MUERTE Y MORIR

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Muerte y morir

ecía el poeta peruano César Vallejo: “Y he visto esos enfermos morir, precisamente, del amor desdoblado del cirujano, de los largos diagnósticos, de las dosis exactas, del riguroso análisis de orinas y excrementos...”, porque “Cruzaban así, mirando a los otros, como si más irreparable fuera morir de apendicitis o neumonía, y no morir al sesgo del paso de los hombres”. La muerte y el morir son cuestiones distintas, aunque relacionadas, y así han de ser analizadas por la bioética. Definir a una persona como muerta, desde el punto de vista médico, significa que ningún tratamiento es posible para revertir la situación de cesación de la vida. En un sentido amplio, sin embargo, al hablar de la muerte en medicina se hace referencia no solo a aquellas cuestiones ligadas a la determinación de la muerte sino también a temas tales como cuidado del paciente moribundo, prolongación de la vida, suicidio y eutanasia. La lengua inglesa ha diferenciado así la “muerte” (death) de un individuo, entendida como momento límite que distingue el estar o no estar vivo, del “morir” (dying) en tanto proceso de llegar a estar muerto y dejar la condición de ser vivo. Ambos sentidos de la muerte en medicina se vieron profundamente problematizados en la segunda mitad del siglo XX. Pero la bioética no debe tratar solo de la muerte ‘médica’ sino de todos y cualquiera de los aspectos morales que tengan que ver con la muerte humana en particular y con la muerte de todo ser vivo en un sentido más amplio y relacionado con la conducta humana. Por eso es que la pena de muerte (v. ) y el ‘genocidio’ (v. ) no pueden dejar de ser considerados parte de la reflexión bioética y de la posibilidad de esta para promover cambios sociales que procuren evitarlo. La muerte natural. El artículo 103 del Código Civil Argentino dice: “Termina la existencia de las personas por la muerte natural de ellas”. Sin embargo, el código no aclara el significado que le otorga al concepto muerte natural. El uso del término ‘muerte natural’ con sus principales elementos distintivos se introdujo en medicina en 1799 con la obra Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte, de Xavier Bichat. Se distingue allí entre la ‘vida animal’ gobernada por el sistema nervioso vegetativo de tipo involuntario y la ‘vida orgánica’ gobernada por el sistema nervioso de la vida de relación o autónomo. Con ello se deduce la distinción entre ‘muerte natural’ y ‘muerte accidental’. En la ‘muerte natural’, cuyo ejemplo sería la muerte que llega en la vejez luego de un proceso prolongado de progresiva insuficiencia de los órganos vitales,

primero se ‘muere’ el sistema de la ‘vida animal’ y finalmente el de la ‘vida orgánica’; el corazón, como representación de la misma, es el último en morir. En la muerte accidental o en la traumática o por lesiones provocadas, tal como se entiende en la medicina forense, el corazón puede detenerse sin que medie muerte ‘natural’ del otro sistema. Esta concepción médica se modificó en el siglo XIX cuando se entendió que la muerte cardiopulmonar era solo un prolegómeno de la muerte ‘verdadera’ expresada en la ‘muerte celular’, según Virchow, y por tanto que había que esperar la descomposición del cadáver, y de allí las legislaciones que demoraban el entierro veinticuatro horas. Uno de los diccionarios médicos más difundidos de la época, el de Littré y Robin, sostenía en 1873, al tratar el concepto de ‘muerte aparente’ como suspensión de la vida animal sin interrupción de la vida vegetativa, que los signos certeros de la muerte eran la rigidez cadavérica, la ausencia de contracciones musculares, las alteraciones de los glóbulos rojos y la putrefacción. En la segunda mitad del siglo XX, a la coexistencia en la aplicación del criterio médico habitual de determinación de la muerte no dudosa por paro cardiorrespiratorio, con las exigencias legales del tiempo de espera hasta la inhumación derivadas del criterio médico de muerte celular, se sumaron los criterios neurológicos de cese de las funciones del cerebro en su totalidad (Estados Unidos), o del tronco cerebral (Reino Unido), para la determinación de la muerte que se aplica a la situación de trasplantes de órganos. Toda esa historia indica que el mencionado concepto de ‘muerte natural’ tiene en medicina, como tantos otros conceptos, un desarrollo ligado al estado de los conocimientos científicos y técnicos de cada época, que no es unívoco y mucho menos absoluto. Cuando los juristas utilizaron el término ‘muerte natural’, no solo no pudieron dejar de lado las concepciones médicas contemporáneas existentes para la determinación de la muerte, sino que debieron encontrar en ellas los fundamentos empíricos necesarios para legislar. La convención jurídica ha tomado como conocimiento para su fundamentación las convenciones médicas de cada época y ha respetado asimismo la práctica de los profesionales expertos y su saber científico-técnico en el sistema social de protección jurídica de las personas. La determinación de la muerte por criterios neurológicos. La ley 24193 sobre trasplantes de órganos en Argentina dice en su artículo 23: “El fallecimiento de una persona se considerará tal cuando se

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funcionamiento, pero también pueden tenerlo, según los casos, las funciones respiratoria y circulatoria. Estas pierden relevancia, sin embargo, en casos de asistencia respiratoria mecánica. Según la Comisión Presidencial, debe asegurarse entonces no solo la muerte del tronco cerebral sino también la del cerebro superior. De esta forma resultaría posible eliminar las ambigüedades e incertidumbres propias del diagnóstico troncular. Por eso en su definición dijo: “El individuo que ha sufrido tanto el cese irreversible de las funciones circulatoria y respiratoria, como el cese irreversible de todas las funciones del cerebro en su totalidad, incluyendo el tronco cerebral, está muerto. La determinación de la muerte debe ser hecha de acuerdo con los estándares médicos aceptados”. Pero aunque el criterio de muerte cerebral total se ha impuesto en la comunidad médica, los supuestos y las consecuencias de ambos enfoques del mismo han recibido importantes críticas técnicas y conceptuales. Bioética y Derechos Humanos. El 29 de abril de 2002, la Corte Europea de Derechos Humanos dictó sentencia en el caso de Diane Pretty, paciente con una enfermedad neurodegenerativa progresiva e incurable –enfermedad de la neurona motora–, con alimentación artificial y expectativa de vida pobre y de mala calidad, que demandaba al Reino Unido por supuesta violación de sus Derechos Humanos. La paciente pedía autorización para que su esposo la ayudara a suicidarse y este pedido había sido rechazado en su país de origen (v. Suicidio y también Muerte, mortalidad y suicidio). Los Derechos Humanos que se reclamaban en nombre de la Convención Europea de Derechos Humanos eran el derecho a la vida, entendiendo su significado como disposición sobre la propia vida (artículo 2. “El derecho a la vida de todos debe ser protegido legalmente”), el derecho a no tener tratamientos inhumanos o degradantes (artículo 3. “Nadie será sometido a tortura o a otros tratos o castigos inhumanos o degradantes”), el derecho a la autodeterminación o derecho a la vida privada (artículo 8. “Todos tienen derecho a que se respete su vida privada y familiar”), la libertad de pensamiento, conciencia y religión (artículo 9. “Todos tienen derecho a la libertad de conciencia, pensamiento y religión”) y el derecho a la no discriminación (artículo 14. “El disfrute de los derechos y libertades asegurados por esta Convención debe hacerse sin discriminación de ningún tipo”). Se reclamaba entonces en nombre de los valores y derechos a la vida, la identidad, la integridad y la libertad. La Corte entendió que el derecho a la vida como posibilidad de rechazar tratamientos de sostén vital no era análogo al de la intervención de terceros para terminar con la vida; que la protección contra tratamientos inhumanos era en

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verifiquen de modo acumulativo los siguientes signos que deberán persistir ininterrumpidamente seis horas después de su constatación conjunta: [...]”, y a continuación describe los signos que médicamente se consideran necesarios para establecer el cese irreversible de las funciones del cerebro en su totalidad. La utilización de este criterio neurológico para la determinación de la muerte no se opone a la aceptación del tradicional criterio de paro cardiorrespiratorio total e irreversible. Lo que la ley recoge es la nueva concepción médica para una definición de muerte entendida como cese total e irreversible del funcionamiento integrado del organismo humano en su totalidad. Que ese cese irreversible del funcionamiento integrado se constate por criterio cardiaco, respiratorio o neurológico, en tanto triángulo vital que requiere de cada uno de ellos para funcionar en modo integrado, es equivalente. El poder mantener la función cerebral con asistencia mecánica en ausencia de respiración espontánea y latido cardiaco, así como el poder sostener la circulación y respiración aun con destrucción completa del cerebro, ha obligado a redefinir los criterios para la determinación de la muerte. La perspectiva que considera el cese global de la actividad cerebral como criterio de muerte se centra sobre la pérdida de la capacidad de funcionamiento corporal integrado que ocurre ante esa cesación. La vida de una persona no reside en la mera sumatoria del funcionamiento de diversas partes sino en la actividad del organismo como una totalidad. Por ello es que no puede tenerse en cuenta el funcionamiento celular aislado o el de algunos órganos como el riñón o el hígado para definir la muerte. El corazón, los pulmones y el cerebro son esenciales porque, si uno de ellos se detiene, rápidamente se interrumpe el funcionamiento integrado. Pero los defensores de los criterios neurológicos para determinar la muerte pueden dividirse en dos grupos. Por un lado están los que sostienen, como Pallis y otros autores británicos, que el funcionamiento orgánico integrado requiere las capacidades de cognición y respiración. En la muerte cerebral se pierden estas capacidades y de allí que el cerebro, y en particular el tronco cerebral, sea el órgano primario regulador de la integración corporal. Por esto es que el funcionamiento cerebral tiene un papel básico para la determinación de la muerte y el cerebro aparece como órgano ordenador del funcionamiento integrado. En los Estados Unidos, sin embargo, y a partir del informe de la Comisión Presidencial para el Estudio de los Problemas Éticos en Medicina (1982), se ha impuesto en cambio el criterio que entiende el funcionamiento integrado del organismo como centro de un triángulo entre corazón, pulmones y cerebro. Sin duda que el cerebro total tiene un papel fundamental para ese


un sentido negativo y no en el de obligación positiva de no penalizar a quien brindara un tratamiento para terminar con la vida de otro; que la autodeterminación significaba el poder adoptar conductas para guiar su vida pero no para terminar con ella; que la interferencia del Estado en este caso era necesaria en una sociedad democrática para el respeto de los derechos de otros; que la libertad de conciencia de la paciente no permitía absolver a otro de su conducta; y que la prohibición legal del suicidio (más allá de no penalizarlo en las tentativas fallidas) se aplicaba a todos los individuos sin excepción. El caso Pretty forma parte de la bioética y de su relación con los Derechos Humanos. En un sentido comparativo regional, sin embargo, es importante ver los supuestos de la salud como un derecho humano básico, en ese caso europeo, y relacionarlo por ejemplo con la situación del derecho a la salud en América Latina respecto a la falta de acceso a opioides para el tratamiento del dolor avanzado en enfermos terminales (v. Acceso al tratamiento del dolor severo).

La muerte y el morir en estos casos presenta otras facetas de la relación entre bioética y Derechos Humanos. Es claro que por el artículo 3 de la Convención Europea, y tal como se sostiene explícitamente en el caso Pretty, si la demanda hubiera sido por no acceder a tratamientos en esa situación de sufrimiento, el fallo de la Corte Europea hubiera sido favorable. Asimismo, por el derecho a la preservación de la salud y al bienestar del artículo XI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, así como por el derecho a la integridad personal contemplado en el artículo 5 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, estos numerosos casos de pacientes que padecen sin el adecuado tratamiento de su sufrimiento tienen que ser un ejemplo de la bioética crítica que debería practicarse en América Latina. Por eso es que la muerte y el morir en nuestra región nos indica la necesidad de reformular nuestra bioética para tematizar el ethos regional. [J. C. T.]

La muerte y sus símbolos

Muerte y morir

Ricardo Hodelín Tablada (Cuba) - Hospital Provincial Clínico Quirúrgico Saturnino Lora Múltiples símbolos de la muerte. Un símbolo es una representación sensorialmente perceptible de una realidad, en virtud de rasgos que se asocian con esta por una convención socialmente aceptada. La muerte como hecho que afecta al ser humano ha tenido múltiples símbolos según la concepción teológica, filosófica o científica que se tenga del mundo. Esta heterogeneidad se debe a que las diferentes maneras de analizarla no siempre coinciden, mucho menos se complementan a plenitud. Definir a una persona como muerta presupone que ningún tratamiento médico es posible para revertir la cesación de la vida. Variado e interesante es el debate sobre la muerte y sus símbolos que invade al mundo de hoy. Múltiples símbolos se relacionan con la muerte. Para algunos constituye final (acabamiento), otros la consideran consumación (plenitud), ruptura (cambio) o transformación (realización definitiva). Históricamente las diferentes culturas y tradiciones han practicado distintos rituales simbólicos alrededor del fenómeno muerte. En la tradición judía, el signo de vida por excelencia era la respiración. Maimónides, el más ilustre de los médicos judíos, decía que “si durante el examen del cuerpo ningún signo de respiración puede ser detectado en la nariz, la víctima debe ser dejada donde se halle, pues ya está muerta”. Sin embargo, era una antigua creencia judía que el alma permanecía durante tres días sobre la tumba –antes de la partida–, por si el cuerpo se

restablecía, para volver a él. Recuérdese a Marta y a María visitando el sepulcro de Jesús, precisamente el tercer día después de su muerte. La fe en la resurrección proclamada por los judíos es una respuesta a la necesidad de justicia de Dios, en el que creen y al que se entregan. En la tradición del judaísmo ortodoxo, la vida es santificada como parte de la labor del creador y posee un valor absoluto. Si la vida está amenazada, la reflexión rabínica considera permisible infringir todas las leyes de la Torá (excepto la prohibición del homicidio, la idolatría y el adulterio) con el propósito de salvar la vida. En consecuencia, aunque la tradición ha reconocido la soberanía última de Dios, sobre la vida y la muerte, se ha mantenido abierta a los adelantos tecnológicos que ofrecen la posibilidad de prolongar la vida. Debido a este firme compromiso con la santidad de la vida, el judaísmo ortodoxo se ha mostrado muy reaccionario a aceptar los adelantos tecnológicos que parecen presentar un riesgo de acortamiento de la vida. Por ejemplo, la tradición se ha opuesto siempre al criterio de la muerte encefálica, basándose en el criterio tradicional del corazón y los pulmones. Ello ha conducido en la práctica al rechazo del trasplante de órganos, ya que las normas que rigen la obtención de órganos presuponen la validez del criterio de la muerte encefálica. Aunque un trasplante puede salvar la vida de otra persona en un sentido teológico verdadero (informado por la Torá), no se considera que el donante está muerto hasta que la respiración y la circulación cesan.

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Los grandes cambios sociales, las grandes conquistas también han producido grandes cambios en la manera de interpretar la muerte. Así, por ejemplo, a la llegada de los españoles a México en el siglo XVI introducen una nueva concepción de la muerte, dándose una yuxtaposición de dos sentimientos que en el fondo son diferentes, ya que tanto para el azteca como para el cristiano, la vida es algo efímero y transitorio. Aunque para el hombre preshispánico el morir no implicaba la gloria eterna o la condenación definitiva, parece ser que el México antiguo no conocía el concepto de infierno. Su concepción estaba vinculada a la idea de la inmortalidad, es decir, de la indestructibilidad de la fuerza vital que subsistía más allá de la muerte; era una ley natural que ni siquiera los dioses podían violar. Para el cristianismo, por el contrario, la muerte representa el momento crítico ya que define la perdición eterna o vida gloriosa, en función de su conducta individual en la vida terrenal. Así, a través del español conquistador el nativo se encuentra frente a un nuevo concepto de muerte, donde se ponen en evidencia los cuatro fines últimos de la humanidad: la muerte, el juicio, el infierno y el paraíso. Se añade la noción de pecado como un hecho de responsabilidad individua, el cual lo puede llevar al infierno y su redención le permitirá entrar en el paraíso. La peste de 1576 o cocoliztti exterminó aproximadamente a dos millones de indios. La explicación dada por los frailes evangelizadores era eminentemente cristiana, relacionada con los posibles presagios de las profecías apocalípticas. Estos fenómenos explican parcialmente por qué se introducen los temas relacionados con la danza macabra y la danza de la muerte, en los murales mexicanos de la época. Con la llegada de los españoles ocurre en México una desintegración social. Conforme afirma Tickell, “lejos de reconocer los valores de las

civilizaciones que habían descubierto, sistemáticamente se dedicaron a destruirlas”. El único Dios era su Dios, las únicas creencias, sus creencias, la gran duda: ¿El indio tenía alma? Entretanto nadie dudaba de que la religión azteca era obra del mismo demonio. El resultado consistió en la destrucción de toda una sociedad, tanto en valores espirituales como materiales. Para los practicantes de los cultos cubanos de origen yoruba, la muerte no es más que otra forma de vida: cuando el individuo ha cumplido con éxitos el mandato o las tareas de depuración espiritual que le fueron encomendadas como ser encarnado; cuando además por su obra material y espiritual se cumplen rigurosamente todos los rituales funerarios. Al momento de su muerte él logrará trascender a dimensiones que lo convierten en un Ku o espíritu luminoso y, en posesión de esta condición o categoría, reencarnará en las esencias materiales que espiritual o energéticamente le sean afines. El concepto yoruba de la muerte concibe la existencia material como un periodo o estadio en el cual debemos trabajar arduamente por conseguir el máximo de perfección. En el espiritismo del cordón, el instante de morir no convierte al vivo en su otredad o en una alternativa distinta, exterior o siquiera distanciada de sí misma. La muerte transforma o modifica, pero no acaba ni destruye, y estas mutaciones, que potencialmente siempre son de mejoramiento, se llevan a cabo porque el hecho de morir posee, inherente a su íntima y misteriosa naturaleza, la facultad de liberar. El ser humano visto desde la perspectiva del cordón gana en autenticidad, gana en amplitud expresiva individual, alcanza el autorreconocimiento muchas veces ni siquiera logrado en vida. Todo esto es posible porque en el acto de morir se separa, se independiza el concepto social que en vida lo limitaba, aprisionaba y con frecuencia lo invitaba a simular. Para los espiritistas del cordón el límite entre la vida y la muerte, la pérdida de toda condición social, sucede en el mismo instante que se detiene la respiración, condición que define a los seres humanos durante la vida.

Referencias P. Rodríguez del Pozo. “La determinación de la muerte. Historia de una incertidumbre”, Revista JANO, vol. XLI, N° 1036, 1993, pp. 23-29. - C. S. Campbell. “El significado moral de la religión para la bioética”, Revista Boletín Sanitario Panamericano, vol. 108, N° 5-6, 1990, pp. 403-413. - L. Hurbon. “El culto de la muerte en el vodú haitiano”, Revista del Caribe, vol. 23, pp. 8-12. - C. Tickell. Las civilizaciones de América Precolombina en la vida después de la muerte, México D. F., Editorial Hermes, 1992, pp. 85-97. - L. Vidal. “Concepto yoruba de la muerte”, en Muerte y religión, Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1994, pp. 17-21. - J. James. “La vida y la muerte en el espiritismo del cordón”, en Muerte y religión, óp. cit., pp. 23-54.

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Simbologías de América Latina. En el vodú haitiano, el culto a los muertos hace posible o más bien constituye la base del culto a los espíritus. En la concepción voduista la muerte le concierne al cuerpo social y a la comunidad entera y no es un evento que ocurre para el individuo solo. Precisamente el objetivo de los ritos alrededor de la muerte consiste en hacer efectiva y definitiva la muerte real, física, del individuo, sin la cual seguiría el muerto obsesionando a los vivos. Cuando hay un muerto, uno de los miembros de la familia lanza un grito que se llama en lengua creol ren. Al anuncio del fallecimiento todos acuden; los vestidos y todas las pertenencias del muerto se aíslan. Esta operación significa que el acto real del fallecimiento será poco a poco, una producción de la comunidad misma. Con este acto se separa al muerto de la compañía de los vivos pues aún no está totalmente muerto, hay que ayudarlo a terminar de morir.


