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Árbol genealógico
Prólogo En la frontera entre El Tíbet y Nepal —No eres normal. —Sabes, Magnus, que cuando te emborrachas, ese acento irlandés tuyo se vuelve tan marcado que apenas te entiendo —la voz de Warlord era suave y tranquila. Y tan mortífera como el whisky de malta que habían robado. —Tú me entiendes perfectamente —Magnus sabía que nunca hubiera tenido los cojones de hacer ningún comentario sobre Warlord, sin importar lo cierto que fuera, si no estuviera jodidamente oscuro, en mitad del Himalaya, en mitad de la nada, y si él no se hubiera bebido un pequeño trago de ese fino whisky—es decir, casi toda la botella para él solo. Y si no fuera el segundo al mando de las tropas mercenarias, con la responsabilidad de mostrarse ebrio.
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—No eres normal, y los hombres de aquí lo saben. Murmuran que eres un licántropo. —No seas ridículo —Warlord se sentó muy por encima del campamento, su silueta contra el cielo nocturno, su brazo curvado alrededor de su rodilla, rifle en mano. —Eso es lo que también les dije. Porque soy escocés. Sé mucho más que ellos. No existe tal cosa como los hombres lobos —Magnus asintió sabiamente, y rompió el precinto de una segunda botella—. Hay cosas mucho peores que eso. ¿Sabes por qué lo sé? Warlord no dijo nada. Nunca decía una palabra que no fuera necesaria. Nunca era amable. Nunca era agradable. Mantenía sus secretos, y era la cosa más endemoniadamente mezquina en la lucha que Magnus había podido ver en su vida. Ahora, mientras sus muchachos estaban celebrando su último saqueo, él estaba haciendo guardia en el punto más alto con vistas hacia su guarida. Para un hombre que destacaba en el robo a turistas ricos y oficiales del gobierno, y que nunca cavilaba a la hora de matar cuando la ocasión lo requería, era endemoniadamente decente. Magnus continuó: —Crecí en las desoladas Islas Hébridas, lejos al norte, donde el maldito viento sopla todo el tiempo, ni una sola planta se atreve a crecer, y los viejos cuentos son repetidos una y otra vez en las largas noches de invierno. —Suena bien como lugar para crecer —Warlord cogió la botella del puño de Magnus y la inclinó hacia su garganta. —Eso es —Magnus observó a su líder—. Tú no sueles beber. —Si vamos a rememorar algo, debería usar algo para amortiguar el dolor —Warlord era un oscuro borrón contra las estrellas—un borrón antinaturalmente oscuro. Por la mañana, Magnus se arrepentiría de haber soltado su lengua de ese modo. Como todos los hombres de allí, y había sido marcado por la crueldad y la traición, la única maldita cosa en la que destacaba era la lucha, y si alguna vez era capturado por algún gobierno en el mundo, sería colgado—o peor. Pero el whisky lo volvía sociable, y confiaba en Warlord—él creaba las normas, y era implacable a la hora de hacer que los demás las cumplieran, pero era condenadamente justo. —¿Echas de menos tu hogar, entonces? —preguntó. —No pienso en ello. —Es cierto. ¿De qué sirve? No podemos volver. No nos querrían. No con tanta sangre en nuestras manos. —No. —Pero hoy nos lavamos parte de esa sangre. Warlord alzó sus manos y las miró. —Las manchas de la sangre nunca se van.
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—¿Cómo lo sabes? —Mi padre me lo dejó muy claro. Una vez que das voluntariamente un paso hacia el demonio, estás marcado de por vida y destinado al infierno. —Sí, mi padre decía las mismas tonterías, justo antes de desatarse el cinturón y golpearme con él —Magnus se encorvó, para luego animarse de nuevo—. Esos monjes budistas de hoy fueron agradecidos, sin embargo. Nos bañaron con bendiciones. Eso nos puede ayudar. ¿Es ese el motivo por el que los dejaste libres? —No. Los liberé porque odio a los matones, y esos soldados chinos son unos capullos que piensan que es divertido usar a esos hombres benditos como práctica de tiro —la voz de Warlord vibró con furia—. No lo soportas. Pero esta vez nos pagaron con algo más que bendiciones. Para el asalto había sido beneficioso, cargándolos con armas de fuego, munición, y un general chino que había renunciado a su licor y su oro para mantener las fotografías de su affaire secreto con el hijo menor del presidente comunista. Magnus sonrió abiertamente mientras mirada hacia delante, al este, donde un brillo en el horizonte marcaba la luna creciente. —Tú y yo, hemos ido de putas juntos. Hemos peleado juntos. Y sigo sin entender cómo pareces saber siempre dónde está escondido el dinero y el alcohol, y dónde hay mayor número de escándalos. —Es un don. Magnus agitó su dedo hacia él. —¡No me distraigas con tus disparates! ¿Cómo llegaste a ser tal criatura? —Del mismo modo que tú. Maté a un hombre, huí, y terminé aquí — Warlord elevó la botella y brindó por las cumbres nevadas que dominabas sus vidas—. Aquí, donde la única norma es la que yo hago, no tengo que rogar por piedad a nadie. —Sabes que no es eso a lo que me refiero. Algo está mal contigo. La sombra que proyectas es demasiado oscura. Cuando estás enfadado, hay una especie de —Magnus movió sus dedos en un contoneo— resplandor trémulo en los bordes. Tienes un modo de aparecer de la nada, sin sonido alguno, y sabes cosas que no son asunto tuyo, como ese general chino que sodomizaba a ese chaval. Los hombres aseguran que no eres humano. —¿Por qué dicen eso? —Por tus ojos… —susurró. —¿Qué ocurre con mis ojos? —Warlord volvía a tener ese tono suave y mortífero en su voz. —¿Te has mirado en un espejo últimamente? Jodidamente espeluznantes. Por eso los hombres te han seguido. Pero ahora hay quejas —Magnus se abrazó a sí mismo con un poco de disgusto. —¿Por qué hay quejas? —preguntó Warlord con engañosa calma.
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—Los hombres dicen que no estás prestando atención a los negocios, que estás distraído con tu mujer. —Con mi mujer —los ojos obsidiana de Warlord refulgieron en la oscuridad. —¿Creías que nadie se iba a dar cuenta que desaparecías por las noches? Te ven marchar, y entonces susurran entre ellos —Magnus intentó suavizar el ambiente—. Son una panda de viejas. Warlord no se mostraba divertido. —¿Y no están contentos con el resultado de esta incursión? —Sí, pero hay más cosas además de tener una buena pelea y robar una gloriosa cantidad de dinero —Magnus fue al grano—. Los chicos están preocupados por su seguridad. Hay rumores de que los militares de ambos lados de la frontera están cansados de que metamos las narices en sus asuntos, y están enviando refuerzos. —¿Qué tipo de refuerzos? —No puedo responderte a eso exactamente. Están siendo demasiado reservados. Pero están también llenos de energía y, bueno… Warlord se echó hacia atrás. —¿Llenos de energía y…? —Diría que también están asustados. Como si hubieran empezado algo que no pueden frenar. Seré franco contigo, Warlord. No me gusta nada de esto. Necesitamos que dejes de follarte a la chica y descubras qué está ocurriendo — ya está. Magnus le había dado el mensaje, y Warlord no le había arrancado la cabeza. Aún. Apoyó su espalda contra la roca. El granito estaba frío. Por supuesto. A excepción del breve verano, esas montañas estaban siempre frías. Y en ese valle, limitado por tres lados con acantilados, y por el otro con un desfiladero que daba a un río embravecido, el constante viento azotaba su escaso cabello y lo cortaba profundamente hasta los huesos. —Odio este puto lugar —murmuró—. Nada bueno ha salido de Asia aparte de las especias y la pólvora. Warlord se rió, y casi sonaba como si estuviera divirtiéndose. —Tienes razón en eso. Mi familia es de Asia. —No me tomes el pelo, no eres un chino. —Un cosaco de las estepas, lo que actualmente es Ucrania. Magnus sabía geografía; había trabajado en esa área del mundo como estafador y soldado. —Ucrania… eso está cerca de Europa. —Cerca sólo cuenta en el juego de las herraduras y las granadas de mano —Warlord miró hacia arriba, a las estrellas. Tomó un sorbo de whisky—. ¿Has escuchado hablar de los Varinski?
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Magnus cambió de un estado apacible a uno con expresión homicida en pocos segundos. —Esos hijos de puta. —Has oído hablar de ellos. —Hace ocho años estuve trabajando en el Mar del Norte, haciendo un poco de piratería, robando algunas cosillas, y tres Varinski me alcanzaron. Me informaron de que ese era su territorio, que iban a llevárselo todo —Magnus clavó su dedo contra la hendidura de su mejilla donde faltaba una muela—. Les dije que no fueran tan codiciosos, tenía suficiente para todos. Pero esos hombres… es por ellos que mi nariz está torcida. Es por ellos que me faltan tres dedos y dos meñiques. Estuvieron a punto de matarme, entonces me tiraron al océano para que me ahogara. Los médicos dijeron que fue por eso que no morí desangrado. Hipotermia. Varinskis —escupió el apellido como si fuera veneno—. ¿Sabes la reputación que esos monstruos tienen? —Sí. —Odio a esos hijos de puta. —Ellos son mi familia. Un terror gélido recorrió la espina de Magnus. —Los rumores sobre ellos son… —Todo cierto. —No puede ser —Magnus se agarró firmemente al éxtasis inducido por el alcohol, que se evaporaba rápidamente. —Dices que los hombres juran que no soy humano. Magnus rechazó la idea con todo el ímpetu que logró reunir. —Nuestros hombres son un puñado de salvajes ignorantes. —Pero soy humano. Un humano con dones especiales… los más maravillosos, placenteros y tentadores dones —la voz de Warlord tejió un hechizo a su alrededor. —No necesitas decírmelo. Soy todo un hombre guardando secretos — Magnus luchó por levantarse. La mano de Warlord se aferró a su brazo y lo sentó de nuevo de un tirón. —No me dejes, Magnus. Querías saber. —No quiero saber nada malo —murmuró. —Querías consuelo. Te lo estoy dando —Warlord le pasó la botella. Se la pasó como si fuera a necesitarla—. Hace mil años mi antepasado, Konstantine Varinski, hizo un pacto con el diablo. —Joder —Magnus siempre había odiado ese tipo de historias. Las odiaba porque creía en ellas. Deseó que la luna apareciera de detrás de las sombras, pero apenas estaba a la mitad, y el lóbrego brillo asomaba entre ellas, pero no podía hacerlas desaparecer. Deseó que algunos de sus hombres le hicieran compañía, pero los muy estúpidos estaban en el valle, bebiendo, jugando, viendo sus estúpidos
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vídeos y vomitando. Nadie sabía que estaba sentado allí arriba, sonsacando secretos que deberían estar mejor enterrados, y ahora temeroso por su vida. —Konstantine tenía su reputación en las estepas. Se complacía al matar, torturar, extorsionar, y se murmuraba que su crueldad rivalizaba con la del diablo —la voz de Warlord se tiñó de humor—. A Satán no le gustaban esas historias—juraría que es un pequeño vanidoso—y buscó a Konstantine para eliminarlo de la competición. —No me digas que Konstantine venció al diablo —dijo Magnus incrédulamente. —No, se ofreció a sí mismo como el mejor sirviente de Satanás. A cambio de la habilidad de poder dar caza y matar a sus enemigos, Konstantine prometió su alma, y la de todos sus descendientes, al diablo. Magnus miró detenidamente a Warlord, intentando verlo, pero como siempre las sombras alrededor de su líder eran densas, oscuras, impenetrables. —¿Eres su descendiente? —Uno de muchos. Hijo del actual Konstantine —los extraños ojos de Warlord brillaron en la oscuridad. —Te lo dije. Largas noches de invierno, y todos los viejos cuentos para asustar a los niños. —Los niños deben ser asustados —Warlord bajó el tono de su voz hasta convertirla en un susurro—. Deberían temblar en sus camas y saber que criaturas como yo merodean por su mundo. Magnus sabía lo diabólico que era. Su padre lo había sermoneado cada día mientras intentaba sacar la rebeldía de él. Era por eso que, ahora… casi podía sentir las ascuas del infierno quemando su carne. —Es un cuento fantástico —aclaró su garganta—. En mil años, imagino que habrá conseguido unos cuantos adornos. Algunos cuenta cuentos que la modificarán para hacer más excitante el relato… ¿no crees? Un gruñido tenue retumbó, proveniente de la figura escondida de Warlord. —¿Por qué otra cosa te crees que los hombres me buscan cuando quieren localizar a sus enemigos? ¿Por qué crees que me contratan? Puedo encontrar a cualquiera, en cualquier lugar. ¿Sabes cómo? Magnus agitó su cabeza. Él no quería saber cómo. Pero era demasiado tarde. —A Konstantine Varinski y cada Varinski desde entonces, el diablo les legó la habilidad de convertirse en un animal depredador. —Cambiar… —la luz de la luna los alcanzó entonces, y Magnus fijó su mirada en Warlord. La fijó porque tenía miedo de apartar su vista de él—. ¿Entonces eres un hombre lobo? —No, los Varinski no somos estúpidas bestias dominadas por las fases de la luna. No somos controlados por nada que no sean nuestros propios deseos. Cambiamos cuando queremos, cuando lo necesitamos. Tenemos largas vidas,
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engendramos sólo niños, y nada a excepción de otro demonio puede matarnos. Dejamos un rastro de sangre, fuego y muerte allá donde vamos —Warlord se rió, un ronroneo gutural. —Somos la Oscuridad. —Sí, lo sois —Magnus veía la oscuridad cada vez que miraba dentro de sus ojos. Aún discutía consigo mismo, porque no quería que fuera cierto—. Pero no eres ruso. Eres de Estados Unidos. —Mis padres huyeron, se casaron, se mudaron al estado de Washington, cambiaron su apellido a algo que sonara bien, sólido y muy americano, y nos criaron a mis dos hermanos, a mi hermana y a mí. No aprueban, especialmente mi padre, esa cosa del fuego, la sangre y la muerte de los Varinski. Dice que tenemos que controlarnos —la amargura de Warlord era marcada y furiosa—. El control es una mierda. Me gusta la sangre, el fuego y la muerte. No puedo luchar contra mi naturaleza. Inténtalo. Por la gloria de Cristo, inténtalo. —¿El pacto puede romperse? Warlord se encogió de hombros. —Se ha mantenido por miles de años. Imagino que se mantendrá por otros miles más. La cabeza de Magnus daba vueltas, y el arroz y el cordero que había comido en la cena guerreaban contra el whisky escocés. —Pero no eres como los Varinski que he conocido. ¿Seguro que eres uno de ellos? —Quiero que convenzas a los hombres de que no tiene por qué preocuparse. Puedo mantenerlos a salvo de cualquier refuerzo que los militares hayan enviado —Warlord depositó su rifle en el suelo. Se quitó las botas, dejó a un lado su abrigo y su camisa. Se desató el cinturón, bajó sus pantalones y se puso en pie, dejando que el débil resplandor de la luna lo bañara. En aquellas largas noches de invierno cuando las putas visitaban el campamento, Magnus había visto a Warlord desnudo y en acción. Era sólo un hombre, un chaval que hacía de la lucha su vida. Pero ahora, por los bordes, su silueta se volvía algo menos…definida. Magnus elevó la botella hasta su boca. Su mano temblaba, y la boquilla de cristal tintineaba contra sus dientes. —Voy a cazar…y matar —los huesos de Warlord de deshicieron y se reconstruyeron. Su largo pelo negro se expandió, apareciendo en su cuello, su espalda y su vientre, bajando por sus piernas. Su rostro cambió, tornándose cruelmente felina. Su columna vertebral cambió de forma; cayó a cuatro patas. Sus orejas…y su nariz…sus manos…y sus dientes… Magnus pestañeó de nuevo. Una lustrosa y grande pantera del color del ébano se erguía ante él con blancos, afiladas garras y dientes, y un pelaje tan negro como una sombra. Y sus ojos…
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Magnus se encontró a sí mismo retrocediendo, gritando y gritando, mientras el gran depredador felino acechaba a sus espaldas, sus patas sin emitir ningún sonido, los familiares ojos negros de Warlord fijados en su presa… en Magnus.
Capítulo 1 Empezó como siempre lo hacía, con una ráfaga de aire frío del Himalaya golpeando el rostro de Karen Sonnet. Se despertó sobresaltada. Sus ojos se abrieron de repente. La oscuridad de la tienda oprimía sus globos oculares. Imposible. Por la noche había dejado un pequeño diodo encendido. Ahora estaba oscuro. De alguna manera él había arrasado con la luz. El constante viento soplaba a través del estrecho valle de la montaña, sacudiendo el dosel de nylon antidesgarrante que la protegía—apenas—de la aniquilación, y sacudía las campanillas colgadas del techo de la tienda de
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campaña. Su intérprete se había marchado dejando un rastro de tabaco, especias y lana. El frío amenazador deslizó sus gélidos dedos dentro de la tienda… Karen se esforzó por escuchar a su visitante. Nada. Pero ella sabía que él estaba allí. Podía sentirlo moverse a través del suelo en dirección a ella, y mientras esperaba cada nervio se tensó, estirándose… Su fría mano tocó su mejilla, haciéndola exclamar y saltar. Se rió, un sonido bajo y profundo de diversión. —Sabías que vendría. —Sí —murmuró. Mientras él se arrodillaba junto a su catre, ella aspiró su aroma: cuero, agua fría, aire fresco, y algo más—el olor de lo salvaje. Él la besó, sus fríos labios firmes, su respiración cálida en su boca. Ella se quedó suspendida en el tiempo, en un lugar, en un océano de placer. A la vez que su beso mantenía su cuerpo agitado, sus pechos hinchándose, el familiar anhelo creciendo profundamente dentro de ella. La noche que ella había llegado allí, se había despertado por el contacto del beso de un hombre. Sólo un beso, tierno, curioso, casi… reverente. Por la mañana pensó que lo había soñado. Pero esa noche él había vuelto, y la siguiente, y cada noche la había arrastrado a la pasión más a fondo. Y ahora… ¿cuántas veces la había visitado? ¿Dos meses? ¿Más? A veces no venía por una noche, dos, o tres, y era entonces cuando ella dormía profundamente, agotada por el trabajo y el fuerte viento. Entonces él volvía, su necesidad aún mayor, y la tocaba, la amaba, con una violencia afilada como un cuchillo. Ella sentía su desesperación, y le daba la bienvenida en su mente… y su cuerpo. Esta vez él se había ido por una semana. Él deslizó la cremallera de su saco de dormir, haciendo un áspero sonido con cada muesca que se abría, haciendo que los latidos del corazón de Karen se intensificaran. Empezó por su garganta, sosteniéndola, presionando el pulso que corría por esa zona. Apartó el saco, exponiéndola al aire frío de la noche. —Esperaste por mí… desnuda —presionó la palma de su mano entre sus pechos, sintiendo los latidos de su corazón—. Estás tan viva. Me haces recordar…
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—¿Recordar qué? —él sonaba como un americano, con un leve acento, y se preguntó de dónde podría provenir y qué estaba haciendo allí. Pero él no quería que ella pensara. No en ese momento. Ávidamente, acarició sus pequeños pechos, uno en cada mano. Sus manos eran grandes, ásperas y con callos, y las usaba para masajearla mientras sus pulgares hacían círculos en torno a sus pezones. De su garganta salió un áspero sonido. —Estás necesitada —su voz se hizo más profunda—. Ha pasado mucho tiempo… —He estado esperando. —Y ese era mi tormento, que no podía estar aquí contigo. Era la primera vez que había sugerido que necesitaba aquello tanto como ella. Sonrió, y de alguna forma, en esa oscuridad extrema, él debió haberla visto. —Te gusta. Pero si me has atormentado, tengo que devolverte ese tormento —su cabeza descendió. Tomó un duro pezón en su boca y succionó, suavemente al principio, y después, mientras ella gimoteaba, con fuerza y destreza. Él la volvía loca. Ya cualquier mujer que recibía a un amante nocturno estaba a medio camino de la locura. Ella llenó sus puños con su pelo, y descubrió lo largo que era… suave y sedoso. Tiró de él, echando su cabeza hacia atrás. —¿Qué quieres? —su voz era un susurro ronco. —Date prisa —estaba fría. Estaba desesperada—. Quiero que te des prisa. —Pero si me doy prisa no podré hacer esto —él bajó aún más las sábanas, acariciando su vientre y sus muslos. Elevando sus rodillas, abrió sus piernas, exponiéndola al frío, escandalizándola, haciéndola aspirar una asombrada inspiración. —Déjame ver —él elevó sus caderas—. ¿De verdad estás preparada? Sus dedos se deslizaron desde sus rodillas a lo largo de la sensible piel de sus muslos, hacia su humedad. Con un delicado toque, abrió sus labios y frotó suavemente su clítoris. —Adoro tu aroma, tan rico y femenino. La primera vez, fue tu fragancia lo que me llevó hacia ti. Horrorizada, ella intentó juntar sus piernas. —Me baño cada noche.
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—No dije que apestaras. Dije que tienes un aroma que me llama y me arrastra hacia ti —sus dedos patinaros por sus muslos, arriba y abajo, apartándolos de nuevo… y eran afiladas, casi como garras. Casi una amenaza—. A ningún otro hombre. Sólo a mí. —¿Eres un hombre? —su pregunta se le escapó, y se arrepintió de ello. Se arrepintió de inyectar la realidad en su delicado y encantador sueño de pasión. —Pensaba que te había demostrado definitivamente mi hombría. ¿Quieres que vuelva a hacerlo? —el matiz de advertencia se había ido; sonaba cálidamente divertido, y el dedo que introdujo en ella era largo, fuerte… y como una garra. El impacto la hizo echar la cabeza hacia atrás, y cuando metió un segundo dedo, sus labios se movieron convulsivamente. —Por favor. Amor, te necesito. —¿Me necesitas? —lentamente, fue sacando sus dedos, los presionó de vuelta a su interior, lo sacó de nuevo… y mientras los introducía en ella, apretó su clítoris entre su pulgar y su índice. Ella gritó. Se corrió. El orgasmo explotó en ella, llevándola de aquella fría e inhóspita ladera de
montaña a una orquesta de fuego. Sus muslos se
aferraron en torno a su mano. Sólo podía ver rojo tras sus párpados cerrados. El calor irradiaba de su piel. Él rió, una irresistible acometida tras otra, alimentando su locura hasta que colapsó, estremeciéndose y jadeando. Él la cubrió con su cuerpo. —No puedo —murmuró, y su voz tembló—. No otra vez. —Sí, podrás. —No. Por favor —ella intentó luchar, pero él se estiró sobre ella. Su cabeza estaba enterrada en su hombro; obviamente él era alto. Su cuerpo, pesado por el músculo, la presionaba contra el catre. Su carne estaba fresca y firme. Sus hombros, su pecho y su estómago se tensaron con vigor, y su corazón retumbaba en su pecho. El poder vibraba en él, y la sostuvo con facilidad mientras la sondeaba de nuevo… pero no con sus dedos. Ella estaba engullida por la necesidad, y su miembro era grande, más que sus dos dedos juntos. Mientras él trataba de introducirse en ella, gimoteó, su cuerpo ajustándose gradualmente a su longitud, su grosor, y mientras tanto, las secuelas del clímax provocaba espasmos en sus músculos más íntimos. Él la mantuvo envuelta en sus brazos, agarrándola como si fuera su salvación.
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Y ella lo abrazó, sus brazos atrayéndolo hacia su pecho, sus piernas aferradas a su cintura, entregándose, absorbiendo… absorbiendo todo su ardor, su necesidad, sabiendo que era un sueño, sin querer nada más. Cuando la punta de su pene tocó su núcleo más íntimo, ambos se helaron. La oscuridad los mantuvo en un capullo de calor y sexo y emociones demasiado extendidas para el confort. Entonces su pasión explotó, brillando lo suficiente como para iluminar la noche. Él empujó y se retiró, con estocadas fuertes y rápidas, arrastrándola junto a él en su búsqueda de la satisfacción. Ella continuó, el éxtasis fluyendo por ella con el calor y la intensidad de la lava. El ritmo aumentó y aumentó, hasta que, sobre ella, su respiración se detuvo. Se encogió, elevándola y sujetando sus piernas a sus espaldas… y se sumergió una última vez. El éxtasis la hizo estallar en pequeños fragmentos de su ser. Se corrió, convulsionándose de placer, hasta que no siguió siendo una austera y solitaria adicta al trabajo, sino una criatura de luz y alegría. Sin prisas, él se dejó caer sobre ella, cubriéndolos con las sábanas de seda y el saco de dormir. Echándose al suelo, tiró de una gran manta sobre ellos… pero no. Ella la tocó con su mano y descubrió pelo, grueso y suave. Piel de algún tipo, entonces. ¿Acaso la había llevado en un viaje al pasado, a un siglo en el que el hombre cogía a la mujer que deseaba como prueba de su destreza cazando? ¿No era esa una mejor explicación que la locura? Mientras
la
transpiración
enfriaba
sus
cuerpos,
mientras
sus
respiraciones y sus pulsos volvían a la normalidad, ella se deslizó con facilidad en su sueño. Se mantenía en el borde del acantilado, el cielo azul rodeándola. El viento soplaba con fuerza, removiendo su pelo y enturbiándole la visión, y en la voz del viento ella pudo escuchar los gemidos de las mujeres de luto, los roncos sollozos de los hombres solitarios, y el aullido angustioso de un niño. Ella trató de dar la vuelta, de alejarse, pero sus pies eran demasiado pesados. Cayó… Antes de golpearse, se despertó violentamente. Se levantó, para verlo saltando para ponerse en pie. Escuchó el clic del seguro de una pistola.
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—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Escuchaste algo? —Nada. Una pesadilla —un fantasma de su mente, uno que la amenazaba desde que era una niña. Desde el día en que su madre había caído desde ese acantilado. Lentamente, su amante colocó algo junto a la cama—un arma de fuego de algún tipo, se dio cuenta—y se deslizó de nuevo dentro de los cobertores. —No estabas completamente dormida. —Eso es cuando yo… Eso pasa siempre que ocurre. —¿Un monstruo? —él retiró los cortos y lisos mechones de cabello castaño oscuro sobre su cara. —Muerte —con un escalofrío, lo envolvió con sus brazos. Se inclinó sobre su estrecha cama en la tienda al pie del Monte Anaya. La oscuridad la presionó; la sensación de que todo estaba mal en ese lugar la oprimía. Odiaba todo eso. Y mañana se despertaría. Él se habría ido. Y ella iría a trabajar, otro día gastado en el infierno. Así que lloró. Él acarició su rostro con la yema de sus dedos, encontrando lágrimas. —No. No hagas eso. Las lágrimas sólo fluyeron con más rapidez. Él la besó. Besó la humedad de sus mejillas, sus labios, su garganta… La besó como si no hubieran hecho el amor hacía diez minutos. La besó con pasión. La besó con decisión. Finalmente, se olvidó de llorar, y no recordó nada más que el deseo. Después, mientras se volvía a dormir, creyó haberle escuchado decir en una lenta y ronca voz: —Me haces real de nuevo.
Capítulo 2 Por la mañana Karen se despertó con el repique de campanas, las bofetadas del frígido aire de la montaña en su rostro, y el tradicional saludo Serpa de Mingma. —Namaste, señorita Sonnet. —Namaste —con los ojos cerrados, Karen esperó en tensión, pero Mingma no exclamó nada sobre un hombre en su tienda, o comentó sobre la nueva piel de animal. Karen abrió sus ojos y escudriñó la tienda que había sido por al menos tres meses su hogar, y lo sería otros dos, si la montaña era generosa y no la
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perseguía con una temprana ventisca. La tienda era de cinco por siete, con suficiente espacio para su catre, un escritorio de viaje con su ordenador y un baúl con todas sus pertenencias personales. Como solía hacer, el amante secreto de Karen había barrido cualquier rastro de su presencia. Él era su secreto, y tenía la intención de mantenerse así. —Agua caliente —Mingma, su cocinera, su criada e intérprete, sostenía un lavamanos que humeaba, se inclinó y lo colocó en la pequeña mesa bajo el espejo. —Gracias —pero aunque Karen sabía que el agua se enfriaría rápidamente, no podía obligarse a sí misma a abandonar la calidez de su nido y saltar desnuda directa hacia el frío. Entonces Mingma dijo las palabras mágicas. —Phil aún no está aquí —Karen voló fuera de su catre. —¿Qué? —Los hombres están aquí. Phil no. —Ese despreciable… —rebuscando en el fondo de su saco de dormir, Karen encontró la ropa interior que escondía allí cada noche y se la puso. Todo aquel proyecto no había sido nada más que mala suerte y problemas, requiriendo cada porción de la concentración de Karen y cada porción de las aptitudes diplomáticas de Mingma para mantener a los hombres trabajando. Ella nunca habría pensado que el subdirector del proyecto, Philippos Chronies sería el principal retraso. —¿Dónde está? —Dejó el pueblo anoche. Estuvo fuera durante horas. Volvió, y ahora su tienda se hincha con sus ronquidos. El padre de Karen nunca le asignaba los mejores hombres a ella, pero Phil era un nuevo golpe bajo. Sabía del negocio, pero dejaba claro su desprecio por los trabajadores nativos. Intentaba coger vacaciones imaginarias de griegos ortodoxos, pero cuando ella señalaba que tenía conexión a Internet vía satélite, y que al buscar no había ningunas vacaciones en esa fecha, se enfurruñaba. Hizo un rápido VPA—vagina, pechos y axilas—y se enfundó en sus ropas: pantalones caqui hechos para calentar y mantenerte en pie en las más duras condiciones, un parka de camuflaje y un sombrero de ala ancha, y unas robustas botas de montaña. —Bien, voy a bajar —salió al exterior. Las campanillas tintinearon suavemente. Mingma la siguió. Las campanillas volvieron a sonar.
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Cuando Karen había llegado por primera vez a ese lugar, había quitado las campanillas de la entrada de la tienda. Pero Mingma se había puesto tan afligida, y tan insistente en que las campanillas mantenían al diablo lejos, que Karen las había vuelto a poner. Porque no le importaba satisfacer las supersticiones de Mingma. Y porque mientras el tiempo pasaba, nada que mantuviese al diablo en su camino había servido con ella. El día estaba calmado. Aún. Silencio. Karen había aprendido lo poco que importaba aquello a esas alturas. —Los hombres no están contentos —dijo Mingma. —Ni yo tampoco —suspiró—. ¿Qué ocurre? —Están cada vez más cerca del corazón del demonio. Karen no se burló. Su padre lo hubiera hecho. Él era el dueño de los hoteles Jackson Sonnet, una cadena especializada en vacaciones de aventura. Los centros estaban localizados en zonas de primera calidad, y ofrecía clases de vuelo, escalada, esquí, camping, rafting, bicicleta de montaña—lo que un entusiasta aventurero quisiera aprender, los hoteles Jackson Sonnet podrían enseñárselo. Cualquier aventura que un turista pudiera imaginar, los hoteles Jackson Sonnet se lo ofrecían de modo que pudiera disfrutarlo. Jackson Sonnet era un genio a la hora de saber lo que ansiaba un aventurero de sillón, él se sentía orgulloso de ser un hombre que podía conseguirlo todo, y se había asegurado endemoniadamente bien de que su hija, Karen, aprendiera todo, sin importar sus miedos. Porque, por dios, él no iba a aguantar a una hija que fuera una cobarde. Escaladores y senderistas en busca del máximo desafío habían acudido en manada al Himalaya, a la cordillera más alta del mundo. Querían peligro y dureza, y lo habían conseguido. La altitud era grande, el aire escaso, y con las inesperadas tormentas y el persistente rumor de matones internacionales, incluso los caminos más transitados requerían resistencia y coraje. Así que el Monte Anaya, situado en la cara seca del Himalaya en el borde entre Nepal y el Tíbet, parecía el lugar ideal donde construir un hotel boutique—al menos sobre el papel. El Monte Anaya tenía la reputación de ser imposible de escalar. Ese era su atractivo.
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Todos los ocho mil—catorce picos sobre los ocho mil metros sobre el nivel del mar—eran duros, tanto que había listas mostrando el número de muertes por ascenso. El Monte Anaya era diferente. Los guías sherpa subían a regañadientes, e incluso había algunos que no lo hacían. Los montañeros hablaban sobre la montaña en tono silencioso, como si fuera un ser vivo, usando palabras como “malicioso” y “malévolo”. La mala suerte descendía en bolsas con cadáveres. Por eso, sólo quince escaladores expertos habían conseguido alcanzar la cima. De ellos, seis perdieron dedos del pie o las manos—uno un pie entero— por congelación. Uno se rompió el brazo por un desprendimiento de rocas y se lo amputó a sí mismo. Dos murieron dos meses después de su triunfo. Uno se volvió demente después de alcanzar la cima. Entre los escaladores que intentaban aquella montaña, se murmuraban leyendas sobre la voz de una sirena llamando a un hombre hacia la muerte, o un inexplicable fuego en la tormenta, o un rostro demoníaco en la nieve. Todos buscaban el desafío. Ninguno se creía nunca las historias… hasta que llegaban allí. Ella no lo había hecho. Con veintiocho años, había supervisado ya la construcción de hoteles en el interior despoblado de Australia, los páramos africanos, y en la Patagonia de Argentina. Cada uno ofreció sus propios desafíos. Ninguno había sido como aquel. —Mientras acomoda a los hombres, prepararé su desayuno —Mingma simplemente había aparecido un día, nombrándose a sí misma como la asistente de Karen. Ella pensaba que Mingma estaba entre los cuarenta y los cien, una viuda de ojos afilados que había enterrado a dos maridos y ahora se mantenía a sí misma. Sus dientes estaban manchados de tabaco, su expresión era serena, y su inglés era bueno. —Haré algo más que acomodarlos —cruzó a grandes zancadas la alta y plana área donde había instalado su tienda, y bajó por el camino que la llevaba a la zona de construcción. Las rocas de la base del Monte Anaya crecían alrededor del punto donde el hotel sería construido. Una vez que los cimientos estuvieran apropiadamente instalados, el hotel estaría a salvo de terremotos, o eso dijeron los arquitectos y los ingenieros técnicos.
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Ella estaba allí desde la primavera, al inicio de la construcción, e inmediatamente se había percatado de que ellos no habían tenido en cuenta a la montaña en sí. El granito caía como gigantes bloques de construcción a lo largo del valle, el legado de unos desprendimientos de rocas tan masivos que habían arrasado con el paisaje. Aquí y allá pequeñas plantas verdes luchaban por asomar, pero estaban condenadas. El fino suelo se aflojaba rápidamente, resbalaba, y las arrastraba con él. Nada tenía permiso para vivir allí, bajo la amenaza de la montaña, gigantesca, inhóspita, cruel. Karen siempre intentaba no mirar al Monte Anaya, pero como siempre la cima atraía su mirada—arriba de la colina, sobre las escarpadas laderas de roca, más allá de los glaciares y las praderas de nieve, a la cumbre del Monte Anaya. Allí el pináculo apuñalaba el cielo azul con una punta de gris y blanco. Montañas, todas la montañas, eran las culpables de sus pesadillas, pero el Monte Anaya… En Sánscrito, significaba “maldición del diablo”. Los nativos creían que la montaña estaba maldita. Después de vivir dos meses en sus sombras, Karen también lo creía. La montaña arruinaba sus días, y su amante nocturno acechaba sus sueños. Estaba atrapada allí por las expectativas de su padre y su propio sentido del deber—y por Phil Chronies. Una docena de hombres estaban repantigados alrededor, apoyados contra las antiguas retroexcavadoras de precios exorbitantes que habían conseguido en el Tíbet, estaban acariciando los yaks, y charlando. Mientras se acercaba, sonrió. Su intérprete, Lhakpa, se presentó e hizo una reverencia. Ella se inclinó y habló sólo para él. —Gracias por hacerte cargo de mis hombres hasta que llegue el señor Chronies. —Sí, por supuesto. Estoy al cargo de ellos —Lhakpa se inclinó de nuevo. —Anoche, cuando se reportó, me dijo que habría explosiones hoy. —Sí. Nos dijo dónde colocar la dinamita —sonrió alegremente. —Yo le digo dónde poner la dinamita. Cuando se acercó al contenedor donde estaba la dinamita, los ojos de Lhakpa se agrandaron. —El señor Chronies se enfadaría si usted… Ella se giró y lo encaró. —¿No has visto al señor Chronies informándome día y noche? —Sí, señorita Sonnet.
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—¿No me has visto dirigir al señor Chronies todos los días, durante todo el día? —Sí, señorita Sonnet. —El señor Chronies me obedece en todo —sonrió con buen humor. Era suficientemente cierto; Phil la obedecía a regañadientes, pero la obedecía. Tenía un sistema, y maldita fuera si dejaba a Phil y su vagancia dejarla en un segundo plano; eso acabaría con su ya precaria posición como una mujer en la ocupación de un hombre. Además, había aprendido el oficio del mejor. Sabía cómo hacer cada tarea en el lugar. Y llevar a cabo la tarea de colocar la dinamita, supo, ganaría el respeto de los hombres, porque, como todos los de su género, se dejaban impresionar por explosiones estruendosas que volaban grandes rocas en pequeños guijarros. Ojalá pudiera creer que la montaña se sentiría igual de impresionada, y le dejaría construir aquel maldito hotel. Se tendió sobre su estómago en una roca sobre el lugar de la construcción, observando a Karen Sonnet mientras el resentimiento y la lujuria irritaban su vientre. ¿Por qué estaba ella allí? ¿Por qué no había podido ser otra persona? Un hombre, preferiblemente, un chico como los demás, que supiera de construcciones de hoteles, que bebiera y fumara, se mostrara dócil con unos chanchullos y corrupción. En su lugar, tenía a Doña Dulzura y Luz. La primera vez que la había visto, había estado esperando en la estación de trenes de Katmandú. Atrapó su mirada; las mujeres bellas lo hacían, y ella era suficientemente hermosa. Baja, probablemente metro sesenta, con una figura esbelta que se veía bien en pantalones de color caqui. Pelo castaño y piel perfectamente bronceada, el tipo que se utilizaba para anuncios comerciales. Pero no pensó mucho en ella, figurándose que sería una de los miles de senderistas que llegaban al Nepal cada año para hacer excursionismo a través del Himalaya. Había sonreído con sorna mientras dirigía a los porteros para cargar su equipo de camping. Le hizo gracia preguntarse cuántos porteros tendría que contratar para que lo llevaran todo arriba y abajo por las sendas de montaña, si llevaba un secador de pelo en ese bulto, y dónde pensaba enchufarlo.
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Justo cuando estaba traspasando su atención a otra fémina, Karen hizo algo extraordinario. Lo miró directamente, y sonrió. Tenía los ojos verdes y azules más extraordinarios que había visto en su vida, con unas largas y oscuras pestañas, y esa sonrisa… Se agitó por alguna clase de placer interior y cambió todo lo que había pensado sobre ella. Era preciosa. Fue azotado por la necesidad. Su sonrisa se apagó. Como si su mirada la pusiera nerviosa y desvió sus ojos. Habló con los porteros; era paciente con su inglés forzado, y sabía unas pocas palabras en nepalés. Él no se movió, sino que llamó a uno de los carteristas que merodeaban por el andén. Lanzándole una moneda, dijo: —Averigua quién es y a dónde va a ir —no es que importara; tenía un trabajo que hacer. No tenía tiempo para obsesionarse con una mujer de ojos color aguamarina. Entonces, cuando tuvo su respuesta, maldijo con una larga letanía. Ella iba a estar justo en la base del Monte Anaya, a menos de un brazo de distancia, meses y meses, construyendo el hotel Jackson Sonnet. Se había calmado a sí mismo con el conocimiento de que sería incapaz de lograr ese desafío. En cambio, había manejado a todos a su alrededor, y si obstaculizaban, les sonreía. Miró a Lhakpa, manteniéndose cerca mientras disponía las cargas. Miró a los otros hombres, todos sonrientes y flirteando mientras se preparaban para la explosión. Estaba cambiándolo todo, y si no miraba con cuidado, lo cambiaría a él, también. Tenía que sacarla de su vida.
Capítulo 3 Karen se aseguró de que los hombres estuvieran a una distancia segura, se hubieran puesto protección en los oídos y encendido la alarma, lo que quería decir que estaban a punto de detonar los explosivos. . . Y empujó el desatascador. El suelo tembló debajo de sus pies. La roca sólida se alzó, desplazó y transformó en escombros, perfectamente ubicados como para ser retirados.
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No había perdido su toque. Quitó las protecciones de sus orejas y esperó, tensa, por el rugido que expresara que había agitado la montaña, y que estaba tomando su venganza en una lluvia de rocas que arrasara toda su obra—y a sus hombres, y a ella. Después de un minuto completo de silencio, uno de los chicos alzó los pulgares. Aclamaron
débilmente.
Lhakpa
y
Dawa
se
dirigieron
a
sus
retroexcavadoras. Los viejos motores rugieron a la vida. Ngi´ma reunió a su equipo de hombres y yacs y fue entrando. Ella trepó el sendero para tomar un desayuno rápido antes de bajar al solar para poner manos a la obra y demostrar el por qué era quien estaba a cargo. Estaba cerca de la cima cuando captó esa sensación, ese sentido espinoso de ser observada. Lo había tenido frecuentemente últimamente, y se volvió y echó un vistazo a las alturas — y allí estaba Philippos Chronies descendiendo por el sendero del sur, su cabeza calva brillando al sol. Phil era griego—canadiense, bajo, amplio en el medio, con un cuerpo que iba angostándose desde su ancha cabeza a sus diminutos pies. No había trabajado antes con él, pero no había tardado más de unos días en ser capaz de juzgar su carácter. Se habían conocido en el aeropuerto en Katmandú, cogido el tren hacia el lugar de trabajo, y dentro de la primera había tratado de tener una relación con ella. Cuando había apuntado a su anillo de boda, se había encogido de hombros y dicho que su esposa conocía su lugar. Karen le anunció que ella no, y lo interrogó sobre su experiencia laboral. Las cosas habían ido cuesta abajo desde allí. Ahora plantó sus botas sobre el suelo rocoso y esperó. Cuando la descubrió, le hizo gestos de que se acercase y presentara su informe. Girándose, terminó su caminata hasta la zona plana donde había hecho levantar su carpa. Un fuego diminuto de bosta de yac deshidratada se quemaba en un hoyo cavado en el suelo. La espiral de humo se elevaba hacia el cielo azul brillante. Mingma le pasó una taza de té dulce y caliente, con mucha leche. —Gracias. Karen envolvió sus manos alrededor de la taza y bebió a sorbos, tratando de calentar la frialdad en su estómago. —Come. Mingma le indicó el pequeño tazón de papas, carne y verduras, mezclado con especias y pintado de verde con. . . algo.
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A Karen no le importaba qué era ese algo. Durante el curso de su trabajo, había comido carne estropeada, queso rancio, y preparado insectos astutamente. Era delgada, musculosa, sabía cómo sobrevivir bajo las condiciones más ásperas. Podía cuidarse, pero no tenía que hacerlo—tenía a Mingma. Sentándose sobre un taburete del campamento, comió con una cuchara hecha de cuerno de yac. Había empaquetado su propio equipo, pero la noche en que había llegado estalló una extraña tormenta, llevándose una caja entera de provisiones desfiladero abajo, esparciéndolas en grietas y en el torrente violento que se formó en un instante y desapareció a la tarde siguiente. Desde entonces, Karen había descubierto que las tormentas extrañas eran la norma aquí. Las lluvias torrenciales extrañas, las tormentas de nieve extrañas, las extrañas tormentas de viento se formaban en la cima de la montaña y se extendían como una mano enorme sacudiendo de la misma manera que a un jején en su monumental costado. No sería golpeada. No podía. No prestó atención cuando Phil se presentó. Mientras se movía, terminó de comer, y solamente cuando dejó su cuchara se dirigió a él. —Phil, dame una buena razón por la que no debo despedirte ahora mismo. —Tengo una. Estaba enfermo anoche, pero he venido a trabajar de todos modos… —¿Anoche? ¿Estabas enfermo? —lo miró directo a los ojos ¿Y por eso estabas fuera visitando a tu novia? Lanzó una mirada resentida a Mingma. —Sí, yo no… quiero decir, estaba buscando a alguien para que me ayudara a recuperarme y así poder venir hoy a trabajar. Usó un blanco pañuelo húmedo para dar toquecitos al sudor que goteaba de su frente ancha. —Un solo chance más, Phil. Un chance, o tú estarás pateando mierda camino abajo. Karen giró la cabeza hacia el solar. —Ve a trabajar ahora. No lo observó partir, pero podía escucharlo chillar órdenes mientras bajaba la pendiente. Poniéndose de pie, se detuvo en el borde y miró al solar. Los trabajadores se aglomeraban de la misma manera que hormigas, cambiando de lugar las rocas liberadas por la explosión. Las retroexcavadoras cambiaban de
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lugar las piedras más grandes, mientras que los inmensos yacs blancos y negros se movían pesadamente tras sus adiestradores, arrastrando los escombros en una pila. Cuando había sido una niña pequeña en su dormitorio en Montana, había soñando con princesas y vivieron—felices—para siempre, ésta no era la vida que había previsto. Mingma se reunió con ella sobre el borde, y las dos mujeres permanecieron de pie en silencio. Finalmente Karen preguntó: —¿Cómo está Sonam? Uno de sus trabajadores había estado cambiando de lugar una piedra con su yac cuando una roca inmensa había caído por la pendiente, golpeado su hombro, y luego rebotado y golpeado a su yac. La clavícula de Sonam estaba fracturada, su yac estaba muerto, y estaba aterrorizado. —Sus huesos se están curando. Mingma dio pitadas a su cigarro, y el humo bajó de entre sus labios. —Pero no volverá al trabajo. Intenta construir en el corazón del mal. Karen había escuchado eso muchísimas veces desde que había llegado. El corazón del mal. Todos parecían saber qué encarnaba. Todos excepto ella, y no quería saberlo. Permaneciendo ignorante, esperaba vencer al monte Anaya. Ahora, conducida por el mismo impulso desafiante que la hizo enfrentar cada desafío que la vida y su padre le lanzaron, levantó sus brazos a la montaña. —¡No vas a echarme de aquí tan fácilmente! Mingma lanzó el cigarro al suelo. —¡No lo haga señorita! No enfade a Anaya. Ya estamos en peligro mortal. Un viento frío viajó rápido por la ladera. Karen se tambaleó de atrás para adelante, aterrorizada por la réplica ominosa. —¿Qué hace que este lugar sea diabólico? Es más que sólo el monte Anaya. Es todo este lugar, con Nepal a un lado, el Tíbet al otro… —Ésa es la verdad, señorita. Mingma encendió otro de los delgados cigarros que fumaba. —Y Warlord es muy fuerte. —Los caudillos ya no existen. No en el mundo civilizado. Pero especialmente aquí. . .
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Las drogas fluían en esta área. Esclavos, también—esclavos machos para trabajar en las profundas minas siberianas, esclavos de sexo femenino para servir a sus amos. Aunque los gobiernos protegían los caminos de montaña, a veces una incursión caía sobre un grupo particularmente rico. Y desde el otro lado de la frontera en el Tíbet, los rumores flotaban por el aire sobre las luchas entre los soldados chinos que controlaban el área e insurgentes. —Todos queremos dinero. Mingma miró la montaña y arrojó una apacible bocanada de humo en su dirección. —No usted. Karen le sonrío. Mingma la miró seriamente y repitió: —El dinero es el mal, pero todos lo queremos. Por eso es que el Monte Anaya atrae a las malas personas como si fuera un imán. —¿Por qué? No tiene sentido. —Pero, sí, señorita, lo tiene. Hace mil años un pueblo habitó la ladera de la montaña. Mingma hizo un gesto hacia el valle. —Vivieron al sol, cultivando la tierra, arreando a sus yacs —su voz fuerte bajó al nivel de un susurro—. Entonces El Malvado llegó. —¿El Malvado? —El mal que camina como un hombre. Uno a uno corrompió a los lugareños, prometiendo poder y gloria si protegerían sus tesoros. Trataron de obtener todo lo que prometió, y aún más y por lo tanto aceptaron sacrificar su corazón. —Su. . . ¿Corazón? ¿Tenían solamente uno? Karen no estaba bromeando. Pero Mingma frunció el ceño, su curtido rostro arrugado por la larga exposición al sol. —Es una leyenda. —Sí, pero de algún modo debe ser verdad. La mirada de Karen se extendió por el solar. Allí incluso la luz del sol estaba matizada del gris. —Escuche. Mingma presionó una mano sobre su pecho. —Hicieron su cruel sacrificio, y cuando su corazón había cesado de latir, se dieron cuenta de cómo El Malvado los había engañado, porque tenían todo el
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poder que pidieron, pero sin un corazón ya no eran más seres vivientes. Se convirtieron en uno con la montaña, corrompiendo el cielo que perfora, la carne de la tierra alrededor de ella, las piedras que son sus huesos. Desde ese día la montaña ha sido cruel, destruyendo a todos los que luchan por vivir en su sombra, todos los que tratan de dominar sus alturas. La montaña guarda los tesoros, enterrados en lo profundo de la angustia y la maldad, protegiéndolos de todos los que los buscan. Las personas del pueblo están para siempre solas, frías y crueles, y ése es su castigo. —Sin corazón. Inevitablemente Karen pensaba en su padre. —Sí, comprendo cómo puedes perder tu humanidad y convertirte en un ser sin corazón, pero no sé si un pueblo puede hacerse uno con la montaña. —¿No escucha por la noche los sollozos de las madres que han perdido a sus hijos? ¿No escucha a los maridos llorar a sus esposas? —la voz de Mingma bajó a un susurro otra vez— ¿No escucha los gemidos de los bebés perdidos, para siempre malditos? Si solo Karen pudiera bromear sobre la pintoresca superstición de Mingma, pero en la noche los había escuchado—y luego en su sueño caía. Caía siempre en la nada. —Desearía no haber venido aquí nunca. Se paseó de un lado a otro. Mingma se reunió con ella, haciendo un recorrido entre la cornisa y el fuego antes de ponerse en cuclillas al lado del hoyo. —No tenía elección. Su destino fue establecido el día en que el creador pensó su primer nombre. Nadie puede librarse de él. —¿Mi destino? ¿Tengo un destino? —Como todos nosotros. Los rasgados ojos marrones de Mingma miraron y sopesaron los movimientos impacientes de Karen. —Claro, pero ahora el mismo me chupa un huevo. Karen regresó hacia atrás, recogió su taza, y vertió un poco de té ella misma. —¿Así que supongo que estamos cavando cerca del lugar dónde los lugareños enterraron su corazón? —El corazón del mal. La montaña lo protegerá contra las máquinas, los hombres—y usted.
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Karen se había entrenado para no sentir. Con un padre como el suyo, ser sensible era rogar por ser lastimada. Pero ahora mismo, cuando los problemas se multiplicaban y perdió el control aparentemente débil sobre su cordura, esto se sintió muy personal. Levantó su mirada resentida a la montaña y se puso de pie —Vamos a terminar con el solar, condenada, y maldigo… Mingma se lanzó a sus pies. —No lo haga, señorita, no maldiga, no provoque al… Un grito inhumano rompió el aire. Las dos mujeres se acercaron al borde mirando desde lo alto el lugar de trabajo. Los hombres estaban corriendo, esparciéndose como roedores fuera de una trampa. Un hombre cayó fuera de su excavadora. Gateó algunas yardas, miró detrás de él obviamente aterrorizado, se puso desesperadamente de pie, y huyó. Phil les estaba gritando, gesticulando desenfrenadamente, tratando de arrearlos de regreso al trabajo. No le prestaron atención. Cuando Mingma miró a los hombres en pánico, su cara estaba quieta, esculpida en piedra. —Así es. Ha comenzado.
Capítulo 4 —Quédate aquí. Karen empezó a descender por el sendero desigual. Mingma agarró su brazo y la detuvo. —No lo haga, señorita. ¡No vaya ahí abajo!
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Pero el deber llamaba, y Karen siempre respondía. —Tengo que hacerlo. —Escape conmigo. Si se va ahora, ¡puedo salvarla! La desesperación colmaba los ojos de Mingma. —Está bien. Seré rápida -Karen la sacudió. Mingma formó un lazo con la ristra de campanas y las enredó alrededor de su propia muñeca. —Señorita, debo partir. ¡Por favor venga conmigo! —Sigue, entonces. Está bien. ¡Te alcanzaré! Karen descendió por el accidentado sendero tan rápidamente como pudo, escuchando el repiquetear de las campanas sagradas mientras Mingma huía en dirección contraria. Cuando alcanzaba la primera pila de escombros, Phil la alcanzó. —Maldita mierda, es sólo una vieja tumba. Una momia, parece. —¿Un hallazgo arqueológico? El corazón de Karen se hundió. Un hallazgo arqueológico era la ruina de la construcción comercial. Quería decir que el trabajo tenía que detenerse mientras llamaban a las autoridades para determinar su importancia y excavar los restos. —Si no se lo decimos a nadie, podemos deshacernos del cuerpo y continuar la construcción… Le lanzó una mirada hiriente a Phil. —Como si nadie fuera a escuchar a esos hombres que gritan escupiendo espuma. —Puedo hacer que se callen la boca —dijo malhumoradamente. —¿Pero puedes hacerlos regresar al trabajo? Caminó hacia la retroexcavadora que todavía se estaba moviendo y la apagó. La situación era obvia ahora. El operador había quitado una de las inmensas rocas fuera del camino, y ahí, acomodado en un hueco, se encontraba un manojo envuelto en tela. El cráneo era evidentemente visible, y eso debió ser lo que despertó el pánico. —Apaga el resto de las máquinas —le dijo a Phil—. No podemos malgastar el gas. Es demasiado arduo de encontrar y tremendamente costoso. Cuando Phil obedeció, se acercó y se arrodilló al lado del cuerpo. Era el cadáver de un niño, tal vez cinco de años, sentado y descansando de lado en un hueco en la piedra, con su mano apoyada bajo su mejilla como si
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estuviera dormido. El aire de montaña seco y frío por altura había secado su piel, estirándola sobre los huesos, manteniendo los rasgos visibles. Había sido una niña bonita. Su fina ropa tejida todavía estaba intacta, con solamente algunos agujeros y los bordes un poco deshilachados, y Karen podía ver los colores descoloridos que decoraban su bata. Un collar de oro martillado colgado alrededor de su cuello y aros de oro perforaban sus orejas, y un brazalete envolviendo su. . . Su angosta muñeca. Otro paño estaba tendido bajo el cuerpo y lo protegía de la piedra fría. Una niña amada. Una niña importante. Una niña enterrada con amor y cuidado-y sacrificada brutalmente. Porque entre los mechones castaño claro que todavía se agarraban a su cabeza, un agujero perforaba el cráneo de niño limpiamente. —Ah. Los ojos de Karen se llenado de lágrimas. —Pobre cosita. Sabía que no debía tocarla-cuando los arqueólogos llegaran, la regañarían con todas sus fuerzas. Pero algo sobre la niña le llamaba. Algo sobre ese homicidio sucedido hacia tan largo tiempo le rompía el corazón. Extendiendo una mano temblorosa, la colocó suavemente sobre la cabeza de la niña-y la niña abrió sus ojos. Eran de color aguamarina, del mismo color que los de Karen-como los de Karen-y la niña la miró. Karen vio la profusión de la pena que llenaba esos ojos antes de que se cerraran otra vez -y el cuerpo se desintegrara bajo su taco. Karen se arrodilló, congelada, descreyendo, sabiendo lo que había visto y reconociendo que era imposible. Echó un vistazo alrededor de ella desenfrenadamente, queriendo a alguien cerca, otro ser humano vivo, pero solamente estaba Phil, sentando en el asiento de la excavadora, maldiciendo al motor mientras pataleaba y gemía allí. Miró la ropa encogida, el oro que brillaba en el polvo de lo que había sido el cuerpo. Y en el sitio donde la cabeza había descansado, donde los huesos de la cabeza de la niña lo habían sujetado, había un azulejo blanco cuadrado se una pulgada de espesor. Cuidadosamente Karen lo levantó de entre los restos. Lo limpió gentilmente con la mano, y le miró fijamente. Era un icono, una pintura estilizada de la Virgen María del tipo que había colgado en residencias rusas durante más de mil años. Su túnica rojo cereza y el halo brillante hacían del icono una obra preciosa, así como los ojos
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grandes, oscuros y tristes de María, mirando directamente a Karen, y la pálida lágrima solitaria que descendía por su mejilla respondiendo a la que descendía de los ojos de Karen. Ésta era la María del sacrificio, la madre que había dado a su hijo para salvar al mundo. La mirada de Karen se dirigió al polvo de la niña masacrada obedeciendo el mandato del diablo. ¿Su madre había llorado cuando impulsaron el pico a través de su cráneo? El pueblo había sacrificado su corazón. . . A gran altura encima de ella, la montaña gimió, y otra vez Karen habría jurado que alguien-o quizás algo-la miraba. Miró a Anaya. El pico se levantaba hacia el cielo, y parecía haber crecido, hinchándose desde el interior, como si los fuegos del infierno lo presionaran hacia arriba. Miró-y lo vio. Un hombre extraño, vestido todo de negro, sereno sobre el borde del despeñadero que miraba hacia el lugar de construcción. Estaba de pie perfectamente quieto, una estatua viviente solo traicionada por su larga cabellera negra y barba movidas por el viento. Él la miró. Ella la miró. Ninguno se movió. ¿Quién era este hombre que la miraba con tal ferocidad? Entonces la voz de Phil, directamente tras ella, la hizo saltar. —Hey, ¿quién es ése? —su mano se acercó por sobre su hombro. Ella apretó el icono contra su pecho. Pero él arrancó el collar de oro fuera del polvo de una antigua tragedia. —¡A la mierda!, ¿piensas que esto es digno de ella? —¡No lo hagas! Envolvió su mano alrededor de su muñeca. —¿Por qué no? —Los arqueólogos estarán furiosos por que la tocaste —No es como si tú hubieras esperado. Sus dedos se movieron sobre el icono que sujetaba. —¡No era como eso! —Sí, claro. Sonrió abiertamente, era todo dientes blancos en una cara redonda y rosada.
