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Laudelino Vázquez. Me llamo Antonio y estoy muerto

Laudelino Vázquez

Me llamo Antonio y estoy muerto

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—El chico dice que se llama Antonio. Y dice, también, que está muerto.

Los otros dos ni levantan la mirada hacia Ahib para no enfrentarla con el sol del desierto, que a esa hora agoniza en naranja. Se limitan a encogerse de hombros y contemplar inexpresivos la sombra que surgió de la nada y, desde hace dos horas, llora sin consuelo mientras farfulla una letanía incomprensible, que los ha obligado a traer al chico que entiende a los extranjeros. —Entonces –responde Kevir no hará falta matarlo.

Sentados en el límite del último reducto de vegetación que puede encontrarse en muchas millas, alrededor de un pequeño montón de leña preparado para encender la hoguera en cuanto el sol se ponga, observan al muchacho que intenta vanamente entablar conversación con el hombre. —Sigue diciendo que está muerto —comenta el traductor. —Pero a lo mejor, se lo piensa mejor y...

Ahib interrumpe a su compañero con un simple gesto señalando al extranjero, que parece despertar. Se vuelve hacia el niño traductor y le grita algo entre risas en su lengua incomprensible. —Dice que parecéis buitres.

Ahib sonríe ante la ocurrencia y saluda quedamente con la mano. —Dile que sí. Que nosotros admiramos la sabiduría del buitre. Esperamos y no corremos peligro. Pero si nos obliga, somos tres hombres armados, y no tendremos piedad. El desierto es así.

El hombre que dice llamarse Antonio, se ha puesto en pie. Así a contraluz es aún más impresionante, enorme y, sin embargo, de movimientos felinos. Se acerca a grandes zancadas al grupo, hablando al muchacho para que traduzca. —Ya os dije que estoy muerto, y este lugar es tan bueno como cualquier otro para morir. —Tampoco tienes prisa.

El propio Ahib se sorprende de la rapidez con la que ha contestado. Se asegura de haber sido entendido, y cuando el hombre lo confirma con gestos, se explaya. —Mis padres y los padres de mis padres, y los padres de los padres de mis padres hasta mil generaciones antes, vivieron siempre en este desierto.

Calla, observa que sus dos compañeros asienten con la cabeza, y luego continúa. —Y desde el día en que nacemos, insisten en que no debemos malgastar las palabras. Más aún, advierten del peligro de equivocar una palabra, de convocar a los demonios

que vagan por los arenales si oyen a los hombres hablar ¿Entiendes? —Así es —añade Peth que hasta ahora no había abierto la boca. —Pero yo sé que es mentira.

Kevir y Peth se le quedan mirando con la boca abierta, asombrados de tanta osadía, y el traductor, pillado de sorpresa, tarda un buen rato en trasladar sus palabras.

Contrariamente a lo que finge su gesto de desinterés encogiéndose de hombros, Antonio espera con cierta atención para ver a dónde quiere llegar el hombre del desierto. —Eso es un poco verdad –reconoce a regañadientes Kevir–, desde la pelea de Milhar y Ahib el Viejo por culpa de una cabra, no tenemos ninguna historia nueva. —¿Y cuantos años han pasado?, ¿cuántas veces la hemos vuelto a contar y repasar hasta el mínimo detalle? –comprueba que sus argumentos han hecho mella, y continúa–. Así que Antonio: eres un regalo de los dioses. Ya estás muerto, pero, darás vida a muchos de los nuestros, y tu historia nos aliviará durante generaciones. Porque tienes una buena historia que contar. —Y nada que perder –continúa Kevir–. Y a lo mejor, liberar tu ka te ayuda a bien morir. Nosotros haremos que el tránsito sea fácil. —He tenido la suerte de vivir una época que prefiere el aspecto físico al intelecto: Nací en una buena familia, feo como podéis comprobar. —Los hombres no son feos, sólo tienen pocas cabras –interrumpe Ahib. —Pero en mi mundo es preferible ser guapo. O como yo, atractivo: gracias a esta nariz ganchuda que casi golpea con la barbilla, las mujeres se peleaban para besarme sin quedar atrapadas en la tenaza; además soy grande, fuerte, y tengo una polla descomunal que me hizo famoso en todo el mundo, sobre todo, porque me encantaba vestirme de manera que se distinguiera bien...

Los oyentes incapaces de disimular el regocijo, obligan a Antonio a esperar unos instantes antes de retomar el hilo de la conversación. –Y no soy listo: No quiero decir que sea tonto, porque el instinto me ha ayudado a colocarme casi siempre con el viento a favor, pero nunca fui capaz de leerme uno de esos libracos, y mucho menos tragarme un rollo de poesía. Hasta ahí podíamos llegar. Y no os miento si cuento que iba al gimnasio por pasar el rato: Este cuerpo me fue regalado, y la verdad sea dicha, bien me aproveché de ello. —Por favor –le interrumpe Ahib–, las historias de mujeres cuéntalas despacio y con detalle, con mucho detalle. Sobre todo, si salen desnudas.

