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Francisco Trinidad. Una declaración postal de amor

Francisco Trinidad

Una declaración postal de amor

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Pocos placeres reserva la vida tan agradables y plenos como el cenar solo tras un fértil día de trabajo. Cuando a las 8 de la tarde cierro mi ordenador, apago las luces de mi estudio y salgo camino a Casa Ramiro siento que el mundo me pertenece y que todas mis ideas, alborotadas tras un día en orden, se disparan en mil direcciones en las que la caja de Pandora de mi cerebro intenta sin éxito que nada escape a su control. Los escasos quinientos metros que separan mi casa del bar de mi amigo Ramiro se me hacen largos porque las ideas no responden a su ritmo normal sino que intentan adaptarse al silencio de la calle y al ritmo monocorde de mi corazón.

Cuando llego al bar —los pocos minutos que han transcurrido desde que salí de mi casa suelen ser suficientes para desconectar del ritmo de trabajo— Ramiro me señala con un gesto cómplice la mesa del rincón, generalmente libre a esa hora en que la barra en cambio se puebla de ociosos en busca de tertulia y de un trago de vino. En cuanto me siento llega mi amigo con una caña de cerveza tostada, uno de los periódicos del día y esa permanente sonrisa que le distingue; charlamos un par de minutos sobre cosas intrascendentes, como el agobio del calor en verano o los rigores del frío en invierno, y a continuación me pregunta qué me apetece cenar. No necesito consultar su carta de menús, pues conozco perfectamente su oferta, así que pido lo que más me apetezca en ese momento, salvo que Ramiro me informe de que tiene uno de esos magníficos pescados que entran en temporada y que a él le sirve una pescadería cercana para deleite de su clientela. Su cocinera tiene una mano especial para el pescado a la cazuela, aunque a mí lo que más me gusta es el punto de fritura que siempre consigue bordar.

Luego tomo mi cerveza en silencio, saltando de una página a otra del periódico, del que suelo tomar algunas notas para adobar mis reflexiones, hasta que llega Ramiro con mi cena y una copa de vino de un cosechero de la Ribera del Guadiana que me levanta el alma. Alguna vez, pocas, a decir verdad, se me acerca uno de los clientes de la barra para saludarme —en el barrio nos conocemos todos— y comentarme algún pormenor de la actualidad o de mis frecuentes apariciones en la televisión local donde participo sin mucho entusiasmo en una tertulia que pasa revista a las necesidades y evoluciones de la ciudad. Pero las más de las veces los saludos de los vecinos y clientes asiduos se limitan a un gesto de cabeza o a media sonrisa tímida, con lo cual paso la cena en soledad, navegando en mis propios pensamientos.

Una de aquellas tardes, cuando llevaba a medias mi cerveza, levanté la vista del periódico y vi que en la mesa de al lado se sentaba una señora de buen ver: tópico, sí, pero muy cierto, desde la primera mirada uno quedaba prendado de sus ojos, del gesto alegre que desprendía su rostro y, por qué no decirlo, de lo vistoso de su vestimenta en este bar donde todos vestimos de trapillo. Por alguna razón de las que alimentan el subconsciente tuve la sensación de que llevaba un rato mirándome, así que le sonreí mientras cerraba el periódico, sin saber por qué lo cerraba y, lo que es más cierto, sin saber por qué le sonreía. Luego me sumergí en mi cena, con alguna mirada subrepticia a aquella vecina que, cuando yo pedí mi segunda copa de vino, se levantó, me hizo un breve gesto de despedida y salió del bar tras intercambiar unas pocas palabras con Ramiro.

Al día siguiente y al otro volví a encontrarla, en la misma mesa, y se produjo idéntico juego de miradas. Como ella se iba primero, le pregunté a Ramiro quién era y me dijo que era una larga historia. Quise entender que tenían un parentesco lejano, que ella estaba pasando unos días en la ciudad y que venía por las tardes porque seguramente no tenía otro sitio al que ir y sobre todo porque, en la duermevela de los recuerdos, aquel bar del barrio donde había vivido de niña le ayudaba a alimentar su nostalgia.

