Perdidas 03

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Christina Dodd

Princesas 03

La novia robada


Para Bernadette y Roberto Gracias por la enorme paciencia que tuvisteis conmigo durante los seis años que tardé en aprender a escribir. Mentiría si dijera que disfruté de cada momento, pero jamás os olvidaré ni olvidaré lo que me enseñasteis.

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ÍNDICE Prólogo................................................................................. 4 Capítulo 1 ............................................................................ 6 Capítulo 2 .......................................................................... 13 Capítulo 3 .......................................................................... 22 Capítulo 4 .......................................................................... 31 Capítulo 5 .......................................................................... 36 Capítulo 6 .......................................................................... 41 Capítulo 7 .......................................................................... 47 Capítulo 8 .......................................................................... 56 Capítulo 9 .......................................................................... 62 Capítulo 10 ........................................................................ 68 Capítulo 11 ........................................................................ 78 Capítulo 12 ........................................................................ 88 Capítulo 13 ........................................................................ 98 Capítulo 14 ...................................................................... 105 Capítulo 15 ...................................................................... 115 Capítulo 16 ...................................................................... 122 Capítulo 17 ...................................................................... 132 Capítulo 18 ...................................................................... 140 Capítulo 19 ...................................................................... 149 Capítulo 20 ...................................................................... 157 Capítulo 21 ...................................................................... 167 Capítulo 22 ...................................................................... 176 Capítulo 23 ...................................................................... 181 Capítulo 24 ...................................................................... 185 Capítulo 25 ...................................................................... 195 Capítulo 26 ...................................................................... 200 Capítulo 27 ...................................................................... 210 Capítulo 28 ...................................................................... 219 Capítulo 29 ...................................................................... 225 RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .................................................. 229

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Prólogo

Desde que tan sólo tenía tres años, la princesa heredera Sorcha rogaba a Dios que le diese un hermanito. Su hermanito sería el príncipe heredero del trono de Beaumontagne, y ella quedaría libre para ser como los demás niños. Bueno, no exactamente como los demás niños, pero por lo menos como sus hermanas, que eran simples princesas. Por desgracia, y causando una inmensa aflicción a la familia, cuando ella tenía seis años murió su madre, la reina, al dar a luz a su tercera hija. Y entonces vino la abuela a vivir con ellos. Jamás olvidaría ese día. El suntuoso coche de viaje se detuvo ante la magnífica puerta principal del castillo y de él bajó su abuela, una anciana alta, flaca, de porte majestuoso, apoyada en un grueso bastón de madera tallada, de pelo blanco y ojos azules, unos ojos azules cuya mirada glacial la heló hasta los huesos. A partir de ese momento, Sorcha fue criada y educada bajo la severa y crítica mirada de su abuela. Claro que su abuela también se encargaba de supervisar hasta en los más mínimos detalles la educación y la vida de las princesas Clarice y Amy. Nadie podía acusar a su abuela de esquivarle el cuerpo a sus deberes, pero era ella, Sorcha, la que ocupaba la mayor parte de su tiempo y atención. La abuela daba su visto bueno o malo a los preceptores y estaba vigilante para que le enseñaran todo lo que debe saber una princesa heredera: lenguaje, matemáticas, lógica, historia, música, dibujo, filosofía y baile. Por orden de la abuela, el anciano arzobispo de Beaumontagne iba todos los domingos al castillo, ya estuviera lloviendo o nevando o brillara el sol, a enseñarles religión a las princesas, y cuando este se marchaba, ella personalmente hacía el repaso del catecismo con Sorcha. La abuela la instruía en geografía, enseñándole mapas y exigiéndole que conociera los nombres y situación de ríos, montañas y mares. La abuela se las arreglaba para hacer parecer el diminuto reino Beaumontagne, situado en una cima de los Pirineos, entre España y Francia, un centro de cultura y aprendizaje, el país más importante de Europa, en realidad. En una clase particular semanal, la abuela le enseñaba el arte de gobernar, planteándole complicados problemas y crisis que podrían presentársele a una reina, y exigiéndole que encontrara soluciones a los problemas. Le hacía discutir sobre leyes, adoptando diferentes posiciones, mientras ella personalmente hacía el papel del oponente. Y jamás dejaba pasar la ocasión de recordarle que la princesa heredera,

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y sólo la princesa heredera, era la responsable de perpetuar el linaje real de Beaumontagne. La abuela le exigía perfección en todo. Por ese motivo, a los veinticinco años, Sorcha consideraba muy sinceramente que vivir en un convento en una pequeña, rocosa y árida isla cercana a la costa de Escocia le daba una libertad que le gustaba muchísimo. Sus deberes eran sencillos: rezaba, leía, cuidaba el jardín. Usaba un hábito marrón; para diferenciarse de una novicia, no llevaba toca, y, dado que era una princesa de Beaumontagne, llevaba colgada al cuello la cruz de plata de su Iglesia. Durante el invierno mantenía vivas las plantas en el invernadero, y durante el verano, en el jardín. Comía en el refectorio con las monjas y dormía en su sencilla y pequeña habitación casi desprovista de muebles. Y después de haber pasado tantos años oyendo la regañona voz de su abuela, le encantaba el silencio. Sin embargo, una noche, ya hacía casi tres años, tuvo un sueño. ¿Un sueño? No, fue algo más que un sueño. Fue más bien una visión de implacable oscuridad y… de años solitarios.

El aire estaba viciado, fétido. Paredes y suelo de fría e insensible piedra la encerraban por todos lados. Ninguna voz perturbaba el silencio. Ninguna mano se acercaba a vendarle las heridas ni a aliviar su dolor. Su cama eran huesos de ratas y su manta una larga y ancha telaraña. Estaba enterrada viva. Y no le importaba. En algún lugar cercano caía agua gota a gota en un pozo, y el lento goteo que antes la volvía loca ahora sólo le aumentaba la indiferencia. Su mundo era todo tristeza y soledad. Se estaba muriendo y agradecía el fin de su desolación, de su aflicción, de su sufrimiento. Las yemas de sus dedos tocaron la esquelética mano de la Muerte.

Despertó sobresaltada, ahogando una exclamación de horror. La cruz que llevaba colgada al cuello le quemaba en el pecho. La sacó de debajo del camisón y en la oscuridad de su celda la vio brillar como una brasa azul. Le quemaba la palma, pero la apretó con toda la fuerza que pudo, por la angustiosa necesidad de sentir su consuelo. Se sentó en la cama, temblando, inspirando aire a bocanadas, deseando por encima de todo respirar, escapar, vivir. Y entonces entró la primera luz de la aurora en su celda y un ave marina emitió su dulce y agudo reclamo fuera de su ventana. Corrió a la ventana y con las manos cogidas a las frías rejas, miró hacia el mar, tratando de borrar de la mente los restos de ese horrible sueño. Pero no pudo borrarlo, y desde entonces, esos últimos tres años, nunca había logrado recuperar su serenidad. Día tras día se ponía su capa de lana marrón y salía a vagar por la isla, como si buscase algo. O como si algo la buscase a ella.

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Capítulo 1

En una isla de la costa noroeste de Escocia, 1810 En realidad, Sorcha no sabía qué andaba buscando; aunque había estado vigilante todo el verano, no había visto nada especial, aparte del paso de la breve y soleada estación cálida. Había visto la luna llena a finales de octubre, y dos semanas después observó la llegada del señor MacLaren al embarcadero de la poco profunda ensenada, donde iba dos veces al año, procedente de tierra firme, a desembarcar provisiones para el convento: carne, vino y telas. Había visto los nubarrones de la primera tormenta que anunciaba el invierno, la que luego de rugir en el horizonte pasó rugiendo por la isla como un gigante hambriento, azotando el mar, volviéndolo verde y salvaje. Pero todo eso no era otra cosa que el ciclo normal de la vida en la isla. Ese día había salido a caminar por la rocosa playa a recoger maderos arrojados ahí por la tormenta. El mar seguía embravecido y las olas azotaban con fuerza la orilla, y arriba las nubes pasaban veloces dejando ver aquí y allá trocitos de cielo azul empañado. Había hielo en las grietas y pozos entre las rocas que no recibían nunca la luz del sol. El viento silbaba en sus oídos y le agitaba la ropa. Se le había escapado un mechón de pelo rojo de la bufanda y le golpeaba la cara; fastidiada, se lo apartó soplando. Ya debería volver al convento, pero el convento necesitaba combustible para complementar la poca leña de que disponían para los escasos hogares. Además, se sentía tan alborotada y desasosegada como el mar. Recorrió toda la playa recogiendo ramas y trozos de madera salada, apilándolos sobre una larga tira de tela vieja. Cuando terminó se quedó inmóvil, contemplando. Si miraba hacia un lado sólo veía la delgada línea del horizonte, donde el mar se encontraba con el cielo, y si miraba en la otra dirección, veía la costa de Escocia, que parecía una elevación de tierra marrón y hierba verde. Desde hacía siete años no había puesto un pie en tierra firme, y sin embargo no podía quitarse de encima la sensación de que debía hacer algo. La fastidiosa lógica que le había obligado a aprender la abuela le pinchaba la conciencia como una aguja para bordar caliente entre sus dedos. Su padre había muerto. Murió en la batalla para recuperar su reino de los revolucionarios. Según uno de los diarios que traía el señor MacLaren, la abuela estaba a cargo del gobierno de Beaumontagne, y gobernaba con sabiduría. Por lo tanto, el servidor de confianza de su abuela ya debería haberse presentado allí para llevar de vuelta a su país a la princesa heredera.

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¿Dónde estaba Godfrey, entonces? ¿Por qué todavía no venía el corpulento y musculoso mensajero calvo? En los diez años de su exilio en Gran Bretaña sólo había visto una vez a Godfrey, cuando llegó a medianoche a sacarla en secreto de la casa de los beaumontagnianos que la albergaban en un lugar de Inglaterra. En el precipitado viaje al norte, él le dijo una y otra vez que la guerra iba mal y que unos asesinos la buscaban para matarla. Insistió en que debía permanecer en la abadía hasta que él fuese a decirle que ya no había peligro. Por lo tanto, las preguntas que pasaban por su cabeza eran: ¿Habría muerto Godfrey? ¿Sería por eso que no iba a buscarla? ¿Debía ella tomar el asunto en sus manos y volver a Beaumontagne sola? Contemplando las blancas crestas de las olas, se estremeció de miedo al considerar la posibilidad de salir al mundo. Su abuela le había dado la mejor educación posible, pero nunca había logrado enseñarle valentía. Apareció el sol por entre las nubes, y su luz se deslizó por un trozo de mar, iluminándolo y volviéndolo azul, y mientras ella lo contemplaba, le atrajo la atención un movimiento. Se hizo visera con una mano y entrecerró los ojos; una pequeña barca de pesca, sin tripulantes, iba a la deriva, meciéndose sobre las olas. Sin perderla de vista, subió rápidamente por las rocas, pensando que tal vez alguien se había quedado atrapado en el mar durante la tormenta y necesitaba auxilio. Esa era una de las principales tareas del convento: auxiliar a los desventurados marineros cogidos por la tormenta y arrastrados a la playa, y enterrar a los muertos y rezar por ellos. Una corriente cogió la barca y la lanzó veloz en dirección a la playa. Miró alrededor buscando un palo largo, cualquier cosa que pudiera usar como gancho, pero no encontró nada. —¡Venga, acércate! —le gritó a la barca. No quería meterse en el agua gélida para cogerla, y el deber, su omnipresente deber, le exigiría ese sacrificio. La barca pareció oír su grito y se fue acercando más y más. Entonces subió otro poco por las rocas, tratando de mirar dentro, para ver si había alguien tendido en el fondo, vivo o muerto. De pronto, como un niño rebelde, la barca se detuvo y retrocedió hasta más allá de las olas rompientes. —¡No pares ahora! —gritó. La barca se alejó otros cuantos palmos, meciéndose. Rápidamente se quitó la capa y las botas, se levantó la falda y se metió el orillo bajo el cordón que le ceñía la cintura. Haciendo un mal gesto, se armó de valor y saltó al agua. El agua helada le quitó el aliento, le pinchó las piernas desnudas como agujitas y le mojó la falda, haciéndola más pesada. Comenzó a avanzar hacia la proa de la barca, resistiendo los golpes de las olas y luego la fuerza de la resaca. Una ola le acercó la barca; alargó la mano pero no logró cogerla. Contempló el movimiento de las olas, calculando el momento oportuno, y volvió a alargar la mano; cogió la barca

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por un lado y se empinó, para echarle una rápida mirada dentro. Nada. No había nadie. Exhalando un suspiro de alivio, fue pasando las manos por el lado hasta llegar a la proa. Con la fuerza adquirida durante las largas horas de trabajo físico en el convento, arrastró la pequeña embarcación hasta la orilla. El crujido de la quilla de madera al raspar la arena fue el sonido más dulce que había oído en su vida, y gimió de gusto cuando la tuvo toda entera sobre la playa, bien alejada de las ávidas olas. Secándose las manos en el corpiño, se giró, y vio a un hombre ante ella. Lanzó un grito. Él retrocedió de un salto. Llevaba ropa tosca, arrugada y húmeda. Tenía los hombros grandes, anchos. Su olor lea hizo pensar en pescado podrido y agua de mar. Una barba oscura y revuelta le cubría las mandíbulas y el mentón, y un largo bigote le caía sobre el labio superior. Llevaba un trapo atado a la cabeza, que le cubría la mitad de la cara. Parecía un monstruo. Volvió a gritar. —¡No grites así! —exclamó él. Extendió las manos ásperas, manos de trabajador, con las palmas hacia arriba, y añadió en tono de reproche—: Me has asustado. —¿Que yo te he asustado? —dijo ella, poniéndose la mano en su acelerado corazón—. Tú me has asustado a mí. ¿Quién eres? —Soy Arnou el pescador. Hablaba en inglés, pero con un acento raro que ella no logró ubicar. —¿Qué haces aquí? —Deseaba esa barca. —Apuntó hacia la barca y sonrió como un idiota—. La he visto mecerse sobre las olas alrededor de la isla. Pensaba que era de alguien que ha muerto, sin duda. ¡Has sido valiente al hacer eso! Con un enérgico tironeo, ella se bajó la falda. —¿Quieres decir que me estabas observando? —Bueno… sí. —Frunció el ceño, como si estuviese perplejo—. ¿Qué otra cosa debía hacer? Ella cogió su capa y se la echó sobre los hombros. Le castañeteaban los dientes y el viento le pegaba la ropa mojada al cuerpo aterido. —¿Ayudarme? —Esa agua está muy fría. No quería meterme. La indignación subió por ella como una ola, pero ni siquiera eso le calentó el cuerpo. —Pero ¿estaba bien que yo me metiera? —Yo no te lo he pedido, pero agradezco que lo hayas hecho. A ella se le desvaneció la indignación. El hombre era simpático, bobalicón y agradecido. Parecía un burro pequeño afable, aunque, claro, era grande. Alto, musculoso, con un cuerpo endurecido por años de mucho trabajo físico y poco alimento.

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Y seguía sonriendo, el patán grandullón, estúpido, que ni siquiera tenía la sensatez que Dios le da a un montón de algas. —Supongo que sería mejor que yo alejara un poco más la barca de la orilla, ¿eh? —dijo él. —Supongo que sí. Metió los pies en las botas, gimiendo al sentir los arañazos de la arena en la piel y el dolor del frío en los huesos. Sin quedarse a esperarlo, echó a caminar hacia la escalera tallada en la roca. El viento la empujaba hacia arriba, hacia las paredes cubiertas de liquen del convento, y empezó a subir con torpe prisa. Tenía que entrar, y pronto. Ya empezaba a perder la sensibilidad en los dedos. El mal olor del desconocido fue lo primero que sintió detrás de ella, y luego oyó el ruido de sus chanclos en los peldaños. —¿Así que esta es la famosa Abadía Monnmouth, que rescata a los marineros y los pone en camino? —Sí. Qué extraño. Él sabía el nombre. Casi nadie había oído hablar de la abadía, y aquellos que oían hablar pensaban que era un mito de marineros. —¿Vives aquí? La escalera era estrecha, por lo que él tenía que ir detrás, pero estaba muy cerca; casi sentía bajar su aliento por la espalda. —Sí. Él supondría que era monja. Los hombres siempre suponían eso, y ella les dejaba creer esa falsedad. —¿Con ese pelo? —dijo él, riendo. Eso le irritó. Habría rechinado con los dientes. —¿Qué le pasa a mi pelo? —Es color naranja, como una zanahoria. Ella se giró bruscamente a mirarlo. Él volvía a tener esa sonrisa boba en la cara. —¡No lo es! No había oído ese estúpido insulto desde la última vez que se encontró con esa bestia suprema, el príncipe heredero Rainger de Leonides, y este ya había muerto. —Tiene que ser una zanahoria —dijo el pescador, con la frente arrugada, como si estuviera pensando—. Una remolacha es demasiado roja. Y no era que ella se alegrara de la muerte de Rainger, por cierto. Si no hubiese sido su novio habría podido pasar por alto la burla con más elegancia; pero no logró pasar por alto que la compararan con una zanahoria. Hizo una rápida oración por su alma, y luego otra para pedir perdón por sus pensamientos tan poco caritativos. Después se giró, dándole la espalda a Arnou, subió dos peldaños, se resbaló en la piedra lisa y se le fue el cuerpo hacia atrás; agitó los brazos, tratando de recuperar el equilibrio, y experimentó la horrorosa sensación de ir cayendo. Él la cogió.

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En realidad, tuvo la impresión de que él tenía la mano muy cerca de la base de su columna, porque con un solo movimiento la cogió, la puso de pie y la afirmó hasta que recuperó el equilibrio. Después, con una rara expresión de azoramiento y malestar, se secó las manos en su camisa. Dos impresiones pasaron por ella en rápida sucesión: que olía muchísimo peor de lo que había pensado al principio, y que tenía el cuerpo increíblemente caliente. —¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí? —Me cogió la tormenta —repuso él. Como si imaginase que lo iba a golpear una repentina ráfaga de viento, miró hacia el cielo, alarmado—. Sí, la tormenta. El viento soplaba y soplaba, y se hundió mi barca. —¿Se hundió tu barca? ¿Qué quieres decir? —Apuntó hacia la barca—. Esa es tu barca. —No —dijo él, negando firmemente con la cabeza—. O no lo era. Claro que si nadie la reclama, es mía. —Has dicho que deseabas la barca, que la veías mecerse alrededor de la isla… —Pero él no había dicho que la barca fuese suya; ella simplemente lo había supuesto—. ¿De quién es esa barca? —No lo sé. —Se rio—. De alguien que no sabe lo segura que es su posesión, ¿eh? Ella miró hacia la barca y luego la cara de él. —¿Cómo has llegado aquí? —Me cogí de un madero suelto de mi esquife y el viento me trajo a tu playa. —Entonces, ¿dónde está el hombre que venía con la barca? —No lo sé. Tal vez se cayó. —¿No has visto ninguna señal de que haya otro hombre por aquí? —No. Eso quería decir que había muerto un marinero, pensó ella. Se estremeció y reanudó la marcha hacia el convento. —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —Unas horas. Ante ellos se elevaba la puerta de madera. —¿Por qué no has subido directamente al convento? —Porque deseaba esa barca —dijo él. Ella emitió un sonido de exasperación. Ese hombre repetía siempre lo mismo. Él levantó el enorme anillo de hierro de la puerta y lo dejó caer sobre los tablones. El sonido resonó en los corredores del interior. Al girarse repentinamente ella alcanzó a verlo mirándola con el único ojo que se le veía, y por un aterrador momento, le pareció que no era tonto en absoluto. Nuevamente le pareció un monstruo. —¿Por qué llevas ese pañuelo sobre la cara? —le preguntó bruscamente. Sonriendo amablemente, él se tironeó un mechón de pelo. —Perdí un ojo. No es una visión bonita, una cicatriz toda roja, así que la llevo

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cubierta. —Empezó a levantar el trapo—. ¿Quieres verla? —¡No! En el interior de la abadía se oyó un ruido semejante al movimiento de hojas secas; ella sabía por experiencia que un hábito almidonado hace exactamente ese ruido. Se abrió la puerta de par en par y apareció una monja mayor, con los ojos bajos y las manos metidas en las mangas. —Hermana Theresa, tenemos un viajero que ha sido arrojado a nuestra playa — dijo Sorcha, entrando en el vestíbulo—. Dígale a la madre Brigette que este hombre necesita techo hasta que pueda volver a su mundo. Al oírle el castañeteo de los dientes, la querida hermana Theresa levantó la vista. Desapareció su actitud reservada y dijo en tono de arrullo: —Por nuestro Señor, querida mía, ¿se ha caído en el mar? De prisa, es necesario calentarla y bañarla, no sea que se muera de enfriamiento. —Le puso una manta seca sobre los hombros y la abrazó—. A la enfermería. —Sí, hermana —dijo Sorcha, echando a andar. No estaba en condiciones de discutir. La estremecían unos violentos tiritones. Entonces la hermana Theresa miró a Arnou. Contuvo el aliento al sentir su fetidez. Apuntando hacia un punto invisible en el suelo, dijo en un tono de acerada orden: —¡Tú! ¡Viajero! Quédate aquí hasta que alguien venga a buscarte. No te muevas. No toques nada. Y no ensucies nada. Arnou entró arrastrando los pies. La hermana Theresa dio alcance a Sorcha y le ofreció el brazo para ayudarla a caminar. —¡Ánimo, querida!, que llegaremos allí. Sorcha asintió. Sabía que en la enfermería le calentarían los pies con bolsas de arena. La hermana Rebecca, la directora de la enfermería, le daría una dosis de miel, recogida de las abejas del jardín que cuidaba ella. Pero iba arrastrando los pies por las bandas de luz formadas por los rayos de sol que entraban por las elevadas ventanas. No podía desentenderse de la sensación de que había dejado abandonado a Arnou. —¡Señorita! —gritó él, con su voz bronca. Ella se giró a mirarlo, ridículamente aliviada por tener la oportunidad de verlo otra vez para comprobar que estaba bien. Él seguía en el vestíbulo, en el lugar que le indicara la hermana Theresa, mirándola con una desolación que daba la impresión de que ella se había alejado llevándose su salvación. —¿Sí? —No le he preguntado su nombre. —Sorcha —dijo. Mirándolo a través de claros y sombras le pareció ver en él algo conocido. Su postura, con las piernas separadas, como si quisiese afirmar su posesión de la tierra, su mano apoyada despreocupadamente en la cadera, su mentón levantado en un gesto arrogante. Y ese ojo, ese ojo grande, bien abierto, sin pestañear, que la miraba

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fijamente, atontándola… Tuvo la impresión de que en un lejano sueño había visto sus ojos, los dos ojos, mirándola mientras la Muerte alargaba su mano. La hermana Theresa le apretó el brazo. Arrancada de su contemplación, pegó un salto. —Querida, podría morirse de frío si no se apresura a ir a la enfermería. Cuando Sorcha volvió a mirar a Arnou, él sonrió de oreja a oreja y movió lentamente la cabeza de arriba abajo. Nuevamente era el pescador tonto, bobalicón. Pero la cruz de plata estaba caliente, y le quemaba en el pecho.

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Capítulo 2

A la mañana siguiente, Sorcha estaba con su azadón en la mano contemplando a Arnou, que estaba levantando bloques de piedra y poniéndolos en su lugar en el muro bajo que estaba a medio construir alrededor del jardín de hierbas. Su fuerza le impresionaba; habían sido necesarias tres monjas, además de ella, uniendo sus fuerzas, para mover un solo bloque. Y él sacaba lascas de las piedras con un cincel, dándoles forma, y luego las levantaba y las ponía en el sitio correspondiente sin hacer ni una sola pausa, haciendo más trabajo desde el desayuno de lo que ella y las monjas habían hecho en todo el verano. Olía muchísimo mejor; antes de permitirle comer, la madre Brigette le había obligado a bañarse. También se veía muy ridículo; le habían cogido la ropa para lavarla, y cuando la pusieron a hervir quedó hecha jirones. Por lo tanto, la madre Brigette le dio un humilde hábito marrón de monje, pero al ser tan alto, las mangas no alcanzaban a cubrirle las muñecas, y por abajo se le veían las pantorrillas. Llevaba la capucha colgando a la espalda. El trapo que le cubría el ojo y la frente le daba el aspecto cómico de un niño jugando a la gallina ciega. La barba morena le cubría las mejillas y el mentón. De tanto en tanto él levantaba la vista al cielo, como si quisiera comprobar que todavía era de día. De todos modos, trabajaba con muy buena disposición, comía con buen apetito y sonreía bonachonamente, al parecer esperando que o bien apareciese el dueño de la barca a reclamarla, o la madre Brigette se la diera a él. Sorcha deseaba que él cogiera la barca y se marchase. Sí, necesitaba esa ayuda en el jardín, pero, no sabía por qué, su presencia le aumentaba el desasosiego. ¿Por qué? Sólo era un pescador. Él no sabía nada de Beaumontagne, nada del palacio con sus largas escaleras curvas y sus columnas de mármol, nada de los senderos para cabalgar que discurrían por la montaña, ni de los bosques primordiales, ni del sonido atronador de las cascadas. Beaumontagne… Esa noche, en su celda, había soñado con su casa. Corrió por los interminables corredores del palacio buscando a sus hermanas, a su padre, a su abuela, y al final comprendió que algo la buscaba a ella. Despertó con el corazón retumbante y confusa. Se sentó a mirar la ventanilla de su puerta. Puso atención al silencio de fuera. Estaba convencida de que había escuchado pasos fuera de su celda. Lenta y tímidamente, caminó hasta la puerta. Los edificios del convento estaban dispuestos en forma de U alrededor de un patio cuadrado, cerrado por un lado por una pared. En la parte central estaba la capilla y en las alas de los costados las salas para reuniones de la comunidad, las

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celdas y dependencias. Su celda estaba al final de un ala. Cuando se asomó a la ventanilla vio el jardín envuelto en la penumbra de la noche sólo iluminado por las estrellas, y la luna perdiéndose tras el horizonte. El viento movía las copas de los árboles, pero en el suelo no se movía nada. No oyó más pasos, pero habría jurado que… —¿Qué opina de él? —preguntó una voz serena con acento francés. Sobresaltada, Sorcha se giró a mirar y vio a la madre Brigette en el sendero empedrado. La madre Brigette siempre caminaba con garbo y determinación, por lo que ella tenía que haber estado muy sumida en sus pensamientos para no haberla oído acercarse. Se quitó el sombrero de paja y comenzó a hacerlo girar entre las manos. —Es un buen trabajador, y siempre nos viene bien una ayuda. —La hermana Theresa piensa que está tocado. —La madre Brigette fue a sentarse en un banco bajo un retorcido manzano silvestre y le indicó que se sentara a su lado—. ¿Lo cree usted? —No, no en absoluto. —¿Tocado? ¡No!—. Simplemente se distrae con mucha facilidad. Es… —se sentó, buscando una palabra adecuada para describir a Arnou— fastidioso. —Comprendo. —Una breve sonrisa iluminó la frialdad invernal de la cara de la madre Brigette—. Dice que es de Normandía, y aunque hace muchos años que estuve de visita ahí, creo que el suyo podría ser el acento de los campesinos. La madre Brigette hablaba como una aristócrata francesa, y en su cara tenía muchos surcos que hablaban de experiencia. Sorcha había llegado a respetar su opinión en todas las cosas. —Entonces, ¿usted cree que es quien dice ser? Los ojos grises le escrutaron la cara. —¿Por qué? ¿Usted cree que miente? Sorcha se encogió de hombros, nerviosa. —Si esa barca no es suya, ¿de quién es? La madre Brigette era delgada; en realidad todas las monjas eran delgadas, porque ese era un convento pobre, y se sentaba con la espalda muy derecha, sin permitirse jamás aprovechar la comodidad ofrecida por el respaldo del banco. —Esa es una pregunta de la que me gustaría saber la respuesta. Esta mañana he ido a caminar por la playa. He visto huellas recientes de botas de hombre. —Botas —repitió Sorcha, mirándole los pies a Arnou. Los llevaba calzados con chanclos de cuero, y había llegado sin nada, aparte de la ropa que llevaba puesta—. ¿Dos hombres en la isla? —Así parece. —Pero ¿por qué? Si hay otro hombre abandonado aquí, ¿por qué no ha venido al convento? Antes de que la madre Brigette pudiese contestar, recordó su sueño, el miedo de que algo la andaba buscando. —¿Tal vez debido a usted? —sugirió la madre Brigette amablemente.

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—¿Cree que tengo que volver a…? —titubeó y no terminó la frase. —¿Al trono de Beaumontagne? —Al ver el asombro en su cara, la madre Brigette sonrió austeramente—. ¿Creía que no lo sabía? —Nunca ha mencionado mi título. Siempre he tenido la duda de si usted lo sabría. De si Godfrey se lo habría dicho. —No me lo dijo. Me dio dinero, muchísimo oro, y me dijo que a usted le daban ataques de locura y que yo debía mantenerla a salvo de usted misma. Sorcha estuvo a punto de incorporarse de un salto. —¿Qué? ¿Godfrey dijo… qué? ¿Dijo que yo era dada a la locura? Pero ¿por qué iba a decir eso? —Esa es una pregunta que vale la pena pensar. En aquel momento, llegué a la conclusión de que quería asegurarse de que yo la vigilara muy atentamente. —Y ¿me vigiló? —preguntó Sorcha, recordando la amistad que se había formado entre ella y la madre Brigette durante el primer año—. ¡Sí! —Estoy a cargo de la seguridad de todas y cada una de las hermanas que están a mi cuidado, y no las pondría jamás en el peligro que significaría una loca. —Yo creía que pasaba tiempo conmigo porque… «Porque le caía bien», pensó. La madre Brigette se rio suavemente. —Antes del mes me di cuenta de que usted estaba muy cuerda, y tuve el beneficio añadido de disfrutar de su compañía. Usted no es una joven corriente. Es instruida, mucho más instruida que yo, y eso que yo recibí una educación ejemplar. Antes de la revolución pasaba tiempo en los salones de París con filósofos y eruditos. Eso justamente fue lo que me puso sobre aviso acerca de las posibilidades de su posición. Después observé con qué asiduidad leía los diarios que nos trae el señor MacLaren, y que recortaba y guardaba los artículos relativos a Beaumontagne. A partir de eso, sólo fue necesario un corto salto de lógica para comprender que era usted una exiliada y tal vez una de las princesas perdidas. Sorcha meditó esas palabras y luego musitó en voz baja: —Creo que es hora de que salga al mundo. Guardó silencio y esperó, deseando que la madre Brigette manifestase su desacuerdo. Pero la monja sonrió y asintió. —Pero claro, no puedo marcharme —continuó Sorcha, juntando las manos, en un gesto automático de negación—. Usted me necesita. El convento me necesita. Yo negocio con el señor MacLaren, hago los trueques de nuestras hierbas por las provisiones que trae. Cuido el jardín, ayudo en la enfermería. —Usted es muy hábil, pero nosotras hacíamos todas esas cosas antes. Podemos volver a hacerlas. —Pero si me marcho… Sorcha había llegado a querer a las monjas, y ellas la querían. Beaumontagne estaba muy lejos, en los Pirineos. Si se marchaba, no volvería a verlas nunca más. Aun cuando no dijo todo eso con palabras, la madre Brigette comprendió.

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—Siempre hemos sabido que la perderíamos, y nos hemos retirado del mundo. Aceptamos las pérdidas. Esperamos las pérdidas. Pero ¿y ella?, pensó Sorcha. —A mí me gusta vivir aquí. —¿De verdad cree, en el fondo de su corazón, que este es el lugar correcto para usted ahora? —Sí. ¡Sí! —Sorcha, ¿sabe quién soy? O, mejor dicho, ¿quién era? Sorcha nunca se había parado a pensar en eso. La madre Brigette había sido la superiora de ese convento desde que ella estaba allí, y no lograba imaginársela haciendo, o mejor dicho, siendo, ninguna otra cosa. —No. En realidad… —Mi nombre era Laurette Brigette Ann Genevre Cuvier, condesa de Beaulieu, de Provenza, Francia. Hasta los treinta y dos años vivía en un castillo en verano, visitaba París en otoño, vivía en la corte cuando me apetecía, era amiga de la reina y llevaba joyas en el pelo, en los zapatos y en los dedos. Sonrió, como si el recuerdo de eso fuera agradable, o tal vez como si el absoluto asombro que veía en su cara le divirtiera. —Ah, claro, era una aristócrata —dijo Sorcha. Eso explicaba muchísimas cosas acerca de la madre Brigette: su educación, su manera de hablar, su mente disciplinada. —Tenía una familia numerosa, un marido al que no amaba, padre, madre y hermanas a los que adoraba, un hijo pequeño, heredero de una próspera propiedad y el niño más encantador y amado del mundo. Ya no los tenía, pensó Sorcha, preparándose para oír una historia terrible. —La revolución pasó por toda Francia como una enorme ola de maremoto. Vi guillotinar a mi reina y amiga María Antonieta, también a mi marido, a mi madre, a mi padre y a todas mis hermanas. En mil setecientos noventa y cinco yo estaba bajo arresto domiciliario con mi hijo, mi Tallas, cuando se presentó la oportunidad de escapar. Me iba a ir con Tallas a la costa. No se lo dije a nadie, solamente a Fabienne, mi criada de confianza, pues le pedí que me ayudara a hacer el equipaje. Esa noche, cuando intentamos salir de Beaulieu, nos detuvieron y capturaron. Por unas pocas monedas y su propia satisfacción, Fabienne nos había traicionado, entregándonos a la muerte. Sorcha emitió un sonido de conmoción y espanto. Con la misma voz tranquila, la madre Brigette continuó: —Ese invierno mi hijo murió en mis brazos, en la prisión, de una fiebre. A mí ya no me importaba si vivía o moría. De todos modos, un inglés me rescató y me llevó a un velero que iba a zarpar en dirección a Edimburgo. El viento desvió al velero de su rumbo y nos estrellamos en las rocas de las islas Orcadas. Después sufrí otras pruebas, pero, por el motivo que fuera, siempre fui llevada hacia el oeste, hacia Monnmouth, y cuando llegué a esta isla y vi el convento, comprendí que estaba llamada a servir a Dios. Nunca he sabido por qué, pero he cumplido mi deber. De

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todas las maneras que he podido, he hecho Su obra. He contribuido a rescatar de naufragios a muchos hombres, mujeres y niños. La he mantenido a salvo a usted. Así que, tal vez, ese es el plan de Dios. —Le estoy muy agradecida —dijo Sorcha. Su rebelión contra su deber se había debilitado bastante ante el peso de esa terrible historia—. Usted cree, entonces, que debo marcharme del convento. —Es su deber, pero más que eso, tiene hermanas a las que debe encontrar. La familia es muy preciosa y no puede permitirse pensar que ellas son más fuertes y más valientes que usted. Tal vez incluso en estos momentos la necesiten, y necesiten su valor. Sorcha se imaginó esas palabras dichas con la voz de su abuela y se encogió ante la condena que percibió. —Tiene razón. Debo ponerme en marcha para encontrar a Clarice y Amy. Pero no tengo valor. —El valor no es falta de miedo sino actuar como es debido a pesar del miedo. Sorcha no creyó eso ni por un instante. —Y todo el mundo tiene miedo de algo —añadió la monja. —Mi abuela no —dijo Sorcha, con tenaz certeza—. La reina viuda no. —La única persona que no teme nada es aquella que no tiene nada que perder. Tal vez eso podría explicar el valor de la reina Claudia, pero creo que mientras usted esté viva en este mundo y ella no sepa dónde, también tendrá sus miedos. —Al ver que Sorcha abría la boca para discutirle eso, la madre Brigette levantó una mano en gesto de amonestación—. Usted se infravalora. Cuando llegó al convento era poco más que una niña, había perdido todo lo que le era querido, y se acobardaba porque todavía era una cría. Ha pasado el tiempo. Ha madurado, y ahora oye la llamada del deber. Es muy natural que tenga miedo, pero sabe lo que debe hacer. La madre Brigette podía decir que ella había madurado, pensó Sorcha, pero considerando las inmensas y prolongadas penurias y angustias que había sufrido la madre Brigette, ella se sentía incapaz. Nuevamente, no valía lo suficiente. —Ahí viene nuestro huésped —dijo la madre Brigette, haciendo un gesto hacia Arnou, que iba caminando hacia ellas. Él se acercó lenta y tímidamente hasta detenerse ante las dos, y se quedó ahí de pie como si se sintiera incómodo, cohibido. Se apartó un mechón de la frente y se inclinó. Se tironeó el hábito, como si quisiera cubrirse las musculosas piernas. Finalmente, esbozando una sonrisa triunfal, se arrodilló, levantó la cabeza y las miró. —Saludo a sus Excelencias. Hermoso día, ¿verdad? —Parecía contento; parecía con ganas de charlar—. Está algo fresco, claro, pero eso es de esperar, estando tan avanzado el año. Tendremos una tormenta otra vez antes de que llegue el domingo. —¿Por qué crees eso? —le preguntó la madre Brigette. —¿Lo de la tormenta, quiere decir? Porque soy pescador. Ese es mi oficio. Diciendo eso inclinó varias veces la cabeza, como si estar arrodillado no fuera suficiente humildad. A la luz del sol, sus osadas facciones lo definirían fácilmente como un

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gamberro. Tenía la nariz larga y delgada, la mandíbula ancha, los labios bien definidos, y daban la impresión de ser agradablemente flexibles. El trapo que le cubría el ojo y le cruzaba la frente estaba arrugado y harapiento, pero unas largas pestañas adornaban su ojo bueno, grande y castaño. Si el hábito fuese de su talla, si sonriese menos, si tuviese una pizca de sensatez, sería atractivo, para ser un hombre que había demostrado ser un tonto. —Estaba pensando, señorita Sorcha, si querría que sacase ese viejo tocón que está en el medio del jardín —dijo él—. Cuando haya acabado la cerca, quiero decir. Parece que alguien ha estado excavando alrededor. Yo podría hacer también ese trabajo. —No es un trabajo tan fácil como crees, Arnou —dijo Sorcha. Desde que vivía allí había deseado quitar de ahí ese tocón, y se había pasado horas y horas excavando alrededor, y el tocón continuaba aferrado tenazmente a la tierra. A veces pensaba si tal vez el espíritu del árbol ya muerto volvía por las noches a hacerle echar raíces nuevas. —Lo he estado mirando. Puedo sacarlo esta tarde —prometió él. Con qué facilidad menospreciaba su trabajo, pensó ella. Irritada, dijo fríamente: —¿Sí? —Soy un hombre acostumbrado a estar ocupado. Bien podría pagar el alimento y la ropa con un poco de trabajo. La madre Brigette intervino antes de que Sorcha pudiera replicar otra vez: —Eso sería estupendo, Arnou. Gracias. Ahora podrías ir a la cocina para que te den la comida, ¿eh? Dile a la hermana Mary Simon que yo doy mi permiso. Arnou pareció entrar en un verdadero trance de arrobamiento. Haciendo una buena cantidad de reverencias se fue arrastrando hacia atrás de rodillas. Finalmente se puso de pie y se alejó, en línea recta, hacia la cocina. Sorcha exhaló un suspiro, exasperada. —No tiene otro pensamiento en la cabeza fuera de la comida. Es como un perro atraído por un hueso con carne. —La exaspera —observó la madre Brigette—, sin embargo parece bienintencionado. —Parlotea tanto que es difícil saberlo —dijo Sorcha. Y todo ese parloteo le hacía apretar los dientes hasta que le dolían las mandíbulas. —Ojalá hubiese mantenido en secreto que no es una monja —dijo la madre Brigette, y Sorcha detectó un filo en su voz—. Un hábito le da una protección que de otra manera no tendría. —No le dije que no era monja, simplemente no le dije que lo era. —Qué listo para discernir la diferencia. —La mirada de la madre Brigette subió por su cara y se detuvo en el pelo—. Con ese color de pelo y sus rasgos delicados, llama la atención. Temo por usted cuando se marche. —Tal vez todo el mundo ya ha olvidado. —Tiene los recortes que demuestran que no. Además —dejó los rasgos muy

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inmóviles, rígidos—, los enemigos nunca olvidan. —Se levantó y la miró severa—. Prepárese, entonces, Alteza. Cuando llegue el momento, tal vez se vea obligada a marcharse lo más rápido posible, y tal vez… Un grito resonó en el sagrado silencio del claustro. Apareció Arnou corriendo, golpeando torpemente el suelo con los pies, apuntando hacia la parte de clausura del convento, con su único ojo agrandado y aterrado. —¡Fuego! —gritó—. ¡Hay fuego en una de las celdas! ¡Se ha incendiado! Sorcha se levantó. Salía humo por la ventanilla alta de la puerta de una de las celdas. De… —Noo —dijo, y enseguida exclamó—: ¡No! El humo salía de su celda. Eran sus cosas las que se estaban quemando. Las monjas salieron corriendo, porque el fuego era lo que más temían; si cogía fuego la paja del techo, quedarían a merced del invierno. La hermana Mary Simon cogió el balde lleno que estaba junto a la puerta de la cocina. La hermana Margaret corrió hasta el pozo y comenzó a bombear agua hacia el depósito. El metal sonaba rítmicamente. Arnou gritaba y saltaba como una marioneta bailando sobre una cuerda. Gritando órdenes, la madre Brigette le dio un fuerte empujón a Sorcha en el hombro para sacarla de su parálisis. Sorcha corrió a coger otro balde. Lo llenó y corrió hacia su celda, salpicándose agua en la orilla del hábito y los zapatos. Una sola mirada le bastó para ver que se habían hecho realidad sus peores temores. Habían allanado y registrado su habitación; las sábanas y mantas estaban esparcidas por el suelo de cualquier manera, el colchón estaba tirado a un lado de la cama, el pequeño lavamanos estaba volcado. Habían abierto y vaciado su baúl de madera. En ese rincón, las rojas llamas lamían sus pocas pertenencias y subían por las paredes de piedra. La hermana Mary Simon ya había arrojado un balde de agua sobre el fuego. Sorcha arrojó el suyo. Las llamas sisearon y se apagaron. La hermana Mary Assisi apartó los papeles y la ropa con un atizador. Las hermanas Theresa y Katherine pisotearon cada objeto hasta que se apagó hasta el último brillo de brasa encendida. Con la misma rapidez con que había comenzado, se acabó todo. El fuego estaba apagado. Sorcha y las monjas continuaron de pie ahí resollando, tanto por el miedo como por el cansancio. Las demás monjas se habían agrupado en la puerta, cada una con un balde de agua en la mano. El humo había subido hasta las vigas de madera y dejado una mancha negra en la paja. Entonces Sorcha sintió el golpe de la inmensidad de su pérdida. Se estremeció. Su ropa, sí, pero más importante que eso… Se arrodilló y cogió un papel medio quemado. No era lo que buscaba, sino un artículo del diario. Cogió otro papel chamuscado, y otro y otro, moviéndose cada vez más rápido, buscando desesperada por lo menos una de sus posesiones más preciadas. —¿Qué busca? —le preguntó la hermana Theresa. —Las cartas de mis hermanas y de mi padre. —Eran su última conexión con su

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familia—. Quiero mis cartas. No tengo nada más. Pero todo se había quemado. Con el golpe de esa comprensión, se le cortó la respiración, y sólo pudo hacer una inspiración temblorosa. —¿No podía ese hombre haberme dejado las cartas? —Pobrecilla —dijo la hermana Theresa, friccionándole el hombro. —¿Qué hombre? —preguntó la hermana Dierdre, la que siempre tenía un ojo puesto en su propio bienestar. —Sólo ha perdido posesiones mundanas —dijo la hermana Margaret, cara de ciruela pasa, a la que bien se podía considerar la más santurrona de las monjas—. Debería estar más preocupada de su salvación. Sorcha levantó la cabeza y la miró, dolida, incrédula. —Mi padre está muerto. Esa era la última carta que me envió. La pena era tan intensa que ni siquiera podía llorar. —¿Qué hombre? —repitió la hermana Dierdre. La hermana Mary Simon hizo a un lado a la hermana Margaret y se agachó a recoger algo. —¿Es esta? —exclamó, encantada. Sorcha cogió la gruesa hoja de papel, la desdobló y leyó: «Para la princesa heredera de Beaumontagne, y mi muy querida hija». —¡Sí!, es esta. Gracias, hermana, muchísimas gracias. Se apretó la hoja chamuscada contra el corazón, sintiendo una oleada de alivio, y de lágrimas. Cerró los ojos y se permitió lamentar la pérdida de… La carta de Amy, escrita con letra infantil y llena de noticias sobre sus estudios y de confidencias de niña. La carta de Clarice, con su elegante letra, en que le expresaba su preocupación sobre el futuro de las tres, sobre la seguridad de su padre, los pensamientos que siempre ocupaban su mente. Y deseando que las tres pudieran reunirse nuevamente. Nunca más volvería a ver esas cartas. Las había leído una y otra vez, tantas veces que se las sabía de memoria, pero le habría gustado tener en sus manos esas tenues conexiones entre ella y sus hermanas Clarice y Amy. Las princesas perdidas. Así las había llamado la madre Brigette, y eso eran, princesas perdidas; y mientras ella no consiguiese reunirlas, continuarían perdidas. —¿Sorcha? —llamó la madre Brigette desde fuera—. ¿Podría venir aquí? Sorcha se guardó la preciada carta en el bolsillo y salió a toda prisa. El aire estaba limpio fuera, no se sentía el tóxico olor a lana chamuscada ni a sueños quemados. Las monjas se veían a momentos horrorizadas y a momentos preocupadas. Arnou estaba en el patio, saltando como si estuviera bailando una giga siguiendo el ritmo de una música interior. La madre Brigette se había arremangado y tenía la mano negra de polvo. Y estaba pálida, con expresión preocupada. —Sígame —dijo, y echó a andar siguiendo la línea del muro exterior.

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Sorcha la siguió. Las monjas echaron a andar detrás, curiosas, y hablando en voz baja entre ellas. Arnou cerraba la marcha, detrás de todas, bailando. Él no había ayudado en nada a apagar el fuego, observó Sorcha. Había sido tan inútil como cuando ella sacó la barca del mar. La madre Brigette se detuvo detrás del manzano silvestre y apuntó. —Mire. Alguien había excavado un hoyo pequeño cerca de la pared. Alrededor del hoyo se veían huellas de botas de hombre. Sorcha miró a Arnou, sospechosa. Él se detuvo en seco. —¿Qué? —exclamó, señalándose los pies—. Yo no tengo botas. Más importante aún, las huellas eran de botas pequeñas, y él tenía unos pies inmensos. —Mire el hoyo —dijo la madre Brigette. Sorcha se arrodilló, metió los dedos en el montoncito de polvo negro que había en el fondo del hoyo y lo olió. Se le inundó la cabeza con el olor reconocible a azufre, carbón y nitrato de potasio. —Pólvora —musitó. Las monjas habían visto también las huellas de botas y sabían qué era lo que había encontrado, porque oyó sus murmullos en voz baja: —Pólvora. —¿Pólvora? —Jesús santo amado nos proteja. Pólvora. —Guau —exclamó entonces Arnou—. ¿De verdad? ¿Pólvora? La madre Brigette se arrodilló a un lado de Sorcha y le dijo en voz baja: —Quienquiera que haya prendido fuego en su celda pretendía hacer volar esta pared también. La hermana Dierdre se alejó de Sorcha y, con los ojos agrandados, se santiguó. —¿Quién ha podido hacer esto? —susurró la hermana Theresa—. Sólo tenemos a este muchacho bobo aquí, y ha estado a nuestra vista todo el día. —¿Con qué fin podría hacer alguien esto? —preguntó la hermana Mary Simon en voz bastante alta, pues era medio sorda—. ¿Qué puede desear? Esto es un convento, somos monjas. No tenemos nada valioso para robar. No, claro que no, pensó Sorcha. Quien fuera el que había hecho eso no pretendía robar objetos valiosos. Iba tras ella. La madre Brigette tenía razón. Era hora de marcharse, antes de atraer el desastre al convento que la había albergado durante tanto tiempo.

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Capítulo 3

A la hora del crepúsculo Sorcha estaba en el silencioso invernadero, arrodillada, con un desplantador en la mano, mirando fijamente los tallos marrones estriados y las verdes hojas parecidas a encaje de una mata de valeriana. Pero no estaba haciendo nada con sus manos protegidas por los toscos guantes de jardín. Había ido allí para estar sola, para reflexionar, para hacer planes. Tenía que marcharse de Monnmouth tan pronto como fuera posible, y sin embargo tenía la mente petrificada de miedo, de miedo por el hombre desconocido que la acechaba. ¿Quién podía ser? ¿Cómo la había encontrado? ¿Se habría marchado de la isla o estaría al acecho por ahí, esperando que cayese la oscuridad para poder hacerle daño a una de las monjas? ¿O a ella? ¿Y cuál era la alternativa? Un largo y traicionero camino plagado de peligros. Se estremeció, mirando ponerse el sol por detrás de las ramas desnudas de los árboles, proyectando largas sombras en forma de dedos que parecían querer agarrarse al cristal. Para volver a Beaumontagne tenía que atravesar como fuese las accidentadas e inhóspitas Highlands para llegar a Edimburgo, donde debería tomar pasaje en un barco con destino a algún puerto de Francia o España, y luego viajar hasta las cimas de los Pirineos y de ahí a su casa. Un viaje simplemente normal ya significaba un sinfín de dificultades, incomodidades, encuentros con ladrones y el comienzo del invierno. Ahora bien, habiendo un posible asesino buscándola, las dificultades se duplicaban y triplicaban, de tal manera que le era imposible imaginarse siquiera cómo dar el primer paso. Con muy poco entusiasmo removió la tierra con la herramienta alrededor de la valeriana. Ella, que tenía el corazón tan blando que prácticamente no soportaba arrancar una planta de raíz, podría tener que usar su fuerza en contra de otro ser humano. Le encantaba la puesta de sol, observar el cielo azul tornarse púrpura, las nubes doradas, la expectación de un anochecer tranquilo pasado leyendo y haciendo oración. Pero en ese momento sintió hormigueos entre los omóplatos. Miró alrededor, nerviosa. Y pegó un salto. Había un hombre detrás de ella, con la cara apoyada en uno de los paneles de cristal. El cristal le deformaba la nariz. Su aliento empañaba el cristal, impidiendo verle la cara, pero sí se le veía un ojo, casi negro.