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—Fuiste lo suficientemente rápida para agarrar lo que querías. Era total y completamente odioso, un gusano avaro de hombre. . . Esa clase de tipo a quien la montaña malvada atraía. Tal vez estaba en casa aquí, pero ella no. Había visto que los ojos de esa niña se abrían. Sabía ahora que las viejas leyendas eran verdaderas. Y con todo lo que se había entrenado ella misma para ser dura y fuerte, no era lo suficientemente buena para desafiar al diablo. —Voy a sacarla de aquí—susurró. La tierra tembló, sonando de la misma manera que fríos huesos viejos, debajo de sus rodillas y pies. Despacio se puso de pie. ¿Sismo? No, pero a gran altura por encima de ellos se escuchó a la montaña retumbar y tronar peligrosamente. —Phil, ¿escuchaste eso? —Sí. ¿Seguro? Hace eso constantemente. Él plantó sus rodillas en el polvo del sacrificio. —¿Qué pasó con el cuerpo? ¿El aire lo hizo desintegrarse? Me pregunto qué habrá escondido en la ropa. Sacrilegio. ¡Sacrilegio! —Phil, ¡no lo hagas! Otro retumbar agitó el aire, y un chasquido inmenso sonó mientras los huesos de la montaña se rompían. —Phil, vamos. Es peligroso aquí. —En un minuto. El impulso de detenerlo luchó con la necesidad de escapar. Estaba preparada sobre los dedos de sus pies, lista para correr. —¡La montaña está derrumbándose! —¡Mira el oro que enterraron con este niño! Él se puso a excavar entre los restos. Tiró de su hombro. —¡Tenemos que correr! La empujó, sus labios retirados hacia atrás, sus dientes que brillaban de saliva. —Corre, entonces. ¡Esto es mío! Asustado por el demonio de la codicia que veía en sus ojos bordeados de rojo, saltó hacia atrás. Echó un vistazo hacia arriba. Vio el polvo de la enorme
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caída de rocas vibrar hacia ella. Escuchaba el sonido de las toneladas de piedra descendiendo por la montaña. Se dio cuenta de que el monte Anaya había decidido aplastarlos a ellos y su audacia. Corrió. Corrió tan duro y tan rápido como pudo fuera de ese lugar. Del corazón del mal. El suelo vibró. El ruido se había convertido en una cacofonía de piedras haciéndose añicos y un rugido que sonaba. . . de la misma manera que un motor. Una motocicleta grande y negra se plantó frente a ella. Se detuvo. El extraño, el hombre que la había mirado desde arriba estaba sentado sobre el asiento, sus ojos encendidos por la urgencia. La tomó de la cintura, jaladola al asiento tras él. Se aferró a él. Él golpeó el acelerador. Se precipitaron al otro lado del solar, la moto atravesó grietas y rocas. El neumático delantero bailaba a un compás disparatado. No podía controlar la máquina. Iba a matarlos. Pero se paró sobre los pedales. Patinó, se inclinó, lo evitó. Quería gritar de miedo. Y tal vez lo hizo. Entonces una mirada tras ellos la hizo inclinarse hacia adelante, exhortándolo a ir más rápido. La avalancha de rocas los perseguía, alimentada por la rabia de la gravedad y la montaña. Las rocas tan grandes como casas se cerraban de golpe detrás de ellos como las huellas de un gigante, cada vez acercándose más. . . y más. Anaya gimió con el esfuerzo. El polvo se levantó, oscureciendo el cielo, el solar. . . Phil. Phil había desaparecido, aplastado en algún sitio dentro de la gigantesca pila de roca. El Monte Anaya había protegido el corazón del mal otra vez. Girando su cabeza, presionó su cara en la chaqueta de cuero. Olía a agua fría, aire fresco, y desenfreno. Empezó. Conocía ese olor. Había soñado con él todas las noches. Este era su amante-no un sueño, como esperaba; no la locura, como temía; pero un hombre de audacia y coraje. Por supuesto. ¿Quién otro desafiaría la muerte para rescatarla?
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Desesperadamente, se aferró a él mientras el Monte Anaya contribuía con sus esfuerzos finales en su destrucción, haciendo rebotar rocas como inmensas pelotas de goma. Las piedras chocaron, haciéndose añicos en cascos gigantescos, afilados y malvados. Astillas de roca la golpearon. Millones de toneladas de granito arrasaron las viejas sendas, las plantas sitiadas, y todas las pruebas del pasado. La motocicleta alcanzó el lugar más lejano del valle. La nube de polvo los envolvía. El suelo ascendió. Cada colisión de roca contra la tierra hacía cascabelear la moto y la dejaba sin asidero. El Monte Anaya iba a ganar. La muerte los tenía en su apretón mientras la motocicleta se rompía sobre la cima del promontorio y volaba por el airehacia la nada.
Capítulo 5 Karen gritó en serio Su amante rugió en desafío.
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La moto aterrizó duramente en un montón de escombros. La rueda trasera patino. Él ajusto. Acelero. Y se alejaron de la montaña, dejando atrás las murmuraciones y el retumbar de una asesina frustración. El áspero camino los llevó lejos de Monte Anaya. Descendieron convenientemente y arrancaron, mientras zigzagueaban a través de curvas y arroyos diminutos. Entonces un ocasional árbol creció, excavando sus raíces en el fino suelo. La esperanza tan conspicuamente ausente del Monte Anaya existió y se intensificó con cada milla que ellos conducían. Aunque la altura seguía siendo elevada y el aire fino, el terreno había cambiado. Las primeras flores diminutas y penachos de hierba ablandaban la pedregosa austeridad. Finalmente el amante de Karen giró la moto directamente por encima de una colina, cerrando de golpe abajo sobre el acelerador, y condujo como un demonio a la cima, alrededor de una curva… y se detuvo en un prado estrecho oculto directamente por las montañas. Él apago el motor. El silencio repentino era espantoso. Los oídos de Karen todavía sonaban del alboroto que acompañó el derrumbamiento, del rugido de la moto, y ahora ella pudo oír la corriente de un arroyo, un pájaro cantando… sonidos tan normales y dulces, quiso llorar de alegría. La montaña no los había matado. Ésta había hecho todo lo posible, pero ella estaba viva. Ellos estaban vivos. Se deslizó del asiento. Su trasero todavía vibraba de su salvaje paseo. Sus rodillas temblaron alarmantemente. Ella casi había muerto. Se hundió en la tierra. El olor de hierba aplastada llenó su cabeza, y durante un breve momento se inclinó y beso la tierra. Sonriendo, ella lo miro. —Gracias —dijo—. Gracias. Él no la miró. Se sentó completamente inmóvil, casi como si nunca se hubieran encontrado. Y en verdad, ellos no habían. Las noches de ansiedad, la necesidad de sexo apenas podía contar como una introducción. Aun incluso la vista de su tiesa figura podía detener el lento avance de su exuberancia. Un pensamiento la poseyó. Estaba viva.
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Se puso de pie, dio tres pasos, y giro en un círculo como la demente Julie Andrews. Si pudiera llevar una melodía—que ella no podría—habría irrumpido en un coro conmovedor de “The Sound of Music”. Se sentía como si hubiera encontrado el Shangri—la. Aquí en el prado, la luz del sol era clara y pura. Corrió hacía el pequeño arroyo. La caída en forma de cascada en una piscina revestida con piedras lisas, entonces derramadas sobre la cama del arroyo. El agua brilló cuando cruzó las piedras, y ella se arrodilló a su lado. Cuando salpicó el agua sobre su cara, estaba tan fría que la hizo apretar los dientes. Estaba haciendo el ridículo, pero no le preocupó. Estaban vivos. Se rió cuando comprendió que el polvo cernido desde el cielo en realidad procedía de su cabello—la tierra del deslizamiento había caído sobre ella con arena. Se despojo de su abrigo, lo sacudió, y lo abandonó a un lado. Con amabas manos lavó su cabeza, y una puñalada de dolor la estremeció. Cuidadosamente exploró, algo, una astilla de la roca, había un pequeño corte en rodajas en su cuero cabelludo, detrás de su oreja. El lugar se sentía pegajoso, y cuando estiro la mano sus dedos se tiñeron con el carmín de la sangre seca. Aunque sería un pequeño precio a pagar por estar vivo. Ella cerró sus ojos, dobló la cabeza, y le agradeció a Dios, entonces se puso de pie, preparada para hacer frente a lo que podría suceder después. Cuando se giró, él estaba allí. No debería haber estado sorprendida. Él siempre se movía con deliberada cautela. Pero esa vez ella brinco de horror. Él era de seis pies, de amplio hombros y cadera estrecha. El mismo polvo que la cubría lo envolvía por completo, sobre su pelo oscuro, largo y liso, sobre su negra e indomable barba y bigote. Bajo la suciedad que rayaba su cara su piel estaba tostada por el sol. Aunque su estructura ósea fuera vagamente exótica, tal vez Europea, este hombre era Caucásico. Y sus ojos… sus ojos eran negros. No el azul de la media noche, no el castaño sable, no el gris del carbón de leña. Negros. Tan negros que al mirarlos parecían como si se hubieran tragado el iris. Negro, opaco y brillante, como obsidianas, el cristal negro formado en los fuegos de un volcán. Ella intento retroceder. Él agarró el frente de su camiseta en sus puños y dio un tirón acercándola.
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¿Drogas? Sí. Solo drogas podrían causar que sus ojos parecieran como… eso. Drogas… o ella realmente se había muerto en el derrumbamiento, y éste era el infierno, y él era el diablo. Aunque aquí todo parecía tan real. Él parecía real. Ellos estaban cerca, casi tocándose. Él se inclino hacia ella, su respiración tocando su rostro. Y cuando ella miró fijamente en esos ojos, entró en un alma tan oscura y atormentada que nada podría aliviar su dolor. Excepto quizás… —¿Qué piensas que estabas haciendo? —la vos de su amante de media noche, sí, pero baja, furiosa, intensa—. ¿Permanecer allí mientras la montaña se prepara para matar? ¿No sabes la reputación de Anaya? ¿Mingma no dijo que la montaña podría destruirte por tratar de conquistarla? Ninguna persona que haya subido, construido en ella y estudiado ha vuelto entera y sin cambios ¿No sabes el olor del mal cuando este llena los pulmones? Lo huelo ahora. Pero estaba demasiado atemorizada—también era inteligente—para decir eso. —Deberías haberme abandonado. —Sí, debería. Pero no podía ver tu muerte —él respiro con fuerza, su pecho subiendo y bajando como un hombre en agonía—. No tú. Nunca tú. Él podía parecer el diablo, pero sonaba como su protector. Y la besó con toda la desesperación de un animal enjaulado, soltando su pasión como una avalancha sobre ella. Sí. Este era su amante. Ella reconoció su sabor. Pero ellos nunca se habían besado así. Él la arrastró en su abrazo, la sostuvo furiosamente. Lo que había pasado previamente entre ellos podría haber sido un juego apasionado comparado a su necesidad actual. Él la consumía, mientras tragaba su respiración, su voluntad. Él la quemó con su fiebre, y detrás de sus ojos cerrados ella vio las erupciones de carmesí y oro, las señales luminosas de angustia descargada. Desequilibrada, se asió a él, el arroyo balbuceaba detrás de ella, su locura llamándola en… y ella le devolvió el beso. Porque estaban vivos. Ella nunca había estado tan viva.
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Este hombre, que había mostrado su placer por encima de todos, la había salvado de la muerte, le había traído aquí a este lugar perfecto, y ahora él la quería. La quería a ella. Bienvenidos al infierno.
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Capítulo 6 Karen se olvidó de su extraño amante, oscuro, ojos brillantes y recordó sólo su habilidad. Levantando sus piernas, deslizó una alrededor de su cadera. Él agarró su trasero, girando alrededor, y sin moverse un paso, la dejo sobre el césped. Sus manos volaron, mientras bajaba la cremallera, bajando sus pantalones y bragas por debajo de sus rodillas. Gruñó con frustración cuando sus botas lo detuvieron abruptamente. Removió una fácilmente, pero los cordones de la segunda estaban anudados, y en la profundidad de sus ojos negros ella vio una llamarada de rojo. Rojo como el fuego. Rojo como las llamas del infierno. Con una sacudida, volvió a la realidad. Ella trató de sentarse. —¡No! —en un movimiento eficiente, él le quito el pantalón de su desnudo pie. El terreno, con hierba exuberante, fue sorprendentemente fresco. Él extendió sus piernas—y se detuvo. Y miro. Miro como si nunca antes hubiera visto a una mujer. Ciertamente, nunca se había revelado a sí misma de manera audaz. Ella trató de utilizar sus manos como protección, pero él las capturo. —No —dijo de nuevo. Tomo ambas muñecas con una sola mano y uso la otra para abrirla a la luz y al aire. Sus dedos bajaron al su centro, una rápida y ligera caricia que trajo una máxima alerta a cada nervio femenino. —Yo nunca había visto algo tan hermoso —susurró él. Arremolinó la punta de un dedo dentro de ella—, suave y rosada, inflamándose cuando lo toco… Involuntariamente ella se apretó, sosteniéndolo allí. Él cerró sus ojos, su cara un estudio de agonía del deseo. Entonces él vino, con urgencia. Abrió la cremallera y se despojó de sus pantalones vaqueros hasta sus rodillas. Brevemente ella vio su erección, sólida, ancha, exigente. Él la abrió, colocándose sobre ella y empujo dentro. —¡No! —intentó incorporarse. ¿Por qué?, ella no quiso saber—ella necesitaba de él tanto como él necesitaba de ella pero esto... esto era demasiado, demasiado pronto, no el tenido glorioso amor, sino una afirmación frenética de vida. Ella quiso detenerse. Necesitó llegar.
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Él ahuecó sus muslos, usó las curvas de sus brazos para extenderlos más, los elevó, y empujó de nuevo. —¡Maldito¡ —estaba desvalida contra su fuerza, desvalida para detener la llama que entró en su torrente sanguíneo y corrió a través de sus venas. Se agarró a sus brazos, clavando las uñas en su chaqueta de cuero, y usó ese echo para alzarse una y otra vez a si misma, pequeños movimientos que chocaban con su necesidad y la alimentaban. Como si ella hubiera hablado, él dijo, —¡Esta bien! —y rodó, trayéndola sobre él. Su pelo negro se extendió sobre el césped verde. Su rostro bajo la barba era duro, y sus ojos eran estrechas aberturas de demanda. Él soltó su agarre. —¡Corre, entonces! Él era un hombre de huesos grandes. No podría montarlo y tener sus rodillas sobre la tierra. Así que, con sus manos en su desnudo vientre, ella se empujó, puso sus pies debajo de si, y montó. Era decadente. Estaba delicioso. Ella le sirvió a él. Ella se sirvió a si misma. Escuchó sus gemidos y le hizo sufrir. Sondeó para sus propios placeres y repitió los movimientos que trabajaron para ella. El sol pego sobre sus hombros. La brisa acarició sus pezones. Bajo ella él se retorció. Dentro la estiró hasta el límite. Era un animal hermoso, con sus largos y fuertes músculos, estrechos en sus grandes manos. Y algo de él corrió bajo su piel, en su sangre, mientras al mismo tiempo él respiraba profundamente, como si su ser alimentara su corazón, su alma. Sus muslos ardieron con el ejercicio cuando subió y bajó, subió y bajó. Ella jadeó fuertemente, luchando por atraer bastante del efímero aire fresco para sostener esta carrera hasta el final. Se movió más rápido y rápido, arrastrándolos hacia la realización. El orgasmo tomó el mando de ella, un breve y glorioso clímax que golpeo y se extendió a sus sentidos para incluir el mundo entero, y que redujo su atención a él—y a ella. Pensó que él era hermoso cuando se puso debajo de ella, feroz, indisciplinado, salvaje, con pasión.
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Terminaron demasiado pronto. Alzo los brazos en un exceso de júbilo, se reía en voz alta. Ella nunca había estado tan viva y feliz. Había escapado del monte Anaya. Ellos habían escapado de la muerte. Se derrumbó sobre él, jadeante, exultante. Él envolvió sus brazos alrededor de su espalda y rodó una vez más. Estaba bajo él, con el calor de su cuerpo entre las piernas, la tierra fresca debajo, y alrededor de su cabeza pequeñas flores blancas floreciendo. La miraba como desconcertado. Ella miró fijamente por detrás, sonriendo, recuperándose de su locura. Despacio su oscura mirada la devolvió a la normalidad, después a la cautela. Había tenido sexo con este hombre, él la sostuvo en sus brazos mientras dormía a su lado, confió en él para salvar su vida. Pero aún no sabía nada de él, y sus ojos… sus ojos la enfriaron con el mismo sentido de desastre inminente que había experimentado en las laderas del Monte Anaya. Con los dedos de la mano él empujo sus cabellos fuera de su rostro. —Tú no debías haber hecho eso. —¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Yo no debía tener sexo contigo? —dijo ella con tono amargo—, no sabía que tenía opción. —No deberías haberme hecho eso. No te debería haber gustado. Sobre todo no deberías haberte reído. Lo miró fijamente. Parecía tan severo, como un ministro evangelista predicando el Antiguo Testamento. Ella se esforzó por un divino significado. —No estaba riéndome de ti, si eso es lo que piensas. Estaba riéndome… —De alegría. Lo entiendo. La observó tan estrechamente, que se sentía como si su mirada restregara su rostro, revelando más de lo que ella quería que él supiera, y la hizo consciente de su peso presionándola sobre la hierba, sus piernas extendidas, su peligrosa vulnerabilidad. Se removió incómodamente. De nuevo él le acarició el cabello. —Algún día me gustaría poder reír de nuevo. —No me río así muy a menudo —ella no hacía nada de esto muy a menudo. —Sin embargo —con claro signo de renuencia él se apartó de ella. Se puso de pie y se desnudó, una eliminación rápida, eficiente de ropa y botas.
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Él arrojó todo sobre el suelo, después se situó sobre ella, mirando hacia ella, sus puños apretados y sin desgarrar. Sospechar que él levantaba pesas era absurdo, más bien era que llevaba una vida al borde de la civilización, donde solo Dios sabía lo que hacía para vivir, aún así era alto y delgado, un listo depredador con la fuerza envuelta en los músculos de sus brazos, en el volumen de sus hombros, el poder rasgando de su vientre. Su miembro y bolas colgando entre sus piernas, y auque estaba débil, ella sabía muy bien el tamaño y el poder que ejercía allí. Manchas irregulares de negro carbón grabadas en su pecho y brazo. Las marcas parecían formar rayos, pero fueron encogidos, jalandas en los borde de la piel, comiendo su carne. No podía ignorarlas, y la compasión le hizo preguntar, —¿Qué te paso? Inclinado hacia abajo, capturo sus muñecas y la puso de pie. —No es nada. —¿Nada? —tocó una ligeramente—. Parece una quemadura, pero hay una forma… ¿no hay…? —Es una marca de nacimiento. —¿Es doloroso? —No —se apartó de ella. Independientemente de lo que las marcas fueran, él era sensible sobre ellas. Y la manera en que la miró, como un hombre que había llegado a una decisión, la hizo pensar. No quería pensar. Pero ella era, sobre todo, una mujer de sentido común, una mujer que era fuerte por necesidad, una adicta al trabajo que pasaba su vida de completar un trabajo a otro. Hasta que este hombre había visitado su tienda, ella no se había molestado en tener amantes por años. Un amante eran muchos problemas. Un amante siempre requería atención, y ella no tenia tiempo que perder. Ahora se sentía como si hubiera renacido para este mundo; muy abierto, muy crudo, muy nuevo. ¿Ella estaba como un niño que experimentaba nuevas emociones—o eran viejas emociones conseguidas gratuitamente? No sabía. Pero sabía que su falta de disciplina podría tener consecuencias. Sus pantalones colgaban alrededor de una pierna. Su camiseta se torcía alrededor de su cintura. Estaba de pie al lado de una bota. Había tenido sexo sin
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protección, sexo—oh, Dios, ¿en qué había estado pensando? —y su corrida mojaba sus muslos. Nunca había hecho algo tan escandaloso en su vida. Los rayos de sol se vertieron sobre ellos. Podía ver todo de él con demasiada claridad, y las preguntas zumbaron a través de su mente. ¿Qué ahora? ¿Qué si estoy embarazada? ¿Quién era él? Y, Este hombre es un salvaje. Ella sabía qué en sus huesos. Que había sido, después de todo, ¿por qué lo recibió en su cama por la noche? Agarrando la cintura de sus pantalones, los arrastro a lo largo de sus piernas en lo que esperaba pareciera un intento casual de vestirse. —Yo sé que ya has hecho mucho, pero si puedes llevarme al teléfono más cercano. Tengo que llamar a mi padre, decirle lo que pasó. De Phil se a de notificar a sus parientes más cercanos. Hacer arreglos para pagar el alquiler del equipo que hemos perdido —preocupaciones y responsabilidades retornaron en tromba a su mente—. ¿Piensas que Mingma escapo?
¿Mi cocinero e
intérprete? Ella dijo que iba a correr. Escapo, ¿ella no lo hizo? —Mingma está bien —dijo él sin expresión alguna en su rostro o voz. —¿Realmente? —ella hizo una mueca de dolor por su tono—. ¿Cómo lo sabes? —Mingma es lo bastante inteligente como para reconocer el peligro cuando lo ve. Qué aparentemente es más de lo que tú puedes hacer —se arrodillo ante Karen, desató su bota, y la arrastró a él y sus pantalones. Karen no sabe si se refería al peligro de Monte Anaya o el peligro que representaba. Ella se echo hacia atrás. —Mira, no sé lo que piensas que estás haciendo… —realmente, estaba bastante segura de lo que él pensaba que estaba haciendo, pero la cautela había nacido en su fea cabeza. —Vamos a tomar una ducha —él dio tironeo su cabeza hacia la clara y fría cascada. —No. Espera. Yo lavé mi cara en esa agua. Por no mencionar que yo subí en Montana a las Rocas del Glaciar del Parque Nacional. Cuando era una niña estaba de rodilla en un riachuelo justo como allí, construyendo un dique fuera
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de rocas. Así que sé sobre lo que estoy hablando cuando digo que no voy a usar ese arroyo para un baño —retrocedió. —¿De qué otra manera te propones asearte? —él sonaba prosaico, no peligroso, como un tipo que habría encontrado en la universidad—. Si el agua esta fría, tu puedes acusarme de duras intenciones. Él usó su velocidad adquirida para despojar lejos sus pantalones. Monte Anaya había destruido sus últimos tres meses de trabajo. Había perdido a un hombre en el sitio. Había vislumbrado finalmente a su amante y se percató de que no estaba loca—pero tal vez el lo estaba. No pensaba que tuviera una onza de humor negro. Pero ahora se encontró con una mueca. —Bueno. Es verdad —ella miró a su alrededor. Estaban en el borde de una frontera sin ley, con el vislumbre más magro de civilización por lo menos a un día en coche. No había nadie que los viera y, más importante, no había forma fácil de limpieza. Miró abajo hacia sí misma. Su camiseta estaba mugrienta. Sus piernas estaban desnudas. Ahora que él lo mencionaba, se sentía del tipo arenoso. Una hora más no haría ninguna diferencia para el mundo exterior. Una brisa crujiente alivió a través de los prístinos valles de montaña. Con un grito que hizo eco en las paredes del valle, ella asió el dobladillo de su camiseta, despojándolo por encima de su cabeza, y corrió hacia la cascada. Detrás de ella oyó un grito similar. Corrió mas allá de ella, levanto alto sus pies descalzos, y cayó al arroyo en segundos por delante de ella. Heladas gotas rociadas en el aire. Él se deslizó hasta pararse, y ella se abrió camino hacía él. Él la envolvió en sus brazos y la empujó bajo la cascada helada. Gritó ella en severa agonía, y se rió y salpicó cuando él utilizó sus manos para lavar todo su cuerpo. Ella frota su espalda, sensación tonta, caliente, más libre por un tonto segundo. Ellos no demoraron; estaba demasiado frío. Pero se lavaron, y ella supo por qué él siempre olió tan fresco y salvaje cuando fue a su cama. Primero él venia aquí, a la cascada. Él la sacó del agua y agarro su cintura con las manos. Ella lo miró a y se rió. Su rostro cambió sutilmente, de la diversión compartida a la rigidez, una desolación que rompió su corazón. Entonces él las dijo, las palabras que la llevaron del dolor a la rabia. —Nunca te dejare ir.
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Capítulo 7 Karen caminó detrás de este hombre que no conocía… este hombre que conocía tan íntimamente. —¿Qué quieres decir, con que nunca me dejarías ir? —relajado, seguro en su decisión, la escrutó, sus ojos negros impenetrable—. Mira. Tú me salvaste. Estoy agradecida. Pero eso no significa que quiera permanecer aquí. Tengo un trabajo que hacer, y me propongo hacerlo —deliberadamente ella le dio la espalda y camino hacia la primera pieza de su ropa, luego a otra, recogiéndolas y dándoles golpes para eliminar el polvo de ellas. Ella estaba húmeda, fría y temblando, pero no le mentiría a él. Temblaba porque tenía miedo. ¿En qué se había metido? Saltó cuando él dio un paso más hacia ella, silencioso como un gato, entonces lo miro para ver que haría después. Y, porque no podría ayudarse, observó la forma en que los largos músculos su espalda y trasero se curveaban y se contraían y estiraban bajo su dorada piel. Él abrió las alforjas de su motocicleta. Sacó unos vaqueros de estilo comanche y se vistió con ello, y tiró una camiseta sobre su cabeza. Rebuscando dentro, sacó otra camiseta y lo sacudió en su dirección. —Está limpia. Póntela —tiró otro par de vaqueros—. Puedes enrollarlos en las piernas. Ella se detuvo, intentando decidir,
mientras que sus órdenes de
comando la ofendían, su propia ropa estaba polvorienta y sudorosa. Recogiendo sus botas, él los tiró adelante, entonces metido la mano atrás en la funda de su arma. Se volvió enfrentarla, una Glock semiautomática sostenida en su mano. —Ponte mi ropa. Su corazón se detuvo—después corrió. Él no quiso decir eso. —Tú no me dispararás. —¿Porque tuvimos sexo? Yo no contaría con eso —esos extraños ojos negros la miraron, y ella no tuvo ni una sola pista de lo que había detrás de ellos—. He tenido muchas mujeres, y no doy ni una mierda por cualquiera de ellas. Lo que ella creyó. Oh, Dios. Ella realmente lo creyó. ¿Debía luchar? Obtuvo cinturón negro en el jiu—jitsu; en su línea de trabajo, en los lugares en el mundo que visitó, la autodefensa tuvo sentido. Pero su maestro era Vietnamés, un veterano de la guerra con los americanos, y le había enseñado a evaluar una situación. Esto parecía severo.
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Esto parecía imposible. —¿Qué vas hacer? ¿Correr desnuda a través del prado mientras yo te cazo con mi motocicleta? —su amante montó al asiento y puso su mano en el arranque—. ¿Subir las piedras mientras yo te uso como práctica del tiro blanco? Un reciente recuerdo ardió a través de su mente congelada por el miedo. La niña sacrificada para el mal y enterrada bajo las rocas con joyería de oro y un icono santo. Karen miró abajo a sus manos. Sostuvo su abrigo sujetándolo fuerte con los puños, y anduvo a tientas por el bolsillo. Sintió la pieza... pequeña cuadrada… la niña le había pasado el icono para custodiarla. —No quiero que me uses como objetivo de práctica —Karen tenía que vivir para proteger el icono. Entonces tendría que esperar el momento propicio y sorprender a ese monstruo con una patada que lo dejara fuera o, aún mejor, lo matara. —Entonces ponte la ropa —el arma permaneció estable sobre ella—. Y tu abrigo y…botas. Deja el resto de las cosas aquí. No las necesitaras de nuevo. Ella hizo como le dijo, vistiéndose en silencio, sabiendo que no había tenido ninguna otra opción de rescate, aún maldiciéndose por ser tan idiota y entregarse él. Los vaqueros estaban flojos alrededor de su trasero, y enrollo el dobladillo cuatro veces para poder andar. Cuando se envolvió en su abrigo, deslizo la mano en el bolsillo y desplazo los dedos a lo largo del borde del icono. El recuerdo del apacible rostro de la Virgen le dio el coraje para preguntar, —¿Quién eres tú? —Warlord. Yo soy Warlord. —¿Eres un mercenario? —¿uno de los asesinos despiadados que se alimentaban de los vecinos y turistas? ¿Podría su situación empeorar un poco? Podría. Él la miró directamente, sus obsidianos ojos vacíos de emoción. —No un mercenario. Yo soy Warlord. Cuando el sol se puso, el hombre que se llamó Warlord condujo su moto por un camino empinado, estrecho y recto hacia una cara escarpada de la piedra. Karen quiso esconder sus ojos, pero en el último segundo el camino se desvió, Warlord siguió, y la motocicleta rugió protegido por tres lados del acantilado y el cuarto por una hondonada lejos en el espacio. El humo de una docena de hogueras en el campamento se retorcía en el aire claro. Cien hombres, vestidos como Warlord, con el pelo y barbas como
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salvaje y enredado, sentados en cuclillas en grupos alrededor de las llamas, cocinando, charlando, jugando video juegos sostenidos en sus manos, bebiendo y leyendo. Cada cabeza se volvió en su dirección. El silencio cayó. Los hombres los observaron—observando a ella—con agudo interés. Entonces retornaron a sus comidas, sus conversaciones. Era como si la pareja en la motocicleta fuera invisible. Como si. . . ella fuera invisible. Warlord condujo lentamente la moto a través del campo, torciendo y dando vuelta entre los hombres. Condujo más allá de un enorme hoyo, por el fuego, en el centro, ahora frío y ennegrecido por el carbón de leña. Karen agarró la chaqueta de cuero de Warlord con palmas sudorosas. Oyó retazos de inglés hablado con diferentes acentos, de francés, de alemán, de lenguas asiáticas, y un lenguaje que no podía identificar. En voz baja preguntó, —¿Qué es este lugar? —Nuestra base. —¿Para qué? —Nuestras incursiones. Mercenario. Dijo que él era Warlord. —No puedes ser el único Warlord —dijo ella. —Soy acertado. Soy brutal. He vencido a todos mis rivales. Soy el único Warlord que importa en esta parte del mundo. Como un animal mudo, ella ciegamente había corrido con él, había confiado en él para guardar su caja fuerte, y había caído en esta trampa. —Todos ellos te han visto ahora —dijo Warlord—. Ellos saben que aspecto tienes. Saben que si corres, ellos conseguirán detenerte. Yo te sugeriría que no corrieras. Podrían disfrutar mucho con ello. Hizo que se enfermara con su amenaza, pero ella contestó con suficiente positividad. —Cuando corra, no les dejaré atraparme. Por un segundo soltó el manillar, capturando sus manos, tiró hacia adelante hasta que ella descansó contra su espalda, mejilla a la ingle. —¿Acaso estás bajo la pintoresca impresión de que lo estoy pasando bien ahora mismo? —farfulló—. Pon tus manos en el manillar, tonto. Él se rió, un estruendo profundo de su cuerpo, y tomó el mando de la motocicleta otra vez.
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Ella observó su entorno a través del crepúsculo ahondando, mientras intentaba suponer qué tienda sería suya. Suya. . . y de Warlord. Hasta que pudiera escapar. Porque no importaba lo que él dijera, qué amenaza le hiciera, se escaparía. Era inteligente, con buena salud. En el invierno de sus dieciséis su padre la había enviado hacia el yermo de la montaña con solamente el mínimo de equipo, y había sobrevivido sola a una brutal semana. Y Warlord no podría mirarla cada minuto del día. Cuanto más lejos entraban en el campo, más se hundían sus esperanzas. Quizás Warlord no podía mirarla, pero a menos que el campo se vaciara cuando la tropa se fuera de incursión, ella podría mirarlo. Cuando se acercaron al extremo del valle, él detuvo la motocicleta y señaló. —Aquí es donde vivo —la mirada de ella subió y subió. Una plataforma de madera construida veinte pies sobre el suelo del valle, y en el acantilado. Encima de la plataforma estaba las más grande tienda que ella alguna vez hubiera visto, y había visto en abundancia. —Es de construcción tradicional, caliente en invierno, fresca en verano. Yo vivo aquí—y ahora tú lo haces, también —dijo él—. Estarás cómoda. —No, yo no quiero. —Entonces estarás incómoda. Tú eliges —él manejó la motocicleta por una hendidura en la piedra y bajó, entonces la estabilizo en lo que ella se ponía de pie. Sus piernas estaban inestables—por el hambre, el miedo, el largo viaje hasta ese lugar. Apoyándose contra la piedra, comprendió cuan atrapada estaba realmente. Mientras iban montados ella debería haber torcido sus orejas o picado los ojos. Sí, ellos se habrían destrozado, pero habría tenido una posibilidad de saltar a la libertad… —Ven —él tomó su mano y la arrastró detrás de si. Ella planto sus talones. Sin mirar atrás, él dijo, —¿Quieres que yo te lleve? Eso podría proveer a los hombres con entretenimiento —con su mano libre gesticulo hacia la raquítica escalera que llevaba a la tienda— . Y si nos caemos, sería un largo camino a tierra. Ella tropezó hacia delante bajo la presión de su agarre. Él la empujó los primeros pasos a la escalera.
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Estaba empinado, con una casi escalera de mano, y para sostenerse ella se dobló para asir las bandas de rodadura de madera sobre ella. —No camines por el tercer escalón. Se romperá bajo tú peso —cuando ella dudó, él la empujó de nuevo— . Ve. Ahora no estoy interesado en ti. Las mujeres agotadas no tienen ninguna vida con ellas. Esperaré hasta mañana, cuando hayas comido y dormido y seas capaz de luchar. Él era tan bastardo. Un bastardo completamente acertado. Tenía hambre, estaba sedienta y cansada. Los pantalones que le había dado estaban deslizándose, y los dobladillos se habían soltado. Ella usó una mano para mantener el cinturón, y mantuvo la otra en la escalera, y sus ojos se alzaron resueltamente a la plataforma y la tienda. Si él cumplía la promesa que le hizo y saliera dejándola sola esa noche, mañana tendría la energía e inteligencia para encontrar una salida de esto. Incluiría probablemente un rescate. Asustadizamente, él hizo eco de sus pensamientos. —Imagino que tu padre pagaría bien por recupérate. —¿Qué sabes tú de mi padre? —soltó ella. —Sé que posee la compañía para la cual trabajas. Por fin entendió el motivo del secuestro. Rescate. Por supuesto. Nada más tenía sentido. —Deberías haber investigado un poco más de información sobre tus posibles víctimas, porque mi padre no pagaría ni una moneda de diez centavos por recuperarme. Allí estaba. Le había dado la verdad sin adornos. —¿Tú esperas que me crea que él no se preocupa por su única hija? —Yo no doy una maldita cosa por lo que tú creas —ella deseó que los escalones tuvieran un barandal, algo que le diera la ilusión de protección de una dura caída. Él rió, un sonido bajo de entretenimiento que lamió a lo largo de su espina dorsal. —Sí tú padre es verdaderamente indiferente a ti, es bueno saberlo. Así no tendré que preocuparme porque envíe ayuda. —No —dijo ella amargamente—, no tienes que preocuparte sobre eso. —No camines en el cuarto de la cima. Ella vaciló, contó, entonces subió en un largo paso.
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—Sí me consigues un martillo y algunos clavos, arreglaré esto para ti — dijo ella sarcásticamente. —En caso de un ataque por un grupo de mercenarios con aspiraciones por mi valle y mi territorio, esos escalones me darán los segundos extras que necesito para matar algunos más de ellos. —Oh —ella usó sus codos para moverse poco a poco a su manera de subir a la plataforma. Los dos—por—ocho tablas eran elásticas, las cabezas de los clavos estaban mohosas, y cuando ella miraba hacía abajo podía ver la tierra a través de los huecos en las tablas. Él sonrió abiertamente cuando la miró acercarse lo más posible a la tienda y detenerse, con la mitad del cuerpo inclinado, lista para dejarse caer sobre la plataforma—o el mundo—, intentó enviarla dando volteretas sobre el borde. Ella miraba hacia abajo. —¿Qué fue eso? ¿Un ataque? ¿Y una matanza? —La matanza es una tradición en la frontera —ligeramente él saltó a estar de pie a lado de ella, mientras observaba minuciosamente cada movimiento en el valle y en las montañas—. Pero no te preocupes. El valle es casi impenetrable. Los atacantes tienen que subir la montaña que los rodea antes de que puedan subir el precipicio, y mientras ellos lo hacen, nosotros los cogeremos fuera como los patos en una galería de tiroteo. —¿Qué si ellos usan helicópteros? —Son mercenarios que no están bien financiados —capturando su muñeca, tiró a lo largo de la estrecha cornisa hacia la entrada. Por un alarmante momento ello miró sobre el borde y todo el camino hacia abajo. Justo como en sus pesadillas, el terreno se apresuraba a encontrarse con ella. Echó un imprudente paso atrás, tropezando con una clavija de la tienda de campaña, y casi se cae de trasero. Con los brazos al viento, se tragó un grito. Warlord la arrastró hacia delante, a sus brazos, y la sostuvo. —Le tienes miedo a las alturas. —No, yo no —al menos, no debería tener. No cuando allí era mucho mejor alejar el miedo de inmediato. —Esta es la pesadilla que te despierta. Ella lo negó automáticamente. —No, no lo es.
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—Estas son las montañas más altas en el mundo. Las más peligrosas. Si tienes miedo, ¿por qué tomaste ese trabajó? —Yo no estoy asustada —dijo ella rechinando los dientes. El sol se había ido. La luz de las estrellas apenas brillaba. Las fogatas del campamento fluctuaron abajo a lo lejos, y ella no podía ver realmente su cara. Pero por la inclinación de su cabeza supo que la estudiaba, y justo como habían sido aquellas noches cuando él visitó su tienda, ella pensó que él veía claramente en la oscuridad. No quería que la viera asustada. El miedo siempre liberaba la horrible burla, así que inclinó su barbilla y sonrió herméticamente. —Tengo una pregunta. ¿Me compartirás con tus hombres? —no debió haberle hecho pensar en eso, pero tenía que saber. Había demasiados hombres afuera, y ella tomaría esa picada fuera de la montaña tomando la opción entre eso y ellos. Cogiendo el frente de su camisa en un puño, él se inclino cerca de su cara, y cuando habló, su respiración acarició su rostro. —Yo no comparto lo que es mío. Y tú eres mía; no cometas ningún error sobre eso. Mía para siempre. —Para siempre es mucho, muchísimo tiempo. —Una eternidad —sin advertirlo e inesperadamente, la atrajo a sus brazos, y en un simbolismo que no estaba perdido para Karen, él cruzo de un gran paso a través de la apertura de la tienda.
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Capítulo 8 Los brazos de Warlord se apretaron alrededor de Karen. —Bienvenida a casa, novia mía. Sí. Le había presentado su reclamo, y la había tratado como una novia, pero una novia de los días en que los hombres capturaban a sus mujeres y las retenían por la fuerza hasta que las entrenaban para ser dóciles y sumisas. Tendría que esperar en el infierno a que eso ocurriera. —Podrías querer mantener vigilada a tu novia, o te clavará un cuchillo entre las costillas. —Toda relación debe enfrentar pequeños problemas para que termine resultando. La dejó resbalar hacia abajo hasta posarse sobre sus pies. —Wow. En todos los años que le llevó fortalecerse a sí misma, Karen nunca había visto algo así. Dos atroces linternas de campamento pendían de ganchos desde el techo y derramaban una luz blanca sobre el interior espacioso de la carpa. La concha
exterior
no
difería
en
absoluto
de
cualquier
campamento
Norteamericano, pero dentro. . . Una suntuosa alfombra de lana echa a mano cubría el piso, e inmensos tapices colgaban a lo largo de las paredes. Para aislar contra el frío, suponía Karen, pero también para dar la abundancia de su belleza a la morada de un trotamundos. Al parecer el hombre—un incursor—se había apoderado de lo que deseaba. Al mirar en esa dirección un árbol airoso de la vida crecía sobre un fondo verde. En otra dirección un caballero medieval cabriolaba al otro lado de un campo. Una pared era una versión moderna de un lago azul en el crepúsculo, y en la otra un arco garboso con rosas rosa que se volcaban a un sendero. La alfombra era de una gloriosa cachemira en tonos crema, borgoña y negro. —Supongo que el término "Feng Shui" no te significa nada, ¿no? —No se nada de comida china. ¿Estaba siendo gracioso? No podía saberlo, y realmente no es como si fuera a reírse. El resto del mobiliario era una mezcolanza, como los tapices—había dos baúles, un escritorio provincial francés, una silla de escritorio ergonómica, una mesa de centro con almohadones tirados alrededor de ella como asientos informales, o tal vez para cenar, Karen no sabía cuál. No le importaba. Porque también estaba la cama. . . . Ah, la cama.
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No era nada más que un colchón queen—sized puesto sobre el piso en un marco de cama sin patas, con una cabecera de latón y postes con un dosel de red—mosquitero. Los postes brillaban como si alguien le sacara lustre a diario, una pistolera de cuero angosta estaba atada con una correa a uno de los pilares verticales, almohadas hinchadas coquetamente, parecía que el glorioso artilugio murmuraba sobre pecado y seducción. En su lugar gritaba descanso y relajación. —¿Qué clase de colchón es ése? —preguntó. —Un Sealy. Gimió con un placer totalmente diferente al placer que había experimentado en sus brazos. —Mi dios, ¿cómo lo conseguiste aquí? —¿Por qué te preocupas? Tomó el cuello de su abrigo y trató de levantarlo. Envolvió sus brazos más fuertemente alrededor de sí y lanzó una mirada furiosa. Tiró. —Quítate el abrigo antes de acostarte. —No. En un ademán elaborado retiró sus manos. —Estaba haciendo de caballero. —Ese barco ya ha partido. Por un momento pensó que iba a reírse. —Me recuerdas a. . . —¿A qué? —Casa. Le dio un empujón sobre el hombro. —Vete a dormir. Tengo que averiguar que pudo ocurrir con ese envío que debía llegar hoy. Tropezó con la cama, se arrojó de lado a lo largo del colchón, y se deslizó en el sueño inmediatamente. . . . Permanecía de pie al borde del despeñadero, el cielo azul rodeándola. El viento enredando su pelo, dejándolo caer alrededor de su cara. Trató de retroceder, regresar, pero sus pies eran demasiado pesados. Entonces el suelo tembló. Las piedras rugieron. El borde se hundió. Cayó hacia el abismo. . . . Su propio grito la hizo despertar.
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Con el corazón tronando abrió sus ojos para mirar directamente a los suyos. Los de Warlord. Se agachó sobre la cama, sujetándola. —¿Era tu pesadilla? ¿Caías? —Sí. Se estremeció, y despertó completamente. —Sí. Sus brazos parecían seguros, pero eso era un engaño. Porque la miraba sin expresión, y ahora, sin duda, conocía su debilidad. Explotaría su debilidad. —¿Quieres que me quede? —preguntó. —No. Alejó su brazo bruscamente, y cerró los ojos, rechazándolo. No podía seducirla con palabras tiernas y confortantes. No sería su novia dócil. Escuchó, pero no se oía nada. Furiosa de que se hubiera quedado tan cerca, reclamó: —¡Vete, maldito! Nadie respondió. Abrió los ojos. Estaba sola.
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Capítulo 9 Karen despertó sabiendo exactamente dónde estaba. Supo por qué estaba allí. Recordó cada momento horrendo del día anterior, y sobre todo, recordó a Warlord. Escuchó los pasos. Estaba en la carpa. Cuando se acercó se liberó cuidadosamente de las mantas y se preparó para saltar. Y escuchó la suave voz de Mingma decir: —Namaste, señorita Sonnet. Los ojos de Karen se abrieron de golpe. Salió de la cama a toda prisa. —¿Mingma? ¿Estás aquí? ¿Te capturó, también? —¿Señorita? La frente de Mingma se frunció mientras la miraba perpleja. —¿Qué quieres decir con, capturar? Me trajo para ti. Karen pensaba que seguramente estaba más desorientada de lo que creía, porque eso no tenía sentido. —¿Dónde está Warlord? —Warlord se fue. —¿Fuera del campamento? Karen sonrió abiertamente con placer despiadado. —¿Qué hora es? —El sol saldrá pronto. —Podemos ponernos en camino. —No, señorita. —No te preocupes. Haré los planes. Karen empujó su cabello fuera de su cara. Era buena en la planificación, buena para aprovechar la oportunidad, y tenía que escapar ahora, mientras que ese señor de la guerra estuviera fuera bebiendo con sus amigos y celebrando a su nueva concubina. Mingma rechistó y agitó la cabeza cuando Karen tiró de los vaqueros de hombre que colgaban alrededor de sus caderas —los vaqueros de Warlord. —Eso no es atractivo. El Warlord pidió que le consiguiera nueva ropa para llevar. Con una sonrisa, mostró una falda de georgette azul verdoso y una blusa al ombligo trabajada detalladamente con cuentas de oro bordadas a mano. —Dijo que solo le trajera lo más fino y hermoso, y eso hice. —Ése es un equipo deportivo muy elaborado. —¿Equipo deportivo?
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Mingma inclinó su cabeza ante el sarcasmo de Karen. —No comprendo "Equipo deportivo", pero el color es como sus ojos. —Grandioso. Justamente lo que siempre había deseado. —¿Lavará sus manos y cara antes de comer? Mingma señaló la jofaina y la jarra de cobre. —Maravilloso, sí. Gracias. Karen chapoteó el agua fría sobre su cara, se despabiló y sintió cómo aumentaba su confianza. —¿Se cambiarás antes de comer? Mingma se le acercó y trató de tirar de la camisa de Karen. —¡No! No voy a ponerme eso. —¿No le gusta? Mingma parecía realmente herida. —Sería difícil dar una caminata con eso. ¿Todos los hombres están fuera? Karen no esperó una respuesta, sino que abrió la solapa de carpa y miró. La luz suave y grisácea de primera hora de la mañana se derramaba a todo lo largo del valle, y desde allí podía verlo todo—el despeñadero en un lado, el desfiladero al otro, y una estrecha entrada sobre el final lejano. Sobre el piso del valle una docena de hombres dormían en bolsas y carpas, y dos permanecían acurrucados, limpiando sus rifles. Uno de ellos le echó un vistazo, y luego miró hacia el otro lado del valle. Luego de su mirada se dirigió a un guardia sentado a gran altura sobre una roca, rifle en mano. Mirando más atentamente, vio otros guardias ubicados estratégicamente en varios puestos de vigilancia, vestidos de camuflaje y sujetando un impresionante conjunto de armas de fuego. —Esto no va a ser fácil. Karen salió y exploró las montañas a su alrededor. —No podemos pelear para abrirnos camino, así que vamos a tener que ser astutas. Me pregunto si esos tipos están abiertos a sobornos. Mingma salió a su lado. —¿Quiere partir? —¡Por supuesto que quiero partir! —¿Por qué quiere dejar a Warlord? Mingma no comprendía. Obviamente. Así que, con la voz áspera por la ira, Karen dijo: —Porque el bastardo me trajo aquí contra mi voluntad, ése es el por qué. Desea usarme. . . de la misma manera que una puta.
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—No como una puta. Como una esposa. Es un honor. —¿Un honor? ¿Ser forzada a tener relaciones sexuales con un incursor ignorante y brutal? —¿Pero no es su amante secreto? —¿Qué? Esas palabras la conmocionaron, Karen se giró hacia Mingma. —¿No es el amante que le escuchó llorar, que entró a su carpa por la noche para hacerle olvidar su pena? —¿Lo sabías? Karen permaneció de pie, sus manos flojas a sus costados. Mingma lo sabía. —No es bueno que una mujer joven dormir sola. Karen cubrió sus mejillas calientes con las manos. —¿Todos lo saben? —No, señorita. Los hombres a quienes podía contratar no eran buenos. Solamente el más flojo trabajaría en ese lugar malvado. El Warlord retiene lo mejor para sí mismo. Mingma apuntó sus solemnes ojos marrones a Karen. —Soy la mejor, así que me contrató para cuidarle. Karen miró fijamente a Mingma, a la mujer a quien pensaba que conocía, y se dio cuenta de que su mandíbula colgaba abierta. La cerró bruscamente y preguntó: —¿Cuándo? ¿Quieres decir hoy? —No. Cuando llego al Monte Anaya. Warlord, la vio en Katmandú, y supo en ese momento que la haría suya. —¿Y lo hizo ahora? Warlord la había estado mirando en el tren, y no se había dado cuenta. Había estado demasiado ocupada tratando de esquivar los avances de Phil. En ese momento había pensado que Phil era el peor libidinoso con el que tendría que lidiar en Nepal. ¡Qué estúpida que había sido al respecto! —Cuando se dio cuenta a dónde iba, vino a mí. Dijo que necesitaría que alguien la protegiera. Así que traigo mis campanas de la suerte y las cuelgo sobre su carpa, y tierra poderosa del dios sobre el Everest y la desparramo bajo sus pies. Día y noche digo las oraciones para protegerle contra El Malvado, y por la noche añado hierbas del sueño a su cena para que no escuche los gritos de la montaña y no enloquezca u trate de encontrar a los que están perdidos. Como si esperara ser elogiada, Mingma sonrío e hizo una reverencia.
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Karen no sonrío. —Así que trabajabas para él. Tú trabajaste para él todo el tiempo. Viniste porque te estaba pagando. —Sí, señorita. En las últimas veinticuatro horas Karen había visto la muerte, enfrentado el mal, aceptado la vida, y descubierto que su amante, su salvador, era un señor de la guerra1. Warlord. Pero esta traición la hería más que todo lo demás que había visto o pasado. —Confié en ti —murmuró. —Por supuesto. De la misma forma en que confío en usted. Somos hermanas. Mingma parecía tan en calma, como si no supiera que había engañado a Karen. —No. Las hermanas no se lastiman las unas a las otras. —No la he lastimado. La he cuidado y velado por usted cuando su amante no podía. —¡Por dinero! —Señorita, tengo un hijo, dieciséis años. Aquí, las escuelas no son buenas. Así que lo envío a sus Estados Unidos, y pago para que él viva con una familia estadounidense y se prepare para la universidad. Es listo. Lo hace bien. Mingma resplandecía de orgullo. —Así que pago. —Pagas su vida con la mía. —No, señorita. Warlord es el mejor soldado aquí. Mantiene el control. Mingma mostró su puño cerrado. —Le mantendrá a salvo. —No quiero estar a salvo. ¡Quiero estar fuera de aquí! —La quiere aquí. ¿Por qué su deseo debe ser superior al suyo? Estaban hablando en círculos. Karen hervía de frustración. —Muy bien. Tú eres su títere. Así que aléjate de mí. —Pero, señorita, coma su desayuno. —Ponlo fuera de la puerta. Lo tomaré cuando recupere el apetito. Karen buscó refugio en la carpa tras ella y avanzó con paso majestuoso de un lado al otro de la alfombra de felpa. Mingma. Mingma la había traicionado.
1
Warlord: Lit. señor de la guerra, significa caudillo o jefe militar.
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No lo había visto venir. Y ¿Por qué no? Había trabajado la construcción como directora, donde cada timador y deshecho humano acudía en tropel a sus trabajos con la esperanza de estafar a la mujercita estúpida. Había aprendido de la manera difícil a no confiar en nadie. Pero aún así Mingma se había filtrado bajo su guardia. Debía dar gracias a Dios por que su padre nunca lo sabría. Gracias dios. . . Sí, porque si no escapaba de esta prisión, terminaría siendo el juguete de algún chiflado caudillo hasta que se cansara de ella, o hasta el final de su vida, y esos dos eventos podrían ser muy cercanos. Tenía que encontrar la manera de salir de allí. Ningún chiflado la dejaría sin una ruta de escape. La carpa mayor estaba colocada en una plataforma contra un despeñadero. Warlord era demasiado astuto para haber hecho eso accidentalmente. Levantó el pesado tapiz que cubría la pared trasera, y revisó la tela impermeable bajo él. Allí. Una costura se movía sinuosamente desde el piso a un punto aproximadamente a medio camino por la pared. Karen se arrodilló y pasó sus dedos a lo largo. El trabajo fue hecho como una ocurrencia tardía, la costura estaba unida con hilvanes de un fuerte y transparente hilo de nilón. Trató de romperlo—imposible. Un cuchillo, algo afilado. . . agarró la pistolera que estaba atada a los soportes verticales sobre la cabecera. Vacía. Echando un vistazo por todas partes, agarró una bandeja de chapa dorada de la mesa y usó el borde para serrar el hilo encima del nudo, soltó el pespunte y lo quitó. Separó la tela y miró hacia afuera. Como pensaba, la plataforma sobresalía alguna pulgada más allá de la carpa, y solo un poco más allá en el despeñadero vio el origen de un sendero que serpenteaba en las montañas. Entonces. . . miró hacia abajo. El sendero estaba a un metro ochenta de la plataforma, y una caída de seiscientos metros de rocas afiladas—una bajada que garantizaba romperse los huesos. Warlord no podía saltar eso. ¿Podía? Tenía que tener alguna suerte de estructura temporal. Se arrodilló y tocó bajo la plataforma, buscando algo con que cruzar esa distancia. Nada.