Una tarde, por fin, ella se acercó a mi mesa, cuando yo tomaba mi cerveza, me preguntó si podía sentarse y comenzamos una charla que, cuando Ramiro me preguntó por mi cena, continuamos delante de un pescado a la cazuela y una botella de vino que apuramos entre ambos mientras ella desgranaba sus recuerdos y yo me dejaba atrapar por la magia de sus palabras.

Fue entonces cuando me dijo que Ramiro le había dicho quién era yo y que nos conocíamos desde niños —yo no la recordaba entonces—, que habíamos ido juntos al colegio, aunque en aulas separadas como entonces se estilaba, niños y niñas, y que durante un curso solo había tenido ojos para mí que le había tirado de las trenzas en un recreo. En ningún momento había reconocido en aquella mujer a la niña de largas trenzas que iluminaba mis juegos en el patio de la escuela. Me dijo su nombre, Susana, y entonces se descorrió la cortina de mi memoria: una tarde, siendo adolescentes, nos habíamos besuqueado en el cine del barrio, en la última fila que frecuentaban las parejas para esos menesteres lúbricos; yo le había puesto la mano izquierda encima de su hombro y la había ido bajado hasta tocarle un seno. Ella apartó mi mano, como yo esperaba.

Nada le dije de este recuerdo, entre otras cosas porque ella comenzó a contarme que vivía en París, que había sido modista en un taller de alta costura, que ahora estaba jubilada y que había venido a recordar y despedirse del barrio. Me preguntó por mi vida, incidió en mis amores, que han sido pocos y desafortunados, y al despedirse me dijo que volveríamos a vernos en días sucesivos y que tendría mucho gusto en volver a compartir otra cena que pagaría ella.

ón T i M ar M o : E L

T F o

Durante unos cuantos días volvimos a coincidir en el bar, saludándonos brevemente, y otra de las tardes se acercó de nuevo a mi mesa y compartimos una cerveza. La noté cansada, pero seguía siendo jovial y de charla agradable. Me preguntó si me apetecía que compartiéramos la cena y, ante mi asentimiento, le pidió a Ramiro su mejor vino y otro pescado a la cazuela. Casi al final de la cena, y bajando mucho la voz, me dijo que estaba enferma y que necesitaba volver a París para consultar con su médico. Me lo dijo, sin embargo, sin darle mucha importancia, así que yo tampoco le conferí mayor alcance.

Al terminar la cena la acompañé hasta su casa, no muy distante de la mía. Al llegar al portal, me dijo que subiera a tomar una copa, pero yo pretexté que era tarde, que no tenía costumbres, que… Ella no insistió.

Volvimos a vernos durante dos o tres días en el bar, hasta que se despidió, me dijo, porque al día siguiente tenía cita con su médico. Y nunca más volví a verla.

Le pregunté a Ramiro varias veces y siempre hallé la misma respuesta: nada sabía de ella. Hasta que una tarde me sirvió la cerveza de costumbre y me llevó a la mesa un recorte de periódico en el que se publicaba la muerte de la reputada modista española Susana de la Riva. Miramos ambos la noticia en silencio y me sumergí en una cena silenciosa y plagada de sensaciones. Me dominaba sobre todo la impresión de que el tiempo es inflexible y la enfermedad le marca pautas que quedan fuera de la posibilidad del conocimiento.

Cuando iba a marcharme, Ramiro se me acercó con un sobre azul en la mano: —Susana me pidió que, cuando ella muriera, te entregara esta carta.

Mi sorpresa ante el sobre fue bastante menor que ante su contenido. Era una carta escrita con una caligrafía exquisita, en la que me decía que conocía su enfermedad y su límite desde hacía meses y que había ido al barrio para despedirse de sus recuerdos. Lo que menos hubiera esperado, añadía, era encontrarme a mí y por eso había ido todas aquellas tardes al bar de Ramiro, prendida del recuerdo de aquel beso adolescente en el cine, que recordaba con total claridad, aunque no me lo hubiera mencionado en nuestras breves charlas. Añadía algunos detalles más que acababan conformando aquella carta como una expresa declaración de amor y finalizaba diciendo que aquella noche en que la acompañé a su casa le habría encantado hacer el amor conmigo, conseguir físicamente lo que mentalmente había fantaseado tantas veces, pero que, ante mi negativa, no había insistido porque no tenía la suficiente experiencia y habilidad sexual y temía poder decepcionarme. Mejor así, terminaba, dando alas a la imaginación.

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