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Ahogó una exclamación, y el corazón le dio un vuelco, golpeándole el pecho. Entonces él se apartó del cristal y agitó las manos. Era Arnou. El bobalicón. Nuevamente la había sobresaltado. Lo miró indignada. Casi daba la impresión de que intentaba asustarla para inducirla a marcharse. Él hizo un gesto hacia la puerta. Pasado un momento de vacilación, ella asintió de mala gana, dándole permiso para entrar. Enterró el desplantador en la tierra, con rabia, y sacó la valeriana de raíz, sin importarle que eso significase matarla. Desde que era pequeña le fastidiaba que la sobresaltaran. El príncipe Rainger lo había sabido, claro, y le encantaba salir de un salto desde detrás de una puerta y plantarse ante ella, o acecharla junto a la escalera y tironearle de la falda inesperadamente. La última vez que lo vio, él le dijo en tono burlón que ya estaba demasiado mayor para hacer esas tonterías, dándole a entender que ya era tan sofisticado que no se iba a molestar en gastarle esas bromas a ella. Una lástima. Hubo un tiempo en que le gustaba el pícaro príncipe niño. Pero después llegó a detestar al joven afectado y presuntuoso en que se había convertido. Y lamentaba que Arnou y su necesidad de regresar a Beaumontagne le recordaran a Rainger, porque su muerte a manos de los revolucionarios era un recordatorio de un destino que podría ser el suyo también. Los miembros de una familia real debían enfrentar la adversidad con ecuanimidad, y sus temblores de miedo demostraban que era una cobarde. Y así, cuando Arnou dio la vuelta al invernadero, abrió la puerta y entró, ella ya se había convencido de que era absolutamente inepta para gobernar. —Bonjour, mademoiselle, qué calor hace aquí —dijo Arnou, mirando las paredes de madera y cristal—. Me gusta el olor. Pero hay humedad. El muchacho tenía una manera de señalar lo obvio que le irritaba. —Es que es un invernadero. —¿Está ocupada? —preguntó Arnou, acercándosele. —Como ves, sí. —Sonrió, con los labios apretados y echó la desventurada planta en una caja—. Recojo valeriana. La hermana Rebecca pone a secar las raíces para preparar una infusión para dormir. Él miró fijamente la planta. —Ah, ¿y esa cosita hace eso? —En las manos adecuadas, es muy potente. —Ah —repitió él, y añadió en voz más baja—: Tengo que hacerle una pregunta. ¿Siempre es tan aterrador este lugar? Ella lo miró, pestañeando asombrada. —¿Este lugar? ¿El convento? —Oui. Porque no me gusta nada de nada eso de que un hombre arme incendios y cave hoyos, ponga pólvora dentro y trate de prenderle fuego. —La miró con su único ojo grande y redondo—. Usted sólo es una mujer retirada del mundo, pero yo puedo decirle que un hombre que hace esas cosas es el tipo de hombre que podría

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intentar hacerle daño a alguien. —Ya lo sospechaba —dijo ella secamente. —El asunto es que no me gusta estar aquí —dijo él. Movió los hombros, como si se sintiera incómodo—. Me hace pensar en qué momento me van a enterrar un cuchillo en la espalda. Así que estaba pensando, ¿puedo marcharme? ¡Qué cobarde! Ella despreciaba a los cobardes, como se despreciaba a sí misma. —Deberías preguntárselo a la madre Brigette, no a mí. —Es muy estricta. Me asusta. —¿Quieres que se lo pregunte yo? Estaba oscureciendo rápidamente, pero estar con Arnou le hacía sentirse valiente, comparada con él. —Esperaba que se ofreciera a hacerlo. Habla con ella con tanta libertad. —En realidad es muy buena y amable —le aseguró ella. Arnou pareció poco convencido. —¿Cuándo podría irme? —La madre Brigette izará la bandera, que es la señal para que venga el señor MacLaren. Tendrás que esperar hasta que él llegue, mañana o pasado mañana. —No puedo esperar tanto —dijo él—. Ese hombre, el que prendió fuego en su habitación, va a hacer algo más. Algo peor. Tengo miedo. No quiero estar aquí. —Le temblaba la voz y hablaba cada vez más rápido—. Tengo mi barca… —¿Tu barca? La desconfianza que sentía hacia Arnou había cobrado nueva fuerza. Él frunció el entrecejo, como si le sorprendiera que no entendiera. —Sí, la que usted me consiguió. Sorcha se relajó. Qué tontería dudar de esa alma simple. —Puedo remar hasta tierra firme mañana por la mañana. Si pongo empeño, sólo tardaré una o dos horas. Así estaré lejos de aquí. Deseo volver a Borgoña, donde todo el mundo conoce a todo el mundo y nadie hace cosas locas, como prender fuego en las casas y usar pólvora para matar a la gente. —A Borgoña… —Eso era Francia, y ella necesitaba ir a Francia—. Es un camino muy largo. —Atravesaré Escocia y cogeré un barco. —¿Vas a atravesar Escocia? —dijo ella, maravillada; él hablaba con tanta despreocupación, como si eso fuese una cabalgada por el bosque—. ¿Cómo? —Caminando. Pidiéndole a alguien que me lleve, siempre que se presente la ocasión. Los granjeros van al mercado, y no se molestan si yo voy con ellos. Ella decidió seguir interrogándolo; necesitaba información. —¿No tienes miedo de los ladrones? —Nadie intenta robarme. —Extendió las grandes manos, abiertas—. No tengo nada. No, claro, y su ropa y actitud hacían evidente su pobreza. La hermana Margaret había buscado y rebuscado en los baúles del convento hasta encontrar un par de pantalones marrones con parches en las rodillas, pero no logró encontrar ninguna

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camisa o chaqueta que le fuera bien a sus anchos hombros y pecho. Por lo tanto le cosió una túnica de tosca lana cortándola de una vieja manta marrón. Todas las monjas se habían turnado para tejerle unas calcetas lo bastante largas como para que le cubrieran las largas piernas. La hermana Margaret insistió en cambiarle el trapo que se ataba a la cabeza por uno limpio. Con sus chanclos completando el atuendo, daba toda la imagen de un robusto campesino. Robusto. Arnou era un hombre corpulento, fuerte, de brazos largos, el tipo de hombre al que ningún tonto atacaría sin una pistola o acompañado por un grupo, e incluso así, lo tendría difícil; Arnou le daría problemas a cualquiera. Tal vez su tamaño contribuía más a su seguridad que su pobreza. —No deseo ir solo —suspiró él, rascando el suelo con los pies—. Me gusta hablar, y detesto no tener a nadie que me escuche. Ya estaba casi totalmente oscuro. Debería entrar en el convento, pensó ella. Pero continuó donde estaba, sosteniendo el desplantador con las manos fláccidas, pensando cómo y en qué momento se le había ocurrido la idea de viajar con Arnou. —Podría venir conmigo —dijo él entonces. Lo dijo en voz tan suave, tan convincente, que igual podría haber sido la voz que ella sentía sonar en la cabeza—. Yo la protegería. —¿Por qué habría de dejar el convento? —dijo ella. Qué extraño era pensar que Arnou, justamente él, pudiera ser capaz de protegerla. Sin embargo, en ese momento, casi lo creía. —¿Por qué querría quedarse aquí? Aquí hay alguien que la busca para hacerle daño. —Su voz profunda, aterciopelada, era seductora, parecía transmitirle un sentimiento de seguridad—. En el camino sería más seguro. Para usted. Para todos. Debería marcharse. ¿Es que le estaba dando un consejo? ¿Y en ese tono? Bruscamente levantó la cabeza y lo miró con atención, escrutándolo. No le veía bien los detalles de la cara, pero algo en su postura… Daba la impresión de que tenía una arrogancia natural, un equilibrio, una apariencia que sólo es natural en un espadachín o un gran señor. ¿Sería Arnou algo más que el humilde pescador que parecía ser? —Esta lana pica —dijo él—. Me gustaría tener una camisa de otra cosa. — Emitiendo un gemido, se miró el pecho y se rascó vigorosamente—. ¿Le han quedado ropas después del incendio? Porque necesito una capa para viajar, y tal vez podría llevar una suya. Me da miedo este lugar. ¿Cuándo va a hablar con la madre Brigette acerca de mí? —Después de maitines —dijo Sorcha, quitándose los guantes y preparándose para salir a toda prisa hacia el refectorio. —Merci, mademoiselle —dijo él, esbozando una encantadora y atractiva sonrisa. Ella vio brillar una hilera de dientes blancos y fuertes. Él caminó hacia la puerta. Sin pensarlo, sin proponérselo, ella le dijo: —Si fuese contigo, tendrías que jurar con una mano sobre la Biblia que me

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tratarás honorablemente y que harás todo lo que esté en tu poder para protegerme. Él pareció desconcertado y herido por su desconfianza. —Juraré, por supuesto. Pero no les hago daño a niñas y jamás permitiría que sufriera algún perjuicio una persona que viajara conmigo. —Muy bien. —Tal vez en compañía de él le aumentaría el valor—. Mañana por la mañana te diré si decido ir contigo.

En silencio, con las manos entrelazadas sobre su escritorio, la madre Brigette escuchaba a Sorcha exponer su plan. Cuando acabó, se quedó un momento contemplando atentamente a la princesa que había estado a cargo de ella tantos años. La había visto crecer, había visto la transformación de una adolescente, que se asustaba ante una amable reprimenda, en esa bella joven no probada por la vida. Los años de vida sencilla le habían dado una serenidad que brillaba como la llama pura de una vela bajo su piel blanca. Su hermoso pelo cobrizo le colgaba a la espalda en una gruesa trenza, y sus ojos azules no revelaban ningún conocimiento del ser humano. Entre ella y las demás monjas habían educado a Sorcha para ser una de esas personas excepcionales y nobles, una inocente que veía lo mejor en todo el mundo. Tal vez, pensó la madre Brigette, sabiendo lo que ella sabía del mundo y del destino que aguardaba a Sorcha, eso había sido un error. Pero la abuela de Sorcha había sido su primera maestra, y a eso ella añadía las necesarias razón e inteligencia. Por desgracia, la princesa no había experimentado ninguna prueba y ahora, bueno, ahora pasaría por la prueba de fuego. Ella no tenía ninguna manera de prever lo que le ocurriría a Sorcha, pero sí podía protegerla en sus primeros pasos en el mundo. —Así que quiere cruzar el canal y viajar a Francia con Arnou el pescador — dijo—. ¿De quién ha sido esa idea? —Mía. Sorcha estaba sentada en la dura silla con los pies firmemente apoyados en el suelo y el mentón levantado, como si se sintiera orgullosa de manifestar esa valentía. —Comprendo. Qué inteligente ha sido al tomar la iniciativa. —Sí —dijo Sorcha, sonriendo, con una sonrisa tímida, orgullosa. Una sonrisa que la madre Brigette no habría deseado aplastar. Pero debía. —Tiene que marcharse, es cierto. Pero si bien admiro su ocurrencia, he pensado en otro plan. Se desvaneció el placer de Sorcha. La madre Brigette se levantó, dio la vuelta al escritorio y fue a situarse delante de ella. Debía ejercer su autoridad en ese peligrosísimo momento de la vida de Sorcha. —Ayer, después de que rescatara esa barca del mar, Dios me dijo que debía marcharse inmediatamente. —En realidad, tan pronto como vio a Arnou, y vio la manera como observaba a la princesa, comprendió que esta debía marcharse lo más rápida y discretamente que fuera posible—. Después del incendio en su habitación,

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icé una bandera especial para indicarle al señor MacLaren que viniera. Ha llegado esta tarde. —¿Esta tarde? ¡Yo no le he visto! —Hace años, no mucho después de que usted llegara a Monnmouth, le di una orden especial al señor MacLaren. Si yo izaba la bandera escarlata, debía venir lo más pronto que fuera posible y desembarcar furtivamente en el otro lado de la isla. Eso hizo y se ha mantenido oculto desde entonces. Hermana Margaret —dijo entonces en voz más alta—, ¿me hace el favor de venir? Entró la hermana Margaret, trayendo sobre el brazo diversas prendas de ropa lavadas y planchadas. Ella y la madre Brigette se miraron sonriendo. —Aquí estamos, Sorcha —dijo la hermana Margaret—. En un momento la tendremos preparada para irse. —Le cogió la mano, la levantó y la llevó hasta dejarla detrás de un biombo—. Desvístase y yo le ayudaré a ponerse la ropa. —Puedo vestirme sola —protestó Sorcha. —Necesitará ayuda para esto —contestó la hermana Margaret. Y sí que la necesitaría. —Tan pronto como la hermana Margaret la haya vestido, el señor MacLaren la llevará remando a tierra firme —dijo la madre Brigette. —¿En la oscuridad? Eso es peligroso. —Es muy hábil. —No lo entiendo. Esto está ocurriendo muy rápido —dijo Sorcha, su voz embargada por el terror. La madre Brigette y la hermana Margaret se miraron circunspectas. —Está ocurriendo a la velocidad exacta que quiere Dios —dijo la madre Brigette, en tono severo. Sorcha no contestó, o bien porque no podía hablar o porque se negaba a aceptarlo. Sí, la chica tenía sus momentos de rebeldía, pensó la madre Brigette. Tal vez, dadas las pruebas que la aguardaban, eso era para bien. —Es necesario que se marche inmediatamente —dijo—. Quien sea el hombre que la persigue, debe perderle el rastro. —Esperó, pero Sorcha siguió sin manifestar su acuerdo; la princesa no entendía el peligro en que estaba, ni siquiera en ese momento—. Mañana antes del alba, montará el caballo que le dará el señor MacLaren y cabalgará con un acompañante hasta Hameldone. Desde allí —continuó, sin soportar lo que iba a decir—, continuará el trayecto a Edimburgo y cogerá un barco. —¿Sola? —preguntó Sorcha, con la voz algo temblorosa. Ay, si Sorcha supiera lo mucho que temía por ella, pensó la madre Brigette. —Sí, sola. No tengo a nadie para enviar con usted. Por eso son necesarias estas medidas desesperadas. —¿Qué medidas desesperadas? La hermana Margaret se introdujo detrás del biombo con la ropa para Sorcha en las manos.

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La madre Brigette esperó, medio sonriendo. —¿Qué es eso? —exclamó Sorcha, horrorizada—. ¿Quiere que me ponga eso? —No se preocupe, le quedará bien —dijo serenamente la hermana Margaret—. Meta el brazo aquí. —Pero no entiendo —protestó Sorcha—. Esto es ridículo. Nadie se lo creerá. —La gente cree lo que ve —dijo la madre Brigette. Se metió las manos en las mangas y se quedó en silencio escuchando los sonidos de la ropa y las protestas susurradas. No era esa la manera que habría elegido para enviar a Sorcha de vuelta al mundo, pero era la única de que disponía. Su vida le había exigido hacer un estudio de los hombres, hacer preguntas, explorar sus mentes y corazones, fijarse en el tono de sus voces y sopesar sus verdades. Arnou mentía. Ella no sabía por qué, pero él no era quien decía ser, y eso lo hacía peligroso. Peligroso para Sorcha. También veía que, por desgracia, el señor MacLaren era un instrumento de calidad inferior. Traía las provisiones, sí, pero solamente porque sacaba buenos beneficios vendiendo en el mercado las hiervas con que ellas le pagaban. Hacía lo que se le ordenaba, pero solamente por un supersticioso miedo a los papistas, a las mujeres consagradas a Dios y al mal de ojo. Y no recurriría a él si tuviera otra manera de alejar de allí a Sorcha. Alejarla del peligro que planteaba Arnou. Alejarla del peligro planteado por su título y su fortuna. Cuando calculó que a Sorcha ya se le había calmado la conmoción por la ropa que se estaba poniendo, volvió a hablar: —Llevará una pequeña bolsa con monedas en el cinturón. No haga uso de esos fondos a no ser que sea para una emergencia muy desesperada. Eso es muy importante, y por mucho que le insista en ello siempre será poco. Debe tener dinero para llegar a su país, y eso le servirá para pagar el pasaje. —Dominando su vehemencia le recordó amablemente las obligaciones que tenía para con las monjas que habían cuidado de ella todos esos años—. Supongo que cuando llegue a su destino deseará devolver ese dinero al convento. —Bueno, sí, por supuesto. Pero ¿por qué Arnou no puede viajar conmigo? Desea marcharse del convento. Es fuerte. Asustará a los posibles atacantes. —Sin duda asustará a los atacantes, pero no es inteligente. Y usted lo sabe muy bien. —Yo tengo suficiente inteligencia por los dos —dijo Sorcha, muy confiada. Y tenía razón, tenía inteligencia. Pero justamente ese argumento demostraba lo poco que sabía del mundo. —Sí, eso es cierto, pero él no entenderá el motivo de que lleve esa ropa y creo que en su simpleza —simpleza que ella encontraba tan sospechosa— revelará la verdad. —Yo no entiendo el motivo para ir vestida así. —Sí, lo entiende. La madre Brigette ya estaba nerviosa, ansiosa de ver los resultados del trabajo

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de la hermana Margaret. ¿Daría ese disfraz los resultados esperados? —De acuerdo —dijo Sorcha en tono malhumorado—, tal vez lo entiendo, pero esto es tan… me veo tan… No era ese el momento para hacer caso a las protestas. —También llevará una alforja llena de hierbas medicinales. Puede vender las hierbas cuando necesite dinero para comida o en caso de enfermedad. Se va a marchar cuando está a punto de comenzar el invierno, en la peor época del año para viajar, y si bien espero que eso disminuya las posibilidades de robo, creo que pasará días de mucho frío y aflicción. —La aflicción y el frío los puedo soportar, pero ¡esto! —dijo Sorcha, comenzando la frase en tono abatido y terminándola malhumorada. —Será encantador —dijo la hermana Margaret. La madre Brigette comenzó a pasearse por la sala, pero al instante se detuvo en seco. Pasearse sería una pérdida de tiempo y energía. De todos modos, deseaba haber dedicado menos tiempo a alentar la ingenuidad de Sorcha y más a enseñarle acerca de los usos del mundo. Era muchísimo lo que deseaba decirle, pero ya era tarde para los lamentos, por lo tanto eligió con mucho cuidado sus palabras: —Viaje en secreto, vigilante y con discreción. —Comprendo —dijo Sorcha, como si estuviera armándose de paciencia—. Recuerdo la advertencia de Godfrey sobre los asesinos. Recuerdo el fuego en mi celda. —Sea fuerte en su mente —añadió la hermana Margaret. —Mantenga afilado su cuchillo y úselo con toda su habilidad. Fije la mente en el objetivo de volver a Beaumontagne y no se deje desviar por nada —continuó la madre Brigette. —No he experimentado pruebas, pero no me faltan recursos. —Al parecer Sorcha había entendido sus inquietudes y aplicó sus talentos al intento de tranquilizarlas—. En el fondo de mi ser tengo las enseñanzas de mi abuela. Además, he vivido estos últimos años con las mujeres más fuertes, buenas y diligentes del mundo. Pero no con las más recelosas, pensó la madre Brigette, aunque no lo dijo. —Más importante aún, no olvide la historia de mi criada Fabienne y no le confíe su secreto a ningún hombre. —Pero, madre Brigette, debo fiarme del hombre que demuestre ser leal y bueno, si no, no creeré en ningún hombre ni en nada —dijo Sorcha, y su voz delataba incredulidad e inquietud—. No puedo ser así. Eso en sí sería un pecado. —Morir antes de llegar al fin de su viaje sería un pecado —dijo la madre Brigette, severamente—. Cualquier otra cosa es perdonable. La hermana Margaret salió de detrás del biombo, sonriendo encantada. —Está lista. Sé que sufro de vanidad, pero también sé que he hecho un trabajo maravilloso. —Venga, Sorcha, déjeme verla —dijo la madre Brigette, esperanzada y expectante.

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Sorcha salió de detrás del biombo, con las mejillas casi rojas de humillación, la cabeza gacha y las manos en puños a los costados. La madre Brigette dio una vuelta alrededor de ella, observando atentamente todos los detalles. La hermana Margaret le había envuelto el talle en un largo de tela de algodón y luego la había vestido con una tosca camisa marrón, pantalones de lana holgados, sujetos en los hombros con tirantes de cuerda, una capa negra que le llegaba a las rodillas, tres pares de calcetas y botas negras. El sombrero marrón de ala ancha tenía orejeras que se ataban bajo el mentón. La madre Brigette sonrió afablemente a la hermana Margaret. —Gracias, hermana, ha hecho un trabajo verdaderamente maravilloso. Sorcha es, en todos los detalles, un muchacho convincente.

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Capítulo 4

Aturullado por el disfraz, sin saber cómo tratarla, MacLaren gesticuló apuntando hacia el poni. —Este es el único caballo en que puede cabalgar segura, señorita… eh, señorita… eh… —Aprendí a cabalgar antes de aprender a andar —dijo Sorcha. Dio la vuelta alrededor del peludo animalito que MacLaren declaraba sería su montura en su huida de Monnmouth, mirándolo incrédula. MacLaren desvió la vista hacia un lado. —Es el único animal que puedo dejarle. Sorcha lo miró por encima del lomo del poni. El sol se elevaba detrás de ella, iluminando de frente el rechoncho cuerpo del hombre. Su figura daba la impresión de que Dios hubiera cogido a un hombre de tamaño normal, levantado su potente martillo y con un solo golpe lo hubiera aplastado en la tierra, comprimiéndolo, ensanchándolo, exprimiéndole toda la bondad y dejando solamente arcilla sosa, pesada, húmeda. La abuela no habría permitido jamás que un hombrecillo tan antipático la colocara sobre un caballito tan insignificante. Él ya había puesto sus alforjas en el poni, pero se podían quitar. Enderezando los hombros, preguntó glacialmente: —MacLaren, ¿no le dijo la madre Brigette que me diera un caballo para montar? ¿Un verdadero caballo? —Voy a enviar al mejor de mis hombres para que la acompañe hasta Hameldone. Debería estar agradecida. Pues, agradecida no estaba, en absoluto. Esa noche pasada la madre Brigette tenía tanto miedo de que un alboroto avisara al enemigo de su partida, que sólo pudo despedirse llorosa de ella y de la hermana Margaret. Las demás monjas, las mujeres con las que había pasado tantos años, despertarían muy pronto y descubrirían que se había marchado, y no volverían a verse nunca más. La hermana Theresa, tan menuda, tan querida, tan escocesa; la hermana Mary Simon, la hermana Mary Virtus, la hermana Patricia, todas desaparecidas de su vida para siempre… Y ella ya había sufrido muchas pérdidas; ese nuevo golpe le recordaba vivamente su aflicción por la muerte de su padre, su preocupación por sus hermanas, e incluso su pesar de que su abuela hubiera tenido que echarse encima la carga de gobernar sola. ¿Agradecida? ¿De MacLaren? No, de ninguna manera, no le estaba agradecida. —¿Quién es su mejor hombre? —preguntó.

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MacLaren hizo un gesto hacia un hombre rubio de hombros anchos y pecho fuerte y robusto que estaba colgando sus alforjas para el largo trayecto. —Sandie el herrero —dijo. —Encantada de conocerte, Sandie —dijo ella, sonriendo. Sandie no le correspondió la sonrisa ni el saludo. Eran hombres tercos, cerrados, esos escoceses. ¿O sólo lo serían las personas obligadas por su nacimiento y circunstancias a vivir cerca de hombres tacaños y lúgubres como MacLaren? —Sandie va a montar un poni también —dijo MacLaren, como si eso le fuera a endulzar la píldora. Desgraciadamente, en lugar de endulzársela sólo le hizo comprender que se había dejado distraer por MacLaren. —Tiene verdaderos caballos en su establo —dijo, en el tono más autoritario que pudo—. Los he visto. Montaré uno de esos. —Tengo dos caballos, señorita… eh…, señorita… eh… —Se movió nervioso, como si no soportara mirarla—. Uno para mí y el otro para mi mujer. ¿Cuál quiere que le dé? —Ah, sólo tiene dos caballos. No lo sabía. No puedo coger el de su mujer. No, claro que no. Supongo que este poni me servirá bien mientras… —Mientras no tuviera que huir de algún villano que la persiguiera—. Bueno, el poni me irá bien. — Aun cuando al poni le colgaba el vientre fláccido y se le veían las costillas—. Gracias, señor MacLaren. Él asintió. —Bueno. —¿Cómo se llama? —preguntó ella. —¿Cómo se llama quién? —El poni. —¡No tiene nombre! —bufó él, echando a andar con paso enérgico hacia el embarcadero—. ¡Un nombre para un maldito poni! Sorcha lo observó alejarse y luego se volvió a mirar a Sandie. —Bueno, la llamaré Santa Burra, porque ese animal llevó a María a Belén. —Tiene una elevada opinión de sí misma, ¿eh? —dijo Sandie en tono áspero, y con un enérgico rodillazo puso en marcha a su poni por el camino. Sorcha montó a toda prisa y cabalgó hasta ponerse a su lado. El andar de Santa Burra le hacía entrechocar los dientes como para soltárselos. El pobre animal parecía sufrir de cojera, pero ella estaba resuelta a disfrutar al máximo de su viaje. Al fin y al cabo, esa era una verdadera aventura. Cuando llegaron a lo alto de la colina, se giró en la silla a mirar el pendenciero mar, para contemplar una última vez la rocosa isla donde las casas del convento alzaban sus brazos hacia Dios. Mientras estaba mirando, la niebla cubrió la isla, que desapareció en el interior de ese remolino como un sueño que nunca más volvería a visitarla. —Vamos, pues —dijo Sandie ásperamente—, si no, no voy a volver aquí antes del domingo.

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Sorcha sorbió por la nariz para tragarse las lágrimas, sacó un pañuelo blanco de la manga, se secó las mejillas y reanudó la marcha para seguirlo. Cuando llegó a su lado él le miró fijamente los ojos acuosos. —¿Qué? —No va a convencer a nadie con ese disfraz si continúa así —dijo él y, moviendo la cabeza de lado a lado, azuzó al poni y comenzó a bajar por el estrecho sendero. Ella detuvo al poni para mirarse. Estaba vestida igual que un hombre. Ese era un disfraz perfecto. ¿Qué quería decir él, entonces? —¿Si continúo cómo? —gritó, trotando detrás de él—. ¿Por qué no voy a convencer a nadie con mi disfraz? Él encogió los hombros y continuó cabalgando. —Llora como una niña. —¡Sólo una vez! ¡Y no mucho rato! Él no contestó. —No lo volveré a hacer. Él siguió en silencio. —Seré tan dura y grosera como cualquier hombre. Entonces, por fin, él dejó salir de su boca una frase más brusca aún, que le demostró lo tremendamente fácil que era engañarla. —MacLaren no tiene esposa.

—Ahora puedes entrar —dijo la hermana Theresa a Arnou, sonriéndole y abriendo la puerta del oscuro despacho de la madre Brigette. Él la observó atentamente antes de pasar por la puerta. En los dos días que llevaba ahí, ella no le había sonreído ni una sola vez. Encontraba casi espeluznante esa amabilidad. En la cavernosa sala no entraba ni una pizca de la luz de fuera, y viniendo casi deslumbrado por la brillante luz del sol, tuvo que entrecerrar el ojo no tapado para que se le adaptara a la penumbra. La llama de una sola vela parpadeaba sobre el escritorio al que estaba sentada la madre Brigette moviendo una pluma sobre una hoja de papel. Estaba en una misión, pero no olvidaba su disfraz. Así pues, avanzó arrastrando los pies hasta detenerse ante ella. Se tironeó el mechón, simulando ser un idiota. —Madre Brigette, ¿dónde está la señorita Sorcha? La madre Brigette terminó de escribir, colocó la pluma en su lugar, echó arenilla sobre la carta y le puso el tapón al tintero. Entonces levantó la cabeza y lo miró. —¿Por qué lo preguntas, Arnou? —Hoy yo tenía que llevarla a tierra firme en la barca y no la encuentro por ninguna parte. Movió la cabeza de arriba abajo, se acomodó el trapo que le cubría el ojo,

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haciendo en todo una imitación perfecta de un pescador al que le han golpeado en la cabeza muchos bacalaos. —Hay una buena razón para que no logres encontrarla. Con sumo cuidado, la madre Brigette juntó las manos sobre el escritorio y lo miró atentamente, con toda la caridad de un perro cazador de ratas examinando a un roedor. Él sintió bajar por el espinazo los primeros pinchazos de la sensación de peligro. —¿Cuál es esa razón? —Se marchó anoche. Olvidando su disfraz, él se irguió en toda su estatura y clavó una mirada feroz en la autoritaria mujer. —¿Qué? —Ya está fuera de tu alcance —dijo ella, sosteniéndole la mirada. Él vio una fiera inteligencia en esos fríos ojos grises. Los pinchazos se transformaron en sacudidas de alarma. —Nos has mentido, Arnou. No eres quien dices ser. Esa voz glacial le enfrió la ira e hizo entrar en acción a su instinto de conservación. Miró alrededor. Vio que en cada rincón acechaba una monja. Pero ¿qué peligro eran ellas? —Y sé que un hombre puede meter a la fuerza los pies en botas pequeñas si la recompensa es lo bastante grande —continuó la madre Brigette. ¡Condenación! Esa mujer de mirada sagaz sabía lo que había hecho. Miró hacia arriba y vio que del cielo raso colgaba una red de pescar, y de la red bajaba una cuerda. Volvió a mirar a la madre Brigette. Ella tenía en la mano el extremo de la cuerda. Una trampa. —¡No! —gritó. —Sí —dijo ella secamente, y tiró de la cuerda. Trató de escapar pero ya era demasiado tarde. Como si fuera un tigre señalado para morir, la red le cayó encima y lo envolvió. Eso ya le había ocurrido antes. Pero no quería volver a estar en prisión. Al menos no sin dar la batalla. Enloquecido por el terror, la furia, la angustia, trató de liberarse, y sólo consiguió quedar más y más enredado. —Arnou, basta —dijo la madre Brigette, golpeándolo con su voz—. Cálmate. No te vamos a hacer daño. Nada que ella dijera podía calmarle el terror. No podía quedar entrampado otra vez. De detrás de un biombo salió un hombre fornido que le enrolló una cuerda en el pecho. Y por si fuera poco el muy cabrón le dio un tirón a la cuerda, apretándola más. Arnou se sintió ahogado, por la red, la cuerda y el miedo. Trató de soltarse las

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ataduras. —MacLaren, no lo mates —le advirtió la madre Brigette. —Está loco —dijo MacLaren, despectivo. Arnou vio el brillo en los ojos de MacLaren. Parecía un hombre que disfrutara atrapando a otro; disfrutaría estrangulándolo. Olvidando la red, se abalanzó sobre él. Porque MacLaren tenía razón; estaba loco. No se echaría atrás. No volvería al infierno. Tropezó, perdió el equilibrio y cayó al suelo, decidido a matar a MacLaren. Oyó unos agudos chillidos de angustia. Pero estos no habían salido de su boca. Cuatro monjas corrieron hacia él, desde los cuatro rincones de la sala. La red le raspó la cara, arrancándole el trapo con que se cubría el ojo. —¡El ojo! —exclamó la hermana Theresa—. Tiene sano ese ojo. —Un ojo perfectamente sano —dijo la madre Brigette, y la ira que él detectó en su voz penetró su miedo, volviéndolo a la lucidez—. Yo tenía razón. Nos ha mentido. Las monjas le arrojaron mantas de lana encima. Lo envolvió la oscuridad, sofocándolo. Le volvió el terror, con renovada fuerza. Nuevamente trató de quitarse las ataduras. Sintió un calor terrible. Se le acabó el aire; no podía respirar. Y antes de perder el conocimiento, se dijo tristemente que había vivido en la celda de una mazmorra del tamaño de un ataúd. Había sobrevivido años y años sin luz, sin calor, sin comida decente. Su espíritu había recibido un golpe tras otro. Sus amigos habían muerto. Año tras año lo azotaban con un látigo, lo golpeaban con una varilla, hasta que finalmente, después de un tiempo interminable, sólo lleno de negrura y depresión, se le quebró el espíritu y ya no le importó nada de nada. También se dijo que en aquel momento, cuando había desaparecido toda esperanza, descubrió una diminuta lucecita en su interior. Lenta y dolorosamente aquella vez volvió del umbral de ese infierno. Volvería otra vez. Porque había cambiado; era un hombre distinto. El infortunio lo había quemado llevándose su yo blando y privilegiado, dejando solamente una férrea resolución y un frío instinto de matar. Tendría a Sorcha. Salvaría a su reino. Después de todo, era el príncipe Rainger.

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Capítulo 5

Tres años antes, 1807. Palacio Gala de Beaumontagne Con su huesudo puño, Rainger golpeó el cristal abriendo un buen agujero; se quedó inmóvil un momento, con el oído atento por si oía un grito, el cual le diría que los guardias habían oído el ruido. Nada. Seguía su suerte por el momento. Metió el brazo por el agujero y corrió el pestillo de la ventana. Esta se abrió sin problemas con un suave empujón. Entró sigiloso en la cavernosa sala y se detuvo a hacer una larga respiración; en el aire se olía el aroma del dinero. Estaba en la antecámara del Palacio Gala, donde incluso en las noches más oscuras brillaba suavemente el oro de las paredes. Ninguna vela iluminaba la oscura sala, pero se le adaptaron los ojos sin dificultad alguna. Había estado tanto tiempo mirando la oscuridad que ya no reconocía la luz. Sólo contaba con unos pocos minutos para encontrar a la frágil y anciana reina y obligarla a hacer lo que le ordenara. Porque si lo cogían, lo arrojarían en una celda de prisión, y ya estaba demasiado familiarizado con la prisión para ir a ella sosegadamente. Ella vivía en la esquina oeste del palacio, donde recibía el sol de la tarde. La recordaba enterrando una y otra vez la aguja en su bordado, llenando de hilo la tela mientras hablaba y hablaba con su voz fría y clara y su tono regañón. Detenido ahí, cerró los ojos y sintió oscilar el cuerpo, sumergido en los recuerdos y enfermo de la necesidad de vengarse. Y enfermo de hambre. Dios santo, hacía dos días que no comía, y ocho años desde la última vez que comió bien. Abrió bruscamente los ojos y se apresuró a salir al corredor. Avanzó sigiloso por el silencio, sin hacer el menor ruido, deteniéndose en cada esquina con el oído atento por si oía algún sonido. Los guardias estaban fuera de las murallas del palacio, y en el interior no se oía el menor movimiento. Ni siquiera un ratón se atrevía a perturbar el descanso de la reina Claudia. La puerta de uno de sus aposentos se abrió con solo tocarla, y al instante comprendió que había entrado en la habitación que buscaba; el aroma a lavanda era abrumador. Delicados muebles femeninos ocupaban palmo a palmo toda la sala de estar, y la única vela encendida en la dependencia contigua dejaba ver una enorme cama con las mantas levantadas y arrugadas, en cuya cabecera estaba tallada una réplica de la adornada corona. A medida que se acercaba al dormitorio se sentía más intenso el olor a lavanda. Pasó por la puerta. El dormitorio de la reina era enorme y alto, no la habitación más

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cómoda del palacio, pero sí la más grandiosa, que era lo único que le importaba a la condenada vieja. Avanzó sigiloso hacia el montón de mantas que cubrían a la figura recostada. Había soñado con ese momento. En las profundidades de su celda, donde rara vez brillaba una luz, donde lo encerraban paredes de piedra gris y el techo era tan bajo que no le permitía estar de pie, había soñado con estar ahí, mirando a la vieja escoba, sabiendo que por fin iba a tener su venganza. Se le nublaron los ojos y sintió rugir la sangre en sus venas. Hizo una inspiración larga y lenta, y se le despejó la cabeza. Entonces, detrás de él, oyó el clic de una pistola al amartillarla. Se giró a mirar, y vio a la dama de pelo blanco sentada en un sillón junto a la ventana, envuelta de la cabeza a los pies en una manta de lana, y el cañón de la pistola sobresaliendo por entre los pliegues. —Levanta las manos —ordenó ella con su voz rasposa—, o te dispararé ahí donde estás. Fríamente él observó dos manchas de sangre en la alfombra de Aubusson, por lo tanto no cometió el error de no creerle. Levantó las manos, y al ver que ella alargaba la mano para tirar del cordón y llamar, dijo: —Pero, Vuestra Majestad, ¿no reconocéis a vuestro único ahijado? Ella detuvo la mano y lo miró fijamente. Él sabía qué veía. Sus harapos grises le colgaban sobre el flaco cuerpo. Los ojos le brillaban de ardor. Una barba le cubría las mandíbulas y la boca, que había olvidado sonreír. Y hedía. Olía a un hombre que no ha visto agua y jabón durante años. No era en absoluto la figura noble que debería ser el ahijado de ella. —¿Qué has dicho? —preguntó ella. Él se inclinó, lo mejor que pudo, con los brazos levantados. —Soy el príncipe Rainger de Leonides, para serviros. —Imbécil insolente. A mi ahijado lo mataron de un disparo los revolucionarios hace ocho años. —Los rumores de mi muerte se han exagerado enormemente. Ella emitió una risita parecida a un cacareo. —Enciende las velas. —La mano enjoyada, parecida a una garra, con que sostenía la pistola, estaba tan firme que igual podría haber tenido veinte años y no los ochenta y dos que él sabía que tenía—. Muévete lentamente. Me fastidiaría muchísimo ponerme nerviosa y dispararle a mi ahijado por error. De su tono chorreaba el desdén, pero no gritó llamando a los guardias. Caminando con sigilo, cogió una vela, fue a encenderla en el hogar, y con ella encendió las velas de todos los candelabros que logró ver. —Vuélvete —dijo ella. Él se giró a mirarla. Estaba vieja, viejísima, y casi esquelética. Su cara en otro tiempo hermosa estaba convertida en un montón de arrugas. Tenía los dedos torcidos por el reumatismo. Pero él vio que no se rendiría. A los setenta y seis años

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había luchado contra los revolucionarios, ganado y recuperado el poder, y ahora, seis años después, no se rendiría ante nadie. Y mucho menos ante un hombre que había entrado furtivamente en su palacio; ante un hombre al que suponía un impostor. Ella le examinó la cara, como si buscara una confirmación de que había dicho la verdad. Entonces se le aflojaron las arrugas del semblante y nuevamente alargó la mano hacia el cordón. —Atacaré si debo —dijo él entonces, tenso, en un tono frío como la muerte. —Muy principesco —dijo ella en tono burlón, pero retiró la mano del cordón; suspirando, hizo un gesto hacia la ventana—. Te he visto venir. Siempre veo venir a esas nobles jovencitas, que atraviesan valientemente el patio con historias de ser una de mis nietas, perdidas hace tanto tiempo. Eres el primer hombre al que se le ocurre esa idea, la de asegurar que es Rainger. ¿Qué te ha hecho pensar que resultaría? Parecía estar tan cansada que él la compadeció. Aun cuando sabía muy bien que por su pura e implacable voluntad, la reina Claudia había sobrevivido a las revoluciones que asolaron los dos países, en su desesperado viaje por el campo había oído el rumor: el hijo de Claudia, el rey, había muerto, y el peso del gobierno recaído en sus flacos hombros. Pero de las chicas, las princesas, nadie le había dicho nada. —Permitidme que os encienda un cigarrillo —dijo. —Qué amable, y qué conveniente para ti. Tendrías que acercarte para dármelo, ¿y qué harías entonces? ¿Cortarme el cuello? Cualquiera pensaría que sus experiencias la habían hecho amargada y desconfiada, pero él sabía que siempre había sido así. —No deseo cortaros el cuello, al menos no por los motivos que os imagináis. Vos sois mi única esperanza. Deseo recuperar mi reino. Deseo vengarme de los rebeldes que mataron a toda mi familia y me tuvieron prisionero en una mazmorra durante ocho largos años. Y eso no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. Las tupidas cejas grises se arquearon de regio asombro. —Aun cuando fueras Rainger, ¿qué te hace pensar que te ayudaría? Nuevamente le vino una oleada de debilidad. Retrocedió hasta la mesa y se apoyó en ella. —Nadie se sienta en presencia de la reina sin ser invitado —dijo ella. —Sólo estoy apoyado —dijo él, cruzándose de brazos—. Os conozco, abuela. La primera vez que os vi, me hicisteis bajar de un tirón de lo alto del asta de la bandera y me golpeasteis las piernas con vuestro bastón. Me dijisteis que yo era el único heredero de Richarte y que tendría que rendir cuentas ante vos, porque Dios me había dado el reino vecino al vuestro y no permitiríais que yo estropease el plan de Dios con mi estupidez masculina. Y después me hicisteis copiar entero el libro de los Reyes de la Biblia. Yo tenía cinco años. Ella lo miró pensativa, aunque si eso significaba que lo recordaba él no habría podido adivinarlo. —¿Crees que he cambiado? —preguntó ella, entonces, en tono más amable. —No particularmente. Os veis tan anciana como la primera vez que os vi.

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Ella emitió una corta risita. —Siempre fuiste un mocoso insolente. —Se le bajó la pistola y se sostuvo la muñeca con la otra mano—. Muy bien, esto es lo que harás. Te lavarás, te afeitarás y vestirás, y si me parece que pasas el examen, te permitiré que realices una búsqueda para demostrar tu valía. O sea, que no lo iba a hacer matar, pensó él. Veía girar la habitación. ¿O sería su cabeza? —¿Una búsqueda? —¿Recuerdas a mis nietas? —Muy bien. Sí que recordaba a las tres princesitas, una terriblemente traviesa, otra enérgica y resuelta, y la que estaba destinada a ser su reina: Sorcha. Sorcha. —Hace diez años, cuando los problemas se hicieron tan grandes, envié a mis nietas a Inglaterra, para protegerlas de esos bellacos, de esos intrusos rebeldes, de esos campesinos ingratos que se imaginaban que podrían ser realeza poseyendo una corona. De la boca le salía un poco de baba espumosa al hablar, y sus ojos brillaban de crueldad. —¿Se marcharon? ¿Se marcharon las chicas? Eso él no lo sabía, porque su país había sido tomado por los rebeldes al mismo tiempo, y él no había logrado retener el trono. No se había ido del país a refugiarse en el exilio. Lo condenaron a una muerte en vida. —Se marcharon. Inglaterra era un lugar seguro, así que las envié a lugares distintos, a vivir con personas a las que les pagué para que cuidaran de ellas, pero eso fue cinco años antes de que lograse recuperar el mando aquí y pudiera enviar a buscarlas. —Curvó los labios, disgustada—. Han desaparecido. —Las personas a las que les pagasteis… —Eran indignas de confianza. Cuando dejó de llegarles el dinero, las mandaron lejos, las abandonaron. Incluso una pareja murió para eludir su responsabilidad. He perdido a mis nietas. No he logrado encontrarlas. —La voz le había ido bajando de volumen, y añadió en voz muy baja—. Ahí es donde entras tú. Él entendió. Comprendió al instante. —Queréis que yo las encuentre. —Enderezó los hombros—. Muy bien, pero primero debéis ayudarme a recuperar mi reino. Ella frunció los labios y negó lentamente con la cabeza. —Creo que no. —Pero mi pueblo está sufriendo. Un cruel tirano los está matando a impuestos. —Encuentra a mis nietas y tráelas aquí. —Se inclinó hacia él, con los ojos muy brillantes—. Cuando las traigas, te daré permiso para que te cases con la que desees. Entonces, y sólo entonces, podrás usar el poderío militar de Beaumontagne para recuperar tu reino. Ese es el trato que te ofrezco, príncipe Rainger. La anciana era implacable, y tenía el as de triunfo.

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Tomó la decisión. —Hecho —dijo. Ella enderezó la espalda. Fue casi como si su buena disposición le hubiese cambiado la opinión respecto a él. Se echó a reír. Dios santo, se estaba riendo, con una risa dura, de diversión. —Qué, ¿creíais que iba a maldecir vuestra orden? ¿Que iba a coger un berrinche y hacer morros? ¿Sabéis qué he hecho los ocho últimos años? He vivido en una mazmorra, una celda siempre húmeda y fría, golpeando la pared para enviar mensajes a mis amigos que estaban en la celda contigua cavando un túnel con las uñas, viviendo en el borde de la desesperación. Una vez al año, el tirano cuyo traidor trasero se sienta en mi trono bajaba a burlarse de mí y a mirar mientras sus hombres me azotaban. Se levantó la camisa y se giró para enseñarle la espalda. —Buen Dios. ¿Él te ha hecho eso? —Mirando la cantidad de cicatrices y costras que le cruzaban en trama la espalda, le tembló de repugnancia la voz—: Una cosa es azotar a un hombre, pero una sola vez. Más azotes le quiebran el espíritu, lo convierten en un animal que no conoce nada aparte del odio o… —retuvo el aliento. Él se giró a mirarla. —O la locura. Dejó asomar el odio a sus ojos, y tal vez ella vio en él ese filo de locura. Pero estuviera o no estuviera loco, lo que en realidad no sabía, ella lo necesitaba. No tenía a nadie más. Él lo sabía. Ella lo sabía. —Sí, abuela —dijo—. Soy Rainger, pero no el Rainger que vos conocisteis. —No, ahora lo veo —dijo ella, y lentamente puso la pistola sobre la mesa. —Después de las lecciones en paciencia y autodominio que me he visto obligado a aprender, ¿os imagináis que veo alguna dificultad en traeros a vuestras nietas? Eso no es nada comparado con lo que ya he hecho. Vos tenéis las tropas. Haré lo que me habéis ordenado, pero después de eso vos haréis lo que os exijo. Encontraré a vuestras nietas. Me casaré con la que elija. Y vos me daréis los soldados para recuperar mi reino. —De acuerdo —dijo ella, y le hizo un gesto invitándolo a acercarse. Él avanzó con cautela, algo tambaleante, y se inclinó ante ella. Ella le cogió el brazo con la mano y se lo apretó con tanta fuerza que seguro que le saldría un moretón. —Pero has de saber que no eres el único que anda buscando a mis nietas.

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Capítulo 6

MacLaren era un gusano, y no un gusano cualquiera, comprendió Rainger. Era un gusano de la peor especie, mezquino, malévolo, cruel, al que le gustaba tener un prisionero en su mazmorra, tenerlo ahí en esa celda húmeda, alimentarlo sólo con unas miserables gachas de avena y agua y no darle nada a parte de una delgada manta de lana para soportar el frío de la noche. Hacer desgraciado a alguien le hacía sentirse poderoso. Lo que no sabía MacLaren era que él ya había estado en una situación similar antes. Las paredes rezumaban humedad cuando subía la marea; eso era nuevo para él, pero, por lo demás, ya conocía las rejas, las sonrisas burlonas, la oscuridad. El primer día exploró su celda subterránea, bajo el castillo de MacLaren. No encontró ninguna salida posible, pero sabía armarse de paciencia y esperar. Demonios, había esperado ocho años en una celda mucho más oscura y subterránea que esa. Ahí sólo lo visitaba un inexorable tormento. Su princesa. ¿Dónde estaría Sorcha? Pero lograría encontrarla otra vez. Del castillo de MacLaren sólo salía un camino. Por las mofas que le había hecho éste, sabía que la había llevado en barca hasta la orilla y que una vez allí la había puesto en camino. Pero ¿lograría esa niña inocente y tonta sobrevivir el tiempo suficiente para poder él rescatarla? No lo había reconocido. El viaje a Edimburgo, el largo trayecto por Escocia, la navegación en el pequeño velero para llegar a la isla, le habían aportado la suciedad y el aspecto de un trabajador. La barba y el trapo que llevaba atado para ocultar el ojo le cubrían buena parte de la cara. Pero, principalmente, había cambiado. La mazmorra, los azotes, la soledad, la desesperación, la desesperanza, lo habían cambiado tanto que era absolutamente increíble. Sorcha, en cambio, no había cambiado nada. No se había esperado que estuviera tan igual a la princesa que él había conocido: los brillantes ojos azules, la piel blanca con un toque de pecas doradas, el pelo cobrizo. Hermosa. Bellísima. Como en los sueños que él había tenido en otro tiempo. Cuando era príncipe, honrado, respetado, festejado y, lo principal, limpio, no le tenía gran afecto a la princesa heredera. Estaba enamorado de otras mujeres, mujeres mayores que le enseñaban los placeres de la carne, mujeres de las que finalmente una le enseñó el significado de la palabra «traición». Pero cuando pasaron los primeros momentos de incredulidad y angustia por la prisión, y se encontró durmiendo solo noche tras noche, había comenzado a soñar

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con Sorcha, su prometida. Durante los ocho largos años de prisión había soñado con ella. Y así, cuando de repente la vio en la playa, y la observó mientras se ataba el orillo de la falda a la cintura y luego meterse en el agua helada con el fin de sacar una barca sólo por salvarle la vida a un desconocido, ¡por todos los santos!, eso había sido mejor que comer carne, mejor que tener jabón, mejor que una relación sexual. Bueno, mejor que una relación sexual, no, pero condenadamente fabuloso. Y más importante aún, estaba soltera. Sus hermanas no lo estaban. Las dos habían encontrado a un hombre para amar, ingleses que se habían casado con ellas y las adoraban. Sus encuentros con Clarice y Amy le habían enseñado a ser cauteloso, prudente, y en esos momentos en que su princesa heredera se iba alejando más y más de él, comenzó a sopesar sus opciones y a hacer planes. Durmió; debía conservar sus fuerzas. Y esperó. Llegó el tercer día de prisión en la mazmorra de MacLaren. Estaba tendido en el camastro con los ojos cerrados cuando oyó el tintineo de llaves. Todos los sentidos se le despabilaron. Captó el fuerte olor a whisky, era de MacLaren, y oyó el murmullo de otra voz, la de su criado. Lo más probable es que fuera capaz de dominarlos a los dos, pero continuó tumbado, con los ojos entrecerrados, como si tuviese mucho sueño. Ese no era el momento para hacer su jugada, estando el castillo lleno de criados y todos los parientes vagabundeando arriba. MacLaren le enterró un mosquete en la cara y dijo: —No te muevas o te haré volar la cabeza, y con placer. Llevaba una gruesa porra de roble en el cinturón y un puñal en su vaina atado a la muñeca. Por lo visto no quería que, si él decidía atacarlo, lo sorprendiera sin un arma. —Brian, átalo. La mirada de Rainger pasó a Brian. Sus enormes orejas, su calva y su piel tostada por el sol parecieron iluminarse por el privilegio que se le concedía. Le ató las muñecas con una cuerda, enseñando con su sonrisa unos agujeros negros donde los dientes se le habían podrido. Mientras él hacía los débiles movimientos de defensa que se esperaban de él, Brian le echó una manta sobre la cabeza. Cuando lo levantaron y empezaron a sacarlo medio a rastras de la celda, se relajó, dejando el cuerpo fláccido, simulando que se había desmayado. —Es un verdadero cobardica, ¿verdad? —dijo MacLaren, jadeante por el esfuerzo de acarrearlo. Lo llevaron casi arrastrando por el suelo de tierra, y luego su trasero fue golpeando cada peldaño cuando lo subieron por la escalera. Pese a las magulladuras que le iban haciendo los golpes, sabía que eso era bueno; significaba que los dos eran bajos, un buen palmo más bajos que él, y cuando estuvieran fuera de la fortaleza de MacLaren, él tendría la ventaja. —No estoy en absoluto a favor de dejarte vivo y en libertad —informó MacLaren a su cuerpo fláccido—, pero la madre Brigette dijo que debía hacerlo, y esa

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mujer papista tiene el don de enterarse de todo lo que hago. Es casi espeluznante cómo lo hace. Rainger pensó amargamente que ella se había dado cuenta de que mentía pero no había adivinado sus motivos. Por lo que a él se refería, esa monja tenía muy poca intuición. Pero por lo menos había mantenido a Sorcha oculta para él. Al menos se podía decir eso a su favor. Por la polvorienta manta de lana se filtraba aire fresco, el primero que inspiraba en esos tres días. También se filtraba la luz del sol, teñida de marrón, pero era de agradecer. Muy de agradecer. Los dos hombres lo pusieron atravesado y boca abajo sobre un caballo. No, sobre un burro. No, bueno, en realidad no sabía qué era, pero era un animal bajo porque los pies le arrastraban por el suelo. En ese país dejado de la mano de Dios, igual podía ser un cerdo para tirar carretillas. El animal trotaba por el sendero detrás de los dos hombres a caballo, enganchado a uno de los caballos por las riendas, levantando polvo con los cascos, polvo que se metía bajo la manta y le hacía estornudar. Los dos escoceses rugían de risa, pero a él no le importó. El sol le calentaba el trasero cubierto por la manta. Tenía las piernas libres y las ataduras en las muñecas estaban bastante flojas. Comenzó a moverlas para soltárselas, divertido por la incompetencia de Brian, y por otro lado furioso con cada milla que avanzaban, y que lo iban alejando cada vez más de Sorcha. Transcurrió lentamente una hora. El sendero serpenteaba por las colinas. Los hombres ya habían dejado de reírse de él e iban conversando. Rainger los oyó hablar de los granjeros, de los ingleses, de la derrota del 46, de si habría lluvia suficiente para los cultivos. Y cuando por fin terminó de soltarse la cuerda de las muñecas, tuvo la satisfacción de saber que a él no le prestaban la menor atención. Tironeó la manta, quitándosela de debajo del cuerpo, liberándose para actuar. Miró alrededor. Estaba tendido sobre un peludo poni. Los hombres iban cabalgando unos cuantos palmos más adelante. Tendría que actuar rápido para arrojar al suelo a Brian, montar su caballo y derribar a MacLaren del suyo. —Ya estamos bastante lejos —dijo MacLaren en ese momento—. Déjalo tirado aquí. Quítale las botas. Que vea cuánto tiempo le lleva llegar a Edimburgo descalzo y con las manos atadas. Será cerdo, pensó Rainger apretando fuertemente los extremos de la cuerda. Le haré lamentarlo. Brian se rio y detuvo su caballo, con lo que se detuvo el poni. Rainger lo oyó desmontar y luego caminar hacia él. Trató de calcular cuánto tardaría en llegar hasta él, y Brian se lo puso fácil: le dio una palmada en el trasero. Como un dios vengador, Rainger se incorporó, apartándose del poni, y en un solo movimiento se quitó la manta, hizo girar al horrorizado Brian y le enrolló la cuerda en su gordo cuello. Brian se sofocó, se llevó las manos al cuello y trató inútilmente de soltarse.

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Con la cara roja de horror y furia, MacLaren alargó la mano para coger el mosquete que llevaba colgado a un lado de la silla. Rainger se echó a reír. A esa distancia, con los caballos corcoveando, y teniendo a Brian delante de él, MacLaren no tenía la menor posibilidad de dispararle sin matar a Brian también. —Adelante, dispara —lo desafió, sarcástico. —Maldito burro arrogante —gruñó MacLaren. Pateando para quitarse los estribos de los pies, se apeó del caballo, y avanzó, apuntándole. Rainger tuvo que reconocerle el mérito; a MacLaren no lo intimidaba ni su tamaño ni su fuerza, y no era en absoluto inteligente, porque debería haberse sentido intimidado. Pero no tenía tiempo para luchar. Simplemente apretó más fuerte a cuerda contra el cuello de Brian. Este pataleó, y sus gritos fueron silenciados por la presión de la cuerda en su tráquea. Finalmente perdió el conocimiento y quedó fláccido. Entonces Rainger lo arrojó sobre MacLaren, que ya estaba cerca. El peso muerto que le cayó encima le hizo tambalearse hacia atrás. Rainger se lanzó hacia él de un salto y cogió el cañón del mosquete. Retorciéndolo, se lo quitó de las manos y le golpeó el pecho con la culata. MacLaren cayó al suelo con un fuerte golpe, elevando polvo a su alrededor. Rainger le plantó la rodilla en el pecho y le enterró el puño en la cara. La cabeza de MacLaren golpeó el suelo con fuerza y quedó inconsciente, enseñando el blanco de los ojos. Rainger volvió a reírse, contento por haber terminado ese asunto. Le sacó el cinturón de cuero con la porra y le arrancó el puñal con su vaina de la muñeca. Una mano lo cogió del pelo y le hizo caer de espaldas. No tuvo necesidad de pensar, el instinto tomó posesión de él. Esperó a que Brian se inclinara sobre él y entonces levantó las dos piernas con fuerza, golpeándole bajo el mentón. Le rompió la mandíbula y Brian aulló de dolor. Rainger no perdió más tiempo. Con el mosquete en la mano, montó en el caballo de MacLaren y cogió las riendas del de Brian. Y llevándose las alforjas con las provisiones de los dos hombres, emprendió la marcha hacia el camino. Tenía que rescatar a una princesa.

Sorcha iba cabalgando por la calle principal de Hameldone volviendo la cabeza de lado a lado con el fin de verlo todo sin perderse nada. Hacía tanto tiempo que no veía dos casas juntas que le costaba contener su entusiasmo. La calle estrecha, con calzada de tierra, las casas y tiendas apretujadas, le daban un aspecto casi medieval al pueblo. Cuando se iba acercando a la plaza del mercado, el ruido de muchas voces, de vendedores y compradores, le hizo bajar un estremecimiento de euforia por el

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espinazo. Cada sonido que llegaba a sus oídos la transportaba a su ciudad, Beauvallee, la capital de Beaumontagne. Casi se imaginaba que cuando doblara por esa esquina vería la colorida plaza del mercado y arriba, en lo alto del risco, el palacio real dominando la ciudad, y vería a Clarice y a Amy con los brazos llenos de flores, sonriendo y caminando hacia ella. Acicateada por una irracional expectación, apretó las rodillas instando al poni a avanzar más rápido, dio la vuelta a la esquina, y estuvo a punto de chocar con Sandie, que estaba sentado en su poni, mirándola con la cara ceñuda y malhumorada. —No se quede rezagado, jovencito. Después del primer día, él no había vuelto a decir nada que diera a entender que sabía que era mujer. En realidad, a pesar de sus animados intentos de entablar conversación, prácticamente no había abierto la boca para decirle algo durante los dos días y medio que les había llevado a los pobres ponis hacer el laborioso trayecto hasta Hameldone. Ella, que había vivido en un convento y soñado con conocer gente, con aprender cosas nuevas y ver otros lugares, se había pasado la primera etapa de su viaje en silencio. Si la intención de él había sido que se alegrase de su inminente separación, lo había hecho muy bien. Entonces él se giró y condujo a su poni hacia el interior de la plaza del mercado. A Sorcha se le agitaron las aletas de la nariz cuando sintió los olores a pan recién sacado del horno y a venado asado. Comería allí antes de tomar el camino del este hacia Edimburgo. Comería, compraría unas cuantas manzanas rosadas, unas cuantas patatas, un poco de carne seca… —¿Va a seguir llevando a ese animal detrás de mí? —le preguntó Sandie—. Porque si esa es su intención, podemos separarnos inmediatamente. Sorprendida por el tono duro de su compañero de viaje, ella lo miró fijamente. En el convento se había imaginado que detestaría el momento de separarse de quien fuera que la llevara tan lejos, y la verdad era que sentiría un inmenso alivio al despedirse de él. —Podemos separarnos ahora mismo —dijo. Y añadió, por cortesía—: Si está conforme. Él entrecerró los ojos. Tardíamente ella pensó que tal vez él no sabía lo que quería decir «conforme». —Quiero decir, si no le importa, continuaré sola. —Sé lo que quiere decir —contestó él. Bajó la mirada al poni—. ¿Se va a llevar el poni entonces? —¿A Santa Burra? Pues, sí. Le costaba creer que él le preguntara eso. El pobre poni todavía se veía débil, sin vigor, y aunque al principio aceptaba receloso sus caricias, su entusiasta afecto la había conquistado y ya la seguía pegada a sus talones como un perro. No permitiría que se la llevara un hombre tan frío como Sandie el herrero.

