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Juan Depunto. Qué tiempo tan feliz
Juan Depunto
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III. Qué tiempo tan feliz1
Qué tiempo tan feliz sin una nube gris y aquel cantar alegre del ayer por nuestra juventud y llenos de inquietud tuvimos fe y ganas de vencer
1. Los barrotes de la cuna
Gigliola Cinquetti, 1969
Cuando le preguntaban de niño qué querría ser de mayor, siempre contestaba con una sola palabra: Mayor. Sintió muy pronto, aún no andaba, los barrotes de la cuna. No paró hasta que se libró de ellos, aunque no dejaron de aparecer sustitutos, unos tras otros, de los que se fue liberando poco a poco como podía…
Había nacido en una soleada habitación de un quinto piso antiguo, frente a la torre de la Catedral. Cuando abrió los ojos al mundo exterior, sus primeras imágenes lo fueron de esa torre, de los tejados, terrazas y azoteas cubiertas de los alrededores. Y de la vega, esa inmensa mancha verde al fondo, inmediatamente antes del horizonte delimitado por montañas. Una mancha verde alargada de izquierda a derecha, hoy diría de sur a oeste, con una raya clara, ocre, alargada a su izquierda: la pista del aeródromo. En ella vio despegar y aterrizar, con un halo tremendo de polvo, los primeros aviones de su vida. Entonces había una línea regular a Madrid que al poco tiempo se suprimió hasta
1 Se puede ver en el n.º 75 de Luz Y Tinta, página 46, la nota “Cambio de rumbo” acerca de la estructura general de la obra “El tiempo pasa”, de la que forma parte este capítulo. Publicada la 1ª parte, “Cantando bajo la lluvia”, ahora seguimos con capítulos de su segunda parte, “Toda una vida” y de la 3ª parte “Qué tiempo tan feliz”. Enlace: https://issuu.com/guendy/docs/luzytinta_75
la construcción, cuarenta años después, del nuevo aeropuerto. Delante de la pista, hacia su casa natal, aparecían, blancas, refulgentes, las casitas agrupadas de los pueblos de la vega y otras sueltas de las huertas.
Las ventanas de esa inmensa casa, cuyo largo, estrecho y oscuro pasillo le sirvió para dar sus primeros pasos (primero sobre los pies desnudos y más adelante calzados de patines o incluso de bicicleta), daban por el otro lado, el de la fachada principal, al antiguo barrio morisco; más hacia la derecha a la alcazaba musulmana, y, en el extremo de ese lado a la gran montaña por donde salía el sol, nevada siempre en esos primeros años de su vida, fuera invierno o verano, de ahí su nombre original.
Estas imágenes visuales y las sensaciones que le provocaban, así como las mujeres que le acompañaron todos esos primeros años (su abuela, sus tías, a veces hasta su madre), y sus tíos (a veces hasta su padre), se le quedaron grabadas para siempre en la memoria, algo así a como parece ser que le pasa a los patos, que, cuando salen del huevo, se quedan con la primera cara que ven y la identifican con su madre, aunque sea la imagen de un gato, y ya la siguen a donde quiera que vaya.
Eso le pasó y por eso consideraba que tuvo varias madres y algunos padres; tantas madres como las que le miraban el día que salió de su madre biológica, la que le tuvo en su vientre, a modo de huevo gigantesco, durante nueve largos meses, la que le dio y puso en la vida, dándole todo el cariño que una madre puede dar.
Siempre echó de menos las montañas que le vieron nacer y que le rodeaban en los 360 grados de su pequeña figura. Unas montañas que las observaba a la redonda, por donde quisiera que se asomase en esa mágica ciudad de sus sueños que lo fueron: siempre había un lienzo de montaña al final de cualquier calle, de todas las calles. Esas montañas, como las mujeres de su vida, le rodeaban y protegían de cualquier peligro real o imaginario, por todos los flancos. Y le hacían sentir seguro, convencido de que cualquier amenaza que pudiera atacarle la vería primero asomarse por ese horizonte elevado, dándole tiempo a correr y refugiarse tras las negras faldas de mujer que le amparaban.
Sus siguientes recuerdos lo fueron de las campanas, alegres y bulliciosas cada mañana, pero también solemnes en los domingos, a las doce; y tristes, melancólicas, a la caída de las tardes, cuando recordaban a las ánimas y al día que se iba, junto con esas inmensas nubes de vencejos acrobáticos que nunca se chocaban entre sí ni contra las paredes a las que tanto se aproximaban a esas velocidades de vértigo. Le dijeron que esos pájaros negros, veloces, de chirriante pitido, se llamaban golondrinas y que fueron las que le quitaron a Cristo las espinas; por eso había que protegerlas y no se podían cazar, lo que parece ser universal al menos en los últimos 2000 años, desde que apareció el Cristo que luego fue crucificado. Le gustaba, y sigue gustando, verlas evolucionar durante largos minutos, contemplando sus acrobáticos y exactos quiebros.
Todas estas primeras impresiones han ido configurando su código de barras, el que le identifica y hace único, añadiéndole una a una sus sucesivas líneas, más anchas o más estrechas, dobles o sencillas. Y este código le indujo a comportarse de alguna manera acorde con sus barras. (Seguirá).
JuanDepunto