Mortalidad materna Maria Clara Albuquerque (Brasil) Universidad Federal de Pernambuco La mortalidad materna como indicador de salud. La epidemiología tiene una larga tradición como método para el estudio de la distribución de un problema de salud en la población y para la investigación de las razones de esa distribución. El conocimiento así producido ofrece una base racional para ayudar en la elección de las intervenciones que deben implementarse, en función de la situación encontrada. Históricamente, el principal indicador para la evaluación de la salud colectiva, que todavía es el más utilizado, es el de mortalidad. Eso se puede explicar por facilidades operacionales: la muerte es objetivamente definida, al contrario de la enfermedad, y todo fallecimiento debe ser registrado. Es necesaria la identificación de los indicadores que tengan más capacidad de discriminación y que sean aplicables de modo universal a todo grupo de la población, y también es necesario el esfuerzo permanente de redefinición conceptual y de incorporación de metodologías más adecuadas para captar la dinámica de las transformaciones. Los indicadores de salud se utilizan internacionalmente con el objetivo de evaluar, desde el punto de vista sanitario, las condiciones higiénicas de los agregados humanos y también de ofrecer subsidios al planeamiento de la salud, permitiendo el seguimiento de las fluctuaciones y tendencias históricas del patrón sanitario de diferentes colectividades consideradas en una misma época o de la misma colectividad en diversos periodos de tiempo (Medronho, 2002). Se entiende por mortalidad materna la que se debe a complicaciones que ocurren en el embarazo, el parto y el puerperio; de causas obstétricas directas o indirectas. La tasa de mortalidad materna, referida a una área y periodo determinados, se calcula de acuerdo con la expresión:

( mod + moi )

× K ( 311 . ) NV donde mod y moi representan las muertes maternas debidas a causas obstétricas directas e indirectas; NV se refiere al número de nacidos vivos; y K es una constante, potencia de 10, generalmente igual a 10.000 o 100.000 (Medronho, 2002).

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TMM =

La mortalidad materna en América Latina. En países del llamado primer mundo, la mortalidad materna ha disminuido de tal modo que ya no resulta más un índice adecuado de la calidad de la asistencia a la salud de la mujer (Behrman, 1986). Algo diferente ocurre en los países pobres de América Latina y el Caribe, donde la limitación relativa al análisis se debe al subregistro de muertes maternas y también al registro de los nacidos vivos; probablemente como consecuencia

de la miseria, la exclusión social y la falta de atención política a los cuales están vinculados. En esos países, la mortalidad materna se debe sobre todo a causas obstétricas directas. Se destacan hemorragias (20%), toxemias (22%), complicaciones en el puerperio (15%); otras causas obstétricas directas (17%) y disfunciones resultantes del aborto inseguro (11%), aunque se cree que esta cifra es todavía más grande. El 15% restante se debe a otras causas. Aunque se registre que en América Latina el 82% de los partos son atendidos por personal calificado, este número no solamente está por debajo del de los países europeos y norteamericanos (99%), sino también tiene variaciones dentro de un mismo país cuando se comparan las regiones rurales y urbanas (Centro Latinoamericano de Desarrollo Humano, CLAP). Hay particularidades regionales que diferencian claramente a las poblaciones más vulnerables (pobreza, raza y etnia, por ejemplo los indígenas y afrodescendientes) y que ponen a las mujeres en una situación de miseria, abandono y exclusión social, lo que aumenta la “mácula ética” en la resolución de los problemas de salud pública vinculados a la mortalidad materna en América Latina y en el Caribe. En el índice de mortalidad materna, cuando este se utiliza como indicador de calidad de la asistencia, es fundamental separar las muertes maternas producidas durante o como resultado del embarazo asociadas a otras enfermedades maternas, como enfermedades cardiacas severas o neoplasias malignas. Esto requiere el análisis individual de cada muerte y su asociación a dos diferentes categorías: prevenibles y no prevenibles. Pero en ambos casos lo que parece pesar en la mortalidad materna es la llamada “ruleta social”. Si, por un lado, la epidemiología presenta cifras, por el otro, la bioética permite reflexiones sobre los hechos. De un modo más específico, la reflexión sobre la mortalidad materna combina dos grandes paradigmas que algunos consideran como interdependientes. Para otros, todo lo contrario. Son los paradigmas de la Sacralidad y de la Calidad de Vida, en lo tocante al respeto de los Derechos Humanos. En América Latina y en el Caribe, cerca de 22.000 mujeres mueren por año de causas relacionadas con el embarazo y el parto. No solamente el óbito debe llamar la atención, sino también la elevada incidencia de morbilidad y de incapacitación funcional resultantes de una asistencia inadecuada a la salud, tanto en el campo de la prevención como en el campo terapéutico. Y eso incluye la inadecuada atención e incentivo a los programas de salud de la mujer, en los más variados sectores, que van desde el amamantamiento materno hasta la salud reproductiva, pasando por la cuestión de la violencia masculina contra la mujer (CLAP, 2005). Por costumbre, la

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Referencias R. A. Medronho. Epidemiologia, Río de Janeiro, Editora Atheneu, 2002. - CLAP. “Resúmenes por tema. Embarazo: complicaciones”, The Cochrane Library, Issue 1, 2002. - Olinto Pegoraro. Ética e Bioética-Da substância à existência. São Paulo, Editora Vozes, 2003.

El morir del niño Rafael Torres Acosta (Cuba) - Facultad de Ciencias Médicas de Holguín Concepto. La muerte forma parte de un proceso; no podemos hablar de la vida sin tener en cuenta que esta tiene un final, más próximo o más lejano en el tiempo. Sin embargo, a nadie se le enseña a morir, ni en la casa, ni en la escuela. La pedagogía de la muerte debiera empezar desde el comienzo de la educación. Los padres no acostumbran a hablar de la muerte con sus hijos, como tampoco los maestros con sus alumnos, pero esto es más grave todavía cuando el médico evita hablar de ello con sus enfermos, y mucho más aún que no preparen a los futuros médicos para manejar esta situación que no nos es ajena en nuestro trabajo diario. Los criterios de muerte, sobre todo en la neonatología así como en las edades pediátricas, están bien establecidos, pero hay que reconocer de modo especial en el recién nacido cierto grado de complejidad para interpretar signos clínicos, electroencefalograma, flujo cerebral, etc. Cuando al final de la vida la muerte hace acto de presencia, el moribundo, la familia y el equipo asistencial deben afrontarla. No todos la sienten de la misma manera. Para el moribundo es “su” propia muerte, para la familia es la muerte de “otro” y para el equipo asistencial es un “fracaso”, un fallo de su poder.

Concepto que tiene el niño de la muerte. Lo que los niños entienden por morirse varía con la edad y el desarrollo psicológico. Algunos autores concuerdan en que el niño no tiene conocimiento de la muerte antes de los tres años de edad. Otros plantean que para los lactantes y niños pequeños que tienen inteligencia sensomotora, la muerte es simplemente la separación. Un niño de esa edad experimenta la separación de un padre a través del divorcio de la misma forma que experimentaría la muerte de un padre. La muerte no significaría más que ‘no estar presente para mí’. A los tres años, el temor a la muerte suele ir unido al temor a la separación de los padres. A los cuatro años estar muerto equivale a estar dormido. A los cinco años piensan que morir no es definitivo y que las personas mayores pueden protegerlos contra cualquier peligro, incluida la muerte. A los seis años la idea de la muerte se hace cada día más real, pues los niños entre seis y diez años utilizan el pensamiento concreto operacional; para ellos, la muerte es real, puede ocurrirle a las personas, y es irreversible. En la edad escolar, en general, los niños son más conscientes de una muerte próxima de lo que se imaginan los adultos y desean sencillamente morir en su casa, en su habitación, en su cama, rodeados de las personas que más quieren, con la seguridad de que no los dejarán solos. Existe cierto consenso en que el niño alcanza el concepto de muerte entre los ocho y los once años, y en que los adolescentes que ya han alcanzado horizontes en la vida mueren muy angustiados cuando están conscientes; responden de manera similar al adulto aunque a menudo adquieren tonos más sentimentales. En general, admitiendo que de todos modos ni siquiera los adultos tienen una noción precisa de la muerte, podemos decir que la “no noción” de la muerte se concibe como similar a la noción de “sueño” y “partida”: el niño tiene confianza en que uno puede despertar de ese sueño y que se puede volver después de esa partida. Se trata de un particular “sueño” y de un particular “alejamiento” que no se presentan como misterio ni como algo definitivo. A este nivel, el niño no sabe captar la totalidad de la cesación de las funciones ni menos aún la causa de la muerte. Información a pacientes y familiares. En pediatría, las formas y los procesos de comunicación son variados, siempre considerando al niño y la familia como un todo, teniendo en cuenta además los distintos medios socioeconómicos y las situaciones culturales variadas, las diversas estructuras o roles y valores familiares. La información completa al paciente es relativamente reciente en la práctica médica, pero esto debe ser más bien un proceso que un reto y debe hacerse con sentido de la oportunidad. Aun así, siempre se debe decir la verdad al enfermo. En los niños, la información debe ser

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mujer en general ha sido puesta en la categoría de mayor vulnerabilidad. Sin embargo, todavía le falta la correspondiente protección. En muchas partes del mundo no solamente se les usurpa su poder, sino también se les confisca su autodeterminación en el seno de la familia y de la cultura en que viven, y así quedan sujetadas a las más violentas prácticas de daños físicos y de degradación psicológica. Por fin, al considerarse el contexto en la bioética, en tanto esta trata de la dignidad de la vida y se sitúa específicamente en el medio científico buscando la convergencia amigable entre el saber simbólico de la ética y el saber científico, al pensar sobre la mortalidad materna deben considerarse los contextos público, social y político (Pegoraro, 2003) como base para los programas que persiguen la disminución de la mortalidad materna en América Latina y el Caribe.


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siempre veraz, pero no necesariamente completa, y el médico deberá estar en disposición de dar al niño la oportunidad de preguntar y deberá responder adecuadamente sus interrogantes. La familia necesita información sobre el diagnóstico, la extensión, la naturaleza, la gravedad y el pronóstico de la enfermedad, el porqué de los síntomas, la procedencia de las órdenes de “no reanimación”, los métodos del manejo paliativo, los aspectos más relevantes del cuidado en el caso de su ser querido, los servicios disponibles en la comunidad, y las otras opciones que hay para la atención al enfermo terminal. La familia necesita saber también cómo manejar las diferentes preocupaciones que surgen ante una muerte en casa y, finalmente, cómo hacer los arreglos funerarios una vez ocurrido el deceso de su ser querido. Apoyo al enfermo, seres queridos y equipo de trabajo. El apoyo fundamental que puede brindarse a un enfermo que va a fallecer consiste en el alivio del dolor y otros síntomas o signos que provoquen molestias y sufrimientos; además, se favorece la compañía de los padres. La respuesta rápida a la llamada, la presencia en los momentos de angustia, el vaso de agua fresca o la almohada bien colocada son algunas de las conductas simples dirigidas a ello. Pero también lo son el intentar distraerlo del pensamiento fijo en la enfermedad a través de actividades de diversión (juegos, lecturas de libros, etc.), el flexibilizar el periodo de las visitas e incrementar el número de acompañantes en los cubículos, cuartos o salas de hospitalización, y el autorizar la entrada de dos o más familiares incluyendo los niños. Debe intentarse, por otro lado, el control máximo de los síntomas que presenta el niño y que le son molestos: vómitos, cefaleas, dolor, dificultad respiratoria, alimentación dificultosa, utilizando para ello las vías que sean necesarias. Se evaluarán las necesidades sociales, psicológicas y emocionales del niño y, si su estado lo permite, se podrá autorizar la asistencia de una maestra domiciliaria. El apoyo a los hermanos puede resumirse en: i) dar al niño un concepto claro y no ambiguo de la enfermedad de su hermano o hermana y su causa; ii) permitir a los hermanos que visiten la clínica o el hospital; iii) designar a los hermanos a que ayuden en las tareas durante la atención en el hogar; iv) siempre que sea posible, asegurarles a los hermanos que no desarrollarán la misma enfermedad; v) darles a los hermanos oportunidades para que liberen sus sentimientos de resentimiento hacia sus padres o hermanos; vi) dar una oportunidad a los hermanos para que se despidan de su hermano o hermana cuando se aproxima la muerte. En cuanto al apoyo a los abuelos, otros familiares y amigos, debe considerarse que los abuelos necesitan que se les informe el diagnóstico de sus nietos,

pero esto debe hacerse con el consentimiento de los padres. También debe informárseles sobre cómo ayudar mejor, dado que pueden llegar a estar implicados muy de cerca en la atención diaria al niño dando ayuda a los padres. Otros miembros de la familia pueden sentir la necesidad de despedirse del niño y se les debe alentar a que lo hagan si ellos creen que es apropiado. No ha de perderse de vista que es muy significativo el gran número de personas afectadas por la muerte inminente de un niño. Además de los padres, hermanos, abuelos y otros miembros de la familia, están los maestros, los amigos de la escuela y los amigos de la familia, todos los cuales necesitan un apoyo que requiere destreza y atención especial para mantenerlo. Pero junto a este círculo de relaciones del niño a quienes el pediatra tiene la responsabilidad de dar apoyo, también se encuentra su equipo de trabajo. Con frecuencia el equipo de atención incluye médicos jóvenes, internos o estudiantes de medicina que viven por primera vez una situación de este tipo. Por otra parte, las enfermeras y auxiliares de enfermería viven la muerte del niño con una sensibilidad diferente a la del médico. Por eso es que necesitan igualmente apoyo e información completa como requisito indispensable para elaborar sus propios sentimientos, sobre todo en los casos que se ha decidido suspender tratamiento o no reanimar. Finalmente, si se decide que la etapa final del morir transcurra en el domicilio, es importante no abrumar a la familia con visitas médicas y de familiares, como tampoco abandonarla. Para dar apoyo a los padres hay que ofrecerles toda la información necesaria sobre la enfermedad del niño y permitirles el contacto con su hijo. El fallecimiento del niño se les debe informar inmediatamente pero es muy importante que el personal médico trate de aliviar la culpa paterna. El duelo. Se entiende por duelo la toma de conciencia intelectual y emocional de la pérdida de un ser querido. No es un estado patológico y siempre precisa un tiempo para su elaboración. También puede definirse como el conjunto de fenómenos psicológicos que se ponen en marcha en cualquier persona delante de cualquier pérdida, frustración o dolor. Es un estado de pensamiento, sentimiento y actividad que se produce como consecuencia de la pérdida. En líneas generales, se acepta que el duelo normal tarda unos 18 a 24 meses en resolverse. El proceso comienza, por ejemplo, cuando a un familiar se le comunica que existe una enfermedad incurable. Un objetivo fundamental en los programas de duelo es el acompañamiento a lo largo del proceso, permitiendo la expresión natural de emociones y sentimientos. Las manifestaciones de duelo son variadas e incluyen sentimientos (tristeza, soledad, añoranza, ira,

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Referencia Rafael Torres Acosta. “Aspectos éticos de la muerte en pediatría”, en Elementos para la enseñanza de la bioética, Bogotá, Ediciones El Bosque, Colección Bios y Ethos, 1998.

Matar niños y niñas Eva Giberti (Argentina) - Universidad de Buenos Aires Matar niños y niñas constituye un antiguo ejercicio que no debe sorprendernos –aunque nos indigne–, como si fuésemos ajenos a las evidencias cotidianas que, en cualquier país y en el mundo, deja al descubierto ese oficio de matar inocentes, o de prostituirlos –que es otra forma de matarlos–, o de esclavizarlos –que es otra forma de matarlos–,

o de abusarlos, incestuarlos o abandonarlos. Al lado de quienes pelean diariamente por los derechos de los chicos, los defienden y comprometen su vida y su profesión en ello, tenemos un universo de maltratadores y homicidas potenciales esperando que una criatura quede a su merced. Más vale entender esto de una vez y terminar con la visión idílica del “amor por los niños” que parecería estar a disposición de la comunidad toda. En Argentina, un niño llamado Lucas, como unos meses antes otro niño llamado Marquitos, que tenía un año y ocho meses, fue muerto a golpes por el compañero de su madre en diciembre de 2005 después de haber sido reintegrado legalmente a su familia reconocidamente brutal. Se trata de iconos de un mundo de víctimas que transita diariamente delante de nosotros. Lucas fue el patético protagonista de una situación que corresponde al ejercicio de la guarda de niños en espera de ser adoptados, cumpliendo con el tiempo previo a la adopción, durante el cual los pretensos adoptantes y el niño se conocen y conviven durante seis meses. Quienes tienen que conocer a ambas partes son los psicólogos y los trabajadores sociales que estudian las características de la criatura y de las futuras familias adoptantes, y los jueces. Los jueces tienen la máxima responsabilidad porque ellos son los que dictaminan si esa familia puede o no hacerse cargo de ese niño o niña, después de estudiar los informes técnicos. Los profesionales a cargo de realizar las visitas en los domicilios de la familia que asume la guarda tienen la obligación de hablar con él en el ámbito del grupo familiar y a solas; además de evaluar la actual situación familiar y revisar si lo que se dijo en los informes iniciales, cuando los pretensos adoptantes se inscribieron, se mantiene tal cual. Porque una cosa es lo que los futuros padres dicen durante las entrevistas para responder al informe y otra cosa es lo que sucede en los domicilios una vez que quienes no lograron engendrar han “conseguido” (palabra feroz y violenta de uso común en el ámbito de la adopción) un niño para ahijarlo. Los estudios técnicos a los que deben acceder quienes se proponen para ser adoptantes generan molestias en algunos de ellos, porque estiman que ocupan demasiado tiempo. Es el tiempo preciso para intentar discernir las características de las personas a las que consideraremos en condiciones de convivir responsablemente con una criatura. La frecuencia con que nos encontramos con personas violentas y con personalidades cuyas neurosis reclaman una psicoterapia sostenida nos excusa de cualquier tardanza. Lo grave reside en el caudal de adopciones que se organizan de manera ilegítima, aunque intervenga un juez, sin que, en oportunidades, los aspirantes a guarda aporten un diagnóstico resultante de los estudios que los organismos

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culpabilidad), sensaciones físicas (vacío en epigastrio, opresión en tórax o garganta, disnea, hiperestesia auditiva, despersonalización, sequedad de la boca, insomnio y pesadillas), alteraciones cognitivas (incredulidad, confusión, presencia del fallecido, alucinaciones visuales y auditivas) y trastornos de conductas (alteraciones del apetito, conductas temerarias, retirada social, suspiros, hiperactividad, llanto, frecuentación de lugares comunes con el fallecido). En los días posteriores al fallecimiento es deseable propiciar que haya una reunión entre el equipo de atención y la familia. Ello demuestra la preocupación del equipo de salud por ellos y es la oportunidad para despedirse y agradecerse mutuamente. Permite informar y aclarar muchas dudas y temores que antes no se habían podido expresar. Este contacto debe realizarse dos o tres semanas después del fallecimiento. Se planificará otro encuentro con los padres tres a seis meses después para contestar las interrogantes que se hayan quedado sobre la muerte y enfermedad del niño. Pero es muy importante permitir a los padres hablar de su hijo, escuchando con atención y preocupación, aceptando y respetando sus sentimientos. Es la mejor terapia que puede ofrecer el médico antes y después del fallecimiento de un niño. Finalmente, el equipo que ha acompañado el proceso del morir del niño debe sostener una reunión con los demás profesionales de la institución de salud. Esta debe efectuarse una vez que hayan concluido los estudios anatomopatológicos o exámenes de laboratorios, como los cultivos u otros que puedan haber quedados pendiente, y en ella se realizará un examen exhaustivo del caso, revisando la historia clínica y señalando posibles deficiencias en su confección, las dificultades diagnósticas o terapéuticas de toda la atención en una revisión ética y científica de excelencia.