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—Eso es un regalo caro de MacLaren —dijo Sandie. ¡Qué hombre más atrevido! —No ha sido un regalo. La madre Brigette le pagó buen dinero por él. Sandie se limitó a gruñir, y se dirigió hacia una casa baja en cuya puerta estaba clavada una herradura. Ella lo siguió. —¿Ese es el establo donde debo dejar a Santa Burra? —Sí. —¿Me puede decir cuál es el mejor lugar para vender mis hierbas? —La tienda de la señora MacDuncan. —¿Y ese es el mejor lugar para comprar provisiones para mi viaje? —Sí. —¿Me podría recomendar una posada para pasar la noche? Quiero encontrar una buena posada para dormir, con sábanas limpias, y hacer una buena comida antes de ponerme en camino. Sandie detuvo al poni y se giró en la silla, malhumorado. —Si eso es lo que quería decir con separarnos, me seguirá todo el camino de regreso a casa. Sin decir palabra, ella detuvo a su montura y se quedó observándolo mientras él desmontaba y entraba en el establo con el poni. Esperó hasta que salió y se adentró en la plaza mezclándose con la multitud. Entonces desmontó, condujo a Santa Burra al establo, la almohazó, le dio de comer, luego le pagó al mozo de cuadra el heno y la avena y salió a buscar la tienda de la señora MacDuncan para venderle las hierbas. No se fijó en un hombre de hombros anchos y bien vestido que estaba a la sombra en las cercanías, observándola, ni vio cómo Sandie cogía de su mano un pequeño monedero y, en un insólito arranque de locuacidad, hacía un gesto hacia ella y luego apuntaba hacia el camino que salía de la ciudad. El camino que se adentraba en las tierras yermas y conducía a Edimburgo.

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Capítulo 7

Una vez que Rainger se ganó a pulso su libertad, el día le resultó penoso, pero estaba descansado y los caballos eran estupendos; MacLaren sabía de caballos, tenía que reconocerlo. Al poni lo dejó abandonado cerca del castillo de MacLaren, suponiendo que el animal volvería a su establo si tenía una pizca de sentido común. Se llevó al otro caballo, cabalgando sobre uno un rato y luego en el otro, para mantenerlos descansados a los dos. Y tenía que ir con un ojo puesto en el accidentado camino rocoso, cabalgando a la mayor velocidad que se atrevía. Pero cuando el sol ya se iba perdiendo tras el horizonte, vio la necesidad de parar para pasar la noche, porque si no, correría el riesgo de dejar cojos a los caballos en ese camino rocoso y plagado de hoyos. Vio a cuatro hombres sentados fuera de una casa de granja muy baja y pequeña, fumando en pipas y observándolo; se acercó a preguntarles dónde podría encontrar alojamiento. Uno de ellos apuntó hacia la puerta con la boquilla de la pipa y dijo: —Mientras tengas monedas, la señora Gurdey te dará comida y podrás dormir en la cabaña junto al fuego. —Dormiré en el establo con mis caballos —dijo él. No era tan tonto como para dejar solos a esos valiosos caballos en ese país golpeado por la pobreza. —Como quieras, joven impetuoso —dijo el hombre, un anciano con la cara tan llena de surcos como los Pirineos. Dio una calada a la pipa, soltó un anillo de humo que se llevó la brisa, y le preguntó—: ¿Adónde vas? —A Hameldone —repuso Rainger, desmontando—. ¿Cuánto tiempo me llevará llegar ahí? —Con esas buenas bestias llegarás mañana antes de que se ponga el sol. Dos de los hombres asintieron. —Ach, Feandan —dijo el otro—, es joven y tiene prisa. Si va rápido, estará ahí a primera hora de la tarde, si antes no se rompe el pescuezo. Rainger sonrió, con su sonrisa escalofriante. —No será mi pescuezo el que se rompa. Ante esa amenaza implícita, los cuatro hombres arquearon sus tupidas cejas, pero no dieron señales de estar preocupados ni alarmados. Claro que no, pensó Rainger, ellos eran cuatro y él uno. Podrían abatirlo si querían. Sería tarea de él hacerlos creer que un acto así les causaría más perjuicio que provecho. —Muy bien, pues —dijo Feandan—. Será mejor que vayas a ocuparte de tus

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caballos. Nosotros le diremos a la señora Gurdey que ponga otro puesto en la mesa para la cena. Rainger echó a andar y al instante se volvió. —¿Alguno de vosotros ha estado en Hameldone? —Acabamos de volver del mercado —contestó Feandan. —¿Habéis visto a una muchacha con el pelo del color del sol cuando amanece? —¿En Hameldone o en el camino? —En cualquiera de las dos partes. ¿La habéis visto? Tendría que ir viajando con un hombre. Los hombres se miraron entre ellos. —No. No la hemos visto. Pero deberían haberla visto, si aún no la habían atacado. —La señora Gurdey podría saberlo —dijo el anciano, haciendo un gesto con la cabeza hacia el oscuro vano de la puerta abierta—. Esta es la única casa que da al camino entre este lugar y el mercado. Ve pasar a todo el mundo. Rainger llevó los caballos al establo, los almohazó, les dio avena y volvió a la pequeña cabaña, cavilando tristemente. Era de esperar que Godfrey no hubiese viajado tan lejos por esa inhóspita tierra escocesa en busca de su presa. Aunque el hombre ya había hecho ese camino antes, cuando llevó a Sorcha al convento. Los hombres ya no estaban sentados allí, y en la puerta se encontraba una mujer alta y corpulenta, con sus regordetas manos apoyadas en las caderas. —Enséñame el color de tu dinero. No es una casa de caridad la que llevo. Rainger le sostuvo la mirada, sin amilanarse por su hostilidad, y sacó una moneda de la bolsa que había cogido de la alforja de MacLaren. Ella la miró, emitiendo un gruñido, la cogió, se la puso en la palma, y entró en la cabaña. Él entró detrás y se quedó un momento pestañeando hasta que se le adaptaron los ojos a la tenue luz. En el centro de la única y primitiva habitación estaba encendido un fogón de turba, del que subían espirales de humo. Sobre el fogón colgaba de un gancho una olla con algo hirviendo dentro. Sobre una piedra plana se estaban friendo unas salchichas. Los hombres estaban reunidos alrededor de una tosca mesa larga, sirviéndose un guiso a sonoros sorbos, con cucharas de palo y ayudándose con trozos de pan o con los dedos. Rainger no lamentó su decisión de dormir en el establo. Se sentó a la mesa con los hombres y la dueña le puso un tazón delante. Sacando de la alforja la cuchara de madera de MacLaren, comenzó a comer igual que ellos; tenía tanta hambre que no se preocupó de los buenos modales, que en todo caso no serían bien apreciados allí. Cuando la señora Gurdey colocó una fuente con salchichas sobre la mesa, con su cuchillo mantuvo a raya a los demás hasta que lo insertó en la salchicha más grande. Esa fue una astuta exhibición de habilidad, porque no se fiaba en absoluto de esos hombres, y tenía que hacerles saber que él no era una presa fácil.

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Cuando quedó satisfecha su hambre, se enderezó y, fijando su más principesca mirada en la anfitriona, le preguntó: —¿Ha visto pasar cabalgando por este camino a una joven con el pelo del color del sol cuando amanece? Ella lo miró con expresión hosca; estaba claro que la mujer no había sonreído jamás desde el día en que se miró en un espejo por primera vez. —Ninguna mujer cabalga por este camino. Sería una estupidez. —Iba con un hombre llamado Sandie. La señora Gurdey lo miró fijamente. —¿Sandie? Sí, Sandie ha estado aquí. —Pero ¿no con una mujer? —Sandie no tiene mujer —bufó ella—. Es un cabrón y un huraño. Y dicho eso volvió al fogón a poner a freír otra salchicha. Rainger la siguió con la vista, pensando qué temperamento tendría Sandie para que ella lo considerara huraño. Feandan se limpió la salsa que le había caído en la barba. —¿Has perdido a tu mujer, muchacho? —Sí. —Hacía años—. Sí. —Es una pena cuando una potrilla se extravía —dijo el viejo, haciendo un guiño malicioso—. Pero siempre hay otras. —Para mí no —repuso Rainger. A él sólo le quedaba una princesa. —Ah, así es la cosa, ¿eh? Bueno, pues, creo que no he visto a tu mujer, pero tal vez llevaba el pelo cubierto. —Tal vez. Era tal su desesperación por encontrarla que no se le había ocurrido pensar que quizá las monjas la habían vestido con un hábito o disfrazado de… de… ¿de qué? La respuesta se la dio la mujer que estaba junto al fogón. —Sandie llevaba a un muchacho con él. Sandie iba a volver, pero el muchacho dijo que iba a Edimburgo. Rainger se levantó de un salto, horrorizado. —¿El muchacho tenía el pelo del color del sol cuando amanece? —De ese color no sé nada, pero ese muchacho tenía el pelo color zanahoria, seguro. ¿Crees que podría ser una mujer? Rainger murió mil muertes al pensar en Sorcha vestida como un muchacho. ¿Es que la madre Brigette no sabía que un chico bonito corre tanto peligro de que lo violen como una chica? Bueno, por lo menos Sorcha había tenido muy poco contacto con hombres y seguro que tendría la naturaleza tímida de una monja de clausura. Sería reservada, no hablaría con desconocidos, temblaría ante la sola idea de hablar con un hombre desconocido. Y para ella, todos los hombres eran desconocidos. Volvió a sentarse, lentamente. Eso era lo que necesitaba tener presente. Siendo Sorcha totalmente ignorante

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acerca de los usos del mundo, no era osada, era muy, muy, muy recelosa. Afortunadamente para él, no sabía que en ese mismo momento Sorcha estaba de pie en el bodegón de la taberna Brown Cock, con los brazos sobre los hombros de sus nuevos mejores amigos, Mike y Haverford, cantando la cancioncilla titulada «Tus tetas parecen melones, pero en mi boca son limones», y lo estaba pasando divinamente bien.

A la mañana siguiente, Sorcha les estrechó las manos al señor y a la señora MacCutcheon, diciéndoles: —Muchísimas gracias por permitirme alojarme en esa maravillosa habitación. Entiendo muy bien por qué me recomendaron vuestra posada. La ancha sonrisa del señor MacCutcheon le iluminó la redonda cara como una luna llena. —Ach, qué noche más maravillosa pasamos contigo, muchacho. La mejor que recuerdo. —Le dio un codazo a su mujer—. ¿Eh, Nellie? —No recuerdo ninguna mejor —dijo la señora MacCutcheon, que era tan alta y delgada como bajo y gordo era su marido. Se limpió las manos en el delantal y le dio un tembloroso abrazo, susurrándole al oído—: Recordaré lo que dijiste sobre eso de chillarle al cerdo en lugar de a MacCutcheon. Son tan parecidos que yo quedaré satisfecha y él dejará de andar malhumorado. Sorcha le correspondió el abrazo. —Es un hombre bueno, por tener una mujer tan buena por esposa. —Le recordaré eso también —dijo ella, sonriéndole a su marido. Él le correspondió la sonrisa, con la dichosa expresión de un hombre que esa noche pasada ha sido bien amado. Entonces Sorcha se volvió hacia Davis, el herrero. —Gracias por recomendarme esta posada. Ha sido maravilloso conocerte. Espero que algún día volvamos a encontrarnos. —Sí, muchachito —dijo Davis con su estruendoso vozarrón—, si alguna vez vuelves a Hameldone, debes buscarme, y empinaremos otra pinta y cantaremos otra canción. Ella le enterró el puño en el carnoso y sólido hombro, situado por lo menos un palmo y medio más arriba que el suyo, y se volvió hacia el viejo y ágil apotecario. Abrió los brazos y lo estrechó entre ellos con la mayor fuerza que pudo. —Mike, hombre querido, prometo que te escribiré cuando llegue a casa, y tú debes prometerme que me contestarás y me dirás si la señorita Chiswick ha respondido favorablemente a tu proposición de matrimonio. —Yo sigo diciendo que si no me ha perdonado después de cuarenta años, no me perdonará jamás. Sorbió por la nariz, en un gesto que pretendía ser desdeñoso. Pero ella comprendió que en realidad estaba muy apenado. —Y yo sigo diciendo que si no lo intentas, morirás lamentándolo. Además, creo

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que lo único que ha estado esperando para arrojarse en tus brazos es un simple «Lo siento». —Es una criaturita bonita —sonrió él, estirando su boca arrugada—. Se vería hermosa con azahares en el pelo. —¡Muy bien! Así se habla. Entonces Sorcha miró a Haverford. En realidad era lord Haverford, un hombre alto, guapo, rico, un inglés en el exilio. Una sonrisa de complicidad jugueteó en los labios de él y sus ojos azules parecieron penetrarle los suyos como si desease decirle algo. Durante toda la velada de esa noche pasada la había mirado así, pero ella estaba tan achispada que no había entendido, y esa mañana, ya muy sobria, seguía sin comprender qué era lo que él creía saber. —Haverford, amigo mío. —Le tendió la mano, porque él hacía un gesto de pena siempre que lo abrazaba—. Te echaré de menos más que a nadie. Él le cogió la mano entre las suyas y se la acarició. —Creo que deberías esperar hasta la próxima semana para viajar, porque entonces yo podré acompañarte. Habiendo dejado el convento y ya libre de la compañía de Sandie, sentía la urgencia de continuar su viaje, de llegar a Beaumontagne antes de que pudiera ocurrir algo terrible. —No tengo tiempo para eso. Llevo mucha prisa. —Eso has dicho. Pero a veces vale más estar seguro que llegar a tiempo. Todos los que la rodeaban asintieron. —Es un camino plagado de peligros el que llevas, y al final de él está Edimburgo, la ciudad más pecadora del mundo. —No estaré mucho tiempo en Edimburgo. Sólo el suficiente para coger un barco hacia mi destino. —¿Un barco? —gimió él. La miró de la cabeza a los pies—. ¿Así? Debería retenerte aquí por la fuerza. Ella le sonrió. —Pero no lo harás. Eso me haría desgraciado. —No, no lo haré —dijo Haverford, suspirando. No era que ella no se tomara en serio su preocupación, sino que veía muy claramente su temperamento. Haverford era un indolente, gandul, sin una pizca de carácter o resolución, y aunque ella tenía esperanzas para su futuro, en esos momentos podía dominarlo simplemente flexionando un dedo. Las camareras la estaban esperando fuera para despedirse, así que hizo un último gesto de despedida con la mano a sus nuevos amigos y se apresuró a salir, para otra tanda de afectuosos adioses. Después, con paso alegre y confiado, se dirigió al establo, donde pagó lo que debía. Santa Burra la saludó con entusiasmo, metiendo la cabeza bajo su brazo, buscando algún regalo. El poni de Sandie no se veía por ningún lado, así que le preguntó al mozo:

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—¿Sandie ya se ha marchado? —Ayer. Eso le sorprendió. ¿Qué le había hecho marcharse con tanta prisa? ¿Tan contento estaba de librarse de ella que no había podido esperar a que ella se marchara antes? Le apenaba emitir juicios acerca de su compañero de viaje, pero, de verdad, era un tipo de hombre raro y antipático. De todos modos, la aguardaba una aventura, así que ensilló alegremente a su poni, montó y salió en dirección a las afueras de la ciudad. Cuando la última casa desapareció en el horizonte, vio a Haverford montado en un hermoso caballo, con sus anchos hombros rígidos y la espalda muy recta. Tiró de las riendas, y lo miró sonriendo. —¿Me estabas esperando? —Cabalgaré contigo hasta mediodía. —Levantó una mano—. No me discutas. Una joven refinada como tú no debería cabalgar sola por las inhóspitas tierras de Escocia. —¿Lo… lo sabes? No podía creerlo. Esa noche ella se había portado absolutamente como un hombre, comiendo con una cuchara de palo y ayudándose con los dedos, cantando canciones de taberna, bebiendo cerveza. Aunque recordaba que Haverford le había quitado esa segunda pinta. Con razón él la miraba de esa manera tan significativa. —Aaah, ¿eso es lo que tratabas de decirme? —Entre otras cosas —dijo él, e hizo un gesto hacia el camino—. Continúa cabalgando, por favor. Ella puso en marcha al poni. Él la siguió. —¿Qué me delató? —¿Qué no? Y tan orgullosa que se había sentido ella de su disfraz. —¿Quieres decir que todos lo sabían? —No, pero anoche la mayoría de ellos no habrían reconocido ni sus manos delante de sus caras. —Luego añadió en tono irónico—. Tienes un don para convertir una noche en un pub en una fiesta. —Es la primera vez que paso una noche en una posada. —Se giró a mirarlo—. ¿Quieres decir que normalmente no es tan divertido? Por la cara de él pasó fugaz una expresión que podría haber sido de risa reprimida. —En primer lugar, llamar posada a esa taberna es como llamar monedero de seda a una oreja de cerdo. Y en segundo lugar, normalmente allí se reúne un conjunto de borrachines hoscos y pillos belicosos inclinados sobre sus copas hasta que caen al suelo dormidos o se van a sus casas tambaleándose. Sé lo que digo. Soy uno de los que se tambalean. Ella se mordió el labio inferior, preocupada por ese elegante joven noble clavado en ese pequeño pueblo. —Esto no puede ser bueno para ti. Sigo pensando que deberías pedirle perdón

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a tu padre a ver si se apiada. —No se apiada por nada, y mucho menos se apiadará por una deuda de juego tan grande que lo ha despojado de una de sus propiedades —dijo él, curvando los labios en un gesto despectivo, despreciándose a sí mismo. A ella le dolió verlo despreciarse por sus debilidades, y despreciar sus talentos. —Entonces, por lo mucho que me entristece tu situación, debo instarte a que continúes con tu vida. Búscate una esposa, una mujer que te ame al margen de tu salud o falta de salud. O viaja a India, o a las Américas y hazte tu propia fortuna. Él sacó un pañuelo del bolsillo y se lo puso en la nariz, como si no soportara el hedor de lo que ella le proponía. Fastidiada, Sorcha se giró y azuzó a su poni. —Bueno, haz algo, pinta un cuadro o escribe un libro que te dé fama y fortuna. El silencio que siguió a esa sugerencia duró varias millas, durante las cuales ella se giró varias veces a observarle la expresión pensativa. —No había pensado en eso —dijo él al fin—, en lo de escribir un libro, quiero decir. En Oxford se me consideraba un buen escriba con una pluma en la mano. Tal vez podría escribir acerca de mis viajes y vender lo que escriba, y así obtener bastante dinero para viajar otro poco y volver a escribir. —¡Muy bien! Así se habla —exclamó ella, contenta al verlo animarse y salir de ese abatimiento que antes lo cubría como un crespón negro. —Podrías acompañarme en mis viajes —dijo él. —No te imaginas lo maravilloso que me parece eso. —Ay, viajar donde deseara, ver otros países, conocer a otras personas, estar libre de responsabilidades—. Pero tengo un destino que debo cumplir, si no, temo que las consecuencias serán terribles. —¡Condenación! —exclamó él, trotando hasta ponerse a su lado—. ¿No lo entiendes? Este camino no es seguro. Hay animales salvajes y peligros que no te puedes ni imaginar. —Puedo imaginarme los peligros, créeme. —Pero no ves los peligros obvios. Crees que todas las personas son buenas. No lo son. Todas están al acecho a ver qué pueden coger, y justifican los actos más horribles para poder dormir por la noche. Mienten, juegan, engañan, roban, fornican… ah, sé que no debo decirle eso a una dama, pero tienes que pensar que algún hombre tratará de… de… de hacerte daño. —No hace ningún bien desconfiar de todos los hombres que conozca —dijo ella amablemente—. Si hiciese eso, no te tendría a ti por amigo. Él gimió de frustración. —Pero no soy totalmente estúpida. Sé lo que quieres decir. Recordando el fuego en su habitación del convento, miró alrededor. En el camino todavía había surcos de muchas ruedas, pero cuanto más se alejaba de Hameldone, más altas se elevaban las montañas y más aislada se veía. —Pero, mi querido amigo, ¿conoces el significado del destino? Si no voy y lo acepto, vendrá a buscarme. —¿Cómo sabes que tu destino no es estar conmigo?

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—Ay, Haverford, ojalá lo fuera. —Le sonrió, pero su ardor la ponía incómoda, así que tiró de las riendas y detuvo al poni—. Ya es mediodía y estamos en otoño. Oscurecerá antes de que llegues a Hameldone si no regresas inmediatamente. —Me estás despidiendo. —Sí. Es hora de que nos separemos. —Me enferma pensar en dejarte abandonada aquí. —Movió la mano, señalando el desierto que los rodeaba—. No hay ni una sola casa, ni un solo ser humano a la vista. Ella le sonrió valientemente. —Entonces, según tú, no tengo nada de qué preocuparme. —Aparte de animales salvajes y algún posible accidente —dijo él. Miró con los ojos entrecerrados hacia las rocas que sobresalían de la blanda tierra como huesos fracturados a través de la piel—. Y de los humanos que se ocultan a la espera de que pase una presa. —Haverford, tendré que cabalgar sola alguna vez. —Se levantó sobre los estribos y le dio una palmadita en la rodilla—. No te preocupes. —Pero… —No me ocurrirá nada. —Continuó cabalgando y sin volverse agitó la mano haciéndole un gesto de despedida, pero cuando miró hacia atrás, vio que él seguía ahí mirándola—. Vete. Pero él continuaba ahí cuando ella dio la vuelta por un recodo y lo perdió de vista. Y sólo entonces se le ocurrió pensar que no le había insistido en que le explicara los detalles de cómo había sabido que era una mujer, y esa era una información que podría serle útil más adelante.

Rainger no tardó mucho en descubrir dónde había pasado la noche Sorcha. Todo Hameldone zumbaba con los comentarios sobre la celebración de esa noche en la taberna Brown Cock. Cuando preguntó por qué había sido tan especial esa noche, muchas personas se mostraron muy bien dispuestas a informarle acerca del muchacho con el pelo color zanahoria que había contagiado su entusiasmo y alegría a todos los reunidos en el bodegón. Al instante cabalgó hasta la posada. Esta era pequeña, oscura y vulgar, en absoluto el tipo de lugar donde debería alojarse una princesa, aunque sólo fuera por una noche. De todos modos se quedó allí para dar descanso a los caballos, y mientras se servía una comida rápida escuchó al posadero y a su mujer reírse de la facilidad con que se había emborrachado el muchacho y de su hermosa voz cantando… cantando canciones que ruborizarían a un marinero. Hasta ahí le duró la esperanza de que Sorcha tuviese la sensatez de no llamar la atención y ser prudente. Al parecer acogía con los brazos abiertos su libertad recién encontrada. Dios lo amparara. Tomó el camino a Edimburgo tan pronto como pudo, esperando, contra toda

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esperanza, que ella se las arreglase para no meterse en problemas el tiempo suficiente como para darle alcance, porque sólo imaginársela sola en el camino… ¿en qué estaría pensando la madre Brigette? Sorcha era como un bebé en el bosque. Hacía una hora que había salido de Hameldone, e iba cabalgando por un paraje cada vez más desolado, cuando oyó el ruido de los cascos de un caballo galopando en sentido contrario. Cuando dio la vuelta al recodo vio a un elegante caballero galopando hacia él como si el mismo diablo le viniera pisando los talones. No le hacía falta que se lo dijeran para saber que era Sorcha la causante de esa huida, por lo tanto colocó a su caballo atravesado en el camino, y cuando el caballero aminoró la marcha, le gritó: —¿Ha visto a un muchacho cabalgando en un poni por este camino? El caballero detuvo a su caballo con tanta brusquedad que el animal casi se quedó sentado en las patas traseras. —¿Qué quieres con ella? Ella. Condenación. ¿Sorcha se había fiado de ese individuo guapo y elegante? —Soy su tutor —gritó—, y exijo saber… El caballero hizo avanzar rápidamente su caballo hasta quedar a su lado y, antes de que él pudiera retroceder, levantó enérgicamente el brazo y le enterró el puño en la mejilla. —¿Qué demonios pretendes dejándola viajar sola así? —le gritó—. ¿No sabes lo peligroso que es dejarla vagar sola por este desierto? A Rainger se le encendió la ira; echó atrás el brazo y le asestó un puñetazo en el pecho. —¿Y qué demonios pretendes tú dejándola ahí abandonada? Por lo menos yo voy tras ella. —¡Ve tras ella, entonces! ¡Cuida de ella! Alguien tiene que cuidarla. A mí no me ha dejado hacerlo. —No es tuya. —No, maldita sea, no lo es. Pero vale más que seas bueno con ella, porque Dios la necesita en este mundo. Dicho eso el caballero hizo girar su caballo y continuó galopando hacia Hameldone, huyendo como el cobarde que era. Rainger no perdió el tiempo en quedarse allí a mirarlo. Sorcha estaba bien, o al menos lo estaba cuando ese canalla la había dejado sola. Ahora bien, el muy cerdo tenía razón: él debía encargarse de mantener a salvo a Sorcha. Cabalgó como el viento por el camino, concentrándose en avanzar rápido pero sin dejar cojos a los caballos en los surcos resbaladizos por el barro. Se levantó viento y empezó a silbarle en los oídos, y esos silbidos apagaron los ruidos que podrían haberle advertido de que ocurría algo más adelante. Pero cuando llegó al recodo, tuvo la visión que más se temía: a Sorcha luchando por su vida.

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Capítulo 8

El jinete vestido de negro se lanzó en picado hacia Sorcha. Gritando, ella enterró los talones en Santa Burra. El poni, bendito fuera, corrió con todas sus fuerzas, pero aun en el caso de que nunca la hubieran maltratado y lo hubieran alimentado bien, tenía las patas cortas y el vientre caído, por lo que no estaba equipado para escapar de la infatigable persecución de un caballo joven, fuerte y sano. Las anchas alas de su sombrero se agitaban con el viento. Antes de que hubieran galopado diez yardas, el asaltante le dio alcance, la sacó violentamente de la silla y la colocó en su caballo delante de él. Furiosa porque la predicción de Haverford se hubiera hecho realidad tan pronto, volvió a gritar, un grito de frustración y rabia. La capa se le había enredado alrededor de la cintura. Se abalanzó hacia el horrible villano que la tenía cogida con sus largos brazos, y tuvo la satisfacción de ver que su expresión cambiaba de una sonrisa impúdica a una de asombro. Lo golpeó bajo el mentón con la cabeza, y oyó sonar sus dientes al chocar. Él escupió sangre y el blanco que rodeaba sus ojos azules se tornó rojo. Se le contorsionó la cara de rabia y cerró la mano en un puño para golpearla. El caballo iba al galope, derecho hacia un recodo, hacia unas rocas cubiertas por enormes piedras caídas en un desprendimiento de tierra. Sólo entonces comprendió, y lo comprendió de verdad, que él la iba a golpear y arrojar del caballo. La iba a matar. Volvió a gritar, esta vez de miedo. Se debatió, desesperada por liberarse, y en ese mismo instante el caballo paró en seco y se encabritó. Salió volando, con la cabeza envuelta en la capa. Cogiéndose las rodillas trató de hacerse un ovillo y se preparó para el doloroso choque de sus huesos con las rocas. Aterrizó con un fuerte golpe sobre un trozo de tierra cubierto de hierba. Le llevó un minuto recuperar el aliento. Tardó otro minuto en comprender que estaba viva e ilesa. Pasó otro largo y torturante minuto tratando de desenredarse de la capa y salir de entre los negros pliegues para poder ver hacia qué lado correr. Pegó un salto al sentir algo húmedo tocándole la cara. Era la nariz de Santa Burra. —¡Tengo prisa! —le gritó al animal. Tirando la capa hacia un lado, se puso de pie. Como truenos en la distancia, oyó el ruido de cascos de caballo al galope, y sintió temblar la tierra bajo los pies. Tenía empañados los ojos por lágrimas de dolor y conmoción, pero miró alrededor en busca de un lugar seguro. Entonces vio dos

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caballos desconocidos, sin jinetes, corriendo sueltos. Se quedó inmóvil, tratando de entender qué había ocurrido. Más allá, sobre las rocas, estaba tendido el cuerpo de su asaltante, fláccido. ¿Estaría muerto? Tenía la cabeza doblada en un ángulo raro. Sí, estaba muerto. Y erguido junto al muerto había un hombre contemplándolo. Se parecía a Arnou. No, no podía ser Arnou; eso era imposible. Ella lo había dejado en el convento. Además, ese Arnou era distinto. Se veía alto, fuerte, duro, cruel. Una mujer prudente le tendría tanto miedo a un hombre como ese, como ella se lo había tenido a su asaltante. —Arnou —dijo. La voz le salió tan débil que no llegó hasta él, a esa distancia. Eso le irritó. Si ese era Arnou, no tenía nada que temer de él—. ¡Arnou! —gritó. Él se giró a mirarla y al instante le dio la espalda. En ese breve instante alcanzó a ver el pelo oscuro y los rasgos cincelados del hombre que había conocido en Monnmouth. Pero no llevaba el trapo que le cubría la mitad de la cara. Desde donde ella estaba, le pareció verle los dos ojos. Pestañeó, para aclararse la vista. Él levantó los brazos para atarse el trapo a la cabeza cubriéndose el ojo, y cuando volvió a girarse hacia ella, su postura ya no era amenazante, como si esta sólo hubiese sido un producto de su imaginación. —¿Qué ha ocurrido? —gritó, y sin pensarlo echó a correr hacia él—. ¿Lo has matado? Santa Burra trotó detrás de ella y a medio camino se detuvo a pacer. —¿Qué? —dijo Arnou, toda su cara una expresión de absoluto asombro—. Yo no he matado a nadie. Venía cabalgando por la colina y la vi luchando con él. Usted lo empujó y saltó del caballo. Él se balanceó, hacia atrás y hacia adelante, no logró sujetarse, y su caballo lo arrojó al suelo. Ella se detuvo. —¿Quieres decir que yo lo he matado? —No, señorita. Quiero decir que usted se ha salvado, porque era seguro que él la iba a matar. Movió la cabeza de arriba abajo, como si estuviera sorprendido y reverente. —Sí, creo que me iba a matar. Al asimilar eso, se le doblaron las rodillas. —Pero usted se ha salvado —repitió Arnou. —Sí, tienes razón. —Es una estupenda aventurera, en realidad. —Nunca me habría imaginado que pudiese hacer algo así. —Es una heroína. —Sí, creo que sí. —Las palabras de él habían derribado su muro de miedo, reemplazándolo por una especie de orgullo culpable—. Deberíamos buscar un sacerdote.

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—Ya es tarde para un sacerdote. Además, él no era un hombre bueno. Poniéndole suavemente una mano en el hombro, la hizo girarse, para que no viera el cuerpo destrozado. A ella le zumbaba la cabeza pensando en las posibilidades; o tal vez simplemente le zumbaba debido a la caída. —¿Crees que fue él el que prendió fuego en el convento? —Supongo que sí. O él o el hombre que lo contrató. —Le dio un suave empujón—. Aléjese. Quiero ver si este canalla tiene algo en los bolsillos que nos diga alguna cosa sobre él o por qué la perseguía. ¿Por qué no va a coger los caballos? Hay tres, el de él y los dos míos. Yo le diré después lo que descubra. —De acuerdo. Eso podía hacerlo. Estaría feliz de hacerlo. Tratar de coger los caballos la tendría ocupada y a su mente alejada de los horribles resultados de su huida. Cuando se alejaba, Arnou le gritó: —¡Usted ha sabido cuidar de sí misma, protegerse! Ella asintió. —¡La madre Brigette estaría orgullosa de usted! Sí, la madre Brigette estaría orgullosa de ella. Ella se sentía orgullosa de sí misma. Había hecho frente a su primer reto y salido triunfante. Y ese reto había sido un atentado contra su vida. Y ahora tenía una tarea. No le costó nada coger al primer caballo. Era una yegua desensillada, y parecía estarla esperando pacientemente en lo alto de la colina, y cuando cogió sus riendas, la siguió como un cordero. Coger a los otros caballos no le resultó tan fácil. Uno de ellos, un hermoso castrado, estaba ensillado y era nervioso, y estaba dando salida a su exceso de energía brincando y haciendo cabriolas. Después de varios intentos fallidos logró cogerle las riendas, y fue necesaria una larga parrafada en voz baja acerca de su belleza y bondades para que el caballo le permitiera llevarlo hasta un terreno con hierba y dejarlo amarrado con las piernas sujetas con las riendas. El tercer caballo, el de su asaltante, era arisco e indómito. Era un caballo muy joven, domado antes de tiempo, y seguía resistiéndose a dejarse dominar. Le cogió las riendas al primer intento, pero el animal se encabritó y resistió, y tuvo que recurrir a toda su habilidad y concentración para calmarlo y amansarlo. Cuando por fin logró llevarlo cerca de los otros para amarrarlo, se encontró con Arnou ahí, observándola con las manos en las caderas. —No me has ayudado —dijo. —No necesitaba ayuda. —Por la cara se le extendió esa sonrisa estúpida que esbozaba tan convincentemente—. Es tan buena cogiendo caballos como cogiendo barcas. Como un chorro de agua helada del Mar de Irlanda le cayó a ella el recuerdo de aquella vez que le había dejado meterse en el mar para sacar la barca que él deseaba, y se le instaló la ya conocida irritación. Ese era Arnou. Lo complacía que otra

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persona, en particular ella, hiciera el trabajo para facilitarle la vida a él. Juntó las doloridas palmas. —¿Cómo me has encontrado? —Por casualidad. No ha sido a propósito. Simplemente deseaba volver a casa. —¿Cómo has conseguido esos dos caballos? —preguntó ella, entonces, pensando que los caballos valían muchísimo dinero. —Troqué la barca por ellos. Humm. Ella no habría pensado que esa barca pudiera pagar el precio de dos caballos. —Debe haber sido una barca muy fina. —¡Pues, sí! —exclamó él, entusiasmado. Ella lo observó con atención. Estaba sucio otra vez, pero no olía mal; en realidad, sólo estaba salpicado por el barro del camino. De su cinturón de cuero colgaba una gruesa porra, y parecía capaz de usarla. Pues sí, Arnou parecía corpulento y fiable. Ella había pensado en viajar con él para estar segura, y daba la impresión de que podría hacerlo. —¿Cómo me has reconocido? Él frunció el entrecejo. —¿Y por qué no iba a reconocerla? Está tal como es. Esas respuestas lógicas le hacían desear insultarle a gritos. —¿Te has fijado en cómo voy vestida? —Como un chico, pero sigue viéndose como es usted. Supongo que se vistió así para viajar, ¿eh? —Exactamente, y no debes decirle a nadie que soy una chica. —Muy bien. Entonces él se acercó al caballo del asaltante, que seguía indócil, y le puso suavemente las manos encima. El caballo agitó la cabeza y retrocedió, pero él lo acarició y le habló hasta que se calmó. Sorcha no habría creído que un pescador tuviera tanta experiencia con caballos. —Tiene una voz horriblemente atiplada para parecer un muchacho —dijo él entonces. Arnou tenía razón en eso. Tal vez su voz había sido el motivo de que Haverford la hubiese descubierto con tanta rapidez. —Ah, puedo hacerla más ronca. —Eso iría bien. —Esto…, ¿has encontrado algo en ese hombre que explique por qué me ha atacado? —Llevaba dinero —repuso él, levantando un abultado monedero que le colgaba del cinturón—. Mucho dinero. —¿Lo has cogido? —exclamó ella, horrorizada por esa mala acción. —Ahí donde va no le servirá de nada —repuso él, indignado. Y con irrefutable lógica, además. —No, claro. —Se giró bruscamente hacia un lado—. Así que le pagaron.

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—Supongo, pero no sé por qué alguien querría matarla. ¡Es tan bonita y buena! ¿Debería decirle la verdad a Arnou? No. Ese reciente peligro le había demostrado la verdad del implacable refrán de su abuela: «Un miembro de la realeza no se fía jamás de nadie». —Si nos damos prisa aún encontraremos un techo antes de que caiga la noche —dijo él. Dio una vuelta alrededor del poni y luego alrededor del caballo del asaltante, examinándolos con ojos evaluadores—. Si vendemos estos dos animales, tendremos dinero suficiente para financiar nuestro viaje. —¿Vender a Santa Burra? ¡No podría hacer eso! ¿Querría decir Arnou que viajaría con ella? Se le aligeró el corazón al pensar que lo tendría a su lado. Ese hombre fuerte desanimaría a cualquier ladrón o asesino de atacarlos, y con él el camino no sería tan solitario. Pero, ay, Dios. Su conciencia no le permitía dejar que se pusiera en peligro sin advertirle antes. Incluso la madre Brigette estaría de acuerdo con que tenía que decirle la verdad. —Soy una princesa —soltó. Él asintió, sonriendo de oreja a oreja. —Alguien desea matarme. Él volvió a asentir, con la cara larga. —Me andan buscando en este mismo momento. Él asintió otra vez, con el labio inferior hacia fuera. —Ese hombre —continuó ella, haciendo un gesto hacia el cuerpo destrozado— era sin duda la avanzada de algo mucho peor, y si vienes conmigo estarás en peligro. Guardó silencio, esperando que él dijera algo, o que de alguna manera manifestara su horror por su situación. Pero él dijo: —Yo ya sabía que no era una monja. El muy idiota no había entendido ni una sola de sus palabras. —¿Y eso es lo único que se te ocurre decir? —¿Qué más tengo que decir? —dijo él, rascándose una oreja. —¿No te preocupa el peligro que vamos a encontrar en el camino? —Mientras los hombres que la persigan lleven monederos como este —levantó el abultado monedero—, estaré bien pagado por acompañarla. Y mientras usted los golpee como golpeó a este hoy, estaré bastante seguro. Ella no supo qué le impresionó más, si su estupidez o su codicia. Él le quitó la silla al castrado y fue a ponérsela a la yegua, ajustándole bien la cincha. —Mañana estaremos en Glenmoore, una ciudad de mercado bastante grande. Allí puedo vender los caballos… —¿Qué tú puedes vender los caballos? ¿Eres más bueno para negociar que para luchar? Él lo pensó un momento y luego se encogió tímidamente de hombros. —Soy bastante bueno para todo tipo de cosas. —Eso me parecía —dijo ella, pensando que si tenía que vender a Santa Burra

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debería asegurarse de que el nuevo dueño la trataría bien y con cariño—. Yo haré la venta. —Usted hará la venta —repitió él—. Yo simplemente la acompañaré.

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Capítulo 9

Glenmoore era, sin lugar a dudas, una ladronera. Las calles eran estrechas; las casas pequeñas, oscuras y humildes. Todos los ciudadanos se enorgullecían de sus dotes para limpiar un bolsillo o afanarse una bolsa cortando el cordón. Cuando Rainger entró con Sorcha en la ciudad, iba vigilante, observándolo todo con ojos atentos. En esa ciudad mercado residían unos ochocientos habitantes, y teniendo en cuenta la perspectiva cierta de que no contarían con muchos compradores viajeros debido al invierno, había que suponer que los habitantes tendrían que ganarse la vida robándose unos a otros. Si no se mantenía en guardia, él y Sorcha serían víctimas seguras con las que se podrían alimentar esas sanguijuelas. Y Sorcha, vestida con ese estúpido disfraz, estaba resuelta a lanzarse sola a vender el caballo del asesino y su poni. Ella no lo sabía, pero él no iba a permitir que se mantuviera fuera de su vista ni un solo momento. Cuando llegaron a la plaza de la ciudad, ella le ordenó: —Tú te quedas aquí. Yo buscaré un comprador para Santa Burra y Wulfgar. Ya le había puesto nombre al caballo del asesino. El comprador de caballos se daría cuenta al instante de que era blanda; y cuando ella se olvidara de hablar con voz ronca, sabría que era una mujer. La venta estaba condenada al fracaso, y Rainger deseó golpearse la cabeza en la pared más cercana. —Tu cuidas de Conquest —continuó ella, acariciando al castrado que había hecho suyo—, y a Alanjay. También les había puesto nombre a los otros dos caballos. Menos mal que él no tendría que llamar Santa Burra a ninguno de ellos. Un hombre tiene que trazar la raya en alguna parte. Ella miró a ambos lados de la calle, recelosa. —Sospecho que esta ciudad tiene más villanos de lo que sería deseable. Bueno, ¡al menos tenía la sensatez de reconocerlo! —Volveré tan pronto como pueda. No te alejes de aquí. —Bueno, Sorcha. No le resultaba difícil fingir sumisión, puesto que no tenía la menor intención de obedecerle. —¡No hables con desconocidos! —Bueno, Sorcha. —Y hagas lo que hagas, ¡no pierdas de vista a los caballos! —concluyó ella,

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alejándose. —¡Buena suerte, Sorcha! —gritó él. Esperó hasta que ella dio la vuelta a la esquina para echarles una mirada a los ladrones y elegir uno. Vio que uno de ellos se iba abriendo paso por entre la pequeña muchedumbre; era un muchacho fornido, que aún no tendría veinte años, y que iba evaluando a sus posibles víctimas para elegir una que le diera el mayor beneficio y el menor problema. Ese era su hombre. Comenzó a contar sus monedas haciendo gran ostentación, y cuando terminó colgó despreocupadamente la bolsa de su cinturón. Sólo podía esperar que en esa multitud, su hombre elegido fuera el primero en picar el anzuelo. En el instante en que desapareció la sensación del peso de la bolsa, se giró bruscamente y cogió al ladrón por la oreja. El muchacho se debatió, gritando. —Cierra el pico. Le apretó con más fuerza la oreja, recuperó su bolsa y llevó al quejumbroso muchacho a la calle más tranquila de la vuelta de la esquina. —¿Cómo te llamas? —Farrell. —Farrell, eres un muchacho afortunado —le dijo, sonriendo, pero no con esa sonrisa ancha y estúpida que reservaba para Sorcha, sino con aquella que enseñaba sus afilados dientes blancos y su naturaleza predadora—. Te he elegido para que cuides de mis caballos. —¿Y por qué iba a hacer eso? —dijo Farrell, mirando de un lado a otro en busca de un lugar por donde le fuera fácil escapar. —Tal vez porque te he pillado robándome la bolsa. Me encantaría entregarte al alguacil. No me cabe duda de que el alguacil estaría feliz de poner sus manos en un hombre de tu fama y habilidades. Podría desear sentar un ejemplo contigo; me han dicho que la muerte por ahorcamiento es muy dolorosa y tarda mucho, muchísimo tiempo. —Hizo una pausa para que Farrell asimilara eso—. Pero te he elegido para que cuides de mis caballos porque en ti veo a un muchacho de talento y quiero pagarte cinco chelines por el privilegio de cuidar de estos excelentes animales. El muchacho dejó de debatirse y lo miró desconfiado. —Déjeme verlos. Rainger sacó las monedas de su bolsa. —Cinco chelines. —Los lanzó al aire de modo que el sol hiciera brillar los bordes y los cogió con una mano—. Dos ahora y tres cuando yo vuelva y tú sigas aquí con mis caballos. —¡Eso será fácil! —dijo Farrell, con los ojos brillantes de codicia y de risa mal disimulada. —Y si has desaparecido con mis caballos —continuó Rainger, tirándole de la oreja para ponerlo de cara a él—, te encontraré y te sacaré del culo mis chelines y lo

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que sea que te hayan pagado por mis caballos. Rainger conocía muy bien el efecto que producía su mirada glacial en un muchacho, y este no le decepcionó. Farrell se puso pálido. Trató de escabullirse, pero no pudo liberarse la oreja. —No me gusta ese trabajo —masculló—. Podrían hacerme daño. —Eso es una lástima, porque por lo que a mí respecta, el trabajo es tuyo, lo quieras o no. Impaciente por esa falta de comprensión por parte de Rainger, el muchacho gruñó: —No, bobo, no lo entiendes. Me robarán los caballos y yo no podré hacer nada para impedirlo, o al menos no mucho. Rainger le enseñó los dos chelines y luego le buscó un bolsillo y se los metió. —¿Cuál te parece que sería la mejor protección para nuestros caballos? ¿Hacerlos caminar de un lado a otro o dejarlos en un establo y vigilarlos allí? —El establo —chilló Farrell—. No, espera. Hacerlos caminar de un lado a otro. Así todos creerán que los llevo para venderlos. Rainger le entregó las riendas. —Buena idea. Comienza a caminar con ellos y yo te encontraré cuando haya terminado de atender mis asuntos. Y no olvides lo que te he dicho. Si mis caballos han desaparecido, te daré caza, y te encontraré. ¿Me crees, Farrell? —¡Sí, te creo! —exclamó el muchacho echando a caminar hacia la plaza tirando de los caballos—. ¡Te creo! —le gritó otra vez. Contento por haber asustado a Farrell lo suficiente como para mantenerlo honrado por lo menos hasta que terminara la negociación, Rainger echó a andar en busca de Sorcha. Junto al pozo había dos mujeres cotilleando. Se detuvo junto a ellas, las saludó con una inclinación de la cabeza y preguntó: —¿Alguna de vosotras ha visto a un muchacho de ojos azules, así de alto — indicó con la mano la altura de Sorcha—, y…? —Ach, quieres decir el muchacho sin barba con los caballos para vender —dijo la mayor—. Nos preguntó por el comprador más honrado de Glenmoore. Lo enviamos al establo de MacMurtrae. Estaba claro que esa mujer sabía reconocer una barba; ella lucía un tupido bigote, unas gruesas cejas grises revueltas, y se cubría el sucio pelo con un pañuelo. —No es honrado —añadió la más joven—, pero no lo matará para robarle el oro de los dientes. Es un muchacho simpático y no se merece ese destino. Además, MacMurtrae es el único comprador de caballos de Glenmoore. Esta no tenía bigote, pero a Rainger no le cabía duda de que le brotaría muy pronto. —Sigue esta calle hasta casi el final y vira a la izquierda —explicó la mujer mayor—. Verás el establo cuando llegues allí. —Gracias, señoras. Tocándose el ala del sombrero, Rainger echó a andar hacia el establo de MacMurtrae cavilando lúgubremente. Aun no llevaban una hora en la ciudad y

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Sorcha ya se había dado a conocer a la mitad de sus habitantes. ¿Cómo lo haría? Comprendió que iba llegando a su destino cuando las casas comenzaron a ralear y la calle se volvió aún más lodosa. Al dar la vuelta a la esquina se encontró mirando las ancas de Santa Burra y Wulfgar. Al instante se detuvo, retrocedió hasta la parte en penumbra y contempló la escena. Sorcha estaba de espaldas a él, con las riendas en las manos y discutiendo vehementemente con un hombre de edad madura, bizco y mal vestido. MacMurtrae, el comprador de caballos, supuso. En realidad, MacMurtrae no estaba discutiendo. Simplemente estaba con los pulgares metidos detrás de las solapas de su chaqueta de tartán, moviendo de lado a lado la cabeza con una expresión engreída en la cara. Si interpretaba correctamente la escena, esa expresión significaba que el hombre sabía que estaba tratando con una mujer; Sorcha estaba tan indignada que había olvidado lo de hablar con la voz ronca. Y como bien sabían todos los hombres, es muy fácil estafar a las mujeres. Pero la noche anterior Sorcha se había preparado para esa venta, preguntándole a él cuánto creía que valían esos caballos, y añadiendo eso a su opinión, basada en la conversación que había tenido en Hameldone con el dueño del establo. Lo dejó sorprendido al hablar con mucha astucia sobre el proceso de vender los animales, por lo que lo único que le impedía venderlos bien era MacMurtrae con su monopolio. —¡Eso es indignante! —exclamó Sorcha, con su voz aguda, culta y muy femenina, que le llegó claramente a los oídos—. Estos caballos valen veinte veces lo que me ha ofrecido. —Son animales sin ningún valor, viejos y estevados. —¡Eso no es cierto! —Pero aquí no hay nadie más para comprarlos —dijo MacMurtrae, suspirando con fingida tristeza—, así que supongo que vas a aceptar lo que te ofrezco. —Los llevaré trotando todo el camino hasta Edimburgo antes que vendérselos a usted —exclamó ella, y lo decía en serio. Rainger comprendió que tendría que intervenir. —¿Y con qué los vas a alimentar, muchacho? —preguntó MacMurtrae—. Entre esta ciudad y Edimburgo hay muy poco más que lluvia, barro y pasto mojado. No hay ninguna casa, sólo un sendero estrecho por los valles y los pasos de montaña. También tendrás dificultad para cabalgar con esos otros dos caballos que has traído a la ciudad, así que harías bien en ofrecérmelos a mí también. Ella se echó a reír, y el sonido alegre y despreocupado de su risa sorprendió a Rainger y, por lo visto, también a MacMurtrae, porque este se pasó los dedos por la sucia corbata, nervioso. —Antes nos comeremos los caballos. —¡No digas eso, muchacho! No se comen caballos tan buenos como estos. Al darse cuenta de lo que acababa de reconocer, MacMurtrae soltó una larga sarta de coloridas palabrotas. Sonriendo, Rainger volvió a retroceder.

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Sí, Sorcha era buena para negociar, pero no podría ganar en esa ciudad y con ese comprador. No podría sin ayuda, y él era el hombre para dársela. —Te daré veinticinco guineas por los dos —declaró MacMurtrae. —Quiero veinte guineas por el poni y doscientas guineas por el caballo. —Veinte y doscientas guineas… —balbuceó MacMurtrae, horrorizado por esa frescura. Tratando de recuperar el mando de la situación, dijo firmemente—: Veinticinco guineas y ni un penique más. Saliendo de las sombras, Rainger miró fijamente a MacMurtrae. El hombre entrecerró los ojos y puso la mano en la pistola que llevaba al costado. Sorcha se giró a ver qué estaba mirando MacMurtrae por encima de su hombro. Rainger se apresuró a esconderse al otro lado de la esquina. Desde ahí la oyó decir en tono autoritario: —Doscientas veinte guineas por los dos, y ni un solo penique menos. Rainger volvió a ponerse a la vista, y con la punta de su puñal indicó a MacMurtrae que debía elevar el precio. El hombre lo miró furioso, herido en su orgullo. Rainger le sonrió, con esa sonrisa que había perfeccionado, enseñando los dientes, que no manifestaba felicidad sino la disposición, no, el deseo, de golpearlo hasta convertirlo en gelatina de pie de ternero. Increíble cómo una amenaza tácita puede inducir a enderezarse y hacer caso a un matón como MacMurtrae. El color le abandonó la cara y lo más pronto que pudo dijo: —Como un favor, podría añadir otras veinte guineas…, veinticinco guineas — se apresuró a rectificar, al ver el gesto de Rainger—: Pero ¡no más! Apuntó a Sorcha con un dedo y trató de desentenderse de Rainger, pero cuando este cambió la sonrisa por un gruñido, pegó un salto como un conejo perseguido. Sorcha comprendió que de repente estaba en situación de superioridad, por lo que dijo en tono persuasivo: —El poni está bien domado y es manso, la montura perfecta para un niño, o puede servir como bestia de carga. El caballo es joven, fuerte, de fina estampa, y tiene por delante muchos años de buen servicio. Además, MacMurtrae, debería verlo correr. Es como montar el viento. Cuando acabó la negociación, Sorcha tenía más de doscientas guineas por los dos animales y MacMurtrae estaba sudando como un caballo al que han llevado a galope tendido más de una milla. Cuando ya estaba finalizado el trato, Sorcha acarició a Santa Burra. —MacMurtrae, esta dulce chica tiene que ir a una buena casa, donde la traten bien, y Wulfgar necesita un buen amo, uno que comprenda su espíritu fogoso. —¿Querrías entrevistar a los compradores? —preguntó MacMurtrae, sarcástico. Rainger exhaló un suspiro al oír esa tontería. —¿Podría? —preguntó Sorcha, entusiasmada, y la pregunta resonó en las paredes.

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—No —dijo MacMurtrae, quitándole las riendas. —Pero se va a encargar de que Santa Burra tenga una buena vida, ¿verdad? — dijo Sorcha, dándole una última y cariñosa palmadita al poni—. Se llama así por el burro que llevó a María a Belén. Rainger pensó que seguro que esa era la primera vez que se le suavizaba la expresión a MacMurtrae desde que le quitaron los pañales. Porque de verdad se le suavizó la expresión y también le dio una suave palmadita al poni. Después de eso su cara recuperó su habitual hosquedad. —¿No quieres que entreviste a los niños a los que va a llevar para asegurarme de que son buenos? —Eso sería estupendo —dijo Sorcha, sonriéndole de oreja a oreja—. Sabía que ese exterior huraño oculta un buen corazón. —Enterrado bien en el fondo —gruñó MacMurtrae—. Muy en el fondo. —Ha sido un placer tratar con usted, señor —dijo ella, cogiéndole la mano y moviéndosela enérgicamente de arriba abajo con el mayor entusiasmo. Cuando se la soltó y se alejó, MacMurtrae se limpió la palma en los pantalones. Rainger se relajó y se preparó para volver al centro de la ciudad a buscar sus caballos. En ese preciso instante, Sorcha se detuvo, se volvió hacia MacMurtrae y le dijo: —Ha sido muy justo, me ha hecho muy agradable la negociación y sé que puedo fiarme de usted. ¿Me hace el favor de decirme dónde puedo encontrar una buena posada? ¿Algún lugar donde pueda comer y comprar comida para otra persona? Rainger vio cómo sucedía ante sus propios ojos. En la cabeza de MacMurtrae echó raíces y floreció un plan maligno. Haciendo un burlón y jactancioso gesto en dirección a él, bajó la cabeza y le susurró algo a Sorcha en el oído. —¡Gracias! —exclamó ella, y echó a andar en dirección a las afueras de la ciudad. —¡Demonios! —exclamó Rainger, y echó a andar detrás de ella. Cuando iba pasando por el lado de MacMurtrae, este lo cogió por el cuello de la camisa. —Has obtenido lo que querías, hombre, un precio condenadamente elevado por los caballos y que tu mujer se sienta complacida consigo misma. Rainger también lo cogió por el cuello de la camisa. —Es un muchacho. No olvides eso. Es un muchacho. —Si lo es, es un muchacho condenadamente tonto. Rainger lo apartó de un empujón y continuó su camino siguiendo a Sorcha. Pero cuando llegó a la esquina por la que la había visto doblar, Sorcha ya había desaparecido.