Un coro de carcajadas acompaña a la ocurrencia que ya suena opaca, bañada en la oscuridad de la noche; Antonio apenas distingue el brillo en los ojos de los hombres del desierto, pero puede palpar la excitación en el aire, antes de continuar con el relato. —Mi tío Cayo, me llamaba «la mayor fábrica de bastardos del mundo» cuando no tenía aún veinte años, y hasta mi hermano Lucio, tan feo como yo, pero gordo como un cerdo, sólo de seguir mi estela disfrutó con un buen puñado de mujeres. Me casé con una joven riquísima a cambio de que el padre me pagara las deudas, y tuve un par de críos con ánimo de ser un hombre de provecho, pero a los tres años, había vuelto a las andadas. Senté la cabeza casándome de nuevo con la viuda del tipo más popular de la época, para convertirme en más rico y más popular: todo iba viento en popa, me sonreía el éxito, y ya me veía al frente de los destinos de la patria, porque todos me reían las gracias, y todos y todas querían arrimarse a mí. Y entonces, a mis cuarenta y un años, cuando tocaba el cielo con los dedos apareció ella, y el mundo dejó de existir. —Muchas cabras tenía que tener –exclama Peth, palmeando de emoción. —Muchas, muchas, muchas. No podéis imaginaros cuantas, pero no fueron las cabras lo que me volvió loco, si no sus ojos, su sonrisa, sus… —Vamos a ver. Nos has contado que te acostaste con todas las mujeres que te apeteció, con las más hermosas, las que más cabras tenían, las que más deseaban otros hombres… ¿Qué tenía esta? –pregunta Ahib, haciéndose eco de la duda que flota en el aire. —Creo que es su nariz. Y no os riáis –añade abortando la carcajada naciente–. Otros que la conocieron coincidían en que no había otra explicación: su nariz era enorme y dueña de la cara, perpendicular a la boca, también grande, dividía su rostro como un eje cada vez que reía. Una nariz extraña, que atraía como un faro. —Bueno, pero a nosotros, nos interesa más lo otro, ya sabes… –susurra Kevir. —Estaba buena si eso es lo que queréis saber: un poco estrecha de hombros, los pechos menudos, aunque de pezón grande; escasa la cadera, pero con un culo… un culo… —¿Un culo, cómo? –exclama impaciente Ahib. —La poesía no es mi fuerte, así que imaginaros un culo respingón y bien… —A nosotros nos gustan los culos grandes, que garanticen buenos partos –explica Peth entre risotadas nerviosas que interrumpen la charla. —Cuando quise darme cuenta, ya no me importaba nada. Sólo aquellos ojos, aquella nariz, oírla a mi lado, contarle y que me contara. Según ella también me quería. —Eso debe de ser bueno. Tú la querías, ella te quería… —Total y absolutamente. Yo era moderadamente ambicioso, ya era rico y popular y aunque me hubiera gustado llegar a la cima del poder, también estaba dispuesto a pactar, a repartir, a quedarme un poco menos para poder vivir mejor. Pero ella me insistía que no podía decepcionar a todos los

que esperaban tanto de mí. Y luego me besaba, y me hacía el amor como ninguna me lo ha hecho, aunque ya no me decía nunca que me quería. —¿Y eso qué importa? —Todo –responde Antonio a la voz de la oscuridad–. Llegó a importarlo todo, a serlo todo. Estaba acostumbrado a mujeres que les bastaba mi enorme verga, que gemían jurando que nunca habían tenido algo tan grande dentro; alababan mi técnica y todas me mentían un «te quiero», excepto ella. Se convirtió en obsesión, en el único deseo verdadero, y como ella sabía que lo esperaba, nunca más lo reconoció. Nunca en estos once años. —¿Y por qué no te largaste y en paz? –recrimina Ahib que encuentra el apoyo explícito de los otros dos. —Lo hice. A los tres años, sabía que sólo quería utilizarme, así que me largué e hice lo que me recomendaban mis asesores: me casé con la hermana de mi enemigo para llegar al poder en paz. Negocié con él convertirme en su segundo o en gobernador de alguna provincia rica, o lo que a él le pareciera mejor, pero en los ocho meses que duraron las componendas, no pensaba en otra cosa que en la nariz de la otra, en su sonrisa, en su culo, en sus polvos gloriosos. Todo el mundo me decía lo bien que había hecho rompiendo con aquella víbora, me felicitaban por mi vuelta al mundo, por mi buen aspecto, por las ganas de luchar… —¿Y entonces?