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Echó un vistazo dentro de la carpa por una tabla suelta que soportara su peso. Nada. No podía seguir esperando. Mingma estaría de regreso pronto para tratar de convencerla de vestirse con la ropa de harén y jugar a la doncella tímida conquistada por Warlord el guerrero. Y una mierda. Karen no lo haría. Otra vez midió la arcada con la vista. Se paró en el borde—y casi saltó. Pero de la misma manera que una astilla de vidrio, un pensamiento agudo y brillante cortó su concentración. El icono. Tenía que tomar el icono. Y su abrigo, por supuesto. Era estúpido pensar en escaparse en el Himalaya, incluso en verano, sin un abrigo. Tomando el anorak de camuflaje, pasó sus brazos en las mangas y se ajustó el cinturón alrededor de su cintura. Sin poder resistirse deslizó su mano en el bolsillo y sacó el icono. La Madonna la miraba seriamente. —Te salvaré —juró Karen, y caminó de regreso al agujero en la carpa. Se deslizó tras él y permaneció de pie allí, la brisa levantando su pelo. Miró fijamente el comienzo del sendero un metro ochenta más allá. Había hecho mucho montañismo en su vida. Había saltado grietas sobre torrentes violentos. Conocía la longitud de sus piernas, y conocía sus límites. Sin un impulso previo. . . Este salto era imposible. Envolvió sus brazos alrededor de su cintura y se comió el mal genio que se desarrolló en su garganta. Caería. Había soñado esto un millón veces. Quedaría horriblemente lastimada, lisiada, sus huesos se harían añicos, sus órganos internos sangrarían de manera incontrolable. Su respiración se aceleró, y sus ojos se llenaron con lágrimas. Estaba siendo dramática. Era una cobarde. Pero estaba asustada. Por otro lado, si se quedaba allí, sería el juguete de un monstruo. Salta. Así que saltó.
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Se estiró de la misma manera que Superman, las manos hacia adelante, tratando de propulsarse en el aire. Erró. Golpeó con un crujido de huesos como si le hubieran dado un puñetazo sobre la cara y el pecho. Sus piernas colgaban, girando locamente. Se resbaló. Se agarró a la hierba. Se sostuvo. Oyó el sonido de la hierba entrecortarse. Se resbaló otra vez. Estaba cayendo. . . . Su pie halló una roca metida sólidamente debajo de la saliente. Una mano golpeó la rama de un arbusto. Quería trepar. Se forzó a aflojar el paso, balancearse, concentrarse. . . . Gradualmente se movió lentamente en su estómago hacia el sendero. Se impulsó sobre la repisa. Rodó. . . Y estaba a salvo. A salvo. Tomó una honda bocanada de aire, la primera desde que había saltado. ¿Segura? No había salida. De algún modo, de alguna manera, Warlord la perseguiría. *** Magnus gateo hacia adelante a lo largo de la roca en el borde del despeñadero, su mirada se clavó en el regimiento abajo. Se asentó junto al hombre al que había jurado su lealtad. Warlord descansaba sobre su estómago, mirando el movimiento de tropas por el valle. Le gustaba tenerles vigilados cuando marchaban, entrometidamente y torpemente patrullando los valles de ríos largos y angostos y los picos asesinos donde los mercenario aún reinaban. Magnus no le temía. Ya no. No tenía ninguna razón para hacerlo. El rasguño a lo largo de su mejilla había curado, suturado por un médico experimentado en Katmandú. Rara vez despertaba de la pesadilla del peso de un gato grande sobre su pecho y su aliento caliente sobre su cara. Casi nunca pensaba en la noche en que supo que las leyendas de miedo que su pobre madre le había susurrado al oído eran ciertas, y monstruos vagaban por la tierra. Porque, al final, sabía que ya estaba condenado por sus pecados, y no importaba si moriría por la mano de Warlord—o garra—ya que era mejor que vivir como la mayoría de los hombres lo hacían, encadenado a un escritorio o a una dársena, y molido por la pobreza. Aún con toda la lealtad que le tenía a Warlord, todavía guardaba la distancia de algunas pulgadas cuidadosas de su amo. En una voz baja dijo:
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—El ejército es muy despreocupado sobre el envío de la nómina. —¿Por qué no deberían serlo? Warlord expresó con una sonrisa su estado de serena diversión. —Han transportado dos remesas por las montañas sin ningún problema. Es obvio que las medidas represivas del gobierno han funcionado, y los mercenarios bribones están bajo el control. —Por supuesto. Magnus se golpeó la frente consternado. —Debí haberlo sabido. Warlord permanecía imperturbablemente seguro. —Cuando vine aquí hace quince años, tenía diecisiete y había escapado de casa conducido por el miedo y la culpa, seguro de estar condenado. Hoy vamos a liberar la nómina entera para los funcionarios públicos de Khalistan. —Ye se ha acercado todo el mundo. —Sí. ¿Pero has visto al soldado que está usando los binoculares? ¿Uno con aros en las orejas? Magnus lo había hecho. El tipo era alto, fornido, con una cara que parecía que había parado con ella un tren de carga. Llevaba unos aretes que se veían más como maquinaria que joyas. —Ayer. Me pregunto a quién está buscando. —Nos está buscando. —¿Así que es uno de los nuevos mercenarios? —Buena suposición. En una respiración larga y lenta, Warlord jaló el aire en sus pulmones. —No me gusta su olor. Él' es. . . acre. —Y tú tienes nariz para los problemas. Y ahora Magnus sabía por qué. —¿Nos cuidamos de él? Warlord miró al hombre grande. —No. Ese olor. . . No es más que una emisión. Pero me recuerda algo; no puedo recordar qué. . . Un peligro para nosotros. Sus ojos negros crecieron desenfocados. Parecía que estuviera mirando dentro de sí mismo. —Algo viene. . . Pero no está aquí aún. . . —Te lo dice tu instinto, ¿entonces? —Sí. La palabra no era más que un susurro sobre los labios de Warlord.
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—Es bueno ver que estás concentrado —dijo Magnus. Despacio Warlord giró su cabeza y lo miró fijamente. —Estas refiriéndote a tú concentración, ¿no? Magnus preguntó ansioso. —¿Ahora que tienes a la mujer en tu carpa? La voz de Warlord bajó de nivel aún más. —¿Las ganancias han caído? —No. —¿Los negocios han estado abandonados? —No. —Entonces ¿cual es tu queja? —Es que se te ve un poquitito distraído, y en nuestro trabajo eso significa problemas. Magnus sabían que con un golpe de una garra Warlord podía cortar su corazón. Pero tenía un deber hacia los hombres, y hacia Warlord mismo, y las palabras tenían que ser dichas. —Ahora que ya sabes que está segura, ya puedes poner el corazón dónde pertenece—en hacer dinero. —Tus ahorros están seguros en Suiza. Y no te preocupes—mi corazón está justamente donde siempre esta, cocinándose en el infierno. Warlord dejó escapar un hondo suspiro. Hizo sonar su cuello. Se puso de pie sin ningún cuidado. —Sigue al plan. Lleva a los hombres. Tengo que irme. —Pero. . . Tú. . . Nosotros. . . Magnus no podía dejar de tartamudear consternado. Warlord se inclinó, agarró el frente de la camisa de Magnus, y lo levantó a la altura de sus ojos. —No me falles. En un solo salto Warlord se deslizó de hombre en pantera.
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Capítulo 10 Apúrate. Apúrate. Lo sabía. La encontraría. De prisa.... ¿Qué era él? Karen hizo un alto. Se giró. El sendero se extendía detrás de ella, vacío, rocoso. Miró, no vio nada más que la línea de los Himalaya grabada contra el cielo, irregular, inmaculada, indiferente. Escuchó, no escuchó nada excepto el siempre presente viento, el estruendo de una cascada distante, el grito breve de un halcón sobre su cabeza. Había estado caminando por una media hora, y había estado nerviosa cada minuto. Pero estaba siendo ridícula, concediendo a Warlord poderes que ningún simple hombre podía poseer. Estaba fuera del campamento. A menos que hubiera regresado solo unos minutos después de que Karen partiera, tenía una buena oportunidad de escapar. Podrían no gustarle las montañas, pero sabía cómo correr, y sabía cómo esconderse. Así que tenía que darse prisa. El sendero no era más que solo un corte de piedra blanda entre el granito, pero mientras discurriera en dirección contraria al campamento de Warlord, seguiría. Continuó, con propósito renovado, caminando enérgicamente entre piedras gigantes y por una pradera de alta montaña. El sendero bajaba. . . escuchó el sonido blando de un paso. . . se giró nuevamente. No había nada allí. Exploró la pradera. Nada. Captó un movimiento por el rabillo del ojo. Pero cuando miró en el lugar solamente se veía la sombra de una nube alta y distante. Sin embargo. . . habría jurado que alguna cosa se movió en el césped tras ella. Imposible. Debía ser el viento girando a través de las flores. Pero el vello de su nuca aún estaba erizado. Habría jurado que alguien—o algo—la estaba mirando. Regresó a su viaje, rodeó un monolito, y se detuvo bruscamente.
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—Oh, ayuda —susurró. El sendero discurría todo a lo largo de un despeñadero más arriba y un abismo pasaba rozando a lo largo de un despeñadero más arriba y un abismo seis mil metros más abajo, y se estrechaba a solamente veintisiete centímetros de roca desmoronada. Abajo, el río violento trituraba las piedras, lamiendo la base, y este cruce hacía que el terrorífico salto desde la plataforma de la carpa del caudillo pareciera simple. Mientras estaba en las alturas, era una cobarde. Lo sabía. Su padre se había burlado de ella lo suficientemente a menudo. Y generalmente manejaba su miedo. . . Pero no hoy. No cuando se estaba librando de las garras de un loco. Cuando estaba imaginando una persecución inexistente. Tomando un hondo suspiro, se apoyó contra el despeñadero y movió lentamente un pie hacia adelante, después el otro, mantenía los ojos hacia adelante con determinación y miraba fijamente al otro lado del abismo al despeñadero contiguo. Tomó lentas y profundas bocanadas de aire, tratando de prevenir la hiperventilación. La brisa fresca enfriaba el sudor que brillaba sobre su cara. No quería desmayarse. No, dios, por favor, no te desmayes, porque siempre había una posibilidad de que sobreviviera a la caída y sufriera por días y noches de interminable agonía. . . De la misma manera que su madre. . . . Peor, el miedo la hizo alucinar. Pensaba que alguien estaba de pie tras ella sobre el sendero. Alguien que arrojaba su aliento caliente sobre su cuello. Con cuidado infinito giró su cabeza hacia el costado. Warlord estaba allí, feroz y furioso, mirándola a los ojos. No. Oh, no. No era posible. ¿Cómo la encontró tan rápidamente? —Tú enfrentarías esto. . . ¿En vez de a mí? —preguntó. —¿Qué crees? Su insolencia fue instintiva—y fuera de lugar. Porque en lo profundo de sus ojos ardían rojizos, y dijo: —Pienso que has cometido un error terrible —la agarró. Por un largo y helado momento creyó que la arrojaría al vacío y moriría. Moriría de la misma forma en que había muerto todas las noches en su pesadilla.
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En vez de eso la hizo girar y la empujó de regreso a la pradera, arrojándola de cara al suelo. Su mejilla aplastó la verde hierba, y sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración. Pero no durante mucho tiempo. Respiró profundamente y logró controlarse. Karen Sonnet no lloraba. No se quejaba. No lloriqueaba. Había fallado en escapar. Recibiría el castigo que le impusiera—y cuando tuviera otra oportunidad, escaparía otra vez. La levantó y la movió como si no pesara nada, juntando sus manos a la espalda y colocando una banda de frío metal alrededor de sus muñecas. Esposas. Poniéndola sobre sus pies, la empujó por el sendero que había tan recientemente bajado. Karen sentía rebelión,
miedo. . . Y una liberación
vergonzante de no tener que continuar avanzando por esa cornisa angosta, peligrosa y fracturada. ¿Qué decía eso sobre ella? En realidad no deseaba saberlo. —Oye —le dijo. —Cuando estemos de regreso. Warlord caminaba tras ella y podía sentir su calor y su rabia quemando su piel. Sujetaba sus brazos, controlándola firmemente. —No quiero regresar. —Pues qué jodidamente mal. Caminaba demasiado rápido para ella, golpeando el dorso de sus piernas con las suyas, haciéndola tropezar. —Es ridículo pensar que me deseas tanto como para cometer un crimen. —Nunca habría pensado que eras una mujer estúpida. Se volvió para mirarlo a la cara. —No soy estúpida. Tomando su cintura con sus manos, la levantó, y la atrajo contra él hasta que sus caras estuvieron lo suficientemente cerca para tocarse. —¿Cómo llamas a una mujer que no es capaz de reconocer a un hombre en celo cuando lo ve? Dejó escapar un largo, aterrorizado aliento cuando tomó conciencia de las llamas en sus ojos oscuros. —Los hombres podrían ser animales, pero no están en celo. —¿Con cuántos hombres te has acostado? ¿Uno? ¿Escogiste al nerd más anémico de tu escuela secundaria para llevar a cabo el acto?
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—¡Universidad! —jadeó, porque pensaba que el nerd era menos nerd si era más viejo. Entonces Warlord se río, un ronroneo ronco de diversión letal, y ella sabía que había cometido un error. —Por supuesto —le dijo—. Ninguna precipitación gloriosa de hormonas adolescentes para ti. Esperaste el momento correcto, escogiste a tu hombre, y lo cogiste sin una pizca de pasión. —¡Eso no es verdad! Envolvió un brazo alrededor de su cintura, la atrajo contra su pecho, y la dejó deslizarse contra su cuerpo despacio pero con seguridad. —Eso no es verdadero ahora. . . ¿Lo es, Karen? Su boca se secó de miedo. . . Y deseo. Maldito. Se había dicho tantas veces que las débiles emociones y las pasión poderosa no tenía cabida dentro de su alma, y sin embargo él le hacía sentirlas todas. La apretó contra él el tiempo suficiente para que pudiera sentir el calor de su erección. Entonces la hizo volverse por los hombros y la hizo marchar nuevamente delante de él. La caminata era nuevamente demasiado rápida y su tensión aumentaba a cada momento. ¿Iba a lastimarla? ¿Golpearla? ¿Matarla? Alcanzaron su carpa, y el angosto puente de madera que había buscado estaba ahora en su lugar uniendo el sendero a la carpa. La empujó a través del mismo sin importarle su miedo y titubeo, a través de la hendidura en la carpa, y la hizo rodar bajo el tapiz. Escuchó el grito de felicidad de Mingma: —¡Oh, señorita! —mientras se acercaba apresuradamente a ella. Warlord levantó su mano en señal de alto. Mingma se detuvo. —Mañana, asegúrate de que arreglen esta costura en la carpa. Le hizo una señal para que saliera. Retrocedió hacia la puerta, su mirada fija sobre él, su expresión temerosa. Se detuvo en la entrada, puso sus manos juntas devotamente, y le rogó con los ojos. Eso, más que cualquier otra cosa, envió una descarga helada a través de las venas de Karen. —No la mataré.
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Su tono severo hizo que Karen se estremeciera. Como si eso fuera lo mejor que podía esperar, Mingma inclinó su cabeza y se escapó de la carpa, dejando a Karen a solas con un Señor de la guerra. Sus muñecas esposadas constituían una discapacidad insuperable, pero Karen obligó a sus rodillas a moverse, de ninguna manera iba a permanecer en el suelo como una esclava indefensa. Pero cuando estaba poniéndose de pie él presionó su mano en la cima de su cabeza y la mantuvo en su lugar. Jaló una hoja larga y brillante de su cinturón, se colocó tras ella. . . Cerró los ojos ante la expectación del dolor. . . Y repentinamente sus manos estaban libres. Sacó sus brazos del abrigo y lo tiró a un lado. Por un segundo el recuerdo del icono se resbaló por su mente. La Madonna estaba a salvo. Entonces apretó sus manos frente a sí y las miró fijamente, las miró muy duramente, tratando de creer en la prueba que se encontraba delante de sus propios ojos. El metal frío sobre sus muñecas no era acero, como pensó, sino oro, no eran esposas, sino anchos brazaletes de oro ornamentados. —¿Qué es esto? Hizo oscilar una soga cortada, la soga que había conectado los brazaletes, ante sus ojos. Ella todavía observaba atentamente las joyas que envolvían sus muñecas. El oro resplandeciente había sido trabajado, decorado con cuentas diminutas también de oro que moldeaban una pantera merodeando. En frente del fenomenal gato se encontraba la luna creciente, también creada por una serie de cuentas de oro diminutas. Eran asombrosos, únicos, barbáricos—y no podía hacerse una idea de cómo retirarlos. Trató de pasar un dedo entre el metal y su muñeca; pero los brazaletes estaban demasiado ajustados contra su piel. Rascó en la costura, buscando un broche; estaba escondido por algún dispositivo inteligente. La miró con la boca curvada en una media sonrisa. —Son hermosos, ¿no? —¿Cómo me los quito? —No lo haces. —¿Qué?
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—En cuanto se cierran no pueden ser retirados por nadie, excepto por un joyero con tijeras lo suficientemente fuertes para cortarlos. Recogió una de sus muñecas y siguió a la pantera. —¿Ves esto? Este soy yo. Y ¿Ves esto? Pasó su dedo sobre la luna. —Esa eres tú. Esto te marca como de mi propiedad, y si te escapas otra vez, todos en esta parte del mundo te traerán a mí. Pensó en ello y luego comenzó a tartamudear: —P—pero eso los convierte en brazaletes de esclavo. —Exactamente. Todavía miraba los ornamentos exquisitos sobre sus muñecas, tratando de comprender más que sólo las palabras. . . . Cuando lo hizo, la rabia se abrió paso a través de ella. Sin tomar conciencia de las consecuencias, guiada por el instinto y cegada por la rabia, se lanzó hacia él. Lo tomó por sorpresa, también, dándole un puñetazo en el plexo solar, extrayendo el aire de sus pulmones mientras usaba uno de los brazaletes junto con un puñetazo lo suficientemente duro como para grabar la imagen de la pantera en su mejilla. La sangre salpicó. Él se tambaleó sobre sus pies. —No soy un adorno de mierda. No soy una cosa que tú posees. Se propulsó en una patada lateral que habría hecho sentir orgulloso a su maestro de jujitsu. Una patada que debería haber golpeado la cara de Warlord dejándolo en coma. Pero nunca llegó a destino. Su primer ataque lo había tomado por sorpresa, pero no era el único que sabía defensa personal. Viró bruscamente y se agachó. Su patada pasó por encima de su cabeza. Sacándola de balance. Impulsó sus pies debajo de ella. Ella cayó golpeando el piso duramente. Voló por el aire hacia ella. Todavía moviéndose, rodó hacia él. Y erró. Casi. Trató de ponerse de pie. Atrapó una de sus muñecas cubiertas de oro y se la retorció a la espalda. Con su último intento impulsó el otro brazalete hacia la parte posterior de su cabeza. Agarró su brazo, deteniéndolo a centímetros de su objetivo. Con ese movimiento ya la tenía.
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Usó su peso y tamaño despiadadamente, se sentó sobre sus caderas, presionando sus muñecas sobre su cabeza. Inclinándose cerca de su cara, la miró fijamente a los ojos. La sangre goteaba en su mejilla de los cortes que le había hecho con el brazalete. No giró su cabeza lo suficientemente rápido y algunas gotas salpicaron en sus labios. Su cuerpo la aplastó. Su sangre tiñó su rostro. No podía soportarlo. Con un movimiento tan rápido que fregó su mejilla sobre la alfombra, lamió la sangre de sus labios. Su gusto a cobre aguijoneó los tejidos de su boca. Entonces… La primera granada voló de su mano en un arco hermoso por el cielo tibetano azul brillante, directamente al convoy, y tocó tierra en el Jeep principal. El pequeño tipejo que lo conducía gritó; entonces la explosión estremeció el paso y voló al general chino en un millón de pedazos… Tan repentinamente como había partido, regresó al piso de la carpa de Warlord. Sorbió el aire en un largo grito entrecortado. Miró desenfrenadamente a su alrededor. Preguntó: —¿Qué fue eso? Warlord la sujetaba de la misma forma que antes que ella. . . ¿Antes que ella qué? ¿Se perdiera en sus recuerdos? ¿Sus recuerdos? No lo sabía—porque no había ocurrido. Lo que había visto era imposible. —"¿Qué fue eso?" —repitió burlón—. Mi sangre en tu boca, mi cuerpo dominando el tuyo—¿qué piensas tú? Eres un adorno. Eres mi posesión. Y es tiempo que comprendas que es lo que significa eso. Todavía sin aliento, exclamó en un fuerte y cruel grito ahogado: —Por lo menos te he lastimado también. —Sano. . . Rápidamente. Sonrío, sus dientes blancos y afilados, y la combinación de su diversión y el rastro de sangre secándose sobre su mejilla refrescaron su rabia, y la hicieron ser consiente de lo insostenible que era su situación. —Me miras con esos grandes ojos del color del océano en invierno que se preguntan si voy a lastimarte. Trató de besarla, pero giró su cabeza así que murmuró en su oído: —Nunca te lastimaría. Pero prometo que antes de que acabe contigo, cada vez que pienses en el placer, pensarás en mí.
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Capítulo 11 Karen miró fijamente a los ojos negros de Warlord. ¿Sentía algo por ella? ¿Sobre ella? Además de, ¿rabia sanguinaria? Además de, ¿lujuria? Se bajó de su estómago, la levantó, y la dejó caer en el colchón. Todavía estaba rebotando cuando se dio vuelta para encontrárselo esperándola con esa sonrisa feroz en su lugar. Balanceó la soga ante sus ojos como el reloj oscilante de un hipnotista. —¡No! Ella se aferró a la soga por el centro y trató de tirar de ella. Agarró su muñeca y envolvió la soga alrededor del brazalete. Suavemente—no tenía razón para ser descortés; su resistencia no la estaba llevando a ningún lugar—llevó sus brazos hacia atrás, deslizó la soga a través de los postes de latón sobre la cabecera, y agarró su otra muñeca. Lucharon. Él ganó. Cuando terminó, la soga serpenteaba alrededor de uno de los amplios brazaletes, pasando a través de los postes, y alrededor del otro brazalete. Había cierto juego en la soga; podía cambiar de lugar sus brazos unos treinta centímetros en cualquier dirección, podía usar las sogas para impulsarse hacia la cabecera—pero estaba atada. —Te odio tanto. —Aún no. Pero tú lo harás. Sacó su cuchillo. Una explosión de miedo se manifestó intensamente en su interior. Estaba molesto. Tan disgustado. La hoja brillaba a la luz de las linternas. Presionó la punta del cuchillo contra su garganta justo sobre el cuello de su camiseta, y sonrío en su cara. —No luches —susurró—. Odiaría resbalarme. Dirigió la punta hacia el escote de su camiseta—y con una rebanada limpia la cortó abriéndosela hasta la cintura. Chilló, y se odió por eso. —Te lo dije. No te lastimaré. Usó la punta del cuchillo para retirar la tela de uno de sus senos, luego del otro. Sus pezones se endurecieron por el frío. . . Y quizá por el tacto lento y traicionero de su lengua hambrienta sobre su labio inferior.
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Cortó las mangas con la hoja. La camiseta quedó tendida bajo su cuerpo convertida en harapos. Soltó el cuchillo en la pistolera de cuero atada sobre la cabecera. Usó sus manos, ambas, para apretar sus puños cerrados. —Ser tan rebelde —la regañó —. No te traerá nada bueno. Soy más grande, soy más fuerte, y ya sé cómo hacerte ronronear. Envolvió sus dedos alrededor de sus muñecas encima de los brazaletes, y luego los deslizó, sobre sus tensionados hombros, y sobre sus hombros. —Tanta tensión. Usó sus pulgares para masajear los anudados músculos encima de su omóplato, y las puntas de sus dedos masajearon los tendones en la parte posterior de su cuello. —No podrás contenerte. Pero definitivamente debes intentarlo. Disfrutaré observarte rendir. El odio apasionado, afilado quemó en su estómago. ¿Cómo podía haberle dado la bienvenida en su carpa, en su cama? No era nada más que un. . . —Eres una serpiente —le dijo en una acusación cargada de veneno. —No. Soy una pantera. Y tú eres mi compañera. —No. —Veremos lo que dices. . . Después. Usó sus pulgares sobre sus pezones. Los frotó una y otra vez, primero con la almohadilla de su pulgar, luego con el filo de su uña, hasta que ella solo deseaba gemir—y no de miedo. Maldito. Si quería usarla, ¿no podía ser un hombre y acabarlo rápidamente? En su lugar deslizó su brazo bajo ella, levantándola, arqueándola contra su boca hambrienta. La succionó suavemente al principio, luego más duro, llevando casi todo su pecho al interior de su boca, manipulándolo con su lengua, dientes y labios hasta que sus párpados se cerraron y se encontró clavando las uñas en las almohadas bajo su cabeza. Con escrupulosa deliberación introdujo su rodilla entre sus piernas y empujó su muslo contra ella. La dura costura de los vaqueros rozó su clítoris, y su sensación de plenitud se convirtió repentinamente en algo doloroso. No, no doloroso. Ésa no era la palabra correcta. Ella estaba. . . necesitada.
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El bastardo que la abrazaba, que se refregaba sobre ella, la había perseguido, marcado como suya, asustado hasta la muerte, y ahora. . . ahora estaba usando todos sus conocimientos sobre ella y probablemente sobre otras mil mujeres para hacerla correrse. Correrse tan rápido y tan duro que se sentiría avergonzada de sí misma. De su debilidad. Así que con un grito ahogado exclamó: —¿Cuál es el problema? ¿No se te para? Despacio la dejó sobre las sábanas. Irguiéndose sobre sus rodillas encima de ella, bajó sus manos a su cinturón gastado de cuero marrón. No pudo apartar la mirada mientras, con deliberada lentitud; separó los dos extremos, y luego.... abrió los botones, uno por uno. Llevaba ropa interior, ropa interior de algodón blanca lisa, por lo que ella podía ver, de algún fabricante estadounidense. Y cuando empujó los vaqueros, su erección tensó la tela. Se bajó los calzoncillos—y repentinamente, todo el asunto se puso mucho peor. Había visto su pene antes. Por supuesto. Pero hoy parecía más largo, más ancho. Se elevaba entre sus rizados vellos negros, una pálida escultura de mármol veteada de azul, y la simple visión de él la hizo sentir una feroz necesidad de tocarlo. Pero no podía. La había atado. . . su esclava. Cerró sus ojos y giró la cabeza. —Desearía que apuraras esto. No sé qué es lo que haces todo el día, pero estoy segura que los señores de la guerra tienen algunos deberes. Se río, y sonaba como un ronroneo. —No. Soy como un gato de caza. Hay largas horas de descanso, seguidos por breves estallidos de furiosa actividad. —¿Y cuál es esto? —Mi combinación favorita de ambos. Algo blando y lujurioso acarició su garganta, haciéndole cosquillas en su esternón, resbalando bajo el holgado cinturón holgado de sus vaqueros prestados para acariciar su estómago. Y por un segundo creyó sentir el largo arrastre de una larga y afilada garra de un lado a otro de su frágil piel. Sus ojos se abrieron de golpe. Desde arriba su Warlord se apoyaba sobre un codo y escudriñaba su cara. —No quiero que te escondas detrás de tus párpados. Te quiero totalmente abierta a mí. —¿Qué fue eso?
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Le mostró una gloriosa pluma de pavo real llena de color y la agitó ligeramente a través de sus pechos. —¿Esto? —Es que yo sentí. . . Su mirada se posó en él. Sus pantalones habían desaparecidos. Llevaba solamente una corta y ajustada camiseta negra que se aferraba a su pecho musculoso. Su cuerpo esculpido estaba tenso con la expectación, aunque todavía limpiaba imperturbable su piel con la pluma, decidido a levantarla más allá del nivel del suspenso dejándola atontada. Colocó su palma plana sobre su estómago, justo por encima del cinturón de sus vaqueros—sus vaqueros—y deslizó su mano debajo de la dura tela. Apretó su estómago, sólo lo presionó, y ese simple punto de contacto se sentía bien tan bien. Alentador, dulce, como si le importara, no la victoria, sino hacerla feliz. Compelía su rendición sobre la base de la mentira más atroz de todas. Ella tiró de la soga. Él la miró con interés. —¿Estás evaluando los nudos? Eso no ayudará. Era un Boy Scout. —¿Un Boy Scout? ¿Esto es lo que te enseñaron en el campamento? —No, no entregaban esta insignia al mérito. Imagino que el campamento habría sido muchísimo más popular si lo hubieran hecho. Maldito por saber atar un buen nudo. Y maldito por hacerla querer reírse. ¡Ríete! ¡Ahora! Usó todo su peso para arrastrarse hasta la cabecera de la cama, pero la soga resistió, y mientras subía él sujetó las piernas de los vaqueros y los jaló. —Eres un cerdo. —Una pantera. —No te halagues a ti mismo. —Y con todo, los pantalones se van. No era verdad. Quedaron atrapados en la cumbre de sus muslos, y cuando frotó la pluma sobre sus caderas, ella quiso patear esa porquería lejos de ella. No podía, porque se las había arreglado para aprisionar sus piernas tan eficientemente como había aprisionado sus manos. Y a ella. La frustración la arrasó, así que lanzó un alarido de guerra y dejó ir sus pantalones.
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¿Acaso importaba? La tendría afuera de ellos para su placer, y no se quedaría tendida allí todo el rato dejando que hiciera con ella lo que deseara. En un arrebato de loca cólera lo pateó en el pecho, esperando dejarlo inconsciente o, al menos, lastimarlo, retrasándolo y dejándolo sin aliento. En vez de eso aferró su tobillo y usó su movimiento como palanca para voltearla sobre su estómago. Sus muñecas se cruzaron. Su cara se enterró en las almohadas, y saltó sobre sus codos y rodillas para gritar su desafío. Inmediatamente estaba detrás de ella, entre sus piernas, agarrando y sujetando sus caderas cerca de las suyas. Su erección sondeó, encontró, ingresó y se deslizó. Se agarró a las barras de latón. El metal frío contra de sus palmas y el fuerte calor que emanaba de si provocó una corriente eléctrica a través de su cuerpo, haciéndola sentir como si la punta de un relámpago atravesara su espina dorsal. —Bastardo. Estúpido piojoso. Gusano. —Es correcto. Él empujaba duro y hondo. —Ódiame. Insúltame. Sé feroz. Extendió la mano alrededor bajo su estómago, y usó sus dedos para manipular su clítoris hasta que la tuvo ondulando debajo de él. —Pero preocúpate. Por Dios. Siente. ¿Sentir? No podía parar de sentir. Estaba en lo profundo dentro de ella, controlando sus movimientos con su brazo alrededor de sus caderas, haciéndola moverse para él, con él. Infructuosamente luchó contra él, tratando de establecer su propio ritmo, usarlo de la misma manera que un vibrador para llevarse a si misma al orgasmo. No tendría nada de eso. Sus movimientos en su interior eran profundos, pequeños, controlados, impidiéndole lograr ya la satisfacción. Su respiración sonaba áspera en sus pulmones. Luchó para impulsarse contra la cabecera de la cama—y se aferró a ella—hasta que pudo apoyarse sobre las barras de latón. Su mejilla, sus hombros, sus pechos, su estómago descansado contra el frío metal, y aún así él permaneció debajo de ella, empujando su cuerpo hacia arriba con movimientos lentos, calientes y prohibidos que hicieron que el relámpago se extendiera a lo largo de cada nervio. Ya no lo insultó. Le rogó. —Por favor, Warlord. Por favor. Más profundo. Ahora. Más rápido. —No.
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Su voz tembló mientras luchaba contra sus deseos. —Esperas. Te rindes. Me llamas amo y luego te dejaré correrte. Estaba frenética de lujuria, pero aún no había perdido su mente. —No lo haré. Tiró de ella hacia atrás pegándola a él. Se apoyó contra su espalda y susurró en su oído: —Uno de nosotros ganará. Ambos sufriremos. —No me importa un carajo si nos morimos. Se río, su risa transmitía la vibración de su pecho a su espalda, su aliento levantaba el cabello sobre su cuello. —Pero ¡qué muerte tan dulce será!
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Capítulo 12 ¿Qué es lo que había dicho Warlord? Cada vez que pienses en el placer, piensa en mí. Había cumplido con su amenaza. Karen no tenía idea de cuánto tiempo había estado confinada en la carpa de Warlord. Ni siquiera si era de día o de noche. Solamente sabía que se había convertido en una lucha interminable, continua y sensual por mantener su orgullo. . . Y si algo no ocurría pronto, le daría todo lo que él quisiera. Se rendiría. Lo llamaría amo. Ya no sería Karen Sonnet sino La esclava de Warlord. Porque no importaba qué estuviera haciendo, pensaba en el placer. Cuando le daba de comer los alimentos que Mingma les preparaba, miraba sus dedos largos y pensaba cuán hábilmente deslizaban la pluma por su espina dorsal. Cuando le hablaba, miraba sus labios gloriosos y recordaba cómo se sentían cuando se movían contra su boca en largos, pausados y húmedos besos. Cuando se alejaba de ella, miraba los músculos firmes y cóncavos de su trasero y recordaba cómo se sentían sus glúteos bajo sus palmas cuando empujaba dentro y fuera, dentro y fuera. Y cuando miraba los brazaletes que había puesto sobre sus muñecas, los creía hermosos. . . . Oh, dios. La había drogado con sexo. Lo odiaba. Odiaba este lugar. Se odiaba a sí misma y su propia debilidad. Hoy, como todos los días, despertó con una sola idea—tenía que escapar. Tenía que escaparse antes de que el invierno empezara, porque entonces estaría atrapada para siempre. Normalmente por la mañana no escuchaba nada más que el suave murmullo de Mingma hablando con Warlord, y el viento que pasaba silbando una melodía burlona. Pero hoy permaneció tendida muy quieta, escuchando a un hombre hablando muy cerca de la puerta. —Ye tienen que salir, hombre. Hay problemas que estallan entre las filas. La última incursión fue tan bien que dejó a algunos de los hombres ávidos de más. Los otros están nerviosos, preocupados por los informes de problemas. —¿En qué grupo estás tú, Magnus? La enunciación lenta suave y amenazadora de Warlord erizó el vello de su nuca. Karen escuchó el sonido nítido de puño contra carne, y se giró en shock. Magnus
era
pequeño,
rechoncho,
con
las
piernas
arqueadas,
parcialmente calvo y una amplia postura. Tenía una fina cicatriz roja sobre una mejilla, y le faltaban los meñiques de ambas manos. Mantenía sus puños cerca
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de su pecho como un boxeador en un combate de boxeo que espera un golpe fatal. Warlord era una cabeza más alto, descalzo, vestido con vaqueros a medio abotonar. Lo estaba mirando fijamente, estrechando sus ojos y limpiándose la sangre de su boca. —¿Te mato ahora, o debemos irnos fuera? —No me matarás. Magnus levantó su barbilla. —Sabes que estoy en lo cierto. Warlord todavía lo miraba fijamente, sereno sobre las plantas de sus pies, listo para saltar. Entonces gradualmente, deliberadamente, se relajó. —Muy bien. Háblame. —Has estado dos semanas aquí, hombre, sacudiendo la carpa de noche y de día. Karen apretó furtivamente las sábanas sobre su cara carmesí. —Tienes responsabilidades. Estos hombres te siguen a ti porque los mantienes seguros y los haces ricos. Pero la riqueza no les hará bien si los rumores son verdaderos. —¿Qué rumores? —Que los ejecutores, unos a los que el ejército contrató para ir contra nosotros... son comandados por otro como tú. Magnus bajó la voz, pero todavía podía escucharlo. —Una bestia que recorre las montañas en la forma de animal. ¿Magnus pensaba que Warlord era un hombre lobo? Oh, hermano. Warlord realmente lo había timado. —Benjie y Dehqan desaparecieron mientras estaban patrullando, y descubrí que una huella de sangre iba hacia el campamento del ejército justo sobre la frontera. Me acerqué lo suficiente como para escuchar los gritos. Estaban atormentando a alguien. Luego Benjie apareció aquí. —¿Ileso? —Saludable y bullanguero. Dijo que Dehqan decidió regresar a su casa en Afganistán. —Tú no le crees. —Ni por un minuto. Nadie lo hace. Está nervioso como un gato, y Dae— Jung lo atrapó haciendo señas hacia las montañas con un espejo.
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Karen echó una ojeada a los dos hombres. Estaban de pie con las cabezas juntas, concentrados en su discusión, y aunque no sabía con seguridad quién eran Magnus, era claro para ella que Warlord lo respetaba y le agradaba. —Nos ha traicionado —dijo Warlord. —No hay ninguna duda sobre eso —respondió Magnus. —Benjie ha sido siempre el primero en tomar el camino fácil. ¿Me pregunto qué le prometieron? —Dinero. —No. Respeto. Eso es lo que nuestro estúpido Benjie ansía. Warlord dio toquecitos a la sangre sobre su labio partido pensativamente. —Muy bien. Tráemelo. Veamos si puedo convencerle de que me dé una versión diferente de los hechos. —¿Abajo cerca del hoyo de fuego? —preguntó Magnus. —Oh, sí. Definitivamente en el hoyo de fuego. Warlord dio una palmada a Magnus en el hombro. —Tráelo. Cuando el escocés partió, estaba silbando. Warlord abrió un baúl, sacó una camiseta de mangas largas, y se la pasó por la cabeza. La metió dentro de sus vaqueros, se abotonó, jaló un cinturón de cuero cubierto, y lo soltó a través de los bucles. Sentándose, se colocó unas pesadas botas negras sobre las medias de lana y las ató sobre su pantorrilla. Extendiendo la mano dentro del cofre otra vez, extrajo dos cuchillos afilados y delgados y los soltó en sus botas. Se puso de pie y sacudió sus vaqueros, ató una pistolera grande alrededor de su pecho y una más pequeño alrededor de cada brazo. Puso una Smith & Wesson 952 en la pistolera más grande y dos Kel—Tec P—32s en las más pequeños. El hombre estaba yendo a la caza de un oso. Agarró un abrigo negro holgado, verificó sus armas y luego echó un vistazo a Karen. Ella cerró sus ojos y fingió estar dormida. Así que por supuesto no lo escuchó acercarse, no sabía que estaba ahí hasta que murmuró en su oreja: —No tardaré mucho, querida. Estás cansada. Permanece en la cama. Se incorporó tan rápido que le golpeó la barbilla con la cabeza. Se río y frotó su cara dolorida. —No es mi día. —Este es el verdadero problema, ¿no?
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—¿Qué te hace creer que sí? —Magnus te golpeó. No dejarías que nadie te golpeara a menos que. . . Girando su cabeza, lo miró a la cara—la pálida piel cubierta por la barba pesada y rodeada por el pelo alborotado, la nariz fuerte, los labios flexibles, y, dominándolo todo, esos negros, negros ojos. —¿A menos que me lo merezca? —Sí. —¿Sabes qué quiero lo mejor para ti? —¿No soy estúpida? —dijo ásperamente, pero al mismo tiempo tocó ligeramente el corte sobre sus labios. La corrigió. —Solía echarme sobre mi estómago encima del solar de construcción y mirarte. —¿Me mirabas? Eso explicaba ese sentimiento espinoso que solía tener en la nuca. —No podía apartar mis ojos. Trabajas mucho. Eres lista. Eres terca. Destacas con una luz interior, y odiaba lo que me estabas haciendo, haciéndome dar cuenta de lo qué estaba haciendo, cambiándome contra mi voluntad. He tenido otras mujeres, pero solamente te recuerdo a ti. Llenas mi mente. Llenas mi alma. Maldito. Cómo se atrevía a tratar de cautivarla? —Es un poco tarde para zalamerías. Giró su cabeza. —¿Vas a matarlo? ¿A ese Benjie? —Depende de cuánto esté dispuestos a decirnos y cómo de rápido proporcione esa información. Warlord volvió a recostarse sobre sus piernas. —¿Por qué? ¿Te sientes apenada por él? —No. No si ha traicionado a sus compañeros. —No piensas mucho como una mujer. —¿Cómo piensa una mujer? Lo congeló con una mirada acerada. —Las mujeres son siempre todo —movió sus dedos e hizo su voz alta y chillona——. Ooh, no lo lastimes. —Das la impresión de haber mirado demasiadas películas viejas, unas donde la mujer siempre se cae y tuerce su tobillo mientras trata de escapar. Enseñó sus dientes en una sonrisa salvaje.
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—Trata de conseguir Kill Bill. Te dará una nueva perspectiva de qué tipo de violencia es capaz una mujer. —Tú eres una mujer bonita. Una mujer fuerte. Un director de construcción. Inclinándose sobre ella, deslizó sus dedos a través de su pelo. —¿Qué te hizo decidir convertirte en directora de obras? Como si fuera a contarle sobre su propio infierno privado. —¿Qué te hizo decidir convertirte en un despiadado señor de la guerra? —contestó. Sus dedos nunca se detuvieron, y sus ojos brillaron de la misma manera que obsidianas. —Tengo un talento natural para el homicidio. Tirando de su pelo, inclinó hacia atrás su cabeza y la besó profundamente. Ella sintió la sangre de él sobre su lengua y…
La primera granada voló de su mano en un arco hermoso por el cielo tibetano azul brillante, directamente al convoy, y tocó tierra en el Jeep principal. El pequeño tipejo que lo conducía gritó; entonces la explosión estremeció el paso y voló al general chino en un millón de piezas de pollo chow—mein. En el momento de aterrador silencio que siguió, Warlord sonrío con profundo deleite; el maldito hijo de puta nunca más golpearía a una mujer hasta la muerte ni atacaría con bombas incendiarias a la colonia nómada en desquite por ofrecer hospitalidad a un norteamericano. Entonces los soldados chinos entraron en acción, rociando las rocas con balas. Sus hombres contestaron al fuego. El angosto paso resonó con los disparos. El olor a pólvora picó su nariz, y todavía sonreía mientras ajustaba la bayoneta a su arma, bajó la colina en ataque, y espetó a los bastardos amarillos hasta que la sangre lo salpicó de pies a cabeza. Una bala lo golpeó en la espalda. El dolor estalló en sus pulmones. Se tambaleó. Se dejó caer sobre sus rodillas. Pero nadie sobre este campo de batalla podía matarlo. Enroscándose, miró al tipo que le apuntaba con la pistola. Víctor Rivera era un mercenario más viejo. Estaba aprovechando esta oportunidad para librarse de un intruso norteamericano joven e inexperto. Era de Argentina. Y la palabra que gritó cuando Warlord atravesó sus bolas fue una pura blasfemia en español—y la última palabra que alguna vez diría.
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Warlord levantó los genitales de Víctor sobre la punta de la bayoneta. La sangre goteaba por su rifle hasta sus manos, y en el silencio repentino bramó, —¡Esto es lo que queda de mi enemigo! ¿Quién más es mi enemigo? Los chinos gimieron, rompieron filas y huyeron. Los mercenarios de Rivera se movieron. Warlord se río, sacó la pistola de Rivera de su cinturón, y le disparó al hombre en la cabeza. Estaba yendo al infierno. No—estaba en el infierno. Con un grito entrecortado Karen regresó al presente. Estaba en la carpa de Warlord. Warlord se había ido. Estaba tendida horizontalmente sobre la cama. Su corazón latió con fuerza, agitando su pecho. Desenfrenadamente levantó sus manos y las miró. No estaban cubiertas de sangre. Se miró. Llevaba un camisón holgado, pálido y transparente, no estaba manchado por la sangre derramada. La porcelana tintineó suavemente. Mingma se arrodilló al lado de la mesa baja, organizando los platos del desayuno y vertiendo el té en un jarro. El aroma de su tabaco entró flotando al otro lado de la carpa. Todo estaba. . . normal Pero Karen no lo estaba. Había estado en algún lugar, visto algo que nunca debería haber visto. Había saboreado la sangre de Warlord; luego había visto un evento terrible del pasado, lo había visto a través de los ojos de Warlord. —¿Dónde está? —exigió. Mingma miró hacia arriba, y la expresión de Karen debió haber sido alarmante, porque se puso de pie y dio un paso hacia atrás. —Partió. Me dijo que le dejara dormir. Señaló la comida. —¿Desayuno? Karen se incorporó y apoyó su cabeza en sus palmas. ¿Qué le estaba pasando? ¿Cómo podía estar en la mente de Warlord? ¿En su pasado? ¿Se había vuelto totalmente loca, finalmente? —¿Señorita? Mingma tocó su hombro. En un ademán violento, Karen golpeó su mano. —No me toques.
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No había olvidado la traición de Mingma, y ahora mismo no necesitaba ningún viaje sobrenatural provocado por el ácido para oler los problemas que amenazaban. No importaba si Mingma parecía sinceramente amable, si los sherpa hubieran estado dispuestos a venderla a Warlord, la hubieran vendido por unas cervezas. No es que Karen se preocupara por él, pero sabía que la protegía, y en un campamento de cientos de hombres rodeados por territorio hostil, la protección era un producto primario a ser valorado. Levantando su mirada hacia Mingma, dijo: —Sal y dime que está ocurriendo ahí. Mingma se acercó a la solapa de carpa y la levantó. Karen escuchó un grito alto y agudo. —Benjie —dijo Mingma. —¿No hablará? —Está asustado. Mingma miró fijamente al campamento, luego exploró el horizonte. —¿Asustado de Warlord? —Pienso que. . . asustado del Otro. La serenidad de Mingma se estaba agrietando. —¿Qué Otro? —Los hombres hablan del Otro, un mercenario que pasará un trapo a Warlord y sujetará este territorio para siempre. Karen vio la oportunidad que había estado buscando. Se puso de pie. Agarró una bata. Se arrodilló junto a la mesa y empezó a comer. —Déjame. —Señorita, si trata de escapar otra vez, me matará. La voz de Mingma tembló. —¿Si Warlord cae, quién pagará tus honorarios? ¿Quién respaldará a tu hijo en América? Karen pinchó a Mingma en su punto débil. —¿No estás pensando en escapar? El color se escurrió de la cara marrón de Mingma, y dio un paso alejándose de Karen. —Señorita, ¿usted ve el futuro? —Solamente un tonto no vería este futuro. Karen comió regularmente—necesitaría el alimento—y no miró hacia arriba.
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Mingma dio un paso de regreso hacia la entrada, se detuvo y se quedó, luego huyó de la carpa. Karen dibujó una sonrisa pequeña y feliz. Liberarse de Mingma era el primer paso hacia la libertad. Por primera vez en dos semanas Karen estaba sola. Ahora podía hacer lo que tenía que ser hecho. Necesitaba sus botas de excursión. Necesitaba ropa que quedara bien y con la que pudiera caminar. Sobre todo, necesitaba su abrigo. Se apresuró a acercarse al baúl abierto. Arrodillándose sobre la alfombra de cachemira, revisó la ropa. Y allí estaba. Su abrigo. Buscó en los bolsillos, y cuando sus dedos agarraron el icono cerró los ojos con alivio. La Madonna estaba a salvo. Lo sacó y se sentó allí, sujetando el icono en su mano, observando la mirada inmensa, oscura y triste de la Virgen María. Cuando lo hizo, los eventos de ese día nadaron a través de su cerebro como un sueño febril. El descubrimiento de la tumba. . . el cuerpo de la niña. . . esos ojos, iguales a los suyos, tristes, sumisos, y de un sorprendente color azul—verdoso. . . y la disolución del cuerpo frágil bajo el tacto de Karen. Luego el estruendo de rocas, la negativa de Phil de partir, la aparición de Warlord. . . Cada momento había estado fuera de su control desde entonces. ¿Pero qué otro curso podía haber tomado? Si Warlord no la hubiera subido en la motocicleta, hubiera muerto. Ahora aquí estaba, un cautiva para un hombre que la asustaba y cautivaba tanto. Nunca había sido religiosa—no había tenido ninguna oportunidad, por que su padre no había tenido ninguna paciencia a las tonterías de la biblia— pero ahora, en una oración que venía de su corazón, suplicó: —María, por favor ayúdame a encontrar el camino a casa. Casa. . . No tenía una casa. La oscura mansión en Montana de su padre estaba decorada con cornamentas y cuero marrón, y aunque había sido criada allí, estaba siempre en tensión, mirando sobre su hombro, esperando la próxima crítica hiriente, el próximo gesto despectivo impaciente. ¿Así que por qué había pedido que a la Madonna que la ayudase a ir a casa? —¿Qué es eso? La voz suave de Warlord se escuchó tras ella.
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Gimió fuertemente—¿cuándo se había convertido en una niña estúpida?—y traído el icono a su seno, cuando cada instinto la impulsaba a proteger el objeto sagrado. —Lo encontré —dijo. ¿La había escuchado? —¿Dónde encontraste un icono ruso? Warlord agarró su muñeca y acercó la Madonna a la luz. La valoró con una mirada. —El estilo muestra de que fue pintado a comienzos de la historia de la iglesia ortodoxa. —¿Cómo lo sabes? —En Rusia, antes de los soviéticos—y durante, a veces—el icono era el corazón de la familia, venerado encima de todas las cosas. Eran el Evangelio en pintura, y eran conservados en la esquina hermosa, el Krasny ugol, la esquina roja. —¿La esquina roja? ¿De qué estaba hablando? —En la cultura rusa, el rojo significa hermoso. Habló con la tranquila certeza de un experto. —Estos iconos, especialmente los iconos de la Virgen María, fueron considerados milagrosos. Cada pose, cada color tenía significado, y hay leyendas folklóricas de luchas entre el bien y el mal por la posesión de los iconos. —¿Qué dicen las leyendas? Más importante, ¿cómo lo sabía? Había sobrevivido a semanas de eventos extraños, pero este era quizás el más extraño, que esta criatura del misterio y la sombra pudiera conversar con tales conocimientos sobre la cultura rusa. —Ya lo sabes, lo habitual. El diablo hace un trato con un hombre malvado. Para sellar el pacto el hombre malvado ofrece entregarle el icono familiar al diablo, una pieza de madera pintada con cuatro imágenes diferentes de la Madonna. Pero su madre se niega a dejar que su hijo tome los iconos. Así que la mata, lava sus manos en su sangre, y mientras bebe para celebrar el cierre del trato, el diablo divide las Madonnas y, en un destello de fuego, las arroja a los cuatro extremos de la tierra, donde se pierden. Warlord miró fijamente el icono como si lo reconociera. —Hmm. Perdidos por un milenio hasta ahora.
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No le gustaba la manera charlatana en que recitó la historia. No le gustaba la manera en que sujetaba su muñeca. No le gustaba el brillo en sus ojos. —¿Podría verlo? —preguntó, pero no era nada más que una formalidad, porque al mismo tiempo se lo quitó. Tan pronto como agarró el icono, se escuchó un sonido de chisporroteo y se olió a carne quemada. Tiró el icono en su regazo. Caminó hacia atrás y la miró fijamente. A ella. Al icono. Luego a sus manos. —¿Qué ocurrió? Recogiendo el icono, ella lo acunó en sus palmas. Estaba caliente, y al parecer lo había lastimado. Caminando al lavatorio, puso sus manos bajo un chorro de agua fresca. Todavía en ese tono coloquial, dijo: —En esas leyendas viejas son comunes las supersticiones. Miró a la Madonna, y sospechó la verdad. —¿Qué trato hizo con el diablo el hombre malvado? Warlord permaneció de pie dándole la espalda y mirando fijamente en la palangana. —Uno que condenó a sus descendientes al infierno. —¿Eres un descendiente de ese hombre malvado? —Tú eres una mujer de sentido común. No crees en una historia tan tonta. Había visto a la niña, muerta durante mil años, abrir sus ojos. Había vivido los recuerdos de Warlord. Había escuchado el chisporroteo de carne de Warlord cuando había sujetado el icono. En una voz rota dijo: —No sé qué creo. —No importa, de todos modos. Continuó de pie con sus manos en el agua y de espaldas a ella. —Te vas de aquí. Por un momento, su tono informal suavizó el impacto de sus palabras. Entonces comprendió, un estallido de júbilo. . . seguido por un sentido inexplicable de pérdida. ¿Y por qué debía sentir la pérdida? Esto era el objetivo que había querido, exigido, luchado para conseguir. Podía irse a casa sabiendo que nunca había cedido ante su dominación sexual. Partir ahora le permitiría mantener su orgullo e integridad. Pero la pérdida todavía estaba ahí.
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Y el miedo, porque sabía que nunca la dejaría irse a menos que algo estuviera terriblemente mal. —¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó. —Mis ataques han enfurecido a los ejércitos sobre ambos lados de la frontera, y trajeron a un soldado mercenario experimentado para sacarme y mantener las cosas bajo control. Los Varinskis son bien conocidos por sus tácticas de terror. Es demasiado peligroso que te quedes. Había traído esto sobre sí, entonces. Muy bien. —Necesitaré mis botas y alguna ropa que me quede bien. Giró para encontrarse cara a cara con ella, y la conmocionó verlo se reír. —La práctica, prosaica Karen. Extendiendo la mano bajo la mesa, encontró una llave, se la pasó, y señaló con el dedo. —En ese maletero. Se puso de pie. —Me vestiré. Caminó a la solapa de carpa, la levantó, y escuchó. Podía casi verlo irse en alerta. —Apúrate. No necesitaba que se lo dijera dos veces. Se quitó la bata y se puso la ropa con rápida eficiencia. Cuando al principio ayudó, trató de empujarlo, pero pronto se puso claro que no tenía ninguna intención lujuriosa. Trabajó para poner armas sobre su cuerpo. Ató una Glock alrededor de su pecho y un cuchillo arriba de su manga, y cargó su mochila con munición y raciones secas. Llenó una cantimplora con agua y la puso sobre su cinturón, y le dio un multitool que combinaba con uno que había perdido en el desprendimiento de rocas. Puso una brújula e insumos médicos generales en su bolsillo y, milagro de los milagros, colgó su pasaporte alrededor de su cuello. Su pasaporte. . . había pensado que se había perdió en el desprendimiento de rocas. —¿Dónde conseguiste eso? —Lo robé de tu carpa hace muchas semanas. —Hijo de puta —farfulló, pero ahora mismo estaba agradecida. Tener su pasaporte aceleraría su viaje a casa—y le evitaría tener que pedirle ayuda a su padre. Mientras trabajaban, sabía que estaba escuchando algo fuera. Al principio no escuchó nada, los gruesos tapices la protegían del tumulto fuera.
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Lentamente el clamor rompió el silencio en la carpa. El ruido creció, gruñó, añadiendo un filo a su prisa. Cuando había terminado de atar sus botas, se arrodilló frente a ella. —Ve hacia Katmandú. No dejes de caminar durante dieciocho horas. No confíes en nadie a menos que estés en la embajada norteamericana, e incluso entonces, sé precavida —miró hacia arriba, sus ojos oscuros y serios. —Pase lo que pase —sobrevive. —Lo haré. —Lo sé. Fue a la parte posterior de la carpa y abrió la costura de un golpe. El ruido de lucha explotó en la carpa. Escuchó los gritos, los tiros, los gruñidos de cólera, y los gritos animales de guerra. Volteó una sección del camino y lo giró, lo colocó luego al otro lado de la brecha. Era el puente que había buscado cuando se escapó antes. —Recuerda todo lo que te dije. —Lo hago. —Cuando regreses a los Estados Unidos, ¿puedes hacer una cosa para mí? Llamar a su madre, supuso, y decirle cosas alentadoras. —Sí. Lo que quieras. Tomando su cara entre sus manos, la besó. La besó profunda, rápidamente, con el propósito de dejar su marca sobre ella. No quería hacerlo, pero respondió. Lo saboreó, reconoció, absorbió. Y, sí, sintió la pérdida de una relación y un hombre condenado desde el comienzo. Arrancándose, investigó sus ojos. —De algún modo, algún día, iré por ti. Está atenta. La besó otra vez. Se volteó. Fue hacia la delantera de la carpa. Empujó la solapa de para abrirla. La última cosa que vio fue a Warlord saltar de la plataforma y entrar en el tumulto, con una pistola que ardía en cada mano. No la escucharía allí, pero respondió de todos modos: —Haré exactamente eso. Recogiendo su mochila, cruzó el puente. No miró atrás.