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Capítulo 10

Oyendo sonar en el bolsillo el tintineo de las maravillosas doscientas y tantas guineas ganadas tan a duras penas, Sorcha iba casi bailando por la calle en dirección a la posada recomendada por MacMurtrae. ¡Qué contento se pondría Arnou por su éxito! Y se sorprendería también, porque aunque él intentaba disimularlo, estaba claro que tenía fuertes dudas de que ella fuera capaz de vender los caballos por la cantidad que habían decidido que era la apropiada. Además, había tenido la satisfacción de saber que MacMurtrae colocaría los caballos en buenos hogares. Era evidente que debajo de ese exterior huraño, había un hombre bueno. Al llegar a la estrecha puerta que le había indicado él, golpeó, y cuando la criada la abrió, le sonrió. Cuidando de dar una altura masculina a su voz, dijo: —Vengo a comer. La chica la miró de arriba abajo y dijo: —Muy bien. Soy Eveleen. Por aquí. Le hizo pasar a un pequeño vestíbulo, algo oscuro, decorado por dos estatuas de mármol: unas ninfas sujetando sobre el hombro unas hermosas jarras para el agua. Qué extraña decoración para una posada, pero, en realidad, toda la sala tenía algo raro. O, mejor dicho, era demasiado bonita para ser de una vulgar posada. Mientras seguía a Eveleen por un largo corredor, Sorcha observó que la casa era más grande de lo que parecía. Por un lado del corredor había una serie de puertas cerradas, y en el centro del otro lado, una puerta más grande, de doble hoja. Las paredes estaban estucadas y encaladas y de ellas colgaban cuadros enmarcados. Los cuadros representaban hermosas mujeres en diversos estados de desnudez. Se detuvo a mirar más detenidamente uno, muy bien pintado, por cierto. Era el de una joven bañándose bajo una cascada a la luz de la luna, sin nada encima, aparte de una expresión de sorpresa. Arriba, en lo alto del acantilado, había un hombre, su caballo en la sombra, mirando a la chica. La expresión de él, que revelaba una intención siniestra, le aceleró el corazón. La mujer no tenía la menor posibilidad de escapar; él la capturaría y haría con ella lo que quisiera. —Vamos —dijo Eveleen, cogiéndole el brazo y haciéndola avanzar—. Puedes admirar el arte cuando te marches. Más adelante hay cuadros mejores. —¿Sí? —preguntó Sorcha, a trompicones detrás—. Porque yo sé algo de arte, y ese cuadro es increíble. Cuenta una historia. ¿Ese es Zeus y una de sus amantes? —Eso no lo sé. Tendremos que preguntárselo a la madama. Estaba claro que Eveleen era una mujer trabajadora que no perdía el tiempo.

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—¿Madama? ¿Ella dirige esta posada? —Con puño de hierro dentro de un guante de terciopelo. Pasaron junto a una puerta abierta, ¡de un dormitorio! Qué curioso encontrar un dormitorio en la planta baja. La luz que entraba por la ventana abierta iluminó a Eveleen. Era muy guapa, incluso exótica. Su piel blanca tenía un hermoso bronceado, sus grandes ojos castaños estaban ribeteados por largas pestañas oscuras, y el pelo, que le llegaba un poco más abajo de los hombros, tenía un magnífico color caoba, y lo llevaba recogido en la nuca con una cinta con un lazo. En cuanto a la ropa, bueno, era rarísima para ser de una criada; atrevida, incluso. Su vestido estaba diseñado en forma de camisón de dormir elegante y ceñido, muy escotado, adornado con una maravillosa cantidad de encaje, y era de una tela casi transparente. Tal vez ese atuendo tenía el don de sacar monedas de los monederos de hombres tacaños. No, pensó, pues había aprendido muchísimo desde que había salido del convento. Sin lugar a dudas, sacaría monedas del monedero de cualquier hombre. —¿Cuál es vuestra especialidad? —preguntó. Tenía la esperanza de que en esa posada usaran hierbas para cocinar. Hasta ese momento de su viaje, la cocina de Escocia no le había impresionado en absoluto. La chica la miró de reojo. —¿Mi especialidad? Tocar la chirimía. —¿Eso qué es? ¿Una especie de plato de salchichas? La chica se rio. —Se podría decir eso. —Entonces Eveleen se detuvo tan repentinamente que Sorcha, que iba caminando con la boca abierta, mirando otro cuadro, casi chocó con ella—. ¿Has hecho esto antes? —¿Comer? —preguntó Sorcha, tan sorprendida que la voz le salió en un registro muy femenino. Esforzándose por hablar más ronco, preguntó—: ¿Qué quieres decir? Claro que he comido antes. La chica volvió a mirarla de arriba abajo. —Hum. ¿Quién te ha enviado aquí? —preguntó con la voz cargada de desconfianza. —MacMurtrae, el comerciante en caballos. —¿Seguro que no ha sido el alguacil? —Seguro. —¿El alguacil? ¿Por qué a Eveleen se le ocurría pensar que había sido el alguacil?—. Ha sido MacMurtrae. Acabo de venderle dos caballos. Bueno, un caballo y un poni. —No pudo resistir la tentación de fanfarronear—. He obtenido más de lo que él deseaba dar. Eveleen le cogió la mano y se la examinó. Repentinamente apareció una sonrisa pícara en su hermosa cara. —Esto es muy interesante. La madama no me perdonará jamás si no la incluyo en la broma. Ese lugar le iba resultando cada vez más raro, pensó Sorcha. —¿Qué broma? Eveleen volvió hasta la puerta de doble hoja y golpeó.

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—Adelante —dijo una culta voz de contralto. Eveleen abrió la puerta y con un exagerado gesto con el brazo, le indicó a Sorcha que entrara. Sorcha se encontró en un salón relativamente pequeño, decorado en tonos verde mar y muebles de exquisito gusto femenino; hermosas plantas crecían y florecían en grandes jarrones de porcelana. Gruesas cortinas cubrían las ventanas; la luz de la sala sólo la daban velas en candelabros. Las parpadeantes llamas de las velas iluminaban la cara de una mujer extraordinaria, una mujer inmensa, voluminosa, tanto en altura como en anchura, ataviada con una holgada y vaporosa túnica y casi toda envuelta por un delantal lleno de manchas de pintura, que resaltaba sus enormes proporciones. Sus papadas formaban una escalera desde el pecho a la cara, dejando apenas vislumbrar su cuello. Tenía la mandíbula cuadrada, y su boca era un diminuto botón de rosa rojo. Su nariz era una especie de borrón de forma indeterminada, pero sus ojos… esos sabios ojos castaños le recordaron a la madre Brigette. La dama estaba de pie ante un caballete, con un pequeño pincel lleno de pintura roja en la mano. Y el aroma de las flores se mezclaba con el olor acre de sustancias minerales en un líquido. Posando contra un fondo de terciopelo azul estaba una joven de unos veinticinco años, sólo vestida con una flor sobre una oreja y una sábana colgada de una cadera. Estaba de pie, de medio perfil, con el pelo rubio cayendo en una cascada de ondas por su espalda y los brazos levantados como para coger un tesoro invisible. Sorcha sintió bajar sola la mandíbula y se quedó boquiabierta. Seguro que su abuela le diría que las princesas jamás se alteran ni manifiestan perplejidad, pero sintió subir el rubor a las mejillas, sin poder desviar la vista de esa extraordinaria escena. ¿Desviar la vista? Ni siquiera podía pestañear. Eveleen cerró la puerta y apoyó la espalda en ella. —Ella es madama Pinchon —dijo, y miró a la mujer haciéndole un guiño—. Madama, este joven ha venido por la puerta de atrás pidiendo algo para comer. —¿Sí? La madama era la dueña de la voz de contralto, comprendió Sorcha, y a juzgar por lo que veía en la tela, también era la autora de los cuadros que había visto en el corredor. En la tela estaba pintada una ninfa de piel muy blanca, en medio de las sombras azules de árboles, con los brazos levantados para coger una luna plateada. El entusiasmo arrasó con su incomodidad y timidez. —Tiene usted un talento maravilloso. Pero, claro, no le hace ninguna falta que yo se lo diga. —De todos modos, agradezco el cumplido —dijo la madama, tendiéndole la mano. Sorcha se la estrechó, observando de paso los dedos cortos, la palma ancha y las uñas largas y redondeadas manchadas con pigmentos incluso bajo las cutículas. —Sal de la tierra —susurró, casi para sus adentros.

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La madama se rio de buena gana, con una risa ronca y cordial. —Exactamente. —La madama tiene el mejor oído de Escocia, así que ten cuidado con lo que dices —le aconsejó Eveleen. —Sabe más de lo que cualquiera de nosotras querría revelar —dijo la chica que tenía los brazos levantados—. Pero es muy discreta y no lo dice. —En cambio vosotras no sois en absoluto discretas con mis secretos —les regañó la madama—. Prefiero a mis víctimas desprevenidas. —¿Víctimas? —repitió Sorcha, intentando retroceder, pero la madama le tenía cogida la mano. —Es sólo una expresión —le explicó ella, soltándole la mano—. Nunca te haría daño. Sorcha se lo creyó. Teniendo esa voz, ese tamaño, esa presencia, era imposible no creérselo. Pero también comprendió que eso no era una posada. Aunque no lograba discernir qué podía ser. La chica que estaba posando se movió, incómoda. —Madama, ¿me permite bajar los brazos, por favor? —Hemos terminado por hoy —dijo la madama, limpiando el pincel con el líquido de minerales. Al ver que la chica caminaba hacia ellas aparentemente sin darse cuenta de que estaba desnuda, le dijo—: Vístete, Helen. No hay ninguna necesidad de desconcertar a nuestro cliente. Helen se detuvo en seco y miró a la madama sorprendida. —¿Cree que voy a desconcertar a este muchacho? Todos los hombres que conozco pagarían gustosos por verme desnuda. —Entonces Helen miró atentamente a Sorcha y sus ojos verdes se fueron agrandando por el asombro—. Aah. —Sí, aah —dijo la madama, lavándose las manos en una pequeña jofaina que tenía a un lado de los pinceles. Sorcha se miró. ¿Se habría olvidado de abotonarse algo? Entonces captó las sonrisas que intercambiaban Helen y Eveleen mirándose. Parecían hablar sin palabras, y, en cierto modo, esa casa le recordaba al convento. Pero claro, no era un convento. La madama se sentó en un enorme sillón y le hizo un gesto a Sorcha indicándole el de enfrente, diciéndole: —Siéntate, joven. —Una vez que estuvo sentada, le preguntó—: ¿Crees en el arte de leer las palmas, es decir, de leer la suerte en la palma de la mano? —Eso es una tontería —dijo Sorcha firmemente. Y entonces se le debilitó la firmeza—. Pero tengo una enorme curiosidad por saber algo acerca de mi futuro. La madama levantó un gordo dedo. —Entonces estás de suerte. Soy gitana. Lo que veo no es tontería, y si me cruzas la palma con plata puedo decirte la suerte. ¿Tienes algo de plata? —Sí, tengo muchísima. —Nuevamente no pudo resistirse a fanfarronear—. He hecho una maravillosa venta de dos caballos, bueno, no dos caballos, sino un poni y

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un caballo… La madama la hizo callar levantando una mano. —En primer lugar, no le digas a nadie, a nadie en absoluto, cuando poseas una riqueza en plata. Nunca sabes quién puede oírte, y pones tu vida en peligro. Y en segundo lugar, lo único que exijo para leerte la palma es una moneda pequeña. ¿Tienes una moneda pequeña? Avergonzada, Sorcha hurgó en la pesada bolsa que llevaba colgando del cinturón, sacó la moneda más pequeña que logró encontrar y se la pasó a la madama. —Usted me recuerda a la madre Brigette. La madama dejó la moneda en la reluciente mesita que tenía a un lado. —¿La madre Brigette? ¿La superiora del convento de Monnmouth? Eveleen emitió un bufido y se cubrió la boca con una mano. Helen fue riendo a coger un candelabro y lo colocó en la mesita. Los inteligentes ojos de la madama brillaban de risa reprimida. Todo eso hirió los sentimientos de Sorcha y la puso nerviosa. —¿Conoce a la madre Brigette? La madama se puso seria. —Sí. Es una mujer muy buena y caritativa. Sufrió una gran tragedia con la pérdida de su familia. Se desvanecieron los recelos de Sorcha. La madre Brigette le había dejado claro que muy pocas personas conocían sus desgracias. Por lo tanto, que la madama lo supiera significaba que en algún momento se habían cruzado sus caminos. Que la madre Brigette le hubiera contado cosas a la madama significaba que la respetaba, y saber eso la tranquilizó y le hizo sentirse lo bastante cómoda como para colocar su mano en la ahuecada de la madama. Esta se la giró, le examinó las uñas, luego volvió a girársela y le pasó las yemas de los dedos por los bordes de la palma. —El peligro te cerca por todos lados. Sorcha pestañeó sorprendida. —¡Sí! —Pero sobrevives milagrosamente. Eso se debe a… Mira la testarudez que se ve en esta mano. Pues, no, en eso la madama estaba equivocada. —No soy testarudo. Soy muy sumiso. —Eso es lo que crees que eres, no lo que eres. Los últimos años te han cambiado y encendido el metal en tu alma. —La madama sonrió, como si estuviera muy complacida—. Te niegas a rendirte a la muerte, por muy de cerca que te ronde. Entonces pareció sorprendida y le ladeó la mano hacia la luz de las velas. Y palideció. —¿Qué pasa, Madama? —preguntó Helen, acercándose a mirar—. ¿Qué ve? Sorcha miró a la una y a la otra, asustada. —Tus yemas de los dedos tienen señales… ¡Has tocado la muerte! —La miró fijamente—. ¿Cuándo? ¿Cuándo has estado enfermo? ¿Cuándo has estado herido? Tu

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palma no lleva ninguna señal de eso. —Nunca he estado enfermo ni herido. No de gravedad. Era ridículo que la madama creyera una cosa así. Sin embargo… Pasó el recuerdo por su mente. Estaba enterrada viva. Y no le importaba. En algún lugar cercano caía agua gota a gota en un pozo, y el lento goteo que antes la volvía loca ahora sólo le aumentaba la indiferencia. Su mundo era todo tristeza y soledad. Se estaba muriendo y agradecía el fin de su desolación, de su aflicción, de su sufrimiento. Las yemas de sus dedos tocaron la esquelética mano de la Muerte.

Ese sueño. La pesadilla que la sacó violentamente de un profundo sueño y que la acosaba desde entonces. —Entonces quiere decir que has ido con otra persona hasta el umbral del cielo, o del infierno. Los ojos de la madama la miraban fijamente como si quisiera doblegar su voluntad, obligarla a reconocer algo de lo que ella no quería hablar, que no deseaba ni recordar. —No. —¿Tú lo trajiste de vuelta? —preguntó la madama en un susurro. —No sé de qué habla, ¡y usted tampoco lo sabe! —exclamó Sorcha, cerrando firmemente la mano. Eveleen y Helen ahogaron exclamaciones de sorpresa, y miraron a la madama recelosas. O sea, que nadie le hablaba con tanta brusquedad a la madama, comprendió Sorcha. Pero esa mujer no debería insistir cuando ella no deseaba continuar con eso. —¡Qué genio! —exclamó la madama, enderezándose. Sorcha hizo una inspiración profunda, para calmarse. —Perdone, no debería haberle hablado con tanta brusquedad. —No, me refiero a lo que veo aquí. —Como si no hubiera ocurrido nada incómodo, la madama le abrió la mano y señaló la pequeña almohadilla de la palma en la base del dedo meñique—. Tienes un mal genio terrible. La madama estaba equivocada. Era como si estuviera leyendo la mano de otra persona. —No tengo mal genio. Soy muy afable. Todo el mundo lo dice. La madama le pasó un dedo por un surco bastante profundo que le atravesaba el pulgar. —Juzgas con demasiada rapidez. —Eso tampoco es cierto. Pienso mucho las cosas. —Nunca te has encontrado ante ninguna prueba —contestó la madama firmemente. Fijando en ella unos ojos severos, añadió—: No olvides que eres tú quien elige el camino cuando estás ante una encrucijada. No puedes ver con claridad si

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tienes delante de los ojos la niebla roja. Espera hasta que se disipe y entonces toma tu decisión y da tu opinión. —Soy casi demasiado dócil. Todo el mundo lo dice. —Y añadió el argumento decisivo—: ¡Mi abuela lo dice! La madama pasó por alto ese argumento. —Te espera un trabajo fabuloso en tu país, pero primero debes hacer frente a los desafíos. Eso sí era cierto. —Pon tu fe en Dios y tu mano en la mano de aquel que te ama. Ya lo conoces. —¿Quiere decir un hombre? ¿Ve a un hombre? Se miró atentamente la palma, tratando de ver a ese hombre del que hablaba la madama. Lo único que vio fueron los callos formados por el roce del azadón y la pala y las líneas que cruzaban la piel blanca y reseca. No había ningún hombre ahí. El único hombre que conocía era Arnou, y él no la amaba. Al menos, nunca había dado a entender que la amara. —Coge esa mano. Entonces tendrás una inmensa felicidad —le dijo la madama, y le apretó la mano—. ¡Una inmensa felicidad! Y ella no podía cogerle la mano a Arnou, al menos no de la manera que quería decir la madama. Él era un pescador de Normandía, y ella una princesa. —Vas a desear herirlo, pero no lo hagas. Enséñale. Él ya ha sufrido mucho. Mientras la madama le flexionaba los dedos observando los cambios que eso producía en la palma, movía la cabeza de lado a lado, como si compadeciera a ese hombre mítico. Ah, vamos, ¿por qué tenía que estar observando eso? Evidentemente, eso de leer la palma era una ridiculez en su mejor aspecto. Nuevamente trató de retirar la mano. La madama se la soltó. Vaya, resultaba que lo que ella había supuesto que era un juego de salón era el esbozo de un plan celestial, y por ridículo que ella lo considerara, los pequeños ojos oscuros de la madama estaban totalmente serios. Las dos chicas debieron ver la duda en su cara, porque Eveleen le aconsejó: —Deberías hacerle caso a la madama. Es espeluznante cómo siempre tiene la razón. —Eso es cierto —aportó Helen. —Pero esta vez no puede tenerla —dijo Sorcha—. Lo que ha dicho simplemente no es cierto. La madama sonrió como si no estuviera ofendida en lo más mínimo. —Al final veremos quién tiene la razón. —Además —dijo Helen, sonriendo ladina—, apuesto a que sabe algo de ti que tú no te has imaginado. —Nadie va a aceptar esa apuesta aquí —dijo Eveleen sonriendo. La madama se echó a reír, con una risa cálida, ronca, franca, que le agitó todo el cuerpo.

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Sorcha las miró a las tres, una a una. —Otra vez se están riendo de mí y no sé por qué. —Si te digo tu secreto más recóndito, ¿creerás lo que he leído en tu mano? —le preguntó la madama. ¿Aquella mujer sabía su secreto más recóndito?, pensó Sorcha. Se cerró más el cuello de la capa y se preparó para hablar con voz ronca: —Sí, claro. La madama se inclinó hacia ella y le acarició la mejilla. —Esa ropa es un mal disfraz para tu belleza femenina, Alteza. Sorcha pegó un salto. —¿Cómo ha sabido…? —Se miró la palma. No vio corona, no vio trono, no vio ninguna señal que indicara su realeza ni su sexo. Le tendió la mano a la madama—. ¿Lo ha visto aquí? —Sabemos muchísimo acerca de la diferencia entre hombres y mujeres —dijo Helen—. Eveleen ha adivinado que eres una muchacha. Yo también. Llevaba ropas de hombre. Había enronquecido la voz. Al parecer eso no bastaba. —De acuerdo, habéis visto que soy mujer, a pesar de mi disfraz. Pero ¿por qué llamarme Alteza? Eveleen se sentó en un sillón. Helen se sentó en el brazo del sillón. —Hace menos de dos semanas —dijo—, vino un hombre a esta casa. Tenía dinero. Tenía un buen caballo que corría como el viento. Era feo como el diablo y vestía de negro. Todo de negro. Sorcha hizo una inspiración entrecortada. —El hombre que… —¿Trató de matarte? —terminó la frase la madama. —¿Cómo lo sabe? Ahora sí que creía en las predicciones de la madama. ¿Cómo no iba a creerlas? Le había dicho sus más recónditos secretos. —Bebió mucho —explicó Helen—, y me contó que era un asesino enviado a matar a la princesa de Beaumontagne. Lo animé a decirme más. —Bajó los párpados en un seductor gesto de invitación—. Dijo que era uno de muchos hombres a los que ofrecieron una recompensa por matar a esa princesa que vivía en un convento. Dijo que por otro lado habían enviado a un príncipe a buscarte para llevarte a tu país, y que lo único que tenía que hacer él era seguir a ese príncipe, matarte a ti y coger tu collar para llevarlo como prueba de que te había matado. Dijo que era el único que había hecho todo este camino, que los otros asesinos holgazanes estaban esperando en el camino o en Edimburgo. Dijo que estaba seguro de que te cogería y tendría el doble del dinero que ya tenía. —El asesino me encontró —dijo Sorcha, y se mojó los labios—. El príncipe no. —Pero sobreviviste al asesino —dijo Eveleen. —Bien por ti —dijo Helen—. Era un fanfarrón, y horroroso en…

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La madama se aclaró la garganta. Helen cerró la boca. —Todas tenemos secretos aquí —dijo la madama. Se reclinó en el respaldo del sillón y juntó las manos sobre su amplio vientre—. Entonces, Alteza, ahora te toca a ti. Te daré una pista: esto no es un convento. Adivina nuestro secreto más recóndito. Sorcha oyó voces de mujeres que iban pasando por el corredor conversando. Observó que el color verde mar de ese salón favorecía muchísimo a Helen, a Eveleen, incluso a la madama, y tal vez a ella. Los candelabros dorados hacían destacar las velas, y el brillo que proyectaban se reflejaba tan agradablemente en cada asiento que se detectaba la obra de una mano maestra. El canapé, el sofá y los sillones estaban tapizados en una delicada tela con exquisitos bordados y el armazón era de roble claro, alegre y ligero. La sala era una verdadera joya, y llena de hermosas mujeres sería una verdadera vitrina de exposición. Cayó en la cuenta. —Sois damas de la noche. Y esto… esto es una casa de mala reputación. —La mejor de Glenmoore —dijo Eveleen. —La única de Glenmoore —añadió Helen. Sorcha no se podía creer su buena suerte. Ninguna mujer que conociera había tenido nunca la suerte de conocer a una prostituta. Apostaría que ni siquiera su abuela había visitado jamás un prostíbulo, y ahí estaba ella, en medio del salón con las mejores de Glenmoore. —Le pregunté a ese comerciante en caballos dónde podía «comer». Eveleen y Helen se desmoronaron en el sillón revolcándose de risa. —Ese MacMurtrae —musitó la madama, sonriendo—. Es un tipo ladino. —Ah, sí que puedes comer aquí —dijo Eveleen—, pero no puedes comer «comer», si entiendes lo que quiero decir. Sorcha negó con la cabeza, con los ojos agrandados. —No, claro —dijo Helen, dándole un empujón a Eveleen en el hombro—. Tiene escrito «virgen» por toda ella. —Pues sí —dijo la madama. Sorcha deseó hacer preguntas, desvelar todos los misterios sobre hombres y mujeres, para ser la princesa más lista, más inteligente y sabia de toda Europa. Una pregunta las abarcaba todas y salió a borbotones de su boca: —¿Qué hacéis con los hombres? La madama se rio a carcajadas, algo que Sorcha pensó que hacía muy rara vez. —La respuesta podría llevarnos unos pocos minutos o largos días. —A sus chicas les dijo—: Llevadla a la cocina y dadle de comer. Tiene hambre. Alguien estaba golpeando ruidosa e insistentemente la puerta de la calle. La madama apoyó las manos en el sillón y se dio impulso para levantarse. —Yo iré a ver quién desea perturbar nuestra paz. Las chicas cogieron a Sorcha de los brazos y la llevaron hacia la puerta. —Nosotras te daremos comida y tú nos puedes decir lo que sabes acerca de los hombres.

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—¡Gracias a Dios! Estoy muerta de hambre. —Pero antes tenía que decirle una cosa a la madama; una información muy importante. Se giró a mirarla y le dijo—. Me llamo Sorcha. Los párpados de la madama cayeron sobre sus viejos y sabios ojos. —Sorcha —musitó. Sorcha comprendió que su nombre había quedado como grabado en piedra en la mente de aquella mujer, y que si le ocurría algo en ese inhóspito país, madama Pinchon sabría a quién decírselo y qué poner en su solitaria tumba.

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Capítulo 11

Rainger estaba golpeando la pequeña y discreta puerta con los puños que acababa de utilizar para sacarle a golpes la información a MacMurtrae y poner fin a su engreída risa. El comerciante en caballos había enviado a Sorcha a una casa de putas. ¡A un burdel! Ella llevaba ahí más de media hora, mientras él la buscaba, y no había salido; también le exprimió esa información a MacMurtrae. Santo Dios, ¿qué hacía allí? ¿Qué le estaban haciendo? Tenía visiones de Sorcha diciendo cosas que incitarían a las prostitutas a reírse de ella; viendo cosas que la horrorizarían y consternarían; haciendo cosas por ignorancia, cosas que la desconcertarían, la confundirían y acabarían con su inocencia. Si no abrían esa puerta pronto, la echaría abajo a patadas. La puerta se abrió justo cuando estaba estampando el puño en ella y, con el impulso, casi cayó de bruces en el oscuro vestíbulo. Recuperó el equilibrio y, por primera vez en su vida, tuvo que mirar hacia arriba a una mujer. Sí que era alta. También pesaba unas tres arrobas más que él. Seguro que trabajaba en el prostíbulo como guardia, y eso significaba que tenía mucha fuerza física. —¿Sí? —preguntó ella, y su voz profunda exigía respeto y una explicación. Rainger decidió probar con una mentira. —Mi… hermano entró aquí hace un rato. Pero ha sido un error, no debería estar aquí. —¿Tu… hermano? —dijo la enorme mujer, imitando su tono. Antes de que él pudiera escabullirse, lo cogió por el cuello de la camisa y lo hizo entrar de un tirón. Eso dejó claro el asunto de su fuerza. Ella cerró la puerta. —Explícame algo de tu hermano. —Es así de alto —indicó la altura con la mano—, tiene el pelo rojo y lleva una capa negra. —Puede que lo haya visto —dijo ella mirándolo altivamente con la cabeza bien erguida—. ¿Qué puedes decirme que me convenza de dejarte verlo? —Acaba de vender dos caballos y se siente muy orgulloso de sí mismo. —Si eso es lo mejor que puedes decir de él, te arrojaré por la puerta —dijo la mujer, agitando los dedos parecidos a salchichas. Condenación. ¿Qué sabría la mujer? —Nunca ha estado en una casa de esta naturaleza —improvisó—, y no está

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preparado para los rigores requeridos. —¿Qué más? —preguntó ella, bajando la cabeza. —Va viajando conmigo a Edimburgo. Es posible que haya hablado de mí. Soy Arnou el pescador. —No ha dicho ni una sola palabra de ti. Entonces abrió la puerta, lo cogió por el pescuezo y se preparó para arrojarlo fuera. Tal vez él sería capaz de hacerle daño, pero no luchaba con mujeres, y mucho menos lucharía con una mujer que al parecer quería proteger a Sorcha. —No es lo que parece —se apresuró a decir. Ella aumentó la presión de la mano. —¡Es mujer! —soltó Rainger. La mujer cerró la puerta, dejándolo dentro, y lo soltó. —Ahora bien, ¿por qué me has dicho eso? Él se arregló la ropa. —Porque me he figurado que ya lo sabía, si no, no me habría hostigado así. —Sé muchas cosas de esa muchacha, y no sé nada de ti, así que será mejor que comiences a confiarme tus secretos, si no, te prometo que no volverás a verla nunca más. Una furia posesiva pasó por él como una marejada. Dio un paso hacia ella y la miró fijamente a los ojos. —No me diga que no volveré a ver nunca más a Sorcha. Es mía. La mujer le sostuvo la mirada durante un abrasador momento y luego pestañeó. —Ven conmigo. Diciendo eso, se dio media vuelta y echó a andar por el corredor, dejándolo solo ahí, con las manos a los costados, fuertemente apretadas. ¿Qué juego era ese? ¿Es que ella no temía que la atacara por la espalda? ¿Tan segura estaba de sí misma? ¿O de él? Mientras se debatía entre esos pensamientos ella se perdió de vista en el oscuro corredor. —¡Ven! —gritó ella. La siguió. Ella lo llevó a un salón muy bien amueblado, decorado en colores verde mar y dorado. Pero no había nadie allí. La sala olía a pinturas y sustancias minerales en un líquido fuerte, y a perfume. Sorcha no estaba allí, por lo que se quedó en el umbral de la puerta, mientras la inmensa mujer se sentaba en un delicado sillón que daba la impresión de que se iba a romper con su peso. —¿Dónde está? —preguntó. —Está aquí. Está sana y salva, y es mi intención que continúe así. —Le indicó el sillón de enfrente al de ella—. Siéntate y háblame. Convénceme de que debo permitirte verla. Él continuó de pie.

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—Si se lo pregunta, ella le dirá que soy su compañero de viaje y se acabará su desconfianza. —Te equivocas. Esa chica es una inocente. No tiene idea de quiénes son sus enemigos, y no te la voy a entregar sin asegurarme bien. Siéntate —repitió, y su voz lo golpeó como un látigo. Se sentó. —Dame tu mano. Esa mujer le hacía pensar si no estaría delirando. Le tendió la mano. Ella le examinó la forma de la mano, le miró las uñas, se la giró para dejarla con la palma hacia arriba, y se la observó fijamente, al parecer impresionada por… ¿porque estaba limpia? ¿Por la profundidad de las líneas? ¿Por la cicatriz que le atravesaba los dedos de la mano derecha, de la herida que le hizo el conde DuBelle con su varilla? Esperó que ella hiciese algún comentario, pero cuando ella levantó sus gruesos párpados, lo miró a los ojos y dijo: —Tus dedos han tocado la muerte. Él le sostuvo la mirada, mientras su cerebro procesaba esa información increíble; esa mujer sabía lo que le había ocurrido. ¿Cómo era posible eso? No, no era posible. Sólo un hombre vivo sabía lo ocurrido esa noche, y estaba muy lejos, y jamás hablaba de ello. Ni siquiera con él. Pero la mujer no esperó respuesta. —Eres el príncipe de Sorcha —dijo. ¿Es que esa mujer tenía fuentes de información que él no se imaginaba? ¿Sería una asesina? —No, sólo lo sospechaba —dijo ella, observándolo como si supiera lo que estaba pensando—. No lo sabía, hasta este momento. Soy madama Pinchon, la dueña de este establecimiento desde hace más de cinco años. Sí, te mataré, pero solamente si tienes malas intenciones hacia esa chica. ¿Calma eso tus sospechas? —Al ver que él no contestaba, sonrió—. No. Claro que no. Tus sospechas están bien fundadas y forman parte de tu ser. Pero te advierto, príncipe, que cometes un error al no confiar en esa chica. —Confío en ella. —¿Lo suficiente para decirle quién eres? —Tengo mis razones para no revelarle quién soy. Y tenía sus armas a mano en ese momento. Si esa mujer, esa madama Pinchon, intentaba matarlo, él reaccionaría con toda su fuerza. Y si le había hecho daño a Sorcha, viviría sólo el tiempo suficiente para sufrir. Ella tamborileó con los dedos sobre el brazo del sillón, contemplándolo como si fuera un rompecabezas. —Eres su príncipe, pero no os habéis conocido. —Crecimos juntos. Decir eso era una exageración, porque él vivía en el palacio de Richarte y Sorcha en el de Beaumontagne. Pero sus padres viajaban por lo menos una vez al año para

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verse mutuamente. Él no recordaba ni un momento de su vida en que no conociera a Sorcha. —Pero va viajando contigo. ¿Por qué no te recuerda? —He cambiado —repuso él. Y eso era quedarse muy corto. La madama le escrutó la cara, medio cubierta por el trapo. —No te pasa nada en ese ojo. Bueno, que supiera que él era un hombre potente y sano, capaz de defenderse y de defender a Sorcha. —Tal como va disfrazada ella vas disfrazado tú, pero ¿por qué? ¿Por qué no le dices quién eres? —No tengo ninguna seguridad de que ella acepte dócilmente casarse conmigo, y no puedo perderla ahora. Muchísimas cosas dependen de nuestra unión. —¿Qué locura masculina te hace creer que ella se va a casar con un hombre que le ha mentido? —Cuando volvamos a Beaumontagne no tendrá otra opción. —Eres un tonto. Demasiado cruce entre sangres reales, supongo. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. Ven conmigo. Sorcha está abajo, en la cocina, comiendo con las chicas. Él la siguió, pegado a sus talones, con la mente hecha un torbellino. Debería estar más alarmado por la posibilidad de que lo llevara a una trampa, pero ¿comiendo? ¿Con las chicas? —Tal vez debería decir «tomando un poco de comida con las chicas» —dijo ella entonces. Se echó a reír y comenzó a bajar una estrecha escalera, poniendo con sumo cuidado un pie en cada peldaño. Eso podía ser fácilmente una trampa, con Sorcha como cebo, así que aflojó el cuchillo en la vaina que llevaba atada sobre las costillas y la gruesa porra que colgaba de su cinturón. Vio una puerta, que tenía que ser la de la cocina. Del interior llegaban a sus oídos los sonidos de alegres risas femeninas y, por encima de eso, la voz de Sorcha contando una historia. El alegre sonido de su voz lo detuvo en seco. Hablaba como si se sintiera niña, libre, despreocupada, y su memoria lo lanzó bruscamente de vuelta a un día en que iba caminando por los jardines de Beaumontagne. Andaba vagando por el palacio, desconsolado. Se sentía solo. Los adultos estaban ocupados hablando de los recientes problemas en el reino, y aunque ya tenía dieciséis años le dijeron que aún no tenía edad para dar su opinión. Ya estaba muy mayor para jugar con las princesas; ellas corrían y brincaban como cachorros, cuando debían comportarse con decoro, y si él les hacía ver eso, lo atacaban, a él y a su dignidad. Sin embargo, el sonido de la voz de Sorcha le hizo detenerse, y luego seguir acercándose, agachado, ocultándose entre los arbustos. Cuando quedó en posición de observar, vio que ella estaba subida sobre un muro

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bajo, declamando los parlamentos de Beatriz en Mucho ruido y pocas nueces, y lo hacía con tal vigor que él se encogió cuando dijo: «Prefiero oír a mi perro ladrarle a un grajo que a un hombre jurar que me adora». Era amplio su repertorio, y el tono de su voz y sus gesticulaciones hacían desternillarse de risa a sus hermanas, y él escuchaba y observaba escondido, separado de ella por dos años y por un inflado sentimiento de superioridad. Pero eso no le impidió fijarse en que su novia, aunque estaba actuando como un marimacho, se había convertido en una chica muy guapa. Tenía formas, el tipo de formas que excitaban a su cuerpo masculino. Su padre le decía que hasta un granero bien hecho le excitaba el cuerpo, y eso era cierto, pero también era cierto que Sorcha había desarrollado unos pechos redondeados y tenía una cintura que él podría abarcar con las manos. Seguía teniendo el pelo color zanahoria, pero sus pestañas y cejas oscuras eran como marcos de terciopelo negro para sus ojos azul zafiro, y su sonrisa le alegraba el corazón. Por desgracia, le alegraba el corazón a todo el mundo. Ella era la princesa perfecta, y ya estaba harto de oír decir a su madrina, a sus amigos y a los cortesanos de ambas cortes, la de Richarte y la de Beaumontagne, que él no era digno de ella. Todos le golpeaban siempre el hombro para indicar que lo decían en broma, pero no bromeaban. Ella siempre hacía sus deberes escolares, se comportaba bien en las visitas de los embajadores y encantaba a su padre, al suyo. Él tenía la cara llena de granos y sufría del malhumor del adolescente y de inoportunas erecciones, que le ocurrían durante las presentaciones en la corte. La única persona que lo comprendía de verdad era la condesa DuBelle. Sus sonrisas, su contacto cuando le pasaba suavemente la mano por el brazo, sus furtivas caricias en la rodilla, le habían hecho exagerar muchísimo en su opinión de sí mismo, y contribuido a esas inoportunas erecciones. Sin embargo, ese día, al ver a las princesas tan alegres, despreocupadas, desenvueltas y afectuosas, deseó poder estar con ellas ahí y que sus vidas pudieran ser como cuando eran niños.

Volviendo al presente, pensó tristemente que sus vidas nunca volverían a ser así. Madama Pinchon le indicó un biombo de madera tallada que estaba junto a la escalera. —Ocúltate detrás de eso. Escucha. No hables. No reveles tu presencia. —Pero ¿por qué? —Porque en esta casa y en este momento, Alteza, yo estoy al mando. —Miró la porra que colgaba de su cinturón—. Con eso a mano, estás bastante seguro. —Sé usarlo. —No me cabe duda. —Dicho eso entró en la cocina, y se oyó un coro de saludos y el tintineo de cubiertos de plata—. Querida Sorcha, ¿has quedado satisfecha con la comida? —Estaba muy buena —contestó Sorcha—, aunque no tan buena como la explicación de Eveleen sobre tocar la chirimía. Rainger echó atrás la cabeza tan rápido que se la golpeó contra la pared. Por suerte, con tantas risas, nadie oyó el ruido que hizo.

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¿Qué le habrían dicho a Sorcha esas mujeres? Oyó el ruido de una silla rascando el suelo. —¿Te han explicado como son los hombres? —le preguntó la madama. —Me lo han dicho todo. —Sorcha hablaba con una alegría y un entusiasmo increíbles, para ser una virgen de convento de clausura a la que acababan de revelarle los hechos de la vida—. Supongo que ahora seré capaz de manejar bastante bien al hombre con el que tenga que casarme. Rainger miró por un agujero tallado en el biombo, pero el ángulo en que estaba el biombo le impedía ver el interior de la cocina. —Recuerda que manejar a un hombre tiene que ver con entender sus pensamientos antes que él, lo cual no puede ser muy difícil, porque los hombres tienen muy pocos pensamientos. El regocijo que detectó Rainger en la voz de la madama le dijo muy claramente lo mucho que disfrutaba ella retorciéndole la nariz. Deseando ver a Sorcha se movió de uno a otro lado del biombo. Por su expresión podría juzgar cómo estaba; y necesitaba contemplar la escena, para evaluar el peligro. —Estás destinada a casarte, ¿verdad? —preguntó una de las damas. —Sí, finalmente tendré que casarme —repuso Sorcha, suspirando con patética tristeza—. Tengo que dar un heredero a Beaumontagne. Pisando con el sigilo que había aprendido esos últimos años, Rainger salió de detrás del biombo y se asomó a la cocina. Vio unas ventanas en lo alto de las paredes, y una mesa larga cubierta de fuentes. Madama Pinchon estaba sentada en una enorme silla en un extremo. Varias damas muy ligeras de ropa se hallaban sentadas en bancos. Sorcha estaba entre una rubia y una beldad de pelo castaño rojizo, y parecía sentirse muy cómoda, como en su casa. Más aún, se veía feliz, y tan femenina que él pensó en cómo habría podido engañar a alguien. —Tal vez tu marido será un príncipe —dijo la hermosa mujer de pelo castaño rojizo. —Sí, Eveleen, será un príncipe. —Le cogió el brazo a la chica y añadió en un tono de fingida consternación—: Pero he conocido a muchos príncipes. La madama le dirigió a él una significativa mirada. Él volvió a ponerse detrás del biombo. En la cocina no había ningún lugar donde pudiera ocultarse un asesino. Estaría en guardia, pero por el momento creía que estaban seguros. —Los príncipes tienen verrugas, los dientes negros y huelen mal —estaba diciendo Sorcha—. El mejor príncipe que he conocido era mi novio, Rainger, que en paz descanse, y no era ningún premio. ¿Qué tenía de malo?, pensó él. De acuerdo, era egoísta, presumido, se daba aires de superioridad, pero comparado con los otros príncipes, era todo un buen partido. Apoyando la oreja en el biombo, la instó en silencio a explayarse más. —¿Qué tenía de malo ese Rainger? —le preguntó la madama. —No es correcto hablar mal de los muertos —dijo Sorcha, remilgadamente.

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—Pensándolo bien, tampoco es correcto hablar mal de los vivos —le dijo la madama y continuó con voz muy enérgica, para que él la oyera—: Si ese Rainger era un desperdicio de bonitos dientes, quiere decir que era y es demasiado tarde para que cambie. —Sí que tenía los dientes bonitos. Era un chico muy guapo —dijo Sorcha, en tono triste. —La buena apariencia contribuye muchísimo a aliviar mi disgusto —dijo una voz coquetona. —Dinos, pues, qué tenía de malo. «Sí, venga, dinos qué tenía de malo», instó él. —Cuando éramos niños, estaba muy bien. Era bromista, pero no era malo en el fondo. Pero no tuvo a mi abuela para que le enseñara humildad, y cuando creció, se creía las cosas que le decían sus cortesanos. Se creía maravilloso. Y no lo era. «Un poquito menos de entusiasmo para hablar mal de los muertos iría muy bien.» —Se creía mejor que yo porque era chico, porque era mayor que yo, y porque estábamos comprometidos casi desde que nacimos. —No tenía que hacer nada para conquistarte —dijo Eveleen. —Exactamente. Estaba atado a mí, así lo decía él, clavado a mí, y no me valoraba para nada. Valoraba más a su caballo o a su perro. «Pero ahora te valoro. Eres mi llave del reino. Me encargaré de que lo sepas también.» —Y os aseguro que gobernaré bien. Él no habría sido buen gobernante. No entendía nada del tacto ni de cómo manejar a la gente. «Pero he aprendido. Te estoy manejando a ti.» —Creía que su manera era la única buena, y que todo lo que hacía estaba bien —continuó Sorcha, riendo, pero su risa contenía un deje de amargura. El desprecio de Sorcha le picaba el amor propio a Rainger, le hería el orgullo. Sí que había deseado que explicase por qué le tenía aversión, pero no con tanta vehemencia. —Yo habría hecho todo el trabajo y él se habría llevado todo el mérito — concluyó ella. Una mordaz evaluación de su carácter, pensó él, una que lo dejaba sin habla y agraviado. —Pero todos los príncipes son más o menos iguales —añadió Sorcha, emitiendo un sonido que dio la impresión de que se había estremecido. —Ella lo tiene peor que nosotras —dijo la mujer rubia. —Pobre princesa —dijo la madama, en tono compasivo—. Deberíamos hacerle un regalo. —¿Consejos sobre cómo capar a un hombre? —sugirió la otra, con tanta alegría que Rainger se encogió. —No, Helen —dijo la madama pacientemente—. Estaba pensando en un camisón de dormir que garantice que la prueba de la noche de bodas sea rápida.

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—Pero ya habéis sido muy amables conmigo. Y Sorcha lo decía en serio, la tontita. —Eres la mejor diversión que hemos tenido desde hace muchas semanas. Venga, ponte de pie, deja que te miremos. —Ante esa orden de la madama, unas patas de sillas volvieron a rascar el suelo. Pasado un momento, dijo—: Tiene más o menos tu talla, Helen. Dale ese camisón de encaje nuevo. Rainger contempló el biombo y luego la puerta. Si lo movía un poco, podría mirar el interior de la cocina. —¡Ay, ese no! —exclamó Helen, en tono decepcionado. —Te compraré otro igual de bonito. El tono de la madama indicaba que no aceptaría discusión sobre el asunto. Pero si movía el biombo corría el riesgo de que lo vieran. —¡De acuerdo! Helen salió de la cocina sin siquiera mirar hacia el biombo y subió la escalera. —En este viaje he conocido a dos hombres que se han dado cuenta de que soy mujer —dijo Sorcha—. Las monjas me vistieron, pero deben haber cometido unos cuantos errores. Vosotras conocéis la figura femenina mejor que nadie. —Y la figura masculina —rio Eveleen. —Y la figura masculina —concedió Sorcha—. ¿Podéis ayudarme a verme menos femenina? Su princesa no era otra cosa que práctica, pensó Rainger. —Por supuesto que podemos —dijo Eveleen—. Hay hombres que nos piden eso, ¿sabes? Rainger supo lo que iba a decir Sorcha antes de que lo dijera. —¿Por qué? —A veces a los hombres les gusta jugar a juegos —explicó una de las damas. —Eso es algo que conviene recordar —dijo Sorcha. Para tomar más notas sobre cómo manejar a un hombre, sin duda, pensó él. En un tono enérgico, sin más tonterías, la madama dijo: —Veamos tu pelo. Hum, sí. El color es desafortunado, pero es abundante. Deja que te suelte la trenza. Rainger no se había imaginado nunca que vería a Sorcha con el pelo suelto antes de la noche de bodas. Y justo en el momento en que tenía la oportunidad, le impedían ver el espectáculo tres frustrantes palmos. Oyó sonidos de diversos movimientos y murmullos. De pronto todas las prostitutas emitieron exclamaciones. —Parece una seda de valor indescriptible —comentó Eveleen. Madama Pinchon se aclaró la garganta. —El color no es tan desafortunado después de todo. Y tiene una hermosa ondulación. Rainger levantó el biombo y lo movió de aquí allá hasta que tuvo a la vista la cocina y a Sorcha. Se quitó el trapo que le cubría la cara y miró por el agujero. Sorcha estaba de cara a él y un rayo de sol oblicuo le iluminaba las facciones. La

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conmoción del reconocimiento lo quemó, purificándolo. La madama le había pasado partes del pelo suelto por encima de los hombros. Sí, era tan hermoso como había dicho Eveleen. Los colores brillaban a la luz de las velas. Oro combinado con bronce y bronce combinado con cobre. Deseó introducir los dedos en su pelo de metales derretidos hasta quemarse y convertirse en brasas. El corazón le dejó de latir; el aire le quedó atrapado en la garganta. Apretó con tanta fuerza los bordes del biombo que la dura madera se le enterró en las manos. Y entonces algo le tocó suavemente el hombro. Pegó un salto. Se giró con los puños levantados. Ante él estaba Helen, con el camisón doblado en los brazos. Tan íntima como una caricia, su mirada subió y bajó por su cuerpo, y se detuvo en la bragueta de su pantalón, donde los botones estaban a punto de saltar. Le sonrió burlona. —Disculpe —dijo. Y entró en la cocina tan tranquila como si ver a un hombre detrás de un biombo mirando a las damas no fuera nada nuevo para ella. Y tal vez no lo fuera. Al ver a Sorcha con el pelo suelto, Helen se detuvo. —¡Podrías trabajar aquí y hacer una fortuna! Rainger deseó estrangularla. Sorcha frotó unas puntas de pelo entre los dedos e hizo una mueca. —Pero ¿qué tiene que ver esto con vestirme como un muchacho? —La trenza es el principal problema —dijo Eveleen—, es difícil disimularla, y ningún hombre lleva trenza. Pero hay cosas que podemos hacer. —Pasó los dedos por el hollín del atizador y le puso un poco en la nariz y las mejillas—. Ninguna mujer se deja una mancha en la cara. —Y a ningún hombre le importa si lleva una —dijo otra. Helen envolvió el camisón en papel marrón y lo ató con una cuerda. —Podemos ponerle muchas camisas viejas y cortarlas de largo para que le abulten los hombros y los brazos. Le abrigarán también. A él debería habérsele ocurrido eso, pensó Rainger. Las damas se levantaron y rodearon a Sorcha como vibrantes mariposas, tocándole y pellizcándole la ropa y hablando todas al mismo tiempo. Después se dispersaron en diferentes direcciones. Él estaba detrás del biombo, no escondido, pero las prostitutas no le prestaron la menor atención. Iban y venían, entraban y salían, hablando acerca de Sorcha, de su realeza, de su príncipe, de sus desventuras. Por su conversación él coligió que esas damas de un burdel de una ciudad dominada por la delincuencia, a cuatro días de ardua cabalgada de Edimburgo, sentían lástima de su princesa. Triste giro de los acontecimientos, en realidad, y uno que algún día él podría rectificar. En la cocina volaban las prendas de ropa. Sorcha no hacía otra cosa que cacarear una serie de protestas. La madama rugía de risa. Y cuando las damas se apartaron y le dejaron ver a Sorcha, pestañeó

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sorprendido. Habían realizado un milagro. Tenía los hombros abultados y la cara sucia. El sombrero le cubría las orejas e iba atado bajo el mentón. Parecía un muchacho que había recorrido caminos, un muchacho curtido por una vida dura. —Nadie te reconocerá ahora —dijo la madama, pasándole un espejo—. Ni siquiera las monjas. Sorcha se miró y se echó a reír de buena gana. —¡Es perfecto! Habéis hecho un trabajo maravilloso convirtiéndome en un chico. Así estaré segura. Era cierto. Sorcha y él podrían transitar por las calles de Glenmoore y por el peligroso camino a Edimburgo sin ningún miedo a que los asesinos la descubrieran. —Tenemos otra cosa más para mantenerte a salvo —dijo la madama haciéndole un gesto a él para que entrara. Él reconoció el derecho de ella a ponerlo a prueba. Quería estar absolutamente segura de que Sorcha viajaba con él por propia voluntad, libremente. Se colocó el trapo que le cubría el ojo y salió de detrás del biombo. —Sorcha —dijo. Sobresaltada, la princesa heredera de Beaumontagne giró la cabeza y lo vio. Él estaba en la puerta de la cocina, endurecido y distinto, cambiado, ya no el chico engreído que ella había descrito. Sin embargo, ella agrandó los ojos y luego volvió a entrecerrarlos. Por un momento él pensó que lo reconocía, que sabía que era él, Rainger. Esperó, pensando, deseando… Entonces ella movió la mano, pasándola por delante de sus ojos. Volvió a mirarlo y negó con la cabeza. Pasó el momento. Él seguía siendo un desconocido para ella.

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Capítulo 12

Viento y lluvia, viento y lluvia. Sorcha ya no lograba recordar un instante en que no estuviera húmeda y con un frío que le calaba hasta los huesos. Y en ese momento del tercer día desde su salida de Glenmoore, tenía hambre. Se les habían agotado las provisiones, y en ese árido desierto de las tierras altas de Escocia no había animales para cazar, ni donde cobijarse, ni aldeas, ni luz; sólo había viento y lluvia, viento y lluvia. Se mantenía animada, y el cielo sabía que a Arnou jamás se le debilitaba la fe en que lograrían llegar sanos y salvos a Edimburgo. Pero ¿qué consuelo era esa seguridad de Arnou cuando una y otra vez demostraba que era un tonto? Esa noche, por primera vez, ni siquiera encontraron una choza ni un granero para refugiarse y no tener que dormir en el suelo mojado. Cuando estaban acurrucados debajo de un saliente rocoso, porque a eso no se lo podía llamar cueva, trató de encontrar un tema de conversación, cualquier cosa que les distrajera la mente del hambre, de la incomodidad, del fuego que apenas ardía, del suelo frío y de las mantas húmedas. Levantando su pesada trenza, miró su color frunciendo el ceño. —En la próxima aldea me voy a cortar el pelo. Arnou se giró a mirarla, indignado. —¿Qué has dicho? —Me voy a cortar el pelo. Es una molestia viajar con este pelo tan largo, y Eveleen dijo que era lo que me delataba como mujer. —Ningún hombre se ha dado cuenta de que eres mujer desde que ellas te vistieron. Con la oscura barba de tres días en las mandíbulas y las mejillas chupadas, se veía tan desesperado y peligroso como cualquier asesino. Sus ojos oscuros tenían una expresión dura, y las palabras le salieron abruptas, como si tuviera los labios rígidos. Debía estar muerto de frío. —Cierto —concedió—. Pero complementaría muy bien mi disfraz si… —Te lo prohíbo. Ese tono seco, imperioso, no se correspondía en absoluto con el pescador que ella conocía. —¿Qué quieres decir con que me lo prohíbes? —preguntó, riendo. Al ver su ojo fijo en ella, se le desvaneció la risa. Se veía casi amedrentador. Entonces cambió de imagen. Bajó los ojos, se tironeó el mechón y exhaló un largo suspiro.

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—Sólo quería decir que tu pelo es muy bonito, como la luz del sol cuando sale al amanecer y disipa la oscuridad de la noche. —Qué poético. —No sabía qué decir ni qué pensar. En el espacio de un minuto había visto dos caras de Arnou, dos caras diferentes, y no reconocía ninguna de las dos—. Pero me pareció oírte decir que mi pelo se parecía a las zanahorias. Él sonrió. —Las zanahorias son buenas, hacen bien, eso me decía siempre mi madre. No te cortes el pelo. Confía en mí, yo cuidaré de ti. Daré mi vida antes que permitir que alguien te haga daño. Indecisa, ella dejó caer la trenza. Se estremeció al sentir el frío que le pinchaba los lóbulos de las orejas. —Lo sé. Pero sería más fácil. —Tengo que ir a ver a los caballos —dijo él, comenzando a salir de debajo de la roca. Pero al instante se volvió. Le metió la trenza bajo la camisa, le enderezó la chaqueta y le puso el sombrero, bajándoselo hasta que le cubrió las orejas—. Dale a un hombre algo con qué soñar, Sorcha. Esa noche, cuando ya estaba envuelta en todas las mantas que habían traído y rodeada por los brazos de Arnou para calentarla, volvió a pensar, preocupada, en la extraña conducta de él. No entendía qué había querido decir con «dale a un hombre algo con qué soñar». ¿Es que soñaba con ella? Jamás en su vida había inspirado sueños a un hombre. Nunca nadie la había valorado por su apariencia, y mucho menos por su pelo color zanahoria. Rainger se lo había dejado muy claro. Sin embargo, parecía que a Arnou le gustaba su apariencia y su pelo, tanto que había jurado morir por ella, y eso le producía secretos estremecimientos de emoción. Y no es que Arnou fuese el hombre apropiado para ella de ninguna manera. Pero cuando estaba limpio y no olía a pescado y mugre, cuando no andaba arrastrando los pies ni tenía en la cara esa sonrisa de idiota, y cuando ella lograba olvidar su ojo con la órbita vacía y una fea cicatriz, bueno, entonces lo encontraba bastante atractivo, en cierto modo tosco. Y a él le gustaba tanto su pelo que incluso hablaba de él con arrogancia. A ella le gustaba eso, por supuesto. Le gustaba él. Más importante aún, confiaba en él. Arnou era un hombre honrado y leal, no había en él simulación ni engaño, y por las lecciones de la abuela sabía lo excepcional que es encontrar un hombre con esas virtudes. Pero era un hombre simple. En él había encontrado una rara joya: un caballero consagrado a su servicio. Él nunca la traicionaría. Además, siempre que pensaba en él, en sus manos fuertes y ásperas, en sus anchos hombros, en sus largas piernas, sentía por dentro una especie de calor y hormigueos.