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oficiales proveen. Y aun así, desde esos organismos, la desinformación, el descuido y la simplificación que entraña la frase: “Tenemos que encontrarle una familia al niño X” conducen a errores mortales que no se justifican afirmando que hay sucesos que no se pueden prever. Una criatura en guarda debe tener una supervisión pediátrica, y los responsables por el seguimiento de esa guarda necesitan mantener contacto con ese profesional que es quien desviste al niño para revisarlo y al que no se le pasan por alto los moretones inexplicables en sus cuerpos infantiles. Los jueces, cuyos escritorios están tapados por los expedientes, también pueden decir que creían estar haciendo lo mejor. Y los profesionales intervinientes seguramente están convencidos de lo mismo. Pero los niños como Lucas están muertos. Los han matado a golpes aquellos a quienes el Estado les confió su cuidado. Y a esas personas las eligieron entre todos aquellos que ahora afirman que hay situaciones que no se pueden prever. Los profesionales tenemos recursos para sospechar de los comportamientos de determinadas familias, sobre todo si conocemos las actividades de quienes las conforman. Y en particular cuando el niño proviene de instituciones, entrenado en obedecer, callarse la boca y aguantarse lo que pueda sucederle, por elemental y primario ejercicio de supervivencia. Años de trabajo con adoptantes, jueces, profesionales y chicos adoptados permiten afirmar que no necesariamente se podrá prever, pero sí hay obligación de vigilar una vez que el Estado dijo haber encontrado una familia para una criatura. Niños en estado de adoptabilidad que, aunque algunos protesten por la afirmación, son considerados ciudadanos de segunda por haberse quedado sin su familia de origen. El trato que estos niños y niñas suelen recibir es lo que permite afirmar que, si bien no todos los jueces ni todos los profesionales piensan y operan de ese modo, así podemos referirnos sobre quienes suponían hacerle “un favor” a Lucas al encontrarle una familia. Sin haber entendido, ni aprendido, que ese es, era, “el derecho” de Lucas, defendido por la Convención de los Derechos del Niño. A niños como Lucas no se les hace favor alguno al buscarle una familia –y ya vemos de qué índole puede ser ese favor–, sino que solamente se cumple con la ley que debió protegerlo y que reclamaba una familia para él. Por eso debemos reclamar e insistir en la capacitación del personal que interviene en la vida de los chicos, cualquiera sea su rango y su especialidad. Particularmente en materia de violencia, ya que actualmente matar, violar, explotar, prostituir y drogar a niños y a niñas constituyen un eje informativo de la cotidianidad. Unas veces se trata de un niño en guarda esperando una adopción, otras veces son sus padres, en otras oportunidades el

compañero de la madre: se trata de quienes en las funciones familiares intercalan el derecho de matar. Porque la paternidad y la maternidad están asentadas en sujetos que priorizan su necesidad de satisfacción y de alivio: “Lo castigaba porque me hacía perder la paciencia, me ponía nervioso” es una de las frases favoritas de los golpeadores y homicidas. Cuando en la práctica profesional alguien pregunta: “¿No será gente enferma?”, desde esa práctica profesional podría responderse: “Usted, ¿por qué piensa que son enfermos? Porque si lo fueran quedarían exculpados de sus violencias. ¿O usted supone que quien mató a Lucas solamente lo golpeaba a él? ¿A qué se debe este afán suyo por atenuar la responsabilidad de quien mata un chico a golpes?”. Y su contestación sería: “Sí, pero siempre hay que pensar en la alternativa de la enfermedad”. Pensar en esas alternativas constituye, al mismo tiempo, la escapatoria para probar la falta de imputabilidad de quienes ejercen el supuesto derecho de golpear y de matar. De solicitar ser considerados ciudadanos con todas las garantías que la ley les otorga, desconociendo el derecho a la vida de sus víctimas. Lo desconocen, lo niegan, pero no lo ignoran; eligen “dejarse ir” en el torbellino placentero de su violencia envolvente. Esas garantías son las que no tuvieron niños como Marquitos o Lucas. Porque hay un universo consentidor, indiferente y cómplice que –contra todos los esfuerzos y prácticas de quienes no dejamos de denunciar, escribir, protestar y alertar– sigue golpeando y matando. Porque para eso existen los chicos, en tanto sujetos destinados a producir satisfacción y alivio de “sus nervios” a los adultos. Además de disponer del innombrable pero presente placer que produce el destruir vidas. Lucas y Marquitos, dos nombres para recordar, sabiendo que ambos podrían estar vivos si los responsables por ellos hubiesen entendido que la Convención de los Derechos del Niño ha sido escrita con la sangre, con los huesos quebrados y con los sexos violados de millones de niños y de niñas que están en este planeta sin haberlo elegido.

Enfermedad terminal Andrés Peralta (República Dominicana) Comisión Nacional de Bioética El enfermo terminal. En la medicina actual uno de los dilemas éticos más difíciles es decidir cómo manejar pacientes con enfermedad terminal: “[…] hay circunstancias en las cuales el médico consciente se pregunta hasta cuándo debe o debiera luchar contra la muerte inminente, con todos los medios a su alcance” (Basso, 1993). En estas situaciones debe prevalecer el principio de respetar los dictados de la Ley Natural en el ciclo evolutivo de

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Periodos en la asistencia del enfermo terminal. Cuatro periodos bien definidos pueden caracterizarse en el manejo del enfermo terminal. 1. Asistencia tradicional desde la Edad Media: hasta el advenimiento de las conquistas sociales que posibilitaron una mejoría en las condiciones materiales de vida y un aumento importante del promedio de vida del ser humano, no había tanto problema en aceptar o convivir con la realidad de la muerte. De modo paralelo, pero no ajeno a la problemática de los pacientes terminales, continuó la tradicional asistencia en Occidente, que se había instituido para ellos desde la Edad Media: el abandono respecto a las necesidades de la cotidianidad sobre lo concreto y el énfasis en la búsqueda de lo espiritual como único camino al final de la vida. Para estos pacientes era natural, y aún hoy día lo es para muchos, el morir presa del dolor y síntomas sin alivio, pauperizados hondamente en su divina condición humana. 2. El modelo biomédico cartesiano, organicista y positivista del siglo XVII: el desconocimiento que se tenía sobre las enfermedades en general y también el desconocimiento sobre cómo se podía intervenir en ellas para controlarlas, determinaban que los sucesos que rodeaban la enfermedad terminal no fueran susceptibles de ser comprendidos ni abordados por la óptica cartesiana, organicista y positivista del modelo médico imperante. Por tanto, lo mejor era abstenerse de actuar en estas circunstancias y dejar de lado, solos y abandonados a los pacientes a la hora de morir. 3. El progreso biotecnológico (1945): al concluir la Segunda Guerra Mundial, los progresos biotecnológicos ofrecieron a la

medicina la posibilidad de cruzar el límite de la vida y la muerte. Sin embargo, el resultado de la aplicación desmedida de la biotecnología no fue mejor que el abandono, y proliferó el encarnizamiento terapéutico, el uso indiscriminado de las intervenciones médicas destinadas a prolongar más la agonía, en detrimento de la vida misma, y a retardar la llegada de la muerte, el destino final y natural del hombre. 4. Los cuidados paliativos (1960): uno de los campos de desarrollo más importantes para la bioética fue sin dudas el concerniente a la atención que merecen los pacientes terminales. Esta ha sido una de las áreas de atención de salud que más significativos alcances han registrado en los últimos treinta años. Los cuidados paliativos se definen como el cuidado profesional, científico y humano orientado a atender, de modo integral, las necesidades fundamentales del enfermo terminal. Comprenden un conjunto de acciones sistemáticas dirigidas a satisfacer las necesidades existentes del enfermo terminal, en un esfuerzo conjunto de todos los actores, encaminado al mejoramiento continuo de la calidad de vida, el alivio del sufrimiento innecesario y una muerte digna. Para esta atención de los pacientes terminales se requiere la conformación de un equipo multidisciplinario que permita de manera coordinada analizar los problemas y las necesidades, ordenar las prioridades y establecer los métodos de acción con médicos, psicólogos, enfermeras, antropólogos, terapistas de rehabilitación y ocupacionales y los asesores espirituales, todos los cuales habrán de asumir responsabilidades específicas. En el ideario médico actual existe una permanente confrontación entre el concepto del hombre como medida de todas las cosas y el concepto teológico fundamental agustiniano del hombre como el camino de Dios. El diálogo bioético fundamentado en valores, virtudes y principios debe intervenir en las implicaciones ontológicas del debate, así como también en el análisis de los conceptos de eutanasia, distanasia, ortotanasia y cacotanasia. Conceptos fundamentales para el manejo del paciente terminal. Existen cuatro conceptos fundamentales en el manejo del paciente terminal: la esperanza, la verdad tolerable, la calidad de vida y la dignidad humana. 1. La esperanza: hay que decir que una de las lecciones más importantes que aprenden los médicos al tratar los enfermos terminales es no permitir nunca que los pacientes la pierdan, incluso cuando es obvio que están muriendo. Estos enfermos manifiestan diversos tipos de esperanzas, que en muchos casos pueden ser reforzadas por la actitud del médico y otras veces debilitadas e incluso destruidas. La esperanza se define como “el estado de ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”. Es deber

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la vida humana. El enfermo terminal es aquel que padece una enfermedad grave o incurable y quien por el deterioro fisiológico de su organismo se encuentra en la fase final de su existencia. La enfermedad o síndrome terminal se define como el estado clínico que indica expectativa de muerte a corto plazo. Se presenta comúnmente como un proceso evolutivo final de algunas enfermedades crónicas progresivas cuando se han agotado los remedios disponibles. El diagnóstico de síndrome terminal se basa en la existencia de los siguientes factores: a) enfermedad causal de evolución progresiva, b) pronóstico de supervivencia de pocos meses, c) ineficacia comprobada de los tratamientos y d) pérdida de la esperanza de recuperación. Las fases por las que discurre la enfermedad terminal son: 1. Prediagnóstico y diagnóstico, 2. Enfermedad establecida y 3. Deterioro y declinación. Dentro de las posibles reacciones que tiene un enfermo ante la muerte se han descrito clásicamente las siguientes: choque, negación, ira/enfado, negociación, depresión, resignación y aceptación. Lo que sucede con el paciente, sucede también con la familia.


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supremo del médico cerciorarse de que las esperanzas que ha hecho concebir a su paciente no son infundadas. En ocasiones se comete el error de no decir al paciente “toda la verdad” por temor a “quitarle su única esperanza” y de privarlo quizás de la única posibilidad de la tranquilidad que a veces acompaña a la muerte cuando sigue su curso, por la “falsa esperanza” de una mejoría inalcanzable. 2. La verdad tolerable: en la medicina de hoy es lógico aceptar la verdad tolerable como un objetivo al que hay que atender, ya que se trata de un signo de buena práctica médica en el trato y la información al enfermo y a sus familiares. Solo cuando existe la costumbre de procurar informar a los enfermos y por tanto de haber cometido errores por exceso o por defecto, se puede adquirir la sensibilidad necesaria para comunicar a cada paciente la cantidad de información que puede soportar. 3. Calidad de vida: la calidad de vida es un concepto muy importante en el cuidado de salud y el cual debemos tener siempre presente en la enfermedad terminal. Muchos de los avances en el sostenimiento de la vida en la fase terminal de una enfermedad tienen relación con “la satisfacción que un individuo tiene de su propia vida y de la dignidad con que la ha vivido” (Villamizar, 1995). De acuerdo con Diego Gracia, la calidad de vida comprende por lo menos tres niveles: calidad de vida privada o de máximos, directamente relacionada con los principios éticos de autonomía y beneficencia; calidad de vida pública o de mínimos, que depende de los principios éticos de no-maleficencia y de justicia; y el criterio de excepcionalidad, que permite justificar excepciones a la norma de acuerdo con criterios de calidad, a la vista de las circunstancias que se producirían de no hacerse así (Gracia, 1996): “En tanto la vida humana sirve para la realización de la libertad humana, debe ser mantenida con todos los medios apropiados razonables, siempre que la persona competente pueda considerar que tal proceder sirva a ese objetivo”. 4. Dignidad humana: la dignidad se define como “la calidad o el estado de ser valorado, apreciado o respetado”. Es ese algo que consideramos poseer o que percibimos que poseen los demás. Fundamentamos la dignidad humana en los valores morales de cada ser humano con su correspondiente significado y validez intrínsecos. Este concepto nos permite afirmar que todos los seres humanos tienen dignidad: “La dignidad no es enajenable, nadie y ninguna circunstancia puede quitarle dignidad a un ser humano. La dignidad es puramente cualitativa. No admite distintos niveles y es la misma para todos” (Mejía, 1997). Necesidades y derechos del enfermo terminal. El paciente con enfermedad terminal tiene necesidades biológicas de control de síntomas (dolor, desnutrición, sangrado, infecciones) y de manejo

anticipado de eventos clínicos previsibles y cuidado práctico; necesidades emocionales de soporte psicológico y manejo profesional a sus temores, angustias y depresiones, y de mantener una comunicación abierta y franca para guiarlo con prudencia en la toma de decisiones; necesidades espirituales de asegurarle el soporte en sus creencias religiosas y en sus inquietudes existenciales, manteniendo la comunicación permanente en el apoyo espiritual y respetando sus creencias y valores culturales en la toma de decisiones; y necesidades sociofamiliares de soporte por sus seres queridos, de una comunicación cálida, afectiva y permanente, y de tomar decisiones compartidas teniendo acompañamiento hasta el final. Para dar respuesta a esas necesidades se ha postulado un Decálogo de los Derechos del Enfermo Terminal. 1. Vivir hasta el máximo de su potencial biológico, emocional, espiritual, vocacional y social. 2. Vivir de modo independiente y alerta. 3). Tener alivio a su sufrimiento físico, emocional, espiritual y social. 4. Conocer o rehusar conocer todo lo concerniente a su enfermedad y a su proceso de morir. 5. Ser atendido por profesionales sensibles a sus necesidades y temores en su proceso de aproximación a la muerte, pero competentes en su campo y seguros de lo que hacen. 6. Ser el eje principal de las decisiones a tomar en su etapa final de vida. 7. Derecho a que no se le prolongue el sufrimiento indefinidamente ni se apliquen medidas extremas y heroicas para sostener sus funciones vitales. 8. Derecho para hacer el mejor uso creativo posible de su tiempo. 9. Derecho a que sean tomadas en cuenta las necesidades y los temores de sus seres queridos en el manejo de su proceso, antes y después de su muerte. 10. Morir con dignidad, tan confortable y apaciblemente como sea posible. Morir con dignidad y eutanasia. “Aquellos que sugieren que no se debe permitir jamás que una persona muera y que se debe agotar todo esfuerzo para mantener una simple vida biológica a toda costa, sin tomar en consideración el sufrimiento del paciente, actúan en contra de la dignidad humana y por ende actúan en forma inmoral. Continuar luchando contra una enfermedad que ha vencido, sin más metas que prolongar la vida, puede ser una arrogancia absurda. Esto no es muerte con dignidad” (Sulmasy, 1997). La aceptación de la muerte propia una vez que ha llegado a ser inevitable, es aceptar la verdad de que la vida humana no tiene un valor infinito. Enfrentar la mortalidad propia es un acto a favor y no en contra de la dignidad humana. Resistir la muerte o aceptar la muerte por algo superior a la vida propia es también máximamente honorable. Morir con dignidad es morir en forma honorable, anunciando y no renunciando a la propia dignidad esencial. En cuanto a

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Referencias D. Basso. Nacer y morir con dignidad, 3ª ed., Buenos Aires, Ediciones Desalma, 1993. - B. Serret. “La atención al paciente terminal”, en J. Acosta (ed.), Bioética desde una perspectiva cubana, La Habana, Ed. Centro Félix Varela, 1997, pp. 158-164. - A. S. Rubiales, Y. Martín, M. I. Del Valle, M. I. Garavis, C. Centeno. “Información al enfermo oncológico: los límites de la verdad tolerable”, Cuadernos de Bioética, Grupo de Investigaciones en Bioética de Galicia, 1998; 9 (33), pp. 45-54. - E. Villamizar. “Atención a los derechos del enfermo terminal: la transición hacia lo cualitativo”, Santiago de Chile, Cuadernos del Programa Regional de Bioética (OPS), 1995, Nº 1, pp. 107-120. - D. Gracia. “Ética de la calidad de vida”, Santiago de Chile, Cuadernos del Programa Regional de Bioética (OPS), 1996,

Nº 2, pp. 41-59. - D. Sulmasy. “Muerte y dignidad humana”, Santiago de Chile, Cuadernos del Programa Regional de Bioética (OPS), 1997, Nº 4, pp. 171-186. - D. Gracia. “El problema del sufrimiento humano. Perspectiva histórica”, Conferencia en Universidad de Puerto Rico, 1999. - J. G. Mejía. “Implicaciones del tratamiento a pacientes terminales”, Memorias Congreso Internacional de Bioética, Bogotá, Universidad de la Sabana, 1997, pp. 317-321. - A. H. Navegante, S. Litovska. “El paciente terminal: un enfoque epistemológico”, Quirón, 1996, Vol. 27, pp. 42-45.

La muerte y el morir por VIH/sida Juan Carlos Tealdi (Argentina) - Universidad de Buenos Aires Los enfermos terminales de VIH/sida. El caso de los presos enfermos terminales de sida es un buen ejemplo de la reformulación bioética sobre la muerte y el morir. En abril de 1996, el juez Roberto Falcone, del Tribunal Oral Federal de Mar del Plata, Argentina, falló en favor de dejar en libertad a Adrián Monterde de 24 años, enfermo de “un cuadro avanzado de sida complicado con enfermedades intercurrentes tales como meningoencefalitis y criptococosis” y preso en el penal de Batán, para que pudiera “morir con la dignidad que le corresponde por el hecho de ser humano” (v. Morir con dignidad). El fallo se basó en el inciso 2 del artículo 495 del Código de Procedimiento Penal Nacional (CPPN) que en los casos de condenados gravemente enfermos cuya pena pusiera en peligro inmediato su vida prevé el diferir la ejecución de la privación de libertad; en el artículo 18 de la Constitución Nacional, y en el artículo 10 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el artículo 6 de la Convención Americana de Derechos Humanos, ambos de jerarquía constitucional (artículo 75, inciso 22 de la Constitución) y referidos al trato humano y el respeto de la dignidad de las personas privadas de su libertad. El 6 de mayo de 1996, dos enfermos terminales de sida del penal de Olmos en la provincia de Buenos Aires iniciaron una huelga de hambre solicitando una excarcelación extraordinaria “para morir con dignidad”. Al día siguiente se les sumaron otros dos enfermos terminales y luego los cincuenta y cuatro reclusos seropositivos restantes detenidos en el penal, quienes pedían se considerara el antecedente de Mar del Plata del mes anterior. De los cincuenta y ocho presos infectados, once estaban enfermos y eran asistidos en una sala especial del hospital de la cárcel. De los cuatro enfermos terminales, uno –Daniel Abdala– que se encontraba en situación crítica tenía abiertas dos causas, y ante la solicitud de excarcelación en una de ellas que lo involucraba en robo seguido de homicidio con pedido de reclusión perpetua, la Cámara de Apelaciones en lo Criminal, de Morón, había negado la solicitud, pero en la otra causa un tribunal de San Isidro le

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la eutanasia, que etimológicamente es “buena muerte” y tiene una larga tradición en la historia de la humanidad, no la tiene igualmente en la historia de la medicina. Diversos factores sociales, culturales y políticos han actualizado el tema en los últimos tiempos. Su aceptación social va ligada también al eufemismo del significado del término: muerte dulce, buena muerte, muerte misericordiosa, o muerte por piedad. Pero se ha dicho que “La eutanasia y el suicidio asistido son inmorales porque atacan los cimientos mismos del valor humano que hace posible todos los demás valores, como la dignidad inherente a la vida humana” (Sulmasy, 1997). En la Declaración del Consejo de Asuntos Éticos y Judiciales de la Asociación Médica Americana se establece: “El término eutanasia activa es un eufemismo para matar intencionalmente a una persona; esto no es parte de la medicina, con o sin consentimiento del paciente […], la determinación intencional de terminar con la vida de un ser humano por otro ser humano, es contraria al ordenamiento público, a la tradición médica y a las más fundamentales medidas de los valores y de la dignidad humana”. En este tema es esencial la conciencia personal del médico bien formado en su doble función indisoluble del deber clínico y el deber ético. El juicio recto, el sentido común virtuoso y la prudencia son elementos esenciales en la toma de conciencia ante los casos y dilemas controvertibles, como la eutanasia. Cabe concluir diciendo que los médicos deben responder en forma más afectiva a las necesidades de los pacientes moribundos y expresar más compasión. Sin embargo, el afecto sin verdad no es compasión. Los pacientes moribundos necesitan que sus médicos los “sanen”. Los médicos, con su actitud, deben asegurarles en todo momento que no han perdido su dignidad, que continúan teniendo valor, honor y estima. Los que mueren necesitan médicos que reconozcan que sus vidas tienen significado y valor y que, aun cuando el hombre no es un ser infinito, en él no están nunca ausentes los valores fundamentales de todo ser humano.


otorgaba el pedido. Pese al reclamo de misericordia del obispo de Morón a la Cámara, esta decidió trasladar al detenido a un hospital considerando que su casa no era el lugar más adecuado para su cuidado. El detenido rechazó el ofrecimiento y pidió su libertad dando al estado de los reclamos una nueva situación a la que luego se sumarían otros presos. Algunos especialistas cuestionaron el fallo que veía diferencias entre conceder o no la excarcelación de acuerdo con el tipo de delito y sostuvieron que si el derecho es el de no tener una sobrecarga en la pena todos tendrían derecho a morir dignamente; pero no encontraron derecho en solicitar la libertad.