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Capítulo 13 Montana, cinco semanas después Karen estaba en la puerta del estudio de su padre. El fuerte color vino de las cortinas cerradas. Los paneles de madera eran de color nuez oscura. Una nueva cabeza de alce colgaba encima de la fría chimenea. Bolígrafo en mano, Jackson Sonnet sentado en su escritorio en una piscina de luz, bajo, hombros anchos, cabello canoso, enojado con la lectura de papeles ante él. —¿Papá? —tenía ella la voz un poco rota. Él se congelo. Silencio. Sin mirar, sin una nota de bienvenida, de alivio o alegría, él dijo. —Era tiempo de que volvieras a casa. El aliento de ella atrapado en un brillante pedazo de rota esperanza. Solo esta vez, cuando él no sabía si estaba viva o muerta, se esperanzó… Bajó su bolsa. Que contenía su pasaporte, su cartera, suficiente ropa para varios días…y los restos de los sus brazaletes de esclavitud. Cuando había llegado a Timbuktu, ella había conseguido un joyero que los cortara. Él le había ofrecido una buena suma por los veintidós kilates de oro, que ella rehusó. Porque podría obtener un mejor precio en otro lugar, se había dicho así misma. Porque podría ser que necesitara el dinero… o porque quería lanzar los brazaletes sobre el fuego de la Montaña Doom, donde regresarían al infernal hogar de donde habían venido. Ella hizo una mueca de dolor. Podía estar un poco traumatizada. Avanzó dentro de la sala. Quería arrojarse sobre el cuello de su padre y llorar de agonía, pero sabía que era lo mejor. Que no importaba que hubiera desaparecido en el Himalaya, esta no era diferente a todas las demás bienvenidas a casa. Dio su informe. —La montaña colapso en el sitio. El derrumbe lleno el valle. No se puede construir el hotel. —¿Tardaste cinco semanas en volver para decirme eso? —él la miró, sus ojos de luz, el cortante azul que siempre había tenido, el que siempre la atemorizó cuando era niña. Había pensado mucho sobre lo que le iba a decir a su padre. Él no curaría la humillación que había sufrido, él solo podía ver que no sufrió
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ninguna lesión que la incapacitara. Así que decidió contarle la verdad, o lo menos posible de revelar, la menos mortificante versión de la verdad. —Fui secuestrada y me mantuvieron cautiva. —¿Por quién? —Por un mercenario que vive en el área —Wardlord… pero ella no iba a eso. Paso su lengua alrededor de la carne interna de su boca, y por un breve segundo probo la memoria de su sangre. En el borde de su mente una pesadilla paso, lista para reproducirse. No quería pensar en él. Nunca. —¿Antes o después del derrumbe? —Él me salvo, y después me secuestró. Jackson golpeo su silla hacia atrás tan fuerte que dio en la pared. Ella se encogió. Jackson se puso de pies, sus fuertes manos apretadas en puños. Su voz baja de desdén, preguntó, —¿Esperas que me crea eso? —Sí. ¿Por qué no? ¿Qué piensas tú que paso? —Estuviste revolcándote a los alrededores con ese tipo porque él tenía un abrigo negro de cuero y una motocicleta. —¿Como sabes eso? —¿cómo sabes cosas sobre Warlord? —Te escapaste con él y cuando se canso de ti, regresas a mí con esa absurda historia de mierda. ¿Cómo fue que él obtuvo esa información, con la suficiente verdad como para hacerla lucir mal? —Padre. No puedo creer que hayas enviado a alguien a tomar fotos del sitio del hotel. —Lo hice —admitió. —¿Sabes por las noticias de los millones de toneladas de roca que destruyeron la base de la montaña? Yo no falsifique las rocas —estaba incrédula—. Ni siquiera tú podrías estar paranoico. Malas palabras dijiste. Definitivamente malas. Jackson enrojeció de ira. Con dura voz dijo. —¿Sabes cuánto me cuesta este proyecto? —¡Casi te cuesta a tu hija! —Mi hija —se mofó—. ¿Es eso lo que piensas? Entonces él miró sorprendido, como si alguien hubiera hablado.
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El silencio en el cuarto era profundo, y ella se encontró escuchando su propia respiración. —¿Qué quieres decir? —Nada —murmuró. —¿Dices que yo no soy…tu hija? Con la mirada caída, y mirándola ahora embarazosamente. —Eso no importa. —Por supuesto —sus manos colgaban a los lados, pero su cerebro corría— . Esto lo explica todo. La indiferencia, la impaciencia, la constante falta de afecto y atención… Yo no soy tuya. —¿Qué diferencia hay? He tenido el problema de cuidar de ti.
He
pagado por tu educación —su breve momento de arrepentimiento se perdió; él estaba trabajando sobre su temperamento. —Te volviste loco —por primera vez, lo entendió—. Este es el camino que tomas cuando algo te hace quedar mal o te incomoda. —¿Qué hombre no se enojaría? Una esposa que salía con no sé quien, mientras trabajaba, y todo lo que obtengo fuera de esto es un niño sin valor. Si tu madre tuvo que dejarme con un niño, ¿por qué diablos tuvo que ser una niña? Karen no se preocupo sobre su condena. Tenía que averiguar… —¿Quién era mi padre? —Mi mejor amigo. ¿Quien más? Podía casi sentir la amargura de Jackson. —¿Quién era tu mejor amigo? —Dan Nighthorse. Ese bastardo indio Blackfoot. —Me acuerdo de él —apenas. Era la sombra de una figura en el fondo de su mente, aquellas memorias eran principalmente tomadas con el recuerdo de las manos de su madre, su sonrisa, sus ojos… su muerte. —Él siempre estaba alrededor, entre los turistas, hablando sobre las montañas, el vivir de la tierra y ver el hermoso escenario. Ella amaba escalar, era una experta, quería que nosotros subiéramos a las montañas para comulgar con la naturaleza, como si fuéramos hippies. Yo no tenía paciencia para esa basura. —Lo sé —Jackson podía construir hoteles que atendieran a los excursionistas, pero a menos que él pudiera cazar, a menos que un animal muriera por sus manos, a no le interesaba acampar.
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—Ella me daba lata, y finalmente le dije que dejara de molestar y se fuera con él —miró hacia la colección de astas alineadas en sus paredes—. No puedo creer que ella se enamorara de ese perro de mierda. Un horrible pensamiento la golpeo. —¿Los asesinaste? —¿A tus padres? No, no los asesine, no importa lo mucho que se lo merecieran. Estaba trabajando mientras ellos se encontraban alrededor del desierto, y una tormenta de nieve se sitúo allí. Tu madre bajo al maldito acantilado. —Lo sé —las pesadillas de ella siempre habían sido de la caída. —Nighthorse se rompió el cuello tratando de rescatarla, y maldita sea, ella se congelo antes que la guardia civil aérea llegara y la trajera. Mi padre me llamó y me dijo que regresara a la casa y le dijera adiós a mi esposa, y me informo entonces lo que todo el mundo sabía—que habían sido amantes durante años a mis espaldas. —Recuerdo al abuelo —alto, barrigón, un desagradable hombre que abusaba de su hijo, ignorándola, y enviándola a huir con su ama de llaves. —Cuando llegue al hospital, ellos dijeron que la hemorragia interna no pudo ser detenido. Como me preocupé —se detuvo, tragando. Temblando de la emoción. Karen comprendió que había sufrido. Por la humillación, que ella suponía. —Abigail quiso que le prometiera que te cuidaría como si fueras mía. —¿Se lo prometiste a ella? —Karen no podía imaginar a su padre cediendo por la presión, ni siquiera ante la muerte de una mujer. —Se lo prometí —dijo burlándose, pero esta vez frente al espejo—. Mi padre dijo que era un tonto, y lo era. Pero la amaba. Apuesto a que no sabias eso. —Tú… ¿la amabas? —Solo Dios sabe por qué. Ella no era buena para nada. No podía mantener la casa arreglada. No podía conservar el rancho para llegar. Reñía por que no le prestaba mucha atención. Se disgusto porque tomé mis placeres mientras viajé. Entonces me engañó con mi mejor amigo. —Imagina eso —todo dentro de Karen, todas las partes que habían parecido inseguras, con asombro, parecían hacerse más fuertes. Sus pulmones respirando, su corazón latiendo, su balance era tan seguro que ni un terremoto podría lanzarla fuera de la tierra. Y todas las partes emocionales de ella, las
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únicas que la ayudaban con la esperanza, se fueron lejos de la luz que guiaba su vida—. ¿Por qué me dices esto ahora? ¿Por qué, cuando todo lo que he hecho es trabajar por ti, tratando de complacerte, llevando a cabo el trabajo cuando otro no podía—por qué decidiste destruirme? —Phil me dijo. —¿Phil? —intento comprender—. ¿Phil Chronies? —Sí, ¿te sorprende, no es así? —Jackson contemplo su ancha mirada con sombría satisfacción—. Nada menos que Phil Chronies, el hombre que perdió un brazo a mi servicio. El hombre que tú dejaste morir. —Porque él era demasiado ambicioso para dejar el oro —rápidamente ella comprendió lo que hacía, y se paró en seco. No justificaría a ella y sus acciones. No a su padre. No cuando acababa de volver de los muertos para no encontrar alivio, ninguna bienvenida, pero si acusaciones—. ¿Cómo puedes creer en el peor tipo en tu organización entera sin aún preguntarme que pasó? —Eres la hija de tu madre, que se revuelca con algún extranjero de cabello negro en vez de trabajar como deberías. Escuchó el eco de una amargura tan vieja que había comenzado hacía mucho tiempo. —Sí. Soy hija de mi madre. Soy leal hasta el día en que comprendí que nada de lo que haga por ti…hará que me apruebes —Amarme, quiso decir, pero él no podría entender el término. Warlord había hecho algo por ella. Le había demostrado su amor— retorcido, posesivo, pero dado libremente. Warlord había saltado junto a ella con una soga, pero ahora, cuando miró a su padre, ella comprendió cuan fuerte estuvo rodeada de sus expectativas. Ahora era libre. Dio un paso adelante. —Eres un tonto, Jackson Sonnet. Hubiera hecho cualquier cosa por ti. Cualquier cosa. Y tú escuchaste el veneno que Phil Chronies puso en tu oído. Tú tuviste tu parte contra mí —dijo riendo, y con un sentido de libertad que nunca antes experimento—. Gracias, Padre, por haber hecho posible que yo siga mi sueño. Se sacudió con frustración. —¿De qué demonios estás hablando? —Me voy —miró su bolsa. Llevaba el abrigo. El icono estaba en su bolsillo.
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Excepto por el cuadro de su madre, y ella podría recogerlo de camino a la salida, no había nada aquí nada que necesitara. Nada en esta casa que quisiera. —Me voy a Inglaterra. Visitare el museo Victoria y Alberto. Voy a ir a España para visitar cada viñedo en la Rioja. Iré a comer naranjas y aceitunas y tomates y pan. Iré a hacer amigos para jugar. Iré a andar en bicicleta, y nadare en el Mediterráneo, y tomare el sol. Tomó un largo aliento, luego lo liberó... y toda la tensión de veintiocho años pasó la inclinación y combó por la presión interminable de Jackson Sonnet. Él la atacó con su habitual sutileza. —Este es el plan más estúpido que he escuchado. —No es un plan, Padre. Por el próximo año, no estoy planificando nada. Voy a dejarlo caer a su voluntad. —¿Cómo demonios piensas llevar a cabo eso? —Gracias a ti, Padre, y a tu entupido calendario que asegura que nunca has tenido tiempo, he acumulado una pequeña fortuna, y puedo darme el lujo de tener un año sabático —reflexivamente, añadió—, o dos. —¿Estás loca? Has trabajado cada día de tu vida. ¿Qué te hace pensar que puedes pasar el tiempo sin hacer nada más porque…? —¿Porque quiero? ¿Qué es lo que siempre he querido? Voy a hacer civilizada. Voy a ser una chica —intentó pensar que podría impresionarlo lo cuan sería estaba—. Voy a hacerme una pedicura. —¿Una pedicura? —él no podía haberla mirado más ultrajado—o alarmado—. ¿Para qué quiere una pedicura? —Sólo he tenido una en mi vida—y me gustó. Ahora voy a tener tantas como quiera. —¡Estas despedida! Pensó en ello. —No. Definitivamente pienso que renuncio primero —se doblo ante él con apreciación burlona—. ¡Adiós! Padre. ¿O debería llamarte Sr. Sonnet? Disfruta de tu tiempo con Phil, y trata de hacerte creer que él te dice la verdad. Los vasos sanguíneos que fijaron las mejillas rojizas de su padre aparecieron como ríos escarlatas en un mapa. —No puedo creer que estés renunciando de esta manera —No estoy renunciando. Voy a encontrarme a mí misma —recogiendo su bolsa, ella caminó hacia la puerta. No miró hacia atrás.
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Capítulo 14 Dos años después Aqua Horizon Spa and Inn Sedona, Arizona Karen Sonnet estaba de pie en el frío vestíbulo del hotel, alto, de moderna entrada en madera—y—piedra, hablando con Chisholm Burstrom, presidente y CEO de la base Burstrom Technologies en Texas, y su esposa, Debbie, sobre los acontecimientos de la noche, cuando un nuevo invitado dio un paso en la puerta—y Karen contuvo la respiración. El forastero cruzó hacia el mostrador de registro. Su cabello negro estaba cortado por un buen estilista y su rostro estaba limpio y rasurado. Su paso era largo y confiado, y su inmaculado traje negro de corte europeo encajaba perfectamente con su musculoso cuerpo. Su crujiente camisa blanca y corbata azul podrían haber pertenecido a cualquier hombre de negocios rico que visitaba el Aqua Horizon Spa and Inn para relajarse y hacer negocios. Karen se distanció, su mano sobre su pecho para contener el latido de su corazón Sus ojos no eran negros, pero si unos inusuales ojos verdes. Él su mano extendió, dirigiéndose a ella.... Detrás de ella, Chisholm Burstrom dio un grito. Karen saltó. —Lo siento, cariño. No pensé —Chisholm puso una mano sobre su hombro, pero su mirada estaba fija en el forastero. Con dos largos pasos él lo encontró—. Wilder, viejo amigo de armas, me alegro de que hubieras podido venir. —Chishom, gracias por invitarme —el extraño agito la mano de Chisholm—. Estoy esperando con interés la oportunidad de conocer a tus nuevos ejecutivos y obtener más chismes del nuevo juego tecnológico. —¡Nada de eso! —la Sra. Burstrom caminó entre los dos hombres y coqueteo un poco mirando de uno a otro— . Este hotel es el destino número uno en el mundo del spa. Lo escogí por lo especial, ya hice la lista de invitados, seleccione las actividades, y esto no se convertirá en una conferencia de negocios. ¡Chisholm, lo prometiste! y el Sr. Wilder no quiere conocer mi lado malo. ¡Soy un enemigo terrible! El Sr. Wilder sostuvo sus manos con las palmas hacia arriba. —Yo nunca la enojaría, madame. ¡No soy tan valiente! Los tres se rieron, cómodos entre ellos y la situación; entonces la Sra. Burstrom se giro hacia Karen. —Karen, este es el Sr. Rick Wilder, uno de nuestros invitados más especiales. Rick, esta es Karen Sonnet. Es la fuerza que ha estado planificando nuestro grupo durante meses. —Es una pequeña niña inestimable —dijo Chisholm
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Esta vez el forastero miró a Karen, realmente la miró. Su corazón se acelero nuevamente. Ella esperó, sin aliento, oírlo preguntar. ¿Usted miraba hacía mí? En cambio sus ojos se tornaron ardientes con una civilizada apreciación. Sabía lo que él veía; ella había cultivado cuidadosamente la tranquila, y la confortable imagen que el spa demandaba para su personal. Su vestido azul era suelto, sin mangas, a lo largo de la rodilla y casual, y “casual” describía perfectamente sus zapatillas planas, sandalias marrones, y desnudas y bronceadas piernas. Su pelo castaño tenia rayos rubios, unos naturales, algunos no, y un estilo de corte en capas que rozaba sus hombros. Parecía lo que ella era—la coordinadora de eventos en un pequeño, y muy exclusivo hotel del alto cañón en el desierto a las afuera de Sedona. Extendió su mano. —Sr. Wilder, un gusto de conocerlo. Él tomó su mano y la agito con profesionalismo. Sorprendida—posiblemente porque todavía estaba medio convencida de que este hombre era Warlord. Probablemente porque había esperado esta salvaje, eléctrica emoción de reconocimiento con su toque. —Es bueno conocerle, Karen. No puedo esperar a disfrutar de las actividades que ha preparado para nosotros —sonrió, sus dientes limpios, blancos, y afilados. Afilados. . . Warlord la besó. Volviendo. Corrió hacia el frente de la tienda. Empujando la solapa abierta de la tienda. Saltó de la plataforma y en el tumulto, una pistola en cada mano. Ella se estremeció, luego alejo el recuerdo, la locura, y asintió a su saludo. —Discúlpeme. Tengo que registrarme y cambiarme por algo mas casual —él asintió a todos ellos, y le sonrió nuevamente. Cuando él cruzó a grandes zancadas, la Sra. Burstrom dijo satisfecha —Esa era la sonrisa de un hombre que le gustó lo que vio. —Karen, estas en problemas ahora. Mi querida niña tiene este fulgor en sus ojos —el Sr. Burstrom sonrió, su quijada temblando. —Cállate, Chisholm —la Sra. Burstrom unió su brazo al de Karen y agitó sus dedos a él—. Trabajo bajo la cubierta de la discreción. En un tono cortés que escondía su débil parpadeo de alarma, dijo Karen, —Sra. Burstrom, no fraternizo con los clientes —su busca personas vibro, y bajó la mirada para verlo. Salvada por la campana—. Los proveedores tienen una pregunta, así que si me disculpan… —¿Existe una norma que lo prohíbe? —la Sra. Burstrom caminó con ella. Tanto como ser” salvada por la campana” La Sra. Burstrom dijo que confiaba en el conocimiento de Karen, y Karen pensó que probablemente lo hacía, pero ella era la clase de gerente que
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verificaba cada detalle, desde las cestas de bienvenidas en los cuartos de huéspedes hasta los arreglos de flores en el bufete. Había trabajado con Chisholm Burstrom para hacer un éxito de su empresa, y esperaba que esta reunión les atara más cerca a sus empleados más leales y trajeran a sus invitados honrados en el pliegue. Y Karen había trabajado con ella para asegurarse que eso pasara. —¿Qué si hay una regla que prohíbe la fraternización con los invitados? No, pero yo no podría preguntar por un invitado que sería un dolor de cabeza el cual se iría en una semana? —Karen dio la misma respuesta cómica que siempre daba a las preguntas de buen corazón y directas. —¿Nunca te tientan? —No. —¿No es lo mismo que un par de ojos verdes con rayos dorados? —la Sra. Burstrom coaccionó. —Tiene los ojos muy lindos —ojos que parecían positivamente normales—. Pero no. —No es natural que una muchacha de tu edad viva sola. —Soy apenas una muchacha, Sra. Burstrom. Ya tengo treinta años, y hace casi un año, salvo un descanso que duro un año, he estado en un hotel la jornada de trabajo completa durante ocho años completos. Usted no sería el primer casamentero que he frustrado. —¡Un desafío! Karen se detuvo en medio del vestíbulo. —No. Por favor. Mi rompimiento del negocio hotelero coincidió con el final de una mala relación. Figuro que aquellas semanas con él contuvo bastante sexo, rabia, angustia, y argumentos para compensar los años de una relación normal, y no estoy interesada en intentarlo otra vez. —Dos años es mucho tiempo para curarse. —No he sentido quejarme de interés desde entonces. —Aún así miraste a Rick con bastante fuerza. La Sra. Burstrom no iba a rendirse, entonces Karen contó más de lo que generalmente decía. —Él me recordó a mi ex. Siempre salto cuando veo a un hombre como este. Esa no era una sana relación. —¿El te golpeaba? —pregunto bruscamente la Sra. Burstrom. Karen completó su franqueza. —Casi así de malo. Él me amarró. —Bien. No empujaré la cuestión —caminaron hacia la cocina otra vez—. Quiero que sepas que Rick es un joven correcto, honorable que ha pasado el tiempo en el mar. El temblor de alarma subió nuevamente por la espina dorsal de Karen. —¿De verdad? ¿Dónde? —India y Japón, y luego Italia y España.
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Karen tuvo que dejar de saltar al sacar conclusiones La Sra. Burstrom continuó, —Inteligente como un látigo, habla varios idiomas, y desarrollo un juego de computadora que se comercializara en los Estados Unidos y luego internacionalmente. —¿De verdad? —Karen no podría preocuparse menos sobre los juegos de computadora—. ¿Y como se llama? —Warlord.
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Capítulo 15 El balneario de Aqua Horizon y la posada habían sido construidos a lo largo de un despeñadero, y diseñados para hacer de marco a las imponentes formaciones rocosas y el panorama de los valles más abajo. Miraba hacia el sur así que captaba el sol, y el exterior de los edificios, las plantas nativas, y los senderos engravados se confundían en la atmósfera desértica con calidez y sensibilidad. Con los puños apretados a sus costados, Karen caminó por el sendero del bloque cinco de la urbanización del hotel. Tan pronto como estuvo fuera de la vista de las ventanas corrió, corrió tan duro como pudo hacia su cabaña en el borde del área. Interviniendo, cerró la puerta detrás de ella y se apoyó contra ella. Generalmente las paredes azules de cáscara de huevo, los frescos pisos de azulejo color crema, y las copias enmarcadas de Jack Vettriano en el departamento—estudio la calmaban, pero ahora nada podía limpiar la conmoción de su mente. Era él. ¿No lo era? No podía ser coincidencia que el juego de Rick Wilder se llamara Warlord. ¿O lo era? No. No podía serlo. Sacó su maleta de debajo de la cama. Estaba llena de zapatos adecuados para caminar, ropa interior, y ropa cómoda, siempre lista para el momento en que tuviera que huir. Porque aunque habían pasado dos años desde que se había alejado sin una mirada hacia atrás, dejando que Warlord luchara por su vida, todavía creía que algún día podía reaparecer y reclamarla otra vez. De algún modo, algún día, iré por ti. Yendo hacia el compartimiento en el ropero, lo abrió y sacó su pasaporte. Luego, más despacio, recuperó el icono pintado con la Madonna. Por un crucial segundo miró fijamente la pintura. Recordó a la niña que había protegido el icono durante mil años, de la misma forma en que sus ojos se habían abierto y mirado a Karen antes de que su débil cadáver se convirtiera en polvo. Y aunque Karen no quería creer, todas las mañanas cuando miraba el espejo y veía esos mismos ojos mirándola de regreso, sabía que la niña le había pasado la custodia del icono. Tenía que proteger a la Madonna.
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Pero tenía una vida también, y tenía que proteger su propia libertad. Tomó la foto enmarcada de su madre que estaba sobre la mesa, recortó la imagen y colocó el icono en el forro, cerró el recipiente y los guardó en el interior de la bolsa. Envolvió la campana de vidrio que había comprado en Italia en un chal de encaje que había comprado en España, y los guardó en uno de los bolsillos del costado. Luego cerró todas las cremalleras y la colocó junto a la puerta. Deslizó su mochila de abajo la cama. Esta contenía todas las provisiones indispensables para mantener la vida en tierra virgen —comida deshidratada, una linterna, un poncho impermeable, una cantimplora. Una visita rápida a su diminuta cocina y ella tenían una selección de Baker’s Breakfast Cookies añadida a su despensa, y estaba lista para irse. Una llamada la hizo gritar como si una serpiente de cascabel estuviera de pie al otro lado. O Warlord, lo que era peor. —Señorita Karen, ¡soy Dika! —gritó la empleada. De cincuenta años Dika Petulengro había llegado a trabajar allí no mucho después de que Karen llegara. Limpiaba las dos docenas de cabañas de huéspedes que estaban esparcidas por toda el área, hablaba inglés con acento ruso, tenía ojos hermosos ojos marrón oscuro rodeados de largas y oscuras pestañas, y les gustaba a todos. Karen la consideraba una de las personas más amables a quienes alguna vez había conocido —pero no confiaba en ella. Mingma le había enseñado a ser precavida. Más importante, Karen no necesitaba un testigo de su fuga. Así que puso su cuerpo para obstruir la vista y abrió la puerta. —Dika, ¿podrías volver en una media hora? Eso le daría tiempo de llegar a su automóvil y largarse como el infierno. —¿Porque tiene a ese hombre hermoso aquí? Dika estiró su cuello para ver alrededor de Karen, y sus ojos se abrieron. —No. ¡No un hombre, una maleta! —Estoy haciendo un poco de embalaje para mis vacaciones —dijo Karen. Dika topó contra la puerta con su cadera lo suficiente como para soltarla de la mano de Karen. —No, señorita Karen, mire. Ha empacado su vaso bonito. La mantilla de encaje que cuelga al costado de su tocador ha desaparecido. Miró duramente a Karen. —Y tiene esa expresión en sus ojos. —¿Qué expresión?
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—La mirada de un refugiado forzado a huir otra vez. De algún modo Dika reconocía la expresión. Karen enderezó su barbilla. —Está bien, la ayudo. Dika se abrió camino y cerró la puerta detrás de ella. —Pero digame por qué primero. ¿Por qué está asustada? —Una de las visitas. . . me recuerda a alguien. —¿El Sr. Wilder? La inquietud de Karen creció. —¿Cómo lo sabes? —El personal está chismorreando, por supuesto —se encogió de hombros—. Dijeron que parecía cautivada con el hombre, pero creo que tal vez confunden el terror con fascinación. Karen asintió con la cabeza rígidamente. Odiaba confesar este pánico abrumador, pero Dika parecía comprender. —¿Alguna vez le maltrató? ¿Tal vez es su marido? —No. Y no. Definitivamente el Sr. Wilder no es mi marido, y ni siquiera estoy segura que sea el tipo pienso que podría ser. Eso parecía descabellado, Karen se dio cuenta mientras lo trataba de explicar. —En otro tiempo. . . sus ojos eran negros. —Negros. ¿Todos negros? ¿Sin ningún color? —Correcto. Al principio pensé que eran drogas, pero luego me di cuenta de que lo eran. . . de algún modo él. . . —Era el propio diablo —sugirió Dika. —Sí —exclamó Karen. Por supuesto. Dika comprendía. Había venido desde Ucrania, de una nación tan salvaje y rara como los Himalaya. —El Sr. Wilder no es él. Sus ojos son verdes, luminosos, hermosos y para nada espantosos. Dika asintió con la cabeza. —Indicó que estaba interesado en mí, pero no más que cualquier otro tipo. —Este hombre, el Sr. Wilder, puede serlo. . . ¿le tiene miedo? —Sí. Dika pensó por un momento. —¿Tiene cerveza en el refrigerador?
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—Un par. —Las abriré. Dika le mostró la puerta del patio, se apresuró entonces al refrigerador. —Vaya fuera y siéntese. Tenemos que hablar. —Tengo que partir. —Primero hablamos. Entonces, si lo desea, le ayudaré partir—y sé como huir secretamente. Eso tenía sentido. Eso tenía mucho sentido. Y algo sobre Dika que —de hecho—calmaba el pánico de Karen y la hacía pensar más claramente. Abrió la puerta que daba al patio y salió al aire tibio y seco. La cerca de hierro
forjado que rodeaba el jardín estaba engrosada con arbustos y
enredaderas, dándole privacidad y la ilusión de frescor, y las sillas estaban hechas de telas azules ligeras y reclinadas. Detrás de ella la puerta se abrió y cerró, y Dika empujó una cerveza helada en la mano de Karen. Se sentó con toda la garantía de un consejero experimentado y dijo: —Así que no sabe si es en realidad él. —No. Cuando estaba en Europa, justo después de que me libré de él, lo vi constantemente —en el tren, en los restaurantes, sobre las playas. Al ver a un hombre de espaldas, notar su caminar, el color de su pelo, o el movimiento de sus manos. Karen llevó la cerveza a su boca, tomó un trago y volvió a bajarla. —Pero nunca era él. —Miraba otra vez, y se daba cuenta de que estaba equivocada —dijo Dika—. Entonces, cuando los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses, se relajo y no lo vio tanto. —Cierto. La última vez, aproximadamente hace seis meses, salí con un tipo que me recordó al él. Este tipo en realidad se veía mucho mejor—¿cómo pude equivocarme? En realidad se afeitaba sobre una base semiregular—y luego me besó. Era tan aburrido casi entro en coma. Ese era un recuerdo para olvidar rápidamente. —Su otro hombre—sus besos no eran aburridos. —Era muchas cosas, pero nunca aburrido. Karen tomó un largo trago de cerveza. —¿Pero no sabe cual es su apariencia? ¿No recuerda? ¿Piensa que el Sr. Wilder ha cambiado su apariencia? ¿Sus ojos?
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Karen le dijo sobre la barba y el pelo, y el nombre del juego de computadora, y terminó con: —El Sr. Wilder no tiene la intensidad de Warlord. —Y aún así usted, que es una mujer sensata, teme que éste sea el hombre. —Estupideces, supongo. —No. Sus instintos Le dicen que seas cautelosa. Creo que debe ser cautelosa. Éste podía ser un hermano o un sirviente, alguien enviado para espiarle. Un escalofrío se deslizó hasta arriba de la espina dorsal de Karen. La miró. —Tengo que irme —susurró. Dika puso su mano sobre las de Karen. —Razón de más para no irse. Aquí tiene hombres de seguridad que pueden defenderla. Amigos que le creerán cuando diga que un hombre aparentemente normal es una amenaza. —Sí. . . Lo que Dika decía tenía sentido, y clavaba las uñas en su sentido del pánico, la grave necesidad de huir se aplacó. Dika vio la relajación de Karen y sonrío. —Sí. Bien. Déjame contarle una historia. Hace casi cuarenta años mi tribu sufría una fenomenal tragedia. —¿Tu tribu? —Soy Rom. Caló. Gitana. —¡Oh! Karen estudió los ojos marrones de Dika, su complexión morena, su cuerpo compacto. —No sabía que los Rom vivían en Ucrania. —El Rom ha paseado alrededor del mundo, y hace aproximadamente mil años mi propia tribu cometió el error de pasar por Rusia. Dika puso cara rara. —Los rusos hicieron de la persecución una forma de arte. Pero no tuvimos un verdadero problema hasta hace casi cuarenta años, cuando nuestra pertenencia más preciada nos fue arrebatada. La mente de Karen saltó inmediatamente al icono. Su icono. —¿Cual es tu pertenencia más preciada? Dika suspiró.
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—Era una niña, la elegida para que ver las visiones que nos guiaban. Nuestra Zorana. Cuando partió… —¿Partió? Pensé que dijiste que les fue arrebatada. —Las historias difieren. Dika se encogió de hombros expresivamente. —Los viejos cambian sus relatos. Todo lo que sé es que la suerte que habíamos disfrutado durante tanto tiempo desapareció. Nuestros ejes se estropearon, nuestros bebés murieron, nuestros jóvenes fueron asesinados. Mi padre desapareció en una de las prisiones rusas. Tenía once años entonces. En Ucrania, las milicias podían ser muy malas, muy corruptas. Tomaron lo que querían, mataron, quemaron. Mi madre me enseñó a esconderme cuando vinieron, y lo hice, hasta que un día cuando tenía quince, el general me vio antes de que pudiera ocultarme. Amenazó con quemar los carros si el Rom no me entregaba a él. Así que lo hicieron. Incrédula, Karen preguntó: —¿Cómo pudieron? —Era yo o sus propios niños y por lo tanto me sacrificaron. Un fantasma de la memoria se escabulló por la mente de Karen. La niña sacrificada. . . Dika miró la cerveza que tenía agarrada en sus manos. —Nunca vi a mi madre otra vez. Estuve con Maksim cinco años. Todo el tiempo estaba furioso conmigo, y al final, pienso, sólo furioso. Dijo que me acosté con otros hombres. Acusó a sus soldados, su hermano, su mejor amigo. Me golpeó, me pateó, hizo que no pudiera tener niños. —Lo siento. —Así que finalmente me acosté con otro hombre, un hombre fuerte, y cuando el general vino por mí le ordené que le diera un tiro como un perro en la calle. Luego vine aquí. Dika miró hacia arriba, y líneas hondas se grabaron su en labio superior y entre sus cejas. —Incluso ahora, a veces veo a Maksim en mis pesadillas. —Me haces sentir avergonzada por quejarme. Porque Warlord la había retenido contra su voluntad, pero había prometido no lastimarla nunca, e incluso ahora lo creía. —No. No esté avergonzada. Esté orgullosa de si misma por lo que ha conseguido. Doy gracias a Dios todos los días por haber usado mi fortaleza para luchar contra Maksim, y recuerdo con placer haber dado la orden de matarlo.
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Dika levantó su barbilla. —Señorita Karen, no quiere correr para siempre. Si éste no es el hombre, entonces permanezca dónde quiera estar. Diré al personal que lo miren, y si es él yo personalmente prepararé las hojas y lo haré desarrollar un sarpullido tan terrible que tenga que ir al hospital. Karen se río, y se relajó. —Tienes razón. Tengo que dejar de correr de un recuerdo. He roto los viejos vínculos. Y, curiosamente, significaba los que la unían a Jackson Sonnet, no las sogas que Warlord había usado para atarla. En verdad, su ruptura con el hombre a quien había llamado su padre la había hecho darse cuenta cuán sola estaba en el mundo. No había tenido ningún amigo, porque había trabajado demasiado y no tenía tiempo para ellos. Se había movido de lugar a lugar y no había tenido ninguna residencia excepto la mansión oscura, fría y deprimente en Montana. Y había gastado su vida en cosas que le eran desagradables debido a la aprobación inalcanzable de un hombre. Así que había cambiado su vida. Viajó. Se hizo la pedicura. Hizo amigos, cantó canciones, bebió vinos finos. A veces extrañaba la vieja vida; había sido una buena directora de ese proyecto maldito, y habría sido satisfactorio terminar el trabajo allí. Todavía el único sitio verdaderamente oscuro que permanecía en su horizonte era su miedo de que Warlord saliera de las sombras de su vida vieja—y recordó demasiado claramente la leyenda que había transmitido sobre el malvado ruso y sus descendientes, malditos por toda eternidad. Recordó la manera en que su carne había chisporroteado en contacto con el icono. Dika tenía razón. Si el Sr. Wilder era Warlord, Karen tendría poca chance de escapar si huía. Así que era tiempo de enfrentar su miedo. —Soy fuerte. Tengo confianza en mí misma. No soy la misma persona que era hace dos años. Por eso. . . me quedaré. —¡Bien! Dika palmeó la rodilla de Karen y se puso de pie. —Mi gente se ha reunido otra vez. Tenemos un interés en esta lucha contra el diablo y sus subalternos, y le ayudaremos, señorita Sonnet. Así que sea precavida, debe saber que tiene amigos cuidando su espalda. Ahora tengo que ir a trabajar. —Yo, también. Tengo un buffet para supervisar.
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Karen se puso de pie también. —¿Quién lo sabe, señorita Karen? Dika parecía absolutamente despierta. —Si este Sr. Wilder no es su amante, entonces quizás el demonio está muerto. Karen chasqueó su lengua en el interior de su labio. A veces, inesperadamente, el sabor de su sangre inundaba su boca, y veía con sus ojos, sentía con su corazón. . . La angustia, la oscuridad, la violencia, y un profundo, desesperado anhelo. —No. Definitivamente no está muerto. Está ahí en algún sitio. . . esperando. Cuando las dos mujeres entraron, el desconocido caminó afuera de los arbustos, se quitó el polvo, y permaneció de pie como una estatua. Karen salió primero a supervisar su buffet. Dika trabajó en una media hora; luego también partió, cerrando con llave las puertas detrás de ella. Trepó a la cerca. Se adentró en la privacidad del patio, se arrodilló junto a la puerta, forzó la cerradura, y entró. La cabaña olía a desinfectante. Los toques femeninos decoraban la habitación. Karen Sonnet había hecho este lugar parte de sí misma. Pero había estado lista para abandonarlo ante la primera señal de problemas. Su bolsa y mochila todavía estaban tiradas sobre la cama. Se dirigió hacia ellos. Debió haber corrido mientras podía.
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Capítulo 16 Jackson Sonnet miró fijamente su trofeo más reciente— la cabeza de una gran hembra de ante que había conseguido en una visita a Alaska—repicó los dedos sobre su escritorio, y esperó. Y esperó. Finalmente Phil Chronies apareció en la puerta de su estudio. —Aquí lo tiene, Sr. Sonnet. Lo encontré. En realidad no lo perdí. En realidad me olvidé de ello. Recibe tanto correo que es difícil estar al tanto de todo. Se acercó sigilosamente y pasó el informe del Detective a Jackson. Jackson miró el plano sobre de papel madera. —Ha sido abierto. —Sí, esos carteros de Montana son realmente entrometidos. Phil se movió de la misma manera que un niño que tuviera que ir al baño. —Vete. Phil huyó. —No cierres de golpe. Phil cerró de golpe la puerta detrás de él. —¡La puerta! El pequeño pendejo lo hace cada vez maldita sea. Chronies no eran bueno para nada. Después de escuchar su historia sobre que Karen se había estado tirando a algún motociclista del Himalaya, de cómo Phil había luchado por proteger el trabajo él solo, y cómo Karen lo había dejado para morir, Jackson se había sentido mal por su brazo faltante, por no mencionar que había querido evitar una demanda judicial, así que se había asegurado de que toda la hospitalización y la rehabilitación fueran pagadas al cien por ciento. Eso fue durante los seis meses en que Phil había permanecido sin comisión. Luego, cuando volvió, Jackson le había dado un trabajo en su oficina central en la cuidad, respondiendo a las preguntas de campo. Tenía sentido; Phil era un maldito ayudante de construcción. Debería haber sabido sobre empresa, o eso es lo que Jackson había pensado. Pero Phil había sido malísimo, desconocedor de los temas más básicos, incapaz de conseguir materiales donde debía y cuando debía, y su arrogancia había resultado en la pérdida de uno de sus mejores supervisores de Construcciones Jackson. Dos, si contaba a Karen. Así que, para minimizar el daño que Phil podía hacer, Jackson lo había clavado como empleado de relaciones públicas y le había dicho a su director
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que lo mantuviera ocupado. Después de tres meses Nancy había pedido que Jackson pusiera a Phil en vereda antes de que tuvieran una demanda de acoso sexual en sus manos. Así que Jackson lo había traído a la oficina de su casa, y lo había puesto a clasificar. El pedazo de mierda no podía hacer ni siquiera eso. ¿Qué había dicho antes de que se marchara Karen? Disfruta tu tiempo con Phil, y confía en la verdad de todo lo que te diga. Era como si hubiera maldecido a Jackson, porque estos pasados dos años habían sido miserables. Hasta donde podía saber, Phil era alérgico al trabajo, a cualquier tipo de trabajo. Fabricaba excusas estúpidas para su incompetencia. Cada vez que Jackson gritaba, Phil sacaba a colación la historia sobre cómo Karen se había estado tirando a un motociclista y lo había dejado a para que fuera aplastado por una avalancha. Y cada vez que el tipo empezaba a contar la historia sobre Karen y la avalancha, cambiaba un poco de la misma. En primer lugar Jackson no debería haberle escuchado. No debería haberle dicho la verdad a Karen sobre su madre. Debería haber mantenido su promesa a Abigail y criado a Karen como su propia hija en lugar de como un empleado conveniente. . . Mierda. Por primera vez en su vida se sentía culpable. Iba a tener que deshacerse de Phil. Le daría un bonito paquete de jubilación, lo amenazaría con la muerte o peor si contaba los secretos sobre los asuntos personales de Jackson, y lo sacaría por la puerta. Porque nadie tenía derecho de saber qué estaba ocurriendo con Karen excepto Jackson Sonnet. El sobre se abrió fácilmente—después de todo había sido abierto previamente—y sacó el informe. Karen había pasado casi un año en Europa haciendo sólo lo que dijo que fue a hacer—un montón de nada. Seguro de que no podría soportarlo, Jackson había esperado que ella regresara arrastrándose a casa. Pero no. El Detective de la agencia le había enviado fotos de ella en la ópera de Viena, viajando por el ferrocarril, comprando en una feria, repantigada en playas con gente que nunca había visto antes. Aparentemente hizo amigos fácilmente. Exactamente de la misma manera que su mamá. Pero a diferencia de su madre, no se estaba acostando con nadie. Hasta donde el Detective pudo descubrir, Karen era tan pura como la nieve virginal.
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Eso asombró a Jackson. . . ¿esa historia que le había contado era la verdad? ¿Realmente había sido raptada por un mercenario y mantenida como rehén? ¿Algún hijo de puta había lastimado a su niña pequeña? ¿Jackson le había fallado tan miserablemente? El papel se arrugó en el puño de Jackson. El año pasado, cuando finalmente había regresado a los Estados Unidos, Jackson había esperado verla cruzar la puerta, buscando un trabajo. En lugar de eso fue a un balneario en Arizona, se quedó allí como huésped por una semana, y luego empezó a trabajar allí como coordinadora de eventos. Cuando leyó ese informe, casi había echado espuma por la boca. Todos esos años de universidad, de adiestramiento, de aprender a sobrevivir en las condiciones más duras, desaparecidos para malgastar su presente en un balneario y hotel mariquita preparando fiestas para personas que retozan en Jacuzzis y toman masajes. Y se hizo hacer la manicura, para la mierda que sirve. De acuerdo con este más reciente informe, todavía estaba ahí. Les gustaba mucho. Cada informe sobre el progreso estaba lleno de elogios. Había tenido un par de aumentos. Y había fotografías. Jackson se hundió en su silla y miró fijamente la foto en su mano. Se veía bien. No como Abigail; si se hubiera parecido Abigail tal vez podía haberla perdonado. En lugar de eso se veía como una versión de femenina de su padre, ese maldito indio Nighthorse. Se había arreglado. Adquirido un bronceado. Dejando su pelo crecer y lo había aclarado. Llevaba maquillaje y vestidos. . . Era una mujer muy bonita, y no se merecía lo que le había dado. Debería haber mantenido su promesa a Abigail. Si lo hubiera hecho, no sería un anciano patético que espiaba a la niña a quien había querido de la misma manera que una hija. Phil cerró silenciosamente la puerta de la oficina de Jackson. Se había dado cuenta de que si la golpeaba lo suficientemente y luego la abría solo un poco podía mirar al viejo tonto. Ayudaba conocer el humor de Sonnet, y ayudaba saber cuándo parecer ocupado. El viejo tonto tenía un ataque de nervios cada vez que descubría a Phil revisando el correo o jugando al solitario en la computadora, y realmente se había puesto furioso cuando había—perdido—ese informe del Detective. Pero a Phil no le importaba demasiado.
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Alguien quería saber todo sobre Karen Sonnet, y ese alguien estaba dispuesto a pagar muy bien por esa información. Y Phil Chronies complacería al infierno antes que renunciar a un sujeto con un buen cheque. El teléfono sonó. Sonrío de manera desagradable mientras agarraba su copia del informe del Detective y recogía el auricular. Alguien que tenía conciencia del tiempo.
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Capítulo 17 Los Burstroms habían alquilado el complejo acuático para su fiesta de apertura, y esto alardeó de buceo y piscina, tres toboganes, y un cuarto de milla de río que rodeaba el área con una corriente poderosa que propulsaba a los invitados de los Burstroms desde el buffet cerca de la piscina y atrás. Había salvavidas para cinco nadadores, dos masajistas para el cuello en sus mesas portátiles, un dj que tocaba lo que le solicitaban, y los invitados nadando, bronceándose con la puesta del sol, y maravillándose de la vista. Karen supervisó el acontecimiento con ojo penetrante, y la mantuvo tan ocupada que apenas pensó en Rick Wilder y su misteriosa semejanza con Warlord. Aunque… ella nunca se relajaba lo suficiente. Cuando finalmente lo vio, él salía de la piscina. Lo miró paralizada, él curveó los dedos de sus pies en el borde, empujó su pelo mojado fuera de sus ojos, y le sonrió a dos de los viejos empleados de la Sra. Burstrom. Él parecía tan normal. No como el mercenario o su demonio Némesis, pero igual que un hombre americano vistiendo un bañador verde y una mojada camiseta beige… realmente un típico americano. Pensó que podría tener la oportunidad de estudiar su cuerpo, observar cualquier señal que pudiera identificar, pero aparentemente no era la única mujer con aquella idea en la mente, y él desapareció rápidamente bajo el bombardeo de los recientes ingenieros femeninos de Burstrom. Lo cual hacía sentir a Karen poco graciosa, como una vieja novia abandonada. Hasta el momento en que se fue por la noche a la cama, después de haber trabajado durante veinte horas sin parar, durmió como una roca, sin ninguna premonición o sueño. La actividad de la mañana siguiente incluyo un torneo de volleyball y partidos de tenis, y en la tarde una degustación de vino, y al momento en que los primeros de Burstrom Technologies se sentaron alrededor de la cena, Karen estaba lista para un momento a solas. Observo la cena alrededor del recorrido de postres, y después a su izquierda los diestros proveedores, y salió hacia su lugar favorito en la tierra, el jardín japonés. La noche era clara—por supuesto era el desierto de Arizona—y la luna llena y las discretas luces hacían un camino fácil de seguir. La grava blanca sonaba bajo sus sandalias, y al lado, el goteo de un pequeño arroyo sobre las pulidas piedras encabezado por el borde del acantilado, donde ingeniosamente caía en una cascada de espuma. Rodeó una esquina, descendiendo las escaleras entre las piedras—y se detuvo fría.
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El banco de granito estaba ocupado. Comenzó a darse la espalda para alejarse, pero él giró su cabeza, y la luz de la luna blanca brilló sobre su cara. Rick Wilder. Todo lo que ella le había dicho a Dika sobre ser fuerte e independiente desapareció en un destello de alarma. Levanto un pie, lista para escapar. Inmediatamente él se puso de pie. —Lo siento. ¡Lo siento! ¿Es éste su jardín privado? Pensé en poder excusarme y no volver, porque sabía que Chisholm iba a presentar los premios anuales de empleados. Ya que no soy un empleado, francamente no me preocupa. ¿La dejo sola? Ella vaciló. Pero él parecía tan normal, todo a su alrededor era tan—chico— normal… y no podía alegar que la había seguido, ya que ella había llegado después de él. Nadie sabía donde estaba ella, pero tenía su buscapersonas, y no era como que no podría gritar y convocar a los guardias de seguridad que patrullaban las tierras cada momento de la noche. —Este jardín es para el uso de los invitados, y si no le preocupa mi compañía, me gustaría tomar un momento para descansar —encontró una roca artísticamente colocada en medio del jardín, lejos de él, se sentó y gimió—. He estado esperando para sentarme durante las últimas seis horas. —Noté que trabaja desde la mañana hasta la noche. ¿Notó? ¿La había estado mirando? —No siempre —dijo ella cautelosamente—. Solamente cuando tenemos una actividad grande. —¿Cómo de a menudo pasa? —él sonrió amistosamente, con una sonrisa abierta y se sentó hacia atrás sobre el banco donde había estado antes. —Eso depende del tiempo, pero en invierno, cada diez días más o menos. La gente se enloquece por salir de la nieve, entonces vienen aquí y fingen que es julio en Chicago. —Un trabajo duro. —No realmente. Es más grato mirarlos. Son casi niños, tan felices. Sin ninguna preocupación, la miró, la luz de la luna sobre su rostro. —Entonces esto es perfecto para usted. ¿Cuánto tiempo hace que coordina eventos? —Un año. —¿Qué hacía antes?
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—Antes viaje alrededor de Europa durante un año. Y antes de eso… —lo examinó— era la jefa de un proyecto de construcción de hoteles de aventura. —Bromea —si él era bueno fingiendo, porque ella no pudo ver un solo parpadeo que traicionara otra cosa que solo una conversación casual para conocerla. —Bien, primero… ¿un año en Europa? —Me gusta Europa. —Sí… ¿pero un año? —Me conseguí un pase Eurail y fui donde me tomaba mi capricho. Comí en grandes restaurantes, hice muchos amigos, vi muchos museos —otra vez lo miró estrechamente—. Evité sólo una cosa. —¿Qué fue eso? —Las montañas Europeas. No quise ver los Alpes y los Pirineos. Si nunca veo una montaña otra vez, será demasiado pronto. —Las odia. —Lo hago —nunca había odiado algo tanto en su vida. —¿Sabe lo que más me gustó sobre Europa? El Gelato. Podía hacer mi camino por Italia comiendo gelato. Ella estaba animada por el momento. Él no estaba interesado en descubrir lo que ella hizo. Quería hablar de él mismo. Este tipo realmente era solo… un tipo. —El Tour del Gelato en Europa. Suena magnifico. —Algún día escribiré un libro —él miró hacia atrás al salón de baile—. La comida aquí es excelente. —Gracias. —Y los vinos son perfectos. ¿Usted escogió los vinos para las comidas, o lo hizo la Sra. Burstrom? —Hice las recomendaciones —dijo ella modestamente, pero todo el rato pensó en cuánto a ella le gustaba un hombre con buena apreciación por el vino fino y la comida. Él parecía tan civilizado. —Es la mujer con el programa. ¿Qué pasa después de que dan los premio y se termina la cena? —Es tiempo libre, entonces supongo que cada uno hará una pausa por una de las barras. —Eso suena lo correcto —bostezo y se puso de pie—. Voy a dar una vuelta. Volé aquí directamente de Suecia, y el reloj de mi cuerpo todavía esta fuera. ¿Puedo caminar con usted hacia dentro?
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—Sí. Gracias. Puede —porque ella era fuerte e independiente, y capaz de dar un paseo al lado de Rick Wilder sin miedo. —¿Cual es el plan para mañana por la noche? —se dirigió hacia el hotel. —A la Sra. Burstrom no le gusta que hable de sus proyectos —ella subió las escaleras delante de él, sintiéndose tímida, esperando que el largo vestido cubriera sus muslos—. Le gusta el elemento sorpresa, y desde luego respeto sus deseos. —La Sra. Burstrom tiene su carácter, ¿no es así? Tiene a Burstrom alrededor de su dedo meñique. —Solo la forma en que debe ser —sonrió Karen. Llegaron a la cima. Él a su lado. —¿Qué es eso? ¿Sobre la cima del cañón? Ella se detuvo y miró también. Una luz llegó y se movió, entonces se detuvo y se fue. —Deben ser campistas, a pesar de que no deben estar allí. O excursionistas perdidos —ella saco su busca, pero antes de que pudiera incluso hablar al jefe de seguridad del balneario se apresuró en el camino hacia ellos. —¿Necesita algo, Srita. Sonnet? —Ethan dirigía su linterna sobre Rick. Rick parpadeo y escudo sus ojos con la mano. Una calidez se extendió por sus venas. Ethan había estado observándola. —Estoy bien, pero mira —señaló la luz que se había movido un poco más cerca del balneario—. Es mejor que envíes a alguien allí para investigar. Ethan miró arriba al borde del cañón. —Excursionistas estúpidos —refunfuñó—. Llamaré al sheriff. Él se hará cargo de ellos —antes de que abriera su teléfono móvil, examinó los ojos de Karen—. ¿Está todo bien con usted? —Realmente todo esta bien, gracias Ethan. —Bien. Buenas noches, Sr. Wilder. A medida que se alejaban, Ethan se puso de pie buscando en el borde del cañón, hablando convincentemente al despacho del sheriff. Rick volvió la mirada atrás. —Realmente tiene mucha seguridad por aquí. He encontrado a alguien cada vez que he estado solo. —¿Y usted? —¿Tiene muchos problemas con los intrusos? —No, solo la ocasional alma perdida. Pero, esta zona es todavía salvaje. Tenemos linces y halcones, y algunas veces un puma.
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—Wow. No había pensado en eso —él miró en torno a los árboles como si esperara un ataque en cualquier momento. —Pero estamos perfectamente a salvo. Ellos nos tienen más miedo a nosotros… —… que nosotros a ellos —terminó él—. Sí, claro, mi papá me lo decía por las serpientes, pero todavía odio a esos babosos gusanos gigantes. —Yo también —caminando, ella metió sus manos detrás de su espalda. No era que esperara que él la agarrara, pero era alto, y sus amplios hombros le hicieron sentir que llenaba el camino. El hotel entró en su vista, y Rick dijo, —Usted me decía sobre mañana por la noche. —No, no lo hacía. —Vamos —trató de engatusarla—. No lo contaré. Es la última noche, por lo que debo tener un gran final. ¿Qué tiene planificado? Era tan encantador tener a un hombre que en realidad estuviera interesado en lo que ella hacía. —Ellos tendrán un buffet a media tarde, un baile por noche, y otro buffet a la medianoche. Luego cada uno se marchara al día siguiente, tendremos una semana de clientes habituales, y todo comienza de nuevo. —¿Vamos a tener un baile? ¿Así que habrá un salón de baile? ¿Con banda en vivo? —Son una banda local, llamados Good Red Rock, y tocaran canciones de las últimas seis décadas. —Me gusta bailar. —¿De veras? —levantó sus cejas con incredulidad. —Sí. Las mujeres harán cualquier cosa por un hombre que sabe bailar. La hizo reír tontamente. —¿Cualquier cosa? —Confíe en mí. —Entonces realmente no le gusta bailar, solamente le gusta recolectar recompensas —para su sorpresa comprendió que coqueteaba. Un ligero coqueteo. Con un tipo que le recordaba a su Warlord. Tal vez esta era una señal de que estaba recuperándose de los horrores del tiempo en el Himalaya. —Bueno… sí. ¿Sueno como un pecador? Él parecía tan divertido, que no se detuvo a examinar el significado oculto de sus palabras.
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—Suena como un hombre muy inteligente para mí. —Entonces, mi plan no está funcionando. ¿Mañana en la noche bailara conmigo? —Sí… pero no por más razón que el placer de la danza. No habrá nada entre nosotros. —Muy bien. Porque mañana por la noche tendré que encantarla lo suficiente por nada. Ella reía suavemente. —Puede esperanzarse. —Lo hago —él sonrió, una sonrisa, y algo en su interior se relajo. Seguramente si fuera Warlord no expondría su rostro totalmente. Seguramente si fuera Warlord ella no se sentiría tan despreocupada. —Dicen que cuando un hombre baila con una mujer, todos sus secretos se revelan. —En ese caso… tendré la mejor intención de parecer interesante rápidamente. —¿No piensa que sea interesante? —Creo que soy interesante —él se detuvo. Ella se detuvo también, y lo miró. Le dio un golpecito en la nariz, como un hermano mayor amonestándola. —Pero soy un empollón del ordenador. Creo que son interesantes los numeros binarios. Ella se rió en voz alta, y disfrutó la sensación de su mano ahuecada cuando froto su mejilla, y el punto más alto del hueso, con su pulgar. —¿Por qué un empollón del ordenador sabe bailar? —Mis padres son inmigrantes. Bailar es necesario. Ella habló sin pensar. —Entonces voy a disfrutar en tus brazos. Suavemente él dijo, —Esa podría ser la mejor cosa que podrías darme.