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No sabía qué significaba esa reacción, pero le hacía sentirse viva. Sonriendo con esos pensamientos, se quedó dormida.

Cuando Sorcha despertó al día siguiente, descubrió que Arnou ya se había levantado y estaba hablándoles en voz baja a los caballos. Al sacar la cabeza de debajo de las mantas vio terrones de nieve en las grietas de las rocas. Invierno. Emitió un gemido. El invierno les había dado alcance. Entonces se acercó Arnou a mirar bajo el saliente rocoso. —¿Tengo que levantarme? —bromeó ella. —No —dijo él, ofreciéndole la mano. Y añadió con letal alegría—: Puedes quedarte aquí y morirte de hambre. —Si esas son mis opciones… Le cogió la mano y le maravilló su calor. ¿Cómo podía tener la mano caliente cuando todas las zonas de su cuerpo estaban heladas? Lentamente, fase por fase, se incorporó y se puso de pie. Cuando se desperezó para estirar los miembros agarrotados, él la sujetó y dijo: —Pero alégrate. Se han marchado las nubes y el cielo está totalmente despejado. ¡Mira! Está saliendo el sol. Sorcha miró. —Un milagro. Un tipo de milagro que sólo pueden apreciar verdaderamente los viajeros húmedos y cansados. El cielo se había vestido de oro y luego sonrojado de placer al ver el sol después de tantos días. Las montañas púrpura se estaban tornando rubí y naranja, a la espera del calor. Observando cada ondulante franja de color, Sorcha se sorprendió pensando de cuál de esos colores pensaba Arnou que era su pelo. Cuando se giró a mirarlo, vio que él no estaba mirando hacia el sol naciente sino que la estaba mirando a ella. —Todos los colores —dijo él entonces. ¡Como si hubiese sabido lo que ella estaba pensando! —Tienes los ojos bonitos también —dijo él. Ella volvió a sentir la oleada de ese raro placer que él le había causado el día anterior. Confundida, trató de fingir que estaba acostumbrada a ese tipo de cumplidos. —Los cortesanos, es decir, algunas personas, me decían que tengo los ojos de mi abuela. —¿Y los tienes? El único ojo de él estaba oscuro y, con esa luz, se veía interesado e inteligente. —No. —Se agachó a coger las mantas y comenzó a doblarlas—. Los ojos de mi abuela son tan fríos que pinchan como un viento helado. Él se rio. —Parece que es una mujer temible tu abuela.

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—Los cachorros y los niños pequeños huyen de ella. Y eso sólo era media broma. Arnou ya había sacado a los caballos de su refugio, los había almohazado, y había ido a amarrarlos para que pacieran en la hierba. —¿Tienes algún otro familiar aparte de ella? —Tengo dos hermanas, Clarice y Amy. Ahora voy de camino a verlas. —¿Sí? Ella hizo una inspiración profunda. —Eso espero. Amy sólo tenía doce años la última vez que la vi. Clarice era muy hermosa y ahora ha de estar más hermosa aún, lo sé. Y las echo de menos… —Al parecer el hambre la había debilitado, porque inesperadamente se sintió abrumada por la nostalgia y se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando se recuperó, continuó—: Además, hum, tenía unas cartas de ellas, que eran la mejor compañía. Ese incendio… ese fuego en mi habitación del convento las quemó, y me siento como si yo me hubiese quemado también. Él bajó la cabeza y se arregló el trapo sobre el ojo. Ella sorbió por la nariz. —Me siento como si donde latía mi corazón tuviera una pequeña brasa caliente, y mientras no vea a mis hermanas, mientras no sepa que están bien, no volveré a estar realmente viva. Soy tonta, ¿no? —No, no, en absoluto. Vuestro cariño es estimulante y no necesariamente común. Las hermanas no siempre se quieren tanto. Esas palabras eran amables y sorprendentemente sensatas, consideró ella. —No podemos pelearnos estando separadas —dijo, limpiándose los ojos. Entonces él, como si se sintiera incómodo con el tema, lo cambió. Pero ¿qué podía esperar de Arnou? ¿Tacto? —Anoche después de que te dormiste salí a explorar. Hay una aldea no lejos del camino. Vamos a cabalgar por las afueras de esa aldea y entonces yo iré a comprar provisiones. Ante esa idea, a ella le rugió el estómago. —¿Comida? —preguntó, entusiasmada. —Comida, por supuesto. —Él le sonrió, con una sonrisa cálida, muy diferente a su habitual sonrisa estúpida—. Eres un soldado, Sorcha. No te quejas, por mucha hambre que tengas, por húmeda que te sientas o por mucho frío que pases. —¿Y de qué serviría quejarse? —preguntó ella, sorprendida—. Tú estás igual que yo, tienes hambre, frío y estás empapado, y no hay nada que hacerle a eso tampoco. Él continuó sonriéndole, como si hubiese dicho algo extraordinario, hasta que esa sensación de calor y hormigueo se le extendió por todo su interior otra vez y de pronto se sorprendió mirando el suelo en un repentino ataque de modestia. Él no dijo nada más, y cuando ella lo miró de reojo, vio que estaba con el entrecejo fruncido, perplejo. Volvía a ser el antiguo Arnou, aunque no exactamente el antiguo Arnou. Este Arnou se veía menos tonto y más… ¿más qué? Más un hombre

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realmente desconcertado, confuso. —Vamos —dijo él entonces, ayudándola a montar—, aprovechemos al máximo este tiempo soleado. Emprendieron la marcha, y dejaron la carretera principal para seguir el largo camino que circundaba la aldea. Cuando llegaron al otro extremo, él detuvo su montura. —Yo entraré para comprar comida. Al otro lado de esa loma hay un largo valle que va paralelo al camino. Cabalga hasta allí, no te puedes perder, y yo te daré alcance dentro de unas dos horas. Y ve vigilante —continuó en tono severo—. Si ves a alguien, ya sea un granjero, la mujer de un granjero o un perro, no te detengas a conversar. Si ves un hombre a caballo, no supongas que es amigo. Bien podría ser otro de los asesinos. —Muy bien —dijo ella, ofendida—. No tienes por qué mostrarte tan antipático para decirme eso. —¿Antipático? —exclamó él, echándose atrás como si lo hubiera insultado—. Mujer, comiste en una casa de mala reputación y cuando terminaste sabías los nombres de todas las prostitutas. —Pues, claro que sí. ¿Por qué no? Él se quedó pensativo, buscando una respuesta, y ella observó con satisfacción que no se le ocurría ninguna, porque no se podía decir nada sensato. Finalmente él la apuntó con un dedo. —Te mantendrás escondida y callada, por favor. —Sé que hay hombres que me buscan y seré prudente —le aseguró ella. —Tu idea de la prudencia y la mía no coinciden —dijo él y se puso en marcha. Y cuando se había alejado un poco, le pareció oírle decir: «Gracias a Dios». Pero puesto que no le encontró ningún sentido a eso, no dijo nada y subió la colina, agachada sobre el cuello del caballo para protegerse del omnipresente viento, y luego bajó al valle. Ahí abajo el sol del otoño le calentaba la espalda y el viento soplaba por arriba, y el placer que le producía el día le hizo sonreír. Contempló el valle observando cómo la tierra combatía los primeros efectos del invierno conservando hierba verde en los espacios protegidos por enormes piedras grises y rugosas. La brisa no traía ningún olor; el aire era tan puro que le limpiaba los pulmones. Y así, contemplándolo todo, continuó cabalgando, lentamente, tomándose su tiempo, disfrutando al máximo de esas horas de paz. De pronto su mirada se posó en un grupo de pajaritos que, instalados sobre unas rocas calentadas por el sol, estaban gorjeando y arreglándose las plumas con sus picos. Encontró tan encantador y cómico el espectáculo que se echó a reír. Entonces, cuando menos lo esperaba, y de detrás de una enorme piedra redondeada no mucho más adelante de donde estaba ella, salió cabalgando Arnou. Pegó un salto al verlo aparecer. —¿Qué es tan divertido? —preguntó él. —¡Me has asustado! —El camino era llano y ha sido rápido.

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Ella miró su abultada alforja. —¿Has comprado algo para comer? —Tenemos un verdadero festín —repuso él. Le escrutó la cara—. Ahora bien, ¿de qué te reías? Ella abrió los brazos como para abrazar todo el mundo. —Después de tantos días horribles seguidos, ¿no te dan ganas de bailar y cantar? Él la miró con ese entrecejo de desconcierto otra vez. Entonces, como si no pudiera evitarlo, sonrió. —A mí me dan ganas de comer. —Apuntó hacia una pequeña elevación rodeada por un anillo de altas piedras toscas—. Nos sentaremos ahí. Desde allí podemos ver a cualquiera que venga por el valle a caballo antes de que llegue aquí y… —¡Sí! Eso se ve precioso. Al instante se apeó del caballo, cogió las riendas y se dirigió hacia el círculo de piedras. Las piedras eran enormes, de al menos el doble de su altura, y la mayoría continuaban en posición vertical, apuntando hacia el cielo como testigos silenciosos de los siglos transcurridos. Al pasar por entre dos de ellas levantó la cabeza para ver su altura, y estaba tratando de calcular cuántos hombres habrían sido necesarios para ponerlas verticales cuando Conquest retrocedió bruscamente. Plantando los cascos firmemente en el suelo, se negó a avanzar para entrar en el círculo. Su brusco retroceso casi la hizo caer al suelo. —¿Qué te pasa, muchacho? Se volvió para acariciarle la nariz y continuó hablándole en voz baja, para tranquilizarlo, pero aunque él aceptó las caricias, siguió negándose a pasar por entre las piedras. Ceñuda, miró a Arnou. —Vamos a tener que amarrar los caballos fuera del círculo —dijo él. —Pero ¿por qué? —Ya he visto piedras como estas. —Las miró: altas grises, cubiertas de liquen naranja y musgo verde—. La gente de los pueblos vecinos de donde hay de estas piedras siempre me han dicho que estos círculos los construyeron elfos o duendes, o los sacerdotes de la antigua religión. Supongo que los caballos perciben que aquí hay magia. Ella miró alrededor, asombrada. —La única magia viene de lo hermoso que está el día. Él la miró un momento, en lo alto, pues ella estaba en un lugar más elevado. —Dile eso a los caballos. ¿Es que Arnou creía en los elfos? Una fe así en su protector pescador le parecía ridiculísima, sin embargo él ya estaba amarrando los caballos en un espacio cubierto de buena hierba con tranquila aceptación. Qué curioso. Nuevamente, aunque con más cautela, entró en el círculo.

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No percibió nada. No sintió ninguna maravilla del otro mundo, y eso lo encontró estupendo. Cuando Arnou llegó a su lado con la alforja en la mano, le dijo: —Mi abuela me repetía una y otra vez que no hay ninguna prueba de que exista la magia. —Tu abuela no lo sabe todo —dijo él, frunciendo los labios como si tuviera en la boca el sabor de un limón particularmente ácido. ¡Tonto Arnou! —¿De verdad crees que los elfos construyeron esto? —Las leyendas dicen que el tiempo se detiene en el país de los elfos. Dicen que controlan el clima, que siempre es primavera en estos lugares. —Movió la mano señalando los grupos de flores que se agitaban a la sombra de las piedras—. En cuanto a mí, creo que estamos seguros aquí. ¿Tú no? Irracionalmente, ella creía que sí. —Claro que sí, pero porque hemos sido cautelosos y este lugar es como una atalaya. —Claro —dijo él. Lo dijo en tono divertido y complaciente. Por primera vez en todos esos días, sentía calor, el suficiente para quitarse un poco de ropa; mientras se quitaba la capa, el sombrero y tres de las camisas, pensó, divertida, que tal vez fuera cierto que los elfos producían ese agradable tiempo atmosférico allí. Después subió a la parte más alta del interior del círculo y desde allí contempló el campo. Sorprendida, comprobó que esa colina era más alta de lo que parecía. Desde donde estaba veía leguas y leguas de las Highlands, en todas las direcciones. El sol alargaba las sombras sobre la tierra. En el claro horizonte se veían las montañas púrpura con serpenteantes ríos azules bajando por ellas. Tenía la impresión de que si miraba hacia el sureste con la suficiente concentración podría ver Beaumontagne. La brisa le susurraba suavemente en los oídos, instándola a intentarlo, así que forzó la vista y levantó los brazos como si pudiera volar, deseando angustiosamente ver a la abuela, oír su voz, saber la verdad acerca de su padre, de sus hermanas, de los hombres que la perseguían. —Aquí está nuestra comida —dijo Arnou, en tono enérgico, poniendo fin a su concentración—. La he dispuesto sobre la manta, y puedes comer lo que quieras. ¿Qué tal un pastel de carne? ¿O un muslo de conejo asado? He comprado pan fresco y queso… —Se le cortó la voz—. Tienes una expresión rara en la cara y estás de puntillas. Azorada, ella volvió a la tierra con un golpe de talones. Fingiendo despreocupación bajó hasta donde estaba él. —Me ha parecido oír algo. —¿Sí? —dijo él mirando alrededor, preocupado—. Yo no he oído nada. ¿Sería un hada? —Un hada. No seas ridículo, Arnou. —El aroma del pastel de carne le llegó a la nariz con dulce violencia. Se arrodilló sobre la manta y contempló el festín—. Santo

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cielo, has comprado mucho. No podremos comernos todo esto. Él desprendió un muslo de conejo y se lo pasó. —Podrías llevarte una sorpresa. Además, no sabemos qué nos espera en el camino. Guardaré lo que quede y tendremos eso para comer hasta que se acabe. Entonces ya estaremos en Edimburgo. Pero ahora, come, Sorcha. Ella hincó los dientes en la apetitosa carne y cerró los ojos para saborear el delicioso sabor que le llenó la boca. Casi sin respirar, comió y comió, hasta que le quedó el hueso en la mano, y sólo abrió los ojos cuando lo oyó reírse. —¿Qué? —Un hombre pagaría buen dinero por ver esa expresión de éxtasis en la cara de su mujer. —Lo único que tienes que hacer es alimentarme —dijo ella alegremente, tendiendo la mano para que le diera más comida. Él continuó sonriendo, como si supiera algo que ella no sabía. Cortó el extremo redondeado del pan, con sumo cuidado le quitó la miga y con la cuchara llenó la improvisada taza con pastel de carne. Entonces se la pasó, y mientras ella comía con alegre entusiasmo, se preparó lo mismo para él. Ella encontró raro que él disfrutara más mirándola que llenándose el estómago, pero tenía tanta hambre que no siguió pensando en eso. —Quien fuera que hizo esto es la verdadera y hermosa hada. —Tu hermosa hada fue la mujer del tahonero, y es fea, tiene talento y muy buena disposición para coquetear. —Agitó las cejas, travieso—. Me he asegurado la comida del tahonero para nosotros. Sorcha dejó de comer. —¿Has estado coqueteando con la mujer del tahonero? —He hecho ese sacrificio por tu apetito. Una sonrisa jugueteaba en las comisuras de sus labios, y ella observó que ahí, a la luz del sol, sin ningún peligro a la vista a leguas a la redonda, parecía casi un niño. Estaba relajado, y por debajo de la barba negra de varios días no se veían los surcos que generalmente le rodeaban la boca. Tenía el párpado entornado, como si estuviera adormilado por la diversión. En la seguridad del círculo de piedras se veía una persona totalmente diferente, en absoluto el Arnou parecido a un bufón, sino más bien un hombre capaz de obtener comida de cualquier mujer coqueteando. —¿Qué edad tienes? —La pregunta le sonó brusca, por lo que tartamudeó—: Esto…, es decir, me había parecido que eres menor que yo. —¿Por qué se te ha ocurrido eso? Ella recordó sus trastabillones en el convento, su asombro cuando se defendió del asesino que la atacó, su aspecto cuando estaba aplastado en la pared de la casa de mala reputación, rodeado por divertidas prostitutas. —Simplemente me parece que no tienes… muchas habilidades. —Soy un hombre de talentos ocultos —dijo él. Sacó un trozo de corteza del pan, se lo metió en la boca, lo masticó y se lo tragó. —¿Qué edad tienes, pues?

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Él volvió a mirarla, con su ojo oscuro. —Veintisiete. Era mayor que ella. No se lo habría imaginado. —¿Tienes algún familiar? —Muertos. Ella lamentó haberle preguntado eso; esa sola palabra abrupta había perturbado la paz de ese lugar. De todos modos, no pudo resistir el deseo de saber algo más de ese acompañante que se había convertido en su protector. —Lo siento. ¿Tienes alguna persona a la que quieres? —Tengo todo un país de personas a las que quiero —dijo él. Terminó de comerse el pan con pastel y hurgó en su alforja hasta que sacó una achaparrada botella marrón y le quitó el corcho con los dientes—. También tengo whisky. ¿Quieres un poco? Se la ofreció, ya con su sonrisa tonta en la cara. —Sí, gracias. No tenía copa, pero era evidente que a él eso no le importaba, así que empinó la botella y bebió. El whisky le hizo arder la garganta, le limpió los senos nasales, le llenó de lágrimas los ojos y le produjo la sensación de que le giraba la cabeza. Cuando bajó la botella descubrió que él la estaba mirando con la boca medio abierta. —¿Qué pasa? —¿No vas a toser? —Después de tantos días bebiendo agua sucia y vino granuloso, el licor sabe a limpio. Volvió a beber y le pasó la botella. Primero él olió cautelosamente el licor, luego bebió y estornudó. Ella se echó a reír. Entonces, avasallada por la dicha producida por la comida, la agradable compañía y ese lugar especial, se levantó y, cortejada por la brisa, abrió los brazos y comenzó a girar siguiendo un amplio círculo. Le oyó llamarla, pero nuevamente la invadió esa sensación de poder volar, de elevarse. Se puso de puntillas y se meció al ritmo de la música del viento. Y el viento respondió, cogiéndola en sus brazos y bailando con ella, haciéndole correr bajo ese sol tan primaveral como una niña exuberante, incitándola a inclinarse y mecerse, todo por el puro placer del movimiento. Veía pasar girando las flores amarillas, la hierba verde, las antiquísimas piedras grises, muy consciente en todo momento de la tosca manta marrón donde estaba Arnou mirándola como si no pudiera apartar la vista de ella. Sólo paró cuando se acabó el viento, y fue disminuyendo poco a poco la velocidad hasta quedar de pie junto a la manta, jadeante, eufórica y animada. —Sorcha —dijo la voz profunda de Arnou con vibrante autoridad. Cuando abrió los ojos, ¿en qué momento los había cerrado?, vio que él tenía el brazo extendido ofreciéndole una manzana de piel rosada, perfecta. —Aah. Se arrodilló junto a él, cogió la manzana y aspiró su olor, imaginándose el calor

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del verano y la cosecha del otoño. Enterró los dientes en la fruta madura. Sintió deslizarse el sabor por su lengua, la mezcla perfecta de acidez y dulzura, pensando que nunca había probado nada tan glorioso como ese solo bocado de manzana, hasta que Arnou se la quitó de la mano, se acercó más y posó su boca en la de ella.

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Capítulo 13

Al calor del sol de mediodía, en el silencio del círculo de piedras, el beso de Arnou le pareció tan natural a Sorcha como su baile con la enérgica brisa. Se quedó quieta, asimilando la sensación de sus labios en los de ella, pensando, en cierto modo abstracto, qué habría impulsado al humilde y torpe Arnou a hacer una cosa así. Entonces el ardor del beso le disolvió los pensamientos. Abrió los labios bajo la delicada presión de los de él, y su sabor le supo como miel en la lengua. Él debió haber pensado lo mismo que ella, porque musitó «Deliciosa», y moviendo los labios sobre los suyos le pulsó terminaciones nerviosas que ni siquiera sabía que existían. Él olía a ese valle: fresco, silvestre, libre, sin trabas. Incluso con los ojos cerrados reconocía su olor, y en ese momento tenía los ojos cerrados. ¿Cuándo había ocurrido eso? Encontraba tan natural compartir ese momento con él, en un acto íntimo que no había compartido jamás con ningún hombre. Él le cogió el mentón, y al sentir los ásperos callos de su palma y sus dedos pensó que estos rendían tributo al trabajo que había hecho como marinero. Como hombre. Él apartó los labios de su boca y los deslizó por su mejilla, subiendo hasta besarle los párpados y bajándolos después para acariciarle el sensible lugar en la base de la oreja. Cuando sintió su aliento en el cuello, como una suave caricia, se estremeció de placer. Sabía que los hombres besaban a las mujeres; cuando la enviaron exiliada a Inglaterra, estuvo viviendo con una amable pareja que de vez en cuando se manifestaban su afecto con un rápido beso en la boca. Pero eso era diferente. Los besos de Arnou eran exquisitos, aderezados con la crema de la experiencia y la miel del deseo. Deseaba deleitarse en cada instante en que él le acariciaba la piel con los labios. Cuando le besó la garganta se oyó emitir un suave gemido, como si su cuerpo no pudiera resistirse a otorgarle el más primitivo de los aplausos a su pericia. Y cuando él la oyó gemir, levantó la cabeza y le miró la cara. Ella sintió el calor de su mirada, pero el ardor de su pasión ya le había penetrado hasta los huesos y apenas logró levantar los párpados. Cuando abrió los ojos vio que él tenía la pupila tan dilatada que el color castaño oscuro de su iris era casi invisible. Se imaginó que podría verle hasta el fondo del alma, y sonrió, curvando lentamente los labios, lánguida, deseando que él supiera lo mucho que significaba para ella su adoración.

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—Niña tonta —dijo él, con la voz ronca, rasposa, como si tuviera inflamada la garganta—. ¿Crees que esto no es peligroso? —¿Peligroso? No, claro que no. Confío en ti. —Sintió el escalofrío de la duda—. ¿No debería confiar? —No, de ninguna manera. Diciendo eso se alejó hasta su lado de la manta, se tumbó, cerró el ojo y se quedó absolutamente quieto, y tan rígido que parecía estar combatiendo un inmenso dolor. Ella no sabía qué dolor podía ser ese, pero eso la dejaba a ella sola vigilando. Miró alrededor. El aire estaba tan limpio, y ese lugar estaba tan alto, que veía leguas y leguas de distancia en todas direcciones. No se movía nada en el camino, no se movía nada en el valle, no se movía nada en las colinas. Incluso los caballos, que estaban paciendo no muy lejos, se veían delgados y pequeños. Era casi como si realmente los elfos hubieran construido ese lugar y puesto hechizos allí para protegerlo. Si había alguien buscándola por ahí, no se veía por ningún lado. Suspirando aliviada, comenzó a recoger los restos de la comida, envolviéndolos en el papel marrón. Si eran prudentes, tendrían provisiones para los dos días siguientes. La lluvia les había hecho más lento el viaje a Edimburgo, pero si el tiempo continuaba tan seco como ese día, tendrían comida suficiente. Quitó las migas que habían quedado en el centro de la manta, colocó la alforja junto a ellos y finalmente cedió al deseo de satisfacer su más urgente necesidad: miró a Arnou. Ya no estaba tenso. Estaba dormido, compensando la noche sin dormir que había pasado explorando el terreno para preparar el trayecto de ese día. El trapo que le cubría el ojo no dejaba ver toda su cara, pero así relajado, durmiendo, sin esa expresión estúpida en su cara, tenía una apariencia juvenil, de nobleza. Y la madre Brigette le diría que eso era una lección para ella. Sólo se había fijado en las tonterías de Arnou; le molestaba esa sonrisa ancha que era casi perenne en su cara, y no había sido capaz de ver las cualidades que reflejaban sus facciones. Sin saber por qué, deseaba contemplarlo, mirar detenidamente su cara, todo su cuerpo, tocarlo, acariciarlo, besarlo como él la había besado. Cuando por fin se tendió a su lado en la manta, se puso a pensar, en por qué la había besado. Le había parecido el acto de un hombre llevado por un impulso. Conociendo a Arnou, eso tenía que haber sido. Pero ¿por qué? ¿La encontraría atractiva? ¿Podría un hombre encontrarla… deseable, con su pelo color zanahoria y su piel blanca con pecas? Le costaba imaginárselo. Claro que sólo era Arnou; si Rainger estuviese vivo y allí, diría que Arnou era un idiota. Muy bien. Eso era cierto. Pero Arnou era una clase de idiota, un idiota valiente. Tal vez se abstendría de meterse en una verdadera pelea, pero aun sabiendo muy bien que alguien la perseguía, seguía viajando con ella. Y esos últimos días no lo encontraba tan ridículo. Había momentos en que demostraba tener inteligencia, astucia.

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Se sintió halagada pensando que las horas pasadas con ella habían mejorado su mente y sus modales, y tal vez en el futuro sería capaz de mejorar él solo, y mejorar su situación. Pero nada de eso contestaba la pregunta de por qué la había besado, ni de cuándo volvería a besarla. Se quitó el sombrero y se lo puso sobre la cara para tapar la luz del sol, que incluso brillaba sobre sus párpados cerrados, y recordando ese beso, se quedó dormida.

Rainger sabía dónde estaba. Estaba durmiendo sobre una manta en el interior de un círculo de piedras en medio de las Highlands, las yermas tierras altas de Escocia. Sabía cuál era su misión: encontrar a la princesa Sorcha, llevarla de vuelta a Beaumontagne, casarse con ella y usar su ejército para recuperar Richarte. Sabía cuáles eran los peligros: ladrones, dificultad para encontrar alimento, el frío del invierno, los asesinos. También Sorcha podría rebelarse y negarse a seguir su destino, como habían hecho sus hermanas. Pero él era capaz de hacer frente a cualquier desafío. Sólo su debilidad fue la causa de la pesadilla. Sólo su debilidad… —Rainger, no debes ir a ver a la condesa. Es demasiado peligroso. Marlon fue el único que se atrevió a decir lo que todos deseaban decirle. El Rainger de diecisiete años miró altivamente a su pequeña camarilla de amigos: Cezar, Hector, Emilio, Hardouin y Marlon. Eran hombres que se habían criado con él, y estaban formados para servirlo y protegerlo a toda costa. —Tengo que ir. La amo. Me ha enviado una nota. Está preocupada por mí. Debo pasar una noche más en los bellos brazos de Julienne. Sabía muy bien lo romántico que se veía ahí subido en el espaldar bajo del balcón de Julienne, con la espada colgada al costado, los hombros erguidos, los oscuros ojos brillantes de pasión. Se imaginaba que era la quintaesencia del caballero quijotesco, y tenía henchido de orgullo el pecho. Era el príncipe heredero de Richarte, en marcha hacia la guerra para salvar a su país del malvado usurpador, pero primero quería tener una última noche de dicha. Su peligro era grande, sí, pero el peligro de ella era mayor aún, puesto que el malvado usurpador era su marido, el conde DuBelle. —Montad guardia —les dijo a sus amigos. Dicho eso continuó subiendo por el espaldar, en dirección al dormitorio del conde DuBelle, donde se acostaría con su mujer, la condesa. Se iba agarrando de las gruesas ramas de la parra y los maderos más delgados del espaldar, dándose impulso y trepando, acercándose a su amada. Cezar, Hector, Emilio, Hardouin y Marlon. Tres de ellos eran mayores que él; dos eran de su misma edad. Todos eran gallardos caballeros del reino. Ninguno de ellos aprobaba esa aventura.

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—¿Dónde está? —preguntó Cezar—. Si te ha escrito una nota, ¿por qué no está asomada al balcón esperándote? Cezar tenía un cierto parecido con él, por el pelo oscuro y los ojos del mismo color; era su primo en tercer grado, dos años mayor, y el más guapo del grupo. Pero él, Rainger, era el hombre elegido por Julienne. —Estás celoso —dijo. —Por el amor de Dios, Rainger, esto no es un juego. Nos quieren atrapar. Esas palabras de Cezar lo golpearon como un látigo. La fría razón entró en su mente y estuvo un instante tironeándole. Desde la muerte de su padre, el rey, los insurgentes se habían hecho fuertes. Decían que él era muy joven, un chico mimado, inepto para gobernar. En el umbral de la batalla estaba el ejército real de Richarte esperándolo, a él, su joven príncipe, para que los dirigiera y demostrase su valía. Y en lugar de ir allí a cumplir su deber, estaba subiendo el espaldar, haciendo más caso a las exigencias de su polla que a los pensamientos de su cerebro. Mirando a sus amigos, pensó si Cezar no tendría razón, si debería huir mientras podía y dejar el placer para después. La rama a la que estaba cogido se rompió, perdió pie y quedó colgando de un brazo, tratando de cogerse a algo con el otro. Se sintió estúpido. Seguro que sus amigos estarían apuntándole, desternillándose de risa, como los burros que eran. Pero no, estaban mortalmente callados, como si estuvieran tristes, abatidos, como si se sintieran tan importantes, tan abrumados por asuntos serios que no podían comportarse normalmente. Y eso lo enfureció. ¿Acaso se creían mucho más inteligentes y maduros que él? ¿De verdad creían que él era un niño mimado y consentido? Les daría una lección. Recuperando el equilibrio, continuó trepando, aunque con más cuidado, pensando menos en lo gallardo que se veía allí, y concentrándose más en llegar a su destino. Menos mal que Julienne no le había visto hacer el ridículo allí. Pero Cezar tenía razón. ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no lo estaba esperando en el balcón? Llegó arriba, se dio el impulso para pasar por encima de la barandilla de mármol y aterrizó ágilmente en el balcón sin hacer ruido. Vio que la puerta estaba abierta, con las cortinas cerradas. La desconfianza le puso los nervios de punta. ¿Dónde estaba Julienne? Se asomó a mirar a sus amigos. Estaban todos juntos, agrupados, mascullando algo, fastidiados. No, no podía bajar. No podía reconocer ante ellos que podría estar equivocado. Soltó la espada en su vaina y avanzó. Separó las cortinas. Y ahí estaba ella, sentada en la cama, apoyada en la cabecera, exquisitamente desnuda, toda iluminada por la dorada luz de una sola vela, la de la mesilla de noche. Julienne, la condesa DuBelle, su primera y mejor amante. —Cariño —dijo ella. Esa sola palabra, con su deliciosa voz cálida, prometía todo tipo de placeres. Le tendió los brazos—. Ven a mí. De su cerebro salieron volando la prudencia y la lógica. Entró precipitadamente en la habitación, con un solo pensamiento: enterrarse en su cuerpo, cabalgarla fuerte y luego volver a hacerlo.

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La abrazó, poniendo en el abrazo todo su ardiente deseo y su admiración. Ella se rio y se apartó. —Cariño, llevas muchos botones y medallas. Rápido, rápido, desvístete para mí. Enséñame tu maravilloso cuerpo joven y tu enorme miembro. En ese segundo volvió la prudencia a su cerebro. Ella nunca deseaba que se diera prisa. Todo lo contrario, muchas veces se quejaba de la velocidad a que lo llevaban sus necesidades. Entonces ella sonrió y se lamió lentamente sus carnosos labios color rubí. No hizo falta que ella le repitiera la urgente invitación. Se quitó la ropa con la mayor rapidez posible, tirándolo todo de cualquier manera por la habitación: la casaca, el cinturón, la espada, la pistola, las calzas, las botas. En un santiamén estuvo desnudo ante ella, fuerte, joven, viril, enseñando una erección que, según aseguraba ella, sobrepasaba con mucho a cualquiera que se pudiera imaginar, y, lógicamente, a la del conde DuBelle. —Estupendo, cariño. Ahora, espera un momento. Levantó los brazos por encima de la cabeza, con lo que se le levantaron los voluminosos pechos redondos en una gloriosa exhibición. Una oleada de intenso deseo pasó por todo él. Se estremeció de necesidad. Ya apenas veía, apenas oía… Hasta que oyó detrás de él el chasquido de muchas espadas saliendo de sus vainas. Se giró a mirar y se encontró ante siete espadas que le apuntaban. Esas espadas las sostenían siete caballeros vestidos con los colores de la casa del conde DuBelle. Todos estaban sonriendo, mirándolo de arriba abajo. Un único pensamiento pasó por su mente como un rayo: debía proteger a Julienne. —¡Ponte detrás de mí, cariño! —gritó. La oyó bajarse de la cama, a su espalda. Inmediatamente se colocó entre ella y las puntas de las espadas. Ella se movía de un lado a otro. Y él se movía con ella, sin apartar la vista de las espadas. Su espada…, la había arrojado despreocupadamente hacia la puerta del balcón. Su pistola…, la había dejado en la mesilla de noche; pero cada vez que se movía en dirección a ella para cogerla, los caballeros se lo impedían con sus espadas. Se estaban riendo los cabrones. Riéndose a carcajadas. Les divertía el príncipe al que acababan de atrapar, desnudo y sin ningún recurso. Pero no estaba totalmente sin recursos. —¡A mí! —gritó hacia el balcón—. ¡A Rainger! Era la llamada de un hombre desesperado. Sus hombres no tardarían en estar allí. Subirían por el espaldar, lo arreglarían todo… Justo cuando pasaba por su cabeza ese pensamiento desafiante, oyó el grito abajo. El grito de un moribundo. Se quedó paralizado de horror. ¿Quién? ¿Quién había muerto? ¿Su primo Cezar? ¿Hector, tan feliz, tan generoso? ¿Emilio, el de su misma edad y su mejor amigo? ¿Hardouin, el sensible y poético? ¿O Marlon, el vehemente, práctico, realista? Se oían choques de espadas, gritos de hombres. La emboscada que le habían preparado a él incluía a sus hombres. —Bienvenido, joven príncipe. Esa voz educada, cortés, le hizo mirar. Se separaron las cortinas y entró el conde

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DuBelle. Las mujeres encontraban guapo al usurpador. Era rubio, de ojos azules, tenía un cuerpo atlético que mantenía en forma entrenando, y se vestía con una elegancia que realzaba todas sus perfecciones. A sus treinta y tres años, el conde era un hombre en el cénit de su poder. Y en ese momento estaba allí, golpeándose la palma con su fusta de cuero, jactancioso, vanagloriándose de haber conseguido esa presa. —Creo que hemos atrapado al peón más importante en nuestra partida de ajedrez —dijo. Estaba sonriendo, sonriendo fanfarrón, como si ya hubiese ganado la guerra. Pero no sabía toda la realidad, pensó Rainger. Él no permitiría que cogiera a Julienne y la atravesara con el estoque que tenía muy cerca de la mano. Ay, Dios, ay, Dios. Su estupidez había matado a un amigo. Y tal vez a todos sus amigos. Estaba frente a la muerte, y no era ningún romántico. No era un hombre justo, recto. No era un héroe. El corazón le latía desbocado y le temblaban las manos. Pero podía ser galante. Podía proteger a Julienne. Alargó la mano hacia atrás buscándola, necesitado de sentir su mano en su palma. Pero mientras él estaba escuchando los ruidos del combate de abajo, ella había salido de detrás de él. —¡Julienne! —gritó. Sonriéndole traviesa por encima del hombro, ella continuó caminando hacia el conde DuBelle. El conde DuBelle le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia él. Y así juntos, lo miraron. Los dos estaban sonriendo. ¡Los dos! No lograba comprenderlo. —Querida mía, no me habías mentido —dijo el conde DuBelle, como si se sintiera maravillado—. Lo tenías cogido por las bolas. Rainger sintió subir bilis a la garganta. —Es tierno, ¿verdad? —dijo la condesa DuBelle, apoyando una mano en su cadera ladeada—. Ni siquiera ahora puede apartar los ojos de mí, y tiene la polla erecta y lista. Le había traicionado. Julienne le había traicionado. A él y a sus hombres. Y ya no se oían ruidos de combate abajo. Y comprendió que no era porque sus hombres hubieran ganado sino porque habían sido derrotados. Una trampa. Sus amigos se lo habían advertido, pero su tozudez y su lujuria no le permitieron reconocer que tenían razón. Ella le había puesto la trampa. Y él se lo había permitido. Sonriendo, el conde DuBelle bajó lentamente la mirada por su cuerpo y la detuvo en sus genitales. Entonces levantó más una comisura de la boca y la sonrisa se hizo sesgada. —El joven Rainger demuestra que la familia real no conquistó su posición por su impresionante tamaño. —Cariño, te lo había dicho —dijo la condesa DuBelle, acariciándole el brazo—. Comparado contigo no es más que un muñequito de paja. Rainger recordó que a él le había dicho exactamente lo mismo refiriéndose a su marido. Estaba totalmente desnuda delante de los hombres del conde, y ellos actuaban como si verla así fuera de lo más normal.

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Entonces vio que el conde DuBelle le acariciaba el costado, bajando la mano hacia atrás, y allí le manipulaba las nalgas hasta que ella se meneó, retorciéndose. Durante más de dos años ella había tratado de seducirlo, incitándolo, primero sutilmente y después sin tapujos. Lo sedujo y le enseñó las maneras de hacerle el amor a una mujer, halagándolo, entrampándolo. Nada de lo que le decía lo decía en serio, comprendió. Y se entregaba a él alegre y despreocupadamente porque no valoraba en absoluto su cuerpo. —No eres otra cosa que una puta —dijo, al comprender. Ella se rio, y su risa sonó cantarina, frívola. —Todo el mundo lo sabe, menos tú, cariño mío. Todo el mundo, menos tú. Los hombres del conde avanzaron, apuntando sus espadas, sonriendo divertidos. Si él tuviese una pizca de honor, se lanzaría hacia esas puntas, enterrándoselas. Pero no tenía ese valor. Ni siquiera aunque hubiesen muerto sus hombres. Ni siquiera aunque hubiera deshonrado la nobleza de su estirpe, de su padre, de su apellido. Sólo tenía diecisiete años. Era joven; tenía toda una vida por delante. Seguro que ocurriría algo que salvaría la situación. Seguro que él sería capaz de elevarse a la altura para vengarse y recuperar su honor. Tal vez el conde DuBelle captó en sus ojos esos esperanzados pensamientos, porque salió al balcón y desde allí dijo: —Aah, parece que han muerto dos de tus hombres. Uno está sangrando. Bueno, no. Permíteme retractarme. Todos están sangrando, pero las heridas de ese se ven bastante feas. Rainger echó a andar hacia el balcón. Las puntas de las espadas lo detuvieron. —No te vayas a hacer daño, cariño —dijo entonces Julienne, poniéndose delante de él y enterrándole las uñas en el pecho. Le dejó cinco pequeñas medias lunas rojas en la piel. Cogiendo sangre en la yema de un dedo, la lamió, con gran ostentación—. Eso es nuestra tarea. El conde DuBelle la cogió de un brazo y la hizo a un lado, y a sus hombres les dijo: —Llevad a Su Alteza el príncipe Rainger a la mazmorra. Encadenadlo a la pared. Yo bajaré allí… pronto. Los hombres lo cogieron por los brazos. Estando él en poder del conde DuBelle, los nobles soldados del ejército de Richarte se verían obligados a aceptar sus condiciones y exigencias. Él y Richarte estaban derrotados. Y todo por su culpa. Golpeándose la palma con la fusta, el conde DuBelle estiró los labios en una leve sonrisa: —Cuando acabe contigo, me lamerás las botas suplicándome que te perdone la vida. Debatiéndose para soltarse de los guardias, Rainger dijo: —Jamás te suplicaré nada.

Pero estaba equivocado.

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Capítulo 14

Cuando Sorcha despertó le pareció que habían transcurrido muchas horas. Se sentó bruscamente, asustada, sintiendo bajar hormigueos de inquietud por la piel. ¿Estarían en peligro? ¿Los habrían encontrado los asesinos? Cuando miró el cielo vio que el sol estaba muy alto. Bueno, al parecer sólo había dormido un ratito. Pero Arnou no estaba a su lado. Entonces lo vio. Se hallaba en la cima de la colina, en el lugar desde donde ella había contemplado el campo, donde se había imaginado que con ese aire tan limpio podría ver Beaumontagne. También él se había quitado la chaqueta. Sólo llevaba puesta su camisa de lana, disfrutando del sol, con la cabeza levantada y los brazos abiertos. Él no se dio cuenta de que se había despertado, así que aprovechó el momento para observarlo detenidamente: sus hombros anchos, sus caderas estrechas, sus piernas largas. Estaba claro que era un pescador; esa fuerza la había adquirido levantando redes cargadas de peces y superando tormentas durante años. Era un hombre fuerte, valiente y galante. Inteligente tal vez no, pero los príncipes que ella había conocido no eran necesariamente inteligentes, y casi nunca valientes. Tenía suerte por tener a Arnou. Subió hasta llegar a su lado y le puso la mano en la suya. —Hermoso, ¿verdad? —Es más que hermoso. Es esencial —dijo él. Tenía los dedos fríos y rígidos y su voz sonó áspera, como si estuviera sufriendo—. Un hombre debe elevar los ojos al horizonte, si no, todo el mundo se reduce al tamaño de un ataúd y la vida se convierte en una muerte en vida, nada más. Un hombre puede golpear con sus puños las implacables paredes hasta que le sangren las manos, y gritar pidiendo auxilio hasta que no le quede voz, pero sin el viento y el sol, la hierba y los pájaros, jamás se liberará. Ella no entendió ni una palabra de eso. Tampoco entendía su humor. —Hablas como si hubieses estado prisionero. Él se giró lentamente a mirarla. Su ojo no parecía una ventana de su alma sino una persiana para ocultar su sufrimiento. Pero entonces, mirándola, volvió a la vida. Y habló con la voz sonora y benévola del Arnou que ella conocía. —Hay prisiones de piedra y prisiones del alma. La piedra se puede romper y derribar, pero sólo un milagro abre la prisión del alma. Le puso la mano bajo el mentón, apenas rozándoselo, y con el pulgar le acarició

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el pómulo, con un movimiento lento, parejo, suave, que la calmó y la excitó. —¿Qué tipo de milagro? Para contestarle, él la besó. Otra vez. Le habló con sus labios, pero sin palabras. Le habló de todas las maravillas que le habían prometido las damas de la noche de la madama, y con la lengua le expresó los matices de los que ellas no habían dicho nada. Su lengua. Se la puso entre los labios, presionando, abriéndoselos, dándole a probar su aliento y su sabor. Le enseñaba cosas con su lengua. Le hacía salir de sí misma, enseñándole a dolerse y consolarse. Cuando comenzaba a sentirse cómoda, creyendo que sabía qué hacer, él cambiaba el ángulo de su cabeza, le mordisqueaba el labio, cambiaba la presión, y ella le hacía lo mismo, como si él fuera el profesor y ella su alumna. Pasado un largo rato de ese placentero suspense, él se apartó, al parecer satisfecho con ese contacto tan imperfecto. Y sonrió, como si hubiese vencido algún tipo de locura especial. Y le pellizcó la mejilla, como si ella fuese su cocker spaniel favorito. ¿Es que él no se daba cuenta? Ella no podía dejarlo así, quedándose insatisfecha. Su beso había sido una verdadera tentación, la atrajo hacia él. Apretó el cuerpo contra el suyo, buscando el calor que él prometía. Él bajó el brazo y de mala gana le rodeó la cintura. —No debo… —Sólo un momento —le rogó ella—. Sólo bésame así otra vez. Él la levantó hasta dejarla de puntillas, apretándola contra su pecho y caderas. Estaban separados por capas de tela, de la ropa de él y de la ropa de ella, pero eso no importaba. Después de tantos años de fría soledad encerrada en el convento, tocar a otro ser humano, tocarlo a él, acariciarlo, de verdad, era en parte placer y en parte tortura. Apoyando las manos en sus antebrazos, se mantuvo de puntillas para corresponderle el beso, y al principio eso le bastó. Pero poco a poco fue subiendo las manos hasta su brazo, y le palpó los músculos, explorando su fuerza. En realidad no lo pensó, fue más un instinto el que la hizo desear abrazarlo tal como él la abrazaba a ella. Hundió los dedos en sus hombros y se los acarició amasándolos, como una gata, y gimió hacia el interior de su boca. Entonces en él pareció romperse algo, tal vez la resistencia que se había impuesto, porque la estrechó con más fuerza, pegándola a él. Hizo el beso más profundo y, apretándole fuertemente las caderas contra las suyas, se las movió lentamente arriba y abajo y hacia los lados, en un movimiento casi animal, y vergonzosamente excitante. Ella interrumpió el beso. —Arnou —le dijo en un susurro—, creo que no deberíamos hacer esto. —Yo creo que no deberías pensar. Volvió a besarla, e introduciendo la lengua en su boca inició un ritmo parejo,

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introduciéndola hasta el fondo y retirándola, y ella sintió vibrar ese ritmo en el vientre. Lo abrazó con las piernas, intentando apretarlo más a ella, para aliviar la comezón que sentía en la entrepierna. Ahogando una exclamación, él levantó la cabeza y la miró. Tenía la piel tirante en los pómulos, y el mentón adelantado con resolución. Y su ojo oscuro estaba fijo en ella. Implacable. Resuelto a… matarla. Una oleada de miedo le hizo retener el aliento. No, no a matarla. A poseerla. Sin embargo, su cuerpo era incapaz de discernir entre ambas cosas. Sentía vibrar la violencia alrededor de él y tenía miedo. La sangre parecía saltarle por el cuerpo, buscando el oxígeno que no le daban los pulmones, pues habían dejado de funcionarle. Él deseaba, tenía la intención, de poseerla, de ponerla debajo de él, introducirse en ella y hacerla suya. Las damas le habían hablado de eso. Le explicaron con detalles el acto sexual, con todos sus adornos y accesorios. Pero ella no lo había entendido, hasta ese momento. ¿Una relación íntima? Pues, sí, más íntima de lo que se podría imaginar. Se apartó de él, retrocediendo y apretando fuertemente las rodillas, para mantenerlo fuera, y a la vez intentando aliviar el deseo y expectación que sentía a pesar del miedo. No le resultó. En realidad, ese Arnou la dominaba, arrastrándola a ese viaje quisiera ella o no. La estaba mirando como si quisiera devorarla. Le aumentó la expectación. Seguía teniendo miedo, pero por una vez en su vida quería enfrentar el miedo y el desafío que le presentaba la vida. ¿Estaba dispuesta a dejarse llevar por Arnou? ¿Estaba dispuesta a aceptar que ese hombre se introdujera en su cuerpo, y encontrar placer, y dar placer en igual medida? Tenía que casarse con un príncipe, cierto. Tenía que tener hijos para su país. Tenía que sacrificar todo el resto de su vida al deber. Pero estaba formada para ser princesa, para reconocer una oportunidad y aprovecharla a su favor. Estaba ante una oportunidad única. Brillaba el sol, soplaba la brisa. Estaba sola en medio del desierto con un hombre bueno, un hombre honrado, un hombre que le gustaba y que, al parecer, la adoraba. Una oportunidad. La cogería. O, más bien, él la cogió a ella. La tumbó sobre la hierba. No hubo ninguna delicadeza en su gesto; actuó con eficiencia y sin preocuparse por sus delicadas sensibilidades. Cuando la tuvo tendida en el suelo cuan larga era, se arrodilló a su lado y le quitó la ropa: las dos camisas, los pantalones, las botas, las calcetas. Y así quedó desnuda bajo el brillante sol, sin saber hacia dónde mirar, cómo actuar, ni dónde poner las manos. Pero la fiera e intensa expresión de él se desvaneció al verla así acostada. Le tocó la cruz de plata que llevaba colgada de una cadena y dijo:

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—Bonita. Ella la tocó y pasó los dedos por ella, indecisa. —Mis hermanas también tienen una. —Oportuno recordatorio —dijo él. Sentándose sobre los talones, le contempló el cuerpo. La miraba como si ella hubiese vivido en sus sueños y en ese momento estuviera viviendo en su realidad. Creyó ver el brillo de lágrimas en su ojo. Se incorporó, apoyándose en los codos, y le escrutó atentamente la cara. Sí, eran lágrimas. —¿Qué te pasa? —le preguntó, con voz dulce y preocupada—. ¿Estás llorando? —¿Alguna vez has llorado de puro placer? —preguntó él, con la voz rasposa, como si tuviera la garganta oprimida por una intensa emoción. ¿Halagador? ¿Estimulante? Sí y sí. Qué hombre tan amable, tan dulce. Se le deshizo el nudo de miedo. Él acababa de darle lo que deseaba antes de que ella se diera cuenta de que lo deseaba. Deseaba estar en ese lugar y en ese momento, escondida de la vida real y protegida por esas piedras verticales. Deseaba estar desnuda, bañándose en la luz del sol, deleitándose en la maravilla de tener la piel caliente sobre la fresca hierba. Deseaba exhibirse ante él y ver a ese hombre recto, de apariencia tosca, limpiarse las lágrimas de la cara. Sí que era guapo. Y parecía atormentado. Y desesperado… por ella. Él alargó la mano y le pasó lentamente un dedo por alrededor de un pecho. Ese solo contacto le erizó el diminuto vello de todo el cuerpo. Se le encogió el pezón. Entrecerró los párpados y sintió todos los olores, todos los sonidos, el calor del sol que brillaba arriba y el frescor de la hierba. Ese hombre le agudizaba la percepción, y con su caricia sentía la rotación de la Tierra, el cambio de las estaciones, las piedras que los rodeaban, envejecidas en un proceso tan lento que nadie podía saberlo. Pero ella lo sabía. Gracias a él. El aroma de la hierba aplastada por ella subía, envolviéndolos. Cedió al peso de la trenza y echó atrás la cabeza, hacia el sol. Oyó el sonido de la inspiración profunda que hizo él. Levantó una rodilla, sabiendo muy bien que así lo tentaba de una manera que él no podría resistir. Él se rio, con una risa que pareció apenada. Al instante, como si temiera lo que ella podría pensar, dijo: —No me río de ti. Me río de mí. Me río de este día. Dios santo, ¿cómo hemos llegado aquí? ¿A este momento? —Cabalgando —dijo ella. Hundiendo los dedos de los pies en la hierba, esperó, observándolo. El bulto que tenía en los pantalones le vibraba de una manera exigente. Esa era la señal, le había dicho Eveleen, que significaba que el hombre estaba excitado. Sin

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embargo él parecía estar paralizado allí, con las manos apretadas. Aah, Arnou estaba intentando dominarse. Ese hombre amable y simple no se creía con derecho a tocarla. Colocándole la mano en el pecho, le preguntó: —¿Quieres que te toque la chirimía? —Que me toques la… quieres… Santo Dios. —Se le aceleró el corazón, ella lo sintió en la palma—. Sí. Entonces ella bajó la mano por su vientre, la apoyó en el bulto y presionó. Por encima de las capas de ropa le exploró todo el largo, desde la punta a la base. Era algo más grande de lo que podría haberse imaginado, y la cosa se movía bajo su mano, aumentando de tamaño. Arnou gimió y se apretó a su palma. Entonces pareció apoderarse de él una dulce locura. Se incorporó, hasta quedar de rodillas y la cogió por los hombros. La echó hacia atrás, haciéndola perder el equilibrio, y ahuecó la mano en su garganta. Detuvo el movimiento y cerró la mano sobre la cadena. Giró la mano y miró la cruz, que tenía en la palma, y por su cara pasó una expresión de dolor. —¡No! —Se frotó el ojo, como si quisiera bloquear su visión y no verla—. Para. No ofrezcas algo de lo que no sabes nada. —Pero es que lo sé. Las damas de la madama me lo explicaron, y si eso va aliviar tu incomodidad… Él bajó la mano y la miró con una expresión de tanta picardía que ella retuvo el aliento. —¿Te dijeron también las damas que un hombre puede tocar la chirimía de la mujer? Justo cuando ella creía que Arnou era más inteligente de lo que parecía, él iba y decía algo tan ridículo. En tono de infinita paciencia, le dijo: —Vamos, Arnou, no deberías hablar de cosas que no entiendes. Las mujeres no tienen chirimía. —Podrías llevarte una sorpresa. Le colocó un dedo sobre el esternón y fue bajando suavemente la yema hasta llegar al nido de rizos rojos de su entrepierna, y continuó bajando hasta tocarle la hendidura que se ocultaba ahí. Sin dejar de mirarla, le rozó el diminuto bultito que sobresalía ahí… —Aquí hay una especie de chirimía pequeña, y cuando un hombre toca este instrumento su mujer canta. —Me parece que no deberías tocarme así —dijo ella, mojándose los labios, que de repente sentía resecos. —Fíjate. Eso no era un desafío, era una orden. Lo que había comenzado como un simple impulso se había convertido en algo que sobrepasaba con mucho los límites de su poquísima experiencia. Sentía vibrar alborotadas las entrañas con un ritmo frenético. Qué pasmoso descubrir, después de todos esos años estériles, que su cuerpo era sensible al contacto físico; que su cuerpo,

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en realidad, tenía vitalidad propia, y se separaba del cerebro y desafiaba a la razón. Sin poderlo creer, lo observó poner con mucho cuidado las manos sobre sus rodillas. Cuando él le pasó las ásperas palmas por el interior de los muslos, vio que la cara se le encendía de rubor, como si por él estuviera pasando una ola de calor. Y ella entendió eso, porque su caricia le hizo pasar una oleada de calor por las venas. Sentía la piel sensible a cada roce de la brisa; se le pusieron tan rígidos los pezones que casi le dolían. Y su… su chirimía, casi vibraba de expectación. —Arnou, no —dijo, pero con la voz tan débil que se la llevó el viento. —Una protesta casi silenciosa —dijo él. Se colocó entre sus piernas, y le miró las partes pudendas a la luz del sol—. Cuando estabas sola, ¿alguna vez…? —Sí —se apresuró a decir ella. Claro que lo había hecho. A veces pensaba que eso era lo único que la mantenía cuerda en la soledad y aislamiento del convento. Pero no quería hablar de ello. Por desgracia, él sí. Le acarició los muslos con las palmas, le sopló el vello, y luego la acarició ahí, con tanta delicadeza que ella casi no lo notó, y sin embargo nunca había sentido nada con tanta agudeza. —Así que en el convento te tocabas. ¿Así? Le deslizó los dos pulgares por la hendidura femenina. Ella pegó un salto. —De verdad, Arnou, creo que no deberías…, o que yo no debería… Mientras ella tartamudeaba la protesta, él contemplaba sus pulgares moviéndolos, girándolos, explorando. —¿No debería qué? —Hum, hacer cosas aquí que yo… Se interrumpió con una inspiración entrecortada porque él le introdujo el pulgar un poquito. —¿Que tú qué? —¿Qué? Ah, que yo hacía en la más profunda oscuridad… Él le hacía sentirse tan débil, tan líquida de deseo que no lograba inspirar suficiente aire. —¿En la más profunda oscuridad…? —En la más profunda oscuridad de la noche —logró terminar ella, con inmenso esfuerzo. Después se concentró en respirar. Inspira, espira. Inspira, espira. Él bajó la cabeza y la acarició ahí con la lengua. Ella emitió un gemido. Nada de lo que se hubiera hecho ella antes igualaba a una sola caricia de su boca. Su calor, su lengua mojada, tan áspera y experta… Él le presionó con los labios, moviéndolos, y dijo: —Cuéntame lo que hacías en el convento. Ella ya no podía sostenerse apoyada en los codos. Se tendió totalmente sobre la hierba. —Esto… eh…, me tocaba donde tienes la lengua. —¿Te presionabas? —le hizo la demostración—. ¿O tironeabas? —Le rodeó la

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pequeña protuberancia con los labios y succionó suavemente. Al instante sintió zumbar la sangre en los oídos y el deseo le nubló la visión. Se arqueó, apoyándose en los hombros y las plantas de los pies. Él le alivió el deseo lamiéndola suavemente. —Cuéntame —dijo él, invitándola con su voz cálida y profunda a confiarle cosas que jamás había dicho a nadie—. Cuéntame. —Me sentía sola. Las monjas, bueno, ellas rezaban y servían a Dios, pero yo, yo no era una de ellas. Ni siquiera era de su religión. Pero no estaba en el mundo tampoco. —Casi no podía articular las palabras, pero necesitaba explicárselo; él lo entendería—. Durante el invierno estaba muy oscuro, casi todo el día. Nadie hablaba y yo, ah, me imaginaba a un hombre… —¿A un príncipe? —No —dijo, medio riendo, concentrada en las sensaciones que iban en aumento ahí, en su entrepierna, y apenas consciente de lo que revelaba—. Sólo un hombre, que me acariciaba y me decía que era hermosa. —Eres hermosa. Su sola voz ya era una tentación. —Y que vivía conmigo toda la vida y me hablaba, y me hacía cosas… ¡oh!, Arnou, por favor. —Se cogió de la hierba, rompiendo las pequeñas hojas al tironear—. Por favor, Arnou, tienes que…, sólo un poquito más y yo puedo… —¿En el momento más oscuro de la noche te hacías estremecer y llegar al orgasmo? —¡Sí! —¿Así? Le succionó con los labios y la lengua. Al parecer sabía cuánto presionar, qué ritmo llevar, cómo transformar la castidad en placer. La recorrieron fuertes estremecimientos. Gritó, arqueándose y moviéndose con las contracciones, todo su ser concentrado en ese centro que él había encontrado con tanta facilidad y al que daba placer con tanta pericia. Él continuó, sosteniéndole y acrecentándole el orgasmo, hasta que ella pensó que se iba a morir de placer. Finalmente la dejó relajarse. Jadeante, siguió tendida en el suelo, y toda la tensión de esos largos años de soledad se evaporó al calor del anillo de elfos. Pero él no retiró los dedos, sino que hizo girar uno en la abertura de entrada, una y otra vez, y poco a poco sintió acumularse el deseo dentro de ella otra vez. —¿Te metías el dedo? —preguntó él, su voz tan dulce y embriagadora como el whisky. Él iba a… iba a… y ella no podría soportarlo. Todo eso era demasiado: el cielo azul zafiro, la hierba verde jade, el estimulante soplo de la brisa, el hombre, tan vigoroso, su vergonzosa desnudez, y las cosas escandalosas que le había confiado sobre su insaciable lujuria. —Arnou, por favor, no. Él no le hizo caso. Ella ya sabía que no le haría caso.

