha y yo trepa mos al alero que tenía el corral a manera de balcón; erizados los pelos, esperábamos el desbande. Justino encendió la hojarasca y gritó: —¡Niños, no se muevan de allí! Pedro empezó a llorar y tenía náuseas del susto. No podíamos bajar. Mi mamá nos mantenía vigilados a distancia con mil promesas y mil súplicas: —¡No se muevan, por favor! ¡Sólo un ratito! Cuida a tu her mano. Han de quemar las ramas... Carbón, como siempre, se metió de novelero y salió de allí hecho un asco: el pelaje chamuscado, oliendo a quemado y con una cara de susto que daba risa. Después del humo y del incendio, Justino vino a rescatarnos. —Eran serpientes, culebras. La culebra es el diablo que enga ñó a nuestra madre Eva en el paraíso. Las hemos quemado a todas. Mamá nos hacía señas para no replicarle. —Es cierto —dijo, cuando estuvimos a su lado—. Justino aprendió esto de niño y esa verdad guía su vida. ¿No es así, Justino? —Así es, mamita —contestó el hombre satisfecho de ver que entre las cenizas estaban calcinadas las culebras.
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Más tarde, al llevarnos a casa, Pedro, abrazado del cuello de mamá, decía: —¿Ya no hay más diablos, mamá? ¿Ya los han quemado a todos? —Así es —le contestó, y volteada hacia nosotros dijo—: Claro que siguen ardiendo en el infierno. Nos reímos.
Ya se fueron las lluvias y más bien se siente un frío inten so. El agua está heladita y el estanque de los patos amanece como una fantasía de espejos con la escarcha. ¡Cómo ha cam biado el tiempo! Con este frío, Justino y mi padre frecuentan el campo más temprano para ganar al sol y riegan más tarde cuando el sol se ha puesto. Me da pena ver a mi padre con los labios partidos y la bufanda al cuello, las manos enrojecidas y deformes a causa del frío, arrastrando el agua con su lampa. Mi mamá le dice siem pre: —¡Pero, Pedro, por Dios! Si tienes a quien mandar, ¿por qué no dices a los muchachos que lo hagan? Para eso se les paga. Mi padre le responde dulcemente: —El campo es nuestro, no lo olvides, Teresa. El campo es nuestro y debemos tratarlo como cosa nuestra. —Es un hombre como pocos, el patrón —oigo decir de mi padre cuando paso. Todos le guardan un gran respeto a causa de su rectitud, justi cia y humano proceder. Cuando le piden algo, nunca lo niega si se trata de una causa justa o digna. Mi madre es también muy laboriosa. Nos ha tejido chompas gruesas para el frío y ha puesto en las camas más frazadas. También Carbón tiene una manta más. Hay más leña amontonada en la cocina y todo el día el humo de la chimenea nos hace saber que la casa está tibia, que dentro está mamá esperándonos, alimentando no sólo con leña el fuego del hogar sino, y sobre todo, con ese amor infinito que nos hace sentir felices al estar junto a ella. Cuando mi padre invita después del almuerzo: “Pedro, Maruja, vamos al molino”, Carbón se coloca junto a Pedro y
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Más tarde, al llevarnos a casa, Pedro, abrazado del cuello de mamá, decía: —¿Ya no hay más diablos, mamá? ¿Ya los han quemado a todos? —Así es —le contestó, y volteada hacia nosotros dijo—: Claro que siguen ardiendo en el infierno. Nos reímos.