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Capítulo 18 Karen estaba vestida para el gran baile de los Burstrom, satisfecha con ella. Porque los últimos tres días todo había ido perfectamente bien durante cada evento. Los Burstrom habían delirado sobre la gerencia del hotel, tanto así que tenía la impresión de que tenían la intención de ofrecerle un puesto en la empresa. Preveía una gran bonificación en su futuro inmediato. La mujer que vio en el espejo era de su agrado, también. Su negro vestido a la rodilla era sencillo, con un escote asimétrico y unas seis pulgadas en la parte posterior del cuerpo—un abrazo de falda. Las mangas de copa hacían lucir sus brazos entonados, y se había arreglado el pelo con flequillos dorados alrededor de su rostro de forma artística. No, no siempre se vestía bien para atender estos eventos, pero hoy brillaba. ¿Cómo no podría hacerlo? Todo el día Rick había estado cortejándola, no deliberadamente, no ostentosamente, pero con sutiles atenciones que la hicieron sentir especial. Flirteando. Por primera vez desde el Himalaya, podía reír y hablar con un hombre sin preocuparse si el cautiverio y la esclavitud sexual siguieran. Aunque por toda la comodidad que sintiera ante la presencia de Rick, sus alertas aun sonaban. Él era peligroso. No como Warlord, pero no era un hombre para tomar a la ligera. Cualquier hombre que llevara exitosamente una compañía a nivel mundial tenía que ser peligroso en su camino. Pero sus dudas implicaban disparos, mercenario, iconos, y pactos con el diablo. Abrió su joyero. Busco sus pendientes color ámbar y en su lugar se encontró acariciando con su dedo un brazalete de esclava. Oh, ya no era realmente un brazalete de esclava. El cual había sido cortado de sus muñecas. Anduvo alrededor de Europa con ella en el fondo de su bolsa de viaje por diez meses. Entonces un día en Ámsterdam, había visto en una tienda a un hombre trabajando con un mazo una hoja de oro. Y supo lo que quería hacer. Había devuelto sus pulseras destrozadas. Dulcemente le había pedido que la dejara trabajar en ellas. Al principio él había estado asustado, y los dos habían discutido en su breve inglés y su holandés pobre. Finalmente él había concedido que el oro casi puro podría ser formado, aún por una aficionada como ella. Estando de pie en aquella ventana, había aporreado ambos
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brazaletes. Cada golpe del martillo la hacía reír. Con vengativo placer había aporreado en el olvido las señales que la proclamaron esclava. Con un poco más de cuidado había trabajado en el arte de las panteras, formas vagamente nebulosas. Entonces había alisado los bordes, rediseñándolas en pulseras, y las probó. Se veían fabulosas, pesadas y gloriosamente barbáricas. Las había admirado, tomadas y nunca tocadas otra vez. Ahora tenía el placer en una mancha negra en la superficie de oro. Cautelosamente las levantó de la caja y las deslizó en su muñeca. Dio un paso en sus zapatillas de satén negras con arcos de satén hinchado, y caminó al espejo de cuerpo entero. El traje era elegante, los zapatos eran sexy, y los brazaletes sueltos, frescos contra su piel, e impresionantes. Miraba la antítesis de una esclava. Sin permitirse un solo pensamiento de peligro, tomó su abrigo de seda turquesa y lo colocó sobre sus hombros. A su lado encendió una lámpara en el área, y camino hacia la puerta. Esta noche podría dejar el pasado, y nunca mirar atrás. El salón de baile era ostentoso, decorado con flores y tapices de seda, y sus puertas francesas abiertas para dejar entrar el aire seco del desierto. Dentro, sesenta personas vestidas con sus mejores galas. Observó vestidos de cóctel en chiffon rojo, y tuxedos negros diseñados a medida. La champaña y tequila fluían libremente, y tocando los Good Red Rock, mientras cada persona salía a bailar. Los texanos sabían cómo hacer fiestas. Pero Karen estaba trabajando, vigilando a los mozos que circulaban con bandejas de champaña y aperitivos, sacando a un invitado quien había caído sobre una pequeña mesa decorativa y una larga base llena de flores. Llamó al personal de limpieza para que recogiera la cerámica rota y limpiaran el área. Se fijó en el dobladillo del vestido de cuerpo entero de la Sra. Burstrom cuando el Sr. Burstrom caminó mientras bailaban el Cotton—Eyed Joe. Y todo el tiempo en la periferia de su visión, observó la oscura cabeza de Rick Wilder. Hablando, sonriendo y bailando con una mujer tras de otra. Cuando el salón de baile se puso más caluroso él se despojó de su chaqueta y la corbata. Su crespa camisa blanca y pantalón del traje presumiendo de sus anchos hombros y el abdomen plano, y cuando desabotonó sus puños y
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enrolló sus mangas, la fuerza encordelada de sus antebrazos morenos hizo que la boca de Karen se secara. Empaquetado así, era un vistoso modelo de hombre. Aunque aparentemente él nunca la miraba. Mientras sostenía una mujer en sus brazos no era conciente de ninguna otra… y anoche le había dicho la verdad: cada una de esas mujeres habrían hecho algo por él. Tarde en la noche, cuando la fiesta estaba desarrollándose fácilmente y ella estaba sola detrás de un ficus, él la encontró. Su mirad la recorrió con aprobación, y se demoró en las pulseras. —Te ves magnifica. Magnifica. Le gustó eso. —¿Me harías el honor? —ofreciendo su mano, con la palma hacia arriba. La elegante tradición en un paquete magnífico… y un hombre observándola astutamente lo suficiente como para saber cuando terminaría con sus deberes. Pero todas sus sospechas, aún no lo había vinculado con Warlord, aunque sabía que la miraba mientras no era consciente… Con su vacilación, sus ojos verdes—dorados se arrugaron divertidos. Y esto la hizo comprender que tenía que tomar una decisión y sostenerse en ella. Él era ó no era Warlord. Anoche había decidido que no era, y nada había pasado para que cambiara de pensamiento. Superando su resistencia, colocó su mano en la suya y pasó a su brazo. La banda tocó una canción movida, y el tropezó un poco cuando comenzó a moverse al ritmo de la música. Definitivamente no se movía como Warlord. A pesar de los falsos primeros pasos, Rick lo llevaba bien, continuo con el ritmo hasta que ella jadeo con el esfuerzo—y placer. Y esto la hizo recordar a Warlord. Te prometo que antes de que termine contigo, cada vez que pienses en placer, pensaras en mí. Y lo hizo. Tonta como era, lo hizo. Cuando la canción terminó, Rick preguntó. —¿Has disfrutado en mis brazos? —Mucho —bajó la vista, lejos de su mirada burlona, entonces la subió y vio dentro de sus ojos. Él examino su rostro, su vestido, sus zapatos. —Hermosa —respiró.
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Ella estaba flirteando, sacando cada última respiración como una tentación y él respondió. —La siguiente canción es lenta —le ofreció su mano nuevamente. —Seguro. Toma esto, memoria de Warlord. Voy a bailar dos veces con el mismo chico sexy. Le
dejo
acercarse.
Puso
sus
brazos
sobre
sus
hombro,
sus
tranquilizadores amplios hombros, y juntos se movieron influenciados por la música. Este no era Warlord. Lo podría saber por su toque. Podría saberlo cuando él tocara como esto, sus cuerpos se movían juntos al ritmo lento de los pasos hacia la intimidad. ¿No podría? Pero no podía ver a Warlord bailando como todos, nunca. Procediendo así, civilizado bailando, y… Tenía que dejar de pensar en él. Ahora. Rick Wilder no era Warlord, pero tal vez… Rick Wilder fuera la cura que buscaba. Despegándose y sonriéndole, sobre sus ojos una luz tranquilizadora. —¿De dónde eres, Rick? —Fui criado en una pequeña ciudad en Cascade Mountains. Mis padres son inmigrantes, y siembran uvas para vino, y tenemos un puesto de frutas. Somos muy orgánicos. Los gusanos no se atreven a invadir nuestras manzanas. Mi padre les maldijo. —Tus padres suenan encantadores. ¿Algún hermano? —Dos hermanos y
una hermana
—se movía con la música
aparentemente sin pensamiento alguno, llevándola confiadamente—. ¿Qué sobre ti? ¿Cómo es tu familia? —Tengo un padrastro. Me crió, pero estamos separados. —Que pena —Rick ladeó su cabeza—. ¿Ó no? —No lo sé. Toda mi vida he sido una idiota, pero no he hablado con él por dos años, y lo extraño —parpadeó sorprendida. No sabía por qué había dicho eso. Ni siquiera había pensado en ello—. Pienso que puede estar solo. —Sé por donde vas. Mi padre es del viejo mundo, disciplinario, y yo era siempre un chico salvaje —Rick ofreció la información fácilmente, como un hombre sin secretos—. Cuando era joven, resentía siempre sus consejos para hacer lo correcto, pero ahora que he cometido errores, comprendo que él quería que fuera un hombre de bien.
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“Cuando haces lo incorrecto a menudo, puedes volverte malo. —¿Malo? —dijo sorprendida—. Esa es una dura palabra. —Eso es lo que mi padre diría. Para él no hay grises, solo blanco o negro. Suponía que los inmigrantes tenían un punto diferente de vida. —De hecho, de aquí iré a visitarlos. —¿Una reunión familiar? —No saben que iré. Voy a darles una sorpresa —sonrió, pero no era usual en él, sonreír fácilmente. Esta era una pequeña sonrisa torcida un poco dolorida. Probablemente lo miró exactamente igual a cuando ella habló sobre Jackson Sonnet. —Podrías venir conmigo —dijo él impulsivamente. Al menos, suponía que fue un impulso. —¿Qué? ¿Por qué? Suspiró. —Porque mi padre va a darme la lata. Puedo escucharlo ahora. “Adrik, tienes casi 33 años. ¿Qué? ¿Ni siquiera tienes novia? Deberías casarte. Deberías tener hijos. Karen al principio se rió. Él la miró con tristeza. —Oh seguro. Piensas que es gracioso. —Pienso que estas buscando una pajita. —Pero que encantadora pajita eres tú. Sonrieron uno con el otro en perfecto acuerdo. —Así, ¿Adrik es tu verdadero nombre? —Un nombre de la ciudad antigua. En un impulso, ella dijo. —¿Podrías caminar conmigo hacia mi casa de campo? —Nada me gustaría más —tomó su mano y tiró hacia la pista de baile. —¿Ahora? —ella no había querido decir ahora. Él se detuvo por las puertas. —Mi querida coordinadora de eventos, los invitados están encabezando la mesa del buffet de medianoche. La Sra. Burstrom le dio una alegre mirada. Y si me quedo aquí mucho tiempo, voy a ver nada más que un combate de fuertes ronquidos. —¿Qué piensas que quiero hacer en mi casa de campo? —Tomar un trago mientras gimoteamos sobre nuestros padres.
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—En ese caso… —tomó su mano y salieron. Él lo hacía tan fácil para ella. No la presionaba. Sabía que estaba haciendo lo correcto, usarlo para sacar a Warlord de su mente. Tan pronto como salieron al patio él se detuvo y beso su mejilla, luego deslizo sus labios a lo largo de su barbilla y bajo a su garganta. Las personas los vieron. Mujeres los vieron. Y la ráfaga de suspiros casi puso a Karen fuera de sus pies. Aunque el beso era tan suave, tan gentil, Karen no podía más que reírse y pasar sus dedos a través de su cabello. —¿Sabes que acabas de hacer que cada mujer de aquí me envidie? Le envolvió la cintura con un brazo y la dirigió hacia su casa de campo. —No, solo hice que cada hombre de aquí me envidie. En alguna porción distante de su mente, ella comprendió que él decía exactamente lo correcto. Pero pocos hombres se molestaron. Tenía que darle puntos por eso. Y puntos por averiguar dónde estaba su casa… eso la hizo tropezar sus pasos. —¿Cómo sabes a donde ir? La miró indignado. —¿Piensas que después del encuentro con el guardia de seguridad de anoche, y viendo las luces en el borde del cañón, podría caminar contigo sin observar primero que era seguro llegar a casa? Era un amor. Tan dulce. El Sr. Burstrom había levantado sus pulgares hacia ellos cuando dejaron el salón de baile, y la Sra. Burstrom los había mirado positivamente sentimental. Karen se detuvo y beso sus labios ligeramente. Él besó su frente y presionó su mejilla sobre su cabeza. Ella se acurrucó cerca. Anduvieron a lo largo de la ruta a su casa. Tomando su llave, abrió la puerta. La situación era tan normal, como un diario con cada persona que podía o no ir a la cama juntos, y no podría pensar en Warlord o los brazaletes de esclava o en el hombre que estaba condenado por un antiguo trato con el diablo. Ella abrió la puerta. La lámpara que dejo encendida brilló en un río de luz. Un susurro de brisa llenó el aire con la fragancia de mesquite, un regalo obtenido por haber dejado la ventana abierta. Le hizo un gesto para que entrara. —¿Quieres algo de tomar? —No. Lo que quiero es a ti.
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Desde el día que había caminado lejos de Warlord no había mirado atrás, no había querido un hombre. Pero quería a este hombre. No había entendido qué combinación de cuerpo y espíritu, músculo y alma lo hacían atractivo, pero no tenía miedo. No había nada sobre este hombre que hablara de posesión, de la loca necesidad de mantenerla cautiva. Parecía como el tipo de hombre que podría bailar, tomar su placer, y seguir su camino. Y eso era justo lo que quería. Empujó la puerta cerrándola detrás de él. Este no era un hombre de tierra y aire, fuego y magia, pero era un hombre completamente normal que bailaba con una mujer con la esperanza de conseguir sus pantalones. Nunca había sido rápida y de fácil enganche en el colegio—la poca experiencia que tuvo la había convencido de que el sexo casual era justo, bueno, y sus mejores momentos fueron pasados leyendo o calculando o aún estudiando—ahora mismo, el sexo casual era justo lo que el doctor ordenaba. Rick se inclinó en la pared y tiró de ella. Tenía una leve erección debajo de sus pantalones, y ella levantó la boca a la suya, pensando que podría ir directo al grano. Instantáneamente él beso sus parpados y cerró los ojos, luego deslizó su lengua alrededor de su oreja hasta que ella se estremeció con deleite. Repitió la caricia en su mejilla y mandíbula, y con su dedo siguió con el toque en sus labios. Con cada toque agitaba su cuerpo hasta que quiso gritar con el triunfo. Warlord no la había marcado como suya. Podía sentir placer sin pensar en él. A éste era lo que necesitaba para limpiar su mente de él—el apasionado abrazo de un hombre normal. Y entonces Rick la besó, profunda, cálidamente, mientras que el mundo se arremolino alrededor de ella y la tierra se movió bajo sus pies. Cuando él separó sus labios ella lo miró fijamente a los ojos verde— dorados engañosos, y levantó la mano, y lo abofeteo con todas sus fuerzas a través de la cara. —Warlord. Eres un completo y absoluto bastardo.
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Capítulo 19 Era él. Era Warlord. Lo conoció tan pronto como lo saboreó. —¿Cómo osas hacerlo? ¿Cómo osas jugar a este juego conmigo? Warlord la miró, sus aparentemente pálidos ojos nunca se alejaron de su rostro. —Fuera —se arrancó del círculo de sus brazos—. Sólo vete, y nunca vuelvas. Extendió la mano al buscapersonas para llamar al jefe de seguridad. Sus
reflejos
no
habían
disminuido
su
velocidad.
Arrancó
el
buscapersonas de sus manos y lo tiró en la silla, poniéndolo justo en el almohadón, donde rebotó y quedó apoyado. Ciega por la rabia y la decepción, terminó golpeándolo otra vez—y él la agarró y la sacudió. La presionó nuevamente contra la pared y deslizó sus manos por la parte inferior de sus muslos, envolviéndolos alrededor de él tan confiado como cuando la había guiado en la pista de baile. Con tanta confianza como la que había utilizado para calmar sus sospechas y hacerla pensar que era digno de confianza, un hombre sencillo y trivial, cuando a decir verdad era la criatura más intensa y despiadada que alguna vez se puso un traje de oficina. Lo empujó. —Suéltame. Estos no son los Himalayas, y no soy ninguna cobarde que está demasiado asustada para levantarse e irse. —Te haces muy poca justicia. Ni siquiera se molestó en ocultar su tono. La manera en que hablaba, el ronroneo en su voz, pertenecía a Warlord. —Nunca fuiste una cobarde, Karen. Eras una criatura de fuego y pasión, y me mostraste la luz cuando estaba sumergido en la oscuridad. —¡Qué tremenda pila de mierda! Estaba tan enfadada su corazón martilleaba en su garganta. Sus mejillas ardían. Apretó las cuerdas de sus hombros entre sus puntas de los dedos. —Viniste a hacer una tonta de mí. —Vine a salvarte. —¿De qué? ¿De mí misma? ¿De mi estúpido deseo de ser una mujer normal que vive en los EE.UU., lleva vestidos y tacones, y tiene un trabajo de chica? Con ácido en su tono, dijo: —Debes haberme confundido con tu padre. ¿Pero lo llamaste tu padrastro, ¿no?
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—¿Qué sabes sobre mi padrastro? Su voz tembló de ira. —Solamente lo que pude cosechar de horas investigando por Internet. Parecía tanto sarcástico como entendido. —Añade el descubrimiento de que después de que regresaras de Nepal, fuiste a casa por una hora, partiste, y nunca regresaste, y fue suficiente. Odiaba que hubiera invadido su vida privada, husmeado, y ensamblado la suficiente información para hacer las conjeturas correctas sobre su relación con Jackson Sonnet. —Ahora me doy cuenta de que debí haber investigado sobre tu familia, tal vez hubiera descubierto qué es lo que te hace funcionar. —Mi familia guarda un perfil bajo. Deslizó dedos a lo largo del borde de su escote hasta el declive entre sus senos. Ella aprovechó su distracción y arrojó sorpresivamente un golpe a su nariz con su frente. Él lo esquivó. —¿Por qué estás luchando contra mí? Esto es lo que quieres. —¿Y cómo es que se te ocurrió tamaña estupidez? —¿Pensabas que podías llevar mis brazaletes y no enfrentar las consecuencias? —¡Tus brazaletes! Levantó sus muñecas frente a sus ojos. —¿Has echado un vistazo a estos bebés? ¿Has visto lo que les hice? —Los convertiste en un adorno para tus muñecas, un adorno que aseguró que nunca pudieras olvidar al hombre que te los dio. Su presunción hizo caer su mandíbula. Recordó cómo había golpeado sobre el oro, vapuleándolo con el martillo una y otra vez hasta que su brazo dolía y el metal maleable estuvo dañado, cambió su forma de odiados brazaletes de esclavo a simples adornos. —Estás loco. —No. Sólo te conozco mejor de lo que tú te conoces. Te conozco porque me llevaste dentro de ti, y toqué la parte más profunda de ti misma. No importa cuánto odies la idea, has pasado los últimos dos años esperándome tú has gastado los pasado dos años esperando mi regreso. —He estado esperando en el miedo. —No, dulce.
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Apoyó su frente en la suya. —Has estado esperando en la expectación. Miró fijamente en sus ojos, sus suaves ojos verdes ligeramente salpicados de oro. Su corazón martilló en el pecho, y no podía respirar. De ira. Realmente no de expectación. —Si te hubiera reconocido. . . ¿Cómo lo hiciste? Cambiar tu color de ojos ¿Antes, usabas lentes de contacto negros? Lanzó una carcajada. —Tú no crees en eso. No lo hacía. —Mis ojos eran negros porque había caído tan profundamente dentro del corazón del mal que mi alma era negra. —Claro —se burló de él—. Y los ojos son las ventanas al alma. Pero un escalofrió se elevó por su espina dorsal. La niña sacrificada. . . el icono. . . el relato había hablado de la familia atada por el pacto del diablo. . . y la sujetaba en sus brazos. —Sí. Lo son. Mira tus ojos. Puros y hondos, como una piscina glacial. —Corta. . . con. . . eso. No estoy comprando una palabra. —Bien, porque no quiero hablar de eso ahora. —Eso es todo lo que quiero hablar contigo. —Eso nos deja solamente una cosa que ambos queremos hacer. Sintió que su cuerpo se tensaba, y lo supo. —No, ¡no es cierto! Pero era demasiado tarde. La besó. Quería morderlo, pero primero. . . quería saborearlo. El sabor era penetrantemente dulce y conmovedor más allá de la fe. Ya fuera que lo deseara o no, saboreó los recuerdos, la pasión. . . el placer. Ese placer que la lanzaba al vacío, a él. . . . El viento que entraba por la ventana abierta al lado de la cama levantó un mechón de su pelo y lo envolvió alrededor de su barbilla como un abrazo. Escuchó el sonido grave de sus zapatos cuando los pateó. Abrió su bragueta, dejó caer sus pantalones, y se frotó a sí mismo entre sus piernas. Su polla desnuda rozó su calzón, la seda lo hacía resbalar y deslizarse. El roce era como un fósforo a punto de encender una fogata—y encendió en ella una reacción inmediata.
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Torció su cabeza hacia atrás, golpeándola contra la pared. Arrojando el poco juicio que quedaba en su cerebro de mosquito. ¿Cómo pudo no saberlo? ¿Cómo pudo no haber reconocido su olor— cuero, agua fría, aire fresco, y ese aroma raro que era solo suyo—¿el olor del salvajismo? Yanqui Candle podía usar a Warlord como un perfume, y las mujeres se reunirían para encender esa mecha. —Maldito. Luchó en sus brazos como una mariposa enganchada contra la pared. —Tengo amigos aquí, y no te dejarán hacer esto. —Tus amigos te vieron llevarme a tu cabaña. ¿Piensas que andan por ahí a la espera de escucharte gritar de éxtasis? Tomó una respiración larga, lista para gritar. Y la besó. La besó realmente esta vez, aprovechando su vulnerabilidad, absorbiendo su sabor, volviéndola a familiarizar con su esencia. . . la cual llegaba plagada de pasión. Éste era el hombre que recordaba, intenso, fiero, tan vivo que el deseo saltaba de su cuerpo hacia el suyo. En toda la historia del mundo, ningún hombre jamás había querido a una mujer de la misma forma en que él la quería. La sujetaba como si se tratara de algo realmente preciado. Una mano sosteniéndola; la otra acariciando su cintura, sus pechos, y su garganta, de la misma manera que un coleccionista que adoraba cada faceta. Y absorbió su adoración, respondió a la emoción pura de estar cerca de él otra vez. Sintió como se doblaban los dedos de sus pies. Un zapato de satén negro resonó sobre el piso de baldosas. Débilmente, mientras sus músculos se tensaban y su respiración se aceleraba, supo que estaba revelando demasiado de su larga, solitaria espera. Pero aún así el cúmulo de sensaciones la abrumó, creciendo como la marea hasta llenar los fragmentos más solitarios y desolados de su ser, las márgenes ocultas de su alma que se habían marchitado de soledad. Necesitándolo. Con él entre sus piernas, apretándose contra su cuerpo, florecía otra vez. Cuando arrancó su boca de la suya, ella gimió, sus ojos se cerraron, tratando de recuperar un poco de serenidad antes de afrontar su mirada. Porque él lo sabía, siempre había sabido que no podía resistirlo. Seguramente se estaría burlando de ella. Por supuesto. El cambio, cuando vino, vino rápidamente.
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Como si no fuera más consciente de ella, apagó el fuego entre los dos y permaneció de pie rígido, inmóvil, frío. Soltó sus piernas, puso ambas manos sobre su cintura. Abrió sus ojos y vio que su cabeza despacio, muy despacio, giraba para mirar hacia la cama. Warlord permanecía inmóvil, en tensión, un precavido, agudo depredador. Sus ventanas nasales se dilataron cuando olió el aire. Sus ojos se movieron de un lado a otro, tratando de ver lo que estaba escondido, y en sus profundidades vio un llameante brillo rojo. Algo estaba mal. Algo estaba aquí. Su mirada voló a la ventana. La había dejado abierta unos dos centímetros, con una vuelta del cerrojo puesta en su lugar. Ahora estaba abierta de par en par. Escuchó un sonido de deslizamiento. En un instante Warlord la dejó ir. Sus pies tocaron el piso duro. Se tambaleó hacia un lado sobre un solo tacón. Cuando se giró, sus ojos cambiaron. Él cambió. En su lugar había una pantera, negra, gruñendo, encorvada, y mirando hacia la cama.
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Capítulo 20 Gritó y retrocedió contra la pared. Warlord... ¿Warlord era una pantera? ¿O la pantera era Warlord? Inmenso, negro, elegante, amenazador... Pero no la amenazaba a ella. Hacía dos años en Nepal, ella había presenciado lo sobrenatural, cuando tocó a la niña muerta hacía tanto tiempo, el sacrificio al diablo hecho por la gente de la villa… y la niña había abierto los ojos. Aquellos inolvidables ojos aguamarina que se habían igualado completamente con los de Karen. Karen había esperado nunca más ver algo tan extraño, nunca más estar tan cerca de ese otro mundo donde la fantasía cobraba vida y el mal se mantenía reinando durante mil años. Pero Warlord había regresado, y ahora... de abajo de la cama de Karen, una cobra real salía de su escondite. Su piel brillaba con gloriosos tonos de color: negro, rojo y oro. La cosa malvada medía por lo menos tres metros de largo, tan ancha como su muslo, su capucha se difundía ampliamente abierta, sus colmillos destellaban como joyas de la muerte, sus inteligentes ojos negros que seguían los movimientos de la pantera. De Warlord. Más aún, sabía, con terrorífica seguridad, que la serpiente era consciente de ella, y preveía asesinarla con agudo deleite. ¿Cómo había entrado allí esa cosa? ¿Por qué era tan grande? ¿Cómo podía tener tal propósito inteligente y malévolo? Solamente una respuesta era posible: esa serpiente era como Warlord, un hombre que se convertía en una criatura salida del infierno que caminaba con un andar majestuoso, se escondía, tomaba la vida con inteligente eficiencia. Warlord dijo que había caído en el corazón del mal. Se pegó a la pared. Sus uñas rozaron el papel tapiz. Ahora la había llevado con él. Con un destello de intuición, recordó el trato con el diablo. Warlord le había contado la leyenda el día en que había tocado el icono y este lo había quemado. El trato con el diablo... Éste era el resultado. Incongruentemente, la pantera llevaba la camisa, abierta en el cuello de Warlord, las mangas enrolladas. La serpiente se balanceó hipnóticamente. Ningún músculo se movía sobre el brilloso cuerpo del fenomenal gato.
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Sin advertencia la cobra escupió. Las plateadas gotas de veneno golpearon la cara de la pantera. La pantera gritó, un chillido de la agonía, su carne chisporroteó. El veneno cayó al piso, como gruesas y mortales charquitos de mercurio. La pantera se tambaleó sobre sus patas, saltó sobre ella y se enroscó en el aire. Sus garras traseras cortaron la capucha desplegada de la cobra. Luego la pantera aterrizó en el lecho y saltó por la ventana. En una noche de horror, ésa era la cosa más horrible de todas. La serpiente se encabritó, se agitó desenfrenadamente de un lado a otro, buscando al gato. Su sangre salpicó las paredes y el piso. Sus colmillos golpearon sobre sus parlantes, destrozaron el estante lleno de sus DVD, arrojaron su reloj al otro lado de la habitación. Karen se movió lentamente a lo largo de la pared, los ojos clavados en el reptil mortal que se retorcía, desesperada por no atraer su atención y aún más desesperada por no atravesarse en su camino. Gradualmente la agitación de la serpiente se calmó. Depositó su mirada en Karen y casi pareció sonreír, su lengua se movía rápidamente en burlona expectación. Parecía creer que Warlord la había abandonado a su suerte. Solo por eso. La serpiente no era tan lista como había temido anteriormente. Pero, ¿dónde estaba Warlord? ¿El veneno había salpicado en sus ojos? ¿Estaba ciego? ¿Tendría que salvarse sola? Trataría. Por supuesto que trataría, pero cuando esa cosa se levantó y se balanceó con destreza serpentina, se dio cuenta de que su cabeza gigante se extendió a la misma altura que su garganta. Corrió hacia la puerta, pero la serpiente la bloqueó. Los colmillos brillaban. Dio un paso hacia atrás. Los ojos brillaron con llamas rojas. El cuerpo se deslizó hacia ella en fenomenales olas. Quería gritar, pero no tenía aliento para hacerlo, quería correr, pero no tenía ningún lugar a dónde ir. Puso un pie detrás del otro, estiró su brazo a su espalda, tanteando, desesperada por evitar obstáculos, mantenerse sobre sus pies. Su mente desfiló. Si pudiera saltar sobre el colchón y tirarse a través de la ventana, podría resultar lastimada, pero sería libre. Correría y gritaría, y la seguridad llegaría, y…
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Tropezó con algo abultado, inflexible, algo que rodó bajo su pie de atrás para adelante. Trató de atraparse. Su pie se resbaló sobre el azulejo. Cayó sentada con un fuerte golpe. El zapato de vestir de cuero de Warlord estaba sobre el piso. El zapato de Warlord la había hecho caer. Miró hacia arriba, vio la cobra erguirse sobre ella, sus ojos negros y eufóricos, sus colmillos enseñados, lanzando una mirada furiosa blanca y lista. Se agarró al pesado zapato y lo lanzó, apuntando hacia el largo cuerpo de la criatura sobre el piso. La serpiente colapsó, desbalanceada. En un instante se irguió otra vez, furiosa por su agresión. Iba a morir… La pantera saltó de regreso a la habitación, en el lecho, luego al límite del colchón y sobre la serpiente, haciendo añicos su cabeza hacia el piso. Con sus dientes el fenomenal gato volteó a la cobra en el aire y rompió su espina dorsal con un audible crack. La sangre salió a chorros. La cosa horrible se retorció sobre el piso en sus estertores de muerte. La gigantesca pantera permaneció de pie sin aliento, su boca carmesí con la sangre—y marcas de quemaduras por el veneno en su mejilla derecha y ambos párpados. Rick. El gato era Rick, y Rick era Warlord, y sus pesadillas más raras habían tomado forma en la vida real. Retrocedió hacia la ventana, conocedora de que huir era fútil, pero sabiendo, también, que tenía que tratar de escapar de esa pesadilla donde cobras gigantes escupían veneno letal, y el hombre a quien creía conocer... no era realmente un hombre. El fracaso de la serpiente la desesperó aún más, un ritmo perturbador de muerte serpentina. Al mismo tiempo la pantera gimió y cambió. No podía alejar su mirada fascinada y horrorizada mientras el pelaje oscuro se convertía en piel, hombros y pecho llenaron la camisa, los huesos de las piernas se enderezaron, las garras se convirtieron en dedos de las manos y los pies, la cara desarrolló una barbilla fuerte, una nariz prominente, y. . . uno pálido ojo verde chispeante de vida, mientras que el otro estaba hinchado, cerrado, con la piel vuelta volteada y rezumando. Rick—o Warlord, o como quiera que se llamara—era casi humano otra vez. Casi. Agitó su cabeza y habló entre dientes: —No, no, no —como si el cántico la fuera a devolver a la realidad de algún modo.
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Detrás de él, el rosado vientre de la serpiente permanecía volteado hacia arriba, enseñando los colmillos, sus negros ojos fijos sobre Warlord. El horror la congeló en su lugar. Gritó: —¡No! Pero era demasiado tarde. La serpiente enterró sus colmillos profundamente en el muslo de Warlord. El triunfo brillaba en sus ojos—pero solamente por un segundo. Warlord terminó el cambio. Agarrando la cobra a su espalda del cuello, se liberó y la estrelló contra la pared. El cráneo se agrietó. La serpiente cayó, muerta por fin. Y Warlord era totalmente humano. Demasiado tarde. Corrió hacia él. —¿Estás bien? La esquivó con una mano. —¡No lo hagas! —Déjame conseguir un equipo anti veneno. Corrió hacia el teléfono. —No ayudaría con este veneno. Tienes que irte. Ahora. —¡Podrías morirte! —Improbable —masculló. Sujetó su pierna con ambas manos. Un ojo estaba hinchado y cerrado. La piel sobre el otro estaba arrancada, roja y cubierta de suciedad, como si hubiera quitado el veneno frotando con violencia. —Están tras el icono. Nada de lo que pudiera haber dicho habría exigido su atención como esa sola palabra. —¿Qué icono? —El icono de la Virgen. El que encontraste en Nepal. Como ella todavía fingía ignorancia, dijo impacientemente: —Lo tienes escondido en el fondo de tu bolso con la fotografía de tu madre. —Cómo sabes… Había registrado su habitación. Este era Warlord, todo bien. Y Warlord era una pantera.
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Había protegido ese icono, mantenido en secreto, sin decirle nunca a nadie sobre el cuerpo de la niña, y sus ojos, y la manera en que habían mirado los de Karen... y solo un hombre había visto el icono. Este hombre. —Les dijiste que lo tenía. —No. No lo hice. —Claro. Su ira aumentó. —Porque eres el bastión del honor. ¿Cómo sabes que eso es lo que quieren? —Los espié. Los escuché. Vine a advertirte. Recordando los últimos días, dijo: —Te tomaste todo tu tiempo melodioso antes de pública la advertencia. —No sé cómo te encontraron tan rápidamente. Levantó sus brazos y luego los dejó caer. —Pero no necesitas repetir mis errores. Escúchame. Vístete. Ella miró su vestido negro arrugado. —Muy bien. Se dirigió al armario, se quitó el vestido, y lo dejó caer sobre el piso. —Mi avión está esperando en el aeropuerto —dijo—. Puedes volar, ¿no? —Tú sabes cada cosa sobre mí. ¿No sabes eso? Jaló su pila de ropa resistente, la clase que había utilizado cuando estaba construyendo hoteles. —Tú licencia de piloto está al día. Realmente sabía todo sobre ella. —Llamaré y les diré que consigan la autorización para despegar. He presentado un plan de vuelo para California. —¿Qué hay en California? Se vistió rápidamente, se puso una camiseta negra al revés. No tardó en corregirlo. —Mi hermano. Posee los Viñedos Wilder. Tipo listo. Fuerte. Puede protegerte. Cuando llegues al aeropuerto, registra el avión. Asegúrate de que no hayas conseguido ningún equipaje adicional en forma de otro Varinski. Se acercó a él llevando vaqueros y un pesado cinturón, su camiseta negra por fuera, sus botas de excursión, una chaqueta ligera—y, debajo de las mangas largas, sus brazaletes de oro. No podía soportar dejarlo atrás.
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—¿Qué es un Varinski? —preguntó. Hizo un gesto con la cabeza hacia la serpiente. —Ése es un Varinski. Se estremeció, agarró el edredón de su cama, y lo lanzó sobre el cuerpo largo y contraído. Warlord continuó: —Llamaré a mi hermano. Cuando desembarques en el Aeropuerto del condado de Napa, cuidará de todo. —¿Como confiaría en tu hermano? —Tienes que confiar en alguien alguna vez, Karen Sonnet. El sudor estalló por todo el cuerpo de Warlord, se estremeció e hizo una mueca de dolor. —No tienes ninguna elección. Vete ahora. Sabía cómo alejarse sin una sola mirada atrás. Una vez, se había alejado de él. Se había alejado de su padre. Ahora agarró su bolsa y su mochila, caminó a zancadas hacia la puerta, la abrió de para en par, salió, y la cerró silenciosamente detrás de ella.
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Capítulo 21 Warlord miro a Karen desaparecer de su vida. Bien por ella. Se alegro de que tomara la amenaza del Varinski en serio. Se alegro de que estuviera dispuesta a hacer algo para proteger el icono. Él se merecía esto, morir solo, medio ciego, y en agonía. Pero… después de todo lo que había pasado, no habría querido que lo mordieran aquí en el suelo de su casa. Él necesitaba vivir. Necesitaba saber si ella había sobrevivido. Era la luz de su mundo, tenía que continuar. Hilos delgados de inyecciones de agonía por cada nervio de su cuerpo, respiraba lentamente, con alientos profundos hasta que venciera el dolor. Durante este año había pasado un infierno, aprendiendo a controlar su dolor. De hecho, aprendió mucho. Aprendió a sobrevivir en la oscuridad eterna y el sofocante calor, la falta de aire y las constantes palizas. Más importante, había aprendido a tener paciencia, a planificar y auto disciplinarse. Auto disciplina. Lo único que su padre había insistido que aprendiera, y Warlord finalmente lo había hecho. Excepto cuando eso vino por Karen. Había planificado la operación entera. Acercarse a ella, aliviar sus miedos, seducirla, mostrarle que era un hombre diferente, luego explicarle el peligro que la acechaba y conseguir sacarla del infierno a ella y a sus padres. Solo una cosa le había frustrado. Karen. Karen, con su profesional distancia y sus uñas pintadas de color rosa y si cautelosa cortesía. Karen, con su vestido negro y peinado que dejaba desnudo su cuello y la buena voluntad de dormir con Rick Wilder mientras llevaba las pulseras de Warlord alrededor de las muñecas. Karen, y su único momento de ardo, sin dudar, de besos apasionados —justo antes de que lo golpeara en las partes bajas suciamente. Había sido la única mujer que alguna vez logró golpearlo, y lo había hecho dos veces. No se jactaba de ello. Pero esto le decía lo mucho que ella lo afectaba. La cobra, la estúpida cobra de mierda, tenía el veneno en la saliva, mordiéndolo, y llenándolo con la muerte. El pacto Varinski con el diablo se rompía, y ellos podían hacer algo—sabotearlo, torturarlo, asesinarlo—para prevenir que esto pasara. Warlord pasaría al otro mundo. En todo lo que podía
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pensar era en Karen y en lo mucho que lamentaba no poder haberla amado una vez más. Así que, la bola de mierda que era, tenía el poder de hacer algo para vivir. Tenía que luchar. Simplemente no podía dormir y morir. Posó su mirada en el par de pantalones de vestir arrugado sobre el piso a ocho pies de distancia de él—los pantalones que se había quitado cuando había pensado, erróneamente, que iba a tener una noche de suerte. Aun sosteniendo el aliento y su presión arterial baja, se deslizo despacio por el suelo hasta llegar a tocar una pernera. Tirando hacia él, arrugo el material hasta que pudo llegar al bolsillo y sacar la navaja que guardaba allí. Con el toque de un botó, surgió una afilada hoja corta. Centellando a la luz, su salvador si algo podía salvarlo. Se torció a alrededor de él mismo, tratando de ver los puntos del pinchazo en donde la serpiente le había mordido. No podía, los colmillos le habían perforado en la parte superior del muslo hacia el dorso de la pierna. Sin embargo, daría un golpe para ver si podía sacar el veneno, junto con mucha sangre. ¿Qué tenía que perder? Doblo sus muñecas y se dispuso a operar a ciegas—cuando Karen abrió la puerta y camino dentro. Ella era hermosa. La quería. Así que le dijo la única cosa que tenia sentido: —Lárgate de aquí. —No me digas que hacer —levantó dos de sus bolsas tan alto como pudo, bajándolas, golpeando la puerta con sus pies—. Dame ese estúpido cuchillo. Caminó y estiró la mano, y sus ojos brillaron con coraje. —Me iré cuando puedas marcharte conmigo. Ahora, vamos a hacer esto antes de que otro de tus estúpidos, lodosos amigos hagan estallar la carpintería, ¿o te vas a quedar en el suelo y quejarte? —ella estaba furiosa por regresar por él. Y el hecho de que hubiera regresado calentó su corazón y reforzó su resolución. Él podría vivir. —Cuando te pones así… —le dio el cuchillo, el mango primero, y esperó a que ella no fuera lo bastante loca para tomar la oportunidad de atacar su corazón. Lo hizo rodar sobre su estómago. —La mordida —dijo ella. —Las mordidas —él podía sentir el veneno disolviéndose en las células, los hilos, la fuerza de sus músculos en la pierna. Con dos golpes seguros ella cortó su piel y sobre el músculo.
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El dolor lo hizo arquearse con la agonía. La sangre corrió rápidamente por su pierna. —¿Te lastime? —preguntó ella. —Sí. —Bien —ella alcanzó el extremo de la mesa de lado de la cama y tomo una lámpara de lectura—. ¿Recuerdas a que parece el veneno? —Grueso, plateado, justo como bolas de mercurio —cuando esto golpeó su mejilla y los ojos se quemaron con el ácido, rasgaron su piel y… bien. No podría hacer nada por su ojo. No podía pensar en ello ahora. Pero había sido capaz de quitarse el veneno sobre el piso, y había frotado su cara con la colcha de flores. Si algo había salvado la visión que tenía, pero todavía podía sentir las moléculas restantes comiendo su piel. —El veneno se encuentra allí, aferrándose a los hilos de tus músculos. Así que rueda sobre tu costado —Karen le dio un empujón. Él hizo como le dijo. —¿Por qué haces esto? —Porque estoy harta de preocuparme por ti y cuándo aparecerás de nuevo. —¿Entonces vas a cuidarme para así no sorprenderte más? —Además, necesito ayuda para sobrevivir la noche, y eres mi mejor opción. —No en esta forma. —Cállate. Arriba —usó la punta de su cuchillo para empujar primero una gota de veneno, y después otra hacia el piso. Ellas rodaron como gotas de mercurio. —No está bien —refunfuñó ella. —¿Por qué? —Dejaron un revestimiento plateado a lo largo de las líneas de tus músculos. Quédate aquí —corrió para el baño. Él podía oír sus golpes a través de los cajones. Karen le hacía sentir casi… esperanzado. Regresó con una botella de agua oxigenada, rollos de gasa y cinta adhesiva para primeros auxilios, y una botella de Listerine. —Ni siquiera quiero saber que pretendes hacer con el Listerine. —No tengo un botiquín para mordeduras de serpiente. O una taza de succión. Así que vamos a probar con esto —arrodillándose a su lado. Ella lo inclino en su estomago y derramo el agua oxigenada en la herida.
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Eso dolía como un hijo de puta. Ella lo inclinó de nuevo y lo dejo escurrir. —No hay cambios. La plata todavía se encuentra allí. Vamos a intentarlo de nuevo —ella lo hizo, y al mismo tiempo habló con él, tratando de mantenerlo enfocado. Lo sabía. Le apreciaba. Pero estaba cada vez más frenética, y por último él jadeo. —No soy bueno para ti. Vamos ahora. Recuerda, mi avión. Mi hermano… Ella lo rodó sobre su estómago. —Sé perfectamente bien como alejarme —se escuchaba lívida por él atreverse a decir que no lo hiciera. Gracias a Dios. Sí ella estuviera suficientemente molesta, tendría que hacer su acto de desaparición y quizás salvarse, y al icono y a su familia. En cambio, en el más valiente acto que él nunca había visto en su vida— y la estupidez más grande—ella pegó su rodilla en su espalda, puso su boca en la mordedura, y succiono el veneno de la herida.
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Capítulo 22 Karen escupió la sangre y el veneno en el piso. Warlord la empujó, alejándola. Débilmente ella lo oyó gritar. —¿Estas loca? El veneno la golpeo primero, atacando sus sentidos con el ácido. Entonces ella probó su sangre, y… El Varinski vestía un casco y un chaleco de Kevlar. Sus orejas colgaban, cada una perforada por conos de tornillo de tres octavos de pulgada. Tenía un cuchillo en una funda atada a su costado, y acero cubrían sus nudillos. Sus brazos eran musculosos y enormes, y tenía una cara parecida a un Neandertal—mandíbula ancha, frente tosca, y un pómulo que se había trozado alrededor de un ojo. Él caminaba a través de la batalla, lanzando a los hombres de Warlord hacia los lados como si fueran palillos de dientes. Era masivo, indiferente al dolor, rápido como un rayo… y su mirada se fijó en Warlord. Ellos se encontraron en un choque de crueldad. Warlord acuchilló al Varinski, rasgándolo con el diente y la garra, pero este no era un demonio ordinario. Este tipo tenía el don de matar. Él no se molesto con su cuchillo o pistola, sino que golpeó a Warlord con sus puños blindados, tomando pedazos de carne con cada golpe. Warlord atacó con el cuchillo, rasgando el cuello del Varinski, sus piernas, su cara, pero el Varinski se lo quitó y siguió golpeando. Se movió rápidamente, usó sus manos así como puños, mostró la clase de técnica que solo un maestro en defensa personal debería saber. Warlord jadeó, su aliento entrando en sus pulmones. Perdía. Por primera vez desde que era un muchacho con sus hermanos él estaba perdiendo una pelea. Rápidamente, sopesó las opciones. Si cambiaba, convirtiéndose en pantera, tal vez podría escapar, pero… sus hombres estaban abrumados, heridos, muertos o prisioneros. No. Él se quedaría con ellos. Él los sacaría. El Varinski lo rodeaba, entonces, con un grito en el campo, miró lejos. Warlord golpeó en el vientre al Varinski—y con un poderoso puño lo golpeó en el pecho. Warlord perdió el conocimiento, y despertó para encontrase volando por el aire, perdiendo el conocimiento otra ves en el acantilado… y golpeó las rocas. El fuerte gusto antiséptico del Listerine salpicó en la boca de Karen. Ella farfulló y escupió, empujo la mano de Warlord y la botella lejos.
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—¡Hijo de puta! Warlord la sostuvo en su regazo. Sacudió sus hombros. —¿Estas bien? ¿No sabes como de potente es el veneno? ¿Estas loca? —Sí. Sí. Sí —ella se lanzó fuera de sus brazos, y corrió al cuarto de baño. Su estómago. Su estomago subió, y ella se lanzó de cara a la taza del inodoro. Colgó allí durante un momento, su mente girando cuando trato de pensar, de comprender que le pasaba. Reforzándose, se levanto y llego al lavado, se apoyó contra el, y examinó sus propios ojos embrujados. Ella había probado su sangre… y había sido transportada. Había pasado antes, en su tienda en el Himalaya, pero sólo brevemente. Esta vez había visto, olido, sentido el sueño, la visión. Había vivido en su piel, y lo que había ocurrido había sido una pesadilla. Que había rebotado en un acantilado y contra las rocas, y había sufrido horribles heridas. Ella debería haber… no, él debería haber muerto lentamente, una dolorosa muerte. Él no había. Ella tembló. Pero él había sufrido. Lo sabía ahora. Había sufrido innumerables caminos horribles. Aún había sobrevivido para salvar su vida, y si ella no se movía, y no apartaba su propio choque y trataba con la situación, ahora moriría sobre su piso. Incluso Warlord se merecía algo mejor que eso. Aquel hombre serpiente no era el único de aquellas cosas. Ellos tenían que escapar. Salpicó agua fría sobre su rostro, cepilló sus dientes, y salió. Warlord estaba a sus pies. Había logrado luchar por ponerse los pantalones, y ahora luchaba con el cierre. —Primero déjame mirar la mordedura otra vez. —Está bien —su tez estaba gris; sus pupilas eran pequeños puntos. —Puedo ver —un poco más suavemente, lo empujó—. Quiero ver. Necesitas ser vendado. Estas goteando sangre en el suelo —señaló el charco sobre sus pies. —Supongo. Simplemente no la toques de nuevo —dijo bajando su pantalones. Ella limpió la herida con gasa. —La sangre debe de estar limpia. No puedo ver más veneno—. Apretó otra gasa encima de la mordedura, sujetándola en el lugar, y miró sus blancos
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nudillos agarrados a la base de la cama—. Tienes que luchar con lo que halla en tu sistema. Él miró hacia abajo, a ella. Rojas, dolorosas ampollas en su mejilla, un ojo estaba cerrado, y un fino brillo de sudor cubría su frente. Aunque él extendió su mano firmemente a ella, y acarició su mejilla como si ella necesitara tranquilidad. —No te preocupes. Me mantendré aquí el tiempo suficiente para que tomes el avión y estés segura. —No quise decir… —pero ella ya le había dicho que estaba salvándolo porque él era lo mejor para su seguridad. ¿Él creyó eso? ¿Ella? Él se puso los pantalones. Ella le ayudó con la cremallera y el cinturón, luego lo empujó en una silla y acerco la luz sobre su cara. Cuidadosamente limpió la suciedad de las heridas. —Éste ojo debería estar bien. ¿Qué hay del otro? ¿Puedes abrirlo? —No. Pero el globo ocular no recibió un golpe directo. Tengo posibilidad de conservar mi vista. Él estaba tan tranquilo. Tan seguro de si mismo. Él continuó. —Me adelanté. Ellos tendrán el avión listo. Tenemos que ponernos en camino para llegar al campo de aviación y dirigirnos hacia las montañas. —Pediré un coche —ella comenzó a levantar el teléfono, luego hizo una pausa. Los hoteles tenían operadores, y las conversaciones telefónicas no eran siempre privadas. Llamó por alta voz a Dika, luego lo ayudó a ponerse los calcetines y zapatos. Un golpe sonó en la puerta. Ella miró a través de la mirilla. Era la mucama. Estaba sonriendo, asintiendo. —Srta. Karen —llamó—. Le traje la botella de vino que usted pidió —ella sostuvo una botella para Karen, y nadie más estaba mirando. Karen la dejó entrar. Cuando Dika vio en el cuarto—el desorden de DVDs esparcidos, la lisa y coloreada cola de la serpiente que sobresalía debajo del edredón, el hombre en la silla—su sonrisa desapareció. —¿Qué pasó?'
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—Nos atacaron. Dika alzó su barbilla a Warlord. —¿Este es el hombre al que tenia miedo? —Si, pero él salvo mi vida. —Otra vez —interpuso Warlord. —Tomaste tu pago la ultima vez —Karen se quebró. —¿Entonces a cambio usted ha salvado su vida? —Dika lo miró de arriba abajo—. Atractivo el diablo. Ya puedo ver porque usted pudo. —Me dijiste que confiara en mis instintos. En este caso, mis instintos me dicen que debo sacarlo de aquí sin que nadie nos vea. Rápido —Karen esperó, preguntándose si Dika podría burlarse de ella. En lugar de ello, la suave y sonriente mucama había desaparecido, reemplazado por un duro rostro, de una decidida e inteligente mujer. —Correcto. Déme cinco minutos. Vuelvo en seguida —se fue. Karen tomo dos botellas de agua de la nevera y empezó a extenderle una a él. Él tembló con una fuerte ráfaga y emitió un destello de fiebre tan caliente que ella lo sintió desde donde estaba. Por primera vez se tomó un respiro, y comprendió lo inadecuado que era esta tarea. Ella no sabía nada más que los primeros auxilios básicos. No era capaz de luchar contra los demonios que se convertían en bestias. Colocó la botella contra su cuello, esperando refrescarlo, y dijo, —Soy normal, una sensible mujer que es buena en la planificación de los buffets de chocolate y tratando casos urgentes con arreglos florales. ¿Cómo voy a ayudarte ahora? —Sensible, sí —él tomó la botella, la abrió, y bebió—. Pero tú eres algo más que normal. Puedes construir un hotel, golpear a un hombre, y sobreviste a un viaje por el Himalaya. Ahora mismo no puedo pensar en nadie a quien preferiría tener en mi lado. Ella no quería sus halagos—pero eso tocó su corazón. —Bébetela toda —dijo ella de manera cortante—. El veneno se eliminara a través de el. Como él bebió, sonriendo abiertamente, le recordó a alguien. Alguien que le gustó. Oh, sí. Él le recordó a Rick Wilder. —Tengo el equipo de supervivencia en el avión —dijo él—. Con el equipo que tienes en tu mochila, estaremos bien.
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—¿Examinaste todo lo que poseo? —ella bebió también, gravemente consciente de que también había tomado algunas gotas del mortal veneno… y unas pocas gotas de su aterradora sangre. —Inmediatamente después de tu pequeña conversación en el patio —él cabeceó hacia su puerta corrediza. Ella tiro la botella lejos, derramándose el agua bajo su frente. —¿Dika? ¿Nos escuchaste? —¿Él había oído cada palabra que había dicho? ¿Sobre él? ¿Sobre ella? ¿Sobre sus miedos? Aun ahora, enfermo como estaba, él la miró, sonriendo. —Dika fue muy útil. Si ella no te hubiera convencido que te quedaras, yo habría tenido que tomar severas medidas. —Condénate en el infierno. Debería irme ahora mismo y dejarte a los buitres. Tomando su muñeca, él la besó. —Es demasiado tarde para eso. Aun cuando yo muriera por esto—y puedo—de algún modo regresaría por ti. —Bastardo de mierda —ella paseó de una ventana a otra y tiró bruscamente las cortinas al lado para mirar afuera. ¿Cuál era su problema con su confesión, ambos la halagaban y obligaban? ¿Por qué, de todos los hombres en el mundo, ella era la esclava de Warlord? Dika se apresuraba hacia la casa de campo de Karen, empujando su carrito de limpieza por delante de ella. Hacía un año, cuando Karen encontró empleo en el Aqua Spa y Hotel Horizonte, Dika había llegado de su pueblito con una misión—asegurarse de que Karen Sonnet permaneciera segura y la profecía podría ser cumplida. Ahora los Varinskis habían golpeado de repente, brutalmente, y Dika tenía que sacar a Karen y Wilder. Golpeó en la puerta, y en la voz baja de la perfecta mucama, habló para los de afuera. —Limpiare el vino derramado ahora, Srta. Karen. —Entra, Dika. Apreciamos lo que haces —Karen parecía tan agradable como
Dika. La brillante muchacha entendió completamente la razón del
subterfugio. Dika cerró la puerta detrás de ella y bloqueó. Abrió el costado del carro y le dijo a Wilder. —Entra.
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Wilder asintió y se puso de pie lentamente, moviéndose como si sus articulaciones le dolieran. Karen vio su discapacidad y maldijo con vivos colores, en una variedad de idiomas. Está bien. A la muchacha él podría no gustarle, pero ella no podía soportar verlo con dolor. Envolviendo su brazo alrededor de su cintura, Karen le ayudó a moverse. Dika cargo sobre él las bolsas de Karen, lo tapó, y Dika y Karen con su pasajero oculto se dirigieron a la puerta. Karen ayudó a Dika a empujar—Wilder pesaba una tonelada, y las ruedas se hundían en el camino de grava—y charlaban ligeramente mientras caminaban, para todos eran las intenciones y objetivos de dos mujeres que trabajaban en el balneario y eran amigas. Sin embargo, la piel de Dika rastreó. Ellos estaban allí, los Varinskis, moviéndose para la matanza… Dika, Karen, y Wilder alcanzaron el estacionamiento sin incidentes. Karen estudió la luminosidad de la entrada del Aqua Horizon Spa and Inn, luego a la blanca furgoneta de lavandería, encendida. Miró hacia abajo a sus manos, que apretaba sus puños una y otra vez. Se enfrentaba al peligro, y temía el juicio. Dika no podía ayudar con su miedo, pero podría ayudarle a dar el siguiente paso en el camino. Dos hombres saltaron y levantaron el carro por la parte trasera de la camioneta. —Se trata de mi pueblo, los Rom, mi tribu. Ellos los llevaran al campo de aviación —Dika puso la palma de la mano en la cabeza de Karen—. Bendiciones, suerte, y fuerza estén contigo. Karen la abrazó, salto, y ondeó cuando ellos pelearon por el asfalto y en la oscuridad. Dika volvió hacia la seguridad. Hacia la entrada intensamente alumbrada del vestíbulo. Aunque ella caminaba, el sentimiento de ser observada creció. Deslizó su cuchillo por encima de la manga. Miro atrás. Estirada para escuchar. Sus pasos se hicieron más cortos y más rápidos. Casi alcanzó las puertas — y alguien apretó el paso fuera de los arbustos. O, más bien, algo. Oídos puntiagudos sobresalían sobre su cabeza. La piel cubría su cuello y mejillas, aunque su nariz y ojos y cuerpo eran definitivamente humanos.
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Él era lo que los Rom temían—la nueva y mala maldición de Varinski, un que estaba sentado a horcajadas sobre la línea entre el depredador y el humano. —Tú no debiste haber hecho eso —él habló despacio, como si las palabras fueran difíciles para él. La única seguridad de Dika estaba dentro. Dio un paso de reojo. —Perdóneme, por favor —ella trató de darse la vuelta. Él se movió delante de ella, a la mitad de la acción de sonreír abiertamente. —Dije que no debiste haber hecho eso. —Tengo que entrar. —Vamos a conseguirlos de todos modos... y ahora voy a tenerte —él saltó sobre ella, con los colmillos expuestos. Con una cuchillada rápida de su arma ella cortó su cara. Él aulló con agonía. Ella se precipito hacia la entrada. Como las puertas automáticas estaban abiertas, ella chilló con toda la fuerza de sus pulmones. Vio al capitán de botones alzar la vista con horror. Vio al gerente de turno comenzar alrededor del mostrador de facturación. Entonces la bestia la cogió en sus garras. Sus colmillos cortaron su cuello. Y mientras ella gritó, él la rasgó en fragmentos sobre la acera prístina del Aqua Horizon Spa and Inn.