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Le introdujo un dedo. Tenía el pasaje mojado, hinchado y listo, y cuando apretó los músculos alrededor de su dedo, cobró vida nuevamente la sensación que acababa de remitir. Él impuso un ritmo que su cuerpo reconoció: el ritmo de las olas del mar, del cambio de las estaciones, de las estrellas pasajeras. Dirigido por él, su cuerpo empezó a moverse, subiendo y bajando al ritmo del dedo que entraba y salía. Se estremeció de placer; el placer fue aumentando, aumentando, de pronto se detuvo, y quedó suspendida entre la decepción y un agradable agotamiento. Él continuó con el dedo dentro, acariciándola, pero la sensación de invasión, de plenitud que le producía, fue aumentando hasta el punto de resultarle desagradable, incluso dolorosa. Se agitó, tratando de encontrar la manera de volver al placer. —Dos dedos, eso es todo. Cariño, déjame… —¡No! —exclamó ella, tratando de apartarse. Pero él la sujetó firme, con un brazo alrededor de las caderas, y nuevamente puso su boca ahí. En ese momento ella comprendió que todo lo que él había hecho antes sólo había sido el entrante. Introduciendo y retirando los dedos, le succionaba con la boca, generando excitación y desesperación. Le hacía daño con los dedos, pero al mismo tiempo le aumentaba el placer con los labios y la lengua. Ella se debatía, seguía su ritmo, deseando al mismo tiempo liberarse y someterse. La pasión, una pasión maravillosa e inconveniente, había derrotado a la independiente y reservada princesa; Sorcha combatió ese cambio al mismo tiempo que se deleitaba en él. Lo mejor de todo era que Arnou no le daba otra opción; él controlaba el momento y ella tenía que rendirse. Y cuando se rindió, el tormento y la gloria superaron todo lo que había ocurrido antes. Llegó el orgasmo en una magnífica oleada, y se entregó a él gimiendo, jadeando, retorciéndose y debatiéndose, contrayendo los músculos de ahí una y otra vez, hasta que el agotamiento la llevó a la quietud. Cuando se recostó en el suelo, jadeante, incapaz de moverse, sudorosa, y tan agotada que ya no podía pensar, Arnou subió por su cuerpo y se lo cubrió con el suyo. La aplastó con su peso. Los botones de su ropa se le enterraron en la piel. La estrechó en sus brazos y le besó la frente, los párpados, las mejillas y los labios. —Chhs, cariño, eres espléndida. Eres hermosa. Eres lo que más deseo en el mundo. Ella agradeció el elogio, pero lo que más deseaba ella era a él, y no lo había tenido. No estaba tan aturdida para no comprender eso. Le rodeó las caderas con las piernas y se arqueó, apretándolo a ella. Él respondió, pero la presión de su cuerpo vestido sólo le produjo más deseo. Y le pareció que él se movía de mala gana. Oscilando en el borde de la humillación, le preguntó en un susurro: —¿No me deseas? Sintió temblar el brazo que él tenía bajo su cabeza, y en el pecho sintió la

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agitación de su pecho. —¿Que no te deseo? —dijo él, con su voz maravillosamente atractiva, ronca de deseo—. Me estoy muriendo por ti. —Entonces quítate la ropa y… —No. —Levantó la cabeza para mirarla—. ¡No! —Pero yo deseo… —Uno de nosotros tiene que ser responsable, y al parecer esa persona debo ser yo. —Se rio—. Debería partirme un rayo por llamar responsable a lo que acabo de hacer, pero tenemos que parar, Sorcha. Tenemos que parar. —He sentido ese rayo —dijo ella, haciendo ondular su cuerpo apretado contra el de él. —Mi querida niña, no estabas lo bastante cerca para que te quemara. —Entonces enséñame. Él la miró como si acabara de tener una revelación, y no precisamente agradable. A ella no le gustaba que la miraran como si fuera la primera hormiga en la merienda. —Te preocupa que yo sea princesa y tú un plebeyo, pero hay precedentes. Catalina de Rusia se echó amantes… Él le cubrió la boca con una mano y la miró, si cabe, más horrorizado aún. —No vamos a hacer todo el camino sin… ¿De qué estaba hablando? —¿Sin qué? Él movió los labios en silencio, como si no lograra decidirse a decir lo que quería decir. Después exhaló un largo suspiro. Entonces se mojó los labios y dijo: —Vamos a tener que hacer un pequeño desvío. Necesitas pasar una noche en una posada. —¿Un desvío? —Estaba desnuda en la hierba teniéndolo a él encima; aún no se apagaban del todo los ecos de la pasión. ¿Y él hablaba de la «ruta»? Trató de volver la conversación al «momento presente»—. Hubo una reina inglesa de origen francés, llamada Isabel, que también tuvo amantes. —Un desvío nos ocupará un tiempo precioso, que no tenemos, pero no soy capaz de combatir esto. Si él hubiese reaccionado con rabia, con interés o con una intensa emoción, cualquiera, ella habría continuado discutiendo, pero él parecía distraído. Qué humillante. De un empujón se lo quitó de encima haciéndolo rodar hacia un lado. Acto seguido, con sumo cuidado, con todo el dolor de una mujer que acaba de sufrir, y disfrutar de, una iniciación a la locura, se puso la primera de sus camisas. —¿Y el hombre que me atacó? Te preocupaba que tuviera secuaces, y estoy segura de que los tiene. Si tomamos un desvío, los asesinos ganarán tiempo para darnos alcance. —También los despistaremos —dijo él, pasándole las camisas como si deseara

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que se vistiese, pero mirándola con una atención tan cavilosa que ella comprendió que detestaba cada momento—. Conozco justo la posada que nos conviene. La lleva un hombre que creo que te caerá bien. —Seguro que sí. Él movió la cabeza como si le exasperara que a ella le gustara conocer a personas después de tantos años oculta en el convento. —¿Quién te cae mal? Tienes que dejar de fiarte de todo el mundo. —La madama también me dijo eso. Pero es muy desagradable mirar a todo el mundo como si fuera un posible enemigo. —Y ella sabía muy bien lo que era el desagrado: el contacto de los ceñidos pantalones con esa parte hinchada le hacía brotar un sudor nada agradable. Y la frustración la inclinó a ser cruel, por lo que añadió—: Además, si tengo que desconfiar de todo el mundo, ¿no debería desconfiar de ti también? Él se puso de pie y se agachó a quitarse el polvo de los pantalones en las rodillas. Ella se sintió vagamente avergonzada de sí misma, y segura de que le había herido los sentimientos. —¿Arnau? —musitó. Él se enderezó. —Por supuesto que debes confiar en mí. ¿No confías en mí? Ella sintió una oleada de alivio. Él no estaba enfadado por sus dudas. —Sabes que sí. Confío en ti más que en todas las personas que he conocido en mi vida. —Se levantó y en un amplio movimiento abrió los brazos como para abarcar el mundo—. Puede que seas un simple marinero, pero eres mi noble caballero. Como si no pudiera resistirse, él la atrajo hacía sí. Ella se derritió en sus brazos. Entonces él la apartó, como si no se atreviera a abrazarla. —Muy bien. Confías en mí. Yo digo que iremos a esa posada. Así que iremos. Ella se rindió. —De acuerdo, Arnou. Iremos.

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Capítulo 15

—¿Tienes la polla muy, muy grande? —preguntó Sorcha en un gorjeo. —¡¿Qué?! Con cada paso del caballo, Rainger recibía un golpe que le iba directo a los testículos. Los tenía morados. Los tenía hinchados. Y le dolían. Peor aún. A su lado cabalgaba la Princesa Cereza Buen Humor, haciéndole alegres comentarios y preguntas acerca de su nada estelar comportamiento en el círculo de piedras. ¿Qué demonios le había ocurrido en el círculo de piedras? Había planeado darle un beso. Un simple beso, el tipo de beso inocente, sólo en los labios, que ablandaría a Sorcha hacia el estúpido Arnou. Había pensado que si ella se lo correspondía, avanzaría a más intimidad, al día siguiente. En lugar de eso la había besado y la saboreado como un hombre muerto de hambre. Le había costado un tremendo esfuerzo apartarse. Y estaba claro que en esos momentos se había hecho realidad su mayor temor y había perdido la chaveta, porque… —¿Qué has dicho? —¿Tienes la «polla» muy, muy grande? —repitió ella, al parecer complaciéndose en acentuar la palabra—. Así fue como la llamó Eveleen, «polla». Él maldijo a MacMurtrae por haber enviado a Sorcha a un burdel. Maldijo el encanto de Sorcha, su criterio amplio y su curiosidad, y principalmente maldijo a su cuerpo, que le exigía liberación y se la exigía ya. —No es así como llaman a eso las princesas. —Siempre hay un sinfín de reglas de todo tipo para las princesas —repuso ella, sarcástica—. Estoy harta de soportar tantas normas diferentes para las princesas. Cuando sea reina voy a promulgar una ley que diga: «Las princesas pueden llamar polla a una polla y nadie se lo impedirá». —Muy bien. Entonces podrás llamarla… —Se detuvo justo a tiempo—. Podrás llamarla como quieras. Mientras tanto, no hablemos de mi… —Nuevamente se detuvo justo a tiempo. —Encuentro innecesariamente coloquial «chirimía». Sorcha tenía los labios hinchados, por los besos de él, y los párpados entornados con un sesgo muy sexy. Su ropa de chico no contribuía en nada a calmarle la excitación sexual. Para él, tenía el aspecto de una mujer bien amada, y deseaba amarla otro poco más. —Las princesas no la llaman así tampoco —dijo.

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—¿Cómo la llaman? —preguntó ella, exasperada. —Las princesas no hablan de eso nunca —contestó él, con los ojos fijos en el camino. —Eso es una tontería. ¿Cómo te hago las preguntas, entonces? —No las haces. —Pero es que tengo que hacerte preguntas, a ti. Cuando llegue a Beaumontagne nadie me dirá nada. Supongo que, como princesa, tengo que ser pura, ignorante y sacrosanta. —En tono fastidiado, añadió—: Seguro que cuando me case mi marido me hará el amor a través de un agujero en la sábana. —No. —Tú no puedes prometer eso. Pues, la verdad, sí podía. Se arriesgó a mirarla. Ella le estaba sonriendo, con hoyuelos en las mejillas, mimosa. —No la llamaré polla si no quieres. Pero tienes que decirme lo que quiero saber. ¿Tu «cosa» es exageradamente grande? —Mi cosa… —Si tuviera una pared se golpearía la cabeza en ella; las mismas probabilidades tenía de ganar—. Por favor, Alteza, llámala su «polla». —De acuerdo —dijo ella, en absoluto sorprendida—. Entonces, ¿la tienes muy, muy grande? Porque cuando nos marchábamos, Eveleen me llevó hacia un lado y me susurró que le parecía que estás particularmente bien dotado, y cuando yo le pregunté qué significaba eso, me dijo… —Sí, es grande. —Diría cualquier cosa con tal de poner fin a esa conversación, no fuera que se sintiera irresistiblemente impulsado a enseñarle el tamaño, la forma, y el uso correcto de su «polla»—. Si todos los hombres de Europa pusieran sus pollas sobre una mesa, la mía sería la más grande. —¿Sí? Santo cielo, se lo había creído. —No. —Tal vez no, pero seguro que me gustaría ver ese reparto de ejecutantes. Pasmado por ese comentario, él detuvo a su caballo. Ella detuvo el suyo. Él la miró fijamente a los ojos, serio, fuerte. Ella lo miró fijamente y vio… sólo el cielo sabía qué vio. Ver el reparto de ejecutantes. Sorcha deseaba ver a todos los hombres de Europa poner su picha sobre una mesa, para ver el reparto de «ejecutantes». Sintió una sensación extrañísima en el vientre; le resultaba vagamente conocida, una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. No la identificó, pero tampoco pudo contenerla. De su vientre subió un ruido, como el del agua de un pozo artesiano, un ruido entrecortado, roto, tímido. Pero al continuarlo, el sonido aumentó de volumen. Era risa, auténtica risa, sonora, a carcajadas, que hizo temblar la silla y al caballo saltar hacia un lado, alarmado. ¡Risa! No se reía así desde… no recordaba cuándo se

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había reído así. Ella se rio también, con un sonido tan festivo que incitó a unos pájaros a pasar aleteando por encima de ellos y a unos conejos a asomar sus cabezas fuera de sus madrigueras en el suelo. Él logró dejar de reír, la miró, vio sus ojos risueños y volvió a aullar de risa. Haciendo un enorme esfuerzo de voluntad, logró tartamudear: —Si alguna vez logro… reunir a todos los hombres de Europa…, te permitiré… comprar la mesa. —Te haré cumplir esa promesa. Cuando él logró calmarse lo suficiente para limpiarse las lágrimas de la mejilla, dijo: —Hace muchísimos años que no me reía así. —Pues, para mí es una sorpresa descubrir que tienes sentido del humor. Para él también era una sorpresa. Y era una sorpresa mayor aún saber que ella se hubiese propuesto hacerlo reír. No era la misma Sorcha que había conocido de niño. ¿Quién era, entonces? —¡Mira este camino, Arnou! Es tan ancho que podemos cabalgar juntos. — Movió el brazo indicando el campo que los rodeaba—. ¡Fíjate en el terreno! Las montañas se han quedado atrás y estamos regresando a la civilización. Cuando lleguemos a Edimburgo, ya no tendremos otra oportunidad de estar juntos. Ay, Dios, otra vez. Dios santo, por favor, que no intente seducirme otra vez. Pero esa era la intención de ella. Le falló el humor que le había revivido brevemente. —Cuando se te mete una idea en la cabeza, no la sueltas. Azuzando al caballo, reanudó la marcha. Ella iba a su lado montada a horcajadas como si hubiera nacido para eso, y el movimiento del caballo entre sus muslos era tan suave y fluido como sería el de él si… Condenación. Si no lograba dejar de pensar en eso explotaría. Tenía que dejar de pensar en tenerla en la cama y desvestirla. Tenía que dejar de pensar en su cuerpo, mucho más curvilíneo de lo que sugerían sus ropas de chico, en sus pechos blancos con las pecas que casi le llegaban a los pezones color melocotón claro, en la suave curva de sus caderas y en el fiero vello rizado que le suplicaba que lo tocara y se quemara hasta convertirse en brasas. Si podía juzgar por el dolor que estaba sufriendo, se había quemado. La tocó y los dos estallaron en llamas. Y sin duda su expresión sorprendida, pasmada, apasionada, lo había elevado a mayores alturas de ardor y locura. Solamente la cruz de plata que ella llevaba colgada al cuello lo había detenido. Le abrasó la palma, y cuando la miró, recordó su brillo, que vio en el momento más oscuro de su vida. —Mi abuela siempre me decía que debía aprovechar mis oportunidades —dijo ella, levantando la mano ahuecada como si estuviera sopesando algo. Y sopesándolo con tanto entusiasmo que él no pudo evitar hacer un gesto de dolor.

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—Dudo mucho que tu abuela se refiriera a mí. —No, se refería a mí, y sé que estamos ante una oportunidad perdida. Si me hubieses dejado tocar tu chirimía… —¿Vas a hacer el favor de dejar de hablar de eso? —ladró él. Ella echó atrás la cabeza, bruscamente. Primero adelantó el labio inferior y luego se le llenaron los ojos de lágrimas. Y puesto que eso le hizo sentirse un canalla, se encontró explicándole algo que no habría deseado decirle jamás a ninguna mujer mientras viviera. —Lo que quiero decir es que… cuando hablas de eso mis partes personales se ponen rígidas. Ella alargó el cuello para mirarle el bulto que reposaba en la silla. —¿Más rígidas? —Sí, más rígidas. Escasamente soportaba mirarla, no fuera a saltar de la silla para introducirse en su cuerpo. Ella, claro, se veía pensativa y curiosa. —La frustración me causa dolor —dijo. Ella sorbió por la nariz. —No tienes por qué estar sufriendo. Si yo hubiese… Él levantó la mano, para acallarla. —Pero si lo hubiese hecho —insistió ella—, ahora irías cabalgando cómodo. —No, porque no voy a dejar de desearte porque me hayas satisfecho una vez. —¿De verdad? —preguntó ella, como si le encantara esa idea—. ¿Me deseas más de una vez? Y puesto que confesarlo no le haría ningún daño y la complacería, él dijo: —Por la mañana, a mediodía, por la tarde y por la noche, querida mía. Mañana, mediodía, tarde y noche. —Entonces me alegra que vayamos a una posada. Pasaremos la noche juntos. Con unas pequeñas modificaciones, ese era el plan de él. Pero la atrevida sugerencia le hizo apretar los dientes. —Deberíamos aprovechar la oportunidad de disfrutar el uno del otro —dijo ella. Por lo visto, no le preocupaba en absoluto el decoro. Se veía dispuesta a entregarse a un hombre al que consideraba honorable y bueno. Al parecer, no había sentido la menor aflicción por la muerte de su prometido, él. ¿Y qué tenía de extraño eso? Cierto que antes a él no le importaba lo que ella pensara de él, pero en ese momento su indiferencia le irritaba. —Pero ¿y tu príncipe? —Al ver su sorprendida mirada comprendió que eso era como golpearle la cabeza. Ser el estúpido Arnou le costaba cada vez más esfuerzo, pero logró hablar en un tono tímido—: Quiero decir… debe de importarte tu príncipe. —¿Qué príncipe? ¿Ese con el que tengo que casarme? —Se encogió de hombros, con cansina falta de interés—. Ni siquiera sé quién es, y no me importa. Lo más

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seguro es que me haga desgraciada de una u otra manera. «¿Y qué había de Rainger? —pensó él—. Quiero saber qué sientes respecto a él.» —Me refería al príncipe con el que estabas comprometida. —Ah, él. Nunca me hice ilusiones de niña respecto a Rainger. Casi seguro que sonsacarle información de esa manera tan solapada le haría oírse describir de modo nada halagüeño, pero la curiosidad lo dominó: —Te criaste con él. ¿No lloraste cuando murió? Ella azuzó al caballo y lo adelantó. Llevaba la columna y el cuello tan rígidos como un atizador, y continuó cabalgando tanto rato sin contestar que él pensó que se negaba a permitir que el humilde Arnou hurgase tan íntimamente en su vida. Finalmente ella aminoró la marcha y lo esperó hasta que le dio alcance. Entonces le dijo, en voz tan baja y tranquila que tuvo que esforzarse para oírla: —Hubo muchísima aflicción durante un tiempo. A mí me enviaron al exilio sola. A mis hermanas las enviaron a otros lugares, por separado. A mi padre lo mataron en la batalla. Mi abuela estuvo en un tris de perder el mando del país, y se cortaron todos mis lazos con Beaumontagne. La muerte de Rainger fue… la lamenté, por supuesto. Pero todo mi afecto por él era del pasado, el afecto que sentía por un compañero de juegos. Yo no lo admiraba cuando era joven, y él escasamente me toleraba. Así que perder a Rainger fue un golpe más en un año plagado de sufrimientos. Todo eso lo dijo con tanta serenidad que él casi no se lo creyó. Daba la impresión de que para ella la pérdida de su padre, de su país, su aislamiento y su soledad sólo eran pruebas que debía soportar. ¿Es que Sorcha no sentía aflicción? Entonces ella se quitó una lágrima de la mejilla. Ah, se acordó él. En Beaumontagne estaba su abuela con sus infinitas reglas, que había educado a Sorcha, estrictamente. «Una princesa no gimotea ni llora. Una princesa siempre se porta con decoro, porque nunca sabe quién podría estar observándola para tomarla de ejemplo de conducta decorosa». Sí, Sorcha podía mofarse de algunas críticas de su abuela, pero no de todas. —¿Cómo sobreviviste a ese año? —Mantuve mi dignidad, por supuesto, pero a veces deseaba… expresarme con… con… No logró decirlo, así que lo dijo él: —¿Con un grito fuerte? Ella lo miró, con los ojos agrandados y casi horrorizados. —Sí. Supongo que me habría gustado… gritar. Hacía una hora estaba desnuda en sus brazos, pidiéndole cosas sin preocuparse de su posición ni del decoro. Y en ese momento escasamente lograba expresar su deseo de manifestar aflicción. Se veía muy franca y sin complicaciones, pero debajo de esa fachada de placidez escondía un carácter forjado en los fuegos del sufrimiento y la soledad. Le fascinaba. Y esa fascinación podía ser peligrosa, porque la anterior mujer que le había

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fascinado así casi lo había matado. Haría lo que debía hacer, lo correcto. Se enteraría de todos los secretos de Sorcha. La llevaría a su cama. Dentro de poco, ella sería nada más que otra mujer. Y, lógicamente, su reina. —¿Por qué no gritas ahora? —le sugirió. —¿Aquí? —Miró alrededor, como entretenida por el cambiante paisaje—. ¿En el camino? —¿Por qué no? Aquí no hay nadie que pueda oírte, aparte de mí, y yo no se lo diré a nadie. —No —dijo ella, negando firmemente con la cabeza—. El momento ya pasó. —¿Debe pasar el momento de duelo sin marcarlo con aflicción? Ella lo miró pestañeando, sorprendida. —Arnou, eso es muy sabio. ¿Sabio? Sí. Porque él conocía la desesperación. Sabía de dolor y de aflicción. —Lanza un grito largo y fuerte, de rabia y angustia. Te sentirás mejor. —Me siento muy bien. Ah, ¡esa era la chica de la abuela! —Los espíritus de tus seres queridos muertos descansarán más tranquilos. Al menos sé que Rainger descansará más tranquilo. Debería darle vergüenza manipularla así, pero deseaba, no, necesitaba, creer que ella había llorado su muerte. —De acuerdo. Podría intentarlo. —Llenó de aire los pulmones; echó atrás la cabeza, y continuó así un largo rato. Finalmente expulsó el aire en un soplido—. No puedo. Me siento idiota. Esperaré la oportunidad adecuada. Siendo la vida como es, la aflicción se presentará bastante pronto. —Sí. Más pronto de lo que ella se imaginaba. Antes de conocer a Sorcha, su intención era llevarla de vuelta a Beaumontagne, casarse con ella allí, tomar el mando de su ejército, entrar en Richarte y matar al conde DuBelle. Ese le había parecido un plan sensato, aunque exigía engañar a Sorcha. Pero entonces el engaño no le importaba. Lo único que le importaba era llevar a Beaumontagne a una de las princesas y casarse con ella para poder contar con su ejército y así recuperar su país. Todo dependía de él. Sus hombres, sus amigos, que habían quedado horriblemente heridos o habían muerto para sacarlo de esa mazmorra. Deseaba liberar a su pueblo de la horrorosa carga del opresor. Deseaba la corona. Deseaba venganza. Y no debía permitir que Sorcha, con sus blandos labios, su cuerpo núbil y sus ojos grandes e inocentes, se interpusiera en su camino. Tampoco debía interponerse su debilidad por ella. —Te veo con la cara muy triste mientras yo estoy tan feliz —dijo ella alegremente, interrumpiendo sus reflexiones—. ¿Sabes que nunca había besado a un

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hombre? —Me alegra oír eso. No tendría que matar a otro hombre más. —Besarte ha sido muy agradable. —Agradable, francamente… —Qué manera esa tan única y maravillosa de insultar a un hombre—. Y un mar azotado por la tormenta es «cuco». Ella pensó eso un momento. —Tienes razón. Besarte ha sido más que agradable. Ha sido… magníficamente avasallador. Él gruñó. Y ocultó una sonrisa. Eso le gustaba más. Entonces se le desvaneció el deseo de sonreír. Cuando tenía diecisiete años se creía todas las lisonjas que le dejaban caer en sus inexpertos oídos. Ahora ya era un hombre difícil de engatusar, a no ser que las palabras salieran de los labios de Sorcha. Entonces sonaban sinceras. No podría resistirse a ponerle las manos encima. Eso lo aceptaba. Pero existía una manera de engañarla, satisfacer a su abuela (aunque no totalmente, porque la abuela no estaría nunca satisfecha del todo) y permitirse hacer uso de sus derechos conyugales. No iba a desflorar a Sorcha en el suelo. Su unión era un asunto de Estado. Tenían que casarse por el rito de la Iglesia oficial de Beaumontagne y Richarte, la Iglesia de la Montaña. Tenían que casarse ante representantes de los dos países, personas que juraran que la ceremonia se había celebrado correctamente a los ojos de Dios y los hombres. Y luego tenían que enseñar las sábanas manchadas con la prueba de su virginidad para demostrar que ella no se había acostado con ningún hombre antes. Al día siguiente por la mañana llegarían a la aldea que buscaba. La aldea de los exiliados. Y por la noche tendría a Sorcha en sus brazos.

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Capítulo 16

Sorcha no lograba precisar qué tenía de tan único esa aldea. Las casas eran distintas a las de otros lugares de Escocia. Sí, eran humildes, pero los techos tenían una inclinación delante de la viga parhilera. Las ventanas eran más bajas y más anchas. Había cruces de plata clavadas en las puertas, cruces que ella reconocía, cruces idénticas a la que ella llevaba colgada al cuello. La comprensión la golpeó con la potencia de una almádena. Esa era una aldea de Beaumontagne trasladada a las desiertas tierras de Escocia. —Reconozco este lugar —dijo. Arnou arqueó una ceja, escéptico. —¿Has estado aquí antes? —No. Sí. —No sabía qué quería decir—. Me recuerda a mi país. —Qué coincidencia, ¿verdad? —dijo él, al parecer no especialmente sorprendido—. Me han dicho que aquí hay una buena posada, y alojarnos en ella te dará la oportunidad de asearte antes de que lleguemos a Edimburgo. Ella lo miró de reojo, coqueta. —¿Ese es el motivo de que quieras que nos alojemos en una posada? —Sí —suspiró él. ¿Por qué Arnou era tan cabezota? ¿Por qué no quería hacerle el amor? Esa noche habían dormido juntos en un granero, y todas esas largas horas ella había estado preparada y dispuesta. Cuando él la había abrazado para abrigarla, había sentido la presión de su miembro erecto en la espalda. De todos modos… —La idea de asearme es maravillosa. Darse un baño, un verdadero baño, en una verdadera bañera, le parecía algo celestial. No tan celestial como dormir desnuda en los brazos de Arnou, pero no volvería a tocar ese tema. Al menos no por el momento. Un ataque encubierto podría darle mejor resultado. Se bañaría y se pondría el camisón que le regalaron las damas del burdel de la madama. Se exhibiría ante Arnou, a él lo asaltarían las ganas de poseerla y cedería a sus deseos. Entraron en la calle que desembocaba en la plaza. Al llegar a la plaza vio que allí las casas eran más altas y sobre sus puertas colgaban maderos con letreros: el Red Rock Pub, la carnicería Glacier Peak, la posada Silver Spring Inn. En el centro de la plaza había un grupo de hombres y mujeres reunidos alrededor del pozo. Las mujeres llevaban pequeñas cofias bordadas y delantales blancos. Los hombres vestían calzas negras sujetas a los hombros por tirantes rojos. Finalmente,

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confirmando sus sospechas de que ese era un grupo de exiliados, vio que el pozo tenía un pequeño techo cónico sostenido por postes pintados de azul. —¡Mira eso! —exclamó apuntando. —Es un pozo —dijo Arnou prosaicamente. —Es más que un pozo. La punta del techo desvía cualquier mal que venga de arriba. El azul bendice el agua y la protege del mal de ojo. Esas son tradiciones de Beaumontagne y de Richarte. Volver a ver esa realidad le aumentó una nostalgia que durante mucho tiempo se había negado a reconocer. —¿Así que en Beaumontagne y en Richarte tienen las mismas tradiciones? — preguntó Arnou, como si supiera la respuesta pero quisiera complacerla. —Tienen una frontera común. Tienen las mismas tradiciones. Hablan la misma lengua. Pertenecen a una misma Iglesia. Se pelean por todo. Sonrió, porque la tradición más arraigada de todas era quejarse los unos de los otros, los beaumontagnianos de los richartianos, y los richartianos de los beaumontagnianos. —¿Sabes si los habitantes de aquí son extranjeros? —preguntó. Arnou le dirigió esa mirada suya que decía «estoy perplejo». —¿Extranjeros? ¿Quieres decir de cualquier otro país que no sea Escocia? —No te preocupes. Ya lo descubriré —dijo ella, haciendo avanzar su caballo. Una mujer con infinidad de arrugas en los labios, los párpados y los lóbulos de las orejas, estaba sentada en el banco junto al pozo. El sacerdote de la aldea, con su sotana negra tradicional, y tres gordos caballeros se hallaban de pie bebiendo vino. Cinco mujeres jóvenes, hermanas, pensó ella, estaban muy juntas mirándola y riéndose como si la encontraran divertida. Una de ellas se acarició el abultado vientre donde reposaba su bebé. Y dos mujeres, de unos cuarenta y tres años más o menos, estaban discutiendo por un balde junto al pozo. Cuando se les acercó cabalgando, todas las personas se quedaron calladas y la miraron cautelosas. Ella sonrió, porque las caras tenían narices delgadas, pómulos altos, la piel blanca tostada, y los ojos de todos los colores. Nunca había visto a esas personas, pero las conocía. Formaban parte de la nación más guapa del mundo. —¿Sois de Beaumontagne? —les preguntó. Todos retrocedieron, como si su entusiasmo los hubiera asustado. Sonriendo de oreja a oreja, Rainger la dejó avanzar. Nadie le haría daño allí. Los aldeanos se mostraban cautelosos, pero muy pronto descubrirían quién era, y entonces comprenderían la suerte que tenían. Por el momento, Sorcha los abrumaría con su exuberante cháchara y, a menos que estuviera equivocado en su suposición, los conquistaría antes de que supieran cómo se llamaba. —Porque yo soy de Beaumontagne —dijo ella—. ¿Sois exiliados de la revolución? Una de las mujeres mayores, de ojos penetrantes, labios delgados, y toda ella angulosa y huesuda, interrumpió su discusión por el balde y caminó hacia ella. —Algunos somos de Beaumontagne y otros de Richarte —dijo—. ¿Cómo

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podemos saber que eres de Beaumontagne? Sorcha le habló en su lengua natal: —Estoy muy lejos de mi país, pero en el hogar de mi gente siempre se me recibe bien. Al oír ese conocido proverbio y su dulce entonación, la mujer se llevó una mano al corazón. Un murmullo pasó por todo el pequeño grupo. —Bienvenido, bienvenido —dijo la mujer sonriendo—. Perdona mi desconfianza. Desde que llegamos aquí no hemos visto llegar a nadie de allá. Tuvimos que huir de nuestros países y venir a refugiarnos aquí, a New Prospera, para estar seguros. Aunque no siempre es muy fácil sentirnos seguros, ya que a algunos escoceses les molesta la intrusión, y algunos les tienen miedo a las personas que hablan otro idioma. Uno de los caballeros gordos se acercó a ponerse al lado de la dama. —Soy el señor Montaroe, el posadero, y ella es mi mujer, Tulia. Entra a beber un poco de vino. Relájate, come y cuéntanos lo que sepas de Richarte. —No sé nada. Llevo diez años lejos de casa, pero ahora voy de camino —dijo Sorcha, y sonrió radiante. Rainger pensó si tal vez ella acababa de caer en la cuenta de que, si todo iba bien, sólo le faltaban unas pocas semanas para estar de regreso. —¿Y él? —preguntó el señor Montaroe, señalando a Rainger. —Es de Normandía —contestó Sorcha. Tulia lo observó detenidamente. —Parece beaumontagniano. —No, tiene cara de ser de Richarte —dijo el señor Montaroe fríamente—. No todos los jóvenes guapos son de Beaumontagne. —Lo son si tienen suerte —replicó Tulia. Una de las cinco jóvenes, de no más de veinte años, guapa y coqueta, miró hacia Rainger, y cuando él le devolvió la mirada, hizo un gesto hacia el posadero, luego hacia su mujer, y puso los ojos en blanco. Al instante Rainger comprendió que estos se peleaban como solían pelearse todos los beaumontagnianos y richartianos, y al ver que otras tres jóvenes que se venían acercando tenían un notable parecido con el posadero y con Tulia, dedujo que los Montaroe hacían el amor con tanto ardor como se peleaban. Sorcha sonrió despreocupadamente. —En realidad, es mi compañero de viaje, Arnou. Esperábamos alojarnos en su acreditada posada para luego continuar nuestro viaje a Edimburgo y de ahí a casa. —Parece que en Beaumontagne todo va bien —dijo el señor Montaroe—, pero Richarte, según los rumores, está hecho un caos, todo es desorden bajo el gobierno del conde DuBelle. Al oír nombrar a DuBelle, la anciana escupió en el suelo y las demás mujeres murmuraron como abejas furiosas. —Yo vuelvo a Beaumontagne —dijo Sorcha—. Ya es hora.

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—Creo que nosotros también deberíamos volver —le dijo Tulia a su marido—. Podríamos alojarnos con mis padres… —No —interrumpió él—. Cuando vuelva el príncipe y se me devuelvan mis propiedades, entonces volveremos. No antes. —¿El príncipe Rainger? Pero si… murió —dijo Sorcha, mirando al uno y al otro para que se lo confirmaran. —Aseguran los rumores que el príncipe escapó de la mazmorra del conde DuBelle —dijo el señor Montaroe, y en sus ojos castaños brillaron pintitas verdes—, y que ahora está reuniendo un ejército para recuperar su país. Rainger estaba observando a Sorcha y vio cómo su expresión pasaba del asombro al placer y luego, al mirarlo a él, a consternación. Sorcha pasó su mirada de Rainger al señor Montaroe. —No… no puedo creerlo —tartamudeó—. Godfrey me dijo que el conde DuBelle tomó prisionero a Rainger y lo mató. —No sé quién es ese Godfrey, pero estaba equivocado. Ese joven estuvo prisionero en la mazmorra durante años y, por la gracia de Dios, escapó. —¿Cuándo? —preguntó Sorcha. —Supimos la noticia hace casi tres años —dijo Tulia, y añadió, desesperanzada—: Apareció en un diario inglés. Pero los ingleses tienen fama de mentirosos, de tratar de dar falsas esperanzas a la gente. Tres de las chicas rodearon a su madre. Una de ellas la abrazó. El sacerdote le dijo algo en voz baja al oído. Tulia se limpió una lágrima de la mejilla, asintió y enderezó los hombros. —Así pues —dijo el señor Montaroe golpeando las palmas—, ¿cuántas habitaciones vais a necesitar? —Una —contestó Rainger. Todos se volvieron a mirarlo como si fuera un oso parlante amaestrado. —¿Una has dicho? —exclamó Sorcha—. Creía haberte oído decir que no querías… —No te voy a dejar solo —dijo él, cogiéndole la mano y apretándosela—. Es mucho el peligro. Ante su intensa mirada, ella agitó las pestañas. En su entusiasmo se había olvidado de hablar con voz ronca y, para un ojo perspicaz, agitando las pestañas actuaba como una mujer con su pareja. El cura lo notó, lógicamente. Avanzó unos pasos y se plantó ante los dos caballos. Era un hombre alto, de hombros anchos, y los miró severamente. —¿Estáis casados? —¿Casados? —exclamó el señor Montaroe riendo—. Padre Terrance, le falla la vista. Son hombres. —El pequeño es mujer, zoquete —dijo su mujer, enterrándole el codo en el costado. —No —dijo él, pero concentró la atención en Sorcha, examinándola por todos

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lados—. ¡Noo! —exclamó en tono de incredulidad. —Yo lo he notado al instante —dijo Tulia. Él la miró con los ojos desorbitados de indignación. —¡Mujer! ¡No lo habías notado! —Pues sí, las mujeres de Beaumontagne tenemos una especial intuición para esas cosas —dijo ella, altivamente. La joven embarazada que estaba a un lado del caballo de Rainger, casi tocándole la bota, lo miró con expresión divertida y explicó: —Mis padres nunca están de acuerdo en nada. Entonces marido y mujer dijeron al unísono: —No podéis alojaros en la misma habitación a menos que estéis casados. —Excepto en eso —dijo la joven embarazada. Rainger la miró sonriendo. —Jovencita, ¿te has conservado fiel a nuestra Iglesia? —preguntó el padre Terrance a Sorcha. —Sí —contestó ella, con una vocecita débil. —Sabes lo estrictos que somos —dijo Tulia—, no como los ingleses y los escoceses. ¡Gentes inmorales! —Tenemos que alojarnos en la misma habitación —dijo Rainger. Él iba a aprovechar la situación a su favor, pero no lo dijo por ese motivo; simplemente no podía dejar sola a Sorcha. Vio que la curiosidad había atraído a más gente al grupo; el número de personas había pasado de doce a veinte. A ellas se dirigió: —La persiguen aquellos que la desean muerta. —Arnou, no armes una escena —le dijo Sorcha, mirándolo indignada. —No te dejaré sola —dijo él. —Sois compañeros de viaje, eso es evidente —dijo el padre Terrance, silenciándolos con la penetrante mirada de sus ojos castaños—. Os conocéis… muy bien. Si podéis decirnos que estáis casados, podéis dormir en la misma habitación. Rainger esperó, para ver si Sorcha le mentía al cura. —Estamos, hum, decididamente estamos… —dijo ella, intentándolo, pero no pudo dejar de ser penosamente sincera—. Es decir, si las promesas de lealtad significan que se ha formado una unión, podríamos decir que… —No estamos casados —dijo Rainger secamente al cura. —¡Basta, Arnou! —siseó ella, fulminándolo con la mirada. —Entonces tenemos un conflicto —dijo el cura. Rainger desmontó y levantó las manos hacia Sorcha para bajarla de la silla. —Padre, ¿hay algún lugar donde Sorcha y yo podamos hablar a solas? —La iglesia está ahí, al final de la calle principal —dijo el padre Terrance, apuntando—. Ahí podéis hablar. Sorcha bajó al suelo en los brazos de Rainger con la tranquilidad de una mujer que se siente cómoda en esos brazos. Él la retuvo un momento mirándola a los ojos, y le complació ver que ella agitaba las pestañas y le subía el rubor a las mejillas.

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Tal vez ella no se daba cuenta, pero otra vez emitía señales que todos los de ahí reconocían: era su mujer. Sin quitar las manos de sus caderas, le dijo en voz baja: —¿Te acuerdas de lo que dijo madama Pinchon sobre los asesinos? Tú derrotaste al primero, pero hay otros esperándonos, y son inteligentes. Son astutos. Podría haber algunos aquí en este mismo momento, entre esta gente. Ella miró alrededor. —Estas son personas buenas. Él le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara hacia él. —Desde que dejamos el círculo de piedras, me he sentido nervioso —y eso era una amarga verdad—, y me fío mucho más de mis instintos que de cualquiera de estas personas. Vamos. Cogiéndola de la mano la llevó hasta la pequeña iglesia. La iglesia estaba rodeada por un pequeño camposanto y recibía la sombra de un inmenso roble; estaba construida laboriosamente para que se pareciera a las iglesias de Beaumontagne y Richarte. Cuando abrió la enorme puerta y entró, los recuerdos fueron tan avasalladores que estuvo a punto de ponerse de rodillas. Sólo resistió el impulso de arrodillarse debido al engaño de que iba a hacer víctima a Sorcha. Pero el aroma de las velas, el altar de madera con su mantel adornado con hilos de oro, la cruz de plata y la estatua de la Virgen le recordaban vivamente todas las pequeñas iglesias de las aldeas de Richarte que había visitado cuando era el joven príncipe. En ese tiempo no le importaban ni la belleza ni la paz y serenidad de esas iglesias, sólo las visitaba por deber. Pero ahora era como estar nuevamente en su país. En realidad, no entendía sus emociones. En la oscuridad de la mazmorra del conde DuBelle había llegado a dudar de la gracia de Dios. Había rezado muchísimo en la prisión, primero por la venganza, luego por escapar y finalmente pidiendo la muerte. Sólo cuando renegó de Dios logró escapar. Si Dios estaba presente en la Tierra, él aún no había visto ninguna prueba de esa presencia. Miró a Sorcha. Ella ya se había arrodillado y estaba moviendo los labios, rezando, y entre las manos sostenía la cruz de plata que seguía colgada de su cuello. La cruz de Sorcha era idéntica a las que llevaban sus hermanas colgadas al cuello. Esa cruz era lo único que unía a Sorcha con Clarice y Amy. Él había detectado añoranza en su voz cuando hablaba de sus hermanas, y si fuera un hombre distinto, se sentiría culpable por las cartas que llevaba en sus alforjas. Las cartas escritas con tanto cariño por Clarice y Amy a su querida hermana Sorcha. El sentimiento de culpa no tenía lugar en su plan. De todos modos sintió subir a sus labios una oración desde las entrañas, del fondo de su ser. En realidad no era una verdadera oración, pero sí sincera: «Necesito a Sorcha, Señor. Permíteme que la conserve. No permitas que muera».

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Porque si Sorcha moría a manos de los asesinos, sus planes quedarían en nada. Y si ella no estaba con él para regañarle, embromarlo y hacerle preguntas que era mejor no hacer, la luz del sol se apagaría, cesaría el movimiento de las mareas y él caminaría eternamente en la oscuridad. Pero esos pensamientos eran tontos, simples productos de una debilidad temporal causada por el muy poco alimento y el exceso de aprensión. Ella se levantó ágilmente y le sonrió. —Este lugar es maravilloso, ¿verdad? —Sí, un buen lugar para casarnos. —¿De qué hablas? Ella no lo entendía todavía. No comprendía su intención, y si todo iba bien, no comprendería por qué él había precipitado las cosas de esa manera para que no hubiera forma de echarse atrás. —Tenemos que casarnos en esta iglesia porque no puedo dejarte sola en una habitación —le dijo, tratando de parecer simplemente práctico, prosaico. —No puedo casarme contigo. Y no es necesario. Él comenzó a exponer sus argumentos, con sumo cuidado: —Lo es, si no nos permiten dormir en la misma habitación. Además, la boda no será válida; no somos de la misma religión. —No. —Le sonrió cariñosa—. Pero mi querido y tonto Arnou, ¿qué importancia tiene eso? —En la Iglesia Católica —dijo él, eligiendo muy bien las palabras para no dar a entender que era católico—, un matrimonio no es legal a menos que los dos miembros de la pareja estén confirmados. ¿No es igual en tu Iglesia? —No. Hace mucho tiempo que tanto los habitantes de Beaumontagne como los de Richarte eran católicos. Pero son países pequeños, aislados por las montañas y los crudos inviernos, y a fines del siglo quince tuvimos nuestro propio cardenal y nuestra propia manera de hacer las cosas. De todos modos, son frecuentes los matrimonios con católicos, personas de ahí que se han mantenido fieles a la antigua religión, o visitantes que cruzan nuestras fronteras. Por lo tanto, en circunstancias especiales como las nuestras, el padre Terrance tiene dispensa para realizar inmediatamente la ceremonia, sin preocuparse por la religión de los contrayentes, y sin amonestaciones ni los demás ritos más apropiados. —¿Qué circunstancias especiales? —preguntó Rainger, como si no lo supiera. —En la aldea tienen la impresión de que ya hemos compartido los placeres de una cama conyugal, y ahora vienes tú e insistes en que nos alojemos en la misma habitación. Eso les hace pensar que ya hemos consumando nuestra relación. Por desgracia —suspiró—, eso no es cierto. «Espera unas pocas horas», pensó él. —Este tipo de matrimonio es reconocido oficialmente por la Iglesia —continuó ella—. Los plebeyos lo llaman «deslizarse por la barandilla». Él casi se rio. Hacía mucho tiempo que no oía esa frase. —Sería mejor si fuésemos a una posada de otra aldea —dijo ella, en tono

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monótono. Pero su nostálgica mirada alrededor contradecía sus palabras. Estaba claro que deseaba continuar allí, con su gente. Si él se concentraba en el empeño, la convencería. —No hay ninguna aldea ni posada cerca. —Entonces deberíamos buscar una granja para pasar la noche, o dormir a campo abierto. No sería la primera vez que haríamos eso. —Hay más asesinos al acecho, y están esperando donde saben que tenemos que pasar: el camino a Edimburgo. Eso fue lo que te dijo madama Pinchon, ¿no? Ella asintió tristemente. —Si podemos juzgar por el dinero que llevaba encima el primer asesino — añadió él—, el conde DuBelle paga bien. Sorcha se tensó. —¿Qué sabes tú del conde DuBelle? —El señor Montaroe lo ha nombrado —contestó él, pensando que tendría que tener cuidado. Sorcha era confiada, demasiado confiada, pero no estúpida. Tenía que convencerla, no hacerle recelar de él—. No te dejaré sola en una habitación. Sabes que nunca me tomaría contigo más libertades de las que tú me permitas. Sé cuál es mi lugar en tu vida. Tiempo atrás le habría arredrado decir esas mentiras en el interior de una iglesia, pero en ese momento lo único que importaba era conquistar a la princesa y llevarla de vuelta a su país. —Un matrimonio entre nosotros me está prohibido —dijo ella. —Has dicho que el cura podría casarnos. —Podría casarnos si yo no fuese princesa. Rainger agrandó los ojos como si estuviera desconcertado. —Has dicho que en tu Iglesia se pueden casar personas de diferente religión. —Entre los plebeyos puede haber matrimonio entre personas de diferente religión, pero la nuestra es como la Iglesia de Inglaterra. Nuestros gobernantes son los jefes de la Iglesia y yo, como miembro de la familia real, tengo que casarme con alguien que pertenezca a la Iglesia de la Montaña. —Porque eres la cabeza de tu Iglesia. —Se encogió de hombros—. No se lo diremos a nadie. —Eso no es tan sencillo. Si nos casamos, no podemos pasar la noche juntos en la misma cama. ¿Entiendes? Él entendía mucho más de lo que ella creía. —Porque tu príncipe está vivo. Ella le puso un dedo sobre los labios. —Eso es un rumor. —Pero podría ser cierto. —Es posible —musitó ella, no convencida. —¿No serías más feliz si tuvieras que casarte con él que con cualquier otro? —Probablemente Rainger sería el menor de muchos males.

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Rainger hizo un mal gesto. Él se lo había buscado. —Pero no voy a vivir mi vida basándome en la posibilidad de que esa información sea cierta. No, Rainger no es el problema. El problema es que… si debo acudir a «mi» Iglesia para repetir las promesas de matrimonio que me unan a ti, no me atrevo a consumar el matrimonio. Él volvió a agrandar los ojos, fingiendo confusión. Ella exhaló un suspiro y trató de explicárselo. —Dado que habrá testigos que son de mi gente, tendré que decírselo a mi abuela, al cardenal y al obispo, y ellos desearán realizar una anulación para que esta ceremonia no tenga ningún valor, y me pedirán que jure que no ocurrió nada entre nosotros, y no puedo jurar eso si pasamos la noche juntos, realmente juntos. Por primera vez a él se le ocurrió pensar en lo poco que le importaba a ella el boato de la realeza, y experimentó la sensación peligrosamente placentera de que tenía un valor personal. Le gustaba a Sorcha por lo que era: un hombre simple, pobre e ignorante. —¿De verdad te ibas a entregar a mí? —Por supuesto que me iba a entregar a ti. —Pero eres una princesa. —Nuestra unión no le haría daño a nadie y a mí me haría inmensamente dichosa —dijo ella, pasándole un dedo por el mentón, áspero por la barba de todos esos días—. Y me lisonjeo suponiendo que yo te daría una inmensa dicha a ti también. —Sí —dijo él, y obstinadamente volvió a su repetida cantinela—: Pero no vamos a ir a ninguna otra parte y no te dejaré sola. —Oohh —exclamó ella, elevando los ojos al cielo, como en busca de orientación celestial—. Eres insufrible. —Si llego contigo viva a Beaumontagne, podría obtener una gran recompensa. Por tu cuerpo muerto no me pagarán nada. —Alguien te pagaría —ladró ella, y al instante se mordió el labio. —Matarte no sería muy difícil, ¿verdad? Por primera vez abrió una rendija en su fachada de bobo para que ella tuviera un atisbo de lo peligroso que podía ser. Ella retrocedió unos pasos. —No, no sería difícil. —En estas circunstancias, Alteza —dijo, llamándola adrede por su título para recordarle su importancia—, debes aprovechar cualquier estratagema que te lleve de vuelta a tu país, viva. Que continúes viva es lo que importa. Sorcha se alejó otros pasos y le dio la espalda. Pasó la mano por la reluciente madera del banco, y en voz tan baja que Rainger tuvo que esforzarse para oírla, dijo: —La madre Brigette me dijo casi lo mismo. —Pasado un momento, asintió—: De acuerdo. Me casaré contigo. —Te prometo que te mantendré a salvo. Ella le sonrió. —Contigo, Arnou, nunca he tenido la menor duda de eso.

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Valiente la dulce chica. Había aceptado bien esa pequeña derrota. Cuando descubriera la verdad, sin duda reconocería con igual elegancia su derrota completa.

