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SERIE ROJA

Hay diferentes clases de miedo. La angustia de presenciar algo abominable. El pánico a perder el control de tus actos. El temor a dejar de existir.

El tormento de seguir existiendo y que a nadie le importe. El horror de descubrir tu propio lado perverso. ¿Cuál es tu peor miedo?

«Alguien que canta mientras riega su jardín, no puede ser una persona mala». A partir del momento en que Úrsula hace esta reflexión, la pesadilla relatada en esta obra inicia su proceso de resolución; triunfa el Canto.

Padre Gabriel Guarda, O.S.B.

Mauricio Paredes

Mauricio Paredes

Perverso

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ISBN: 978-612-4039-77-5

Av. Primavera 2160, Santiago de Surco, Lima 33, Perú.

Teléfono (511) 313-4000 Fax (511) 313-4001 www.gruposantillana.com.pe

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Miedo.

Peor que el miedo a la muerte. Peor que nunca haber existido. Un terror tan espantoso como tener una infección monstruosa, una larva repulsiva que crece dentro de tu cuerpo, clavándote sus garras, comiendo tu carne hasta dejarte deformado por completo, convertido también en un monstruo aborrecible.

Aníbal despertó en medio de la noche y sabía que algo terrible iba a suceder.

—Esto no puede ser cierto. ¡Por favor, que esto no sea cierto! —suplicó al mirarse al espejo.

Tenía la barba áspera y sus manos tiritaban al palpar un pequeño grano en su cara, una especie de quiste con un punto negro muy saliente. Trató de examinarlo, pero una ampolleta sucia apenas iluminaba el baño. Sus pies sentían el suelo frío y le preocupaba cortarse con alguna baldosa trizada o pisar una cucaracha. Apretando con los dedos logró reventar el forúnculo, dejando manchas de pus en el espejo. Sintió náuseas al ver que se trataba de un pelo encarnado, que comenzó a pellizcar con las uñas. Observó cómo salía de su piel lentamente, negro y duro. Al estirarlo, se asomaba cada vez más, como ex-

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cretado por su cuerpo. Cuando decidió tirar con fuerza, tuvo una arcada tan violenta, que le salieron lágrimas.

Con horror comprendió que el pelo recorría toda su cara.

Si lo tensaba, se movían y torcían diferentes partes de su piel, dándole un aspecto malformado.

—Por favor, que esto no sea cierto.

Apoyó sus brazos sobre el viejo lavamanos, con la respiración agitada. De sus labios goteaba saliva y el pelo encarnado colgaba hasta pegarse en la loza blanca. Decidió intentar sacarlo por completo. Avanzó, hasta que sintió dolor dentro de su boca, como cuando el hilo dental rompe la encía. Se atrevió a jalar un poco más y con horror se dio cuenta de que dos muelas se le habían soltado. Al tocarlas con la lengua, se salieron por completo y tuvo que escupirlas. Con desesperación tiró más y entonces toda su dentadura saltó. Algunas piezas chocaron contra la loza, otras cayeron al suelo y varias se fueron por el desagüe.

—¡No! —gritó llorando frente al espejo.

Las lágrimas vibraban en sus ojos y tenía la boca y las manos sucias con sangre. Necesitaba quitar el pelo de su cara a toda costa. Lo tomó con las dos manos y separó las piernas para afirmarse bien. El llanto lo atragantaba y apenas podía respirar. Hacía ruidos de animal angustiado. «Ahora, tira», pensó. «¡Tira, ahora! ¡Ahora, ahora! ¡Ahora!».

Intentó arrancarlo con todas sus fuerzas. Entonces vio cómo uno de sus ojos se salió de su cavidad y quedó colgando, sujeto solamente por los nervios. Fue en ese momento que se desmayó.

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Hay pesadillas tan intensas que uno despierta con un grito. Entonces pueden ocurrir dos cosas: la primera es sentir alivio, porque sólo fue un mal sueño; la segunda es quedar inquieto, convencido de que, al menos ciertas partes de la pesadilla, tienen conexión con la realidad. Esta última sensación de profunda inseguridad fue la que sintió Aníbal al volver en sí. El pelo, los dientes, el ojo. Algo le decía que se trataba de una premonición.

—¡Aníbal! ¿Qué te pasa? —escuchó desde las sombras.

—¿Úrsula? —respondió—. ¿Dónde estamos?

Se encontraba en una pequeña habitación totalmente desconocida. Estaba tendido sobre un camarote angosto. Apenas lograba identificar los rasgos de la cara de Úrsula, asomada desde la cama de arriba.

—Qué bueno que despertaste —dijo ella—, estaba asustada por el golpe y por las cosas que decías.

—¿Qué golpe? Úrsula, ¿dónde estamos?

Al incorporarse sintió un punzante dolor de cabeza y un horrible mareo. El dormitorio en tinieblas parecía dar vueltas.

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Ella bajó muy silenciosa y se sentó junto a él. Lo hizo apoyar nuevamente la cabeza en la almohada. Con los dedos le hizo cariño en la frente.

—Trata de estar tranquilo. Habla más despacio.

Descansa. Me preocupa que tengas una contusión cerebral. Anoche vomitabas y hablabas incoherencias. Decías que preferías morir a volverte loco y cosas así.

—Pero Úrsula —susurró él, agotado—, por favor, explícame dónde estamos.

—¿En verdad no te acuerdas de nada?

—Nada de nada. Y me estoy asustando cada vez más.

Ella suspiró y luego habló con voz débil.

—Estamos encerrados, Aníbal.

—¿Encerrados? ¿Cómo encerrados? ¿Dónde? —preguntó él con angustia.

—En una casa de locos.

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Por supuesto que existen diferentes tipos de miedo.