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Prisión preventiva y ‘no mortificación’. También en mayo de 1996 otros fallos volvieron sobre la cuestión. Después de un fallo negativo del juez Roberto Marquevich a la excarcelación, la Cámara Federal de San Martín concedió este pedido a un procesado por narcotráfico con prisión preventiva y afectado de sida en un estadio avanzado con patología meningoencefálica y necesidad de “cuidados permanentes difíciles de lograr en su lugar de detención”, lo que marcó una diferencia con el fallo de Mar del Plata que se había expedido sobre un preso con condena firme. Los jueces interpretaron que si bien el beneficio de la “no mortificación” del detenido en la ley es expreso para los condenados, por el principio de igualdad ante la ley y la presunción de inocencia del detenido con prisión preventiva debían equipararse ambas situaciones, a la vez que se hacía prevalecer el valor de la vida humana frente a cualquier clase de retribución por parte de los detenidos. El 9 de mayo, al día siguiente del fallo de la Cámara de San Martín, la huelga de hambre de los presos reclamando la liberación de los enfermos terminales de sida se extendió a los penales de La Plata y Mercedes y alcanzó a ciento veintidós reclusos seropositivos. Una diputada nacional presentó entonces un proyecto de declaración para que todas las instancias judiciales adoptaran un criterio idéntico al de la Cámara de San Martín. De la conmutación de penas al cambio definitivo. El 11 de mayo, cuando se habían sumado a la huelga otros veintidós presos del penal de San Nicolás, el gobernador de la provincia de Buenos Aires admitió la posibilidad de conmutar la pena a presos enfermos terminales de sida señalando que veinte días antes ya lo había hecho en un caso. Se dijo entonces que desde 1987 habían fallecido sesenta presos infectados con VIH en las cárceles de la provincia y que existían cuatrocientos cincuenta enfermos de sida en las distintas cárceles provinciales. La realidad era que el 90% de la población carcelaria seropositiva era procesada sin condena. El 17 de mayo, sin haber obtenido respuesta a

sus reclamos y con la intención de interpelar ante tribunales internacionales, los presos suspendieron la huelga de hambre con los cuatro enfermos terminales muy deteriorados en su salud. El 22 de mayo el Tribunal Oral en lo Criminal No. 18 concedió la excarcelación de un enfermo en estadio IV de su enfermedad, basándose en una aplicación extensiva del artículo 495 del CPPN ya citado. El 24 de mayo, el Presidente de la Nación firmó el decreto 528 conmutando la pena de once detenidos enfermos terminales que habían cumplido entre tres y nueve años de prisión, y estaba a la firma del presidente un decreto similar que beneficiaría a otros doce enfermos. Los supuestos éticos, jurídicos y políticos ante la muerte y el morir de quienes convivían con VIH-sida habían cambiado definitivamente.

Referencia Juan Carlos Tealdi. “Responses to AIDS in Argentina: Law and Politics”. En Stan Frankowski (ed.), Legal Responses to AIDS in Comparative Perspective, The Hague, Kluwer Law International, 1998, pp. 377-419.

Suicidio. Aspectos filosóficos Julio Cabrera (Brasil) - Universidad de Brasilia Síntesis conceptual (o cómo rehusar toda síntesis). Un concepto filosófico, en la medida en que responda a una necesidad profunda de organización de la experiencia humana, nunca puede ser definido de antemano, sino que se desarrollará en sus despliegues internos a medida que vaya siendo utilizado dentro de procesos reflexivos señalados. Así, lo que sea suicidio solo podrá obtenerse después de retomarlo conceptual, histórica y reflexivamente. Y aun así, al final de ese proceso, el concepto habrá sido tan solo reflexionado para que permanezca abierto y retomable, y no por haber sido encerrado en una definición. Lo único que se hace al decir que suicidio significa, literalmente, “matarse a sí mismo”, es colocar la primera pieza de un juego conceptual para que alguien (uno mismo u otro) comience a pensar dentro del dinamismo irresistible del propio concepto. “Matarse a sí mismo” está compuesto por dos partes, igualmente problemáticas, que ya invitan a la apertura de esta presunta definición previa. “Matarse” (o, como pintorescamente se dice, “darse la muerte”) puede abarcar muchas acciones humanas bastante distintas: un ser humano que muere tomando veneno sabiendo que lo es, otro haciendo ayuno, un tercero precipitándose desde la montaña que pretendía escalar, un cuarto que participa de una acción terrorista autodestructiva, un quinto que muere cuando otros desconectan, a pedido suyo, el aparato que lo mantenía vivo, etc. De cada uno

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El segundo elemento utilizado por la definición inicial, o sea, “sí mismo”, podría tener una significación

clara si “suicidio” se opusiera, pura y simplemente, a “heterocidio”, entendido como la muerte de otro ser humano diferente de uno mismo. En un sentido material, la diferencia parece nítida. Pero los procesos de autoidentidad son tan complejos como los procesos motivacionales antes citados: en qué momento puedo decir “Yo mismo” no es algo simplemente dado sino una tarea a cumplir, parte de nuestro hacernos a nosotros mismos. Tenemos que ganar el derecho de decir: “yo mismo”. Nuestra autoidentidad está profundamente tejida con la piel y la sangre de los otros, y es por eso que, cuando alguien próximo muere (sea o no por suicidio), se lleva literalmente una parte de “nosotros mismos” junto con él. Así, cuando alguien se suicida, nunca se mata tan solo a “sí mismo”, o, mejor dicho, mata precisamente a ese “sí mismo” en donde ya está, desde siempre, el otro. Esto es claro en algunos casos de suicidio, como el de quien se mata después de matar a otros o el de quien se mata para explícitamente afectar a otros con su muerte. Pero aun en los casos en que esto no ocurre, el suicidio deja siempre en los otros una mácula, un estigma, algo con lo que los otros tendrán que lidiar, un elemento que tendrán que elaborar, sea “olvidando instantáneamente” el hecho, sea “llevándolo” consigo durante el resto de la vida. Lo anterior no es una síntesis conceptual del término suicidio, sino un conjunto de razones para rehusarse a hacer tal síntesis, mostrando la problematicidad de los componentes definicionales tradicionales: “matarse”, “sí mismo”, “intención de morir”. Cualquier tentativa de definición cerrada apelará a otros términos (como “autonomía”, “acción”, “omisión”, “directo”, “intencional”, etc.) que volverán a restituir la irreducible complejidad. El suicidio en la historia de la filosofía. Dentro del estricto dominio de la filosofía occidental, esta ha tematizado muy poco la cuestión del suicidio a lo largo de su historia. El suicidio no ha sido todavía realmente pensado. Ningún gran filósofo de la historia, ni clásico ni moderno, escribió un voluminoso tratado, o una obra de aliento, exclusivamente sobre esta cuestión, al menos que haya llegado hasta nosotros. El suicidio es, en parte, simplemente ignorado, en parte mencionado en algún capítulo de una obra mayor, más o menos apresuradamente, como un tema incómodo y lateral del que hay que decir alguna cosa a la luz de la filosofía que se está desarrollando. Cuando se lo aborda, se hace de una manera sustancializada, como confiriéndole al suicidio una definición clara, sin paciencia para sus aspectos y nuances; y se está más preocupado en juzgarlo moralmente que en comprenderlo en su complejidad. La trayectoria del tema del suicidio a lo largo del pensamiento filosófico ha sido, en su mayor parte, la historia de sucesivas condenaciones, más adecuadas para

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de ellos se podría decir que se ha “matado a sí mismo”. Pero las acciones humanas son ambiguas y abiertas, nunca se reducen a series de motivos lineales. El sentido común diría que el primer caso citado es claramente un “matarse a sí mismo”, mientras que el segundo es más incierto, oscilando entre suicidio y accidente, el tercero es casi seguramente un accidente, el cuarto una inmolación y el quinto un suicidio indirecto. Pero el factor “accidental” es recurrente y puede hacerse presente en cualquiera de los cinco casos, y hasta se podría decir que el suicidio refleja el carácter “tropezante” de las acciones humanas (Freud, Psicopatología de la vida cotidiana, VIII). Lo que suele alegarse como diferencial es la “intención de morir”, inclusive con independencia de los resultados (puede ser una intención exitosa o no), y tratando de dejar de lado aquel aspecto “accidental”. Pero la cuestión es que la noción de “intención de morir” es tan problemática como la de “matarse a sí mismo”. Pues también la persona que toma veneno puede no haber tenido “intención de morir”, y no está libre de la “accidentalidad” de las acciones humanas. En el caso de seres humanos que hacen ayuno (como Gandhi) o que practican deportes peligrosos (como Ayrton Senna) es muy dificultoso afirmar, con certeza, que ellos “no tenían intención de morir”, sino de, por ejemplo, hacer una protesta política o superar un récord (pues, ¿por qué esa extraña aproximación fascinada a lo que puede tan fácilmente destruir?). Y en el caso de los suicidas políticos o los que aceptan suicidio asistido, es difícil afirmar taxativamente que ellos “querían morir”, en tanto las motivaciones humanas nunca son unidimensionales, siempre están como estratificadas y en cruzamientos complejos, y nunca se sabe cuál de esas motivaciones tomará el comando de la decisión final. Esto significa que si la “intención de morir” es difícil de determinar, la noción inicial de suicidio podría o restringirse ingenuamente al primer caso o ampliarse hasta abarcar los cinco, y, por extensión, a todo tipo de caso, comprendiendo también, por ejemplo, al ser humano que continúa fumando una vez que se le ha dicho que está enfermo y que el fumar le hace mal. Como todos nosotros hacemos en nuestras vidas algo que “nos hace mal” y que sería prudente detener (desde el tipo de alimentación hasta nuestras actividades sexuales), todos los humanos, en este sentido amplio, serían, en cierto sentido, suicidas, o tendrían algún tipo de “intención de morir” (o, al menos, intención de no impedir un proceso autodestructivo). Vemos entonces que la definición inicial de suicidio como “matarse a sí mismo” tan solo sirve como jugada inicial que nos lleva al desarrollo vivo del concepto.


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entender cómo funcionan las respectivas categorías empleadas que para comprender lo que sea el suicidio. En la Grecia antigua, los suicidas eran privados de honras fúnebres y mutilados, y sus bienes confiscados. Los dos más grandes filósofos griegos condenaron, en general, el suicidio: Platón, por disponer de algo que pertenece a los dioses, huyendo de la prisión en donde ellos nos pusieron (Fedón, 62c, Leyes, IX, 873 c) y Aristóteles, por significar una injusticia hacia el Estado (Ética a Nicómaco, V, 11, 1138 a). Plotino lo considera contrario al destino e incapaz de separar adecuadamente el alma del cuerpo (Enneadas, I, 9); San Agustín (La Ciudad de Dios, I, 20-23 y 27), como pecado inaceptable en cualquier circunstancia. Santo Tomás (Summa Theologica, II, 2, questio 64, artículo 5), como contrario a la naturaleza y pecado mortal, ofensa a sí mismo, a la comunidad y a Dios. En la filosofía moderna, Locke lo condena en passant al negar que pueda existir una libertad para autodestruirse (Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, II, 6). Spinoza lo rechaza por ir contra el conatus o “perseverancia en el ser”, como acto cometido por espíritus impotentes guiados por ideas inadecuadas (Ética, IV, Proposición XVIII, Escolio). Rousseau lo considera un crimen contra el derecho natural y el Estado (El contrato social, II, cap. V, y en La nueva Eloísa, parte III, carta 22, aunque por boca de uno de los personajes de la novela). Kant, por constituir una acción no universalizable, en la cual la persona se usa a sí misma como medio, ofendiendo la dignidad y desobedeciendo la ley moral autónoma que el ser humano se da a sí mismo (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, II, BA 54, y BA 66/7, Metafísica de las costumbres, segunda parte, I, par. 6, y Lecciones de Ética, “Del suicidio”). Hegel admite que el hombre es el único ser que puede querer matarse (Principios de la Filosofía del Derecho, Introducción, 5, y Primera parte, I, 47), pero realizar esta posibilidad es un “desequilibrio moral”, solo admirable en “sastrecillos y criadas”, porque el hombre, como miembro de una comunidad ética, no es dueño de su vida (I, 70). Hasta el ultrapesimista Schopenhauer condena el suicidio por no conseguir negar la voluntad de vivir que nos somete y esclaviza, siendo, por el contrario, la mayor manifestación de esa voluntad (El mundo como voluntad y representación I, sección 69). De manera sumaria, en uno de sus carnets de anotaciones, Wittgenstein escribe: “Si el suicidio está permitido, todo está entonces permitido […] el suicidio es, por así decirlo, el pecado elemental” (Diario Filosófico –Notebooks–, anotación de 1.1.1917). Después de esta expresiva galería de condenaciones, podemos caer en la trampa de comenzar a buscar “defensores” del suicidio, concediendo que el mismo necesita una tal “defensa”.

En verdad, no se trata, como habitualmente se piensa, de estar “en favor” o “en contra” del suicidio, sino de buscar una elucidación profunda de la cuestión. Tal elucidación parece estar decididamente ocultada o negada por las condenaciones sumarias, habiendo tan solo una vaga expectativa (que aún habrá que confirmar) de que en las “defensas” del suicidio exista una comprensión más profunda de la cosa misma. En el periodo clásico, tan solo en el epicureísmo y el estoicismo –griegos y, sobre todo, romanos: Séneca (Epístolas a Lucilio, 4 y 12), Tito Lucrecio Caro (De Rerum Natura, 930-950) y Cicerón (De Finibus bonorum et malorum, III, 18, 60)– encontraremos argumentos en defensa de algunos tipos de suicidios: aquellos cometidos para salvar la honra, preservar la moralidad o evitar una enfermedad dolorosa e irreversible que impida una vida humana. A pesar de su condenación general, Platón ya había adherido a estas excepciones (Leyes, IX, 873 c). En la época posmedieval, Erasmo, en Elogio de la locura (1508), vincula muerte voluntaria con sabiduría y preservación de la vida con locura. Tomás Moro, en Utopía (1516), relata que los utopianos aceptan que los enfermos de males incurables acaben con sus propios tormentos. Montaigne (Ensayos, 1580 - Libro II, caps. III y XIII) considera algunos suicidios como dignos de ser defendidos y hasta encomiados. Aunque no estrictamente filósofo, el escritor y sacerdote elizabetano John Donne, en su manuscrito “Biathanatos” (1607/8), presenta la primera defensa clara de la muerte voluntaria, tratando de compatibilizarla con el cristianismo. Ya en la época moderna, David Hume, en su escrito publicado póstumamente Acerca del suicidio (próximo a 1750), argumenta –en una línea directamente opuesta a los argumentos de Santo Tomás– que el suicidio no puede ser considerado como una ofensa a Dios, porque tanto obedecemos su voluntad cuando nos matamos como cuando continuamos vivos; tampoco una ofensa contra los otros, puesto que el suicida tan solo deja de contribuir con la sociedad, pero no la perjudica, sobre todo si está en un estado tan miserable que ya no puede hacer contribución ninguna; por último, tampoco se ofende a sí mismo, porque cada humano conserva con gusto la vida siempre que la misma merezca conservarse, renunciando a ella tan solo cuando no se la puede vivir de modo humano. A pesar de su condenación general del suicidio en su obra de juventud, Schopenhauer acentúa, en su madurez, que el suicidio es, sin duda, un acto de la inteligencia, y que solo la voluntad quiere vivir (El mundo como voluntad y representación II, 19 y 41). En su ensayo “Sobre el suicidio”, incluido en Parerga y Paralipomena, afirma que todos los argumentos contra el suicidio son errados, menos el suyo, que no lo condena como

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Referencias Marcos Guedes Veneu. Ou não ser. Uma introdução à História do Suicídio em Occidente, Brasilia, Editora da UnB, 1993. - A. Álvarez. The Savage God. A study of Suicide, London, Penguin Books, 1974. - Gavin J. Fairbairn. Contemplating suicide: the Language and Ethics of Self-Harm, London, Routledge, 1995.

Suicidio. Abordajes empíricos Julio Cabrera (Brasil) - Universidad de Brasilia Algunos abordajes no filosóficos del suicidio. Según una cierta concepción de lo que sea la filosofía, se ha considerado que las cuestiones importantes del pensamiento pasan por una primera etapa filosófica de carácter metafísico, hasta que reciben un tratamiento científico que las pone “en el buen camino”, soterrando para siempre su pasado especulativo, como si la reflexión fuese una especie de arcaísmo superable. El suicidio no ha sido una excepción a este punto de vista: abordajes médicos, psicológicos, sociológicos, antropológicos, biológicos, jurídicos, históricos, económicos y estadísticos han sido presentados para explicar el “fenómeno” y ofrecerle “salidas”, sean sanitarias o legales. Pero las actitudes científicas hacia el suicidio han conservado, en diferentes grados, la actitud substancializada y moralista ya presente en el abordaje filosófico, considerándolo como enfermedad, anomalía social o crimen, según el punto de vista adoptado. Es problemática esta concepción de la filosofía como mero antecedente reflexivo de la ciencia, que sugiere que la cuestión del suicidio se resuelve o es mejor tratada cuando se abandona la reflexión filosófica en beneficio de un tratamiento “objetivo”. Al contrario, con eso puede perderse de vista la carne y la sangre de la cuestión misma, en la medida en que vivencias y autodeterminaciones pueden resistir al tratamiento objetivo. La filosofía aún debería ser mantenida como farol crítico del abordaje

científico objetivo mismo. Desde el punto de vista médico y psicológico, el suicidio, o ya sus meras tentativas, ha sido visto como patológico, como enfermedad que precisa de observación, diagnóstico y prevención. La idea de matarse aparecería en personas que atraviesan algún tipo de “crisis”, sea o no orgánicamente apoyada, durante la cual pierden el control de sí mismas (están “fuera de sí”), caen en estados depresivos, pierden el contacto con la realidad (alucinan y son presas de fantasías), y practican autoagresión como consecuencia de ese estado mórbido. Se trata de personas que precisan ser asistidas, como en el caso de cualquier otra enfermedad. Las motivaciones del suicidio suelen vincularse con diferentes manifestaciones de la frustración y la decepción, traducidas en deseos de fuga de una realidad penosa y acceso a una realidad mejor (en donde se reencuentran personas y objetos perdidos) o en deseos de castigo o venganza (afectarse a sí mismo y a los otros). Experiencias de enfermedades orgánicas graves y de pérdida de personas amadas o de objetos muy codiciados (dinero, prestigio social) son detonantes habituales de las tentativas de suicidio estudiadas por la psicología. En el tratamiento psicológico del suicidio, el tema de la depresión, la tristeza y la melancolía aparece como fundamental: en todos los que intentan suicidarse existirían estos elementos, considerados mórbidos y excepcionales, al menos en sus manifestaciones “extremas”. Un ser humano se dice “deprimido” cuando está como acosado por pensamientos lúgubres y visiones de situaciones sin salida, cuando su propia capacidad de reaccionar y de luchar está adormecida o paralizada por la impotencia, el tedio y la decepción. Muchos tratamientos psiquiátricos enfrentan estos cuadros mediante la administración de fármacos funcionales (los famosos “antidepresivos”, que prometen al usuario retirar la enfermedad como “con la mano”). En el psicoanálisis, que presenta una sensible superioridad reflexiva y categorial con relación a las psicologías clínicas usuales, y una visión de la muerte y el morir mucho más sutil y elaborada, los suicidas continúan siendo vistos como casos clínicos y sus problemas analizados en términos de la dificultad que los sujetos tendrían de asumir plenamente la existencia del inconsciente, y mantenerse como sujetos deseantes. El suicidio sería una especie de “desistencia” o de “despido” del sujeto deseante (en el sentido de “ser despedido” o “demitido”), producto de un previo empobrecimiento egoico, dentro de un estado afectivo de “luto”. Este “despido desistente” y “enlutado” es acompañado regularmente por melancolía y depresión, ligados con sufrimiento profundo, cuadro que puede ser objeto de tratamiento

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pecado moral, sino como error. Nietzsche ocupa un lugar especial entre los pensadores que han dicho que sí al suicidio, por ser el filósofo de la total afirmación de la vida (Zaratustra, I. “De la muerte voluntaria”). Él ha permitido ver de forma clara que pensadores favorables al suicidio no deben ser considerados como nihilistas o denigradores de la vida, sino, tal vez, como afirmadores, y que el suicidio puede ser, en determinadas circunstancias, un aspecto de esa afirmación: “Se debería, por amor a la vida, querer la muerte de otra manera, libre, consciente, sin azar, sin sorpresa...” (Crepúsculo de los ídolos, “Incursiones de un intempestivo”, 36). Albert Camus, en las huellas nietzscheanas, ha confirmado esta visión (El mito de Sísifo y la novela La muerte feliz).