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Capítulo 17

Rainger llevó a Sorcha hasta la puerta y la abrió. El cotilleo había atraído a más gente, y el grupo ya era una multitud; las veinte personas habían aumentado a más de cien. Con su aparición en la puerta se acalló el murmullo de conversaciones. —Cielos —exclamó Sorcha, mirando por encima de su hombro—. ¿Qué hace tanta gente aquí? —Tal vez están entusiasmados por la primera visita que reciben de alguien de Beaumontagne —dijo él, pero no lo creía, y la multitud lo ponía nervioso—. Hablaré con el cura y lo organizaré todo, pero tú espérame aquí, hasta que haya terminado. Le cerró la puerta en la cara angustiada y paseó la mirada por la multitud, tratando de ver posibles atacantes. No vio a ningún sospechoso. Todas esas personas habían abandonado sus países porque eran leales a él o al padre de Sorcha y su familia, y estaban unidas por las penurias que habían tenido que soportar en suelo extranjero. Pero ¿a qué se debía tanto entusiasmo? ¿Por qué ese murmullo de cotilleos? ¿Por qué habían ido a reunirse delante de la iglesia? Percibía algo más, algo soterrado, algo más que el placer natural por la posibilidad de una boda. Llamó al cura con un gesto tan autoritario que este arqueó las cejas. La multitud se apartó para dejarle pasar, y todos se quedaron observando con gran atención, como si sus vidas dependieran de esa conversación. —¿Qué ha ocurrido? —preguntó. El padre Terrance juntó las manos y lo miró con cierta expresión de expectación, o esperanza. —Un rumor ha corrido por la aldea con la velocidad de un rayo. —¿Un rumor? ¿Acerca de la visita de una muchacha de Beaumontagne vestida de chico y su guardaespaldas? —preguntó Rainger, tratando de sonreír con la jovialidad de Arnou, aunque la tensión no se lo permitió—. Sería un milagro si no hubiera habido ningún rumor. —Llamaste Sorcha a la joven. Una sola palabra, pensó Rainger. Con una sola palabra había puesto fin a su anonimato. Pero se hizo el tonto, y extendió las manos en gesto de perplejidad. —Ese es su nombre. —Sorcha es un nombre muy poco común, y es el nombre de la princesa heredera de Beaumontagne. —¿Una princesa se vestiría como un chico? Eso era un pecado, y uno que vería fácilmente un sacerdote.

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—Lo haría si estuviera en peligro, y tú has dicho: «La persiguen aquellos que la desean muerta». Una información dada juiciosamente para presionarla, para persuadirla de casarse con él. ¿Cómo había tenido tanta repercusión? —Entonces, padre, sería mejor que se acallara inmediatamente ese rumor —dijo amablemente. —Eso sería posible, si no fuera porque nuestro posadero vivía cerca del castillo en Richarte. Con mucha frecuencia veía pasar cabalgando al joven príncipe Rainger. —Su penetrante mirada le escrutó la cara—. El señor Montaroe asegura que te pareces mucho a cómo sería el príncipe después de pasar años en… en la mazmorra. Rainger paseó la mirada por la multitud hasta que vio la cara redonda del señor Montaroe, que lo estaba mirando esperanzado. No era posible que Montaroe hubiese reconocido a su príncipe cuando Sorcha no lo había reconocido. Sin embargo, lo había reconocido. Tal vez una mirada al pasar era más reveladora que los despreocupados años pasados juntos en la infancia. Vio que todos tenían alargados los cuellos para verlo, callados, nostálgicos, tremendamente deseosos de que les dijeran que su fe había sido recompensada. Antes él había pensado que el sentimiento de culpa no tenía lugar en sus actos. Estaba equivocado. En su juventud, nada era más importante que enterrar la polla en la cortesana más experta que lograra encontrar. Debido a su locura por Julienne, había traicionado a su país. La gente que vivía en New Prospera seguía pagando su estupidez. Mientras no llegase el día en que fuera rey y convirtiese Richarte en un paraíso para su gente, sería culpable, e incluso entonces, nada de lo que pudiera hacer repararía las tradiciones rotas ni les devolvería la vida a las personas que habían muerto. Pero ese día sí podía hacer algo para aliviar el sufrimiento. Miró nuevamente al sacerdote y le dijo en su lengua natal: —Hoy va a celebrar una boda real. —¡Alabado sea Dios! —exclamó el padre Terrance comenzando a arrodillarse para dar las gracias a Dios. Rainger se apresuró a impedírselo. —¡No! Escúcheme. Sorcha no sabe quién soy. Sigue creyendo que he muerto, y yo tengo mis motivos para dejar que siga creyéndolo. Por favor, no traicione mi secreto. Estaba claro que el padre Terrance deseaba hacerle preguntas, pero él lo miró fijamente hasta que el cura bajó la cabeza. —Como queráis, sire. —Llámeme Arnou. ¿Hay algún otro forastero en la aldea? —No ha venido nadie aún. No es probable que venga nadie en esta época del año. Viajar es difícil. —Y que lo diga. Sorcha y yo somos los únicos viajeros por el camino a

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Edimburgo. —Lentamente, pronunció el peligro—: Nosotros, y los asesinos pagados por el conde DuBelle. Se desvaneció la expresión de alegría en la cara del padre Terrance, reemplazada por una horrible inmovilidad en sus facciones. Rainger sacó la abultada bolsa de su cinturón y se la puso en la mano. —Teniendo presente todo eso —dijo—, celebremos nuestro matrimonio, pero que sólo lo sepan las personas de la aldea. Es necesaria la discreción, la discreción de todos, porque nuestra seguridad es precaria y de ella depende la vuelta de todos a Beaumontagne y a Richarte. —Apostaremos guardias en el camino —dijo el padre Terrance—, y no permitiremos la entrada a ningún forastero. Yo me encargaré de que todos lo entiendan en la ciudad. —Le puso las manos en los hombros y lo miró a los ojos—. Confía en mí, hijo mío. Escocia es hermosa y muchas personas han sido amables, pero deseamos volver a nuestra tierra. Dicho eso volvió a adentrarse en la multitud y reunió a los jefes en un círculo alrededor de él. Cuando Rainger estaba a punto de entrar en la iglesia oyó una exclamación de Tulia. Miró atrás y la vio llevarse una mano al corazón y mover los labios, pero no pudo hablar por la emoción. El señor Montaroe la levantó en volandas, en un fuerte abrazo. La dama anciana, que escasamente podía sostenerse en pie, se puso a saltar bailando una festiva giga. Tal vez el destino lo había llevado allí, pensó. Tal vez esa boda en ese lugar y en ese momento estaba destinada a ser. Y dado el peligro que los acechaba, tal vez esa noche fuera la única oportunidad que tendrían de hacer el amor. Tenía que aprovechar esa oportunidad. Ya no podía esperar más.

—Bien, ya está hecho —dijo Arnou, entrando con paso enérgico en la iglesia—. El padre Terrance nos casará esta tarde. Sorcha lo miró fijamente. En contra de lo que le dictaba su juicio, él había logrado convencerla de casarse con él. ¿Cuándo se había vuelto tan lógico Arnou? ¿Y tan obstinado? Algo de lo que pasaba por su mente debió reflejársele en la cara, porque él suavizó la expresión. —¿Qué te pasa, cariño? ¿Vas a cambiar de decisión? —Y antes de que ella pudiera contestar, la estrechó en sus brazos—. Déjame que te convenza otra vez. Su cuerpo la calentó, aflojándole los nudos de tensión que tenía en el cuello y los hombros. El beso que le dio fue tan ligero y dulce como un merengue, se le derritió en la lengua y le hizo canturrear de placer. Él se apartó y le sonrió a su cara aturdida. —Ya está. ¿Eso está mejor? Ella asintió.

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—Recuerda que vamos a hacer esto por tu seguridad. Podrás hacérselo entender a tu abuela, ¿verdad? Sorcha volvió a asentir. Arnou le cogió la mano y la llevó hacia la puerta de la iglesia. —Ve a buscar a la mujer del posadero y cuéntale la buena noticia. Nos casaremos esta tarde y nos conviene que prepare la cena de bodas. —Sí. Parece una persona muy agradable. Pero con la mención de la boda, se le disipó el efecto de droga del beso de Arnou. Creía entender los motivos de que fuera necesario casarse, pero no podría soportar la realización de la ceremonia ni la celebración. Lo encontraba muy… engañoso. Arrastró los pies caminando hacia la puerta. Él la abrió y se la sostuvo. Ella se detuvo y mirando al suelo, masculló: —A veces eres tan mandón como mi abuela, Arnou. —Anímate, Sorcha. Te prometo que todo resultará bien. Pero dijo eso como si estuviera distraído, como si la hubiese olvidado y ya estuviera con toda la mente centrada en los aspectos prácticos de la boda. Salió y cerró la puerta con un golpe, y miró hacia la multitud, que había aumentado. Se interrumpieron todas las conversaciones, y todos la miraron. El silencio le hirió los oídos, y el montón de ojos interrogantes le hicieron desear encogerse. No podía hacerlo; tendría que volver a entrar a decirle a Arnou que abandonase la idea. Todas las personas reunidas en la plaza estallaron en vivas. Las miró horrorizada, pero su arraigada formación la mantuvo en su lugar; una princesa no le vuelve la espalda a un clamoroso homenaje. Un grupo de niños con las caras recién lavadas a toda prisa formaron fila, cada uno con un ramo de flores secas, y uno a uno se fueron acercando a ofrecérselas. Ella le sonrió y agradeció a cada uno. Pero cuando terminaron, tenía en los brazos un montón de aromas desvaídos y una terrible sospecha. —Esto es muy hermoso, pero no lo entiendo. Todos se ven tan… contentos. En realidad esa ceremonia le recordaba el tipo de bienvenidas que recibía como princesa. ¿Es que esas personas la habían reconocido? Entonces Tulia llegó a su lado a toda prisa. —Nos encantan las bodas y este es tu día. No olvides, sólo eres novia una vez. Bueno, ella no tenía ningún motivo para no creer a Tulia porque nunca antes había sido una novia. Nunca había asistido a una boda de aldea. Era de suponer que a la gente le gustaban las celebraciones de ese tipo. Y, en realidad, ¿cómo podrían esas personas reconocerla como a su princesa heredera? Había salido de Beaumontagne hacía diez años. Había cambiado. —Ven —dijo Tulia, extendiendo los brazos en un gesto que le señalaba el

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camino que se abría ante ella—. Iremos a la posada y te convertiremos en una novia. Los hombres prepararán a tu novio. El padre Terrance los acompañará para asegurarse de que no se emborrachen antes de la ceremonia y se caigan antes de que haya acabado —miró hacia su marido y agitó la cabeza—, como algunos novios que yo podría nombrar. El señor Montaroe se puso tan colorado que parecía tener ardiendo los lóbulos de las orejas. La gente se rio a gritos. Sorcha se rio y se relajó. Eso era más fácil que una boda en la catedral. Menos estirada, con mucho menos boato. Con mucha más camaradería. Sosteniendo firmemente las flores, siguió a Tulia hacia la posada, mientras las mujeres de la aldea charlaban y bromeaban. La mayor de las mujeres le quitó el sombrero. —Hoy te vamos a convertir en mujer otra vez. —Él la va a convertir en mujer esta noche —dijo una de las jóvenes, haciendo un guiño. —¡Roxanne! —exclamó Tulia, moviendo un dedo hacia la joven—. Eso no es respetuoso. —En todo caso, no va a ser… —comenzó Sorcha. Pero el coro de reprimendas dirigidas a Roxanne ahogó su explicación, y justo entonces llegaron a la posada y todas las mujeres de la aldea se pelearon por entrar a participar en los preparativos. Implacable, Tulia les ordenó que fueran a sentarse en los bancos alrededor de las mesas del bodegón, y fue tal su fuerza de voluntad que pasados sólo unos instantes, ya estaban cerradas las cortinas de las ventanas, se estaba preparando café en un inmenso cazo junto al fuego, se estaba calentando agua para un baño y todas estaban sentadas en actitud atenta. Tulia situó a Sorcha delante de un inmenso hogar y ella, siempre la princesa bien entrenada, empezó a hacer trabajar denodadamente el cerebro para recordar los nombres de todas. Phoenice era la embarazada; Roxanne la fresca y coquetona; Rhea era lógica y siempre estaba sonriendo; Salvinia tenía unos tristes ojos castaños; Pia era delgada, alta y guapa. —La damita no tiene vestido de novia —dijo Tulia. —Llámeme Sorcha. Paró la conversación. Todas se miraron entre ellas, indecisas. —No creo que eso sea correcto —dijo Tulia. —Pues claro que lo es. ¿De qué otra manera me va a llamar? —dijo Sorcha sensatamente. —Cierto. ¿De qué otra manera? Pero aunque Tulia estaba de acuerdo, hizo un gesto hacia la mesa de las señoras mayores, como si necesitara consenso. Una abuela muy arrugada, doblada por el reumatismo, hizo un gesto a las otras para que se le acercaran y estuvieron un momento hablando entre ellas con sus temblorosas voces de viejas. La más anciana se puso de pie, lentamente y con mucha

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ayuda, y declaró: —En este lugar y en este momento, somos su familia. La llamaremos Sorcha. Las otras ancianas asintieron. Todas las demás mujeres que llenaban la sala asintieron. —Sorcha, soy Sancia —dijo la anciana, tocándose el pecho con sus retorcidos dedos—. Yo seré tu nana, tu abuela. Nuevamente asintieron todas las cabezas. —Me siento honrada por tenerla de abuela —dijo Sorcha, conmovida. El dedo retorcido apuntó a Tulia. —Ella es Tulia. Ella será tu madre. —Es un honor para mí tenerla de madre —dijo Sorcha. —El honor es mío —dijo Tulia, limpiándose los ojos con su delantal—. Nos traerás buena suerte. La abuela Sancia caminó dificultosamente hasta ella, le cogió la cara entre las palmas y le sonrió, enseñando las encías sin dientes. —Haremos que este día sea especial para ti. Qué simpáticas y amables eran todas, y la boda no iba a ser de verdad. Nuevamente Sorcha trató de explicarles. —Detesto que os deis tanto trabajo cuando en realidad no va a ser un verdadero matrimonio. Veréis, Arnou está preocupado por mi seguridad… —Lo sé —interrumpió la abuela Sancia, bajándole la cabeza para que apoyara la frente en la de ella—. Es un hombre bueno. ¿Qué podía hacer? Nadie le hacía caso. La abuela Sancia y Tulia dieron una vuelta alrededor de ella. La abuela Sancia le tironeó la capa. —Quítatela. Sorcha se quitó la capa. Tulia la cogió y la lanzó hacia la pared. —Ora, ven a ponerte al lado de Sorcha. Ora fue a ponerse a su lado. Era más o menos de su misma edad y altura, pero pesaba cerca de un quintal más. Sorcha sonrió. Ora sonrió, formando hoyuelos en las mejillas. Todas las mujeres asintieron. —Sí, tu vestido de bodas le va a quedar bien —dijo Tulia. Sorcha miró de reojo la ancha cintura de Ora y se tironeó de la manga. —Llevo muchas camisas. —Sí, eso se nota —dijo la abuela Sancia, y le dio un fuerte abrazo a Ora—. Ha engordado un poco desde el nacimiento de los gemelos. Ora volvió a enseñar los hoyuelos y salió a toda prisa a buscar su vestido de bodas. Ah, bueno, pensó Sorcha. Qué más daba que el vestido de bodas le quedara ancho; el matrimonio no sería de verdad.

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—Traed la bañera —ordenó Tulia. En ese momento, Sorcha tuvo la impresión de que perdía el control de sus actos, aunque después comprendería que había perdido el control en el momento mismo en que había conocido a Arnou. Las mujeres de la aldea la desvistieron, la bañaron, le lavaron el pelo, la secaron y la vistieron con el vestido de bodas de Ora: una falda roja larga, una blusa negra ancha bajo un chaleco bordado con coloridas flores y una guirnalda de flores secas en el pelo. La falda le quedaba ancha en la cintura y algo ceñida en las caderas, pero le sentaba mejor de lo que había esperado. La abuela Sancia le entregó un ramo de flores frescas; eran flores pequeñas, atrofiadas por el frío del invierno, y estaba claro que las habían cogido de todas las macetas de la aldea, aunque la cinta con que estaban atadas era de seda, y las mujeres que la miraban estaban sonriendo de felicidad. —Estás hermosa —dijo Tulia, limpiándose lágrimas de orgullo de los ojos—. ¡Hermosa! Como una princesa. Sorcha la miró horrorizada, pero enseguida decidió que eso sólo era un comentario de la mujer, sin ningún significado especial. A la puesta de sol, todas las mujeres la rodearon y, como un rebaño, salieron con ella a la plaza y emprendieron la marcha hacia la iglesia. Las cosas se precipitaron sobre ella y la realidad adquirió contornos borrosos. Los hombres estaban en dos hileras formando el camino, pero ella tenía los ojos empañados y avanzaba vacilando como un alga azotada por una tormenta de verano. Oía risas y bromas que no entendía. Oyó un comentario, algo que exclamó Tulia acerca de la «serenidad de la novia». Eso le hizo sonreír. Eso no era serenidad, sino incredulidad. Cuando las mujeres comenzaron a entrar en la iglesia, apretó el ramo con tanta fuerza que se pinchó con una espina de rosa escondida, y le salió una gota de sangre. Se concentró en eso, frunciendo el ceño por el dolor, y preocupada de que no cayera sangre sobre el vestido de Ora. La abuela Sancia la situó cerca de la puerta, de cara al altar. Ella centró la mirada y atención en las parpadeantes velas de los candelabros. Alguien le cogió el brazo. Se giró a mirar; era Arnou. Se veía… triunfante. Llevaba un pañuelo limpio sobre el ojo. Estaba bañado, con el pelo húmedo, las mandíbulas rasuradas, y vestía el mejor traje de bodas de alguien; sus anchos hombros estiraban las costuras. Entonces él la llevó por el pasillo, como si no se le pasaran por la mente los temores que la atormentaban a ella. Y conociendo a Arnou y su mente simple, lo más seguro era que ni se le ocurriera pensar en su miedo. Él le besó la mejilla. —Deja de fruncir el ceño. Todo es tal como debe ser. Confía en mí. —Confío en ti —musitó ella. Necesitaba recordar eso. Confiaba en Arnou más que en ningún hombre de los

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que había conocido en su vida. Él la llevó hacia el padre Terrance. El servicio comenzó con una misa, y por primera vez desde hacía muchos años, participó en el rito de su Iglesia. El padre Terrance hablaba en inglés, pero de todos modos ella se sumergió en el conocido culto. Terminada la misa, el padre Terrance celebró la ceremonia de bodas, y mientras ella pronunciaba sus promesas, se sintió mareada por la intensidad de sus sentimientos por Arnou. ¿En qué momento se había convertido él en el hombre al que prometía amar y honrar, y decir en serio cada palabra? Y él, ¿en qué momento había aprendido a hablar con esa voz profunda, maravillosa, a mirarla como si la necesitase por encima de todo lo demás, y a besarla en los labios con esa reverencia? Delante de todos los reunidos en la iglesia, la hizo suya con su boca. Sabía a limpio, a cálido e íntimo, y se sumergió en un mundo sólo formado por él, ella, y el recuerdo del día anterior en el círculo de los elfos, y el mañana… —¡Hurra! El grito de alegría de la gente de New Prospera le hizo pegar un salto de sorpresa. Había olvidado que estaban ahí. Arnou la giró hasta ponerla de cara a la congregación; todos estaban de pie, manifestando a gritos su alegría. Ella no pudo evitarlo: sonrió. Y juntos salieron en dirección a la plaza del pueblo. Los aldeanos llevaron a Sorcha y Arnou a sentarse a una mesa elevada. Les sirvieron cerveza y vino, cordero y patatas condimentadas con hierbas. Terminada la comida, los recién casados bailaron al son de la música de un violín y un tambor. Después todos se les unieron. Fue una celebración diferente a todas las que Sorcha había asistido, sin la pompa del castillo ni la solemnidad del convento. Disfrutó enormemente de la fiesta, hasta el momento en que se le acercaron las mujeres y la levantaron de su silla para llevarla a la cámara nupcial. Cuando iba caminando, miró atrás, a Arnou. Él la estaba mirando con las manos en las caderas, y no se parecía en nada al encantador e irritante Arnou que adoraba, manso como un cachorro. Parecía más bien un desconocido y un predador. Y era su marido.

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Capítulo 18

Cuando iban subiendo la escalera hacia la primera planta de la posada, los hombres, todos con las caras rojas por la bebida y la celebración, hicieron avanzar a empujones a Rainger hasta dejarlo delante del grupo. Él no pudo evitar unas cuantas muecas de desagrado por los empujones y los pinchazos de duros codos en los costados, pero claro, todos los hombres de la aldea deseaban decir que le habían ayudado a cumplir con su deber. Cuando llegaron arriba, se hicieron callar unos a otros con rebuscadas y traviesas gesticulaciones, y luego golpearon la puerta del dormitorio. —¿Quién es? —gorjeó una voz desde dentro. —El novio —tronó el señor Montaroe. Se abrió la puerta. Las mujeres se estaban riendo, radiantes por el placer de la celebración y emocionadas por la suerte del honor que les concedía su príncipe. —La novia está preparada —declaró Tulia. Emitiendo un rugido colectivo similar al de cien osos juntos, los hombres dieron un empujón a Rainger haciéndole entrar bruscamente en la habitación. Cerca de la cabecera y al pie de la cama tallada en madera, con el colchón hinchado y mullido por las mantas, parpadeaban las llamas de largas velas de cera de abeja sostenidas sobre sus respectivos pies. En las ventanas colgaban cortinas blancas almidonadas. El fuego del hogar bañaba la habitación en una luz rojiza dejando sombras negras. Sorcha estaba de pie junto a la cama, ataviada con ese camisón de encaje que le habían regalado las prostitutas, el camisón que había atormentado su memoria desde que lo había visto. Y estaba viendo lo que se había imaginado, deseado y soñado, el brillo de sus cabellos sueltos adornados por diminutas flores blancas. Su cuerpo reaccionó con una excitación instantánea y absoluta. Condenación. Si una sola mirada a ella le levantaba así la polla y le ponía tan rígidas las bolas, ¿qué haría para aguantarse hasta haberla seducido? Tenía pensado un plan, ¿sería capaz de llevarlo a cabo? Tenía que ser capaz, necesariamente. Ella era virgen; era una princesa; creía que la ceremonia de bodas no era válida. Sabía que debía casarse con un príncipe, y todo lo que él había hecho y dicho hasta ese momento la había convencido de que él no era ese príncipe, sino más bien el bufón de la corte. —Tenemos que desvestir al novio —gritaron los hombres—, para que la novia vea que ha hecho una maravillosa unión, y nosotros nos aseguremos de que es apto para cumplir sus deberes conyugales.

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—Apto para cumplir sus deberes conyugales —repitió el señor Montaroe, que estaba borracho como un lord—. ¡Qué gracioso! —exclamó riendo. Se le fue el cuerpo hacia un lado y cayó al suelo—. ¡Apto para cumplir! Todos se rieron, excitados al pensar en lo que iba a ocurrir, aunque también con respeto y auténtica alegría. Todos ellos, hombres y mujeres, veían en esa unión el fin de su exilio. Todos deseaban que ese matrimonio diese frutos y les asegurara el futuro. Rainger valoraba eso, pero estaba resuelto a conseguir que lo dejaran solo con su flamante esposa para llevar a cabo su plan de seducción tal como deseaba. Se giró a mirarlos, bloqueando con su cuerpo la vista de Sorcha. Deseó decirles que cuando hubiera recuperado su país de las malvadas manos del conde DuBelle, los recibiría con todos los honores en su capital. Pero estaba caminando por una cuerda floja; no se atrevía a decir demasiado, no fuera a ser que Sorcha comprendiese que había sido engañada. Era necesario dejar eso para cuando el momento fuese más oportuno. —Muchas gracias a todos por vuestra amabilidad y generosidad. Ni Sorcha ni yo olvidaremos jamás esto, ni a vosotros. Todos gritaron vivas, animados por la emoción y la cerveza. —Ahora bajad a regocijaros, y dejadnos celebrar a nuestra manera. Esbozó una sonrisa maliciosa, presuntuosa, que hizo reír a las mujeres y sonreír de igual modo a los hombres. Entonces cerró suavemente la puerta y corrió el pestillo, con tanta fuerza que el sonido resonó en el corredor. Esperó allí, de cara a la puerta, hasta que oyó los ruidos de muchos pies bajando la escalera y se apagaron los sonidos de risas y conversaciones. Cuando se volvió hacia la habitación, vio que Sorcha se había girado y le daba la espalda. Tenía los brazos levantados, dejando vislumbrar las curvas de su cuerpo a través de la tela translúcida del camisón. Se había recogido el glorioso pelo y se estaba haciendo la trenza, moviendo los dedos a toda prisa. —Lo siento mucho —dijo ella entonces, y la aflicción y desazón que él detectó en su voz le evaporó la poca sensatez que le quedaba—. He intentado decirles a las mujeres que esto no era necesario, pero han encontrado el camisón y a partir de ahí no ha habido manera de pararlas. Suponen que estamos casados de verdad, lo cual es lógico, por supuesto, así que deseaban hacerte sentir deseo. Pero, créeme, yo no deseaba hacerte sentir deseo. Desde que me dijiste que la insatisfacción te produce dolor, he hecho todo lo posible para no ser la causa de ningún sufrimiento para ti. ¿Lo has notado? Él gruñó, porque ella estaba aplastando las flores silvestres al hacerse la trenza y el dulce aroma le llenaba la cabeza. ¿Era el aroma de las flores, o el de Sorcha? —Si me das un minuto —continuó ella—, tal vez gírate hacia otro lado para ahorrarte el malestar, yo me vestiré y me prepararé para acostarme. La pasión y la necesidad pasaron como un rayo por todo él. Sin darse cuenta, ya

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estaba al lado de ella. Vio brillar sus ojos con lágrimas de azoramiento. Le cogió las muñecas para retirarle las manos del pelo. —No te imagines que no deseo mirarte. Por mucho dolor que sufra por ti, siempre desearé mirarte. Has sido hecha para mí, y en este momento lo único que deseo hacer es hundir mis dedos en tu pelo. —Eso hizo, y se deleitó en la sensación de tocar seda al liberarle el pelo de la prisión de la trenza comenzada—. Deseo hundir la lengua en tu boca. —Y lo hizo, saboreando la menta que ella había masticado para purificar el aliento, y bajo ese sabor, el de la pasión desatada, y el de Sorcha—. Deseo enterrarme en tu cuerpo. Ahuecando las manos en sus nalgas, la estrechó contra él y movió las caderas; la presión sobre su miembro erecto le encendió más la pasión y le aumentó el deseo. A ella se le escapó una exclamación de sorpresa, y eso le hizo recordar: ella no había visto nunca desnudo a un hombre, y mucho menos a él excitado como un toro. No, eso era demasiado impetuoso, demasiado franco. No era así como había pensado actuar. Le temblaron las manos, y sintiendo los dedos como si fueran de otra persona, los obligó, uno a uno, a soltarla. La sangre que normalmente circulaba por su cerebro estaba en otra parte, por lo que no le resultó difícil hincar las rodillas en el suelo. Tampoco le costó bajar la cabeza, porque cuando miró hacia abajo le vio los pies, uno encima del otro, como si quisiera calentárselos, y los tobillos, esbeltos, elegantes. Cogió el orillo del camisón y se lo llevó a los labios, viendo de paso un atisbo de sus bien formadas pantorrillas. —Alteza —dijo entonces—, no debería haber dicho esas cosas. No debería haberte tocado. Soy un hombre humilde ante ti. Pero tu belleza me canta y nunca he deseado a una mujer… Las palabras que había ensayado le salieron de la boca con demasiada sinceridad. No pudo evitarlo. Se olvidó de sus pies, de sus tobillos, de sus pantorrillas. Olvidó que podía levantar ingenuamente la vista y verle el cuerpo a través de la tela del camisón. En lugar de eso, levantó la vista, la miró a los ojos y dijo con toda sinceridad: —Nunca he deseado a ninguna mujer como te deseo a ti, con todo mi corazón, con toda mi alma, y he pronunciado sinceramente cada palabra de nuestras promesas de matrimonio. A ella se le oscurecieron los ojos, tornándose de un matiz azul que le recordaba al mar azotado por la tormenta y las corrientes que pueden ahogar a un hombre. Ella hizo una larga inspiración, enderezó los hombros y lentamente extendió la mano. Él nunca la había visto parecer más una princesa. —No tienes ningún motivo para ser humilde. Eres bueno, amable, y muy valiente. No titubeaste ni un instante cuando te dije que yo estaba en peligro. Sé que hiciste tus promesas con toda sinceridad. Sentí tu emoción porque yo también me sentía así. Entonces le cubrió el ojo con la mano. Condenación. No quería que la mirase. No quería tentarlo a hacer lo que había

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decidido que él no debía hacer. Tendría que pasar a su segundo plan de seducción, pero en el estado de desesperación en que se encontraba, ni siquiera recordaba cuál era ese plan. Entonces sintió el peso del camisón sobre sus muñecas. No entendía. Ella retiró la mano de su ojo y él, como un idiota, se miró las manos. En sus manos tenía el camisón, el camisón entero. O sea, que ella estaba desnuda ante él. Soltó el camisón como si le hubiese quemado. Ella retrocedió, sacando los dos pies del camisón. Entonces, ¿quería que él la mirase? Porque no podría evitarlo. Todo el resto de su vida, ella era lo único que deseaba mirar: las largas piernas, las suaves curvas de sus caderas, el fino vello rizado de vivo color naranja de la entrepierna, la estrechísima cintura, esos pechos, perfectos, redondos, sus brazos, fuertes y musculosos por sus trabajos en el jardín y por cabalgar, su cara… amaba su cara. Ella le sonrió indecisa, tímida, como si no supiese si él disfrutaría contemplándola. Tenía que tranquilizarla, asegurarle que sí, pero el aliento se le había quedado atrapado por ahí en algún lugar del pecho y no lograba sacar la voz. Levantó la mano, en un gesto tímido, para no asustarla, y le acarició suavemente la curva de la cadera. Ella suspiró, un suspiro de simple y puro placer. A él no le hizo falta más aliento. Dejó de vacilar. Se incorporó, le rodeó la cintura con el brazo y volvió a besarla. Había besado a otras mujeres, y en ese momento no entendía por qué. Estando Sorcha en el mundo, ¿por qué se había molestado en buscar otras mujeres? Ella interrumpió el beso, apoyó la cara en su cuello e hizo una larga inspiración. —Me encanta tu olor, me encanta cómo besas. Si pudiéramos no hacer otra cosa que besarnos, estaría satisfecha. Él hizo un mal gesto. Entonces sintió la sonrisa de ella en su piel. —Por ahora —dijo ella—. Estaría satisfecha por ahora. Porque por muy abrazada que esté a ti, deseo estar más cerca aún. Deseo estar más cerca. Deseo ser parte de ti, y no sé cómo. —Levantó la cabeza y lo miró, con sus ojos azules agrandados—. ¿Me enseñas cómo? Él la levantó en brazos y la depositó en la cama, sobre la limpia colcha blanca que cubría el edredón de plumón. Ella se hundió en el mullido colchón como deleitándose en el simple placer de su abrazo. Subió el aroma de las flores, envolviéndolos. Y entonces ella le sonrió, espontáneamente, sin el menor temor. Esa dulce sonrisa era en sí misma una seductora invitación. Había vivido entre monjas; había estado menos de dos horas con las prostitutas. ¿Dónde podía haber aprendido ese gesto de seducción tan femenino? ¿Y cómo podría resistirse él? Entonces ella movió las piernas, levantando una rodilla y encogiendo los dedos de los pies, y él vio un atisbo de esa parte de ella más blanda y comprendió que no podía esperar.

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Tenía que quitarse la ropa. Tenía que estar tan desnudo y libre como ella. Se quitó la camisa. Ella ahogó una exclamación y se sentó. —Arnou, ¿qué te ha pasado en la espalda? Maldición. Había deseado evitar que ella le viese las cicatrices de las heridas de varillazos y azotes que le cruzaban la espalda. —El mar es un amo duro —dijo. Eso no era una mentira, pero sí lo era en su caso: no se había hecho esas cicatrices trabajando en el mar. —Ven aquí. —Haciéndole sentarse en la cama con la espalda hacia ella, le pasó suavemente las yemas de los dedos por las cicatrices dejadas por el conde DuBelle—. Esto es cruel. —Le besó los bordes de las cicatrices, donde la parte blanca se unía con la piel normal rosada—. Esto es maldad. Él se giró y le cogió las manos. —Ya no me duelen. Ocurrió hace muchísimo tiempo. Apenas lo recuerdo. Curiosamente, eso era cierto. En ese momento sólo era capaz de pensar en una cosa, y sólo en eso, y no era en su espalda. Ella sonrió. ¡Qué sonrisa esa! Coqueta, sensual, pícara, conocedora. Se las arreglaba para parecer una mujer que sabe dar placer a un hombre. Y que lo colgaran si no lo creía. Ella levantó los brazos hacia la cabeza. Él se quitó los zapatos y las medias. Ella se peinó los cabellos con los dedos, cogió dos satinados mechones y los pasó hacia delante, y con sumo cuidado los alisó sobre sus pechos, cubriéndolos. Él sintió la cara como si la tuviera esculpida en piedra. Y eso debió parecer su cara, porque cuando ella lo miró de soslayo, juguetona, volvió a mirarlo con los ojos agrandados. —Te pareces a mi preceptor más estricto cuando yo jugaba en lugar de hacer mis ejercicios de álgebra. Él se inclinó sobre ella y le puso las manos cerradas en los hombros. —¿Te zurraba por jugar? Observó que tenía los labios anchos, húmedos y rosados. —No. ¿Vas a jugar conmigo? —¿Qué tipo de juego? —El juego que las damas de madama Pinchon me dijeron que a los hombres les gusta jugar. ¿Vas a simular que eres mi preceptor y zurrarme? Condenación. Sus palabras le traían la imagen de su cuerpo blanco atravesado sobre sus muslos. Le golpearía las nalgas con la mano una vez, pero una sola vez, y entonces comenzaría el verdadero castigo. La sentaría en sus muslos de espaldas a él y la penetraría. La haría cabalgarlo hasta… Ella lo devolvió al presente palpándole y apretándole el abultado bíceps con la palma. —Yo puedo portarme muy, muy mal. ¿Me vas a zurrar entonces?

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La oleada de sangre que le llenó los genitales casi le hizo abalanzarse sobre ella. Combatió el impulso de tumbarla y poseerla ahí mismo, y la frente se le llenó de gotitas de sudor. Porque no quería hacerlo con precipitación. Ya la había atrapado con el matrimonio. Ahora debía atraparla con la pasión, de forma que cuando ella descubriese la verdad estuviera tan enamorada de él que le apoyara, y apoyase su objetivo de recuperar su reino. A duras penas logró dominar en algo su desesperada necesidad. Apartándole los mechones de pelo que le cubrían los pechos, dijo: —No, lo que voy a hacer es esto. Le rodeó un pezón con los labios y comenzó a succionárselo, con fuerza, introduciéndoselo en la boca y moviéndoselo con la lengua. Ahogando un gemido, ella deslizó las manos hasta sus hombros desnudos y le enterró las uñas. A él le regocijó ese pequeño dolor, porque era la señal de que ella estaba sumergida en la pasión. Le mordisqueó suavemente el pezón y luego le sopló, secándole la humedad que le había dejado su boca. Ella tenía la respiración agitada, se le puso la carne de gallina y el pezón se encogió hasta el tamaño de una baya. Ella reaccionaba con tanta rapidez y de tan buena gana que se sintió halagado y conmovido. Y eso se debía a que confiaba en él. Eso se lo había dicho una y otra vez. Confiaba en Arnou, y, sin saberlo, confiaba en Rainger. Eso era sólo para bien, porque él tenía la intención de cuidar muy bien de ella. Comenzó a succionarle el otro pezón, bajando al mismo tiempo la mano hasta dejarla apoyada en su entrepierna. Le presionó ahí con la palma, una y otra vez, con un ritmo lento al principio, que fue acelerando poco a poco hasta que ella se retorció, retuvo el aliento e intentó apartarse. Él no se lo permitió. Era necesario que experimentase la desesperación de la pasión no satisfecha. Eso la atraería a sus brazos una y otra vez. Y tal vez disfrutaba atormentándola tal como ella lo atormentaba a él, produciéndole un deseo tan intenso y ardiente que lo descontrolaba. Pero ella también sabía atormentar a un hombre. Bajó la mano por su espalda, acariciándole la columna, y al llegar a la cinturilla del pantalón metió la mano y la ahuecó sobre sus nalgas, apretándoselas con un ritmo lento que lo indujo a presionarle más con las caderas, mientras, con la otra mano le exploraba el pecho, bajándola por el abdomen, y al llegar al ombligo, deslizó un dedo alrededor y lo introdujo en los pliegues del centro. Todo lo que hacía imitaba la relación sexual. ¿Cómo sabía eso? Pero claro, las damas de la noche se lo habían explicado. Pero ¿cómo sabía exactamente la manera de volver loco a un hombre? Era una princesa, una princesa que desde que era poco más que una niña se había educado en un convento, y sin embargo no demostró ni una pizca de timidez cuando le desabotonó la bragueta y le liberó el miembro de su oneroso encierro. No se lo miró, sino que cerró los ojos. Pero al parecer, sólo los cerró para explorar mejor su forma y sedoso

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tacto. La cabeza pareció fascinarle; deslizó los dedos por alrededor y luego por la abertura del conducto en forma de lágrima. Finalmente se mojó ahí los dedos y bajó y subió la mano cerrada a todo lo largo. Él deseó tumbarse de espaldas y dejar que ella le diese placer así hasta expirar de dicha. Y cuando ella ahuecó la mano bajo sus testículos, explorando su forma y textura, sin darse cuenta se encontró de pie quitándose los pantalones. Estorbaban. Tenía que quitárselos. Por fin se tendió a su lado. Sin dejar de mirarla, le insertó dos dedos, los retiró y continuó el movimiento, introduciéndolos y retirándolos, ensanchándole la cavidad hasta que ella gemía de dolor; entonces al instante le borraba hasta el recuerdo del dolor besándola en la boca, en el pecho o en la entrepierna. Le producía dolor y le producía placer hasta llevarla al orgasmo. Ella aceptaba sus caricias con transparente dicha. Era un ciclo que le estaba enseñando, para prepararla para el momento en que la poseyese. Cuando por fin la penetró, las velas ya estaban en sus últimos momentos. A la parpadeante luz le vio la cara satisfecha, saciada, sobre la almohada. La observó mientras se iba introduciendo, y vio cómo su cara recobraba vida, vio cuando sintió el dolor y vio cuando él se lo eliminó con el placer. Y cuando, finalmente, la llevó otra vez al orgasmo y, enterrando hasta el fondo el miembro, la llenó con su simiente, vio su conmoción al comprender que él la había hecho suya. Entonces se acabaron las velas, dejándolos en la oscuridad.

Arnou. A Sorcha le costaba creer lo mucho que confiaba en él. Arnou. No entendía cómo un hombre de tan poca educación podía ser tan experto en el refinado arte de hacer el amor. Arnou. Arnou era un soneto de Shakespeare, la esencia misma del amor. Era un coñac bebido a sorbos en una mecedora junto a un hogar encendido. Era una elevada cima cubierta por los primeros verdores de la primavera, un esponjoso pastel de bizcocho bañado en crema, un perfume creado sólo para ella. ¿Y ella había creído que tenía que buscar su destino? ¡Qué tonta! Su destino la había buscado a ella. Él era su destino. En sus brazos redescubría el calor, la seguridad y la magia del círculo de piedras. La promesa del encantamiento que había comenzado allí había terminado en eso: su unión. Era una mujer enamorada. Y a Arnou le debía… todo. Apoyó la cabeza en su pecho desnudo y escuchó los uniformes latidos de su corazón. —¿Cariño?

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Él le acarició la cadera y la envolvió en sus brazos. —¿Sí? —Eres un príncipe. Él se puso rígido. —¿Qué quieres decir? Las palabras le salieron abruptas, de un modo casi amedrentador. Pero claro, eso era lógico. Posiblemente temía que ella se estuviese burlando de él. —Quiero decir que eres un príncipe en mi corazón. Mi príncipe. —Hizo una respiración profunda y le explicó claramente su objetivo—. Quiero hacer verdadero este matrimonio. No le voy a mentir a mi abuela acerca de lo que hemos hecho esta noche. Voy a decirle la verdad. Te voy a hacer mi príncipe consorte. —¿Tu príncipe consorte? Tal vez él no supiera el significado de esa expresión. —Príncipe consorte es el marido de la reina, el hombre que se mantiene detrás de ella y la apoya cuando gobierna, el que la acompaña y es el padre de sus hijos. A él se le hinchó el pecho en una honda inspiración. —¿Te gustaría ser el padre de mis hijos? —Nada me gustaría más. —Entonces te haré mi príncipe consorte. Pero ¿entiendes qué significa eso? ¿Entiendes lo que quiero decir en el fondo? Notó cómo él se relajaba. —Que me amas. —Sí, te amo. Eres mi marido en todos los sentidos posibles. —Bien, estupendo. La insípida satisfacción con que él dijo eso le sorprendió. Fue casi como si hubiese estado esperando oírle declarar su adoración, como si un gran plan hubiese dado sus frutos. Entonces él se sentó, la tumbó de espaldas, se inclinó sobre ella y le hizo olvidarse de todo, a excepción de esa maravillosa pasión entre ellos.

Después de hacerle el amor por segunda vez, Sorcha se quedó dormida inmediatamente. Él le arregló la almohada bajo la cabeza y contempló su cara a la luz del mortecino fuego del hogar. La tenue luz de las brasas le daba un tinte rosa a sus rasgos dormidos. Sin poder resistirse, le acarició la curva de la mejilla y la base del mentón. Se inclinó y le dio un ligero y dulce beso en los labios. Ella sonrió dormida. La cruz que llevaba en el pecho brillaba con visos azules en la penumbra. Ella le había dicho que se enfrentaría a su abuela para convertirlo en su príncipe consorte. Cuánto más sencillo sería para ella cuando descubriera que no amaba a Arnou,

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el tosco marinero tuerto de Normandía, sino a Rainger, su príncipe y su prometido. Seducirla, hacerse amar por ella, le había resultado muy fácil. Claro que había deseado que ella le declarara su amor, pero en realidad no lo esperaba. La vida le había enseñado a esperar un camino plagado de espinas. Ahora ya sabía una cosa: le era posible dominarla mediante la pasión. Podría obtener lo que deseaba de ella aplicando su pericia para inducirle el deseo sexual. Esa era una lección que debería recordar en el futuro. Bueno. Se quitó de la cara el maldito trapo y se frotó el ojo, el ojo que estaba muy cansado de fingir que no existía. Se imaginó lo fascinada que se sentiría Sorcha cuando despertara y descubriera que no era a Arnou a quien tenía que llevar ante su abuela sino a Rainger, su novio perdido hacía tanto tiempo. No veía la hora de oír sus palabras de alegría.

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Capítulo 19

La luz del sol se filtraba por las rendijas entre las cortinas de las ventanas de la cámara nupcial. Varios pájaros posados en el alféizar gorjeaban suavemente. Sorcha no debería haberse despertado, pues había estado ocupada gran parte de la noche, pero la pura dicha la despertó, y se quedó quieta, con los ojos cerrados, saboreando ese momento maravillosamente radiante. Amaba a Arnou. Esa noche le declaró su intención de convertirlo en su príncipe consorte, y la luz del día sólo reforzaba su resolución. Era de esperar que su decisión no le produjese una conmoción tan grande a su abuela como para que se muriese de un colapso. Aunque eso era muy improbable. La abuela estaba hecha de un material muy resistente, y consideraría la muerte una derrota importante. Casi podía garantizar que su abuela continuaría viva para fastidiarla a ella y regañar a Arnou. Pobre hombre. Tendría que aprender a actuar como un príncipe. Pero ya tenía las cualidades necesarias: generosidad, amabilidad y, lo más importante de todo, honradez. Abrió los ojos. Se desperezó, para aflojar los músculos y aliviarse los lugares doloridos del cuerpo. No veía la hora de mirarle la cara a su amado. Él estaba en silencio; seguía dormido al parecer. Con sumo cuidado rodó en la cama para mirarlo. Había desaparecido el trapo que siempre le cubría el ojo, desde que lo conocía. Con toda la cara descubierta se veía… distinto. En realidad, ese ojo… Se incorporó, apoyada en el codo, para mirarlo desde arriba. Ese ojo se veía sano, intacto, sin ninguna cicatriz. Había creído oírle decir, no, estaba segura de que le había dicho que tenía esa órbita vacía. Y no estaba vacía en absoluto, porque acababa de despertar y la estaba mirando. En realidad, el ojo era castaño y daba la impresión de que funcionaba perfectamente bien. Él la estaba mirando, con los dos ojos, como si esperase que ella dijese algo. Tal vez eso se debía a que se parecía… Se sentó del todo. Al poner más distancia entre ellos, le pareció una cara conocida. No la cara de Arnou, sino la de alguien de su pasado. Pero eso era imposible. Ningún hombre de su edad conocido en el pasado podía estar… Hizo una inspiración tan sonora que los pájaros, ofendidos, emprendieron el vuelo y se alejaron. Cogió la sábana y se cubrió los pechos. —No.

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No, no podía ser Rainger. Alguien había pronunciado su nombre el día anterior, y ahora su mente le estaba jugando una mala pasada. Él se incorporó lentamente y se sentó. —¿Sorcha? Esa era la voz de Rainger. No lo había notado antes. ¿Cómo podía ser que no lo hubiera notado? —No —repitió. Su lado de la cama estaba adosado a la pared, así que retrocedió arrastrándose hacia los pies. Se le quedó enganchada la sábana; la soltó. No era necesaria. —Sorcha, cariño. El hombre le tendía la mano, invitándola a volver. Le miró los dedos, le miró la palma; su mano tenía demasiados callos para ser la de un príncipe. Esa tenía que ser la mano de un marinero. Totalmente desnuda, pasó una pierna por encima del madero de los pies de la cama. Su pie tocó el frío suelo. Se abalanzó sobre la chaqueta más cercana y se la echó sobre los hombros. Los brazos de la chaqueta eran mucho más largos que los suyos; el borde le llegaba a los muslos. Esa no era su chaqueta. No deseaba la de él. El hombre se bajó de la cama. Era muy alto, tenía los hombros muy anchos y abultados músculos en los brazos y los muslos, y su liso y grueso miembro estaba erecto. Esa noche su avasalladora fuerza y masculinidad le habían producido excitación y expectación. En ese momento él le inspiraba miedo. La enfurecía. Porque no se parecía a Arnou. Se parecía a Rainger. Pero eso no podía ser. Ese hombre tenía una cicatriz en el pecho. Cuando él se agachó a coger sus pantalones, volvió a verle las cicatrices en la espalda. Era muy sabido que un marinero sufre brutalidades y azotes en su vida. También los sufre un prisionero. El sufrimiento y la rabia casi le hicieron doblarse. Era, santo Dios, era cierto. Ese hombre, el hombre en el que creía, el hombre al que le había declarado su amor, el hombre en el que confiaba… —Eres… ¡eres Rainger! —exclamó. No fue un cumplido. Fue una acusación. —Por fin me reconoces —dijo él, haciéndole una venia y sonriendo. Una venia cortesana que resultó ridícula por su desnudez, y una sonrisa tan íntima como un susurro. Deseó abofetearle la sonriente cara. —Ponte los pantalones —siseó. El tono de odio con que dijo eso lo sorprendió. —Sorcha, no pasa nada. Estamos casados. —No, no lo estamos. —Desesperada por salir de allí, miró alrededor, buscando

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la ropa que le habían dejado las mujeres—. No me he casado contigo. Me casé con un hombre que era amable, honorable, protector, generoso y digno de confianza. —Ese era yo. —No, créeme, no lo eras. Encontró la ropa: una camisola de batista, un vestido de falda y corpiño de lana azul celeste, pasado de moda, enaguas, una capa azul marino larga hasta los tobillos, medias negras de abrigo y una papalina de paja. Regalos de boda de los aldeanos. Las mejores prendas que habían podido reunir entre mujeres que se sentían honradas por darle su ropa usada. A un lado de esa ropa había otro conjunto: pantalones y chaqueta negros, una camisa blanca, calzoncillos, un cuello y puños. Los aldeanos habían sido igualmente generosos con Rainger. Por primera vez, él pareció irritado. —No finjas que no entiendes que Arnou y yo somos la misma persona. Ella se quitó la chaqueta. —Claro que lo entiendo. Ahora lo entiendo todo. Él le miró el cuerpo desnudo, y en su mirada se veían los inicios del deseo y los restos de la pasión. Eso le fastidió. Lo odiaba con todo el ardor de una mujer traicionada. Con toda la fuerza que pudo, le arrojó la chaqueta a la cara. Él la cogió al vuelo, la tiró sobre una silla, y continuó mirándola, con la avidez de un lobo sigiloso en busca de comida. Buena descripción de Rainger. Cogió la camisola y bruscamente se la pasó por la cabeza. Se puso las enaguas y se las ató a la cintura, tironeando de los cordones con tanta fuerza que se hizo daño. —A pesar del ridículo que he hecho, como una grandísima idiota, se me considera de buena cabeza, aunque supongo que comparada con otras mujeres, ¿verdad? Sin duda mi mente no es tan inteligente como la tuya, o tal vez sería mejor si dijese que mi mente no es tan traicionera como la tuya. No es tan furtiva, tan rastrera, tan… ¿todo el mundo sabe quiénes somos? Al recordar a los niños ofreciéndole ramos de flores, la alegría con la que todos habían celebrado su boda, comprendió lo absurda que era esa pregunta. —Están muy felices por nosotros, sus soberanos —dijo él, poniéndose los pantalones como si se hubiera resignado a abstenerse de mantener relaciones sexuales por el momento. Ella se frotó las ardientes mejillas. Humillada. Se sentía tremendamente humillada. A los ojos de todas las personas de esa querida aldea, no era su reina. Era una tonta. Vístete. Tenía que vestirse rápido y salir de allí antes de que le diese un ataque de rabia y le saltase encima. Se puso el vestido. Este se abrochaba por la espalda. Se retorció para abotonárselo. Logró abotonarse la parte de arriba y la parte de abajo, pero no le llegaron los dedos a la parte del medio. Sabía que le faltaba abrochar esos botones,

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pero los dejaría así, no le iba a pedir a él que se los abrochara. Porque cuanto más pensaba en todas las cosas ocurridas que la habían llevado a ese momento, mayor era su humillación, y mayor su sufrimiento. —Dios mío, fuiste tú el que prendió fuego en mi habitación del convento. Tú quemaste las cartas de mis hermanas. —No pasa nada —dijo él, en tono tranquilizador—. Tengo otras. —¿Qué? —No le había oído bien, seguro. Dejó de tratar de llegar a los botones y lo miró fijamente—. ¿Qué has dicho? —Tengo cartas para ti de Clarice y Amy. Las tengo en mis alforjas. —Echó a andar hacia sus alforjas—. Espera un momento, que las saco. Ella se abalanzó sobre él, lo cogió por la espalda, lo hizo girar y le cogió la pechera de la camisa. —¿Mis hermanas? ¿Has visto a mis hermanas? Él la miró sorprendido por ese asalto. No dolido, sino sorprendido. —Sí, y me alegra decirte que están muy bien de salud, muy sanas. Están casadas con dos hombres buenos… —¿Mis hermanas están casadas? ¿Clarice estaba casada? ¿Amy, su hermana pequeña, casada? —Y Clarice ya debe haber tenido a su bebé. —¿Clarice estaba esperando? Clarice era madre, y ella era tía. Y no había estado allí para el nacimiento. No había estado allí para sostenerle la mano a su hermana y aliviar sus dolores. —Clarice se ha casado con un noble escocés, llamado Robert MacKenzie, conde de Hepburn. Amy se ha casado con un noble inglés, llamado Jermyn Edmondson, marqués de Northcliff. Los he conocido a los dos. —Hablaba tan tranquilo y tan serio como si creyera que eso la iba a tranquilizar—. Y puedes estar segura de que tus hermanas han hecho matrimonios honorables. —A diferencia de mí —dijo ella, retrocediendo. —Estás muy enfadada, mucho más enfadada de lo que me habría imaginado, pero no lo entiendes. —La siguió—. Déjame que te abroche esos botones mientras te explico… —No quiero que me abroches los botones, y lo entiendo perfectamente bien. Sabías lo apenada que estaba por haber perdido mi último contacto con Clarice y Amy. En realidad, tú destruiste ese contacto. —La capa. Necesitaba su capa. Necesitaba poner todas las capas posibles de ropa entre él y ella. Deseaba que hubiese leguas de distancia entre ellos; años de distancia entre ellos—. Pero según tú, ¿eso no importaba nada, porque tú tenías en tu poder otras cartas, cartas que podrían reemplazar fácilmente las cartas que yo había leído, releído y apretado contra mi corazón, y eran mis posesiones más preciadas en la soledad de mi exilio en un convento? —Sabía que tu pena sólo sería temporal. Sabía que una vez que te dejase descubrir mi identidad te las daría. En ese momento Sorcha le encontraba muchísimo sentido a arrancarle los ojos a

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arañazos. —Qué cara tienes. Me has dejado cabalgar días y días por las inhóspitas tierras de Escocia, donde podría haberme congelado, caído en un barranco o sido asesinada por ladrones o asesinos, ¿y te atreves a decir que es aceptable que no me las hayas dado? Se puso la capa, poniendo una ilusoria frontera que a él más le valía no cruzar si era inteligente. Se cerró el cuello de la capa y se la cruzó poniendo un extremo sobre el hombro opuesto. —Si a eso le encuentras lógica, quiere decir que estuviste demasiado tiempo en la mazmorra. Él hizo una larga inspiración, como si quisiese armarse de paciencia. Tenía la desfachatez de actuar como si necesitara paciencia. —Estuve muchísimo tiempo en la mazmorra, pero, créeme Sorcha, lo que sufrí allí me hizo cambiar; ahora soy un hombre distinto. Todo lo que has dicho acerca del antiguo Rainger es cierto. Yo era casquivano, irresponsable, egoísta, desagradecido y despiadado. Asumo toda la responsabilidad de la pérdida de mi país y haré todo lo que esté en mi poder para compensar de eso a mi gente. —Movió la mano indicando el bodegón que quedaba abajo—. A estas personas. —¿Pretendes decirme que ahora eres mejor? Me has mentido, me has engañado de todas las formas posibles, me hiciste creer que yo me había salvado de un asesino… —No continuó. Él asintió, confirmando eso, asintió como si ella debiese agradecerle que hubiera cabalgado en su auxilio. —Me animaste a creer que yo era capaz de cuidar de mí misma, cuando es evidente que no lo soy. —Entonces le pasó una idea por la cabeza y le apuntó con el dedo—: Tú arreglaste la venta de los caballos, ¿verdad? Algo hiciste que obligó a MacMurtrae a pagar el precio justo. —Bueno, sí —dijo él, y tuvo el tino de parecer ligeramente avergonzado; ligeramente—. No podía permitir que nos engañara. —Me has engañado y me has hecho hacer el ridículo como una idiota a todo lo largo del camino, ¿y en tu retorcida mente crees que debo estar agradecida de que tus sufrimientos en la mazmorra te hayan convertido en un hombre diferente? —Su audacia le quitaba el aliento—. Cierto, te han convertido en otro hombre, en un hombre que no acepto ni deseo. Él no hizo caso de su rechazo. ¿Porque creía que desentendiéndose se desvanecería el rechazo? Tal vez, pero más probablemente porque creía justificada su pérfida farsa. —Sierpe insufrible, perro flaco. —Vocabulario. Ese era el problema de vivir en castillos y conventos. No sabía insultos lo bastante hirientes. De un recoveco de su mente sacó el peor insulto que conocía—: ¡Canalla! Pero su peor insulto no fue suficiente. Él ni siquiera movió una pestaña. —No era mi intención hacerte hacer el ridículo. El engaño era necesario porque no sabía qué pensabas acerca de volver a Beaumontagne y cumplir tu promesa de

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casarte conmigo. —¿Y por eso me has mentido y has guardado en secreto las cartas de mis hermanas? —Zapatos. Necesitaba zapatos para salir de allí—. ¿Qué lógica tiene eso? —Deja que te lo explique. —Pues, explícamelo —dijo ella, con los dientes tan apretados que le costó sacar las palabras. —Tu abuela me dijo que tenía que encontrar a sus nietas perdidas y que cuando me casara con una ellas me daría un ejército para derrotar al conde DuBelle y recuperar mi país. Cuando encontré a Clarice y después a Amy, ellas ya habían conocido a sus futuros maridos y, de hecho, estaban —hizo un gesto hacia la cama y esbozó una sonrisa— revolviendo las sábanas con sus hombres. ¿Es que Rainger encontraba divertido eso? ¿O simpático? —Así que comprendí que encontrarte a ti era mi última oportunidad. Y cuando te encontré, consideré mejor asegurarme tu afecto… —¿Mintiéndome? —interrumpió ella, cogiendo las medias y las botas y sentándose en una silla. —No siendo el hombre que tu detestabas de todo corazón. Ella detuvo el movimiento de subirse la media y lo fulminó con la mirada. —¿Nunca se te ha ocurrido pensar que te detestara o no te detestase de todos modos cumpliría mi deber para con mi país? —Pensaba que te sería más fácil cumplir ese deber si sentías afecto por mí. —Y generaste ese afecto fingiendo ser un hombre simple pero bueno. Se ató las ligas, pero tuvo que aflojarlas un poco, no fuese que le cortaran la circulación hacia los pies. —No soy simple, lo reconozco. Arnou es menos inteligente que yo. —Movió la cabeza de arriba abajo, en excelente imitación de lo que hacía en el papel que había representado durante tantas semanas—. Pero nadie podría haberte protegido en tu viaje por Escocia con más dedicación. —Yo diría que eres simple. Y posiblemente, incluso imbécil. —Sus pobres botas desgastadas estaban secas, calientes y relucientes. Metió los pies y se ató los cordones con el mismo vigor con que se había atado las enaguas y las ligas—. Acabas de decirme que me has engañado y te has casado conmigo porque yo era tu última oportunidad de recuperar tu reino, y me has protegido porque si me moría, moriría conmigo tu oportunidad de ser rey. Rainger se acercó y la miró hacia abajo, como si eso demostrara su superioridad. —Tú me has pedido que te dijera la verdad. Ella enderezó la espalda, se cruzó de brazos y lo miró con toda la confianza insolente que pudo. —Porque esta convierte en mentira todo lo que ha ocurrido antes. Que Arnou me protegía y se casó conmigo por mí. Que por primera vez en mi vida, alguien era bueno, amable conmigo y estaba consagrado a mí. No por mi posición como princesa. No por lo que yo podía hacer por él. No por el tradicional honor ni para

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conseguir un beneficio. Ahora bien, yo soy la boba, por creer que soy guapa, o que inspiro amor o que vale la pena morir por mí. Y tú eres simple, por creer que yo te perdonaré alguna vez. A él se le tensó la cara, con una expresión fría, y en su letal mirada ella vio un atisbo de su verdadero ser: un príncipe implacable que no pararía ante nada, dispuesto a sacrificarlo todo por vengarse y recuperar su posición. —Anoche prometiste que me harías tu príncipe consorte —dijo—. Que te enfrentarías a tu abuela y a tu primer ministro por mí. Juraste que me amabas. —Juré que amaba a Arnou —dijo ella, apretando los puños—. Arnou está muerto. Y ella lamentaba su muerte. Dios santo, cuánto la lamentaba. Se levantó de un salto y apartó a Rainger de un empujón. Fue hasta el lugar donde estaban sus alforjas de cuero, normalmente tan pesadas y abultadas que apenas podía levantarlas. Levantó una y le dio la vuelta sacudiéndola, para vaciarla. Al suelo cayeron una cuerda enrollada, una pistola, municiones, una botella con corcho y una manta. Y dos cartas selladas. —No, espera —dijo él corriendo a su lado—. Son muy pesadas. Ella le enterró el codo en el esternón. Él se dobló por el dolor. —Las damas de la madama me explicaron la forma de hacer otras cosas también, además de tocar la chirimía, un placer del que nunca vas a gozar, al menos no de mis bien dotados labios. —Cogió las cartas y miró las amadas y conocidas letras de sus hermanas. Se le llenaron los ojos de lágrimas, haciéndole comprender lo difícil que le resultaría mantener esa actitud—. Pero ahora que me has entrampado, y así te has asegurado tu posición, tu ejército y tu corona, no me cabe duda de que habrá otras mujeres preparadas y bien dispuestas a hacerte ese servicio. No permitas que una equivocada lealtad a las promesas de nuestro matrimonio te lo impida. —Se dirigió a la puerta pisando fuerte—. Pero claro, no hace falta cumplir una promesa hecha por conveniencia. Los reyes han demostrado eso durante siglos. Y a eso se debe, cabrón, que haya revoluciones. Abrió la puerta, salió y la cerró con un fuerte golpe. Rainger se friccionó el esternón y trató de recuperar el aliento. Como parlamento de salida del escenario, ese había sido impresionante, pero él había jurado que nunca más en su vida volvería a permitir que un hombre le hablase con tanto desprecio, y mucho menos la mujer a la que había hecho su esposa. Y no la esposa a la que había cortejado, acariciado y besado. Ella no iba a salir impune de aquello. Fue hasta la puerta y la abrió, y entonces oyó los pasos de Sorcha que bajaba corriendo la escalera, sollozando como si se le hubiera roto el corazón. Cerró silenciosamente la puerta. Se frotó los ojos. Los dos ojos. Esa conversación no había resultado todo lo bien que había esperado.