Ya se fueron las lluvias y más bien se siente un frío inten so. El agua está heladita y el estanque de los patos amanece como una fantasía de espejos con la escarcha. ¡Cómo ha cam biado el tiempo! Con este frío, Justino y mi padre frecuentan el campo más temprano para ganar al sol y riegan más tarde cuando el sol se ha puesto. Me da pena ver a mi padre con los labios partidos y la bufanda al cuello, las manos enrojecidas y deformes a causa del frío, arrastrando el agua con su lampa. Mi mamá le dice siem pre: —¡Pero, Pedro, por Dios! Si tienes a quien mandar, ¿por qué no dices a los muchachos que lo hagan? Para eso se les paga. Mi padre le responde dulcemente: —El campo es nuestro, no lo olvides, Teresa. El campo es nuestro y debemos tratarlo como cosa nuestra. —Es un hombre como pocos, el patrón —oigo decir de mi padre cuando paso. Todos le guardan un gran respeto a causa de su rectitud, justi cia y humano proceder. Cuando le piden algo, nunca lo niega si se trata de una causa justa o digna. Mi madre es también muy laboriosa. Nos ha tejido chompas gruesas para el frío y ha puesto en las camas más frazadas. También Carbón tiene una manta más. Hay más leña amontonada en la cocina y todo el día el humo de la chimenea nos hace saber que la casa está tibia, que dentro está mamá esperándonos, alimentando no sólo con leña el fuego del hogar sino, y sobre todo, con ese amor infinito que nos hace sentir felices al estar junto a ella. Cuando mi padre invita después del almuerzo: “Pedro, Maruja, vamos al molino”, Carbón se coloca junto a Pedro y
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camina a su lado como si fueran una sola persona; hasta pare cen hermanos, por los cabellos. Pedro los tiene tan negros y sedosos como los de mi padre. En cambio dicen que yo me parezco a mi mamá por los cabe llos y los ojos claros, la naricilla respingada y su sonrisa. Un día de fiestas patrias, cuando marchaba junto a la bandera en el desfile, oí decir: “Ahí va doña Teresa, marchando en los pies y el tamaño de esa niña”. Yo feliz de parecerme a mi mamá. Y papá feliz de que Pedro se le parezca. Carbón, ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá?
Carbón ha cumplido tres meses con nosotros y ya sabe sus deberes: – Se levanta temprano y viene a saludarnos. – Come toda su comida. – Cuida a las gallinas desde lejos, ya no las levanta del nido. Y cuando encuentra huevos de perdices o gallinas, los lleva en la boca y se los entrega a mamá. – Cuando sale con nosotros siempre lleva algo en la boca, la canasta de compras, la soga, los libros y cuadernos, con ese aire de superioridad con que camina: el cuerpo erguido, de movimientos armoniosos, la cabeza en alto, las orejas pegadas hacia atrás y el hocico custodiando algo. – Recoge los periódicos y el correo. – Ya no se mete dentro del maizal a perseguir zorrillos; los mi ra, ladrando, cruzar el campo. Se acuerda de qué perdería. – No tiene miedo al agua fría. Cuando lo bañamos tirita, se encoge, pero no nos muerde; le gusta estar fachoso, bien peinado. Los domingos le ponemos un collar de flores en el cuello. – Sabe sentarse junto a la silla de mi padre con las patitas delanteras levantadas mientras almorzamos. Mi padre dice, frotándole el lomo: “Carbón, has progresado mucho, mereces un premio”.
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camina a su lado como si fueran una sola persona; hasta pare cen hermanos, por los cabellos. Pedro los tiene tan negros y sedosos como los de mi padre. En cambio dicen que yo me parezco a mi mamá por los cabe llos y los ojos claros, la naricilla respingada y su sonrisa. Un día de fiestas patrias, cuando marchaba junto a la bandera en el desfile, oí decir: “Ahí va doña Teresa, marchando en los pies y el tamaño de esa niña”. Yo feliz de parecerme a mi mamá. Y papá feliz de que Pedro se le parezca. Carbón, ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu mamá?
Carbón ha cumplido tres meses con nosotros y ya sabe sus deberes: – Se levanta temprano y viene a saludarnos. – Come toda su comida. – Cuida a las gallinas desde lejos, ya no las levanta del nido. Y cuando encuentra huevos de perdices o gallinas, los lleva en la boca y se los entrega a mamá. – Cuando sale con nosotros siempre lleva algo en la boca, la canasta de compras, la soga, los libros y cuadernos, con ese aire de superioridad con que camina: el cuerpo erguido, de movimientos armoniosos, la cabeza en alto, las orejas pegadas hacia atrás y el hocico custodiando algo. – Recoge los periódicos y el correo. – Ya no se mete dentro del maizal a perseguir zorrillos; los mi ra, ladrando, cruzar el campo. Se acuerda de qué perdería. – No tiene miedo al agua fría. Cuando lo bañamos tirita, se encoge, pero no nos muerde; le gusta estar fachoso, bien peinado. Los domingos le ponemos un collar de flores en el cuello. – Sabe sentarse junto a la silla de mi padre con las patitas delanteras levantadas mientras almorzamos. Mi padre dice, frotándole el lomo: “Carbón, has progresado mucho, mereces un premio”.
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