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en el sentido de retomar la “causa” del sujeto, y no mediante mera acción farmacológica. El abordaje sociológico: Durkheim. Una cuestión muy relevante para este tipo de tratamiento empírico de las “motivaciones” del suicida –lo que nos lleva naturalmente del abordaje psicológico al sociológico– es la de si las mismas están vinculadas a componentes endógenos e innatas tendencias a estados depresivos, virtualmente conducentes al suicidio, o tan solo a acontecimientos psicosociales exógenos perturbadores, o a ambas cosas. Expresado con categorías modales, se trataría de la diferencia entre un cierto tipo de “necesidad” endógena del estado depresivo presuicidio, o de un encaminarse a él a través del puro dejarse afectar por las “contingencias” del mundo (rechazos afectivos, problemas laborales, oscilaciones económicas y de prestigio, enfermedades graves propias, enfermedades y muerte de personas próximas, etc.). Este “dejarse afectar” parece siempre mediado por la particular receptividad de cada individuo (por aquello que cada individuo es capaz de hacer con esas “contingencias”), lo que impide trabajar con categorías de una universalidad omniabarcante. El depresivo “exógeno” sería una especie de mal administrador de aquellas “contingencias”, alguien que ya no consigue solucionar problemas en el mundo exterior y los transfiere al (o los mantiene en el) plano intrapsíquico, consumiendo una gran parte de su yo y desistiendo de la lucha con el mundo. En su estudio clásico sobre el suicidio –paradigma, hasta hoy, del abordaje sociológico de la cuestión– Émile Durkheim parte de esta diferencia entre lo que él denomina “factores extrasociales” y los “factores sociales” del suicidio, pero poniendo entre los primeros tanto los factores hereditarios e innatos, que él trata con relación a los “estados psicológicos normales”, cuanto los que, genéricamente, él denomina “psicopáticos”. Todos ellos, según sostiene, tienen influencia nula o muy restringida en la cuestión del suicidio. Su tesis central es que el suicidio es un fenómeno vinculado a la constitución y organización de cada forma social. Los factores “endógenos” (orgánicos o psicológicos, como la imitación, que tornaría al suicidio “contagioso”) son insuficientes para explicar el fenómeno. Desde el punto de vista sociológico, el suicidio debe considerarse como un tipo de anomalía social. Sin embargo, Durkheim es cuidadoso en no transformar esa anomalía en una monstruosidad extraña: “[Los suicidios] no constituyen, como se podría creer, un grupo totalmente aparte, una clase aislada de fenómenos monstruosos […] Son tan sólo la forma exagerada de prácticas usuales” (El suicidio. Estudio de sociología, Introducción). Esto lleva a Durkheim a aceptar una noción muy amplia de “suicidio”. Contra el punto de vista médico y psicológico, él

se opone fuertemente a la idea de que el suicida deba ser un alienado mental. “Personas normales” también se suicidan, más tomando en cuenta “causas objetivas”, a diferencia del alienado, llevado por fantasías y delirios (ibíd., cap. 1, II). Utilizando exhaustivamente estadísticas y cuadros sinópticos, el autor muestra amplios grupos de suicidas en donde el factor locura está ausente: “La tasa social de suicidios no mantiene [...] ninguna relación definida con la tendencia a la locura [...]” (ibíd., IV). El primer motivo estrictamente sociológico para el suicidio sería, según Durkheim, el desprendimiento del individuo con respecto a un grupo cohesivo, por ejemplo religioso o familiar: mientras más iniciativa y libertad se deja al individuo, menos amparo e integración le ofrece el grupo (ibíd., cap. 2, IV). La religión, en particular, protege al hombre contra el deseo de destruirse, por ser ella una sociedad cohesiva. La familia constituye otra sociedad en este mismo sentido integrador y preservador (ibíd., cap. 3, II). El segundo motivo sociológico para el suicidio es, si se quiere, contrario al anterior. Así como un déficit de integración lleva al “suicidio egoísta” del individuo aislado, un exceso de integración lleva fácilmente al “suicidio altruista” de aquel que se inmola en nombre de la sociedad que representa, anulándose como individuo (ibíd., cap. 4, I). Las muertes de héroes y guerreros son consideradas como suicidios, siguiendo la noción amplia que fue adoptada antes. Un tercer motivo sociológico de suicidio es la “anomía”, la crisis (económica, familiar, etc.) de una sociedad que deja al individuo confuso y sin puntos de referencia, aun cuando se trate de una crisis de buenos resultados (cap. 5, I). En el abordaje sociológico, el suicidio es visto siempre en función del espacio de acción y decisión que la estructura social deja al individuo. Crítica a los abordajes empíricos del suicidio. El equilibrio siempre inestable entre la estructura mortal del ser y el intramundo, común a todos los humanos, suicidas o no, instaura lo que suelo llamar una condición de “falta de sustentación del ser”, o de su “insuficiencia”, en el sentido de que el “continuar viviendo” necesita siempre algo como un refuerzo muy fuerte (altamente fantasioso) para efectivarse: el ser “no alcanza”. No podemos, simplemente, “dejarnos vivir”, porque, en ese caso, el ser nos mataría instantáneamente: debemos, permanentemente, hacer un gasto de entes suficientemente alto para poder soportar el ser (bien que lo han sabido los torturadores de Alcatraz y otras famosas prisiones del mundo, en donde la mayor tortura no consistía en lesionar el cuerpo del prisionero, sino en simplemente dejarlo solo en una pequeña celda, sin nada para hacer, en contacto con el puro ser, sin entes. Si el ser fuera algo bueno, esto no sería, para un ser humano,

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una familia. Ellas funcionan competentemente como protecciones contra el ser. Durkheim muestra cómo las personas que no tienen estos vínculos están más desprotegidas delante de la posibilidad del suicidio. Suponiendo que esto sea verdad, religión, arte y familia no niegan el carácter problemático del mundo, sino que lo confirman: el mundo es algo que se soporta mejor a través de algún tipo de delirio sustentador (artístico o religioso) y mejor acompañado que solitario (familia). Estas cosas alejan del ser, hunden en los entes, tranquilizan y hacen la vida “llevadera”. Durkheim, de alguna forma, así lo reconoce en las partes más filosóficas de su famoso libro, por ejemplo cuando se refiere a la dificultad que los individuos tienen de “soportar con paciencia las miserias de la existencia” fuera de comunidades cohesivas (El suicidio, cap. 3, VI). “El individuo, por sí solo, no es un fin suficiente para su actividad. Es muy poca cosa. [...] aun cuando sea posible ocultarnos, en cierta medida, la visión de la nada, no podemos impedirle existir; sea lo que sea lo que hagamos, ella es inevitable” (ibíd.). Las tesis principales del libro ya muestran que si los humanos se alejan demasiado de la sociedad, corren el riesgo de suicidarse, pero que si se adaptan demasiado a ella, también; y si la sociedad sufre crisis, el riesgo del suicidio aparece nuevamente. Durkheim acaba mostrando que casi no hay ningún momento social en que el suicidio no esté plenamente motivado, que el “punto no-suicida” es inextenso. Aquí asoma la estructura mortal del ser, en medio de estadísticas y gráficos: a final de cuentas, cualquiera que sea la dirección de la organización social, el suicidio continúa allí, precisamente porque ella no es una posibilidad de tal o cual estructura social, sino una posibilidad de la existencia misma. Si la condición humana es tan trágica como la tradición filosófica siempre la presentó, mucho más que “condenaciones” al suicidio deberíamos tejer elogios y homenajes a los que consiguen continuar. Si matarse no es, casi nunca, heroico, sobrevivir siempre lo es.

Referencias Émile Durkheim. Le Suicide: un étude sociologique, París, PUF, 1960. Maria Luiza Dias. Suicídio. Testemunhos de Adeus, São Paulo, Editora Brasiliense (2ª ed.), 1997.

Muerte, mortalidad y suicidio Julio Cabrera (Brasil) - Universidad de Brasilia Muerte y mortalidad: la “diferencia tanática”. Una evaluación rigurosa de la vida humana no puede ignorar la cuestión de la “mortalidad”, que debe aquí distinguirse de la cuestión de la “muerte”. La dificultad en captar la condición humana en su realidad más radical, parece provenir del hecho

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la peor de las torturas). Nacemos ya en esa radical “falta de autosustentación” que no puede sino constituirse como ocultación y fuga, nunca como algo positivo, sino como reacción. Dentro de este cuadro, el suicidio es una respuesta posible a la falta de autosustentación del ser. En esta línea, quiero terminar dirigiendo algunas observaciones críticas a los abordajes psicológico y sociológico del suicidio, expuestos anteriormente. Los “motivos” de suicidio, estudiados por los tratamientos empíricos (deshonra, venganza, dolor insoportable, etc.), pueden ser vistos como despliegues de la situación estructural (ME, muerte estructural) proporcionada por la “mortaleza”, tanto los estrictamente naturales (enfermedades) como los humanos (desconsideración). No son, pues, puramente “circunstanciales”. La “depresión” o la “desadaptación social” se apoyan, en última instancia, en el gran motivo estructural, desde siempre presente, que hace del suicidio una posibilidad de la existencia al lado de otras. La “depresión”, tan estudiada por psicólogos y psicoanalistas, es particularmente interesante dentro de esta cuestión de las “motivaciones” del suicidio, puesto que, vista estructuralmente, la condición humana debería considerarse como profundamente “deprimente”, siendo enigmático que no nos deprimamos más frecuentemente por causa de ella. Por el contrario, vemos la depresión como una enfermedad eventual, cuando, en verdad, deberíamos verla como una reacción bastante natural hacia la estructura mortal del ser, que constituye nuestra condición en el mundo. Tan solo el poderoso e incansable trabajo de la ocultación del ser, a través de la creación intramundana de valores, impide verlo de esa manera. Siendo así, es discutible lo que a menudo se ha dicho del suicida, en general: que él estaría como “fuera de sí”, sufriendo una “pérdida del sentido de realidad”, alucinado y dominado por “ilusiones y delirios”. Existen, de hecho, suicidas delirantes (y delirantes que no se suicidan), pero esto no puede considerarse definicional. Si la condición humana fue bien descrita en la sección anterior, el propio recurso al delirio y la fantasía (sea que lleven o no al suicidio) también puede estar profundamente motivado en lo real (o en su “falta de sustentación”): es algún aspecto de lo real (del ser-mortal del ser) lo que lleva a la depresión, al fantasear o al suicidio. Para continuar viviendo sí necesitamos, imperiosamente, ilusiones, fantasías y cautelosos distanciamientos de la estructura mortal del ser, para que la misma no nos hiera. Hacemos un literal “entierro del ser” bajo pesadas piedras ónticas (lo que después transforma a la filosofía en un auténtico trabajo de excavación). Entre esas ilusiones, las más eficaces son, posiblemente, las prácticas religiosas, el ejercicio de las artes y la formación de


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de verse la mortalidad, en general, como si fuera un acontecimiento de la vida entre otros (como hacer un viaje a París o elegir una profesión). Pero aunque nuestra muerte sea aquel acontecimiento puntual que decretará nuestro “ya no ser más en el mundo” en una fecha señalable, nuestra “mortalidad” ha tenido otra fecha de inicio, la de nuestro nacimiento. Nacemos-mortalmente de manera inevitable e interna, en el sentido de que nuestro surgir es ya, desde siempre, mortal; no se “tornó mortal” después del surgimiento. A la mortalidad, a diferencia de la “muerte puntual” (MP), la denomino “muerte estructural” (ME) para indicar esta relación interna entre el nacer-mortal y el morir puntualmente. Hay intuiciones en esta dirección ya en los textos clásicos de Séneca (Consolación a Marcia, 10, 17, 21, 22; Consolación a Polibio, 11; Epístolas a Lucilio, 24) y Tito Lucrecio Caro (De Rerum Natura, III, 830-1000), y reencontramos la idea en Heidegger (Ser y tiempo, 48). Llamo “diferencia tanática” a la diferencia entre MP y ME. La superficialidad y carácter sumario del tratamiento de la cuestión del suicidio (y de otras cuestiones vinculadas con la muerte, como la eutanasia) proviene, en gran medida, del hecho de que filósofos, sociólogos, médicos, etc., no han hecho la diferencia tanática (para ellos, hay tan solo muerte puntual, no hay la mortalidad). Sostengo que si hacemos un análisis de la condición humana a partir de la diferencia tanática, comenzaremos a ver la cuestión del suicidio de una manera menos enigmática, morbosa y superficial, en la medida en que seamos capaces de conectar el acto suicida con las motivaciones ontológicas del “matarse a sí mismo”, y no tan solo con las motivaciones circunstanciales ónticas (“cansancio de la vida”, tedio, fracaso profesional, pobreza, todo aquello únicamente vinculado con entes y con la muerte puntual). La muerte como consumación del ser. Siendo que todo cuanto nace, nace dirigido hacia la muerte, toda naturaleza es “mortaleza”; el surgir es ya una orientación hacia el desgaste, la mengua y el fenecer, la MP es la consumación ontológica de una estructura que fue dada en el nacimiento-mortal, y no trae novedades. La muerte no es, pues, interrupción adventicia de un ser “destinado a la vida”, sino la consumación estructural del particular modo de ser del ser-nacido humano. Tal consumación no tiene fecha, ni depende de eventos intramundanos, nunca está atrasada o adelantada, no es prematura ni tardía. (La muerte puede ser prematura, pero no, ciertamente, la mortalidad). El nacer-mortal no significa, simplemente, desaparecer (MP), sino haber sido colocado en el roce y la fricción, desgastarse progresivamente desde el nacimiento, disminuir, desocupar, sufrir disfunciones, deteriorarse. No se trata tan solo de

problemas con la “naturaleza”, sino también con los otros seres humanos que, igualmente “puestos en fricción”, desarrollan siempre relaciones “estranguladas” (en espacios estrechos) unos con los otros, aun cuando sean bien intencionadas. Al nacer, somos colocados dentro de un conglomerado de seres que también tienen que decidir cómo lidiar con la mortalidad de su ser. Esto suele llevar a un aflojamiento de las relaciones morales de consideración mutua, debido a la escasez del espacio de convivencia. La situación mortal coloca a los humanos en un medium ansioso y agresivo, en donde cada minuto cuenta, en donde los otros están, frecuentemente, en nuestro camino, y debemos dispensarlos para poder continuar, en donde una fuerte valorización de sí mismo es indispensable para crear la autoestima sin la cual no conseguiríamos seguir. Así, como Schopenhauer lo vio, el dolor es intrínseco al existir, y se da no solamente en un sentido físico, sino también en el sentido moral de la inhabilitación. El suicidio como realización estructural. Visto en esta perspectiva, un primer pensamiento sobre suicidio como posibilidad de la existencia es que el suicida no trae al mundo nada que ya no esté en él. Tan solo realiza, dentro de un acto determinable, la misma estructura que está allí para ser realizada desde siempre. El suicida no tiene la fuerza de instaurar nada. En la medida en que ME no tiene fecha, tampoco “anticipa” nada. Si estuviéramos realmente “dirigidos a la vida” (como habitualmente se piensa dentro del pensamiento afirmativo vigente), el suicidio sería insurgente, porque perpetraría un acto fuertemente contrario a la dirección normal de las cosas. Creo, por otro lado, que si fuera así, si estuviéramos realmente “dirigidos a la vida”, posiblemente no habría tantos suicidios, o no los habría en absoluto. En nuestro mundo, por el contrario, los hay en tan alto número precisamente porque ellos constituyen una posibilidad del existir perfectamente sintonizada con la dirección mortal de nuestras vidas, dada la conexión interna entre el nacer-mortal y MP. El suicidio como rechazo de la producción mortal de los valores. Un segundo pensamiento es el siguiente: en la habitual perspectiva óntica, los valores humanos (religiosos, artísticos, científicos, etc.) son celebrados como algo que surge después del nacimiento y dura hasta nuestra muerte (entendida como MP), pero nunca es objeto de evaluación el propio hecho de que seamos obligados a crear esos valores entre dos plazos (deadlines, en la feliz expresión inglesa), el de nuestra muerte y el de nuestra mortalidad, y no siendo libres para no crearlos. En este contexto, claro que cualquier idea de “matarse a sí mismo” debe verse como “enigmática” o patológica: ¿Cómo alguien podría

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El suicidio como ruptura de un equilibrio inestable. Un tercer pensamiento es que la motivación ontológica del suicidio tiene que ver con la ruptura de un equilibrio siempre inestable en cualquier ser humano: el equilibrio entre la estructura mortal del ser y la creación intramundana de valores. Cualquier ser humano acepta vivir mientras la creación intramundana de valores predomine clara y expresivamente sobre la estructura mortal de su ser, y piensa en el suicidio, de manera normal y plausible, cuando el equilibrio se rompe en la otra dirección; en los casos extremos, hoy exhaustivamente estudiados por la bioética, de plena consumación del ser-mortal (enfermedades terminales dolorosas e irreversibles) y total imposibilidad de continuar creando valores en el intramundo, una enorme cantidad de personas (tal vez la mayoría) piensa plausiblemente en “matarse a sí mismo”, o en permitir que alguien lo mate. Esto no es patológico (como sostiene la posición antisuicida) ni excepcional (como cree la posición prosuicida), sino la reacción más natural y comprensible delante del total predominio de la estructura-mortal, ganada al nacer, sobre la capacidad de ocultación de la mortalidad, definitivamente lesionada. Vida buena, amor a la vida y suicidio. Como ya he mostrado en la “galería nihilista”, la idea de que la vida humana es “buena” (“a pesar de todo”, como sombríamente se dice) es altamente problemática, y enigmática ella misma. Posiblemente se generó a partir de la constatación de la bondad de los valores que los humanos somos capaces de crear, con mucho esfuerzo y poca recompensa, dentro de un intramundo siempre acuciado por la mortalidad del ser. En la curiosa idea de que la vida es “buena”, ya se contabiliza la indispensable contribución humana, como reacción a un elemento negativo estructural que no entra en la evaluación. Como consecuencia de esto, también es problemática la idea intuitiva y corriente de que los humanos quieren continuar viviendo porque “aman la

vida”. Es difícil entender cómo esto sería posible si la vida es desde siempre la búsqueda ansiosa de un equilibrio inestable, y tal vez imposible, entre la estructura mortal del ser y la creación intramundana de valores. ¿Cómo se podría “amar” o querer perpetuar esta ansiedad y esta inestabilidad? También aquí es necesaria alguna forma de genealogía de la idea vulgar: se ha confundido la ansiedad o avidez con que los humanos se agarran a la vida con un aprecio de su “valor”, o con una forma de “amor”. Pero podemos aferrarnos ansiosa y desesperadamente a algo sin reconocerle un valor ni sentir amor por ello. (Aquí, expresiones como “hambre de vivir” o “sed de vivir” parecen más apropiadas que “amor a la vida”). Este es el ambiente existencial en donde muchas personas deciden continuar viviendo y muchas otras deciden suicidarse. Un ambiente mucho menos acogedor que el que habitualmente se nos presenta, y cuya descripción puede ayudar a disminuir la distancia y el extrañamiento entre “suicidas” y “no-suicidas”, y criticar su sustancialización.