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Capítulo 23 Mientras la furgoneta circulaba con exceso de velocidad por el camino y el amanecer matizaba el cielo del color azul más puro y más ligero, Karen abrió el carro y ayudó a salir a Warlord. Se movía con horrible lentitud. —Es el veneno. El techo era bajo; se dobló para evitar golpear su cabeza. —Siento como si tuviera cien años. Le lanzó una mirada dura. —¿Sientes los efectos? —Las puntas de mis dedos están hormigueando como si se hubieran quemado por el frío. Él tomó sus manos, giró esas palmas, revisó la piel, y tomó sus dedos entre los suyos. —Lo estás haciendo realmente bien. —No conseguí mucho. —Salvaste mi vida. El tipo estaba volando en fiebre, probablemente había perdido un ojo, apenas podía moverse, y estaba preocupado por ella. La estaba calentando. Físicamente. Emocionalmente. —Así que ahora estamos parejos —dijo—. No hay obligaciones por parte de ninguno. —Salvé tu vida. Tú salvaste la mía. Sonrío. —Pero te até. Así que para que estemos a mano, debes atarme. —Lo haré. Ella liberó sus manos de un tirón. —Y lanzarte de un despeñadero. —Duro. En un paroxismo repentino de frío, tembló y se meció sobre sus pies. —Tú no puedes hacerlo. —Lo sé —farfulló, y rebuscó en el carro hasta que encontró una pila de toallas limpias. Envolvió dos alrededor de sus hombros para darse calor. Usó una para limpiarse la cara. Y un portazo en la puerta trasera de la furgoneta mientras el conductor ponía el acelerador a fondo. —Varinskis. Warlord permanecía inmóvil, preparado con una mano sobre el techo y otra a su lado, observando por las ventanas traseras. Moviéndose lentamente sobre sus pies ella también observó. Un Hummer H2 negro con los vidrios polarizados estaba girando por el camino y se acercaba rápidamente.
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El campo aéreo estaba a diez minutos del hotel. —Nunca lo lograremos —dijo. Entonces el tipo en el asiento del pasajero de la furgoneta abrió su puerta—a ochenta millas por hora—se inclinó hacia afuera, y dejó caer algo sobre el camino. Karen observó una pelota pequeña rodar, abrirse de golpe, y difundir estrellas de acero por todo el asfalto. El Hummer rodó hacia ellos. Los neumáticos chirriaron. Viraron bruscamente fuera del camino. Karen lanzó un suspiro de alivio, empezó a regresar hacia Warlord—y las puertas del Hummer se abrieron. Un lobo saltó afuera. Otro. Otro. Un halcón peregrino voló tras ellos. Y en una grandiosa demostración de fuerza, una gran pantera saltó del vehículo. Su cuerpo fluía mientras corría. Sus manchas brillaban al sol naciente. Su corazón saltó con horror al saberlo. . . Saber la verdad sobre estas bestias, estas cosas que venían desde el corazón del mal, que la asesinarían, matarían a cualquiera que se cruzara en su camino. —¿Quiénes son esos tipos? —Varinskis —dijo en voz alta uno de los tipos del frente. Echó un vistazo a Warlord. Era uno de ellos. Echó un vistazo tras ellos. Los lobos estaban quedando atrás. Eran demasiado lentos para mantener el ritmo. Pero siguieron corriendo, sabiendo que llegarían allí. La pantera se adelantó, observó casi deteniéndose en su persecución, pero sus ojos verdes parecían al rojo vivo. —¿Cuánto falta? —preguntó Warlord. —Casi estamos ahí. Lo vio empujar el dolor y la fiebre. Lo vio reunir su fuerza. Flexionó sus rodillas, sus brazos. Dirigiéndose hacia la parte posterior, miró hacia afuera. —Lobos. Mala elección. Su máxima velocidad es de cuarenta y cinco. ¿Qué más han conseguido? —Un halcón peregrino. —¿El que se zambulle a velocidades de más de cien millas por hora? Estos Varinskis no son nada estúpidos. Alguien en esta parte de la organización tiene cerebro. Me pregunto quién. Escudriñó a la pantera. —Innokenti. Por supuesto. ¿No sabías que él es una pantera? Tomando aliento, dijo en murmullos: —El ave estará sobre nosotros antes de que podamos subirnos al avión. Ella miró hacia la pista de aterrizaje. Un Cessna Citation X estaba asentado sobre la pista de aterrizaje, listo para partir.
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—¿Ése es el tuyo? Estaba impresionada. El mini—Jet más rápido del mundo. —¿Puedes pilotarlo? —Trata de detenerme. Asintió con la cabeza. —El ave me atacará. Toma tus bolsos y sube a ese avión. —Estos tipos son como tú. Una mezcla de hombre y animal. Ya debería estar conmocionada. No lo estaba. —Excepto que ellos son los villanos y yo soy el bueno. Warlord parecía tan en calma, tan alentador. La furgoneta chirrió al doblar en la esquina y entrar en el campo de aviación, lanzándola a los brazos de Warlord. La sujetó, duro, porque mientras la sostenía, aferraba la manija de la puerta. —Si no subo al avión antes de que estés lista para partir, cierra la puerta y lárgate. Podía. Debía. La estaba enviando. Sabía cómo manejarse en el mundo mejor que la mayoría de las personas. Tenía dinero. Tenía su avión. Podría no tener fe en ella, pero sabía que podía escapar de él y sus raros enemigos, esconderse de ellos, mantener el icono seguro, y si hiciera eso, nunca tendría que enfrentar su pasión por esta... bestia. Pero la misma terca estupidez que la había hecho regresar a su cabaña y salvar su vida todavía la sujetaba en su apretón. —No. —Quieren el icono. —No pueden tenerlo así que es mejor que ganes esta pelea. La sangre subió a sus mejillas. Visiblemente agitado por el veneno. Le miró con la determinación del viejo Warlord—¿cómo pudo haberla engañado alguna vez?—y dijo: —Tienes razón. Mientras, el conductor cerró de golpe los frenos, sujetó la manija, y a ella. Antes que frenara totalmente se lanzó afuera. —Ten el avión listo para irnos tan pronto como hayamos terminado — gritó. Aterrizó en el asfalto con la gracia flexible de una... una pantera. Vio una mancha pasando como un rayo hacia él desde arriba. La furgoneta coleó, paró, y ambos tipos se reclinaron y gritaron: —¡Fuera! ¡Sal! ¡Llega al avión! Agarró su mochila y bolsa y salió. La furgoneta chirrió. El pequeño, hermoso jet personal azul y blanco estaba esperando. Corrió hacia las ruedas y empujó la cornamusa, dejando las ruedas libres para rodar.
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Las escaleras, partiendo del fuselaje, colgaban allí, abiertas y acogedoras. Las subió de tres en tres escalones, llegó a la cima, y giró en una vuelta ajustada. Debajo de ella, Warlord luchaba contra un hombre esbelto que manejaba un cuchillo con exactitud mortal. Más allá de la puerta los lobos se acercaban a grandes zancadas, sus ojos fijos en Warlord, de un rojo resplandeciente. —Muy bien —habló entre dientes. Tenía sus armas también. Se deshizo de sus bolsas en el asiento del pasajero y fue a la cabina de piloto. Nunca había hecho volar a uno de estos bebés. Pero su padre la había entrenado bien. Tardó solamente un minuto en familiarizarse con los controles. Entonces, con una sonrisa adusta, empezó los preparativos para el despegue. Batería en línea. Bombas de combustible, botones de encendido—listos. Motor derecho —engranado, rpm en aproximación. Encendido —listo. Obturador de gasolina —listo. Podía sentir la vibración del spooling del motor y escuchar el chirrido en algún lugar detrás de ella. Con el interruptor de encendido del motor izquierdo entre manos, listo para activarse... Tan pronto como Warlord estuviera a bordo. Cuando terminó la lista de verificación, llamaron de la torre: —¿Qué diablos está pasando ahí abajo? Se agarró al micro y puso una nota de pánico en su voz. —Están peleando con cuchillos. ¡Envíen a la policía aeroportuaria! No es que la policía sirviera para mucho, pero proveerían una diversión, y necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir. Detrás de ella los motores ronronearon, dulce y bajo. Cambió de lugar el avión algunos centímetros, sintiendo la manera en que respondía. Los dos hombres luchaban en el suelo, y Warlord estaba perdiendo fuerza visiblemente cuando rodaron. Los lobos estaban llegando a la cerca, toda su atención enfocada en la lucha. Los polis estaban yendo hacia el altercado, sus pistolas en las manos. Karen bombeó el obturador de la gasolina y, con el motor acelerado, fue hacia los lobos. No habían esperado eso. Miraron hacia arriba, sus fauces iluminadas a través del parabrisas, y siguieron corriendo, jugando al juego del más valiente con el avión porque pensaban que una mujer realmente no los atropellaría. Arrogante, egoísta, pensamiento de mierda sobre esta chica. Viró bruscamente para pisar a uno de los animales de presa sobre el camino. Los alaridos, compuesto de partes igual de cólera y angustia, llegaron a sus oídos incluso sobre los sonidos de los veloces motores. Giró el avión otra vez y persiguió a uno de los lobos que quedaban. Podrían ser seres sobrenaturales que cambiaban de hombre a lobo y de regreso
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otra vez, pero estaba muy segura que podía hacer una abolladura en su ego con las ruedas de su avión. El lobo viró saliendo hacia el borde cubierto de hierba de la pista de aterrizaje. Fue hacia Warlord y el otro, el Varinski halcón. Ella los miró. El Varinski perdió su concentración y la miró por el rabillo del ojo. Warlord reunió fuerzas y rompió el cuello del tipo, con una rápida llave inglesa de sus manos. —¡Sí! Disminuyó la velocidad y viró bruscamente, poniendo los peldaños cerca de Warlord. Escuchó un ruido de pies, miró y lo vio asomar la cabeza en la cabina, y gritó: —¡Asegura la cabina! Motor de arranque izquierdo —engranado. Obturador de gasolina izquierdo — avanzando. Warlord se acercó hacia ella, con su voluntad agotada y su cara consumida. —¡Despega! Porque los lobos habían desaparecido de su vista, y sabía que por lo menos uno de ellos iba a tratar de coger su avión. Recogiendo el micrófono, transmitió: —Torre, Noviembre ocho—siete—ocho—siete—seis, rodando sobre el suelo, listo para copiar la autorización. Warlord se tiró al suelo. Se veía roto y estaba más pálido que la muerte. —Hay una pistola en el bolsillo sobre el costado de mi mochila —le dijo. La encontró, la sacó, y disparó en un movimiento suave. Escuchó un gruñido. —Lo mataste —gritó. —Se necesita más que eso para matar a un Varinski. Se puso de pie y cerró la compuerta del avión; entonces, mientras carreteaba por la pista de aterrizaje y aceleraba, se tambaleó hasta la cabina de piloto y se dejó caer en el asiento del copiloto. El Cessna se acercó a la velocidad de despegue, y un hombre, un ser humano, caminó por la pista de aterrizaje. Lo reconoció. No debería hacerlo, pero lo hacía. Tenía que ser una visión. Una cara como un Neanderthal, amplia mandíbula, frente pesada, y un pómulo que había sido quebrado y empujado arriba hacia su ojo. Los lóbulos de las orejas colgados hacia abajo, ambos perforados con pernos de tres octavos de pulgada. Se acercó a la lucha, lanzando a los hombres de Warlord a un lado como si fueran mondadientes. Era grande, indiferente al dolor, rápido como el relámpago—
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No. ¡No! No podía entrar en uno de esos trances ahora. Tenía que enfocarse. El neanderthal apoyaba sus grandes manos sobre sus caderas, sus ojos taladrando los suyos, en un silencio estratégico, ordenándole que se detuviera. El pequeño Cessna aceleró de la misma manera que un Dragster 2 de honda. Vio la marca sobre el indicador de velocidad relativa de vuelo vio que la velocidad de uno de los motores era excesiva cuando la aguja de velocidad destelló más allá. Inmediatamente movió ligeramente el volante. Despegando, marcha arriba, flats arriba, dirigiéndome a la zona de despegue. Justo antes de que golpeara al neanderthal, este se movió. —¿Qué era eso? —murmuró. —Mi idea del infierno.
2 Un automóvil diseñado y desarrollado específicamente para resistencia aerodinámica de carreras. Especialmente sobre un ¼ de milla. (402 m) o 1/8 de milla. (201 m) (esos que tenían forma de balas en vez de motor se lanzaban con un lanzador que era como una honda gigante—Nt). ——Una persona que compite con tal automóvil.
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Capítulo 24 El desierto color óxido y sus peligros comenzaron a alejarse y el cielo azul los abarcó. —¿Qué está haciendo? —gritaron de la Torre de Control. —¡No
tenías
autorización
de
despegue!
¡Regresa
al
campo
inmediatamente! ¡Una violación ha sido presentada! Warlord extendió la mano hacia el interruptor, y el hablante fue silenciado. Levantando el largo dedo corazón con su puño derecho apretado, lo giró con un ademán y señaló con el dedo hacia adelante. —¿Qué representa eso? —preguntó Karen. Warlord sonrió abiertamente. —Que se jodan! Usé las reglas de vuelo visual. Karen sonrió en respuesta. —¿A dónde vamos? —Gira este avión hacia el noroeste. Tres — tres — cero debería estar bien. Cuando llegaron a una bonita, segura, meseta de altitud, apretó el piloto automático y se volvió hacia Warlord. Estaba hecho una mierda. Un corte largo sobre su pecho manchaba de sangre su arrugada camisa de doscientos dólares, y sus ojos estaban apretadamente cerrados, la piel sobre ellos formando una costra, como si estuvieran tratando de protegerse del visiones infernales. Un puño descansaba sobre su corazón, el otro sobre su vientre, y sus piernas estaban rígidas como si estuviera librando una lucha horrorosa. Lo sentía, pero no tenía tiempo para la compasión. —¿Cuál es el plan aquí? Estás en malas condiciones, y para decirte la verdad, yo misma no me siento demasiado bien. La miró a través de un ojo verde nublado. —Es el veneno. Incluso un vestigio es tóxico para alguien como tu. —No estoy muerta, sólo me siento enferma. —También ingeriste algunas moléculas de mi sangre, y eso luchará contra el veneno. —¿Por qué? ¿Qué hay de especial en tu sangre? Aparte del hecho de que me hace ver cosas que tú has visto, escuchar cosas que tú has escuchado, entrar en tus recuerdos, tu mente. Hizo una mueca y no respondió. —Es porque tú eres uno de ellos. Y eso la hizo ponerse furiosa de nuevo.
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—Tú eres un... un Varinski. Su ojo entrecerrado se abrió de golpe, y le lanzó una mirada furiosa. —No, soy un Wilder. Mi nombre es Adrik Wilder. Recuerda eso. —¿Por qué debería? —Porque si muero por esto, quiero que una persona recuerde mi nombre. —Tú no vas a morir. No después de todo esto, no lo haría. Ella no lo permitiría. —¿No? Gimió y cambió de lugar sus piernas largas como si las articulaciones le dolieran. —Sal de la cabina y consígueme ropa. Hizo lo que le ordenó, y cuando volvió estaba desnudo, hundido en el asiento, su ropa formal arrugada sobre el piso a su lado. Lo dimensionó con una sola mirada. Su cuerpo parecía más largo, más fino que cuando había estado en el Himalaya, y con todos los músculos esculpidos. Tenía cicatrices sobre sus hombros, pálidas y entrecruzadas, y a través de su pecho y por su brazo, un tatuaje vibrante, dos gloriosos rayos en rojo y oro. A pesar de sus fervientes deseos mientras estuvieron separados, sus genitales todavía estaban intactos. —¿Cuándo tuviste tiempo de hacerte un tatuaje? Tocó el rayo ligeramente. —No es un tatuaje. La marca es la que aparece sobre cada chico Wilder en la pubertad, aquella que prueba que es parte del pacto con el diablo. Hizo un guiño. —Son un obsequio fenomenal para alguien junto con una voz quebrada, pelo en el cuerpo y erecciones inoportunas. —Pero no lo tenías antes. —Lo tenía, pero cuando me volví más malvado, el tinte se secó y se puso negro. —Igual que tus ojos. —Sí. Igual que mis ojos. Y como con mis ojos, cuando comencé a caminar de regreso a la luz, el color ha regresado. Tembló, y la piel de gallina se extendió sobre su piel. Empezó a meter los brazos en la camiseta negra, pero cuando se inclinó hacia adelante cogió una vislumbre de su espalda. Cicatrices entrecruzadas la cubrían desde su trasero hacia arriba por toda su espina dorsal y de hombro a
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hombro. Algunas eran profundas, cortando a través de su piel. Llena de indignación preguntó: —¿Qué te pasó? —No importa. Tomó la camiseta y la bajó. —¡No importa! Lo metió dentro de la camisa de franela negra y lo envolvió con el largo abrigo de camuflaje. —¿Cómo que no importa? ¡Alguien te golpeó! —No importa —repitió. Arrodillándose a sus pies, introdujo sus piernas en la larga ropa interior y un par de pantalones de combate de camuflaje. —¿Fue el Varinski? El tipo que te derrotó en la lucha. —¿Cómo sabes eso? —masculló. Así que tenía razón. Había visto en su mente. En sus recuerdos. Cada vez que saboreaba su sangre, la conexión de sus mentes se hacía más fuerte.... Pero él no se daba cuenta de eso, y no quería explicar aquello que ella misma no podía comprender. —No importa —lo imitó. —Eres una mujer exasperante. Jaló los pantalones, hurgó en el bolsillo, y encontró un pedazo de papel. Se lo empujó. —En una hora, llama a ese número. Te comunicarás con Jasha. Dale estas coordenadas y dile que Adrik lo necesita. —¿Quién es Jasha? —Mi hermano. —¿Por qué no lo llamas tú? —Hay una muy buena posibilidad de que me odie. —Tienes ese efecto sobre las personas. La atrapó por la nuca, la sujetó mientras la inclinaba y la besó con dureza. —Pero no sobre ti. —Te odio —dijo automáticamente. Por lo menos, lo había odiado durante dos años, y por una buena razón. Pero no importaba con cuantas ganas lo había intentado, no lo había olvidado.
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Ahora, mientras lo miraba a la cara, tan cerca de la suyo, mientras la fiebre destellaba a través de él, mientras sus pupilas se angostaban y se estremecía en agonía, supo todo lo que había arriesgado para rescatarla. Tal vez todavía lo odiaba. No lo sabía. Pero la muerte bombeaba a través de sus venas —a través de las venas de él, también —y los dejaría tomarlos. Tenían un asunto pendiente. Warlord se recostó, su cara se contorsionó. —Ya sea que me odie o no, hay una muy buena posibilidad de que Jasha venga. Si te cree. —No puedo esperar para hacer esa llamada telefónica. —El plan de vuelo reportado a la FAA. Estamos a punto de cambiarlo. Recordó al tipo sobre la pista de aterrizaje. —Buena idea. —Desciende tan bajo como puedas volar cómodamente y gira al norte, al otro lado de la gran cuenca. Desconectó el piloto automático e hizo lo que le ordenó. Continuó: —Estamos en camino a las Sierras Nevadas, justo al sur de Yosemite. —Y luego ¿dónde? Su boca se tensó en una línea adusta. —Eso es todo. —¿Qué quieres decir? Podía darse cuenta de que no le iba a gustar la respuesta. —Estamos pilotando a este bebé justo al medio de la Montaña Acantilado
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Capítulo 25 —No. Ah, no. —Karen agarró el brazo del Mercenario. —¿Has perdido la cabeza? —Subiremos en la moto, entonces no nos separamos. — Él le dio una hoja de papel. Ella le echó un vistazo. Eran instrucciones escritas del lugar donde se encontraría con Jasha...si él decidía venir. —¿Tienes miedo?— preguntó él con evidente preocupación. —¡No, no tengo miedo! ¿Por qué tendría que tenerlo? —¡Miedo a la caída!— —¡No tengo miedo a saltar!— —¿Piensas que soy algún tipo de cobarde?— Pero mira a tu alrededor. Esto es un Cessna Citation X. Esto es un pájaro hermoso. ¡Estrellarse podría ser un crimen!— Karen frunció el ceño. —En realidad, esto probablemente sea un verdadero un crimen.— Él la consideraba como a una mariposa. —He sido un mercenario. He matado y he robado. ¿Me veo como alguien que este preocupado sobre la criminalidad de estrellar mi aeroplano?— —Supongo no. Pero el Cessna...— —¿Lo viste?— Inmediatamente ella sabía de quién hablaba. El hombre en su sueño. El hombre que estaba allí de pie y miraba el aeroplano venir a él sin ningún signo de miedo. Ella cabeceó, su mirada fija en el mercenario.— —Esa bestia es Innokenti Varinski. ¿Recuerda que tratas con el diablo? Sus antepasados lo hicieron. Sus ancestros... son perseguidores. Son mercenarios. Encuentran sus presas donde quiera que corran. —Y ellos están detrás de ti. —¡Pero...!— Ella acarició el funcionamiento perfecto, los hermosos y elegantes controles. —Lo sé.— Él acarició su asiento de cuero. —Vamos a estrellarnos en un remoto lugar en el Alto Sierras. Es invierno. Los rescatadores tardarán un infierno de tiempo en encontrarnos. —Ellos seguirán la señal del transmisor localizador de emergencias (ELT). Él la miró con incredulidad. Y ella lo supo. —Quitaste el ELT. —Lo deshabilité,— dijo él. —Cuando finalmente localicen el sitio del accidente, va a aparecer que nuestros cuerpos han sido incinerados en el ardiente accidente. El Varinski sospechará, pero esta es la única oportunidad que tenemos para despistar nuestro olor, compraremos tiempo para escapar. Preguntas y reproches giraban en su cabeza. —Si el Varinski es un mercenario, ¿quiénes le pagan para encontrarme?
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—Nadie. Ellos te cazan por sí mismos. —¿Por qué? ¿Por qué yo? —Porque tienes el icono. —¿Por qué? ¿Esto es tan valioso que ellos tienen que tenerlo? —No. Es poderoso. Si se une con los otros tres iconos de la familia Varinski, el pacto con el diablo se romperá y ellos se parecerán a otros hombres. —Se puso los calcetines que ella le había traído. —¿Cómo lo sabes? —Después de que sostuve el icono, después de que me quemara, fui abrumado por la comprensión de que estaba aliado con el diablo. Que si me gustó esto o no, yo era igual que Innokenti, desagradable al cielo.— El mercenario la observó poco a poco. El jefe militar la miró regularmente. —Y no digno de la mujer que me obsesiona en mis sueños. Ella sacudió su cabeza. No quería aquella responsabilidad. —Ah, sí. Me mantuviste vivo en la oscuridad, y de algún modo tienes uno de los iconos Varinski. No creo que sea coincidencia. Esos iconos han sido ocultados durante mil años. Entonces, después de que yo... después de... aproximadamente un año después de que te marcharas, los alcancé juntos e hice mi negocio para averiguar que pasaba. Visité la casa de los viejos Varinski en Ucrania.— El mercenario rió. —Aquel lugar era una broma, una enorme antigua casa con espacios añadidos por donde quiera, ventanas rotas llenas de trapos, coches en el patio con demasiada maleza. Allí vivían al menos cien Varinskis. Mataron a su líder un año antes y luchaban entre ellos para ver quién asumiría el negocio de la familia.— —¿Quién contrata a estos…asesinos?— —Principalmente dictadores y líderes militares, pero realmente, cualquiera que pueda pagar su precio. Y no olvides que el Varinski ha estado haciendo esto durante mil años. Tienen la reputación de cobrar aunque sea por un favor. —¿Esto es un gran negocio?— preguntó ella con incredulidad. —¿Es la guerra un gran negocio?— ¿El asesinato en un gran negocio?— Esa respuesta es suficiente. — Entonces el Varinski está forrado de dinero.— —Digamos que tienen una buena razón para luchar con el infierno para mantener su status quo.— Él hurgaba en sus botas de excursión, actuando como si sus dedos estuvieran entumecidos. Ella puso el avión en el piloto automático nuevamente, se arrodilló a sus pies, y empujó primero un pie, después el otro, en sus botas de excursión. — ¿Entonces observaste la casa de algún modo?— —No.— Sonrió abiertamente. —Caminé derecho como si perteneciera allí.— Ella tuvo que admirar su coraje.
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—Aparentemente me parezco bastante al resto de la familia porque nadie me presto algo de atención. Vagué alrededor, escuchando lo que hablaban, y averigüe que alguien había hecho una profecía— —¿Quién? ¿Un médium?— Ella vaciló entre el sarcasmo y la creencia. —Más o menos. El tío Iván es un viejo Varinski. Él es ciego—el primer Varinski en la vida en ser ciego.— —¿En mil años ningún Varinski se había quedado ciego?— —El trato con el diablo garantizaba la buena salud y una larga vida, pero ahora hay enfermedad, y es un signo de que el pacto se desintegra. Podría decir, que el tío Iván tiene estos ojos blancos, nublados, bebe todo el tiempo, y es bastante incoherente y babea. Excepto en ocasiones, cuando usa la voz del Satán.— El mercenario tembló. —Él advirtió a su líder que él encontraría mejor los iconos que el resto, y cuando Boris resultó ser un fracaso, él asesinó a Boris.— Nada tuvo sentido; leyendas y bestias míticas que jugaban en una pantalla de plasma grande que hacían que los monstruos —y los héroes— parecieran más reales que cualquier cosa en el mundo real, y ella estaba asustada. —¿Qué hay sobre ti?— preguntó ella. —¿Te pareces a los otros hombres, y nunca cambian en un gato o...?— —Supongo.— Su ojo bueno se convirtió en una ranura febril, y él miró... hambriento. Angustiado. El mercenario decía que ella brillaba con la luz. Ella no lo creía, pero lo intentaría por una pequeña dosis de optimismo. —Si el Varinski está en tal desorden, tienes una buena posibilidad de ganar.— —Sí, excepto...— —¿Excepto qué?— —Hay un niño, de nombre Vadim. Él huele mal..., y juro, cuando estaba allí él fue el único que sabía que yo no era de allí. Es joven, tan joven que aun no podía tener el poder. Pero los ancianos que se le oponen mueren, no por cualquier medio natural, y mientras estuve allí Vadim ganaba terreno. Desde entonces me he dirigido a otros mercenarios, he escuchado los rumores, observé su progreso en internet, y él es el jefe ahora. —El mercenario estaba rígido.— Si tiene éxito en detenernos—mi familia, los Wilders—el diablo mantendrá cada alma Varinski durante otro mil años. —Estaban volando sobre el borde occidental de Nevada. Para el este estaba seco, marrón, la Gran Cuenca plana. Para el oeste las montañas se elevaron, impresionantemente blancas y nevadas bajo el color gris... Ella miró alrededor el lujoso Cessna. Miro las Sierra Nevadas. No quería abandonar este aeroplano. —Tienes un hermano,— dijo ella persuasivamente. —Me envías con él. ¿Por qué no vamos juntos?—
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— Él no estará contento conmigo allí, y estará menos contento aun cuando lleve mi batalla a su umbral.— —Esta batalla es la batalla de tu familia.— Ella terminó de atar sus botas y se sentó atrás sobre sus talones. —Innokenti lucha por el Varinski, sí. Pero él me acecha. Lo puse en ridículo. Me golpeó en la batalla. Me encarceló. Y todo el tiempo pensó que no era nada más que un simple humano.— —¿y qué?— —¿Comprendes cuánto les gustaría a los Varinski poner sus manos en un hijo del actual Konstantine? ¿Del Konstantine Wilder americano? No, claro que no lo haces. Si ellos tuvieran uno de nosotros, a mí o uno de mis hermanos, o, Dios no lo quiera, a mi hermana, la batalla habría terminado. — Él sonrió desagradablemente. —Innokenti me tenía y nunca comprendió quién era yo. Nunca comprendió que enterrándome mil pies bajo tierra no sería suficiente para mantenerme confinado. No comprendió que pudiera generar una revuelta que haría a los Varinski el hazmerreír entre los asesinos y mercenarios alrededor del mundo.— —Es personal entre usted dos.— La picadura en sus yemas del dedo se extendía por encima de su brazo. Sus dedos del pie zumbaron con mucho dolor. —Y tú estas en el medio. Lo siento.— Él parecía sincero. —No es que disfrute de estar en medio, pero no me disgusta—— Ella se paró. —¿Qué?— —Nada—. Más bien me gustaría que rechazaras derribar la ira del Varinski sobre tu confiada familia. —Nos lanzaremos en paracaídas desde aquí, juntos. De algún modo sobreviviremos, y hay una buena posibilidad de que esta maniobra engañé completamente al idiota Innokenti. —¿De verdad? ¿Una buena posibilidad?— —Una decente posibilidad. La mejor posibilidad que yo puedo hacer para nosotros. Si él cree que su misión está completa, que estamos muertos, entonces estaremos a salvo. — —Bien. Invierno en Alto Sierras.— Ella pensó en los picos helados, la nieve moderada en pies en vez de pulgadas, las avalanchas... las rocas que esperan al imprudente para resbalar, caer a plomo en las rocas abajo, y morir. —Goody.— Él tomó su mano. —No te caerás.— Cuando ella estuvo cautiva, había odiado que él conociera su debilidad. Ahora, cuando el peligro pellizcaba sus talones y él estaba cicatrizando por el pasado y amenazado por el futuro, sus palabras la consolaron. —Lo sé. Realmente lo hago. Pienso que esto es solo un miedo natural de caerme combinado con...— Ella podría casi oír el chasquido de voz de Jackson Sonnet, Dios caramba, Karen, detén ser tan melodramática. —Bien, solo un miedo natural a la caída.—
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—Combinado con tu madre fallecida,— el mercenario terminó su pensamiento. —Hiciste tu investigación.— ¿Cómo de incómodo era esto? Él sabía de tu madre. La analizaba. Sentándose en el asiento del piloto, ocupándose ella misma de los mandos. —No estaba preparada para encontrar aquella noticia.— Entonces él la sorprendió. Él puso su brazo alrededor de sus hombros. —Lo siento. No puedo imaginarme el dolor de perder a tu madre tan pronto.— Hacerla hablar de su madre y sostenerla al mismo tiempo... la hizo ahogarse. Ahogarse sobre una muerte ocurrida hace veintiséis años. Secretamente limpió una lágrima de su mejilla. —En realidad nunca lo superé. Debería tenerlo superado, pero no lo tengo.— —En realidad investigué un poco sobre tu padre también. Él no suena al tipo más sensible en el mundo. Tal vez nunca le dieron la posibilidad para ir sobre ello.— Ella la giró su mirada hacia el Jefe militar. Ella estaba atónita—este hombre que la había mantenido cautiva, que puso pulseras de esclavo sobre sus muñecas, que paso dos largas semanas infligiéndole el mejor sexo sobre su renuente cuerpo—él hacía calumnias sobre Jackson el Soneto y su carencia de sensibilidad. Pero el mercenario estaba tan cerca de su cara que casi la tocaba. Y esto se sentía bien sobre ella—esto no era lujuria. Esto no tenía nada que ver con el sexo. Esto era el reconocimiento de una alma humana herida humana por otra. —¿Cuánto hace que no ves a tu madre?— preguntó ella en voz baja. Él contestó calladamente, —Hace diecisiete años.— —¿Alguna vez la echaste de menos?— —Cada día. Y cuando yo la veo otra vez, bajaré sobre mis rodillas y pediré su perdón por mi partida y por no haberle avisado que estaba vivo.— —¿Qué hará ella?— —Probablemente me dará una buena colleja. Luego e abrazará. Me alimentará. Tengo la esperanza de que entremos de lleno en la etapa de alimentarnos por un tiempo. Ella de verdad cocina bien.— Karen rió. Él parecía tan cariñoso. Tan esperanzador. —¿En cuanto a tu padre?— El brazo del mercenario desapareció. —Mi padre y yo siempre discutíamos.— —¿Por qué?— —Si era difícil. Amar a un ser bestia. Amar el acechar mi presa. Amar luchar con garras y dientes y saber que ganaré,— dijo el mercenario ferozmente. —Pero el nombre de mi padre es Konstantine, porque él era el líder de los Varinski. Entonces él encontró a mi madre y se enamoró. Se casaron—de las historias que ellos dicen, los Varinskis y la tribu gitana se opuso a la unión—e inmigró a los Estados Unidos. Ellos cambiaron su nombre a Wilder, tuvieron
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tres muchachos, y entonces diez años más tarde, el milagro de una niña, la primera niña nacida en mil años....— El mercenario medio sonrió. Karen lo miró, fascinado para verlo perdido en sus sentimentales recuerdos. Pero el mercenario se cogió y enderezó. —La cosa es, como líder del Varinskis, mi padre hizo algo indecible antes de que se casarse con Mama, y él era estricto como no podrías imaginarte. Él dijo...dijo siempre que diera la vuelta, me deslicé hacia abajo a lo largo del camino del infierno, ¿y sabes qué? Él tenía razón. Lo sé ahora. La boca de infierno casi me tragó antes de que diera la vuelta lejos, y hasta ahora esto me llama. — Él la asustaba cuando hablaba así. —¿Qué piensas? — ella susurró. —Yo nunca debería convertirme en pantera. Nunca debería caminar en la sombra. Pero cuando lo hago, me siento tan fuerte y seguro. Debe parecer como la cocaína. Esto crea una ilusión de poder muy adictivo, nunca puedo pararme. Aunque tengo que hacerlo, o seré como... ellos.— —El Varinskis.— —Sí. Como el Varinski. Entonces lo ves, por muchos motivos tenemos que salvar el icono.— Furtivamente ella acarició la pulsera de oro alrededor de su muñeca, luego enderezó sus hombros. —Lo tiraré.— —¿Quieres?— —No, por supuesto que no. —Su piel tomó una mirada estirada, como si él se hinchaba por todas partes, y como si su cabeza fuera demasiado pesada él la apoyó atrás contra el cabecero.— Ella no podría. Desde luego que no podría. No podía traicionar a aquel niño con hermosos ojos azul—verde, ojos que la miraron tanto como si fueran suyos. Karen apartó su mirada lejos de él. —Porque una mujer está destinada para poseer este icono, una sola mujer. Y esa eres tú.— —Porque lo encontré.— Él hizo rodar su cabeza y la miró. —¿Sabes por qué lo encontraste?— Ella sacudió su cabeza. —Porque de acuerdo a la maldita visión de tío Iván, sólo una mujer puede encontrar y sostener el icono—y esta mujer es la mujer que yo ame.—
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Capítulo 26 —Qué montón de mierda —Karen se sentó tiesa y furiosa en su asiento—. No sabes lo que es el amor, si piensas que lo que sientes por mi es amor. Warlord cerró su ojo bueno y pensó en ello. —Adivino que puedo seguir esto. Piensas que si te amé, no te habría secuestrado y retenido. —O porque viniste por mí al balneario y mentiste sobre quien eras. Ella estaba tan enfadada. Y tan hermosa. Si él no estuviera enfermo, la bestia en él podría elevarse para reclamarla, y ella tendría una razón para odiarlo una vez más. Y así era, el veneno de la serpiente se comió su hígado y rasgó su piel. Sólo el concentrarse en ella y su conversación podría impedirle llorar de agonía. —En mi defensa, tuve que mentir o tú podrías haber corrido. Casi corriste de todos modos. —¿Piensas que cuándo te vi la primera vez y pensé que eras... quién eres? —lo señaló con un dedo—. Y esa otra cosa. Escucharnos con disimulo a Dika y a mí —obviamente saltaba de un resentimiento a otro—. Correr habría sido una buena idea. Un plan sólido. —Yo te habría seguido. —No me seguiste la última vez. —Fuera del Himalaya, dices. No podía —extendiendo la mano, él tomó su barbilla y giró su cara hacia él—. ¿Me crees, verdad? —Sí. Nunca podrías detenerte para dejarme ganar. Con su chasquido y enfurruñamiento, ella lo hizo querer reírse. Con su espíritu
y
valor,
ella
hacía
que
él
quisiera
protegerla.
Con
su
cuerpo...simplemente hacia que él quisiera. —En Nepal te tome como una muchacha egoísta. Pero desde el día que te perdí, inicie un largo paseo por el infierno —él volvió su cara hacia el sol. En el último año, pareció que nunca pudiera obtener bastante sol. —Cuando salí del otro lado había aprendido unas lecciones. Supe que no hice lo que quería, y supe lo que verdaderamente quería. Entonces en el balneario te corteje, y en realidad pensé que hacia un hermoso trabajo. Ibas a acostarte conmigo hasta... ¡Maldita sea! No debería haberte besado. —¿Piensas que no te habría reconocido en algún punto? —ella parecía más que un poco irritada. —Si hubiera podido quitarte la ropa y poner mi cabeza entre tus piernas, estarías demasiado lejos para que te preocuparas —no estaba tan enfermo como
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pensaba, la mera idea trabajaba en él como un afrodisíaco—. Al menos hasta esta mañana. Ella fue de irritable a totalmente pacífica. —Nunca has sufrido de modestia o de carencia de confianza. —Cariño, pasé con muchas mujeres antes de que te trajera a mi tienda, y por una razón— entonces podría saber cómo hacerte feliz. —Eso era tan típico de ti —ella realmente se elevaba ahora con el sarcasmo—. Sacrificándote en el altar del amor, y solo por mí, esperando en tu futuro. Eres un amor. Y mantenerte en la práctica, seguro que les has servido a muchas mujeres desde entonces. El breve rubor de entusiasmo se descoloró, dejándolo frío. —No. No ha habido otra mujer después ti. Ella lo miró fijamente, su boca entreabierta. Él no le dio tiempo de recuperarse. Tiro de ella a su asiento y se tambaleo hacia atrás. —Iré a ponerme el paracaídas, listo para irnos, o tendré miedo de que no hacerlo —él abrió sobre su cabeza, sabiendo perfectamente bien que ella se giró a mirarlo—. He estado con muchas mujeres, pero otra como tú, solo ame a otra mujer. Esto le dio fuerza para hablarle a su espalda. —¿Quién era esa dechado de virtudes? —Era solo una muchacha. Emma Seymour. Nos encontramos en una competencia de banda. Ella era de la escuela contraria. —¿Instituto? —por el tono de voz de Karen, él sabía que la había sorprendido. —Sí. Soy un típico muchacho americano. Fui al instituto. En Washington. —¿Eres realmente de Washington? —Puede que yo haya asesinado y robado, pero nunca he mentido —jaló abajo su paracaídas y el equipo de supervivencia que guardó, sabiendo que este día iba a llegar—. Recuerdo tan claramente el rostro de Emma. Oscuros ojos marrones, el largo y oscuro cabello… su tez era perfectamente clara. Considerando que él tenía la cara llena de granos, había sido realmente una maravilla. —Ella no quería que habláramos sobre nosotros, entonces no lo hice. Cuando hablábamos por teléfono, era en voz baja, entonces nadie podría oírnos. Nos encontrábamos en el café Burlington dos veces por semana, y discutíamos sobre los libros que nos gustaban y sobre la computadora que construía y el
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colegio al que ella quería ir. Nosotros no hablamos sobre nuestras familias. El asunto entero tenia la emoción secreta del tipo Romeo y Julieta. El miró hacia la cabina de Karen para ver como lo tomaba. Su boca se abrió nuevamente con sorpresa. Ella la cerró bruscamente y preguntó, —¿Dormiste con ella? —Mi primera vez —hablar de que ello le hizo sentir un poco mejor—. Lo hicimos debajo de las gradas justo después del partido de fútbol y los otros chicos se habían ido, y recuerdo que estaba muy asustada y que yo temblando. —Eso es… bien, eso es lindo. —Yo no pienso así. Realmente esperaba que ella no se diera cuenta, porque no era su primera vez. —¿Ella era de la escuela superior? —Karen sonaba divertida y fascinada. —Ella era mayor —él tiro de su paracaídas y apenas contuvo un gemido de dolor en sus articulaciones—. Era una diosa. —¿Especialmente desde que te hizo sentir como un Dios? —Karen reía por lo bajo. —Cuando hice el tonto, ella no hizo un alboroto de eso. Hizo que me olvidara de preocuparme por haberme venido rápido. Ella hizo algo bueno por mí —se puso de pie y miró hacia al frente—. Fue esa la razón por la que maté a su padre. Karen detuvo su sonrisa como si la hubieran cortado con un cuchillo. —Después de que nosotros… tuviéramos sexo, fui a casa y mama está arriba—. Aun el recuerdo lo hizo retorcerse—. Si hay una persona que un chico justo después de su primera vez no quiere ver, es su mamá. “Pero no había ninguna mirada diferente, porque me informo que Emma estaba en el teléfono y me dijo que le dijera que no llamara tan tarde. Entonces mamá me beso y se fue a la cama. —¿Esa fue la última vez que la vistes? —Si —asintió—. Si. —¿Que dijo Emma que quería? —Karen lo miró, sus ojos llenos de tormento. —Primero pensé que era porque estaba embarazada. Luego comprendí que solo habían pasado dos horas y que era muy pronto, además de que usé preservativo. Ella me pregunto si todavía la amaba, y le dije que mucho. Y dijo que no quería que pensara que era una zorra, y yo le pregunté si aun me respetaba —diecisiete años después, y aun recordaba la conversación como si
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hubiese sido ayer—. Le dije que si iba, y ella dijo que no, que su padre me mataría. La forma en que lo dijo me impacto. Como si ella estuviera realmente asustada. Luego le dije que dejara su ventana abierta. Colgué y corrí. —Ella vivía cerca. —No. No realmente. Su casa estaba como a cuarenta kilómetros de distancia por carretera. Pero una pantera no podía usar la carretera. Tome la línea más recta posible—hasta la colina, colina abajo, a través del arroyo. El lugar era pequeño, una casa vieja en una granja, y el lugar parecía un infierno— pudriéndose, los escalones del porche rotos, sin tejas —tomó la carga de la mochila y la puso sobre el asiento— . Ella abrió su ventana, y pude oler su aroma. —Su aroma —Karen alzo su mirada, delgada por las nubes rayadas—. ¿Como en Nepal, como pudiste oler la mía? ¿Porque eres una pantera? El asintió. —Pero junto con el olor de Emma, podía oler el fino aroma de la sangre. Ella había estado en periodo la semana anterior, y sabia que esta no era sangre menstrual. Ella esta herida. —¿Su padre? —No
entendí
lo
que
había
pasado
enseguida.
Ese
tipo
de
comportamiento era tan extraño para mí—mi padre adora a mi hermana, protegida por mi madre. Yo nunca había visto nada como esto —el recuerdo del dolor de Emma todavía enfermaba a Warlord—y sus ojos brillaban con fuego por el enfado—. Él la había golpeado tan fuerte que le rompió la nariz. Hinchado. Partió su labio. Ella sostenía su brazo izquierdo. Le pregunte si tenía alguna fractura, y ella pensó que tal vez su muñeca. Yo quería tomarla y llevarla al hospital. Ella dijo que no, que no tenían dinero, y él… él podría no dejarla salir de la casa. Dijo que una maestra nos había visto juntos, llamo a su papá, y cuando Emma llego él ya la estaba esperándola. —¿Le hizo…? —¿La violo? No, no en ese momento, pero la forma en que ella actuó… —Warlord quiso romper algo— . Le dije que era mi culpa que estuviera herida, y que me ocuparía de ello. —¿Qué hizo ella? —Lloró. Y suplicó. Su padre era un granjero, un hombre grande, y yo todavía era un muchacho flaco. Pensó que su padre podría pegarme hasta la muerte —Warlord comprobó el paracaídas, asegurándose de que abriera, luego lo envolvió y lo puso sobre sus hombros.
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—¿Cómo lo hiciste…? —Hice mucho ruido. Él entró en su dormitorio. Lo desafíe a una pelea. Se rió. Porque, tú sabes, él era uno de esos tipos que no golpeaban a las personas que podían golpearles la espalda. Lo toque, hizo lo bueno y lo malo, y salté por la ventana. Le dije que me encontraría con él al final del camino. Este era un claro lejos de la carretera, fuera de la vista de la casa. El tipo exploto detrás de mí. Hombre, él era grande. Puños como jamones. Cuando yo salí de las sombras, todo lo que el vio fue al chico. Era tan engreído. Pensó que iba a matarme con una mano atada a su espalda. —Él estaba por llevarse una sorpresa. —Cuando salté sobre él, cambié. Él vio la pantera y gritó. No tuvo oportunidad. —Tampoco Emma. —Justo lo que pensé —Warlord se puso su casco—. Lo maté. Despedazándolo. Arrastre el cuerpo lejos. Lo oculte en las montañas. Dios sólo sabe si alguna vez fue encontrado. Entonces escapé. Fui a Seattle, viaje de polizón sobre un buque de carga filipino, y nunca mire atrás. —¿Pero tu familia? —la voz de Karen tembló. Karen era demasiado sensible, demasiado suave para él. Pero Dios le ayude, no podía dejarla ir. —Mi papá siempre decía que si yo no era cuidadoso, si no me controlaba, mataría, y mataría otra vez. Entendí que había sellado mi destino. —Te hiciste mercenario. —Ser un mercenario era bueno—y muy provechoso—para un hombre como yo —la historia terminó, su necesidad de decirle a Karen la verdad fue descargada, y la enfermedad retorno con una venganza. Se sentó en el suelo, se estiró en el pasillo, y se relajó—. He hecho muchas cosas desde entonces que he lamentado, pero no importa que haya sucedido pues, no importa que lo haya hecho o dónde mis crímenes me hayan llevado, cuando recuerdo a la pobre de Emma, no lo siento. Si yo pudiera, lo haría de nuevo. Cuando el teléfono sonó en el dormitorio de Jasha Wilder, él apretó su agarre en la mujer que estaba en sus brazos y dijo, —Déjalo. Su secretaria trató de liberarse. —No podemos, Jasha. Querido, probablemente esto es de la bodega. Nosotros vamos tarde. Cariño, anda, detente. Sabe que no puedo pensar cuando haces esto.
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—Es por eso que lo hago —pero cuando ella anduvo a tientas por el teléfono, él se apartó, recostándose sobre su espalda, y maldito a quienquiera que había interrumpido un interludio encantador. Ella se colocó contra las almohadas, con cuidado cubrió sus pechos, y tomó el receptor. —Ana Smith. —Ann Wilder —refunfuñó él. Cuando la había contratado como su ayudante administrativo, había sido tranquila, modesta, y tímida. Ahora ella era su esposa, y a esa lista de cualidades él tenía que añadir obstinada. Era obstina sobre no cambiar su nombre por el suyo, y eso lo molestó. Ella probablemente rechazaba hacerlo porque lo molestaba. —Ann Wilder —él dijo otra vez. Ella lo ignoro y hablo en el teléfono. —¿Puedo preguntar quién le dio esta referencia? —él apenas oyó una respuesta. La espina dorsal de Ana se enderezo bruscamente con una exclamación. En un tono quebradizo que hizo que él se incorporara también, ella dijo. —Hay una palabra que puede hacer toda la diferencia en esta llamada. Le dejare hablar con el Sr. Wilder o colgaré. ¿Cuál es esa palabra? —cualquiera que fuera la respuesta, esto hizo a Ann decir—, Solo un minuto, por favor — puso la llamada en espera y se volvió a Jasha, su color aumentó—. Su nombre es Karen Sonnet. Dice que está en un avión con Adrik. Cuando le pregunte por la palabra, ella dijo, icono. Jasha tomó el teléfono. Anna se levantó, se puso su bata, y tomó el ordenador portátil. Buscando a Karen Sonnet, y buscando las posibilidades. Jasha tomó el teléfono del asimiento y dijo, —Jasha Wilder. Usted debe hacer esto bien. —No tengo ninguna intención de hacer esto bien. No sé cuáles son los problemas de su familia, y no me preocupa —esta Karen no se incomodaba con su irritación—. Pero Warlord insistió que le llamara y le diera estas coordenadas. —¿Warlord? —Jasha no sabía si sonreír con satisfacción o gemir. Ana levantó su mirada. Jasha cabeceó. Ella escribió Warlord en el área de búsqueda. —Rick —Karen dijo—, Rick Wilder. O Adrik. Como quiera.
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Ann escribió en su portátil, Adrik Wilder. Karen continuó, —De todos modos, él pregunta si vendría por nosotros porque tenemos a los Varinski siguiéndonos, y él cree que necesitaremos ayuda. —¿Por qué no esta él al teléfono? —Esta inconsciente en la parte trasera del avión. —Eso es muy conveniente —en una plana, furiosa voz, Jasha dijo—, Karen Sonnet, o quien sea usted, no sé qué infiernos de truco está tramando, pero cuando tenía diecisiete mi hermano Adrik desaparecido de nuestras vidas. Hace dos años recibí una carta de Nepal comunicarnos que estaba muerto, y sus restos nos fueron devueltos. Enterramos los restos. —¿Pensó en comprobar el registro dental? —para alguien que solicita ayuda, Karen era condenadamente sarcástica. —No había lo suficiente como para dejar registros dentales. —Debería haber comprobado el ADN —oyó a Karen exhalar molesta—. Mire. Estaremos estrellando el avión en un lugar remoto de High Sierras y haremos nuestro camino a pie en estas coordenadas. Usted los puede tomar o no. Puede creerme o no. Nos puede ayudar o no. Pero como yo lo entiendo, hay una profecía sobre su familia, sus primos quieren mi icono, y la serpiente gigante que despedazó a Warlord no es casi tan horrible como el enorme luchador que está rastreándonos. Quien sea que fuera ella, sabía un montón de un infierno de cosas del infierno de muchos. Jasha le hizo un gesto a Ann, un gesto de pluma y papel. —Déme las coordenadas. Quizás estaré allí. Ann le entregó el papel, y en su portátil escribió, Rick Wilder. —Y quizá si usted no esta, debería enviar ayuda —Karen sacudió fuera de las coordenadas. —Le llamaré con mi decisión. —No a este teléfono, no puede. Va con el avión. Jasha escuchó un pitido. —Me tengo que ir —dijo Karen—. Estaremos saltando en tres minutos. —Creí que dijo que Warlord estaba inconsciente. —Él lo está, por momento. Si la bofetada de aire frío no lo despierta, lo estaré arrojando de todos modos. —¿Qué pasa si él no viene para acá? —Ayúdelo a él, esta bien. Tal vez era Adrik.
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—Aunque a veces él no es tan malo. ¿Sabe? —como si no le gustara admitirlo la suavidad, ella se cerró de nuevo molesta—. No se preocupe, saltaremos el tándem. Conseguiremos ir a tierra. Entonces. . . Dios nos ayude si no. La línea quedo muerta. Jasha miraba el receptor con furia y asombro. Él era el presidente y director general de Wilder Wines. Estaba casado con la mujer más bella del mundo. Era el hijo mayor de los Wilder. Él era un guerrero. Era un lobo. Nadie le hablaba a él de esa manera. —¿Acaso piensa que soy tan tonto que voy a dejar todo e ir corriendo en lo que es obviamente una trampa de los Varinski? No puedo creer los nervios de la mujer. —Han pasado dos años desde que tu madre tuvo esa visión —Ann le recordó vagamente cuando ella daba vueltas a través de páginas de Internet—. Dos años desde que se encontró el primer icono y Tasya encontró el segundo. La enfermedad de tu padre avanzaba. Si no encontramos los dos últimos iconos pronto él va a morir, el pacto va a durar para siempre, y… —Lo sé. ¡Lo sé! —Jasha odiaba ser tan inútil. Él iba a ir al infierno por toda la eternidad. —Y tu madre tendrá su propio infierno sin él —Ann estiro su brazo y le entregó la laptop. Allí, en una página de noticias de tecnología, estaba el anuncio de un nuevo caliente juego de ordenador hecho para barrer a los sonados jugadores de América, y bajo el título, WARLORD, había una foto de su diseñador, Rick Wilder. Incluso después de diecisiete años, Jasha reconoció a su hermano. Las lágrimas brotaron de sus ojos. —Joder —dijo. Ann le abrazó. —Lo sé. —Diecisiete años sin una palabra. Él rompió el corazón de Mama. La noticia de su muerte casi mata a Papa. —Lo sé. —Por el amor de Dios, enterramos los restos de Adrik. —Lo sé. —Debo dejar que ese mocoso se congele en el desierto. —Deberías —Ann le miró—. ¿Quieres que un avión vuele a Yosemite?
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—Claro —Ann le besó y saltó de la cama. —Voy a llamar a Rurik y decirle que tenemos que ir sacar a nuestro pequeño hermano de problemas nuevamente—.
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Capítulo 27 El piloto automático estaba en control de dirección /control de altitud mientras volaba bajo por la Sierra Nevada. Los picos cubiertos de nieve hacían parecer diminuto al pequeño avión. Dos veces una montaña se acercó tanto que Karen se estremeció en el asiento del piloto. Con gravedad esperó que los cálculos de Warlord fueran correctos. Si existía la más leve falla el elegante Cessna Citation X no tendría ninguna posibilidad de hacerse añicos contra Acantilado Mountain. En su lugar se haría añicos en una montaña diferente, probablemente demasiado pronto, y se llevaría a Warlord y Karen con él. Terminó sus preparativos, insistió en un beso de la disculpa a su palma y luego al tablero de instrumentos, y se dirigió al fondo de la cabina. Warlord estaba estirado en el piso del pasillo, vestido para el salto. Tocó su frente, presionó su mano contra la vena en su garganta. Todavía estaba vivo. Gracias dios. Se había preguntado. Había tenido miedo que... de qué, no lo sabía. De todos los hombres en este mundo que se merecían morir, en su libro había sido el número uno. Agarró su abrigo, mono, anteojos protectores, y casco. Ató su bolso delante de su cuerpo, y luego se puso el arnés de paracaídas. No podía creer que fuera a abandonar este avión hermoso. Todavía no podía procesar realmente la indignación por la pérdida del avión, no después de escuchar la historia sobre su primer amor... Si pudiera, lo haría otra vez. Había llevado a un hombre a su muerte. Lo había matado con dientes y garras. El padre de Emma se lo había merecido. Y si hubiera sido llevado a los tribunales, tarde o temprano habría salido y vuelto a golpear a Emma otra vez. O a matarla. ¿Así que quién era el que estaba equivocado? Pasó por sobre el cuerpo de Warlord. Su mochila de campamento sobresalía, con raquetas para caminar sobre la nieve. Miró su cara inconsciente. —Estabas listo para esto, ¿no? Yendo a la puerta, localizó el asa de lanzamiento de la puerta de emergencia y la activó. La puerta se deslizó afuera y abajo, desapareciendo bajo el ala del Citation. El viento formó un tornado en la cabina. Ella giró y empezó a salir. Warlord estaba detrás de ella, atando su mochila a su cintura. La primera alarma sonó; la computadora del avión reconoció que iba demasiado bajo, reconoció que se estaba acercando a un obstáculo. —¿Jasha viene? —gritó Warlord en medio del ruido del viento. —No sé —le gritó en respuesta. —Probablemente dije algo equivocado.
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Echó un vistazo a la montaña que se acercaba rápidamente. Otra alarma. Y otra. —No hay ninguna cosa correcta para decir a mi familia. He quemado demasiados puentes. La enganchó a él. —Dijo que habían enterrado tus restos. Lo miró. —¿Listo? —Vamos. Las alarmas estaban sonando constantemente ahora. El aire gélido soplaba en sus rostros. Saltaron. Estaban cayendo en una caída libre a treinta mil metros del suelo. Contó hasta tres, y luego gritó: —¡Hazlo! Warlord tiró de su cuerda de rasgadura. La corriente ascendente los elevó de golpe antes de hacerlos iniciar un descenso lento y tranquilo. Un lento, tranquilo, descenso que les helaba el culo. Detrás de ella, Warlord los movía hábilmente para enfrentar el impacto. Envolvió sus brazos alrededor de ella mientras el glorioso y elegante Cessna se acercaba a la pared rocosa del Monte Acantilado. Estalló en una bola de llamas y luego se desintegró. La onda expansiva los arrojó entre las copas de los árboles y una pendiente. Al estar atados juntos y con todo el peso que llevaban, bajaron rápido. Demasiado rápido. No tenían un espacio claro para aterrizar. —¡Cruza tus piernas! Karen escuchó, y obedeció mientras el bosque cubierto de nieve se alzaba para atraparlos. Se estremeció cuando su bota chocó con una rama. Entonces estaban entre los árboles, la nieve bajando de las ramas que los abofeteaban por su impertinencia. El olor a pinos impregnaba el aire. Iban derechoS al tronco de un árbol, al tronco de árbol más grande que ella hubiera visto nunca. Los brazos de Warlord se apretaron a su alrededor. Ella levantó sus brazos para proteger su cabeza. Y algo se agarró al paracaídas y tiró de ellos deteniéndolos. La sacudida la dejó sin aire. Entonces, con una rajadura inmensa, la rama que los sujetaba se rompió. Cayeron a plomo al suelo, golpeando ramas, hasta que Karen aterrizó de cara en un banco de nieve, Warlord sobre su espalda. El impacto atravesó la corteza. El hielo rodeó su cara, llenó sus ojos y su boca, y la hizo ser inmediatamente consciente de su situación. El peso de Warlord y los suministros la hizo agitarse impotente, desesperada por respirar. Él dio la vuelta, sacándola de la nieve, y mientras tiraba de su casco desenganchó la correa que los ataba.