Y sabéis qué os digo? Que si esto es el amor, mejor seguimos sin conocerlo.

Antonio espera unos segundos, mientras la pregunta de Ahib se pierde en el aire de la noche. Sabe que ellos ya conocen la respuesta. —Volví con ella. Le hubiera rendido un imperio de haberlo tenido con tal de seguir rebozándome en su piel, de seguir oyendo sus quejidos nocturnos. Pero no tuve nada. Me empujó a un enfrentamiento abierto con mi cuñado, a una guerra sin cuartel contra el tipo más frío y calculador que ha existido, contra el más cruel, contra el único al que no podía derrotar de ninguna manera. —Y claro, perdiste. —Sí, perdí, pero eso no fue lo importante. Lo peor es que ocurrió lo que sabía desde tanto tiempo atrás –continuó tras una leve duda–: que en el momento de la derrota final, ella se iría. Me contó que era por el bien de su familia, de su patria, de su universo, que me valoraba (ni siquiera aquí en ese momento, tuvo el detalle de decirme que me quería) que sabía que yo era importante para ella, pero había cosas más trascendentes que nosotros. —Qué complicados sois los de la ciudad –exclama Peth–: acabas de perderlo todo, y sólo quieres que una mujer te diga que te quiere. —Y seguro que te fuiste y la dejaste tan tranquila –remacha cansino, Ahib. —¿Qué otra cosa podía hacer? –responde un fatigado Antonio, tras el esfuerzo de la huida a través del desierto– Aún me queda el consuelo de que habrá justicia, que el enemigo será implacable: Es desalmado, y ni todos los encantos de las diosas de la belleza lo detendrán. Por una vez, no tendrá trucos ni recursos, no bastarán sus pócimas, afeites, palabras ni llanto. Tendrá que morir como yo, y tendrá que morir de la única forma que ella nunca creyó que moriría: sola. —Todavía esperas que se arrepienta en el último minuto y vuelva –le reprocha Ahib

Antonio se gira hacia ellos a pesar de que las lágrimas arrasan su cara. —Sí, soy tan imbécil que todavía espero un último gesto, que quiera morir conmigo ahora que no tenemos más futuro que la muerte. —No entiendo de amor –le interrumpe Ahib–, y por lo que nos has contado hoy no tengo ningún interés en entender, pero puedo asegurarte que esa mujer no vendrá. —Lo sé. Nunca vino cuando la esperé, nunca envió un mensaje, sólo dejó que yo lo hiciera por ella, para ella, que yo le rogara, pidiera, me arrastrara… —No debes alargar esto más tiempo.

Antonio ya no responde. Sus pensamientos corren hacia otro lugar. —Hacedme un funeral adecuado, guardad una moneda para ponerla en mi boca y quemadme en una pira. Ahora, por favor, ayudadme a morir como un soldado romano.

Extrae su espada, y mientras Peth y Kevir le sujetan de los brazos, Ahib, coloca el filo bajo sus costillas. —No te preocupes, Antonio –murmura–, sé cómo se hace. —Podéis llamarme Marco –contesta el hombre–, después de todo conocéis mis más íntimos secretos, y nadie es más digno de utilizar tu nombre que aquel que te ayuda a morir.

En el silencio, apenas roto por el crepitar de la hoguera, el tiempo y las figuras parecen haberse detenido, hasta que Ahib en un cuidadoso gesto cargado de piedad, hunde la espada en el pecho del hombre. —¿Algo más Marco? –le pregunta con delicadeza.

Marco Antonio apenas esboza una negativa con la cabeza. Pero en un último esfuerzo, balbucea unas palabras apenas audibles. —¿Qué dijo? –pregunta Kevir al traductor que despoja con cuidado las ropas del hombre muerto. —Decidle a… no sé, una tal…Cleopatra que la quiero, que muero pensando en ella.

—Esa Cleopatra seguro que será ella, pero unos pobres pastores del desierto no deben meterse donde nadie les llama. ¿Y sabéis qué os digo? Que si esto es el amor, mejor seguimos sin conocerlo.

Los demás asienten ante las palabras de Ahib, y en el más absoluto silencio arrastran el cadáver hacia el interior del desierto para que sirva de pasto a los carroñeros. Antes de adentrarse en la noche y olvidarse para siempre del cuerpo, Ahib se vuelve a contemplarle por última vez: entre las manos, baila la moneda que estuvo a punto de depositar en su boca, un momento antes de decidir que el hombre llamado Antonio, tuvo todo lo que podía desear y ya no necesitaba nada.

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