Referencias V. Cosculluela. The Ethics of Suicide, New York, Garland, 1995. - Edwin Schneidman. The Suicidal Mind, New York, Oxford UP, 1996. - Julio Cabrera. Crítica de la moral afirmativa, Barcelona, Gedisa, 1996. - André Comte-Sponville. Impromptus, París, PUF, 1996. - Thomas Nagel. Mortal Questions, Cambridge, Cambridge University Press, 1985 (7a ed.). - Peter Singer. Rethinking Life and Death, New York, St. Martin’s, 1994 (traducción española, Repensar la vida y la muerte, Barcelona, Paidós, 1997). - Thomas Szasz. Fatal Freedom: The Ethics and Politics of Suicide, Syracuse, Syracuse University Press, 2002.

Homicidio piadoso consentido Luis Guillermo Blanco (Argentina) - Colegio de Abogados de Santa Fe Homicidio piadoso, eutanasia y suicidio asistido. Conceptuar al homicidio piadoso, pietístico, por piedad o por compasión –también llamado homicidio misericordioso o altruista– (que es una figura de derecho penal) y atender a sus consecuencias jurídico-penales, especialmente cuando es consentido, requiere diferenciarlo claramente de la eutanasia y del suicidio asistido. De conformidad con los conceptos dados por las asociaciones que defienden su práctica y por las leyes que la contemplan (v. gr. Holanda), reservamos el nombre de eutanasia –única y exclusivamente– para la acción médica con la cual se pone fin en forma directa a la vida de un enfermo próximo a la muerte y que así lo solicita, para lograr de este modo dar término a los padecimientos (dolor, sufrimiento, angustia) de su agonía. En otros términos, la eutanasia significa la provocación de la muerte, efectuada

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justificadamente eliminarse en medio de los ruidosos placeres del intramundo? Pero la motivación suicida no tiene que ver con ellos, sino con aquello que obliga compulsivamente a crearlos. El suicida no es alguien que dice: “No me agradan los valores intramundanos”, sino más bien alguien que dice: “No me agrada continuar creando, bajo estas condiciones, los valores intramundanos que tanto me agradan”. No son los valores lo que él rechaza, sino su producción mortal. Es la fuente lo que se seca en el acto suicida, no el manantial que fluye de ella. Es posible amar intensamente la vida y los valores que en ella seamos capaces de crear, y, al mismo tiempo, detestar la idea de que ellos (la vida y los valores) deban ser inexorablemente carcomidos y finalmente destruidos.


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por un trabajador de la salud (frecuentemente un médico), de un paciente portador de una enfermedad que le acarreará la muerte próxima (pudiendo contarse en horas o días en los casos agónicos o moribundos y en semanas o meses en los que estilan ser denominados como “terminales”), a su requerimiento (su voluntad explícita en tal sentido) y en su propio beneficio (evitar un deterioro de la calidad de vida o un padecimiento que ese paciente no desea soportar), por medio de un procedimiento absolutamente seguro en cuanto a que su aplicación producirá el resultado esperado en un tiempo mínimo y sin provocar sufrimiento: la administración de un veneno o una droga en dosis tóxica mortal (de ordinario, una inyección letal). Con ello, quedan excluidos del concepto de eutanasia tanto la negativa informada de un paciente a una práctica médica aconsejada que podría preservar su vida, como la abstención y el retiro de medios de soporte vital –temperamentos mal llamados “eutanasia pasiva” voluntaria e indirecta (expresión impropia que, por ser de estilo, en ocasiones empleamos para que se entienda acerca de qué estamos hablando, tal como lo hicimos en la voz “Morir con dignidad”)–. En tanto que, si no se prestase arbitrariamente (dolosa o culposamente, por impericia o negligencia) a un paciente un tratamiento disponible cualquiera, ordinario, proporcionado o debido, no corresponde hablar aquí de eutanasia “por omisión” (indirecta e involuntaria: para el paciente), sino que estaremos ante un delito de abandono de persona o de homicidio culposo o doloso. En cambio, en la ayuda o asistencia al suicidio (que es un delito penal) es el propio interesado, sano o enfermo –en este último caso, sea que lo aqueje o no una enfermedad en estadio terminal–, quien recurre a medios letales para suprimir su vida (v. gr. un arma blanca, un “cóctel lítico”), los cuales le son proporcionados por otra persona, siendo punible esta última por haber cooperado con actos necesarios para la consumación de esa muerte –v. gr. el conocido caso de Ramón Sampedro: una persona tetrapléjica que se suicidó mediante la ingesta de veneno, que le fue allegado por otra persona (España, 1998)–. En tanto que en el suicidio asistido por un médico (o suicidio médicamente asistido: SMA), es este último quien pone al alcance del paciente el mecanismo o la droga necesaria para provocar la muerte que es finalmente instrumentada por el mismo paciente (v. gr. el empleo del aparato llamado “Merictron”, ideado por Jack Kevorkian). No obstante, en algunas legislaciones, ante la petición expresa de una persona que sufre una enfermedad grave que lo llevará necesariamente a su muerte, o que le produjo graves padecimientos permanentes e insoportables, la pena para el autor de ayuda al suicidio resulta atenuada.

La figura penal del homicidio piadoso. El homicidio piadoso –matar a otro para liberarlo de un padecimiento insoportable–, que es un delito doloso, parte del concepto de homicidio para atenuar la sanción o despenalizarlo en tales circunstancias. Se encuentra contemplado como homicidio atenuado en Perú (Código Penal, artículo 112: “El que, por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente para poner fin a sus intolerables dolores, será reprimido con pena privativa de libertad no mayor de tres años”); Costa Rica (Código Penal, artículo 116: “Se impondrá prisión de seis meses a tres años al que, movido por un sentimiento de piedad, matare a un enfermo grave o incurable, ante el pedido serio e insistente de éste aun cuando medie vínculo de parentesco”), y Paraguay (Código Penal, artículo 106: “El que matare a otro que se hallase gravemente enfermo o herido, obedeciendo a súplicas serias, reiteradas e insistentes de la víctima, será castigado con pena privativa de la libertad de hasta tres años”). El Código Penal del Uruguay lo contempla como causa de no punibilidad: los jueces tienen la facultad de exonerar de castigo (perdón judicial: artículo 127) “al sujeto de antecedentes honorables, autor de un homicidio efectuado por móviles de piedad, mediando súplicas reiteradas de la víctima” (artículo 37). Más allá de sus términos imprecisos (v. gr. un enfermo de diabetes es “incurable” pero no por ello “terminal”), en todos estos supuestos, la ley requiere el pedido del afectado que sea un enfermo “incurable” –que además debe padecer dolores– (Perú), o “grave o incurable” (Costa Rica), y que el afectado se “hallase gravemente enfermo o herido” (Paraguay). Luego, no necesariamente ha de tratarse de una persona que se encuentre agónica o en el estadio terminal de su enfermedad, extremos estos últimos que no son requeridos por el Código Penal uruguayo en cuyo tipo penal (al igual que los anteriores) quedaría comprendida una persona cuadripléjica. Por consiguiente, dada la amplitud de dichos tipos penales, la diferencia con la eutanasia es evidente. Y en el supuesto en que en tales países aconteciese una práctica eutanásica en sentido estricto, este acto quedará comprendido en la figura penal referente al homicidio piadoso. Tampoco cabe confundir, además, el homicidio piadoso con el homicidio a petición (también llamado homicidio a ruego), pues el primero puede tipificarse como tal sin necesidad de pedido del afectado. El segundo, en tanto, no necesariamente requiere que aquel padezca alguna enfermedad o las consecuencias de un accidente, ni que sufra dolores físicos. Por ejemplo, el artículo 216 del Código Penal alemán lo contempla en los siguientes términos: “1. Si el autor ha sido determinado a realizar el homicidio por la petición expresa y seria de quien es muerto, se

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El caso del homicidio piadoso en Colombia. El artículo 326 del Código Penal de Colombia dispone que: “El que matare a otro por piedad, para poner fin a intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave o incurable, incurrirá en prisión de tres meses a seis años”. De su simple lectura resulta que este precepto punitivo no requiere el pedido ni el consentimiento del sujeto pasivo (la “víctima”) para que se tipifique tal delito, cuya escala penal es menor a la establecida para el homicidio simple (artículo 323: de diez a quince años de prisión) y obviamente para el homicidio calificado por “circunstancias de agravación punitiva” (artículo 324: de dieciséis a treinta años de prisión). También se observa que contempla tres casos diferentes: falta de expresión de voluntad de la víctima, su oposición a ser asesinado, y su solicitud y consentimiento para que lo hagan morir. Pero esa distinción resulta relevante a los fines de la graduación del monto de la condena a imponer por el órgano jurisdiccional interviniente en cada caso. Esa condena, apriorísticamente, podría o debería ser mínima en caso de petición y anuencia –la primera implica, de cierta forma, la prestación de la segunda– del sujeto pasivo, y prudentemente merituada en caso de silencio suyo, según las circunstancias del caso. Esto nos permite dudar de la virtualidad de esta norma en caso de que el homicidio piadoso se cometiese en contra de la voluntad de la víctima –es decir, en contra de su autonomía decisoria y de su dignidad, caso este último en el cual nos parece que la conducta del homicida merecería una distinta consideración penal–. Como la eutanasia siempre es voluntaria –con lo cual se descarta tanto el silencio del afectado como su oposición a tal práctica–, y siendo además que dicho artículo 326 comprende claramente otros casos (v. gr., si por

causa de un accidente de tránsito un conductor quedase aprisionado en su automóvil, entre fragmentos metálicos, inconsciente, mutilado y calcinado, pero vivo, y alguien lo matase con algunos disparos de un arma de fuego, la tipificación del homicidio piadoso se encuentra fuera de duda), es también aquí clara la diferencia entre la primera y el homicidio piadoso. Ahora bien, en su sentencia del 20/05/1997 (plena de imprecisiones conceptuales, tales como equiparar la “eutanasia activa indirecta” a los cuidados paliativos, circunscribiéndolos a la narcosis, etc.), la Corte Constitucional de Colombia, además de declarar la exequibilidad (constitucionalidad) de dicho artículo 326, otorgando una especial relevancia a la voluntariedad y al consentimiento informado dado por un enfermo lúcido, en estadio terminal y acosado por dolores y sufrimientos insoportables, a una práctica eutanásica por él requerida (no así, curiosamente, al dado por ese automovilista accidentado de nuestro ejemplo, condenado a una muerte cruel), estableció que, conforme a la reinterpretación de la normativa penal que la Constitución de 1991 obligaba a efectuar, no puede haber oposición a la decisión y solicitud expresa de ayuda para morir formulada por un paciente “terminal”, elevándola a causal de atipicidad si el sujeto activo es un médico. Por lo cual en tales circunstancias no existe responsabilidad para el médico que acoja tal petición, ya que su conducta resulta justificada y queda desincriminada de dicho artículo 326. De tal modo que, a la fecha, en Colombia continúa rigiendo una norma penal referente al homicidio piadoso, en tanto que, en los términos arriba apuntados, la eutanasia (en sentido estricto) queda al margen de tal precepto y constituye un hecho lícito. En otras legislaciones –como la argentina, que no contempla el homicidio piadoso–, la eutanasia stricto sensu y el homicidio por piedad (solicitado o no) quedan comprendidos en el tipo penal del delito de homicidio (artículo 79 y ss., Código Penal), y el suicidio asistido –por un médico o no– quedaría punido por la figura del artículo 85 del Código Penal (instigación o ayuda al suicidio). Tales hechos, sin embargo, podrían llegar a configurar el tipo atenuado del homicidio en estado de emoción violenta (artículo 81, inc. 1°), debiendo considerarse siempre las circunstancias atenuantes y los motivos que determinaron al autor, así como también sus circunstancias personales (artículos 40 y 41, inc. 2°), a los fines de la determinación del tiempo de la condena, en su caso. Y ello en cuanto y en tanto se inicie la investigación penal del caso, puesto que sin denuncia no hay ni proceso ni, es obvio, sentencia de condena (o absolutoria). Es así que en Colombia han acontecido algunos casos de homicidio por móviles piadosos (v. gr., cuando la tragedia

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impondrá una pena privativa de la libertad de seis meses a cinco años. 2. La tentativa es punible”. Siendo que este precepto solo requiere que la petición expresa de la víctima sea “seria”, esto es, bien reflexionada y dotada de fundamentos aceptables. Por lo cual comprendería el caso de una persona físicamente sana para quien la vida, por el motivo plausible que fuera, ha perdido todo sentido. El artículo 257 del Código Penal de Bolivia, referente al homicidio piadoso, corrobora lo hasta aquí expuesto: “Se impondrá la pena de reclusión de uno a tres años, si para el homicidio fueren determinantes los móviles piadosos y apremiantes las instancias del interesado, con el fin de acelerar una muerte inminente o de poner fin a graves padecimientos o lesiones corporales probablemente incurables, pudiendo aplicarse la regla del artículo 39 (atenuantes especiales) y aun concederse excepcionalmente el perdón judicial” (contemplado en el artículo 64).


ferroviaria de Alpatacal, en 1927) de los que no se instruyó proceso alguno. De este modo queda claro que sin perjuicio de lo que éticamente pueda considerarse con respecto al homicidio piadoso, su tipicidad dependerá en definitiva de su contemplación –o no– por el ordenamiento jurídico del país de que se trate, como que es aquí la ley la que ha de indicar cuándo y en qué condiciones puede darse –o no– ese tipo penal (o efectuarse lícitamente una práctica eutanásica o un suicidio médicamente asistido). En general, en materia de homicidio piadoso, desde el momento en que el afectado solicita que lo maten y el autor del hecho así lo hace, puede decirse válidamente que se trata de un homicidio piadoso consentido, sea que esto último se efectúe en el marco de una situación propiamente eutanásica o no. Y abstracción hecha de que en ocasiones se practique (aún veladamente) la eutanasia, lo cual, de no trascender al ámbito jurídico, quedará en la conciencia de sus partes actoras. Un ejemplo histórico de ello es la muerte de Sigmund Freud, pues fue su médico particular (Max Schur) quien le inyectó las dosis mortales de morfina tal como lo habían acordado años antes previniendo que la situación que padeciera Freud (un cáncer de mandíbula, 33 operaciones, 16 años de dolor, a la fecha de su muerte el 23 de septiembre de 1939) lo tornase necesario. Lo fue y fue un acto eutanásico. Habría sido un homicidio piadoso consentido si la ley lo contemplase como tal, y un homicidio en caso contrario.

Referencias Roberto Arribère e Isabel del Valle. “La eutanasia y la necesidad existencial de la muerte”, en Luis G. Blanco (comp.), Bioética y Bioderecho. Cuestiones actuales, Buenos Aires, Editorial Universidad, 2002, pp. 377-408. - Luis G. Blanco. “Homicidio piadoso, eutanasia y dignidad humana”, Buenos Aires, Revista Jurídica La Ley, tomo 1997-F, pp. 509-527. - Carlos R. Gherardi. “Eutanasia”, en Medicina, Vol. 63, Buenos Aires, Sociedad Argentina de Investigaciones Clínicas, 2003, pp. 63-69. - Günther Jacobs. “Sobre el injusto del suicidio y del homicidio a petición”, Bogotá, Ed. Universidad Externado de Colombia, 1996. Luis F. Niño. “Eutanasia. Morir con dignidad. Consecuencias jurídico-penales”, Buenos Aires, Editorial Universidad, 1994.

Eutanasia

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Leo Pessini (Brasil) - Centro Universitario São Camilo Sobre el significado del concepto. Una profundización ética de la eutanasia que vaya más allá de argumentaciones simplistas a favor o en contra exige que se consideren algunos criterios éticos fundamentales implicados cuando se aborda la cuestión a partir de la realidad en que la vida humana acaece, en el caso específico de América

Latina. Es necesario discernir algunas pistas que implementen celo, protección de la dignidad humana, como también instituir en la práctica médica una acción que respete la persona humana en su dignidad y que no considere la dimensión física como un “absoluto biológico”. Emerge aquí una búsqueda de entendimiento de la dignidad de morir y también una protección contra un hipertecnicismo que gana cada vez más fuerza y que degrada la vida humana. Es importante subrayar que, subyacente a toda esa problemática, se pregunta qué se entiende cuando se habla de eutanasia. Ese concepto ha pasado por un cambio de significación semántica a lo largo de los siglos. Se puede constatar una gran confusión en lo que se refiere al significado del concepto de eutanasia. Entendida como la ayuda atenta que el médico atento prestaba al paciente en fase terminal proporcionándole una “buena muerte” en toda la Antigüedad, a partir del Renacimiento y más específicamente después la difícil experiencia de la Segunda Guerra Mundial adquirió un significado negativo, como abreviación o interrupción de la vida humana. En la literatura especializada se hace la distinción entre eutanasia voluntaria, directa, positiva y activa, por un lado, siempre temida (legalizada en Holanda y en Bélgica en 2002 y el suicidio asistido legalizado en Suiza y en el estado de Oregon, Estados Unidos) y, por otro lado, eutanasia pasiva, indirecta o negativa, comúnmente aceptada. La tendencia actual es de reservar el término eutanasia para caracterizar específica y solamente las situaciones especialísimas en que voluntariamente se acorta la vida, en situaciones intolerables de dolor y de sufrimiento. Todas las otras situaciones de fin de la vida deberían ser discutidas bajo la llave de lectura de “morir en paz y con dignidad”. Los elementos del debate y su contexto. La eutanasia es uno de los grandes desafíos, entre los temas ligados al final de vida digno, de la bioética en la contemporaneidad. Vista desde el contexto sociohistórico y cultural de la realidad en que gana cuerpo y es debatida, entran en escena varios elementos, que se superponen mutuamente, entre los cuales subrayamos: a) El proceso del morir: pasamos históricamente de una convivencia pacífica, de una actitud de aceptación de la muerte, a la negación sistemática de la misma. Los profesionales e instituciones de salud cumplen rigurosamente su papel de preservar la vida, luchando con virtud contra el “enemigo” muerte. Esta siempre es una presencia incómoda, reveladora de un límite frente al cual el ser humano se siente impotente y es siempre vencido. El paciente que ya no tiene más posibilidades terapéuticas es en gran parte marginado por ser un recuerdo vivo de la contingencia y de la mortalidad humanas. El rechazo de reconocer la muerte como parte de la

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vez? ¿La persona humana no tendría el derecho de decir algo sobre esto? ¿Por qué no hablar sobre el derecho de morir si defendemos tanto el derecho de vivir? Son las cuestiones que aparecen inevitablemente. La dimensión social, política y económica. Pensar la cuestión de la eutanasia desde la perspectiva ética del mundo pobre y subdesarrollado nos conduce a la ampliación del horizonte de comprensión de la cuestión. Es preciso posicionarse en una perspectiva dialéctica de mirar la vida en la malla de fuerzas ideológicas antivida en que se sitúa, y rescatar la dimensión de la alteridad en el nivel de los presupuestos éticos. Más allá del mundo médico-hospitalario, de discusión sobre casos extraordinarios llevados al conocimiento del público por los medios de comunicación, se abre la dimensión sociopolítico-económica. No se trata de negar la cuestión en el nivel médico-hospitalario. El mundo desarrollado ya proporciona condiciones básicas de vida para la gran mayoría de la población, y la reivindicación más importante se refiere a la humanización del morir. Se trata de repensar la dignidad de la vida humana no solamente como un grito por la dignidad en el adiós después de una larga vida disfrutada, sino el rescate urgente de la dignidad del vivir. Entendiéndose eutanasia como abreviación de la vida frente a una situación intolerable de dolor y de sufrimiento sin perspectivas, en América Latina se abre un espacio para el cuestionamiento ético del porqué de tantas muertes precoces e injustas, lo que podríamos caracterizar como una verdadera mistanasia. En este mundo, vivir no es todavía disfrutar la vida plenamente sino luchar constantemente contra la muerte en una supervivencia sufrida en la cual el fin (la muerte) está muy próximo del inicio (nacimiento). Y el contraste de la muerte en la vejez en el mundo rico y la muerte en la infancia en el mundo pobre, en el cual la reflexión ética se amplía de la “muerte de algunos” a la “muerte de millones”. Se trata de encender nuevamente la sensibilidad ética, que se traduce en una “indignación”. Antes que preocuparse prioritariamente con la inevitabilidad de la muerte como un dato de la naturaleza humana, urge rescatar el derecho a la vida, expresado en el derecho de gozar de salud plena. En otras palabras, se trata de ver la calidad de la vida antes de ver la calidad de la muerte. Antes que se acepte tranquilamente la inevitabilidad de la muerte y de trabajar con los problemas que rodean esa realidad, lo que se hace en el mundo desarrollado e industrializado, deberíamos luchar para asegurar las condiciones básicas de afirmación de la vida en los así llamados países en vías de desarrollo. El significado de la expresión calidad de vida se diferencia en su contenido, según sea aplicada a los países ricos o a los pobres.

