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Francisco Trinidad. Ojos cerrados
Francisco Trinidad
Ojos cerrados
Durante quince años regenté una pequeña tienda de fotografía en un barrio olvidado de esta ciudad; pero, a pesar de lo pequeño del local y a pesar de lo alejado del barrio, pude sobrevivir sin mayores agobios y pagar mis facturas sin sobresaltos. A base de fotocopias, revelados y rollos de fotografía se equilibraba el presupuesto mensual y me permitía mantener actualizados mis equipos y hacer de vez en cuando alguna excursión fotográfica para nutrir las quince exposiciones que hasta ahora he realizado y que no han pasado desapercibidas.
Claro que una de mis fuentes de ingresos más eficiente fue la de la realización de fotos de carnet, tanto para el de identidad como para el de conducir. Raro era el día que no tenía un par de encargos que no daban excesivo trabajo y que dejaban unas pesetas en la caja. Pero, además, durante los últimos diez años más o menos, todas las fotos de carnet me servían para engrosar un álbum que empecé de casualidad y en los últimos tiempos se convirtió en una obsesión. A todos los que les hacía la foto de carnet les pedía que cerraran los ojos y les hacía un par de fotos. Algunos clientes me preguntaban que para qué tenían que cerrar los ojos y, con una respuesta que tenía muy ensayada, les decía que era para comprobar las luces. Algunos insistían en sus preguntas y entonces cerraba el tema con una salida que les descolocaba finalmente: “Cada uno tiene sus trucos”, les soltaba.
Pero lo cierto es que acababa revelando aquellos retratos con los ojos cerrados y sacando unos contactos que en principio fueron a engrosar una carpeta sin destino hasta que hace un par de meses se me ocurrió rescatarla. Como se puede fácilmente adivinar, tenía archivadas miles de fotografías. No las conté, pero seguramente pasarían de las tres mil. Comencé a repasarlas, descartando las que a muy simple vista destacaban fallos de enfoque o de la expresión de los propios retratados. Mientras repasaba foto por foto fui recordando algunos detalles de aquellas que había hecho sin saber para qué y que ahora me servían para pespuntear parte de mi actividad como fotógrafo de barrio.
Eran cientos y cientos de fotos. Unas no me decían nada: era un simple rostro con los ojos cerrados, como tantos que estaba viendo. Otras en cambio, y a pesar del paso del tiempo, me recordaban el momento en que las hice o alguna anécdota o particularidad: aquel niño que venía acompañado de su abuelo, un viejo quejoso que no paraba de toser; o la embarazada que cerraba los ojos con aburrimiento; o aquella pareja de novios que entraron besándose y se fueron besuqueándose y no pararon de besarse con los ojos mientras yo hacía las fotos, incluso con los ojos cerrados.
Fui apartando las fotos que me parecían más expresivas: unas por la expresión del rostro —soñadora, huraña, evocadora, perpleja…—; otras por la propia linealidad del gesto; algunas por el contraste de un bello semblante que ocultaba los ojos y otras porque me parecía que rompían un poco la monotonía general, quizás más acusada por la imagen mil veces repetida de los ojos cerrados.
Tras un primer pase me quedé con más de ciento cincuenta contactos, que volví a repasar y dejé en unos ochenta que positivé en blanco y negro y en un tamaño de octavilla y que volví a repasar otras dos o tres veces hasta quedarme con las cuarenta y cinco que acabaron integrando mi más reciente exposición.
El primero que vio tal selección de fotos, ya ampliadas y enmarcadas con un sencillo paspartú gris perla y un marco en perfil de aluminio negro, fue el dueño de la galería, Tobías Salcedo, un viejo amigo con el que he colaborado toda la vida y que ha expuesto mis fotografías en más de una ocasión, procurándose —y procurándome, no debo olvidarlo— buenos beneficios, pues mis fotos acababan vendiéndose en su mayoría con destinos diversos, desde bares a centros culturales y desde museos a colecciones particulares. Al principio me miró extrañado, de reojo, mientras pasaba foto por foto, todas iguales, todas tan distintas si se miran una a una y en conjunto; según avanzaba en el repaso, me miraba cada vez más asombrado y con una sonrisilla temblorosa, hasta que finalizó el recorrido por aquella colección de ojos cerrados y, satisfecho, me dijo: “Nunca lo hubiera imaginado, pero esto es un acierto. Creo que no se venderá ni una, pero daremos el campanazo artístico”. Y luego, como era habitual en él, se echó a rodar por el tobogán de una verborrea insaciable: comenzó a hablar de plazos y fechas, del catálogo y su publicidad, de la luz más conveniente
y del tiempo que debería estar abierta la exposición y convinimos en que, para la inauguración, podríamos invitar a Cecilio Cortina, reputado crítico fotográfico que en más de una ocasión se ha ocupado de mi obra y que seguramente estaría dispuesto a colaborar en el evento.
Mes y medio más tarde estábamos inmersos de lleno en el montaje. Estudiamos una a una la ubicación de las fotos, para que no se repitieran los gestos; cambiamos todas las bombillas de la iluminación para darle un tono cálido a la sala y, cuando ya estaban todas las fotografías colgadas, decidimos bajarlas unos 10 centímetros para que las miradas de los espectadores —o al menos la mayoría de ellos— quedaran a la altura de los ojos cerrados. Cuando me disponía a darle el visto bueno, se me ocurrió una última idea que no comuniqué a mi amigo Tobías hasta el día siguiente.
En el centro de la sala había una columna totalmente cuadrada, de casi un metro de lado y pintada de blanco crudo, que alguna vez habíamos utilizado para colocar alguna foto o la presentación del catálogo. Se me ocurrió que en cada una de sus caras podía poner una foto, aún no sabía cuál ni porqué, era pura intuición. Así que me metí en mi archivo de contactos y comencé a pasar hoja por hoja, hasta que vi claro que lo que buscaba era una foto de alguien con los ojos abiertos, muy abiertos, como invitando a los rostros de ojos cerrados que tenía enfrente a abrir los suyos y contemplar el mundo. Luego fue fácil. Sabiendo lo que buscaba no me costó encontrar una niña de ojos muy abiertos. Recorté todo hasta dejar solamente los ojos y la nariz, en blanco y negro. Una mirada neutra, pero de niña, acentuando con su belleza el contraste que podía suponer en el centro de la sala aquella mirada cuatro veces repetida.
Mi amigo Tobías, a la mañana siguiente, no daba crédito a las cuatro copias que había recogido en el laboratorio. Pasó una por una, mirando alternativamente a las fotos y a la sala y, cuando las tuvimos enmarcadas y colgadas en aquella columna central, comenzó a dar vueltas a la sala, estudiando su efecto desde distintos ángulos hasta que por último se encaró conmigo, me dio un abrazo y comenzó a reír de un modo irracional: “Esto sí que no lo hubiera imaginado jamás. Estás completamente loco”. Y reímos los dos, rodeados de aquellos pares de ojos que nos miraban a ciegas.