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Mientras escupía y se limpiaba, se puso de pie, se sacó el casco—y se río. Ella no podía creerlo. —¿Qué te pasa? Ella limpió un gran trozo de nieve acumulado en su escote. —Casi morimos—más de una vez casi morimos—todavía estamos serio peligro, y tú te estás riendo. —Pero no nos morimos, y ¡vaya qué paseo! Se río otra vez, y se encogió de hombros dejando caer el arnés del paracaídas. —¿No fue espectacular? —No. —Vamos, Karen. La abrazó a su costado. —La gravedad ganó. Llegamos al suelo. Ése es un buen augurio. —Estás loco. —Uno de nosotros tiene que estarlo. Y mira. Señaló su cara. —El frío hizo caer la hinchazón. Puedo abrir mi ojo un poco—y puedo ver. Tenía razón. Donde el veneno se había tocado, su piel todavía se veía atroz —roja y cubierta de costras. Pero su párpado estaba mejor, y su ojo estaba claro y se movía libremente. Su alivio la hizo admitir: —Entonces supongo que toda esta nieve es buena para algo. La observó sacudirse; sacando nieve de lugares que nunca deberían haber visto la nieve. —¿Necesitas ayuda para sacarte eso? —No. —Realmente. Me encantaría de ayudar. El maldito enfermo, estaba sonriendo. Coqueteando. Feliz de estar en el suelo, alegre de tener su ojo intacto, y seguro de algún retorcido modo originado en su virilidad idiota que si solo pudiera poner sus cálidas manos sobre su cuerpo congelado; ella se derrumbaría en sus brazos en un montoncito apasionado. —Eres incorregible. —Yo me ofrecí. Con un encogimiento de hombros despreocupado, se rindió... Por el momento. Se puso sus raquetas, y luego la ayudó con las suyas. Echando un vistazo a la rama quebrada encima de ellos, dijo. —Si los Varinskis nos buscan, eso va a traicionarnos. —Estamos sobre los siete mil pies. A temperaturas bajo cero. La tormenta está empezando.
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Extendió su mano enguantada y dejó que se posaran en ella los copos empujados por el viento. —Los Varinskis son el menor de nuestros problemas. —Es cierto. La nieve cubrirá los restos y nuestras huellas. —Si no llegamos a un lugar seguro, la nieve nos enterrará vivos. Plegó el paracaídas. —Empieza a avanzar mientras puedas caminar, y encontremos algún sitio para poner el campamento. —Y entonces ¿qué? —Y entonces sobreviviremos a esto... o moriremos juntos. Besó su fría mejilla. —Si tengo que morir, quiero que sea contigo. Ella sacó de su bolso un gorro y una bufanda y se envolvió. —Asegurémonos de vivir. Tengo un asunto pendiente con los Varinskis. Le lanzó una mirada significativa. —Y contigo.
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Capítulo 28 Karen vio a Warlord tambalearse y caer sobre una rodilla. Con líneas de dolor grabadas en su cara, y la marca del veneno grabada en su piel. Se detuvo, jadeó. —Tenemos que montar el campamento. —No hemos ido lo suficientemente lejos. Se puso de pie. Volvió a caer. —No estamos lejos del lugar de reunión. La emoción del salto los había mantenido sobre sus pies, pero después de una milla de bosques cubiertos de nieve y rodeados por una tormenta, esa emoción había fallado. Todo sobre Warlord —su color ceniciento, sus ojos apagados, el sudor brotando sobre la parte expuesta de su frente—reflejaba su propio choque de adrenalina, y el dolor en avance y la parálisis del veneno. —No importa. Simplemente ya no podemos ir más lejos. —Tenemos que hacerlo. Estamos demasiado cerca del lugar donde caímos. Para los Varinskis sería muy fácil encontrarnos. —Bien. Tú vas adelante. Déjame saber cómo resulta eso. Buscó el mejor lugar para poner el campamento. Cuando volvió a mirarlo, había tropezado sobre su cara silenciosamente. Se arrastró hacia él, lo volteó sobre su espalda, y verificó su impulso. Tenía tanta fiebre que podría haber derretido la nieve. —¿Qué es lo que esperabas? —preguntó a su cuerpo echado. —Hace cinco horas una cobra mágica con un gran culo te mordió. Hace cuatro horas venciste al Halcón Maravilla. Hace una hora chocamos tu avión. ¿Pensaste que eras Superman? Lo hizo. Lo sabía. Estaría sorprendida si no poseyera su propia capa de Superman. En algunos aspectos era de ese tipo. En otros... Bien, ese no era momento de considerar su pasado o su habilidad de convertirse en una pantera, o lo dejaría afuera en la nieve. —Por lo menos el frío ha reducido la hinchazón de tu cara. Ella escudriñó sus ojos. —Pienso que tu vista estará bien. Lo palmeó en el hombro. —Buen trabajo. Escogió un claro plano entre algunas rocas donde los cedros altísimos los protegerían de la nieve. Miró el cielo y solamente vio miles de millones de copos de nieve apresurándose hacia el suelo. No quería ser enterrada viva. Registró su mochila. Encontró raciones deshidratadas, soga, eslabones de enlace, una pala plegable, dos pistolas semiautomáticas, munición... Jackson Sonnet daría su aprobación. El tipo estaba preparado. Cavó una zanja poco profunda, tomó el paracaídas de las manos rígidas de Warlord, y lo separó en capas sobre la nieve. Sacó la carpa de dos plazas de
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la mochila. Gracias a Jackson Sonnet, había aprendido a poner una carpa en la oscuridad en temperaturas bajo cero, con el viento soplando. Buena cosa, porque se estaba elevando en ella una neblina de dolor y desesperación. No tenía mucho tiempo. El adormecimiento se estaba extendiendo inexorablemente hasta arriba de sus brazos y piernas. En el espacio estrecho dentro de la carpa colocó las bolsas de dormir — apropiadas para cuarenta grados bajo cero, notó con aprobación. Unió los cierres para hacer una sola bolsa grande, y apiló sus cosas en un rincón. Con un escalofrío regresó a la tormenta que se desarrollaba afuera, arrastró el cuerpo tendido de Warlord a la entrada, y lo hizo rodar dentro, sacudiendo la nieve de él. Cerró la solapa de la carpa. Lo dejó en ropa interior, lo sacudió para despertarlo lo suficiente como para que bebiera algo de agua de la cantimplora. Tomó unos sorbos ella misma, y subió el cierre de la bolsa en torno a él. Entonces se sentó, sin aliento, mirando fijamente su pelo negro y despeinado, y trató de recordar por qué había trabajado tan duro para salvar su vida. Era Warlord, el mercenario que la había mantenido como una esclava y la había forzado a reconocer su indefensión ante su propia sexualidad. Éste era Rick Wilder, el estúpido que fingió ser un inocuo hombre de negocios para meterse en sus pantalones otra vez. Y cuando había salvado su vida, todavía insistía en que debía ser parte de su vida. Si lo dejara morir en la nieve... se estremeció. Bien, no podía hacer eso, porque... Abrió su bolsa y escarbó completamente hasta encontrar el icono. Miró fijamente la versión de la Virgen María, quebrada por el sacrificio de su hijo. La Madonna miró a Karen, recordándole en silencio la precariedad de la vida, y las lágrimas sobre la pintura brillaron nuevamente. Karen no podía sacrificar a Warlord, no importaba lo que hubiera hecho o qué haría. Estaba al tanto de la derrota de Warlord. La había visto ella misma, y en una esquina de su cerebro, representó y volvió a representar ese lugar que había presenciado en su mente: la lucha, la pelea con el Varinski, la derrota de Warlord. ¿Dónde había estado esos dos años? ¿En un hospital? ¿En una prisión? ¿En un ataúd? Era posible, supuso. Cuando ese Varinski lo había golpeado, había sido lanzado por el aire contra rocas irregulares. La mayoría de los hombres habrían muerto. Pero Warlord todavía estaba aquí y, hasta esta noche, había parecido estar saludable y activo. ¿Cómo era posible eso? ¿Cómo era posible nada de todo esto? Su áspera voz crispaba sus nervios. —Karen. Ven a la cama. Necesitamos entrar en calor. Karen despertó asustada. Warlord estaba inconsciente. El icono estaba en su bolsa.
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Estaba delirante. Si no se metía en la bolsa de dormir pronto, nunca lo haría. Fuera, la cólera de la tormenta hacía chirriar y gemir los árboles. Allí, en la luz débil, podía ver su respiración. Luchó para quitarse la ropa, sudando del esfuerzo y la fiebre. Cuando estuvo en camiseta y ropa interior, dio un suspiro y se deslizó junto a Warlord. Debería quitarse sus brazaletes de oro, pero ahora mismo, para alguna razón que no podía comprender o confesar, le brindaban confort. Conectaban pasado y presente, y necesitaba un puente de regreso a la época en que Warlord estaba saludable... Por ahora ardía bajo su tacto. Poniendo una mano sobre su pecho, otra sobre su frente, murmuró: —Por favor Dios. Tenemos que sobrevivir a esto. Como si hubiera rogado la oración perfecta, se arrellanó en la mente de Warlord y su corazón. Warlord despertó en estado de pánico. Trató de ponerse de pie. Sus piernas estaban fracturadas. Sus costillas estaban fracturadas. Estaba ciego. No podía casi respirar, y sus ideas tartamudeaban en su cabeza. El pánico le golpeó, y gritó: —¡Hey! —Ciérralo. ¡Ciérralo! La linterna brilló directamente en su cara, y se estremeció. —Déjenlo solo tú. Le duele — Warlord reconoció la voz. —¿Magnus? —Cállate. Magnus sonaba gracioso. Áspero y angustiado. —Tenemos que permanecer silenciosos. —Cállalo —dijo el de la linterna—, o yo terminaré con él. No creo que sea probable. Tú no eres un Varinski. Pero Warlord obedeció a Magnus. Su subjefe parecía tan desesperado, y Warlord no comprendía dónde estaba, por qué dolía, lo que les había pasado. La linterna desapareció, dejándolos en la completa oscuridad otra vez. —¿Dónde estamos? —susurró Warlord. —En Siberia, en la mina de oro más profunda en el mundo entero. Magnus palpó hasta arriba del brazo de Warlord y sujetó su hombro. —No puedo creer que estás vivo. ¿Cómo sobreviviste a esa caída? Cuando ese monstruo te golpeó, fue como si hubieras sido lanzado con un cañón. Una cara reventada en la mente de Warlord, ardiendo de la misma manera que una máscara de Halloween demente, una cara compuesta de una frente y mandíbula de Neanderthal. Involuntariamente, Warlord se encogió dentro de su piel. —¿Quién era?
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—Se llama Innokenti Varinski. Es el nuevo ejecutor para los ejércitos sobre la frontera donde solíamos reinar. Magnus se movió, y gimió. —¿Sabías que tenían un primo como él? —No. En todos los años de Warlord como un mercenario, nunca había conocido a un Varinski. Ahora no quería conocer a otro nunca más. —¿A quién capturaron? ¿A quién mataron? ¿Quién ha sido herido? —Hay muchos lesionados —Bobbie Berkley está aquí con nosotros; no va a vivir—pero perdimos a solamente ocho hombres. Amargamente, Magnus dijo: —Tienen un uso para nosotros. El caudillo no adivinó; lo sabía. —Somos la nueva mano de obra esclava. —Mineros de oro, eso somos nosotros. Todos sus hombres, pero especialmente Magnus, odiaban estar confinados. Éstos eran hombres que recorrían sus propios senderos, y ahora cavarían... Hasta que se murieran. Warlord enfermó de culpa. —¿Cuán abajo estamos? —Solamente doscientos cuarenta metros. Nos están consintiendo hasta que estemos sanos— —¿Sanos? ¿Qué pasa contigo? —Perdí un ojo, y no puedo permanecer de pie lo suficientemente derecho como para operar un taladro. Esto era por su culpa. —¿Qué ocurrirá cuando estemos bien? —Nos enviarán abajo. —¿Abajo? Warlord se movió dolorosamente, despacio. —Estamos a doscientos cuarenta metros. ¿Acaso eso no es hondo, imbécil? Curó rápidamente, más rápidamente que los hombres normales. Sus huesos se estaban curando, pero había recibido mucho daño. Tenía que ponerse de pie. ¿Cuánto más tiempo pasaría hasta que pudiera estar de pie? —Cuatrocientos ochenta metros. Dicen que no dejarán helicópteros pilotar la zona porque las corrientes descendentes los succionan. Cuanto más profundo vas, más cerca del infierno estás, más caluroso se pone. Dicen que el aire ahí abajo está lleno de veneno y los hombres se mueren donde caen, y ni siquiera los gusanos están ahí para comerlos. Esto era culpa suya. Su culpa. Su culpa. Había descuidado el deber por tocar a Karen, abrazar a Karen, escuchar la voz de Karen y hacer el amor a
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Karen. Sus hombres confiaron en él, lo siguieron, y los había conducido a la esclavitud. Les había fallado. Supo qué daño había causado su lujuria incontrolada, pero tuvo que preguntar: —¿Karen se escapó? —¿Tu mujer? No había ningún reproche en la voz de Magnus. —Nunca oí que la capturaran, y ninguna razón para que lo hicieran. Los malditos Varinskis estaban demasiado ocupados con aplastar nuestros huesos para preocuparse por una mujer. Warlord cerró sus ojos con alivio. Karen estaba a salvo. Entonces, levantando su cabeza, dijo: —Escúchame, Magnus. Me pondré mejor rápido. Y tú sabes qué soy. Conseguiré que tú y los otros salgan de aquí; juro que sí... Karen luchó, tratando de liberarse del horror de esta visión, pero se apoderaba de ella y no la dejaba salir. Warlord había estado allí cuatro días. Sabía eso porque una vez al día alguien empujaba comida y agua en su celda. Bobbie Berkley había muerto sobre el piso al lado de ellos; los guardianes lo habían dejado por veinticuatro horas antes de arrastrar su cuerpo fuera de allí. El calor, la oscuridad, la sensación de estar atrapados en el útero de la tierra con miles de millones de toneladas de rocas rodeándolos por todas partes como si fuera una tumba... Nunca cambiaba. Nada cambiaba aquí. Magnus temblaba y gemía en sueños, y una vez, cuando los guardianes dirigieron una luz a la celda, Warlord vio sus lesiones. No solo había perdido un ojo. Había perdido media cara. Su culpa. Era todo su culpa. Ahora Warlord escuchaba a los guardianes en la puerta, y se movió alejándose de la luz. —Es fino. Agárralo y llévaselo. El caudillo reconoció esa voz. Innokenti Varinski. Sintió que le corría un sudor frío. Como si fuera un cachorro, el neandertal le agarró por el cuello. —Veo que me recuerdas. —Te recuerdo. —Soy Innokenti Varinski. Soy tu conquistador. Cuando Warlord no dijo nada, Innokenti lo sacudió. —Dilo. —Tú eres Innokenti Varinski. Tú eres mi conquistador. Warlord se dijo que obedeció porque era la cosa más lógica para hacer. Pero más de eso, obedeció porque estaba asustado. Asustado de esta bestia que lo había derrotado en la lucha, que lo había lastimado como nadie lo había
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lastimado nunca, y quien se deleitaría a la menor oportunidad de hacerlo otra vez. Y otra vez. Innokenti lo olfateó como si fuera una pieza de pan mohoso. —Hueles gracioso... Para un ser humano. —Tengo que lavarme. Warlord no necesitaba que este enorme imitador de Sauron llegara a la conclusión de que estaban emparentados por la sangre. Mientras las habilidades de Warlord permanecieran en secreto, sus hombres tendrían una oportunidad. —¿Te gustaría darte un baño? ¿Y poner pétalos de rosa en el agua? Innokenti sonrió y mostró una hilera de dientes negros y faltantes. —¿Cuándo los Varinskis empezaron a pudrirse como hombres normales? Era una pregunta justa, tal vez un poco descortés, pero todavía una pregunta justa, puesto que el trato con el diablo les había garantizado vidas largas sin los problemas que atormentaban a simples mortales. Pero evidentemente Warlord había tocado un tema espinoso. La sonrisa del Varinski desapareció. Golpeó su frente contra la cara de Warlord hasta que la sangre salió a chorros de su nariz y boca. —Pedazo de mierda insolente. Te mostraré la putrefacción. Lo lanzó contra la pared, recogió el bastón de acero del guardián, y golpeó a Warlord en la espalda. Warlord gritó. Cinco veces cayó la vara. Luego Innokenti lo lanzó al otro lado de la habitación. Golpeó a un guardián, que chilló y cayó al suelo. —Encadena sus manos y pies y ponlo a trabajar. Recogiendo a Warlord del piso, el Varinski dijo: —Soy Innokenti Varinski. Cuando mueras, recuérdame y maldice mi nombre. —Innokenti —dijo Karen entre dientes. —Innokenti. El lugar cambió y... Días y meses sin final, sin luz, sin casi comida o agua. Warlord no tenía aliento para maldecir a Innokenti Varinski. No tenía la fuerza o la voluntad. Las profundidades de la mina minaron su energía. El trabajo hizo añicos su cuerpo. La pérdida continua de sus hombres, uno tras otro, rompió su voluntad. Esto era por su culpa. Su culpa. Su culpa. Una vez al mes Innokenti llegaba con su vara de acero. Al principio Warlord no supo por qué había cambiado a ese tipo de trato. ¿Innokenti se había dado cuenta de que ese mercenario estaba relacionado con la rama odiada por los Varinskis, la familia Wilder? Luego Warlord reconoció la fuente de la frustración de Innokenti. Ningún otro hombre podía haber sobrevivido a una sola de esas palizas, sin
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embargo todos los meses cuando Innokenti regresaba, Warlord estaba trabajando otra vez. Innokenti tomaba su vara y golpeaba a Warlord, y llegaría un día en que lo mataría, porque solamente otro demonio podía matar a un hombre atado por el pacto con el diablo. Pero no aún. No aún. Si Warlord no hubiera descuidado sus deberes con sus hombres y pasado todo su tiempo con Karen, él y sus hombres todavía serían libres. Sin embargo el recuerdo de Karen era lo único que lo mantenía vivo. Cuando los guardianes lo golpeaban con la vara de acero, y ya no podía recordar la sensación del sol y el aire fresco sobre la piel, traía a Karen a su mente. Karen vislumbrada en el tren de Katmandú. Karen, en su carpa en las profundidades de noche. Karen, agarrándolo en la motocicleta cuando escaparon de la avalancha. Karen, bailando en la pradera, besando el suelo, desnuda bajo la cascada. Karen, atada a la cama de latón y retorciéndose de placer... A veces, la sentía tan cerca que podía oler su olor, tocar su piel, y escuchar su voz canturreándole. En esos momentos era cuando sabía que estaba alucinando. Karen nunca le canturrearía... En un año, la mitad de sus hombres lo dejaron. Murieron mientras partían duramente la roca. Murieron en las profundidades de las cuevas. Y peor, uno por uno, se echaron y murieron del hambre, de las palizas... y porque toda esperanza había desaparecido. Nada de lo que dijo hizo una diferencia. Ya no confiaban en él. Incluso Magnus se había rendido. Tenía que sacarlos. No podían esperar más. No podía esperar más. Porque se había rendido también. No se dio cuenta cuán bajo se había hundido hasta que uno de los guardianes lo golpeó con una varilla de acero y dijo: —Hey, bebé de pecho. Adivina quién viene mañana. Tu mejor amigo, Innokenti Varinski. Y ¿sabes qué va a hacer? Va a golpearte hasta dejarte medio muerto. Mejor prepárate para gritar, bebé de pecho. Warlord se hundió sobre sus rodillas y lloró. Lloró de terror, lloró por la llegada de la muerte, lloró y rogó al guardián para que lo matara, cuando sabía que era imposible. El guardián se río y lo golpeó otra vez. —¿Parezco loco? Si te matara, me mataría. No, bebé de pecho, sólo esperaré para escucharte cantar como una soprano mañana. Las lágrimas se escaparon por las mejillas de Warlord todo el camino a través del cambio de ese guardián y en el próximo. Ninguno de sus hombres lo miró. Magnus no le habló. Les había fallado a todos... y siguió llorando.
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Entonces, con el cambio del guardián, la oportunidad se constituyó. No la reconoció —hasta que la voz Karen se manifestó en su mente, ¡presta atención! Dos guardianes en lugar de los cuatro acostumbrados. Ambos estaban borrachos —en alguna parte sobre el lugar de trabajo de la mina la compañía había dado una fiesta. Un guardián se desmayó y nunca escuchó el rugido del taladro antes de que perforara su pecho. El otro cayó ante un rápido golpe de Warlord con la cadena. —¿Ven, chicos? Dijo Magnus. —Lo hizo. Pero su voz era débil, y se desplomó cuando trató de recolectar las armas. Warlord recogió a su amigo y lo puso en el silo. Magnus se había consumido ahí abajo. Sus huesos casi perforaban su piel, y en la luz chillona sus labios parecían azules. Treinta y ocho hombres se apiñaron dentro del ascensor. —Estoy subiendo por las escaleras al próximo nivel. Denme un par de minutos, y luego síganme. Mientras termino con los guardas, tú recoge sus armas. Warlord se apoyó para empujar el botón. —Necesitamos las armas para escapar de aquí. —¿Y quién diablos eres para decirnos qué hacer? Exigió Logan Rogers. —Es el tipo que nos sacará de aquí —dijo Magnus. —Es el tipo que nos atrapó ahí, también —replicó Logan. —¿Tienes un plan mejor? —preguntó Warlord. Logan se hundió. —Entonces cállate. Warlord miró los remanentes de su banda de mercenarios. —Libera a los otros presos, pero no los dejes subir al ascensor. No aguantará el peso. Cuando nos hayamos hecho con el control, esos mineros tendrán su oportunidad. Sus hombres asintieron con la cabeza seriamente. —Horst, antes de que esos estúpidos de arriba se den cuenta de qué está ocurriendo aquí, podrías querer descubrir como invalidar los controles —¿Cómo vas a eliminar a los guardias tú solo? —preguntó Horst en su pesado acento sueco. Warlord miró las cadenas sobre sus muñecas. Estaba escuálido, tan delgado que parecía una víctima de la inanición. ¿La pantera podría quitarse los puños? Si no. Bien, en esta oscuridad nunca verían a una pantera, incluso a una pantera encadenada. Dibujó su primera sonrisa en un año. —No tendrán ninguna oportunidad.
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Ellos no. Se movió de nivel a nivel, silencioso, invisible, sorprendiéndolos sin advertencia. Sus hombres llegaron tras él y recogieron las armas hasta que cada uno de ellos sujetó varillas y látigos y armas de fuego. A los ciento cincuenta metros, cuando alguien se puso sabio aparentemente y trató de cortar la corriente, el ascensor continuó caminando. Horst había hecho su trabajo. Pero Warlord se estaba quedando atrás. Estaba débil, demasiado débil para subir tantas escaleras. No podía seguir. Cuando sus hombres llegaran a la cima, no podían simplemente salir del ascensor. Una sola ametralladora arrasaría con ellos. Tenía que detenerlos antes de que llegaran a la cima. Entonces lo escuchó. Disparos desde arriba.
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Capítulo 29 Karen contuvo la respiración. Emitió un grito entrecortado. Comenzó a luchar, tratando de incorporarse en la bolsa de dormir. Warlord la sujetó en sus brazos, diciendo una y otra vez: —Está bien. Está bien. —No está bien. No puedo respirar. No puedo... Estaba oscuro. No había aire. Hacía calor. Me golpearon. Lágrimas se escaparon de las esquinas de sus ojos. —El veneno te ha hecho enfermar. Dejó deslizar en un hilito el agua en su boca y en su frente. —Pero estás mejor ahora. Puedes respirar. Toma una respiración ahora. Miró desesperadamente a su alrededor en la carpa apenas iluminada. El peso de la nieve había hecho combar el nilón alrededor de ellos y había escondido la luz del sol. —¿Ves? Estamos en las montañas. Juntos. Esto es ahora. Ese tiempo y lugar son anteriores. —Pero lo vi. Y aún más... Estaba allí. Estaba allí. La envolvió en sus brazos. —Tú estabas ahí. Te vi... Pero pensé que me había vuelto loco. —Me despertaba por la noche y estaba tan oscuro, y sabía que estabas vivo en algún lugar... ella sentía dolor en los huesos y músculos, como si hubiera sido golpeada. —Oh, dios, ¿cómo lo soportabas? Todo ese tiempo sin esperanza... —Cuando cruzas el infierno, te mantienes caminando —dijo irónicamente—. Un año en la oscuridad y el calor da mucho tiempo para pensar a un hombre, y lo hice. Examiné mi vida un millar de veces. —Lo sé. Había estado en su mente cada minuto. Le dio la cantimplora. Bebió. —Al principio, cuando recordé, fui desafiante. Estaba orgulloso de lo que había hecho, recorriendo mi propio camino, haciendo caso omiso de las admoniciones de mi padre, siendo libre. Le dio una galleta de avena Baker’s Breakfast Cookie. Ella comió despacio, llenando los lugares vacíos. —Pero sobre la evaluación trescientos, empecé a recordar a mis hermanos y a mi hermana, a cómo sería saber qué es lo que estaban haciendo, a quienes querían. Recordé a mi madre, el beso que me dio la última vez que me vio. Recordé a mi papá y cada palabra que me dijo, una y otra vez, durante todo el tiempo en que fui creciendo. Imitó una voz grave con un acento ruso pronunciado.
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—No cambies, Adrik. Mantén tu corazón puro, Adrik. Cada vez que te conviertes en la pantera, te pones en las manos del diablo, Adrik. Recordé cuánto odiaba todos esos buenos consejos, y qué tonto pensaba que era, y cómo juré que cuando fuera un adulto haría lo que quisiera. —Y lo hiciste. —Y lo hice. Al final en la oscuridad enfrenté el hecho de que mi papá tenía razón. Los ojos de Warlord se angostaron. —Hombre, odiaba eso. Pero también pensé que no importaba. Tenía que sacar a mis hombres como fuera, y si eso implicaba sentarme sobre la mano derecha del diablo, lo haría. Cuando la oportunidad vino finalmente, me convertí en una pantera negra, silencioso como una sombra, y cada vez que mataba a un guardia sabía que había salvado a cientos de prisioneros. Y cada vez que maté a un guardia, tuve la sangre de otro hombre sobre mis manos. Supo dónde estaba. Podía respirar sin obstáculos. Todavía dolía... Porque era Warlord. —Cuanto más se acercaban mis hombres a la superficie, más excitados estaban. Supe por qué. Casi podía oler el aire fresco, y quería sentir el sol sobre mi cara. Sus ojos verdes brillaron cuando revivía su anticipación. —No podía controlarlos. Iban por delante de mí. Cuando escuché los disparos quería chillarles por ser tan tontos. Prestó atención a cada palabra. —¿Qué era? —A cinco pisos de la superficie tropezaron con una emboscada. —¿Qué hubiera ocurrido si hubieras ido primero? —Apunté eso después, puedo decirte. Antes de poder llegar allí tenían a los guardias controlados, pero cuatro de mis hombres estaban en el suelo, y todo era un maldito desorden. Pensé que el ataque principal más arriba se iniciaría, pero también estaba al tanto de la forma en que habían bebido los guardias. Sus reflejos tenían que ser casi nulos. Tenían que estar confusos. Más importante, estaban acostumbrados a arreglárselas con hombres demasiado muertos de hambre y desanimados para rebelarse. Así que—era una mina; usábamos dinamita todos los días—amañamos un explosivo en el ascensor. Mis hombres lo enviaron mientras yo tomaba las escaleras y limpié el camino. Siguieron, y todos llegaron a tiempo de ver la explosión. Orgullosamente, Warlord dijo: —Tomé el control de la mina con treinta y ocho muy enfadados mercenarios, y no paramos hasta que habíamos secuestrado un avión con destino a Afganistán. —¿Innokenti? —tembló. —Supongo que llegó poco después. La acostó y cerró la cremallera de la bolsa de dormir hasta su cuello.
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—Habría odiado ser uno de los guardianes sobrevivientes. —Magnus. ¿Magnus está vivo? —Lo está, y vive muy bien para ser un ex—mercenario con un ojo, ocho dedos y veintinueve dientes. Es el consultor del juego Warlord. —¿Le gustan los videojuegos? —Los odia. Siempre consideró que los jugadores que se sientan fijamente a ver una pantalla y ejercitar los pulgares son unos estúpidos por tratar de convertir esa experiencia en un juego, gracias a él la acción del juego transcurre en una habitación dónde los jugadores son los protagonistas. En Warlord, el jugador tiene armas adheridas a su cuerpo y sensores a sus manos, pies, y cabeza, y tiene que defenderse contra las amenazas que se les acercan. Su entusiasmo creció mientras hablaba. —Cuanto más alto es el nivel, más difíciles las batallas, más los atacantes involucrados. Es en realidad una organización de adiestramiento para mercenarios. —¿Un videojuego en una habitación? —Lo miró con una sonrisa indulgente. —¿Dónde será jugado? —Pizzerías. Galerías de Paintball. Burstrom tiene su dedo en muchos pasteles, y está acaparando propiedades para construir verdaderas casas de juegos. Pero además, Burstrom y yo vemos el potencial para estudiar cualquier tipo de peleas y sistemas de defensa. Las escuelas de kárate los incorporarán. Ya hemos empezado el trabajo para modificar la idea para adiestramiento de boxeadores. Las ventas preliminares han producido más de setenta millones de dólares. —Setenta millones de dólares. Su sonrisa indulgente desapareció. —¡Tienes que estar bromeando! —Mi parte es solamente el diez por ciento. —¿Solamente? Eso son siete millones. —Ese es solo el comienzo. Las proyecciones para el próximo año son cinco veces eso. —Wow. Nunca habría pensado que era un mago de las finanzas. —Como con cada riesgo, siempre hay una posibilidad de que las proyecciones caigan —le advirtió. No vio ese acontecimiento. No a este empresario tranquilo y persuasivo empresario. Continuó: —Además, puse el dinero que hice como mercenario en un banco en Suiza, y solicité ayuda a mi consejero financiero— —¿Tenías un consejero financiero? —Habría sido un estúpido si no lo hubiera tenido.
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La dejó absorber eso. —Así que con la ayuda de mi consejero financiero, mi fortuna personal excede los treinta millones. Esa cantidad está totalmente separada del dinero involucrado en el desarrollo del Juego Warlord. Estaba conmocionada. Recordó cómo vivía, en una carpa con el botín de cientos de incursiones... ¿Y tenía treinta millones? ¿Y contando? —¿Por qué estás diciéndome todo esto? —Quiero que sepas que si tú me haces el honor de casarte conmigo, te cuidaré siempre. Era una buena cosa estar echada. Porque de otra forma se hubiera desplomado de la impresión. —Mis pecados están más allá del recuento. Tu recuerdo fue lo único que me mantuvo vivo durante el año desgraciado de mi cautiverio. Se inclinó sobre ella y retiró su pelo fuera de su cara. Acarició su mejilla con el dorso de sus dedos y sonrío a sus ojos pasmados. —Tenemos una conexión. Más de una. Agarró sus muñecas, los sacó de abajo de las mantas, y sujetó los brazaletes de oro entre sus manos. —Mira. Llevas mi marca de propiedad. —¡Los llevo para mostrar que me libré de ti! —Los llevas de la misma manera que una alianza. Eso dio en el blanco, y la hizo mostrar una mueca de dolor. —Puedes visitar mi mente —dijo persuasivamente—. Cásate conmigo. Se quedó completamente inmóvil, absorbiendo sus palabras, conociendo la verdad, pero demasiado asustada para reconocerlo. —Registra tu cerebro —dijo Warlord—. ¿Qué ves? Inmediatamente supo la respuesta. Pero en un gesto de desafío dijo: —Nada. Pero no la dejaría que comenzara a mentirle. Inclinándose hacia ella, puso su frente contra la suya. Investigó sus ojos. Y puso su mano contra su corazón. Era oscuro. Hacía frío. Y quería a su mami. Pero su mami no vino. Los criados cuchichearon y la miraron. Su abuelo entró y la miró fijamente, entonces frunció el ceño y agitó su cabeza. Pero principalmente estaba solo en la casa oscura y fría, los susurros atemorizantes, y retazos de palabras... Pobre niña. Su madre. Amante muerto. Saltó de un despeñadero después de él. Las lágrimas escaparon de los ojos de Karen. Mami. Mami. Pobre niña. Dan Nighthorse muerto. Mamá se cayó del despeñadero, golpeó en las rocas, y ¿puedes imaginarlo? Sangró allí por un día, sus órganos internos destruidos, y cuando la rescataron gritó.
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Karen escuchó a su padre volver a casa. Salió de su habitación y fue al balcón, esperando que su papá la visitara. Y vio a su abuelo agarrar a su papá del mismo modo y llevarlo a la oficina. Estaba con ese guía indio. Ha estado con él por años. ¿Sabes lo que significa esto...? La puerta se cerró de golpe detrás de ellos. ¿Qué significa? Papá. Papá. Pobre niña. Dan Nighthorse muerto. Mamá se cayó del despeñadero, golpeó en las rocas, y ¿puedes imaginarlo? Sangró allí por un día, sus órganos internos destruidos, y cuando la rescataron gritó. Pobre niña. Su madre se murió. Pobre niña. Está sola. Para siempre sola... Karen se despertó llorando. Warlord tenía lágrimas en sus ojos también. —Mi pobrecita niña. Mi pobrecita niña. No puedo soportarlo. No estás sola. Ya no estás sola. Trató de empujarlo. —Páralo. No quiero esto. Páralo. —Es demasiado tarde para pararlo. Tú ingeriste mi sangre, y te dio la fuerza para luchar contra los efectos del veneno. Te abrió una ventana a mi mente. Y ¿qué significa eso, Karen? —Nada —insistió. Recogiéndola en sus brazos, presionó su oreja a su pecho, y mientras escuchaba el ruido sordo de su corazón cayó en otro recuerdo. El sol quemaba dentro de ella. El horizonte se extendía para siempre. Y tenía una oportunidad. Podía triunfar en la vida, hacer que su padre la viera, la mirara realmente, notara cuan duro trabajaba, cuan lista era... Una posibilidad, y era esta. Karen se acercó al hosco equipo de construcción, dos docenas de hombres holgazaneando contra una pila de leña. Estaban enojados, cada uno de ellos. Habían estado trabajando en el hotel de aventura australiano de Jackson Sonnet, estaban casi a mitad de la construcción, y su director de proyecto había tenido un ataque cardíaco. Estaban consiguiendo a la hija de veintitrés años del jefe como reemplazo, y sin decir nada se las arreglaron para dejar saber a Karen qué opinaban. Tenía una oportunidad y quería aprovecharla. Sonrío, porque sonreír siempre desarmaba a los tipos, clavó sus manos en los bolsillos de vaqueros, y preguntó: —¿Quién es el jefe del equipo? Un hombre, alto, delgado, de piel oscura, levantó su mano. No se puso de pie. Está bien. Una oportunidad, y si manejaba bien a este tipo, si podía conseguir que él trabajase para ella... Una oportunidad. —Alden Taylor. Experimentado en construcción, la instalación de cañerías, electricidad, acabados de yeso, acabados de carpintería. Has trabajado para mi padre por ¿cuánto tiempo? —Veinticinco años con el maldito hijo de puta.
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Alden tenía un acento australiano pronunciado y estaba tratando de asustarla insultando a su padre en su cara. En su lugar jugado directamente a sus manos. —¿Dirías que el viejo hijo de puta es propenso a los actos de generosidad? Alden resopló. Los otros tipos rieron a carcajadas y se movieron. —¿Caridad? ¿Generosidad? ¿No? Karen no se molestó en esperar una réplica. —Hay una cosa y solo una cosa por la que mi padre se interesa —Tener a sus hoteles construidos y funcionando para poder obtener ganancias. ¿Correcto? Esta vez Alden trató de responder. Lo dejó de lado. —Ese viejo hijo de puta me ha tenido trabajando en hoteles todos los veranos desde que tenía catorce. Puedo hacer todo que tú puedes hacer, con el plus de ser capaz de terminar los planes de diseño, el plus de concretar el proyecto, el plus de poder hablar a los inversionistas como una persona competente e impresionarlos con mi título de dirección de construcción. Estoy aquí como director del proyecto porque soy el mejor que Jackson Sonnet ha conseguido. No le importa que sea su hija; me ofreció el mismo trato que ofrecía a todos los demás. Si consigo el hotel terminado a tiempo y con el menor presupuesto, me pagará bien. Si meto la pata, estoy fuera de aquí. Los labios de Alden temblaron como si quisiera reírse. —Nunca cambia. —Pido ser diferente. Hace el cambio. Se pone peor todos los años. Estaba nerviosa, hablando demasiado rápido, pero tenía la atención de todo el mundo. —Me pongo a temblar ante el tendido eléctrico, y mi acabado de carpintería da asco. Es por eso que pedí que fueras mi director de proyecto ayudante. Caminó y ofreció su mano a Alden. La miró, mantuvo su mirada, y la dejó tirar de él para afirmarse sobre sus pies. —¿Me ascendiste? —Sí. Felicitaciones, y bienvenido a veinte horas de trabajo al día. Lo miró. —Esta mañana, antes siquiera de ponerme camino al trabajo, papá llamó para dejarme saber que estamos atrasados, y mordió mi culo para que me apurara. Así que mientras recorro el proyecto, tú consigues que estos tipos trabajen. Luego te encuentras conmigo; hablaremos de tu aumento de sueldo y haremos planes para ahorrar tiempo. Empezó a dirigirse al hotel a medio terminar, y luego miró atrás al pasmado Alden. —Claro... Si quieres el trabajo. La voz de Warlord la sacó fuera de su trance. —¿Lo tomó? —Sí. Luego se dio cuenta de lo que había admitido.
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—No lo hagas. —Así tu única oportunidad funcionó. ¿Tu padre alguna vez se dio cuenta? —Por favor. No lo hagas. No podía dejar que el conociera todos sus secretos. Inclinó su cabeza hacia arriba y rozó sus labios con los suyos, una y otra vez, hasta que sus ojos se cerraron. —Mi sangre en ti me dio una ventana a tu mente. —No. Su tacto, su beso embotó el borde afilado de la realidad, pero sabía la verdad. Durante los últimos días había visto sus debilidades. Había presenciado su dolor. Había vivido en su piel. Había pecado sus pecados. Había matado a hombres. Se había regocijado con la lucha. Se deleitó en relaciones sexuales con mil mujeres. . . Con sus ojos había visto su propia cara por primera vez. Había sentido la gloria de su captura, de las horas y días y semanas de placer constante. Había estado determinada a ganar la lucha sensual entre ellos. Había sobrevivido a la lucha que lo puso en las minas, apenas. Allí había vivido en el infierno con él, conocido su remordimiento mientras observaba a sus hombres morir, sintió el dolor de sus palizas, y sufrió la lenta caída de su espíritu. Y había visto que no importaba cuan opresiva fuera la oscuridad, el calor y los olores, sin importar cuán mortal fuera el trabajo, Warlord no se había rendido. No por él, sino por sus hombres, había estado determinado a adquirir su libertad. Warlord se había redimido. Warlord había probado que tenía fuerza y un alma honorable. Karen no tenía semejante fuerza, semejante honor. Su vida era minúscula, sus miedos exagerados. Nunca hubiera deseado que presenciara la angustia por la muerte de su madre, los días solitarios de su infancia, los intentos fútiles de complacer a su padre, la dificultad de su trabajo en la construcción... La angustia y el placer de vivir como esclava de Warlord. Pero lo hacía. En algún momento en los últimos días había estado en su mente y presenciado todo eso. —Sí cásate conmigo —dijo. Giró su cabeza. —¿Por qué querrías tú casarte conmigo? —La visión de ti, el olor de ti, y tu calor se funden con mis huesos. Calientas el núcleo duro y frío de mi alma, y cuando te vi en el balneario al otro lado del vestíbulo, por primera vez en dos años estuve vivo y sano. Rápidamente añadió —Nunca te retendré contra tu voluntad.
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Lo miró con los ojos entrecerrados. —No dije que no trataría de convencerte. No dije que alguna vez me rendiría. Pero no te retendré nunca más contra tu voluntad. He sido retenido contra mi voluntad. Fue una lección difícil, pero la aprendí. Inclinó su cabeza. —Por favor perdóname. Estaban atrapados en carpa pequeña, en una bolsa de dormir, en ropa que habían llevado durante cinco días. Pero aún así le rogaba como un cortesano ante la reina Elizabeth. No quería casarse con él. Pero disfrutó de su súplica. Lo disfrutó aún más porque sabía —lo sabía— que aunque creía en todo lo que decía, había tenido que luchar contra su propia naturaleza posesiva para hacer esa promesa. —¿Por favor? —Dijo otra vez. Puso su mano sobre su cabeza, principalmente porque la seda negra pura de su pelo la tentó. —Te perdono. —¿Te casarás conmigo? Ése era Warlord. Siempre dispuesto a aprovechar cualquier ventaja. —No. —Sería un buen marido. Karen, te quiero. —Pero no sé si yo... —¿Me amas? —No sé si te amo. Su padre le había enseñado que no podía depender de ningún hombre, y Warlord había confirmado esa lección. —Sé que no confío en ti. Aun así lo miró con ojos preocupados. ¿Estaba cargándolo con el bagaje equivocado injustamente? —Shh. La levantó, le quitó su camiseta. —Te preocupas demasiado. Debía detenerlo. Decirle que nunca podía perdonarlo por el tiempo que pasó como su cautiva. Decirle que sabía que incluso el largo año en que había pasado en infierno no había evaporado al diablo en él. Lo había visto la última semana, cuando la había cazado, mentido sobre su identidad, tratado de seducirla. Warlord se quitó sus ropas, la sujetó entonces con una mano sobre su cadera, se presionó contra ella, y cerró sus ojos, como si el simple tacto de su cuerpo sobre su piel lo elevara a un lugar de puro éxtasis. Su erección se presionó sobre su estómago. Su pecho, perfectamente decorado con el rayo ardiente, se expandió y la tentó al ritmo de su respiración. Ella sujetó sus brazos con sus manos y enrolló sus piernas alrededor de las suyas... porque el éxtasis también la envolvía.
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Se levantó. Envolvió sus pulgares bajo el elástico de sus calzones y los deslizó por sus piernas. —Patéalos —susurró—. Por favor libérate de ellos. Como una tonta, respondió a su súplica. La recompensó deslizándose profundamente en la bolsa para besar sus hombros, el interior tierno de su codo, su palma, y las puntas de sus dedos. ¡Cómo había extrañado la manera en que veneraba su cuerpo, cada miembro, cada pulgada de piel, con su tacto y su boca! Pasara lo que pasara, ahora estaba atada a Warlord, porque mientras estaba en su mente se había enterado de que la amaba. La adoraba con toda la pasión de un hombre que había vivido en el infierno y visto la oportunidad de tocar el cielo. Fue por eso que le permitió acariciar su estómago y entre sus piernas. Fue por eso que acarició las profundas cicatrices que surcaban sus hombros. Era por eso que lo dejaría hacerle el amor y le haría el amor a cambio. Él pasó sus palmas por los costados de su cuerpo, aprendiendo sus curvas otra vez. Fuera, el viento pelaba la nieve seca sobre la carpa capa sobre capa, dejando que la luz del día se filtrara a través de la estructura de nilón. Las ramas de los árboles cantaban mientras se balanceaban, y el fuerte olor a pino se mezclaba con los aromas que emanaban de sus cuerpos. Casi habían muerto por el veneno. Habían pasado juntos por el infierno. Sus calientes y suaves labios besaron sus pezones, los saborearon, y la hicieron darse cuenta de cuan dulce podía ser esta afirmación de la vida. Envolviendo sus dedos alrededor de su cabeza, lo sujetó, deleitándose en su aliento sobre su piel, y luego lo empujó sobre ella. —Por favor —susurró—. Quiero —¿Qué quieres? Sonrío y la besó ligeramente, una y otra vez. —Dime. Se lo mostró. Arrastró sus manos bajando por su pecho, bajando por su estómago, y abrazó su pene con sus dedos. Su aliento siseó entre sus dientes. Arqueó su espalda. Sus ojos se cerraron en agonizante placer. En un tono de pura burla y deleite, dijo: —Antes de que termine contigo, cada vez que pienses en el placer, pensarás en mí. Abrió sus ojos, la miró, y dijo: —Lo hago. Mi querida, lo hago. Luego se movieron juntos hasta que la nieve arrebató la carpa, y el sol brillante se filtró a través del nilón fino, y la luz iluminó su cara magníficamente esculpida y tan amada.
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Después de tres días de nieve interminable, viento y tormenta, el clima se aclaró, y la Patrulla Aérea Civil y el equipo de rescate de montaña encontraron Cessna Citation X. Tardaron dos días de búsqueda para ubicar los restos, pero cuando lo hicieron, Innokenti y una docena de sus hombres cuidadosamente seleccionados estaban con los civiles expertos de rescate. Innokenti permaneció mirando mientras los rescatistas peinaban los restos en busca de cualquier señal de supervivientes, y agitaron sus cabezas con lástima. Pensaban que cada persona a bordo había muerto. Innokenti no compartía ese criterio. Estaba esperando un informe de su mejor observador. Cuando Pyotr volaba, nada escapaba más allá de sus ojos afilados. Algunos de los norteamericanos murmuraron con asombro cuando un halcón marrón dio vueltas a la cabeza de Innokenti, y luego voló hacia los árboles. Innokenti lo siguió. Pyotr daba saltos de emoción. —Están aquí —dijo—. Vi la prueba. Una nueva rama rota sobre un cedro. —Tal vez fue dañada por el viento. —Algo cayó sobre ella. La corteza está quebrada en el medio, y las agujas están arrasadas al final. —Buen trabajo. Los otros hombres de Innokenti se acercaron. —Vamos tras ellos. Miró severamente sus caras de anticipación. —Puedes tener a la chica, pero dejarás al Wilder para mí. —¿Y los norteamericanos? Lev señaló con la cabeza a los rescatistas. Innokenti empezó a bajar colina, cambiando mientras se marchaba. —Mátalos a todos.
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Capítulo 30 Warlord se agachó en la carpa, se vistió con capas y capas de ropa seca, y salió a caminar por la nieve. El día era perfecto, altas y menudas nubes contra un cielo azul brillante, un viento fresco, y una temperatura que rondaba los 10 grados. O quizás el día no era tan perfecto pero se sentía perfecto. Estupendo. Mejor de lo que se había sentido en dos años. No, mejor de lo que se había sentido en toda su vida. Karen no era suya aún, pero había ganado terreno. Por supuesto, ella había tenido que ver primero su completa castración, y eso no tenía sentido en absoluto. Cuando se había dado cuenta de que estaba en su cerebro, viviendo con él los días oscuros de su encarcelamiento, había querido gritar su negativa. Había muerto todos los días en las minas, y cada vez que Innokenti Varinski lo golpeaba, había gritado de agonía. Peor, la última vez, cuando escuchó que Innokenti venía, había llorado. Gritado como el bebé de pecho con que lo comparaba el guardia. Pero a Karen no parecía importarle que se hubiera debilitado, que hubiera lloriqueado y gemido. Casi parecía que él le gustara más por haber actuado como una niñita. No comprendía a las mujeres. Nunca lo haría. Pero agradeció a Dios por ponerlas —especialmente a Karen —sobre esta tierra. Karen salió de la carpa y se estiró, no lo miró. Porque era tímida sobre la pasión que habían tenido y había estado dudando sobre si debía esconderse, o avergonzarse por haber estado en su mente, o enfurecerse por haberse rendido. En realidad no se había rendido totalmente, pero lo haría. Lo haría. No podía luchar contra él y sus propios deseos, y cuando se diera cuenta de eso, él le pondría su anillo sobre su dedo tan rápidamente como fuera posible. Luego gastaría los próximos cien años en enseñarle a amarlo y mostrarle que podía confiar en él. —Te ves hermosa. La acercó al círculo de sus brazos. —No. Se las arregló para hacerlo sonar como si fuera un idiota. —No he tomado un baño en cinco días. —Completamente hermosa —repitió, y la besó, y la besó otra vez. Le devolvió el beso, y luego lo empujó como si se hubiera traicionado demasiado. Él pretendió no darse cuenta. —Desearía tener un teléfono celular para poder llamar a Jasha y ver si está en el lugar de reunión. —No sonaba muy entusiasmado— advirtió ella.
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—Jasha es el mayor. El puede no estar entusiasmado, pero es el ser humano más responsable que hayas conocido— Un sonido débil y nítido cortó por el aire. Empujó su espalda contra un árbol y, mientras la mantenía allí, exploró el cielo. —¿Qué fue eso? —preguntó. —Nos vamos ahora. Extendió la mano dentro de la carpa y sacó su mochila y su bolsa. —Nunca debí dejar que nos quedáramos aquí. —Eso fue un tiro. —Correcto. Había amontonado dos Glocks y unos cien cartuchos de munición. Cuando cargó la bolsa, pensó que si no mataba a los Varinskis con cien cartuchos, nunca lo harían. Pero con Karen a su lado, cien cartuchos parecían lastimosamente pocas. Con Karen aquí deseaba tener una ametralladora M16. O un tanque. Algo que la mantuviera segura. —Crees que fueron los Varinskis. Lo ayudó a cargar las armas. —¿Pero no pudo ser un cazador? Ató una pistola alrededor de su pecho bajo su abrigo, y todo el tiempo trabajó en las posibles perspectivas de ataque y defensa. —Cualquier cosa es posible. —Tienes razón. Reconoció las palabras que no había dicho. —Pero no probable. —Tú eres una buena tiradora, ¿no? —Mi padre se aseguró de eso. Cuando Warlord ató una pistola alrededor de ella, bajo su abrigo, sonrío en su cara. —Tu padre tenía sus puntos buenos. —Me preparó para la supervivencia, eso es seguro. El viejo hijo de puta. Parecía triste. Él comprendió por qué. Había visto las emociones opuestas que se revolvían en ella. Odiaba a Jackson Sonnet por criarla sin sentimentalismo o suavidad. Pero aún así había sido su único padre, la constante en su vida, y aunque no quería admitirlo, ¡comprendía qué duro golpe para su orgullo había sido la infidelidad de su madre!... Y la traición de su mejor amigo. —Lo extrañas. Asintió con la cabeza. —Supongo que sí. —Cuando esto termine ve a verlo. Puso su cuchillo hacia arriba en su manga. Colgó las sogas sobre su cinturón por medio de los enlaces. Abriendo su bolsa, dijo:
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—Toma el icono. No lo tocaría. Todavía tenía las quemaduras de la primera vez. —¿No llevaremos el resto de nuestras cosas? Revisó sus ropas. —Tenemos que movernos rápido. Colocó sus raquetas. No discutió. No se quejó. No le dio una conferencia sobre el impacto ambiental de dejar su equipo. Sacó el icono, luego el marco de fotografía. Con movimientos rápidos quitó la fotografía de su madre. Luego lo colocó en un bolsillo interior cerrado con Velcro. Él colocó su cuchillo en un bolsillo y colgó su hacha de campamento del cinturón. Ató sus raquetas. Ella hizo lo mismo. —Estoy lista. —Eres una mujer en un millón. Echó un vistazo a su GPS y se pusieron en camino. Era un camino cuesta abajo pero duro. Los mantuvo bajo refugio donde podía, evitó los bancos de nieve profundos mientras oteaba los cielos, y escuchaba por una posible persecución. —¿Hacia dónde vamos? —preguntó. —Al sitio de reunión con Jasha. —¿Y si no está ahí? —Ese claro es la mejor posición de superioridad defensiva que pude encontrar. Es por eso que lo escogí. —¿Cómo previste todo eso? —Me preparé para cada escenario. Él le devolvió la mirada. —Cuando conozcas a mi padre, comprenderás. —¿Voy a conocer a tu padre? —Querrá conocer a mi novia. —No he dicho que sí. —Estoy esperanzado. Sonrió ante su expresión terca, y miró hacia adelante. —¿Cuánto falta para llegar? —¿Estás cansado? El ejercicio había hecho desaparecer los últimos efectos del veneno. Se sentía bien, aunque la altitud hiciera que sus pulmones lucharan para tomar un poco de aire. Pero todo el estoicismo de Karen, era totalmente humana, y una chica. —Estoy bien. —Puedo llevarte. Lo detuvo.
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—Mira. Crecí haciendo caminatas por las Rocallosas, y estas hacen parecer a las Sierras Nevadas como un paso a desnivel.— se replegó. —Así que no necesito que me protejas. —Susceptible. Rió abiertamente mientras sentía el aliento de su ira calentar su espalda. —Probablemente estemos a veinte millas de los restos. El ave no nos ha encontrado aún. —¿El ave? ¿Estás hablando del halcón? ¿Creí que lo habías matado? —Hay más. Cuando están siguiendo un rastro siempre traen un ave. En cuanto nos ubica no convertimos en presa, y sólo es cuestión de tiempo antes de que la manada llegue para terminar el trabajo. Si podemos llegar al lugar de reunión primero, y Jasha está ahí, tendremos una oportunidad. Si ha traído refuerzos, eso sería mejor. —¿Cuántos refuerzos? —empezó a parecer esperanzada. —Mi hermano Rurik. —Oh. —se sintió desinflada. —No subestimes a mis hermanos. Mi padre los entrenó. Nos entrenó a todos. Son luchadores listos y crueles. —¿Así que hemos conseguido una oportunidad? —Sí. Siempre hay una oportunidad. No una muy grande, pero la perspectiva de pelear animaba a Warlord. Quería ese icono seguro con su familia. Quería a Karen donde pudiera protegerla. Sobre todo, quería acabar con Innokenti. Era tiempo de liberarse del miedo que paralizaba sus pasos. —Depende de cuántos hombres haya traido Innokenti. Más de ocho y nosotros estamos en un aprieto. —Fenomenal —farfulló. —Recuerda, tú no puedes matar a un Varinski. Es parte del pacto, esencialmente son demonios del infierno. —Entonces ¿qué estoy haciendo con un arma de fuego? —Puedes lastimarlos. Puedes protegerte. Estaban logrando un buen tiempo, pero el próximo trecho estaba marcado por un viejo desprendimiento de rocas, un refugio seguro, con algunos árboles para protegerlos de miradas y un grande y escarpado promontorio de nieve. Warlord se detuvo en la cima. —Nada por aquí. —Pero una muy buena manera de obtener velocidad. Señaló con el dedo un gran cedro viejo caído. La corteza estaba floja, y con algunos golpes de su hacha ella obtuvo una pieza tan alta como ella y la mitad de amplia. La puso sobre la nieve, señalando con el dedo cuesta abajo, y se quitó sus raquetas. —Un trineo.