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vida tiene como consecuencia el abandono y la exclusión de aquellos que más de cerca nos recuerdan el fin, las personas más viejas, los portadores de deficiencias y los pacientes terminales. b) Los avances tecnocientíficos en el campo de la medicina y de la salud: estos intervienen profundamente en la vida humana, desde antes del nacimiento hasta el momento de morir, creando desafíos jamás vistos en la historia humana. Desde esos avances ha quedado obsoleta la definición tradicional de la muerte como cesación de las actividades cardiorrespiratorias y se introdujo el concepto de muerte encefálica. Afirmar que alguien está muerto no es tan fácil y evidente como lo era antes; ahora son necesarios aparatos específicos (electroencefalograma) y especialistas (neurólogos). La muerte pasó a ser medicalizada y definida como un fenómeno eminentemente técnico. La ciencia médica pasó a detentar un poder y un saber que pueden prolongar la vida y posponer la muerte de manera indefinida y, muchas veces, termina solo por prolongar un penoso proceso de sufrimiento y de agonía, más que la “vida” propiamente. La prolongación extraordinaria de la vida, posible por medios técnicos, provoca el surgimiento de la reivindicación de la eutanasia frente a la obstinación terapéutica. El antiguo pedido de los agonizantes “Sálveme, doctor” se ha transformado en “Sálveme de los aparatos, doctor”. La muerte pasó a ser tratada como si fuera una enfermedad para la cual hay que encontrar la cura, olvidándose que podemos ser curados de una enfermedad clasificada como “mortal” en el actual estadio de la humanidad, pero no de nuestra mortalidad. c) La abolición del dolor y la búsqueda de un sentido de la vida en situaciones de dolor y de sufrimientos intolerables: es una cuestión crucial en la contemporaneidad. Por eso surgen las Asociaciones de Derecho de Morir con Dignidad (anteriormente denominadas asociaciones de eutanasia), por un lado, y se implementa la filosofía de cuidados paliativos y hospices en muchos países, que reivindican, por diferentes caminos, el derecho a morir con dignidad, revelando con eso una cierta desmedicalización de la muerte y una reapropiación del proceso de morir por parte de los vivos. Ejemplos de eso son las declaraciones de derechos de los pacientes terminales ya existentes en muchos países y también el testamento en vida que establece directivas de tratamiento que deben ser seguidas en el caso de que el paciente llegue al estadio terminal. Podríamos preguntarnos: ¿por qué morir se convirtió en una indignidad en esta realidad? El problema que aparece es la presencia del dolor y del sufrimiento intolerable en una sociedad anestésica que busca eliminar toda y cualquier posibilidad de sufrimiento. ¿Hay sentido en sufrir inútilmente? ¿No es mejor morirse de una


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En los países ricos se trata de prolongar la expectativa de vida y combatir la muerte; hacer la muerte más aceptable y confortable (existen para eso los especialistas llamados tanatologistas) y luchar contra la contaminación ambiental provocada por la superproducción industrial. En los países pobres, la lucha no es tanto por vivir más, sino por cómo sobrevivir. Hablar de calidad de vida es luchar contra la muerte precoz e injusta causada por la pobreza, por la exploración y por la falta de recursos y de asistencia a la salud. Es necesario cultivar la sabiduría de integrar la muerte a la vida, no como una intrusa indeseada o enemiga temida, sino como parte integrante de esa misma vida, expresión de la contingencia y de la finitud de la naturaleza humana. La muerte no es una enfermedad y no debe ser tratada como tal. De no seguirse este camino, corremos el riesgo de tener una medicina tecnológica siempre menos respetadora de la dignidad humana, para convertirse en una obsesión tecnicista de tratar asuntos eminentemente éticos como si fueran técnicos. Aceptar, sí, la contingencia, pero rechazar las muertes que son resultado de la injusticia y del empobrecimiento, que siegan impiadosa y silenciosamente la vida de miles de personas, reduciendo no solamente la vida a una “muerte infeliz”, sino, antes de eso, a una supervivencia sufrida materializada en cuerpos esqueléticos desfigurados, verdaderos muertos vivos. Convivimos, en América Latina, con centros que disponen de la tecnología más desarrollada del planeta, con cirugías de trasplantes de elevadísimo coste que benefician a una pequeña elite y que “salva a algunos”, al mismo tiempo en que vemos pasivamente la muerte “evitable” de miles de niños causada por el hambre, por sarampión, tuberculosis, malaria, deshidratación, diarrea y otras enfermedades ya erradicadas en el mundo desarrollado. Estamos delante de un verdadero infanticidio sin que se oiga siquiera un sonido de protesta de esas víctimas inocentes, a no ser el silencio ruidoso de las miles de cruces de las humildes sepulturas de abundantes cementerios existentes en todo el continente latinoamericano. En ese sentido, los más candentes problemas éticos en el mundo de la salud latinoamericana no están vinculados prioritariamente a la tecnología sino a la justicia social, al nivel de acceso y de distribución equitativa de los recursos básicos de vida y de salud que garantizan una vida digna. El que existan enfermos a causa de la limitación de la naturaleza humana es algo inevitable y comprensible y debemos utilizar todos los recursos técnicos y humanos para tratarlos con dignidad. No podemos, sin embargo, mantenernos indiferentes y pasivos frente a los que se enferman debido a la pobreza que margina y condena al latinoamericano a morir “antes del

tiempo”. El tema de la eutanasia evoca, por tanto, la “muerte infeliz”, vida abreviada de millones de latinoamericanos, muerte individual sin duda, pero que gana proporciones multitudinarias. Una verdadera mistanasia. Este sería el concepto más adecuado para sustituir el de “eutanasia social”, que ya fue difundido en los medios de comunicación. Al mismo tiempo, se trata de un grito no solamente por la dignidad de morir, una vez que morir tan precozmente es una indignidad, sino también por la dignidad de vivir plenamente. La muerte infeliz evoca el vivir infeliz, el vivir sufrido y excluido. Hablar de esto es hablar de la vida abreviada. ¿No sería una hipocresía gritar solamente por la dignidad en el adiós si toda la vida, tenazmente llevada adelante en una supervivencia sufrida, fue una indignidad?

Referencias Alastair V. Campbell. “Eutanásia e o princípio de justiça”, en Bioética, Revista do Conselho Federal de Medicina, Brasilia, Vol. 7, Nº 1, 1999, pp. 49-57. - E. J. Cassel. The Nature of Suffering and the Goals of Medicine, New York, Oxford University Press, 1991. - Diego Gracia. Historia de la eutanasia, en Xavier Gafo (ed.), La eutanasia y el arte de morir – Dilemas éticos de la medicina actual, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, 1990, pp. 13-20. - John Keown (ed.). Euthanasia examined: ethical, clinical and legal perspectives, United Kingdom, Cambridge University Press, 1995. - Leonard Martin. “Eutanásia e distanásia”, en S. I. Ferreira Costa, V. Garrafa, G. Oselka (orgs.), Introdução à bioética, Brasilia, Conselho Federal de Medicina, 1998. - Leo Pessini. Eutanásia: Por que abreviar a vida?, São Paulo, Editora do Centro Universitário São Camilo/ Edições Loyola, 2004. - Leo Pessini. Distanásia: até quando prolongar a vida?, São Paulo, Editora do Centro Universitário São Camilo & Edições Loyola, 2002. - Leo Pessini, Luciana Bertachini. Humanização e cuidados paliativos, São Paulo, Editora do Centro Universitário São Camilo/Edições Loyola, 2004.

Morir con dignidad Luis Guillermo Blanco (Argentina) - Colegio de Abogados de Santa Fe El derecho a rechazar tratamiento. Dado que en algunos discursos éticos y/o jurídicos la expresión “morir con dignidad” suele emplearse aludiéndose (o confundiéndose) a la virtualidad del rechazo efectuado por un paciente “desahuciado” a determinadas prácticas médicas, comenzaremos intentando clarificar esta temática. Supongamos que se diagnostica cáncer a una persona. Su médico de cabecera le informa de ello y le indica que deberá comenzar un tratamiento combinado de quimioterapia y radioterapia. El paciente, civilmente capaz y bioéticamente competente, le responde: “No, doctor, gracias, prefiero tratarme con el método Hansi”. A este temperamento llamamos disidencia terapéutica: ante una determinada propuesta de tratamiento que el médico considera

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Fe, artículo 19: “Nadie puede ser obligado a un tratamiento sanitario determinado, salvo por disposición de ley que en ningún caso puede exceder los límites impuestos por el respeto a la persona humana”) y otros tales contenidos en diversas leyes de ejercicio de la medicina o de derechos del paciente (recordemos que según el sistema constitucional argentino –organización institucional federativa– dichas leyes son locales, pues su dictado no constituye una facultad delegada por las provincias o por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires [CABA] al Estado Federal, sino una facultad reservada de las primeras). Así sucede con el artículo 6º, inc. b), de la ley 153 (Ley Básica de Salud) de la CABA, que coloca como obligación del paciente “firmar la historia clínica, y el alta voluntaria si correspondiere, en los casos de no aceptación de las indicaciones diagnóstico-terapéuticas”, precepto del cual resulta a las claras dicho derecho. Y también con el artículo 2º, inc. j), de la ley 3076 (de Derechos del paciente) de la provincia de Río Negro, que contempla el derecho de todo paciente a “rechazar el tratamiento propuesto, en la medida en que lo permita la legislación vigente, luego de haber sido adecuadamente informado, incluso de las consecuencias médicas de su acción” (negativa informada). Derecho a morir con dignidad. En ocasiones, el ejercicio del derecho a rechazar un tratamiento puede llevar a la muerte del paciente, a quien también le asiste el derecho a morir con dignidad –que es un derecho distinto del primero por definición, por contenido y por su télesis y por ello se encuentra previsto en normas legales específicas–. Con la expresión “morir con dignidad” se alude a la exigencia ética que atiende a la forma de morir –acorde con la dignidad humana– y al derecho con el que cuenta todo ser humano para elegir o exigir, para sí o para otra persona a su cargo, una “muerte a su tiempo”, es decir, sin abreviaciones tajantes (eutanasia) ni prolongaciones irrazonables (distanasia) o cruelmente obstinadas (encarnizamiento o ensañamiento médico). Dicho “encarnizamiento” nada tiene de “terapéutico” ya que es un proceder siniestro, inmoral y antijurídico que es constitutivo de mala praxis médica y de responsabilidad jurídica. El proceso de morir “a su tiempo” concreta esa muerte “correcta” que resultará de la propia patología que el sujeto padece y de su grado de evolución con la atención que merece y, en su caso, con la abstención o supresión de todo acto médico fútil y como tal carente de sentido y de justificación médica, ética y jurídica. Pero ante la inminencia de la muerte del paciente deberán prestarse los cuidados paliativos que requiera. Es un error pensar que la muerte es un episodio aislado del contexto de una enfermedad crónica potencialmente incurable. Antes de la muerte hay una etapa larga en la vida del paciente, periodo durante el

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como la más efectiva, el paciente –por sus propias razones– opta por otro tratamiento, convencional o no, que reputa mejor o más adecuado para él. Nada distinto acontece cuando se indica una transfusión de sangre a un testigo de Jehová, que no la acepta pero admite –si su estado clínico lo permite– el suministro de expansores sanguíneos. Puede decirse que, en ambos casos, uno y otro paciente “rechazan” un tratamiento, o bien, que formulan una “negativa” a someterse al mismo. Pero lo cierto es que se niegan a prestarse a un tratamiento determinado y eligen otro, sea por conocer con antelación las alternativas médicas disponibles y sus posibles efectos o porque –como corresponde– su médico tratante les informó de ellas. Pero también puede acontecer que un paciente rechace algún tratamiento específico que médicamente se considera indispensable para que la enfermedad que padece no evolucione, y aun para preservar su vida, al carecerse de alternativas terapéuticas, o bien, que se niegue a prestarse a todo tratamiento: aquí estamos ante una negativa al tratamiento propiamente tal, porque no hay otra alternativa médica apta para restituirle la salud. En todos estos supuestos, en la Argentina, de acuerdo con nutrida jurisprudencia, incluso de la Corte Suprema Federal (caso “Bahamondez”, fallo del 6/4/93), nadie puede obligar al paciente a someterse al tratamiento que los médicos consideren más idóneo o indispensable. Porque todo paciente cuenta con el derecho personalísimo de disentir o de rechazar cualquier tipo de tratamiento (aun cuando se trate de la abstención o retiro de medios de soporte vital, incluyendo la hidratación y alimentación artificial), lléguese o no a un diagnóstico clínico convencional de “muerte cerebral”, y trátese o no de una donación de órganos o de un cuadro de estado vegetativo persistente en el cual no existe sufrimiento, hambre ni sed –pues estas percepciones subjetivas le son ajenas–. El paciente, ejercitando su autonomía personal –de conformidad con el principio bioético de autonomía–, mediante una conducta autorreferente –exclusiva del sujeto que la adopta, librada a su criterio y referida solo a él– de disposición del propio cuerpo (rechazo que puede ser dado mediante directivas médicas anticipadas), está amparado por diversas normas obrantes en la Constitución de la Nación Argentina y en los documentos de fuente originariamente internacional que gozan de jerarquía constitucional (como el Pacto de San José de Costa Rica), que tutelan –y ordenan– el respeto a la dignidad humana, a la libertad de pensamiento, de creencias y de conciencia, a la libertad de cultos, a la libertad decisoria y al derecho a la privacidad. También queda amparado por preceptos específicos que lucen en algunas constituciones provinciales (v. gr., Constitución de la provincia de Santa


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cual, si se le sabe brindar la información de la que requiere (puesto que no se pueden tomar decisiones en la ignorancia), bien puede llegar a decidirse qué hacer y cómo actuar mucho tiempo antes de llegar, desesperada e inútilmente tal como suele suceder, a las puertas de una unidad de terapia intensiva. Históricamente, este imperativo ético y jurídico (también llamado ortotanasia) se ha originado en la medida en que la medicina se erigió como “reguladora técnica” del morir (medicalización de la muerte; muerte intervenida) y “contra” la implementación de prácticas médicas que no tienen ya ningún sentido terapéutico y que solo resultan hábiles para prolongar la agonía de pacientes cuya irrecuperabilidad se encuentra bien definida. Y así, si bien está aquí presente el derecho del paciente de rechazar dichas prácticas (así como también todo tratamiento relativo a eventuales complicaciones agudas), en esencia, lo está a los fines de morir con dignidad –y no propiamente en función de cualquier otra motivación de conciencia–, lo cual queda avalado por el mismo contenido del derecho a morir dignamente. Ello teniendo presente que el sentido y la realidad de un tratamiento se mide por la esperanza de curación o alivio. Este derecho supone una serie de exigencias, de las cuales podemos señalar las siguientes como las más decisivas: eliminación o alivio del dolor físico y posibilidad de asumir su propia muerte optando por vivir lúcidamente aunque sea con dolores (karma; redención); otras atenciones como alivio de molestias frecuentes en la etapa final de la vida (náuseas, vómitos, estreñimiento, astenia, disnea, prurito, etc.) y confort material; prolongación de su vida humana (no puramente biológica); presencia y asistencia de sus seres queridos; contención del sufrimiento (psíquico); asistencia psicológica y/o religiosa (en su caso); información veraz y reconocimiento de amplios espacios de libertad al ‘muriente’ en decisiones que lo afectan. Normativas. Estos supuestos ya han sido contemplados en diversas normas jurídicas, tales como el artículo 1º, inciso 16), de la ley 6952 de la provincia de Tucumán, en cuanto indica que el paciente tiene derecho “a morir con dignidad, con el derecho de ser asistido hasta el último momento de su vida”, precepto que claramente rechaza las prácticas médicas fútiles y/o distanásicas y el “encarnizamiento médico” –en cuanto absolutamente contrarias al mismo, al igual que la “medicina defensiva”–, a la vez que remite implícitamente a los cuidados paliativos. Aún más, el inciso 17) del artículo 1º de dicha ley tucumana señala que el paciente tiene derecho “a recibir o rechazar la asistencia espiritual o moral”, con lo cual atiende –en el caso– al bienestar psíquico del paciente ‘muriente’, que así cuenta expresamente con el derecho de

hacer concurrir, admitir y aun excluir a personas que, según su parecer y sean quienes fueren (parientes suyos o no, su confesor, el pastor de su congregación, un gurú, etc.), le permitirán –o, de alguna forma, le impedirán– morir en paz, derecho que corresponde hacer extensivo a cualquier elemento (v. gr., libros o símbolos sagrados) que ese paciente requiera que le alleguen o que retiren de su presencia. Admite además que a su pedido se le presten tratamientos médicos no convencionales (v. gr., acupuntura) y aun otras intervenciones de apoyo tales como Reiki. Los supuestos del morir con dignidad también están recogidos en el artículo 4º, inc. l), de la ley 153 de la CABA, según el cual, “en el caso de enfermedades terminales”, el paciente tiene derecho a una “atención que preserve la mejor calidad de vida hasta su fallecimiento”. Luego, el derecho a morir con dignidad (sea por ancianidad, por enfermedad o por causa de un accidente) goza de entidad propia, y si un paciente rechaza algún tratamiento (cualquiera sea, fútil o no) y tal negativa acarrearía indefectible –o presumiblemente– su muerte, resulta obvio que el ejercicio de este último derecho no lo priva del derecho a morir dignamente, derecho con el que toda persona cuenta aunque no rechace tratamiento alguno, todo lo cual resulta fácil de advertir mediante dos ejemplos sencillos: un paciente afectado por determinada enfermedad crónica puede negarse –o no– a que se le practique reanimación cardiopulmonar ante determinado estado crítico, estableciéndose una decisión de no reanimación; a un paciente enfermo de sida en estadio terminal se le indica –como corresponde– (y acepta) cuidados paliativos, y no algún fútil tratamiento “curativo”, el cual por tanto no tiene que repudiar. Ambos pacientes cuentan con el derecho a morir con dignidad. Derecho con cuyo ejercicio, es obvio, no se busca la muerte (pues lo que se pretende es humanizar el proceso de morir, sin prolongarlo abusivamente: permitir morir) ni se la provoca (ya que resultará de la propia enfermedad que el sujeto padece). Y que no constituye –ni por aproximación– “eutanasia pasiva” (dado que en esta última se provoca la muerte del sujeto por omisión de prestación de los cuidados ordinarios y/o proporcionados y/o debidos para evitar el deceso, o sea, por la no-aplicación de una terapia disponible, con sentido de tal y que podría prolongar la vida del paciente), ni consiste en un pretendido “derecho a morir” puramente potestativo (un derecho a elegir cómo y cuándo morir), como un supuesto “derecho” a la “eutanasia activa”, tal como lo malentendió la Corte Constitucional de Colombia en su sentencia –plagada de graves imprecisiones conceptuales– del 20/05/1997. Sino que este derecho hace referencia a la ética del final de la vida y a la calidad de vida del mal llamado

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Referencias Luis G. Blanco. Muerte digna. Consideraciones bioéticojurídicas, Buenos Aires, Ed. Ad-Hoc, 1997. - Jean-Louis Baudouin y Danielle Blondeau. La ética ante la muerte y el derecho a morir, Barcelona, Ed. Herder, 1995. - Luis G. Blanco y Gerardo G. Wainer. “Reflexiones acerca de la información que se brinda al paciente oncológico”, en Cuadernos de Bioética, año 2, N° 1, Buenos Aires, Ed. Ad-Hoc, 1997, pp. 25-41. - Sergio Cecchetto. Curar o cuidar. Bioética en los confines de la vida, Buenos Aires, Ed. Ad-Hoc, 1998. - Hugo Dopaso. El buen morir. Una guía para acompañar al paciente terminal, Buenos Aires, Ed. Era Naciente, 1994. - Carlos R. Gherardi. “La muerte intervenida. Soporte vital: abstención y retiro en el paciente crítico”, en Luis G. Blanco (compilador). Bioética y Bioderecho. Cuestiones actuales, Buenos Aires, Ed. Universidad, 2002, pp. 351-376. - Jorge L. Manzini. Bioética paliativa, La Plata, Editorial Quirón, 1997.