Está el miedo irracional a situaciones imposibles y repelentes: pelos encarnados que recorren toda la cara, dientes que se caen solos y ojos que saltan de sus cavidades. Este es un miedo muy relacionado con el asco. Otro tipo de temor es uno completamente lógico y propio de una persona sensata; por ejemplo, el estar prisionero en un hospital para enfermos mentales. Al pensar esto, Aníbal se dio cuenta de que entraba en una contradicción básica: a las personas sensatas no las encierran en los manicomios. De hecho, es muy común que los locos crean y aseguren estar cuerdos.

Tomó aire para tranquilizar sus pensamientos.

No, él no estaba loco. La prueba era Úrsula. Ella estaba ahí acompañándolo. Pero podía ser una alucinación. ¡No, ella era real! Podía tocarla. ¿Real? ¿Estás seguro, Aníbal? ¿Tan real como tu sueño? ¿Acaso no podías tocar el pelo negro y duro? ¿Acaso no sentiste tus dientes desgranarse y tu ojo reventarse?

—¡Por qué estoy hablando conmigo mismo! ¡Me estoy volviendo loco!

—¡Aníbal, por favor! —exclamó Úrsula—. ¡Estás comenzando a delirar de nuevo!

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Él hizo un gran esfuerzo para calmarse. Tragó saliva y apretó los párpados.

También existe una tercera especie de miedo: el pánico a lo desconocido. O peor aún, la angustia que provoca lo que uno comprende como cierto, pero que resulta imposible de aceptar. Aquella fue la sensación que Aníbal experimentó cuando su mujer comenzó a contarle lo que había ocurrido.

—Los locos son ellos.

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Lo que hizo temblar a Úrsula fue sentir la presencia del mal. No la sensación de que fuese a pasarles algo malo, sino el mal en sí mismo. Tener la horrible certeza de que algo maligno se escondía, pero no saber dónde aparecería, ni en qué momento, ni en quién.

Volvían de una tarde de paseo en el parque. Al ver la casa, decidieron estacionarse. Les llamó la atención su aspecto de mansión abandonada. El jardín estaba muy descuidado y por todos lados crecían malezas amarillentas que llegarían hasta la rodilla. En el centro había un montón de plantas de alguna especie de cactus con hojas gruesas, largas y punzantes. Bordeando el terreno, sobre la reja se enredaban espinos que parecían asfixiar la construcción de piedra.

Montada en cada esquina del techo había una escultura distinta. La primera representaba la cabeza de un hombre anciano, con una larga barba de rizos que parecían olas.

—¿Será Poseidón? —sugirió Aníbal.

La segunda figura pareció confirmar la suposición marítima. Se trataba de la cabeza y busto de una mujer joven, tal como el mascarón de proa de un barco.

Dieron un par de pasos para observar la tercera con detención.

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—¡Una rana! —exclamó triunfante Aníbal—. ¡Todo está relacionado con el agua! Úrsula se acercó a la reja de entrada en silencio y estiró el brazo para señalar con su índice.

—No es una rana, fíjate —dijo sin perder de vista la imagen de piedra—. Es un niño recién nacido.

Aníbal levantó las cejas, alargó el cuello y estrechó sus párpados para tratar de convencerse.

—Puede ser —caviló—, pero uno realmente feo.

Los dos sonrieron, en parte para tomar la situación en broma, pero también para aliviar la incomodidad que les producían esas imágenes siniestras observándolos desde lo alto.

—Son las etapas de la vida —afirmó Úrsula—.

Yo creo que ése es el significado: niñez, juventud y vejez.

—Y yo creo que tienes toda la razón —complementó Aníbal, mostrándole un letrero metálico incrustado al muro junto a la puerta principal.

—«Doctor Gregorio P. Birlar. Sanidad mental y juventud eterna» —leyó ella—. ¡Juventud eterna! ¡Este tipo debe haber sido un estafador de la peor calaña!

—Todavía funciona la clínica, toquen el timbre.

—¿Quién dijo eso? —preguntó sorprendida Úrsula.

—¿Quién? Un hombre que acaba de pasar detrás nuestro —respondió Aníbal—. ¿No lo viste? Desde que llegamos estaba mirándonos de reojo. Yo pensé que era un cuidador de autos.

—¿Pero cómo era?

—No lo sé bien, no le vi la cara. Tenía un abrigo sucio y olía mal. Creo que dobló aquí mismo en la esquina. ¿En serio no lo viste?

—Para nada —respondió ella—. No me gusta esto, tengo un mal presentimiento. Vámonos, mejor.

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—¿Tú crees que habrá alguien adentro?

—La verdad es que no me interesa averiguarlo —contestó Úrsula—. Además, está oscureciendo.

Aníbal levantó la mirada para ver el cielo. El aire escapó de sus pulmones en una abrupta exhalación al descubrir, impactado, que comenzaba a salir humo desde dos de las chimeneas. Una de las emanaciones más bien parecía vapor, porque era blanca y se desvanecía rápido con el calor de la tarde. La otra era negruzca, como de carbón.

—¿Alcanzas a ver eso? —inquirió él con el entusiasmo sobresaltado de la curiosidad.

—Sí, veo, pero no —replicó ella—. Por favor, no.

Vámonos. él la miró con una sonrisa de desobediencia. Ella respondió con un severo rostro de reprobación. Él se acercó más a la reja, respirando hondo. Ella cruzó los brazos y se quedó erguida, estática y francamente molesta. Al final, justo antes de que Aníbal tocara el timbre, de pronto se abrió la puerta de la casa. Un hombre canoso, vestido con delantal, se paró frente a ellos.

—¡Adelante, jóvenes! ¡Pasen!