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No podía creer a su inteligente chica. —Vamos —dijo. Casi se ubica en la delantera, y luego se dio cuenta de que había sido idea suya. Así que se sentó atrás. —¿Cómo pensabas hacer esto? Puso las raquetas bajo su brazo. —¿Nunca has construido uno? —No. Siempre los comprábamos en Mundo Wally. Ella se subió adelante. —Mi papá no veía ningún propósito en los juegos, así que mis juguetes siempre tenían un propósito práctico. Efectivamente, el viejo hijo de puta Continuó: —Eso quería decir que tuve que ponerme innovar. Me hice muy buena escogiendo el árbol apropiado y— Desatracaron. La corteza estaba sin alisar en la parte inferior, y al principio fue lento, pero como la nieve se fue acumulando debajo se movieron más y más rápido. Y Warlord rápidamente se dio cuenta de que no podían maniobrar. Antes de llegar abajo estaban volando, volando hacia la pila de rocas y árboles derribados por un alud. Estaba horrorizado, aterrorizado, preguntándose qué gusano le había picado sugiriéndole que fuera caballeroso y dejara a Karen sentarse al frente... Cuando una astilla voló más allá de su mejilla. Otra, y luego la mitad del trineo. La cosa se desintegró bajo ellos y se detuvieron con una patinada. Mientras se sentaba en shock en medio de la nieve, Karen se puso de pie y se limpió el trasero. —Estaba empezando a preguntarme si eso se haría pedazos a tiempo. Le extendió la mano. Debemos salir de aquí. Miró hacia el cielo. Un solitario halcón marrón volaba en círculos a gran altura encima de ellos. Otro se reunió con él. —Nos han alcanzado. Vámonos. Las próximas dos millas corrieron como el infierno. El viento soplaba en sus caras, enfriando su piel expuesta y haciendo difícil seguir. Su viaje en el trineo había roto una de las raquetas de Karen. Las abandonaron. Cada quince minutos tomaron un trago de agua y unos mordiscos de comida, pero nunca disminuyeron la velocidad. Cada momento se esforzó por escuchar el sonido de garras a la carrera al otro lado de la nieve. —Estamos acercándonos —dijo. Antes de que pudiera responder, un lobo aulló media docena de millas detrás de ellos. El color se escurrió de su cara. Señaló con el dedo. —Corre derecho hacia adelante.
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Lo observó liberarse de su abrigo, su sombrero, cada pieza voluminosa de ropa, se desnudó hasta quedar temblando. Todavía ardía del calor de la lucha. —¿Qué vas a hacer? —Luchar contra el que nos sigue. Cuando llegues a la cima del despeñadero— —¿Un despeñadero?— Sus ojos lo acusaron. —¿Ése es tu punto defendible? Le pasó el equipo de rappelling. —Hay una cueva a dos tercios bajando por la pared. Ve a ella. Agarrándola, la besó con todo el amor y la desesperación en su corazón. —Por favor hazlo, permanece segura. No puedo aceptar la idea de un mundo sin ti.
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Capítulo 31 Karen reconoció el beso de despedida cuando lo recibió. Warlord la apartó. Ella lo agarró por el frente de su delgada camiseta y tiró hacia atrás. Besándolo con fuerza, marcándolo con su gusto. —Sálvate tu mismo. Lucha bien.— Giró, ella corrió colina abajo... olvidándose de su amor. Infierno de momento para decidir esto. —Un acantilado,— refunfuño ella. —buen pensamiento, Warlord.— Por supuesto, desde un punto de vista estratégico, este era un buen pensamiento. Ella podía ver el largo tramo de terreno por delante, dotado con gigantescos cedros de incienso, entonces la grieta en la tierra donde cayeron lejos del acantilado. Si ella y Warlord alcanzan el primer piso, cuando Innokenti y sus hombres lleguen sobre el acantilado ellos podrían retirarse. Pero Warlord no estaba con ella, el primer suelo era un largo camino bajando, y el pensó que ella bajaría con una soga cuando la única vez que ella había bajado con una soga fue cuando su padre la obligó a amarrarse un arnés y arrojó su cuerpo lejos de la pared de entrenamiento. Ella caminaba rápido, su mirada sobre el acantilado. Si pudiera concentrarse con fuerza en el recuerdo de Jackson Sonnet gritándole, — Consigue sacar tu trasero, Karen!— ella podría conseguir su posición. Un hombre salió de detrás de un árbol y frente a ella. Un Varinski. Ella lo reconoció por su altura, por su fuerza… el profundo resplandor rojo de en sus ojos. Con un movimiento suave tomó la pistola de su funda. El subió sus manos. —¡Soy Rurik!— Ella no bajó la pistola. —Rurik Wilder.— —Usted podría serlo.— Porque se parecía un poco a Warlord, pero con pelo marrón. —¿Él le habló sobre mí?— El resplandor rojo se fue un poco, y el tipo que dijo llamarse Rurik intentó parecer manso. Eso no funcionó. —Me hablo sobre usted.— Este hombre estaba vestido para el combate, también, con un mínimo de ropa. —Jasha va a ayudar a Adrik.— Sobre la colina se escuchó un disparo, el grito de un ave como espiral descendente. El supuesto hermano se tensó, y el resplandor rojo se intensificó. —¿Por qué no ayudan a Adrik?— Preguntó ella fríamente. —Porque Jasha me puso aquí para ayudarle.— —Eres el hermano de Adrik.— Puso su pistola de distancia.
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—Sí.— Él frunció el ceño. —¿Qué la convenció?— —¿Crees que soy niña, y que quiero que me proteja a mi? En lugar de ello, ¿por qué no me dan algo de crédito? Vaya a ayudar a sus hermanos.— —Suenas como mi esposa,— dijo en estado de sorpresa. —Ella debe ser una mujer extraordinaria.— —Esa es una forma de describirla,— murmuró él. Comenzó a dirigirse hacia abajo. Cuando miró hacia atrás él ya se había ido. Corrió los últimos pasos a la cima del acantilado, corrió tan rápidamente que casi cae afuera, lo cual podría haber resuelto el problema de su protección, porque el acantilado estaba a 22 metros de alto, con grandes cantos rodados en la base. Resuelto el problema, sí, pero habría arruinado su día. Detrás de ella, oyó otro disparo, un grito humano, y el profundo aullido de un lobo. Estúpido saber que la batalla había comenzado, que su hombre y sus hermanos estaban luchando por sus vidas, y la suya, pero su boca estaba seca y sus manos temblaban mientras se enganchó el arnés y sujetó la cuerda a un árbol. ¿No deberían el brillante, nuevo y resplandeciente miedo triunfar sobre el viejo tonto e inútil temor? En la parte lógica de su mente, notó que el acantilado era de puro granito, casi sin asideros y sin forma de salvarse si caía. Lo cual era ridículo, porque había comprobado la soga. Esperaba poder mantener los ojos abiertos un tiempo, lo suficiente hasta encontrar la cueva. Mientras avanzaba pulgada a pulgada por el camino sobre el acantilado. —¡Ve! ¡Ve! ¡Ve!— Escuchó ella gritar a Warlord, y miró para verlo correr hacia ella. —Jasha y Rurik están conteniéndolo, pero Innokenti dividió el grupo. Encontraron un camino para bajar. ¡Estamos rodeados!— El subió en el arnés y sujetó la soga a la roca. —Yo seré tu defensa en la cueva.— Ella se encontraba sobre el borde, en forma de L, sus pies firmemente plantados sobre el acantilado. Se lanzó a si misma con un salto, dejando caer la cuerda, que rebotó de nuevo a sí misma. Su corazón tronaba frenéticamente. Sus manos sudaban. Pero ella podría hacer esto. Ella podría definitivamente hacerlo. —Estoy bien,— gritó ella. —¡Apúrate!— Debajo de ellos alguien dio un profundo aullido como grito de guerra. El pelo se erizó en la parte posterior de su cabeza. Su mano se deslizó. Ella se congeló. Miró hacia abajo. Cinco Varinskis invadían las afueras del bosque. Uno tenía un rostro como un Neanderthal, un cuerpo como un tanque, y llevaba pendientes de tornillos de máquina. Él la miro y gruñó. Innokenti. Midair, el mercenario, la pasó, apresurando la cuerda hacia la primera cara, disparando con buena puntería.
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De ninguna manera le dejó ser más valiente de lo que ella era; quizás Jackson Sonnet no era realmente su padre, pero él la había infundado con su espíritu competitivo. Ella saltó tan fuerte como pudo. En la parte superior del acantilado, escuchó disparos, como perros gruñendo, y los sonidos de la batalla. Abajo, Innokenti gesticuló a sus hombres. Ellos se separaron. Uno levantó el vuelo como un águila. Innokenti escalonó detrás, cuando una de las balas de Warlord le golpeó en el pecho, entonces se enderezó otra vez. Chaleco de Kevlar, pensó ella, y deseó que fuera verdad. Él tomó osición apoyando sus piernas. Levantó su pistola, apuntó y disparó. Warlord se derrumbó. Comenzó a caer. Se levantó. Se volvió a derrumbar. La sangre cubrió su antebrazo, y él luchó por controlar su caida. Enfurecida, Karen gritó como una banshee.3 —Asno. ¡Innokenti, usted es un asno!— Warlord luchó para permanecer en el lugar. Ella saltó hacia él. Comprendió su inutilidad. Saltando hacia la cueva. Hizo rappelling como una profesional. Abajo Inokenti reía, soltando grandes y retumbantes rugidos de diversión. El granizo golpeó su cara. No, no granizo—balas acribillando el acantilado a su alrededor, y pequeñas rocas. —Espera,— le gritó a Warlord. Ella saltó lo suficientemente fuerte para aterrrizar a la entrada de la cueva. Se despojó de su abrigo. Liberó su pistola. Caminó hacia fuera de la cueva. Warlord luchó con las sogas. Si perdía la tensión, podría caer directo en los brazos de Innokenti. Innokenti apuntó a Warlord. El águila se zambulló bombardeando hacia ella, fijos ojos crueles, garras hacia fuera. Ella miraba abajo las señales de Innokenti. Su dedo apretó el gatillo. Y una ráfaga sopló sacando al pájaro del aire. Las plumas volaron. El águila gritaba de dolor y rabia. A continuación Jackson Sonnet salió del bosque, con un rifle 30—06 sobre su hombro. —¡Toma eso!— gritó. —Nadie va a lastimar mi maldita hija.—
3
Son espíritus femeninos que, según la leyenda, al aparecerse ante un irlandésn anuncian una muerte cercana de un pariente. Las banshees mostraban su respeto hacia los difuntos gimiendo o lamentándose debajo de la ventana del moribundo, a veces elevándose por los aires hasta varios pisos de altura para poder hacerlo
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Capítulo 32 Mientras Innokenti se giraba con sus hombres sobre Jackson, Karen disparó. La bala golpeó una vena en un costado del cuello del Varinski. Innokenti cayó, bombeando sangre de la herida. La manada de lobos cargó sobre Jackson. —¡Papá!— gritó Karen. Jackson disparó a uno, golpeó con la culata del arma a otro en la cabeza, y mientras caía bajo la embestida, ella vio un destello de su cuchillo de caza. Los animales chillaron, no había muerto, imposible, Jackson podría ser un viejo hijo de puta, pero no era demonio. Pero podrían dañarle. Estaba tan orgullosa de él. Arrojándose sobre el piso de la cueva, ella se arrastró al borde y se colocó para tener mejor ángulo. Le disparó a un puma cuando él giro hacia Jackson, entonces disparó a otro que apareció debajo de las cuerdas de Warlord, temblando como un muchacho sacudiendo un manzano. Disparó una bala tras otra, e hizo como Warlord la había instruido, hizo recuento de cada una. Vació la pistola, y mientras ella empujaba más balas en el cargador buscó a Warlord. Él colgaba allí como una diana. La sangre cubría su brazo. Usando una mano él descendió algunos pies, disparando a las bestias abajo, descendiendo otra vez. Tenía que darle tiempo para que llegara a tierra. Tenía que mantener a raya al Varinskis. Nada de lo que ella hubiera hecho en su vida era tan importante como esto. Sacudió sus dedos, y contó cada bala que disparaba. Cinco, seis, siete…Oyó un ruido desde abajo, y echó un vistazo hacia arriba. Innokenti estaba en pie, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. El miraba alrededor de su campo de batalla. Su victoria se deslizaba fuera de su alcance. El color del enojado inundó su rostro. Él fijo su mirada en Warlord, sonrió diabólicamente, anduvo hacia el acantilado para esperarle. Karen no tuvo tiempo de cargar su arma. Ella se negó a mirar sin hacer nada. Tomando la cuerda que colgaba, golpeó con el pie, y desde una altura de veinticinco pies, más que un edificio de dos pisos, se arrojó sobre Innokenti. Tal vez fuera que la sangre de Varinski en ella la hizo más fuerte que nunca en su vida. Tal vez fuera secretamente un ninja guerrero. Tal vez fuera la fuerza de su amor por Warlord.
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Ella no lo sabía. Sólo supo que cuando golpeó a Innokenti en los hombros, cada hueso de su cuerpo crujió, pero el golpe del impacto le dio a él en plena cara. Y ella estaba todavía viva y luchando. Mientras él levantaba su cabeza, ella rompió sus brazaletes de oro contra sus oídos. Las pulseras golpearon contra sus pendientes de tornillos. Su cabeza cayó de nuevo. Se sacudió como un perro quitándose el agua. Con una precipitación nacida de la desesperación, ella envolvió la longitud de la cuerda alrededor de su cuello y torció. Warlord lo iba a conseguir. El estaría bien ahora. Pero ella…ella estaba en problemas. Debajo de ella, la masa del cuerpo de Innokenti se resistía como un toro enloquecido. Él estaba estrangulado. Él estaba amordazado. Él jadeaba buscando aire. Pero la sangre del Varinski era pura. Se levantó inexorablemente. Se extendió hasta su cabeza. Mientras ella alzaba sus hombros, él le agarró los muslos, la impulsó sobre su cabeza y la arrojó tan fuerte como pudo. Mientras Warlord aterrizaba, con los pies en el campo de batalla, oyó un grito de dolor. Un Varinski cayó desde lo alto del acantilado y quedó salpicado en las rocas. Arriba, sus hermanos peleaban, y ganaban al menos una victoria. Él miró hacia Karen, pero ella se había ido. Innokenti resistía, flexionando los puños, mirando aturdido y disgustado. Warlord nunca había imaginado que una mujer podría luchar así, como una Amazona, abordando a Innokenti desde tal altura. Apostaría que Innokenti nunca lo habría imaginado, cualquiera. Ella acaba de patearle el culo a Innokenti. Ahora de alguna manera se había liberado a sí misma y huyó. Chica inteligente. Inteligente Karen. El brazo de Warlord estaba roto, el hueso destrozado por la bala de Innokenti. ¿Y qué? Ahora era su turno de luchar. Él hizo frente a la carga de un puma. El puma rodó sobre él, montándolo a horcajadas y mientras Warlord estaba debajo, le cortó el corazón con su cuchillo. Mientras la criatura se hacía humana, mientras se crispaba, mientras se drenaba lo último de su sangre, él llamó, —Innokenti.— El gran bastardo insolente lo miraba, observando la hoja del cuchillo y la sangre. —Poco hombre, esta vez te mataré.— —Debiste haberlo hecho cuando me tuviste encadenado. —Warlord saltó sobre Innokenti, y ,mientras lo hacía, cambió. La elegante pantera negra golpeó a Innokenti por completo en el pecho, golpeándolo al revés, aterrizando con todo su peso.
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Innokenti comenzó a cambiar, transformándose en una pantera, grande, fuerte, elegante, manchada. Pero no fue lo suficientemente rápido. Mientras estaba atrapado en la etapa entre el hombre y gran gato, Warlord arrancó su ojo con una de sus garras. Por Magnus. Innokenti gritó con rabia y agonía. Ahora la batalla estaba igualada, el brazo de Warlord estaba roto, pero Innokenti estaba ciego de un ojo. Warlord golpeó de nuevo, apuntando a su garganta. Innokenti retrocedió, pero no a tiempo. Sus fuertes dientes blancos intentaban morder el pecho de Warlord. Warlord bajó su cabeza y la estrelló contra la herida sangrante que era la cara de Innokenti. Innokenti gritó de nuevo, y arañó la oreja de Warlord. Warlord sintió el agarre, escuchó el rasgar de la carne, sabía que dolía…pero él no lo sentía. No sentía el dolor de su brazo. Solo sabía una cosa. Innokenti sintió el dolor. Innokenti estaba aturdido por sus heridas. Innokenti nunca había sufrido una derrota de ningún tipo…y esa visión le asustaba y le paralizaba. Warlord lo atacó, y lo atacó de nuevo. Innokenti giro y rugió, rasgando sobre los brazos de Warlord, su vientre. Pero Innokenti estaba a la defensiva, siempre a la defensiva. La sangre cubrió la tierra debajo de ellos, el olor de la sangre incitaba el instinto de lucha de Warlord. El tomó más y más trozos de carne del gran gato que era Innokenti. Entonces… el momento que tanto había estado esperando. Debilitado y dolorido, en un traicionero segundo, Innokenti perdió su forma de pantera. Convirtiéndose en hombre. Y Warlord destrozó su garganta. Por Karen. Dio un rugido de triunfo. Se encendió de gloria. El era una pantera. Era poderoso. Había derrotado Innokenti. Había ganado. Miró alrededor buscando otras batallas en las que luchar. No había más. Debería haber celebraciones, sin embargo, había silencio. Tanto silencio. Los Varinskis huían, cojeando, arrastrándose entre los árboles. Él vio a sus hermanos, dos de ellos. Estaban vivos. Ellos habían bajado el acantilado y se situaron en la base, mirando hacia abajo, hacia uno de los cuerpos. Jackson Sonnet, Warlord le reconoció por su foto en Internet, estaba allí, también, herido y cubierto de sangre, aparentemente sano y feliz, pero congelado en su sitio.
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Nadie hablaba. Nadie se movía. Algo no estaba bien. Caminó hacia ellos. Se vislumbraba una ligera figura arrugada contra el acantilado. No era un Varinski. Eso no se trataba de un Varinski. No. Oh, no. El triunfo se convirtió en cenizas. Warlord corrió, y mientras corría cambió. Era una vez más humano. Cubierto de sangre de Innokenti y suya, pero gracias a su herencia, ya estaba curándose. Cuando Warlord llego hasta Karen, Jasha capturó su brazo. —Cuidado. Él la lanzó contra las rocas. Está herida. Ella es tan…— Warlord forcejeó para liberarse. Se arrojó en la nieve sobre sus rodillas junto a ella. Estaba viva. Ella estaba todavía viva. Pero… —No.— El pasó sus manos suavemente sobre su cara. Su tez estaba cenicienta, sus labios azules. Luchaba por respirar. Aunque al verle ella le sonrío gloriosamente. —Tu…lo mataste.— Su voz era un susurro. —Si. Karen…— Ella había sufrido lesiones internas. Horribles heridas internas. No se atrevía moverla. —Confiaba...en ti. Sabía...que podrías.— Ella levantó su mano. Buena señal. No estaba paralizada. Era una buena señal. Tomó su mano. Fría. No era una buena señal. —Denme una manta, — dijo él con ferocidad.— —Algo para calentarla.— Jackson lo dio su abrigo. Warlord se lo puso alrededor. Ella lo examinó con inquietud. —Estás herido.— —No tan mal.— Los huesos de su brazo le dolían hasta su hombro. La piel alrededor de su oído sangraba. Pero comparado con sus heridas... —Karen, tienes que luchar.— —Lo hago.— Ella cerró sus asombrosos ojos verdes mar. Los abrió. — Ganamos.— El dolor floreció en él, creció, ahogándolo. —Ganamos…porque…nosotros sabíamos cada uno…secretos. Tu sabias de mis…miedos. Sabía…tu eres parte…parte del pacto con el…diablo.— Ella luchó por cada palabra. —Con tu sangre en mi…lo estoy, también.— —Para de hablar. Tienes que guardar tu aliento.— El estaba frenético, enfermo de angustia. Quería tenerla en sus brazos. No. No. El no podía, porque moverla podría hacerle sangrar más sus heridas internas. Podía sacudir su espina dorsal y paralizarla. Ella tenía que vivir. Oh, Dios, tenía que vivir.
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—No. Ahora es el momento…para hablar.— Ella sonrío de nuevo, pero sus labios estaban temblando. —Pensé…sobre eso. Me casaré… definitivamente…. contigo— Ella estaba deslizándose lejos y él no podía hacer nada. —Entonces tienes que quedarte.— —La próxima… vez.— Ella le sonrío. —Te amo.— El la miró a los ojos. —Te amo, también. Esto es por lo que tenemos que estar juntos. Karen— Pero ella estaba muerta.
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Capítulo 33 —¡Karen!— Warlord la sacudió, desesperado por hacerla regresar.— ¡Karen!— Débilmente, él fue consciente de las manos de sus hermanos sobre sus hombros. Apartó los hombros lejos de ellos, y la recogió en sus brazos. No debería haberla dejado mentir en la nieve. Estaba fría. Ya fría. —Escúchame,— le dijo él. —Tú misma lo dijiste. Estamos unidos. Estoy en tu mente. Y tú en la mía. Nosotros no podemos separarnos. Karen. Regresa a mí.— Escuchó por si había una respuesta. Escuchó por si ella le hablaba en su mente. En su corazón. Pero escuchó solo el silencio. No. Esto no podía estar pasando. Ella no podía estar muerta. Fueron creados para estar juntos. Todo el tiempo que había pasado encarcelado en la mina, había imaginado su futuro. Creía en su futuro. Pensar en Karen, en que su luz vital interna se extinguía… era imposible. Esto era imposible. Aunque... ella estaba sin aliento, sin latido en el corazón, débil en sus brazos y yendo a la deriva, lejos de él. Él podía sentirlo. Cada minuto, ella se movía más lejos, en la eternidad. Se inclinó cerca de su oído. —Si no puedes volver, llévame contigo.— Dejó caer su mano lejos, blanda y sin vida. —Voy contigo. Por favor.— Un pensamiento lo golpeó. Él buscó en el bolsillo de Karen, encontró la imagen de su madre. La cogió y la colocó sobre su pecho. Encontró el icono. Llenando de ampollas en su mano, recordándole lo que era. Un demonio, uno de los criados del diablo. Lo mantuvo sujeto en su palma, queriendo que el dolor lo purificara... sabiendo que esto era imposible. Colocó el icono al lado de la imagen y suplicó a la madre de Karen, una rubia preciosa, con la Virgen de cabellos morenos, de triste mirada. —Por favor. Ambas la amasteis. Y ella os amó a ambas. Ella os protegió a las dos. Devuélvanla. O tomadme a mí. Os lo suplico.— —Adrik, por el amor de Dios...— Jasha parecía ronco, ahogado. Warlord lo ignoró. —Por favor, María, sé lo que soy. Sé lo que he hecho. No soy digno de... tocaros. Oh Karen. Pero la amo tanto, y ella me ama. Ella realmente lo hace. No nos separéis para siempre. Os ruego...— Él luchó para poder hablar a través del nudo de su garganta. —Habla con la madre de Karen. Ella no querría que su hija estuviera sola. Ella querría que yo estuviera con ella. Ambas son madres. Por favor...— Las lágrimas rodaron por sus mejillas, calientes y saladas. No del miedo, como las que tuvieron en la mina. No para él. Pero por Karen, hermosa, vibrante, valerosa. Su voz tembló. —Ella me sacó del borde de infierno. Ella sacrificó su vida por mí.— Solo el silencio fue su respuesta. Ella se había ido. Realmente ido. El no podía sentirla en su mente. Todo lo que él tenía eran memorias y un cuerpo frío y quieto en sus brazos.
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Rompió en un sollozo como el gemido de un animal herido. Sus lágrimas cayeron sobre Karen, sobre el icono, sobre la fotografía. Él sollozó una y otra vez, gritando con tal pena que pensó que moriría. Pero la Virgen había aclarado la respuesta. Él tenía que vivir. Vivo hasta que ayudara a romper el pacto. —Bien,— susurró con ferocidad.—Haré lo que sea necesario hacer. Lucharé las batallas para derrotar al diablo, y cuando él sea vencido, viviré el resto de mi vida como un hombre virtuoso. Cada día, me arrepentiré por los pecados que he cometido.— Cuando hizo su juramento, acunó a Karen y apretó su puño hasta que las cuerdas se destacaran en sus muñecas. —Viviré cada día con un objetivo en la mente, que debo ser un hombre tan bueno como cualquier hombre pueda ser, tanto que cuando yo muera, pueda ver a Karen otra vez, y pueda estar con Karen otra vez. Lo juro, lo juro.— El viento susurró a través de los pinos y levantó su pelo. El aire helado mordió su carne desnuda, y la tierra fría se clavaba en sus rodillas. Un copo de nieve fue a la deriva por delante de su mirada fija y se acomodó sobre la piel de mármol de Karen. La naturaleza lloró con él. Pero en algún sitio, alguien escuchó su juramento. —Te amo, Karen Sonnet,— susurró él, abrazándola, queriendo absorberla en sus huesos. —Siempre te amaré.— Escuchó un enorme y ahogado sollozo detrás de él. Jackson, el pobre hijo de puta, estaba llorando. Rurik se arrodilló al lado de Adrik y sujetó su mano. —Sé que no te preocupa, pero sangras, y tenemos que hacer algo con tu brazo.— Warlord lo miró fija e inexpresivamente, entonces bajó la vista a Karen. Sus lágrimas se habían mezclado con su sangre y sudor, y una gota teñida de rosa rodaba despacio desde de la esquina de su ojo. Parecía como si ella llorara, y tiernamente se la limpió. Sus ojos se agitaron. Rurik salto hacia atrás. El sollozo de Jackson se cortó a la mitad. Jasha dijo, —¿lo viste...?— Warlord la sintió respirar contra su cuerpo. Él no se atrevía a moverse. No se atrevía a hablar. Ella respiró otra vez. Y otra. Sus labios y su piel suavemente brillaron con color. Sus ojos se agitaron otra vez. Él no podía apartar la vista. Sus ojos se abrieron. Ella lo miró directamente. —Te oí llamándome.— Tomó otro aliento lento y cuidadoso. —Me trajiste de vuelta.—
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Capítulo 34 Estado de Washington 10 días después Con el bebé en sus hombros, mientras Zorana Wilder caminaba de adelante hacia atrás en la cocina de su casa estilo artesano, preparando la cena para su terco y obstinado esposo, el cual, después de treinta y seis años de casados, no confiaba en ella para saber lo que era bueno para él. Él trataba de ponerse de pie cuando ella podía ayudarlo. Él refunfuñaba por comer verduras. Trataba de beber vodka cuando debería tomar sus medicinas. El gran buey. El gran, estúpido, horriblemente enfermo buey. Ella retiró rápidamente sus lágrimas. Él también se preocupaba cuando ella lloraba, así que lloró en su cocina, sobre su sopa, en lugar de sobre él, en su silla de ruedas, con sus tubos y su oxigeno y sus drogas y todas las miles de cosas necesarias para mantener su cansado, herido corazón latiendo. Escuchó un coche desde la carretera. Firebird dijo que ellos estaban lejos de la civilización. Zorana se río de su hija y le dijo que no sabía de lo que hablaba. Cuando Zorana era una niña, viajando con su tribu Romany alrededor de Ucrania, había habido días y carreteras donde ellos solo habían visto granjas estropeadas y hombres deteriorados. Aquí, las Montañas Cascadas estaban alrededor de todo, cubiertas por bosques primarios, abetos Douglas, y pinos tan altos que protegían a la familia de Zorana de las feroces tormentas del Pacífico. En su pequeño valle cultivaban verduras, frutas y uvas. Aquí estaban protegidos del clima sombrío. Zorana se aseguró de ello. La ciudad mas cercana, Blythe, estaba a 20 millas, y Seattle estaba a solo unas pocas horas de distancia. Así que esta casa era la mejor de la civilización. Sus amigos y familia sabían donde encontrarla a esta hora, y efectivamente el coche que escuchaba a su espalda lo sabía, y en unos pocos momentos alguien llamaría, entonces abriría la puerta. Sus nueras entraron con las cabezas juntas. —Hola, Mamá,— ellas dijeron al unísono. Eran unas hermosas mujeres. La esposa de Jasha, Ann, tenía veinticuatro, ojos azules, delgada, y de 1,83 metros de alto. Ella empequeñecía a Zorana, que con su 1,52 metros de altura miraba siempre hacía arriba cuando mangoneaba alrededor de su familia, por su propio bien, por supuesto. La esposa de Rurik, Tasya, era lo opuesto a la tranquila Ann. Fue una periodista gráfica que viajó por el mundo haciendo fotos de guerras, pobreza, de problemas que la llevarían a prisión o peor. Era trigueña, pelo rizado y brillantes ojos azules traspasados con vida. Ahora ella estaba escribiendo un libro de ficción, y Rurik ya no estaba tan preocupado.
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—Mamá, no deberías cargar a Aleksandr. Él es demasiado grande para ti.— Ann recogió el cálido y flojo peso del hijo de Firebird y único nieto de Zorana. —Lo sé.— Zorana movió sus hombros cansados, entonces besó a sus chicas, una después de la otra. —Él es como mis niños. Demasiado alto para su edad, robusto y fuerte. Y terco. Cuando Firebird está en Seattle no duerme bien.— —Niño de mamá,— Ann murmuró al niño dormido. Nadie decía lo obvio—que no tenía más remedio que ser un niño de mamá. Su padre era un misterio. Firebird había regresado embarazada del colegio, y para enfurecer más aun a sus hermanos se había negado a decir el nombre de su amante. En dos años y medio, ella nunca vaciló, no permitiría al hombre, quien quiera que fuera, saber sobre Aleksandr. Firebird era como sus hermanos. Como su padre. Terca. Tan terca. —¿Donde está Firebird?— Tasya permanecía a la ventana, mirando hacia afuera. —Ella está en Seattle, después de haberse hecho las pruebas.— Con amargura Zorana dijo, —Sabes cuáles. Los doctores están tratando de descubrir qué esta mal con Konstantine verificando sus hijos. Ellos piensan que es genético. Sería mejor preguntarle a Satán en qué está trabajando.— —No pienso que los médicos estén bien conectados. —Tasya torció su mejilla. —Sólo algunos de ellos,— atajó Zorana. —¿Cómo está Konstantine?— preguntó Ann. Sería más fácil si pudiera llevarlo en brazos como hago con Aleksandr. Sus pies se arrastrarían por el suelo, pero por lo menos entonces él podría dormir cuando el dolor se hace demasiado…— Zorana estudió a chicas, la forma en que apartaban su mirada evitándola, la manera en que miraban hacia la ventana. —¿Qué pasa?— —Mamá.— Tasya fue donde Zorana y le puso el brazo alrededor. — Hemos encontrado el tercer icono.— Zorana se congeló. El dolor, que nunca estaba lejos, la inundó. —¿El icono de Adrik?— —Si.— Ann se reunió con ellas. —¿El tuvo un… amor?— Sin pensar, Zorana acaricio la suave mejilla de Aleksandr. Aleksandr, quien, con su brillante y chispeante sonrisa y sus furiosas rabietas le recordaba demasiado a su tercer hijo… —Nosotros tenemos a la mujer de Adrik,— dijo Tasya. —Realmente, su esposa,— Ann dijo. —¿El se casó?— Zorana cerró su puño sobre su pecho. —¿Dónde está ella?—
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—Está fuera en el coche con Jasha y Rurik.— Tasya lloró. —Está herida.— —¿Ella fue herida cuidando del icono?— Zorana se dirigió hacia la puerta, fuera en el porche, bajó las escaleras. Tenían un dicho aquí: Según los días comienzan a alargarse, el frió comienza a florecer. Qué cierto. El patio y jardín de Zorana parecían tristes, esperando la primavera, y Zorana deseó tener un abrigo. Entonces olvidó el abrigo y el frío. Jasha y Rurik habían conducido una extraña camioneta con ventanas oscuras, y rápidamente Zorana supo porque. Ellos habían puesto una camilla en la parte trasera, y maniobraban con una mujer en silla de ruedas. Ella era una cosita pequeña, solo un más alta que la propia Zorana. Estaba triste. Estaba herida. Tenía tubos corriendo por sus brazos. Y Zorana supo que ella había sido el amor de Adrik. Salió a su encuentro. —Mamá— Jasha comenzó. —Shh— Ausentemente Zorana ahuecó su mejilla. Ahuecó a Rurik, Entonces, con cuidado, envolvió a la muchacha en sus brazos. —Bienvenida. Bienvenida.— Lágrimas brotaron de los ojos azul verde de la muchacha. En respuesta, lágrimas brotaron de Zorana. Se arrodilló frente a la mujer. —Soy Zorana, ¿Cuál es tu nombre?— —Soy Karen.— Ella tenía una preciosa voz, ronca y cálida. —Y conociste a mi Adrik. Él te amó.— —Y yo lo amo a él. Zorana tenía el corazón apretado. El dolor de la pérdida, el conocimiento de que había muerto tan lejos, eso estaba siempre ahí. Pero Karen podría contarles sobre Adrik, llenar los espacios de tantos años perdidos, que podrían ayudar a Zorana en su angustia. Realmente esperaba que pudiera ayudarla. Karen parecía tan frágil, como si pudiera volar lejos con la enérgica brisa del invierno. Zorana sonrojada. —¿Qué hacen niños, dejándola permanecer en el frío? Llevadla adentro. Tu papá deseará conocerla inmediatamente. Adelante. ¡Moveos! En lugar de empujar la silla de ruedas a través de la hierba, ellos la recogieron y se dirigieron hacia el pórtico. Una rampa de minusválidos había sido instalada, una necesidad ya que Konstantine estaba cada vez más débil. Un hombre mayor, de cabello gris y ojos de acero azules, les siguió. Se detuvo a su lado. —Soy Jackson Sonnet. Soy el padre de Karen. Espero que todo esté bien. Pero me voy a imponer.— El parecía tan incomodo y sonaba tan brusco, como si medio esperara que lo golpeara con las vides. Así que ella lo abrazó, porque, como Firebird siempre dice, Zorana no tenía respeto por el espacio personal. —Por favor entre,
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Sr. Sonnet. Un invitado es una bendición para mi alma, y el padre de la mujer de Adrik… es una doble bendición.— Otro hombre, joven, alto, guapo, salió de la camioneta. Ella le miró y sonrío amigablemente, pensando que este debería ser el hermano de Karen. Excepto que el no parecía hermano de Karen. En cambio era alto, como sus hijos. Su cabello era oscuro. Llevaba una escayola en un brazo. Estaba delgado, enjuto, con una cara bronceada y con cicatrices que había visto disipación y sufrimiento. Sus verdes y dorados ojos eran una peculiar sombra que sólo había visto una vez antes en su vida… en un bebé que ella había llevado en sus brazos. Su corazón dejo de latir. —¿Mamá?— El hombre levantó sus cejas. Habló con vacilación, como si estuviera inseguro de su respuesta. —¿Adrik?— ¿Adrik?— Escuchó su propia voz. Era retumbante, más ruidosa de lo que estaba siempre, y Konstantine tenía el penetrante oído de un lobo gris. Ella apretó sus manos sobre su boca, y luego lentamente las bajó. Susurrando, —¿Adrik?— —Soy yo, Mamá.— Sonrió, la más hermosa sonrisa que nunca hubiera visto. —He regresado a casa.— La vez última que lo había visto, él había sido un muchacho desgarbado. Ahora era un hombre, azotado por las experiencias que lo habían moldeado, levantado, quebrado, y renovado. No le conocía ahora, y al mismo tiempo... él era su muchacho, su pequeño muchacho. Voló hacia él, con los brazos extendidos. Él la cogió, levantándola, la abrazó tan fuerte que sus huesos se agrietaron. —Mamá.— Su voz se rompió. —Mamá.— —Mi hermoso muchacho.— Sobrecogida con alegría, se abrazó a su cuello. Lo abrazó y lo abrazó, como si nunca lo fuera a dejar ir. Este era el bebé que había llevado en su seno, el niño a quien le había vendado las rodillas, el joven hombre que había crecido tanto en su cocina, quien la había abrazado antes de su primera cita y le había dicho que siempre la amaría más a ella… Bruscamente enfurecida, se inclinó hacia atrás, tomó sus hombros en sus manos. —¿Dónde has estado?, estúpido… yo estaba preocupada y he llorado. ¿Dónde has estado? ¿Por qué no llamaste? ¿O escribiste?— —Tu no querías saber de mi.— Vio la culpabilidad en su rostro, y la sabiduría ganada con tanta dureza, y tal tristeza. —Por supuesto que quería oír de ti, grande, estúpido…— Abrazándole otra vez. —Los hombres son tan estúpidos. Tú eres tan estúpido. Como tus hermanos. Y tu padre. ¿Tuviste que ser hombre?— El la besó y la bajó. —Yo supongo.— Ella giró y se puso frente al porche. Sus otros muchachos estaban con Karen y Jackson, observando y sonriendo. Tasya y Ann estaban en las ventanas, mirando y llorando.
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Los muchachos comenzaron a aplaudir y gritar, y Zorana los silenció. —Tu padre duerme en la sala. Si mira afuera…— Recordando su grito, dijo, —de hecho…— dirigiéndose a la casa. Demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe. Konstantine Wilder parado afuera en el porche. El stent estaba aun en su brazo, gracias a Dios, pero se había despojado de los tubos. Por primera vez en más de un mes estaba de pie, delgado, llevado por el dolor, su rostro en llamas con alguna emoción que ella no se atrevió adivinar. Jasha y Rurik corrieron a su lado, y cogieron sus brazos. Les gesticuló para que le ayudaran a bajar las escaleras. Ellos no discutieron. Nadie discutía con Konstantine cuando se le veía así, como el jefe de una manada de lobos furiosos. Ellos le ayudaron a bajar las escaleras, paso tras paso dolorosamente. Los sacudió para que se retiraran. Su mirada fija en Adrik, pálido e inmóvil, esperando por la sentencia de su padre. Zorana no se atrevió moverse, ni a hablar. El mundo entero esperaba en silencio para ver lo que Konstantine haría. Caminó hacia Adrik. Se detuvo y le miró, lo miró durante muchos segundos, sus ojos demasiado brillantes. Entonces abrió sus brazos. —Mi hijo. Adrik. Mi hijo.— Adrik caminó hacia el abrazo de Konstantine. —Papa, perdóname. Perdóname.— —Estás vivo. Estás en casa.— Las lágrimas de Konstantine corrían por rostro. —He olvidado todo excepto lo mucho que he anhelado oír tu voz y ver tu cara.— Envolviendo sus brazos alrededor de los hombros de Adrik, dijo. — Ahora ven. Ven. Esta noche lo celebraremos. ¡Esta noche tendremos una fiesta!—
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Capítulo 35 Karen sentada sobre el canapé en la atestada sala de los Wilder, su cabeza en el regazo de Adrik, él empujaba en su boca las remolachas en conserva de su madre. —Ellos harán la nueva sangre —dijo él. Le divertía que cuando él estaba alrededor de su familia, su voz tomaba una entonación decididamente rusa. —Me siento bien. —Él es el hijo de su madre, entonces es más fácil no discutir — Konstantine sentado en su sillón, con sus piernas elevadas—. Si tú comes sus remolachas, ellos te dejaran beber su vodka —él la saludó con su copa llena solo licor. Ella le devolvió la sonrisa. Su enfermedad había gastado físicamente al viejo tirano, pero él no había perdido ninguno de sus poderes. Notaba todo, oía todo, y su familia lo considera como si fuera un rey— o más bien, el lobo principal de la manada. Jasha y Ann sentados en el suelo discutían sobre la construcción de algo con bloques—ellos le llamaron la nueva casa de Vinos Wilder—mientras Aleksandr fruncía el ceño vigorosamente y construía su propia estructura. Rurik y Tasya estaban en la cocina, supuestamente preparando otro plato de aperitivos. Pero ellos se habían ido hacia tiempo por lo que Karen sospechaba que estaban en una esquina besándose. Esta familia era grande en besos. Y abrazos. Karen sonrió abiertamente cuando miró a Jackson, que estaba sentado al lado de Konstantine sobre una banqueta, contándole los detalles de la batalla sobre la roca. Siempre que Zorana conseguía acercarse a Jackson, él saltaba hacia atrás para evitar otro asalto cariñoso. Karen no prestó atención a la conversación en voz baja hasta que escucho decir a Jackson, —Cuando comprendí que el pequeño gilipollas de Phil Chronies había vendido la ubicación de mi hija a aquellos bastardos Varinski, le rompí un brazo. —Bien hecho —dijo Konstantine. Sí, pensó Karen. —Primero dijo que me demandaría; entonces le di a entender que él tenia muchos huesos en su cuerpo y que yo era un viejo tacaño, pero en cambio
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él podía tomar el paquete de retiro que le ofrecía —Jackson sonrió abiertamente con todos sus dientes. Entonces llame a Sedona, pero alguna pobre mujer había sido asesinada en el balneario, Karen estaba sobre un Cessna volando a California, y la siguiente cosa que escuché era que el avión se había estrellado en las Sierras. Si alguien pudiera sobrevivir, sería mi Karen, pero con aquellos Varinskis rastreándola, sabía que se dirigiría a una posición defendible, entonces estudié el terreno, luego entre por la parte de atrás de la ciudad, y trate de interceptarla. Fallé, pero, lo juro, llegue a tiempo para la lucha. —Me alegro que lo hicieras, Papá —llamó Karen—. Salvaste mi vida. Jackson la miró asustado, luego horrorizado y mortificado. —Bien, yo... tú eres... Um, tu madre me hizo... —él echó un vistazo con interés a la familia Wilder, y su voz se apago—. Y no hice lo que... Era lo menos que pude hacer entonces desde... Ella lo rescató. —Lo sé, Papá. Gracias. —Sí —Adrik acarició la frente de ella—. Gracias, Jackson. —De nada —Jackson refunfuñó. —Lamento no haber estado allí para luchar —el anhelo en la voz de Konstantine casi rompió el corazón de Karen. —¿Dónde está Firebird? —Adrik preguntó, distrayendo a su padre—. Había esperado que ahora estuviera aquí. —Sabes que está abajo en el hospital —dijo Zorana dulcemente—. Ellos siempre corren tarde. Konstantine cruzó sus brazos sobre el pecho. —Ah. Lo sé. Siempre lento. Pero no puedo esperar otro minuto para ver este tercer icono, unirlo con los demás. Por favor, hijas mías. ¿Me los mostrarán ustedes? —Por supuesto, Papá —dijo Ann—. Puedes ver mi icono. —Y le mostraré mi icono —dijo Tasya. Las dos mujeres estuvieron de acuerdo en presentar los iconos que ellas habían encontrado, aún al mismo tiempo en que pusieron el reclamo de los iconos para ella—y nadie en esta poderosa familia disputó sus derechos de poseer a las Vírgenes. Esto le dio coraje a Karen para decir, —Si Adrik me trae mi bolso, mostraré mi icono para usted. Los hombres en el cuarto suspiraron de alivio.
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Las dos mujeres abandonaron el cuarto para traer sus iconos. Adrik alcanzo detrás del canapé, donde ellos habían guardado su equipaje— con sólo tres dormitorios, la casa estaba llena, y Adrik y Karen dormirían sobre el sofá cama en la sala de estar. Zorana limpio de la mesa el codo de Konstantine y colocó un prístino paño rojo sobre la superficie. Jackson frunció el ceño. Durante la batalla, había visto Adrik y a los Varinskis transformarse en depredadores, entonces no tuvo ningún problema para creer que eran cambia—formas. Pero obviamente no le gustaba el tono de cualquier conversación que les diera tanta autoridad a mujeres. —¿Que es un icono? ¿Por qué son tan importantes, de todos modos? —Konstantine Varinski dio al diablo los cuatro iconos de su familia para sellar el pacto que nos da nuestros poderes como animales y depredadores — dijo Jasha—. Nuestra rama de la familia. —Los Wilder —Rurik interpuso. Jasha asintió a su hermano. —Correcto. Los Wilder han sido destinados para unir aquellos iconos, y cada hijo y su amor debe encontrarlos. Jackson miró alrededor con confusión. —Pensé que el otro niño, el de Seattle, era una muchacha. —Lo es, Papá —Karen encontró su icono, luego se apoyo en Adrik cuando él le ayudó a ponerse de pie—. La visión de Zorana hablaba de sus cuatro hijos, pero adivino que las visiones no siempre son fáciles de entender. —Eso es seguro —Konstantine refunfuñó. Zorana giro hacia él con una furia instantánea. —Yo tendría una clara visión si pudiera, Konstantine Wilder. —Lo sé. No pensé… —Entonces se cuidadoso con lo que dices. Zorana, Karen comprendió, era delicada sobre su profecía. Ann regreso con su primer icono. Ella lo trajo a la mesa de Konstantine y lo coloco sobre el paño rojo. Como el icono de Karen, este era viejo, la pintura estilizada, aún los colores estaban encendidos en el azulejo, y brillaron como si ellos fueran nuevos. La Virgen María sostenía al infante Jesús, mientras José estaba a su mano derecha. Tasya regreso después, y colocado su icono al lado de Ann.
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Como con el icono de Karen, como con el icono de Ann, los trajes de la Virgen eran rojos cereza, y el halo de oro alrededor de su cabeza brillaba. Pero sobre este icono su cara era pálida y de todos modos, sus oscuros ojos eran grandes y dolorosos, y una lágrima se había resbalado sobre su mejilla. Ya que en su regazo ésta Virgen sostenía a Jesús crucificado. Karen colocó su icono a lado del de Ann. El pintor había retratado a María como una joven muchacha, una muchacha que previó su destino y el de su hijo. Triste, oscura, sabía que ojos les miraban fijamente a ellos, recordándoles que ella había dado a su hijo para salvar el mundo. La familia y Jackson se juntaron alrededor, mirando fijamente con temor. —Mil años estos iconos han sido separados. Pronto encontraremos el cuarto, y ellos estarán todos juntos —Zorana tomó la mano de Konstantine—. Entonces serás libre. —¿Eh? ¿Qué? —Jackson miró entre los dos—. ¿Él será libre de qué? —Papa se enfermó la noche en que Mama tuvo su visión —le dijo Rurik—. Ninguno de los doctores en Seattle había visto esta enfermedad que come su corazón. No hay cura. Y si no unimos los iconos y rompemos el pacto antes de que él muera, se quemará en el infierno por siempre. —¡Hijo de puta! Esto es un repugnante castigo —dijo Jackson. —Nosotros lo vemos como un incentivo —contestó Ann. Karen sonrió cuando encontró la fija mirada de Jackson. —¿Una vez que te acostumbras a la idea de hombres que cambian en animales, el resto se sortea y cae en su lugar, no es así? Los Wilders rieron y asintieron, y las mujeres tomaron los iconos y los guardaron en su sitio. Rurik y Tasya regresaron a la cocina. Jackson se sentó en su silla y pasó sus dedos en el brazo. —¿Si los iconos son tan importantes, no tendría más sentido ponerlos en una caja de seguridad o algo? —Los Varinskis son ricos —Konstantine lleno un vaso de vodka y se lo paso a Jasha, quien se lo paso a Jackson—. Ricos de mil años de ser los mejores mercenarios y asesinos en el mundo. Una caja de seguridad no estará a salvo de ellos. Ningún lugar es seguro para ellos. Pero si la visión de Zorana es correcta —añadió él apresuradamente— y el curso es así, entonces las mujeres son propietarias de los iconos, y que Dios las proteja a ellas. Jackson parpadeó, tomando de un solo trago su licor, y asintió. —Tiene sentido para mí.
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Zorana se sentó en la mecedora cerca de la mano de Konstantine, con el ordenador en su regazo. —Karen, ¿vistes una luz? —¿Una luz? ¿Cuando? —Karen preguntó asombrada. —Cuando moriste. Warlord se congeló, su mano levantada a medio camino hacia la boca de Karen. Rurik y Tasya caminaron a través de la cocina, sosteniendo platos medio llenos. La conversación cesó. Zorana continuó, —Mire las experiencias después de la muerte, y la mayoría de las personas dicen que vieron una luz. Cada uno miraba a Karen. Ella empujo la mano Warlord y se sentó derecha. —No vi una luz. Yo era la luz. Y el calor, y justo… sentí tal dolor — Innokenti la había arrojado. Ella golpeó la piedra, sus costillas se rompieron y le perforo un pulmón. Recordaba haber utilizado la agonía para permanecer consciente, que había sido muy importante estar consciente, para ver una vez más a Warlord, para decirle… Él se acerco más a ella, y la rodeó con su brazo. Ella colocó su cabeza sobre su hombro. —Un minuto estaba sufriendo, al siguiente algo parecido…y no estaba. Era. No lo sé, flotando en la calidez, dirigiéndome alguna parte —cuando trataba de recordar, los colores nublaban su memoria. —Entonces escuche a Warlord. —¿El estaba llamándote? —pregunto Zorana. —No exactamente —Karen no estaba muy segura de cómo decirlo. Warlord presiono la mejilla en su cabeza. —Ella me escucho llorar. Yo estaba llorando y rogando a la Virgen María y a la madre de Karen a su espalda. Karen se preguntó si sus hermanos se podrían burlar de él, pero ellos asintieron, y Konstantine lo miro con furia y orgullo. —Yo habría hecho lo mismo por tu madre. —Tu regreso, fue un milagro —Zorana tomó sus manos con alegría—. La Virgen nos observa con compasión. —No sabes que milagro tan grande —dijo Jasha—. Cuando llegamos al hospital, los doctores dijeron que deberías estar muerta por esas heridas.
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—Estaban sorprendidos por lo rápidamente que ella se curaba, también —Rurik trajo un plato de pan, queso, anchoas, y aceitunas y lo coloco al lado de su padre. —Es su estilo de vida saludable —dijo Jackson con orgullo. —Es la sangre de Varinski en ella —dijo Warlord. —Este es otro milagro —Ann se había criado en un convento; ella sabía de sus milagros. Dijo Karen. —He estado pensado sobre lo que sucedido y porque. Supongo que el tener tu propia muerte te hace eso —inusual para hablar de razones de peso, pero en este lugar y con estas personas parecía natural—. Con la ayuda del icono, Adrik es el único que ha creado el milagro. El sufrió, se arrepintió, y fue redimido. Hay poder en la redención. —Eso es cierto —Jasha sonrió—. Pero mira a Adrik. Él esta tan incomodo, que esta retorciéndose. Él estaba—retorciéndose como un niño en un asiento caliente. —No era yo —protestó—. Fue la Virgen y la madre de Karen. Jackson bebió otro trago de vodka. —Abigail querría hacer eso por Karen. Karen sabia que nunca podría olvidar como Jackson la había tratado de niña, o que él tomó participación con Phil, o que le informara tan brutalmente sobre su verdadera familia. Pero una vez que él comprendió su error, se había apresurado y había venido por ella. Si no fuera por él y su rifle, los Wilders probablemente no habrían ganado la batalla. Así Jackson podría siempre ser parte de su pasado, y ella podría hacerlo parte de su futuro. Warlord miró el reloj en la pared. —¿Dónde está Firebird? —él estaba cambiando el tema, sí. Pero Karen sabia que mientras él había anhelado esta reunión con sus padres, había estado preocupado, seguro de que ellos nunca lo perdonarían. Ahora quería ver a su pequeña hermana. Firebird había tenido cuatro años cuando él se fue. Ahora tenía veintitrés años, madre soltera, una colegiada graduada que trabajaba en el estudio de arte del vecindario y vivía en la casa con su hijo. ¿Qué podría ella decirle a su hermano perdido? ¿Incluso podría reconocerlo?
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—Sí. ¿Dónde está esa muchacha? —Konstantine retumbo en su bajo profundo—. No me gusta cuando está afuera tan tarde. Rurik se rió. —Si solamente son las ocho. Konstantine apuntó hacia la ventana. —Está oscuro. —Probablemente se encuentra en el tráfico de Seattle —dijo Tasya. —Ella usualmente llama —Zorana cerró el ordenador portátil y fue hacia la ventana a mirar afuera. —Llámala —urgió Ann. Zorana parecía indecisa. —No me gusta que piense que no confío en ella. —Ella no piensa eso. Sabe que te preocupa, y ¿Quien no lo haría? —Jasha sonó sensible, sonaba como un viejo hermano—. Las calles de la ciudad son peligrosas, las autopistas mas, y ahora que tenemos tres iconos solo necesitamos uno más para romper el pacto. Esto significa que los Varinskis son una gran amenaza, y… Ann hizo un sonido de alarma con la garganta. Jasha se detuvo, comprendiendo que su buen sentido había plantado en su madre un nivel de ansiedad en código rojo. Aleksandr miraba sobre sus bloques. —¿Mama? —La llamare —Zorana comenzó a dirigirse al teléfono. Konstantine levantó un dedo. —Espera. Ella acaba de tomar la carretera —el oído del viejo lobo gris. —¿Mama? —Aleksandr se puso de pie, una gran y brillante sonrisa en su rostro. Konstantine miro a su nieto. —El será un lobo, también. Puedo estar seguro. —No si nosotros rompemos el pacto —Ann le recordó. Adrik se puso de pie, también, pasó a través de la ventana, por la alfombra. Karen se inclino contra el sofá, contenta con verlo para siempre. Ella casi lo había llevado al borde del desastre. Tuvo que traerla devuelta de la muerte. Él creía que era el uno para el otro. Creía que estaban predestinados.
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Ella creía que era afortunada por tenerlo. No importaba cuál de ellos tuviera la razón. Estaban juntos en la batalla contra el mal. Estaban juntos para la eternidad. Él era su esposo. Su pantera. Su amor. Ahora el carro estaba lo suficientemente cerca como para escucharlo. Se detuvo. La puerta se cerro de golpe. —¿Mama? —Aleksandr bailo por la habitación, su mundo ahora que su madre había regresado—, ¡Mama! ¡Mama! ¡Mama! Warlord se arrodilló ante él. —¿Podemos buscarla y esperarla juntos? Aleksandr abrió sus brazos. —¡Adrik! ¡Arriba! Los ojos de Karen se llenaron de lágrimas cuando Warlord levantó al robusto niño. Algún día, cuando ella se curara, cuando los iconos fueran unidos y el peligro hubiera cesado, podrían tener un niño como Aleksandr. Como poco… ellos podrían intentarlo. Warlord unió su mirada con la suya, y ella supo que estaba pensando igual. Las botas de Firebird sonaron con cada paso, en el pórtico. Adrik abrió la puerta. —¡Mama! —Aleksandr sonrío, y se lanzo a sí mismo a sus brazos. Ella lo atrapó, lo abrazo fuertemente, sus ojos cerrados, hombros encorvados. Karen no sabía de Firebird, nunca la había conocido, pero no tenía que tener familiaridad para ver que Firebird estaba afligida. Zorana se dirigió hacia ella. —Hey —Warlord tocó el rostro de su hermana—. ¿Que está mal? Ella abrió sus ojos. Mirándolo. Retrocedió y lo miró nuevamente. —¿Sabes quién soy? —él preguntó. Una lenta sonrisa apareció. —Adrik. Mi Dios, Adrik. Estas vivo —ella caminó a sus brazos y le permitió a él abrazarla a ella y a su hijo. Ella se inclino hacia atrás y lo miro fijamente como si no tuviera suficiente de él—. No pensé que volveríamos a verte de nuevo. —No podría estar lejos de mi pequeña hermana —Warlord acarició la mejilla de Aleksandr—, y de mi sobrino, para siempre.
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Firebird se puso rígida y se alejo. —No. Solo… no lo haces. —¿Que dije? —Warlord miró alrededor, desconcertado. —No lo sé —dijo Jasha. Rurik había sido piloto de la Fuerza Aérea, y Karen escuchó la orden en su voz cuando dijo, —Firebird, dinos que está mal. Konstantine se inclino hacia delante, y su profunda voz tembló cuando dijo, —Mi pequeño pastelito, ¿qué te dijeron los doctores? ¿es mi enfermedad? ¿La tienes? ¿Te contagie? —ella dio un paso alejándose de Warlord, se apoyo contra la pared por la puerta. Su rostro estaba gris y exhausto. Cuando ella miró a cada uno de ellos, sacudió su cabeza—. No, Papa, no tengo tu enfermedad. En efecto, eso es imposible. —¿A qué te refieres? —Tasya preguntó—. Ellos no saben nada sobre esta enfermedad. Todo es posible. —No es eso —como si sus rodillas no pudieran sostenerla, Firebird se deslizo al suelo. Aterrizó con un golpe. Y preguntó, —¿Por qué no me dicen que he sido adoptada? ¿Qué no estoy relacionada con ustedes? ¿A alguno de ustedes? —miró directo a Zorana—. ¿Por qué no me dices que yo no soy su hija?
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