Pena de muerte Juan Carlos Tealdi (Argentina) - Universidad de Buenos Aires La pena de muerte, como lo fue la esclavitud, es una de las mayores cuestiones en la historia de la moral. No obstante, resulta cuando menos llamativo que la bioética en general no le haya dedicado un adecuado espacio para su reflexión y crítica. No tiene coherencia alguna que una ética de la vida y el vivir humano no considere muy seriamente este

problema. La letra y el espíritu de la Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos (Unesco, 2005), entre muchos otros instrumentos, nos obliga a ello. Situación mundial. La ejecución de la pena capital no se considera una violación del derecho internacional. Sin embargo, la tendencia general en el mundo es abolicionista respecto de la pena de muerte, aunque un gran número de países la siguen practicando. En 1977, solo 16 países habían abolido la pena de muerte para todo tipo de delitos. En 2006 ya eran 99 los países que habían abolido la pena de muerte para delitos comunes. En el año 2001, y según Amnesty International (AI), fueron sentenciadas a muerte 5.265 personas en 69 países. Ese mismo año fueron ejecutados 3.048 prisioneros en 31 países. Se presume que esa cifra era mucho más alta. Se trata del año a cuyo término se modificó el escenario internacional para dar lugar a una violencia creciente y a graves retrocesos en cuanto al respeto a la vida. La prestigiosa revista médica The Lancet publicó un estudio según el cual entre marzo de 2003, comienzo de la ocupación de Irak por Estados Unidos, y julio de 2006 el número de personas muertas había sido de 654.965, el 2,5% de la población iraquí. La mortalidad había ascendido de 5,5 por mil habitantes/año a 13,3 por mil habitantes/año. El secretario de Defensa Donald Rumsfeld, al ser consultado sobre esta catástrofe humana, respondió: “Nosotros no hacemos recuentos de los cuerpos muertos de otras naciones”. En ese contexto internacional, la condena contra la pena de muerte formalmente establecida y jurídicamente legitimada no ofrecía una realidad muy alentadora. Sin embargo, aunque el índice de ejecuciones en Irak aumentó drásticamente contabilizando más de 77 en 2006, año del ahorcamiento de Sadam Hussein, la tendencia mundial fue en descenso. Para AI el total de ejecuciones en todo el mundo fue de 2.148 en 2005 y de 1.591 en 2006 y se estimaba para entonces un total de 20.000 personas condenadas a muerte en todo el mundo. Entre los setenta países que la mantenían, los seis responsables de la mayoría de las ejecuciones (90%) eran China, Irán, Pakistán, Irak, Estados Unidos y Sudán. China es el mayor ejecutor con al menos 1.010 personas en 2006. Irán fue el mayor ejecutor de menores y al menos cuatro lo fueron en 2006, año en el que se sospecha que ese país reanudó la muerte por lapidación. Sudán prevé la muerte por ahorcamiento o lapidación y otras penas tales como flagelación y amputación de miembros. Estados Unidos sigue ejecutando a personas con graves enfermedades mentales. La pena de muerte en América Latina. La Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969)

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“paciente terminal” (para quien, antes de su muerte, siempre hay un “aquí y ahora”, es decir, una situación de vida, no de “sobrevida”), a la calidad de la parte final de la vida (psicosomática y social), a vivir el tránsito hacia la muerte, en la medida de lo posible, sin dolor y acompañado de afectos, con capacidad de recibirlo y brindarlo y con algún grado de lucidez. Pero como no en todos los casos la sedoanalgesia paliativa consigue aliviar el dolor en un grado aceptable (el cual en ocasiones es incontrolable), a más de la obvia licitud de recurrir al método conocido como la “escalera analgésica” (aun “modificada”) de la OMS, no advertimos de óbice ético o jurídico alguno para el empleo extremo de la narcosis –sedoanalgesia– (que nada tiene que ver con la “eutanasia”) aunque ello importe un previsible acortamiento de la vida que declina y aunque sume al moribundo en un estado de total inconciencia, dado que su propio fin intrínseco (evitar padecimientos extremos y aliviar una agonía insufrible) es premisa necesaria y suficiente para su incuestionable licitud. En todos estos casos –si es que vale aclararlo– no se tipificarán hipotéticos “delitos” (homicidio, abandono de persona, ayuda al suicidio), que no los hay ni puede haberlos. Simplemente, porque las leyes penales reprimen el daño injusto, que aquí por definición no lo hay, no existe, ni puede haberlo.


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establece en su artículo 4, ‘Derecho a la Vida’: “1. Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de su vida arbitrariamente. 2. En los países que no han abolido la pena de muerte, ésta sólo podrá imponerse por los delitos más graves, en cumplimiento de la sentencia ejecutoriada de tribunal competente y de conformidad con una ley que establezca tal pena, dictada con anterioridad a la comisión del delito. Tampoco se extenderá su aplicación a delitos a los cuales no se aplique actualmente. 3. No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido. 4. En ningún caso se puede aplicar la pena de muerte por delitos políticos ni comunes conexos con los políticos. 5. No se impondrá la pena de muerte a personas que, en el momento de la comisión del delito, tuvieren menos de dieciocho años de edad o más de setenta, ni se le aplicará a las mujeres en estado de gravidez. 6. Toda persona condenada a muerte tiene derecho a solicitar la amnistía, el indulto o la conmutación de la pena, los cuales podrán ser concedidos en todos los casos. No se puede aplicar la pena de muerte mientras la solicitud esté pendiente de decisión ante autoridad competente”. Como se observa, pese a permitir la continuidad de la pena en los países que no la hubieran abolido, lo que resulta un gesto claro de concesión política para el acuerdo, hay un carácter restrictivo en el sentido de su realización para los países que no la hayan abolido y al impedir la restauración en los países que no la tienen. En ese marco, en América Latina pueden describirse cuatro categorías de países al respecto: 1. Países abolicionistas para todos los delitos: Uruguay, Paraguay, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, México y Haití. 2. Países abolicionistas solo para delitos comunes, aunque siguen manteniendo la pena de muerte en el código penal militar o para tiempos de guerra: Argentina, Chile, Bolivia, Brasil, Perú, El Salvador. 3. Países abolicionistas de hecho, que mantienen la pena de muerte para delitos comunes como el asesinato pero no han ejecutado a nadie en los últimos diez años: ninguno (solo cuenta Surinam cuando se considera el Caribe). 4. Países retencionistas, que la aplican a delitos comunes: Guatemala, Cuba y República Dominicana (y prácticamente todo el Caribe: Bahamas, Jamaica, Santa Lucía, Dominica, San Cristóbal y Nevis, Antigua y Barbuda, Barbados, Granada, Trinidad y Tobago, San Vicente y las Granadinas, Belice y Guyana). En Guatemala, hasta 1996 el método utilizado era el pelotón de fusilamiento. Ese año, como consecuencia del fallo de la primera descarga en terminar con la vida de un condenado que tuvo que recibir un tiro de gracia, y ante la indignación pública, se pasó a utilizar la inyección letal. La primera ejecución por el nuevo método se llevó a cabo en

febrero de 1998 contra Manuel Martínez Coronado, un campesino empobrecido y de ascendencia indígena. Al comenzar la ejecución un corte de electricidad impidió el funcionamiento de la máquina de inyección letal y el condenado tardó dieciocho minutos en morir, lo que renovó las críticas a la crueldad de esta pena. En Cuba, la pena se aplica por fusilamiento y se considera para casos excepcionales aunque en 1999 se amplió su alcance a dos delitos nuevos: narcotráfico internacional y corrupción de menores. Fue aplicada a diez personas en 1999 y para entonces esperaban la muerte una docena de sentenciados. En 2003, cuando fueron ejecutadas tres personas, existían 52 sentenciados esperando ejecución en Cuba, según AI. Desde entonces, no se realizó ninguna ejecución en América Latina en lo que parecía ser una moratoria de hecho. Interpretaciones posibles sobre el marco normativo existente. Los argumentos más frecuentes que suelen presentarse para oponerse a la pena de muerte y que forman parte de las consignas de organizaciones como AI, son que la pena de muerte es la forma más extrema de pena cruel, inhumana o degradante; constituye una violación del derecho a la vida; no se ha podido demostrar que tenga mayor efecto disuasorio frente a la delincuencia que otros castigos; es irreversible y entraña el riesgo de ejecutar a inocentes. El tiempo de espera hasta la ejecución y el ‘fenómeno de la espera para ser ejecutado’ es uno de los argumentos que más se han desarrollado para cuestionar la pena de muerte al asimilarla a un trato cruel, inhumano y degradante tal como quedó expresado en la sentencia de la Corte Europea de Derechos Humanos sobre el Caso Soering vs. Reino Unido (1989). Y como el plexo normativo que prohíbe esos tratos alcanza incluso a los países que mantienen la pena de muerte, este argumento ha pasado a ser un modo efectivo de cuestionar la coherencia jurídica de seguir sosteniendo la vigencia de esa pena. Como el sistema interamericano de derechos humanos alcanza a los Estados Unidos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) presentó oficialmente solicitudes para la suspensión de la ejecución de Shaka Sankofa, conocido como Gary Graham, ciudadano negro acusado de un homicidio cometido cuando tenía 17 años, que había sido condenado a muerte en 1981 y que sería ejecutado 19 años después, el 23 de junio de 2000. La CIDH se pronunció condenando la ejecución por ser incongruente con el sistema interamericano de protección de los derechos humanos. ¿Cómo pueden analizarse estas incongruencias? Por un lado, debe considerarse que en el derecho internacional, más allá de legislaciones específicas, el universalismo es un presupuesto que obliga a considerar el conjunto de instrumentos del Derecho

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Referencias Amnistía Internacional. Informe 2006. El estado de los Derechos Humanos en el mundo, Madrid, Editorial Amnistía Internacional 2006. - Amnistía Internacional. Error capital. La pena de muerte frente a los Derechos Humanos, Madrid, Editorial Amnistía Internacional, 1999. - Norberto Bobbio. Teoría general del derecho, Bogotá, Editorial Temis, 1987.

Genocidio Juan Carlos Tealdi (Argentina) - Universidad de Buenos Aires El término ‘genocidio’ fue creado en 1944 por Raphael Lemkin, judío polaco. En 1921 Lemkin leyó la noticia del asesinato en Alemania del ex ministro del interior armenio Talaat Pasha por Soghomón Tehlirián, un sobreviviente del genocidio cometido por aquel, y este hecho despertó su especial interés por el juicio y castigo internacional contra esos crímenes. En octubre de 1933, al mismo tiempo que la Alemania de Hitler se retiraba de la Sociedad de Naciones, Lemkin presentó en la Quinta Conferencia de la Oficina Internacional para la Unificación del Derecho Penal, un proyecto de ley que prohibía dos prácticas enlazadas –‘barbarie’ y ‘vandalismo’– para que fueran consideradas delitos contra el ‘derecho de gentes’ (delicta iuris gentium). Lemkin entendió la barbarie como “las acciones de exterminio dirigidas contra las colectividades étnicas, religiosas o sociales cualesquiera que sean los motivos (políticos, religiosos, etc.); como por ejemplo masacres, acciones emprendidas

para arruinar la existencia económica de los miembros de una comunidad, etc.”. También incluía como actos de barbarie “toda clase de manifestaciones de brutalidad por las cuales el individuo es alcanzado en su dignidad, en casos donde estos actos de humillación tengan su fuente en la lucha de exterminio dirigida contra la colectividad”. Y definía como vandalismo “la destrucción organizada y sistemática de las obras que están en el dominio de las ciencias, o en el de las artes o de las letras, que son testimonio y la prueba del alma y la ingeniería de esta colectividad”. En Polonia, Lemkin fue criticado por su visión favorable a los judíos y por sus críticas a Hitler, y despedido de su trabajo. En agosto de 1939 Hitler se dirigió a sus jefes militares con un discurso en el que dijo: “El objetivo de una guerra no es alcanzar determinadas líneas geográficas, sino aniquilar físicamente al enemigo. Es de esta manera como obtendremos el indispensable espacio vital que necesitamos. ¿Quién menciona ya la masacre de los armenios hoy en día?”. El 1 de septiembre de 1939, día de la invasión alemana a Polonia, Hitler redactó su orden sobre eutanasia: “El dirigente Bouhler y el doctor en medicina Brandt quedan autorizados, bajo su responsabilidad, a ensanchar el margen de atribuciones reconocido a determinados médicos con objeto de poder administrar una muerte misericordiosa a aquellos enfermos que, tras un análisis exhaustivo de su dolencia dentro de las posibilidades humanas, resulten incurables”. La eutanasia pasó a ser parte de la ‘solución final al problema judío’ y del exterminio general de todo ser humano imperfecto, así como de las vidas carentes de valor que daban lugar al grupo de los ‘subhumanos’ (untermenschen). Alfred Rosenberg, el filósofo oficial de los nazis, lo enunciaría en modo claro: “La historia y la misión del futuro ya no significan la lucha de una clase contra otra, la lucha del dogma de la Iglesia contra el dogma, sino el conflicto entre sangre y sangre, raza y raza, pueblo y pueblo”. La Asamblea General de las Naciones Unidas universalizó en 1946 los principios de derecho internacional reconocidos por el Estatuto del Tribunal Internacional de Nuremberg que había sido creado por el Acuerdo o Carta de Londres del 8 de agosto de 1945. Con su Resolución 96 (I) sobre el crimen de genocidio, cuya propuesta fue redactada por Lemkin y firmada por Cuba, Panamá y la India, con el apoyo de Estados Unidos, la Asamblea se anticipó así a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio que aprobaría en 1948 y entraría en vigor en 1951. La Convención, cuyo primer borrador fue preparado por Lemkin con la asistencia de Vespasiano Pella y Donnedieu De Fabres, fue aprobada el 9 de diciembre de 1948, un día antes de la aprobación de

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Muerte y morir

Internacional de los Derechos Humanos en modo complementario, armónico y progresivo. El artículo 18 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados (1969) establece que los Estados que no han ratificado un tratado que hayan firmado, deben abstenerse de actos que frustren el objeto y el fin del tratado hasta que no hayan dejado de ser parte del mismo. Por otro lado, para Bobbio hay tres tipos de criterios aplicables a esas posibles incongruencias: criterios cronológicos, jerárquicos y específicos. El criterio cronológico nos indica que la nueva ley se impone sobre la ley anterior. El criterio jerárquico indica que el derecho internacional se impone sobre la legislación interna de los Estados. Y el criterio específico indica que la ley general se impone sobre la ley específica (p. ej., la Constitución está por encima de la ley penal). Si atendemos a esos tres criterios, la pena de muerte, tal como es considerada en el artículo 4 de la Convención Interamericana para todos los países parte de la misma, no puede ser interpretada sino en modo restrictivo para dicha pena en orden a avanzar en modo progresivo hacia su total abolición.


la Declaración Universal de Derechos Humanos. La Convención entiende por ‘genocidio’ cinco actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: 1. Matanza de miembros del grupo; 2. Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; 3. Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; 4. Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; 5. Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. El 11 de noviembre de 1947, Bertrand Russell, Aldous Huxley y Gabriela Mistral, en lo que resulta ser una enseñanza ejemplar para la bioética internacional actual, publican en el New York Times una petición para la ratificación de la Convención por los veinte Estados necesarios. Finalmente, el Estatuto de Roma (1998) de la Corte Penal Internacional adoptó literalmente la definición de genocidio dada por la Convención y que ya había sido adoptada por el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (1993) y por el Estatuto del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (1994). Se considera que esos actos pueden ser cometidos tanto por gobernantes y funcionarios como por particulares; y se castiga tanto el genocidio como su tentativa, la instigación directa y pública, la complicidad y la asociación para cometerlo. La primera sentencia condenatoria por el crimen de genocidio fue dictada el 2 de septiembre de 1998 contra Jean Paul Akayesu por sus crímenes en Ruanda. El 2 de agosto de 2001 fue condenado por genocidio en la antigua Yugoslavia el general Krstic. El 13 de abril de 2006 fue condenado por genocidio y crímenes contra la humanidad, llevados a cabo en Ruanda, Paul Bisengimana, ex alcalde de la comuna de Gikoro en Kigali.

Referencias Raphael Lemkin. El dominio del Eje en la Europa ocupada, Fundación Carnegie para la Paz, 1944. - Nehemiah Robinson. La Convención sobre Genocidio, Buenos Aires, Bibliográfica Ameba, 1960. - Samantha Power. Problema infernal: Estados Unidos en la era del genocidio, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

Muerte y morir

América Latina es la región del mundo construida sobre los cimientos del que quizás haya sido el

mayor de los genocidios en la historia universal. Cuatro siglos tuvieron que pasar hasta 1900 para que se recuperara la población total regional existente al momento del descubrimiento europeo en 1492 y calculada en sesenta millones de habitantes que fueron devastados por exterminio, hambre y enfermedades. En el siglo XX se acuñaron nuevas formas de genocidio en la región, como el que, entre otros, fue practicado por la dictadura de Argentina entre 1976 y 1983, y que fue anticipado por un decreto en democracia que ordenaba a los militares “aniquilar” la subversión. Sin embargo, la finalidad de los militares al hacer la guerra –aunque no contra el propio pueblo– consiste en desarmar al enemigo y no en aniquilarlo. El uso del mismo término utilizado por Hitler en 1939 dio lugar a diversas interpretaciones políticas y a una discusión pública que sin duda implicaba distintas visiones morales. Cuando a uno de los militares acusados, que ya había admitido su participación en los ‘vuelos de la muerte’ con los que desde los aviones se arrojaban las víctimas aún vivas al mar, se le preguntó qué implicaba para él la orden de aniquilar a la subversión, respondió: “Lo que dice el diccionario”. Y el diccionario decía: “reducir a la nada”. Si para las Naciones Unidas genocidio es la negación del derecho de existencia para grupos humanos enteros, ese militar se estaba definiendo como genocida. Es por eso que la bioética latinoamericana no puede dejar de considerar el concepto de genocidio y las realidades que enuncia, por el carácter sustantivo que el mismo tiene para comprender el verdadero sentido de valores, principios y virtudes éticas.

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