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Pero, maldici贸n, qu茅 guapa que estaba con un vestido.

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Capítulo 20

Con la mano firmemente cerrada sobre sus preciosas cartas, Sorcha llegó al pie de la escalera y entró en el bodegón. Paseó la vista por la sala donde había habido tanta alegría la noche anterior. Vio hombres. Hombres hablando en voz baja y quejumbrosa. Hombres sentados alrededor de largas mesas, sujetándose paños mojados en las cabezas. Hombres con los ojos enrojecidos y las manos temblorosas. Dejó de sollozar el tiempo suficiente para mirarlos furiosa. Odiaba a los hombres. A todos, a todos. Hombres estúpidos, todos. Horribles, estúpidos, groseros, asquerosos, estúpidos, estúpidos, estúpidos. Se dio media vuelta y se dirigió a la cocina, con la esperanza de no encontrar a nadie. No tuvo esa suerte. Las mujeres estaban allí. Mujeres que se veían con tanta resaca como los hombres. Mujeres caminando lentamente por la cocina. Tulia estaba friendo jamón y salchichas; la abuela Sancia estaba removiendo una olla de avena con leche. Nadie comía. Todos los ojos se volvieron hacia ella. Todas le miraron el pelo revuelto, la cara enrojecida, los labios temblorosos. —Ay, Dios —exclamó Tulia—. ¿Tan terrible ha sido? La compasión de la posadera fue la última gota. Sin importarle quién la estuviera viendo ni quién la estuviese oyendo, se echó a llorar. Con las cartas en la mano, se sentó a la mesa, apoyó la cabeza sobre los brazos doblados encima y dio rienda suelta a la riada de lágrimas. Lloró por su padre; lloró por sus hermanas; lloró por los años de soledad; lloró por ella, porque había creído, creído de verdad, que todas las personas eran nobles y buenas y que si buscaba lo bueno en ellas lo encontraría; lloró porque esa creencia había sido cruelmente aplastada con una traición. Cuando finalmente se le empezaron a calmar los sollozos, sintió deslizarse una mano en la suya. Era una mano frágil, con los dedos torcidos y la piel delicada. Levantó la cabeza y miró los ojos viejos, sabios y tristes de la abuela Sancia. —Ahora deja de llorar —dijo la abuela Sancia—. Te vas a poner enferma. —Deja que te abotone el vestido —dijo Roxanne. La ayudó a quitarse la capa y le abrochó los botones a los que ella no había logrado llegar. Tulia le pasó un enorme pañuelo blanco. —Suénate la nariz, Alteza.

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Sorcha se sonó. —La frase «suénate la nariz» no pega con «Alteza». No me llames Alteza. No todavía. Llámame Sorcha. Sólo Sorcha. —Todas las mujeres lloran después de la noche de bodas —dijo la abuela Sancia, apretándole la mano—. Después eso mejora. Sorcha miró alrededor. Las mujeres, todas las mujeres que estaban alrededor de la mesa, asintieron. —Al principio es doloroso y sucio, y él se queda dormido inmediatamente después, pero de verdad, después va mejorando —dijo Rhea, sonriendo alentadora. —Ah. —Se referían a…—. Ah. —Y aún en el caso de que no mejore, sólo dura uno o dos segundos —dijo Pia suspirando. Las demás mujeres asintieron con más energía. —Entonces de lo único que tienes que preocuparte es de la mancha mojada que queda en la sábana —dijo Ora. —En tu lado —bromeó Roxanne. La broma produjo una ronda de risas. Las risas se apagaron rápidamente, pues todas la observaban a ella, esperando ver cómo reaccionaría. —No es eso —dijo, pero le temblaron los labios, y no supo cómo explicarles el problema. No debía quejarse. Ellas sabían quién era. Sabían quién era Rainger también. Pero al igual que Rainger, no les importaba cómo se sentía ella por el matrimonio. Sólo les importaba lo que les ocurriría a ellas. Y no podía culparlas por eso. Las comprendía. Para ellas, la unión entre ella y Rainger significaba el fin de su exilio. Deseaban que fuera feliz porque deseaban volver a su tierra. Preferían creer que odiaba el acto sexual a creer que lo odiaba a él. Hizo una inspiración profunda, que le salió temblorosa por el ataque de llanto. —No va demasiado rápido. Le dedica horas. —Sí, un hombre torpe y lento es peor que uno torpe y rápido —dijo la abuela Sancia—. Horace, que en paz descanse, vivió el tiempo suficiente para ser ambas cosas. Entonces la anciana hizo un gesto a Tulia, animándola a hacer algo. Tulia cogió una jarra de vino, llenó una copa de peltre y la colocó delante de Sorcha. —Bebe. Con esto te sentirás mejor. Sorcha miró las cartas selladas que tenía en la mano. Vio lo maltrechas que estaban por el largo viaje en las alforjas de Rainger. Y bebió. Se bebió todo el vino. Tulia volvió a llenarle la copa. La abuela Sancia tamborileó sobre la mesa con los dedos. Tulia le llenó una copa. Entonces mirando a todas las mujeres, la abuela dijo: —Todas deberíamos beber. Mientras llenaban las copas y las iban pasando, Sorcha rompió con inmenso cariño el sello de la carta de Clarice.

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En su elegante letra, Clarice le decía todas las cosas que ella deseaba, y necesitaba, decirle. Le decía que la echaba de menos terriblemente, que vivía preocupada por ella. Luego le contaba que ella y Amy habían sobrevivido vendiendo los cosméticos de la abuela a quien quisiera comprarlos. Leyendo entre líneas, Sorcha comprendió que la desesperación debía haberlas llevado a recurrir a eso. Suavemente Clarice le daba la noticia de que Amy se había escapado, pero le aseguraba que estaban en contacto, y que Amy se encontraba bien. Le hablaba del bebé que estaban esperando ella y Robert y acababa diciéndole que pronto estarían juntas. Sorcha se echó a llorar y apretó la carta contra su corazón, como si así Clarice pudiese sentir su cariño. Entonces, con menos cuidado y más impaciencia, rompió el sello de la carta de Amy. Leyendo su letra inclinada, casi sintió su entusiasmo. Amy había tenido una aventura, una aventura en la que se produjo el secuestro de un marqués y la captura de un villano. No le daba ningún detalle, por lo que decidió que algún día Amy le explicaría personalmente su escapada. Pero una cosa estaba clara: Amy adoraba a su marqués, y también ellos estaban esperando un bebé. Su hermana pequeña iba a tener un bebé. Contó los meses con los dedos. El bebé nacería pronto. Nuevamente apoyó la cabeza en la mesa y sollozó. Cuántas cosas no había sabido de la vida de sus hermanas, vidas que ya sabía que habían sido difíciles, siendo ellas tan vulnerables. Ella no las había salvado de la inanición ni protegido de asaltantes. No había dado su aprobación a sus maridos. No había asistido a sus bodas. Más importante aún, lloraba de alivio. Sus hermanas estaban vivas y bien. Por primera vez, desde hacía años, podía dejar de preocuparse pensando que podían estar en la indigencia, heridas o muertas. Su alegría era tan grande que casi le partía el corazón. Usó el pañuelo hasta que quedó absolutamente mojado. Entonces Tulia le pasó una toalla fría y mojada, y con ella se presionó los ojos hinchados. La mesa estaba cubierta de copas, y las mujeres sentadas en los bancos mirándola tristemente. Sorcha se encogió de hombros, y sonrió, con los labios temblorosos, tratando de tranquilizarlas, y se esforzó en recuperar del todo su serenidad. —Bueno, esta es la prueba de que no hay hombres que valgan la pena —dijo Pia en tono lúgubre—. Si el príncipe no es capaz de hacer feliz a su mujer, no hay esperanza para ninguna de nosotras. —No es que mi marido sea rápido —dijo Salvinia, moviendo de aquí allá su copa con enérgicos gestos—. Lo que pasa es que nunca me entero cuando me la ha metido. A esa declaración siguió un estallido de risas nerviosas. —¿Tan pequeña la tiene? —preguntó Roxanne, con los ojos agrandados.

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—Como una patata nueva —les aseguró Salvinia. No era de extrañar que sus ojos castaños siempre estuviesen tan tristes. Sorcha sorbió por la nariz, sobre el pañuelo. —Ese no es el problema de Rainger. En realidad, una de las prostitutas de madama Pinchon me dijo que está muy bien dotado. —¿Ya ha andado visitando a putas? —preguntó Tulia, horrorizada. Sorcha cogió la copa de vino entre las palmas, y mirando sus profundidades deseó poder quitarse de la cabeza la cara de Rainger. —No, fui yo la que las visitó. Cuando él entró allí para decirme que era hora de que nos marcháramos, Eveleen lo miró de arriba abajo y me dijo que tenía una polla grande. Todas las mujeres cogieron sus copas y bebieron. Tulia adelantó el labio superior y dijo: —Un sofocón. —Eso es, desde el momento en que me hizo salir del convento… Las mujeres exclamaron al unísono, horrorizadas. Esa exclamación colectiva le produjo muchísima satisfacción a Sorcha. —Es cierto. Es un villano. Le prendió fuego a mi celda para que yo tuviera que marcharme, ya que sabía que yo no pondría en peligro el convento. —Bastante listo —dijo Rhea, pensativa. La abuela Sancia tosió e hizo un gesto con la cabeza hacia Sorcha. —Para ser un hombre, quiero decir —se apresuró a añadir Rhea. —Pero, Alteza, no lo entiendo —dijo Roxanne, con expresión extrañada y un tanto sublevada—. Si no la tiene tan pequeña y está dispuesto a tomarse el tiempo necesario, y los sonidos que hacías anoche no eran de queja… Ora le enterró el codo en las flacas costillas. —¡Sólo quiero saber qué tiene de malo! —insistió Roxanne—. Sorcha, ¿por qué estás tan furiosa con él? —Eso es lo que iba a explicar —contestó Sorcha, impaciente—. Me siguió cuando me marché del convento. Me engañó para que yo le permitiera viajar conmigo atravesando toda Escocia. Me ha mentido respecto a quién es y a lo que desea. Y peor que todo eso, cuando quemó mi celda quemó también las cartas de mis hermanas. —¿Las otras princesas? —preguntó la abuela Sancia, echándose atrás horrorizada—. ¿Quemó las cartas de la princesa Clarice y la princesa Amy? —Sí —dijo Sorcha, encantada por denigrar a Rainger enturbiando su reputación—. Yo no sabía si Clarice y Amy estaban vivas o muertas. —Al ver las expresiones de angustia de las mujeres, las tranquilizó—: Están vivas. Las mujeres miraron la cruz que colgaba sobre la mesa, elevando acciones de gracias. —Pensaba que el último lazo que me unía a mis hermanas se había convertido en cenizas. He llorado por esas cartas. Él me vio llorar. —Al recordar esas lágrimas, sorbió por la nariz, conteniendo apenas las que estaban por salir—. ¿Y sabéis qué?

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Todas las mujeres negaron con la cabeza. —Él tenía cartas más recientes en sus alforjas, las ha tenido ahí durante todo el viaje y, hasta esta mañana, nunca me había dicho que las tenía. Diciendo eso señaló las cartas que tenía sobre la mesa, se echó hacia atrás y esperó. —¡Hombres! —exclamó la abuela Sancia, agitando su huesudo puño hacia el bodegón. —Por muy bien dotado que esté, se merece que lo cuelguen —dijo Salvinia con cierto pesar. Tulia llenó la copa de Sorcha hasta el borde, diciendo: —Es un príncipe mimado, como aseguraban todos en Richarte. Sorcha miró el vino color rubí hasta el fondo de la copa, con tanta furia que el vino debería haber hervido. —Es un… réprobo. Es un… granuja. Un… bellaco. Un… —Un hijo de puta —suplió Roxanne. Tulia la hizo callar. Pero esa era exactamente la expresión que estaba buscando Sorcha. —Sí, ¡un hijo de puta! Un cochino, un odioso hijo de puta; un asqueroso… —Burujo de mierda seca —suplió Ora. Sorcha no sabía qué significaba eso, pero le encontró trazas de ser algo horrible. —Sí, un burujo de mierda. Es un horrendo y repelente burujo de mierda seca. —Estiércol del diablo —suplió la abuela Sancia. —Eso, estiércol del diablo —dijo Sorcha, encantada con la frase—. Un fétido y humeante montón de estiércol del diablo. —Un vulgar mamarracho legañoso —dijo Phoenice. —Sí, es el peor, el más horrible y vulgar mamarracho legañoso que he visto — declaró Sorcha con enorme entusiasmo. Roxanne dejó su copa en la mesa. —En realidad, yo lo encuentro bastante guapo, y se ve importante, nada vulgar. Todas las mujeres se volvieron a mirarla indignadas. —Un vulgar mamarracho legañoso —se apresuró a decir Roxanne—. No sé cómo no lo había visto. —Yo tampoco sé cómo no lo has visto —dijo Sorcha, y entonces les enseñó la carta de Clarice—: Clarice está casada con Robert, lord Hepburn, de la casa señorial MacKenzie, de aquí, de Escocia. ¿Sabéis dónde está? —La casa MacKenzie está justo fuera de la ciudad Freya Crags —dijo Tulia, y miró a Ora—: Tu marido cabalga en esa dirección cuando va a comprar cordero. ¿A qué distancia dirías que está? —De New Prospera a Freya Crags sólo hay un día de cabalgada, en un buen caballo —contestó Ora. Sorcha se levantó al instante. —¿Quieres decir que si me pongo en marcha ahora podría ver a Clarice esta noche?

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—Sí, pero, Alteza, no puedes ir sola —dijo Phoenice, alarmada. Su temor se transmitió a las demás mujeres, que negaron con la cabeza—. Puede que el príncipe Rainger sea un vulgar mamarracho, pero tiene razón. Los asesinos del conde DuBelle… La abuela Sancia escupió en el suelo. Tulia corrió a limpiarlo. —Serás un blanco fácil para los asesinos del conde DuBelle —continuó Phoenice—. No están dispuestos a perderte de vista ahora. —No, claro que no —la tranquilizó Sorcha—. De ninguna manera quiero dejarme matar, así que dadme un grupo de hombres armados para que me escolten. Me pondré inmediatamente en camino hacia Freya Crags.

Tan pronto como Rainger terminó de vestirse con su ropa nueva, y muy agradecido, por cierto, de disponer de prendas de su talla, bajó a toda prisa al bodegón. Allí encontró a los hombres, todos preocupados, reunidos en pequeños grupos. Estaban el padre Terrance, Montaroe el posadero, Vernon el carnicero, Chauncery el sastre, Alroy, Savill, Paul, Octavius. Más de veinte hombres llenaban la sala y todos miraban hacia la cocina y luego hacia la escalera, y cuando Rainger se detuvo en la puerta, Montaroe dijo con falso entusiasmo: —Adelante, Alteza, adelante, por favor. Rainger deseaba arreglar inmediatamente el asunto de la infelicidad de Sorcha. —¿Dónde está? —En la cocina, con las mujeres. Rainger echó a andar hacia la cocina. El padre Terrance lo detuvo poniéndole la mano en el brazo. —No le pasará nada. Ellas la cuidarán. —Tengo que explicarle unas cuantas cosas. Al parecer eran más de unas cuantas cosas. —No, no, de verdad que no —dijo Montaroe. —Nosotros tenemos que explicarte unas cuantas cosas a ti —dijo Alroy, cogiéndole el otro brazo—. Ven a sentarte aquí. Alroy era el herrero. Su pecho era del tamaño del de un toro, y su camisa revelaba sus abultados músculos. Cuando Alroy guiaba, un hombre se dejaba guiar. Así pues, Rainger se encontró sentado junto al hogar. Ocupaba la silla más elegante y cómoda del bodegón, pero el padre Terrance acercó un escabel y se sentó a su lado, y Alroy lo hizo al otro, montando guardia. Rainger comprendió que no iba a ir a ninguna parte. Montaroe le puso una jarra de cerveza en una mano y una tostada con beicon en la otra. Rainger miró la tostada y la jarra, luego miró a los hombres que lo rodeaban. Todos los demás estaban de pie, con los brazos cruzados y las caras muy serias.

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—¿Qué pasa? —Bebe, Alteza, no vas a salir de aquí mientras no hayamos terminado esta conversación —dijo el padre Terrance, y esperó hasta que él tomó un bocado y bebió un trago de cerveza—. En una situación normal, estarías acompañado por tus familiares, que se habrían reunido para celebrar tu matrimonio. —Sí —dijo Rainger, y esperó, tenso. —La celebración de la boda duraría días. Habría comidas y muchísimas oportunidades para conocer a tus futuros parientes políticos y conversar con tu novia, y tal vez tendrías la posibilidad de robarle un beso. —El padre Terrance cogió la jarra que le ofrecía Montaroe, se la bebió toda y se secó la boca con la mano—. Por la mañana, antes de la boda, tu padre y tus tíos te llevarían a un lado para hablar contigo en privado y darte buenos consejos sobre cómo manejar adecuadamente a tu esposa durante la noche de bodas. Rainger no podía creer que estuviera oyendo eso. —Sé manejar a una mujer. —Sí, Alteza, pero las mujeres que has manejado en el pasado no eran princesas. Posiblemente no eran vírgenes. —La voz del padre Terrance se fue elevando hasta casi gritar—. Sin duda después no bajaban llorando como si hubieran sido destrozadas de proa a popa. —Lo que quiere decir el padre Terrance —se apresuró a explicar Montaroe— es que con una princesa tan delicada como tu esposa, es necesario ser algo más suave. —¡La he hecho feliz! —protestó Rainger. —Sí, claro, eso es evidente —dijo el padre Terrance, en un tono que rezumaba sarcasmo—. Nunca había visto a una recién casada de aspecto más feliz que la princesa Sorcha cuando ha entrado aquí, nos ha mirado a todos como si fuésemos bestias y ha salido corriendo. —Finalmente se acostumbrará —dijo Alroy, con su potente voz, que pareció retumbar en su inmenso pecho—. Entonces podrás cabalgarla como a una yegua y no como a una potrilla. Sólo hace falta mucha paciencia. Rainger abrió la boca para decirles que se fueran al diablo, pero Vernon se le adelantó diciendo: —Y aun en el caso de que no se acostumbre, sólo dura unos pocos segundos. Rainger lo miró pasmado, y se dio cuenta de que tenía la boca abierta de par en par. —Mucha paciencia —repitió Alroy. Entonces Alroy se levantó y fue hasta la barra a servirse una jarra de cerveza. Todos los hombres fueron a servirse jarras de cerveza. Chauncery se apoyó en la barra y dijo: —Mi mujer dice que mi órgano es diminuto, pero incluso el órgano de tubos más grande se ve pequeño cuando toca en una catedral. Rainger se comió el pan con beicon y se bebió el resto de su cerveza. Si iban a continuar hablando así, necesitaría sustento. Cuando terminó, declaró: —Me tomé mi tiempo. —La mitad de la noche, en realidad—. Dada la dulzura

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con que cantó, temí que la oyerais en toda la posada. —La oímos —reconoció Montaroe—, pero cuando la hemos visto esta mañana, hemos pensado… —No es por eso que lloraba —explicó Rainger. Estuvo a punto de coger la otra cerveza que le ofrecía Montaroe, pero lo pensó mejor y la rechazó; debía marcharse con Sorcha lo antes posible, y necesitaba tener la cabeza despejada—. Está enfadada porque dice que la he tratado como a una idiota y que le he hecho hacer el ridículo. —Ah, ¿es por eso? —El padre Terrance se rascó el mentón—. Y razón que tiene. No he logrado entender por qué no le habías dicho quién eres. —Ni por qué llevabas ese pañuelo sobre el ojo —añadió Chauncery. —Tenía mis razones —dijo Rainger. No tenía por qué explicarle sus asuntos a esos hombres. Y no debía explicarle sus cosas a Sorcha tampoco, por mucho bien que eso le hiciera a él. —Bueno, sean cuales fueren esos motivos —dijo el padre Terrance—, no la van a impresionar. ¿Nunca te han hecho hacer el tonto? Es una experiencia muy dolorosa. Ah, pues sí que le habían hecho hacer el tonto. Julienne lo hizo, e incluso en ese momento el recuerdo de cuando estaba desnudo tratando de protegerla le hizo hacer un gesto de dolor. El padre Terrance lo estaba observando con sus ojos sabios. —Sí, el perdón podría llevar un poco de tiempo. De acuerdo, pensó Rainger. Aceptaba que ella sintiese la punzada de la humillación. Pero su reacción al otro asunto era exagerada y ridícula. —En realidad, parecía más ofendida porque yo quemé las cartas de sus hermanas —dijo, esperando que los hombres se rieran. —¿Quemaste las cartas de sus hermanas? —exclamaron todos al unísono. Esa frase tan larga y al unísono le sorprendió. —Sí —dijo. Pensó un momento si decirles o no el resto, pero daba la impresión de que ellos sabían algo que él ignoraba—. Y yo tenía unas cartas de ellas más recientes y se las he ocultado. El suspiro colectivo y los movimientos con las cabezas fueron prolongados y amedrentadores. —No es que mi mujer y sus hermanas se lleven bien, he de decir —dijo Alroy—, pero cometí el error de interponerme entre ellas cuando se estaban peleando. — Tragó saliva y se le agrandaron los ojos de miedo por el recuerdo—. Todavía tengo las cicatrices para demostrarlo…. Rainger sintió deseos de reírse ante la ridiculez de unas mujeres atacando a ese hombre tan fuerte. —¿Te atacaron? —Como una manada de lobos. No se quieren… —Menos cuando se quieren —interrumpió Octavius. Se golpeó el pecho con un dedo—. Soy cuñado de Alroy. Alroy asintió. —Pero un hombre prudente jamás se entromete tratándose de hermanas.

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Rainger se pasó la mano por la frente. Le dolía la cabeza. No por haber bebido demasiado, sino por esos consejos que lo confundían y desconcertaban. —¿Así que las princesitas están vivas? —preguntó Vernon, con los ojos brillantes. —Muy vivas —confirmó Rainger. Los hombres se dieron palmadas en las espaldas, felicitándose, como si acabasen de ser padres. Su felicidad reanimó a Rainger y le hizo comprender lo mucho que Sorcha había conmovido sus corazones. —Amy vive en el sur de Inglaterra. Clarice está casada y vive no muy lejos de aquí. —Ajá —dijo Montaroe. Los hombres lo miraron negando con las cabezas. Rainger ya se estaba hartando de esa silenciosa comunicación entre ellos. —La princesa Sorcha querrá ir a visitar a su hermana —le dijo Vernon. Rainger ya había pensado en eso y tomado su decisión. —No puede. Tenemos que llegar a Edimburgo y coger un barco lo más pronto posible. Cuando los reinos estén seguros, sus hermanas podrán ir a visitarnos, pero mientras tanto… Alroy emitió un bufido. —Si crees que su Alteza va a permitir que un detalle tan insignificante como unos asesinos le impida ir a ver a su hermana después de tantos años de separación, quiere decir que eres más ingenuo de lo que yo podría imaginar. —Debes tener paciencia, hijo mío —le dijo el padre Terrance—. Estuvo encerrado en una mazmorra durante ocho años. —Esa es la única manera en que un hombre puede arreglárselas para mantenerse tan ignorante acerca de las mujeres —dijo Alroy, emitiendo otro bufido—. Bueno, eso y vivir en un monasterio. Rainger se levantó y se plantó ante el mucho más corpulento y fuerte Alroy, casi pisándole los dedos de los pies. —Eso es una falta de respeto. —Antes de que bajaras, el padre Terrance nos dijo que éramos tu familia. Bueno, te hablo como le hablaría a mi hermano para meterte algo de sensatez en la cabeza. La princesa Sorcha está furiosa contigo. Reconoce tu culpa, pídele perdón, llévala a ver a su hermana y arrástrate ante ella hasta que te perdone. —Eso es ridículo. Jamás había oído una tontería igual. Era más que eso; cuando escapó de la mazmorra había hecho dos juramentos: que volvería, mataría al conde DuBelle y recuperaría su reino, y que jamás volvería a arrastrarse ante nadie. Lógicamente, no tenía la menor intención de hacer de penitente ante su propia mujer. —Tarde o temprano desearás volver a su cama, y una reina de hielo es una compañera de cama muy fría —dijo Alroy.

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—No es fría. —De todas las cosas que sabía que eran ciertas, esa era infalible—. Ya me encargué de eso. —Dime eso mañana por la mañana, Alteza —dijo Alroy, y todos los hombres sonrieron de oreja a oreja—. Dime eso mañana por la mañana —repitió.

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Capítulo 21

Rainger apoyó la espalda en la puerta de la cámara nupcial y se quedó mirando a Sorcha, que estaba metiendo una botella de vino y paquetes envueltos en papel marrón en sus alforjas. —¿Qué haces? —Preparando mi equipaje. Así que todavía no se le había pasado el ataque de rabia. —Ah, pues, muy bien. Tenemos que llegar a Edimburgo antes de que los asesinos descubran dónde estamos. —No voy a ir a Edimburgo. Al menos no todavía. Él se enderezó. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que voy a ir a ver a mi hermana. ¿No te acuerdas? Clarice, la que se casó con el conde escocés. El conde cuya propiedad está a sólo un día de aquí a caballo. ¿Creías que iba a estar tan cerca de Clarice y no pasar a verla? —continuó alzando la voz—. Además —añadió, ya en tono normal—, una vez que esté allí, Robert me dará una escolta para ir a coger el barco a Francia. —Si logras llegar allí sana y salva —dijo Rainger, inyectando desprecio en su tono. —Puedo llegar a Freya Crags tan sana y salva como a Edimburgo. Mejor aún, puesto que iré en dirección opuesta a la que esperan los asesinos. Tenía razón. A él no le gustaba reconocerlo, pero en eso ella tenía razón. —¿Te has imaginado por un momento que vas a ir sola? Ella se puso las manos en las caderas y lo miró. —No, estoy muy segura de que puedo ordenar que me acompañen guardias de esta aldea. ¡Ah! —exclamó, fingiendo sorpresa—. Supongo que querrás venir también, para proteger tu inversión. Al fin y al cabo te has tomado muchísimo trabajo en encontrar a la única princesa que no estaba «revolviendo las sábanas» con otro hombre. Él había ido allí resuelto a arreglar las cosas con ella, siguiendo los consejos de los hombres y a pedirle disculpas aún cuando tenía razón; para convencerla de que viera las cosas como las veía él. Pero al verla en esa actitud tan engreída, y oír su tono tan arrogante, se le encendió el genio. ¿Dónde estaba su alegre compañera de viaje? ¿En qué momento se había convertido en una arpía? Los hombres estaban equivocados. Debía fiarse de sus instintos. Esa noche

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pasada la había hecho su mujer. Esa noche había comprobado que era posible ablandarla con pasión sexual. Haciendo uso de toda su capacidad de intimidación, avanzó hacia ella. Ella no retrocedió. Se plantó ante ella, amenazante. Ella continuó en su postura belicosa. Le rodeó la cintura con los brazos, la levantó, dejándola de puntillas, y la besó; la besó con toda su pericia y con toda la pasión que ella le inspiraba. Al principio Sorcha no respondió. Se mantuvo fláccida, con las manos colgando a los costados y los labios firmemente cerrados. Pero poco a poco fue cobrando vida. Levantó las manos y le cogió los antebrazos, y de ahí subió hasta sus brazos, apretándole los bíceps y acercándolo más a ella. Se le ablandaron los labios al sentir la presión de su lengua, y los abrió, permitiéndole entrar en la dulce caverna de su boca, correspondió a su tierna exploración y, como si ya no pudiese reprimir la curiosidad, incluso le exploró la boca. La sensación que experimentó al palpar sus curvas femeninas le hizo cobrar vida a su cuerpo. Recordó todos los tiernos y apasionados momentos de la noche pasada. Se imaginó la intensidad y el placer de todos los encuentros amorosos que disfrutarían en el futuro. En ese momento la deseaba con tanta urgencia como si nunca antes la hubiese tenido. Ella se había convertido en una obsesión para él. Comenzó a hacerla retroceder hacia la cama. En su cerebro sonó una campanilla de alarma: Tenían que marcharse cuanto antes. Pero ella estaba reaccionando a su deseo. Tenían que escapar de Escocia. Pero ella lo estaba besando con tanta dulzura. Los buitres se estaban reuniendo, y tenían muy poco tiempo para salvarse a sí mismos y salvar a sus países. Por primera vez en su vida maldijo su deber y maldijo a su país. Necesitaba toda una eternidad para amar a Sorcha como era debido. Pero no disponía de esa eternidad, de modo que, severamente, trajo a su mente lo que lo había motivado a reaccionar así: quería recordarle a ella lo mucho que lo amaba. Eso ya lo había logrado. Sí, eso lo había hecho bien. Poco a poco puso fin al beso, en fases. Después le besó los párpados y la frente. Entonces se apartó y la soltó. Ella quedó con los dos pies firmes en el suelo. Se meció un momento y luego se estiró el corpiño y se alisó la falda. Él había dejado muy claro un punto importante, indiscutible: ella no se le podía resistir. Pero cuando Sorcha levantó la cabeza y lo miró, tenía la cara seria. —Si ya has terminado de besuquearme, te sugiero que prepares tus alforjas. Me voy a marchar antes de una hora y no te voy a esperar.

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Deseando que su cara no reflejara lo pasmado que se sentía, trató de recuperar la autoridad perdida, diciendo: —Iremos a Edimburgo. —Yo voy a ir a ver a mi hermana. Tú puedes ir a Freya Crags, puedes ir a Edimburgo, o puedes irte al infierno.

El serpenteante camino hacia Freya Crags era mejor que todos los que Rainger había recorrido en Escocia, pero eso no le mejoraba ni un ápice el humor. Para empezar, había posadas donde los asesinos podían alojarse cómodamente para observarlos. Lugares donde podían ocultarse y prepararles emboscadas: graneros, corrales, salientes rocosos y trechos solitarios. Llevaba tanto tiempo vigilante por si había peligro que se sentía rígido, con los nervios tirantes, y aun cuando todos los hombres de New Prospera que poseían caballo iban con ellos, tenía la impresión de que el desastre era inminente, se cernía ahí a punto de caer. Los hombres le dirían que ya había caído, en la persona de su esposa, una tal princesa Sorcha. La miró de reojo. Ella iba cabalgando osadamente, a horcajadas, cómoda, pues se había puesto los pantalones debajo de las enaguas y la falda. Sus escoltas la rodeaban, no sólo para mantenerla a salvo, sino también para disfrutar de sus atenciones. Los hombres, lógicamente, estaban agotados por haber celebrado la boda hasta altas horas de la madrugada, pero valientemente la seguirían dondequiera que ella los llevase. Sorcha los hechizaba, los animaba a continuar, sobornándolos con sonrisas y cantándoles canciones con su dulce voz, y ellos harían cualquier cosa por ella. Ella no se molestaba en dirigirle sus encantamientos. Ni siquiera se molestaba en mirarlo. Y Rainger descubrió que se sentía celoso de esos hombres. Esos hombres: el viejo Montaroe, el joven y ruboroso Adrian, el gordo Chauncery, el afeminado Savill, el corpulento Alroy, su cuñado Octavius y otros seis más. De todos modos, aun cuando ninguno de ellos lo igualaba en juventud y fuerza de carácter, ni la igualaba a ella en posición y nobleza, cada sonrisa que les dirigía, cada virtud de ellos que ella elogiaba, cada canción que les cantaba, le hacía hervir de furia. Finalmente, pasadas tres horas, no pudo soportarlo más. Los caballos necesitaban un descanso; los hombres necesitaban un descanso. Y él necesitaba recuperar la atención de Sorcha, de la manera que fuera. Vio que más adelante el camino se estrechaba, convirtiéndose en una garganta que serpenteaba por entre acantilados bajos. Antes de entrar en esa garganta, debía comprobar de qué eran capaces esos hombres. O al menos eso se dijo. —¡Alto! Los hombres tiraron de las riendas y lo miraron interrogantes.

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Ella le dirigió una mirada que le dijo claramente lo que pensaba de su carácter. Tristemente, él consideró que eso era mejor que ser excluido. Pero sin hacer caso de su crueldad, apuntó hacia el camino, y a los hombres les dijo: —Este lugar me recuerda al cañón Speranza de Richarte. Los hombres mayores miraron hacia la garganta y asintieron. —En el cañón Speranza se producían muchos robos y asesinatos —dijo Montaroe. —Exactamente. Antes de entrar ahí, quiero ver qué sabéis hacer con vuestras armas. Si esos hombres se parecían a los demás hombres de Richarte, tendrían una puntería excelente, en especial con la ballesta. En Beaumontagne y Richarte, situados en medio de desiertas montañas, todo hombre aprendía a proteger a su familia y su propiedad. Sonriendo, los hombres sacaron sus armas de sus fundas: pistolas, mosquetes, ballestas. En la pradera había un largo saliente rocoso y cerca de él se erguía un árbol golpeado por un rayo. Rainger sacó su ballesta. —Vosotros los de los mosquetes disparad al centro de la roca; vosotros los de las ballestas, disparad al centro del tronco. Pagaré cinco guineas al que dé más cerca del blanco. —¿Quién decidirá cuál es el ganador, Alteza? —preguntó Alroy. —Yo —sonrió Rainger. Los hombres miraron la ballesta que tenía en las manos, y gimieron y rieron. Rainger rio con ellos. De todos modos los hombres formaron fila para disparar por turnos. Esos hombres iban a disparar por el juego, no por el premio. —Tú vigila —le dijo a Sorcha. Eso la pondría en su lugar. Pero ella no tenía cara de aceptar ponerse en su lugar. Se veía impaciente. —¿Cuánto tiempo va a llevar esto? Porque necesito llegar a la casa MacKenzie esta noche. Quiero ver a Clarice esta noche. —Esto es por tu seguridad —dijo Rainger. —Yo pensaba que era para que tú pudieras alardear de tu pericia para disparar —contestó ella. —Soy el príncipe. No necesito alardear de nada. Aunque tal vez sí le había pasado por la mente que ella se impresionaría por su destreza. Y ciertamente eso les había pasado por la mente a los aldeanos, porque mientras disparaban se embromaban entre ellos. —Renuncia, Montaroe. Estás tan viejo y tembloroso que vas a apuntar al árbol y a dar en la roca. —Oye, Octavius, el día que des en el blanco será el día en que apuntes a tu

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suegra. —¡Agachaos todos! ¡Savill tiene un mosquete cargado en la mano! Pero los hombres dispararon bien y dieron en los blancos, por lo que a Rainger le costaría decidir a cuál debería darle el premio. Pero primero tenía que disparar él. Avanzó su caballo hacia la fila y levantó su ballesta. —Rainger —dijo Sorcha en voz baja y tono urgente. Bueno, justo cuando él no le hacía caso ella deseaba su atención. —Espera un minuto —dijo, entrecerrando los ojos y apuntando. —Rainger, unos hombres vienen bajando por las rocas. Él giró la cabeza y en ese preciso instante le pasó una bala silbando cerca de la oreja. Tardó menos de un minuto en evaluar y comprender la situación. Tal como había temido, sus enemigos estaban esperándolos; para estos habría sido mejor permanecer en la garganta, pero cuando oyeron los disparos se imaginaron que otras personas les habían atacado, y en ese momento venían bajando hacia los aldeanos, avanzando con sigilo y precisión, pasando de un escondite a otro y tratando de hacer efectivo cada disparo. Eran profesionales, mercenarios contratados con una finalidad: matar a Sorcha, a él o a los dos. Pero los hombres de New Prospera reaccionaron al instante. Lanzando un alarido de guerra, comenzaron a cabalgar en círculo alrededor de Sorcha. Ella, chica lista, se inclinó sobre el cuello del caballo y empezó a cabalgar en círculos en sentido contrario. Algunos de los disparos de los enemigos podrían dar en un blanco, pero no fácilmente ni en el blanco deseado. Los aldeanos dispararon con prudencia, haciendo caer al primer mercenario y luego a otro sobre las rocas. —¡Cabalgad, Altezas! —gritó Montaroe—, cabalgad hacia Edimburgo. Nosotros les impediremos que os sigan. Rainger vio la mirada rebelde de Sorcha, pero cuando le indicó que cabalgara delante de él, ella obedeció. —Nos quieren a nosotros —le gritó—. Cuando nos alejemos, tratarán de seguirnos, y nuestros hombres los cogerán. Ella asintió y continuó cabalgando a la mayor velocidad posible, volviendo por el mismo camino, en dirección a Edimburgo. Pasaron por una aldea y salieron a la llanura. Rainger observó que poco más adelante había un granero a un lado del camino y un bosquecillo al otro, y cuando vio movimiento entre los árboles, comprendió que allí los esperaba una segunda emboscada. Aflojó la pistola en la funda que llevaba colgada del cinturón y mantuvo la ballesta en las manos. Dos jinetes salieron de un lado del granero y uno del bosquecillo. —Cabalga hacia los árboles —le gritó Rainger a Sorcha. Ella ya se había adelantado a la orden. A todo galope se internó en el bosque,

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sorteando ramas y aprovechando los árboles para ocultarse. Uno de los jinetes la siguió. Dos cabalgaron hacia Rainger, uno desde la izquierda y otro desde la derecha. Rainger soltó la flecha. No miró para ver dónde caía, pero sintió el grito, apagado bruscamente. Se inclinó sobre la silla y dirigió el caballo hacia ese lado. Un disparo de pistola sonó cerca de su mano; sintió el calor de la bala cuando esta pasó rozando el cuello del caballo. Alanjay se encabritó y empezó a girar, frenético. —Tranquilo, muchacho, tranquilo —le dijo Rainger, sujetándose firme. ¿Cuántas balas le quedarían al mercenario en la pistola? —Tranquilo, muchacho. —Recuperó el control del caballo—. ¡Buen chico! Por el rabillo del ojo vio el relámpago de un disparo entre los árboles. Mientras otra bala pasaba silbando cerca, aprovechando las riendas, las rodillas y el cariño del castrado por él, lo hizo virar en dirección al bosque. —¡Sorcha!

—¡Sorcha, a mí! Al oír su nombre y las palabras en su propia lengua, Sorcha miró hacia la voz automáticamente. Pero aunque la reconocía, supo que no era la voz profunda de Rainger. ¿Quién podría ser? Continuó galopando, viendo pasar velozmente los árboles, sorteando ramas, girando por detrás de uno y otro árbol, con el fin de ser un blanco difícil. Las hojas le azotaban la cara, sentía arder el aire en los pulmones. Pero sus manos iban seguras en las riendas, y Conquest reaccionaba maravillosamente, haciendo los giros y vueltas sin resbalar. Seguían vivos, pero estaban llegando al final del bosque. Su perseguidor la llevaba hacia la pradera. Allí sería un blanco fácil. Tenía que continuar viva. —¡Sorcha! —gritó nuevamente el desconocido—. Deja que te ayude. ¿Quién podría ser? —Déjame que te ayude otra vez —gritó la voz. Salió del bosque. Oyó el galope detrás de ella, ya que el jinete también había salido. Tenía que continuar viva. Eso exigía un acto atrevido. Haciendo uso de toda su habilidad, hizo girar a Conquest en un círculo cerrado y galopó derecha hacia su perseguidor. Vio a un inmenso hombre calvo montado en un caballo gigantesco. Tenía las facciones aporreadas y los ojos claros entrecerrados. Llevaba una espada y una daga. Entonces lo reconoció. —¡Godfrey! Godfrey era el hombre de confianza de su abuela, su emisario y su guardaespaldas. Era el hombre que la había llevado desde su refugio en Inglaterra al

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convento de Escocia, el hombre que ella creía que la protegía. Y ese hombre le estaba apuntando con su pistola. —¡Hijo de puta! —gritó, furiosa. Lo miró con los ojos entrecerrados. ¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a apuntarle con la pistola? ¿Cómo se atrevía a amenazarla? A él le tembló la mano. Disparó. Y erró el tiro. Ella azuzó al caballo y pasó al galope muy cerca de él y se internó en el bosque. Vio a alguien galopando directo hacia ella. Eran dos. Uno era Rainger, galopando a toda velocidad, seguido de cerca por otro malnacido. Al verla cabalgando hacia él, el segundo malnacido sonrió, enseñando unos dientes negros. Levantó el mosquete, apuntó… Y Rainger se giró en la silla y le disparó con su pistola. Al hombre le brotó sangre del pecho, el cuerpo se le fue hacia atrás y cayó del caballo. Rainger se giró hacia delante. Pero demasiado tarde. Godfrey iba lanzado hacia él, con la espada levantada. Rainger alcanzó a ver justo a tiempo el brillo del acero. Saltó de la silla y cayó al suelo de espaldas. La espada de Godfrey cortó el aire con un silbido en el lugar donde había estado Rainger y su caballo continuó a todo galope. Alanjay también se alejó. Godfrey detuvo a su caballo, lo giró y se volvió en dirección a Rainger, mirándolo fijamente, cabalgando a la mayor velocidad posible. Rainger estaba inmóvil en el suelo. ¿Inconsciente? ¿O muerto? Muerto no, por favor, muerto no. Godfrey no apartaba la vista de Rainger. Sorcha vio la rama. Godfrey no. —¡Godfrey! —gritó. Al oír su voz, él levantó la cabeza para mirarla, y la rama le golpeó, haciéndole caer de la silla. La rama crujió con el golpe. Sorcha soltó una exclamación de alivio y rogó que Rainger se levantara. Godfrey era formidable, incluso en el suelo, pero ella seguía montada en Conquest y, por Rainger, no vacilaría en aplastar a su contrincante con los cascos del caballo. Entonces, gracias a Dios, Rainger se movió. Estaba vivo. Sacudió la cabeza y se puso de pie. Con una sola mirada evaluó la situación, y mientras Godfrey trataba de recuperar el aliento e incorporarse, echó a correr hacia él. Le saltó encima y le enterró el puño bajo el mentón. Con la fuerza del puñetazo se le fue la cabeza hacia atrás y se le agitó todo el cuerpo.

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Entonces Sorcha vio el brillo de un cuchillo en su mano. —¡Vigila, Rainger! —gritó. Qué tontería gritarle para avisarle, pero bueno, ya sabía que era una tonta. Rainger le cogió el brazo a Godfrey, y se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo, los dos con los músculos tensos, abultados. La abuela había elegido a Godfrey por su fuerza. Era enorme, mucho más corpulento que Rainger. Ella no podía quedarse ahí sentada sobre Conquest viendo cómo se peleaban. Miró alrededor, buscando algo que le sirviera de arma. La rama. La cogió por el extremo y la dobló con todas sus fuerzas, hasta que se rompió. Entonces cabalgó hasta los hombres, levantó la rama sobre la cabeza de Godfrey, y justo en ese momento los dos hombres rodaron por el suelo. Rainger quedó encima. Y Sorcha no pudo hacer nada. De pronto vio desaparecer el cuchillo. Oyó una exclamación gutural, como un gorgoteo, y comprendió que uno de los hombres había sido apuñalado. Bajó de un salto de la silla y corrió hacia ellos. Rainger se levantó, tambaleante, con sangre en las manos y en la camisa y se quedó mirando a Godfrey. El cuchillo estaba enterrado en el pecho de este. Sorcha se detuvo, con un alivio tan inmenso que se le balanceó el cuerpo. Rainger estaba vivo. Eso era lo único que importaba. Rainger estaba vivo. Él la miró. —¿Estás bien? —Sí. Sólo…, sí. Rainger se arrodilló a un lado del agonizante Godfrey y se inclinó sobre él. —¿Te contrató el conde DuBelle? Godfrey se rio, en un resuello. —Hace años. Sorcha corrió a su lado. —¿Por qué? ¿Por qué traicionaste a mi abuela? —Por dinero —dijo Rainger—. ¿Acaso no es ese siempre el motivo, Godfrey? Diciendo eso se levantó y silbó, llamando a Alanjay y a Conquest. —Me dijo… —balbució Godfrey, con la cara contraída por el dolor—, me dijo que para qué iba a trabajar para una mujer si podía trabajar para él. Sorcha le tocó el hombro. —Ningún hombre es más fuerte que mi abuela. —Yo no —dijo Godfrey en un resuello. Rainger enroscó las riendas de los dos caballos en una rama. Miró alrededor, alerta, y ella comprendió que estaba listo para cogerla y huir al primer indicio de peligro. Pero no quería dejar morir solo a Godfrey. —Vosotras, las princesas, erais unas niñas tan dulces, tan bonitas —musitó él—.

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Amables conmigo. —Sí. Y sí que eran amables con Godfrey; le tenían lástima porque tenía que trabajar para la abuela. Godfrey intentó hacer una inspiración, pero en lugar de eso tosió. —No soportaba la idea de mataros. Así que os llevé lejos, donde nadie pudiera encontraros. Y él se enteró… Rainger estaba mirando la sangre y las señales de violencia que habían quedado en medio del bosque. —¡Godfrey! —dijo de pronto en voz alta—. ¿Cuántos asesinos más hay? Pero al parecer Godfrey ni siquiera lo oyó. Se le habían puesto vidriosos los ojos y miraba a Sorcha como si no pudiese apartar la vista de ella. —Cuando os disparé estabais enfadada. —Pero te tembló la pistola en la mano. —Después de todos estos años… tampoco he podido… mataros. —Le salió sangre por la boca—. Cuando estáis enfadada, os parecéis… a vuestra abuela. Un ruido de cascos de caballos estremeció el suelo como un trueno. Mirando hacia el camino, Rainger preguntó en tono urgente: —Godfrey, ¿a cuánto asciende la recompensa por matarnos? Pero Godfrey estaba entrando en otro mundo y su atención estaba concentrada en Sorcha. —Cuando se enteró de que… estabais viva… me dio una… última oportunidad. Pensó que puesto que me conocíais, yo podría… pero no he podido. Rainger llegó hasta Sorcha y alargó la mano para levantarla y alejarla. Entonces oyeron el grito. Él se relajó. —Son los hombres de New Prospera. Estaremos seguros, por ahora. Cabalgaremos hasta Edimburgo lo más rápido posible y cogeremos el barco. —Por terribles que fueran las consecuencias —dijo Godfrey, con la voz adormilada—, no he podido… mataros. Pero podría haberlo matado a él. —Miró a Rainger. De pronto pareció volver la razón a sus ojos nublados—. La recompensa es mil guineas de oro, Alteza. Os podéis imaginar cuántos hombres os van detrás. Rainger corrió hacia el camino, agitando el brazo hacia los aldeanos. —Decidle a la reina Claudia —dijo Godfrey en un susurro— que al final no la traicioné.

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Capítulo 22

Sorcha estaba en la cubierta del Luella Josephine, cuya proa iba cortando el agua rumbo al sur de Francia. El viaje tardaría menos de dos días y, era de esperar, habían dejado a los asesinos en el polvo del camino. Pero Godfrey había muerto. Y Alroy estaba herido. En el camino a Edimburgo, los hombres de New Prospera habían tenido que luchar contra otros tres grupos de atacantes. Cabalgaron con ellos durante toda la noche y, cuando por fin llegaron al barco, los aldeanos cogieron a Alanjay y Conquest y le prometieron que los tratarían bien y con cariño. Entonces los dos embarcaron y esperaron, con los nervios de punta, hasta que el barco zarpó al subir la marea. Por fin estaba de camino a casa, de camino a casa con un hombre al que conocía muy bien, pero del que apenas sabía nada. Se desentendió del hormigueo que sentía en la nuca. Deseaba contemplar la costa de Escocia hasta que desapareciera en el horizonte envuelta en la niebla, y eso hizo. Pero durante todo ese tiempo no dejó de sentir la presencia de Rainger en la cubierta de arriba, vestido de negro, escrutándola con sus ojos oscuros. ¿A quién veía él ahí junto a la baranda? Ella no era la misma chica que cuando la habían obligado a marcharse de Beaumontagne. Ni siquiera era la misma mujer que había dejado el convento. Pero el día anterior, cuando vio a Rainger tendido en el suelo inmóvil y creyó que estaba inconsciente, o posiblemente muerto, había comprendido algo muy importante. A pesar de que la había engañado, haciéndole parecer tonta, y había quemado las cartas de sus hermanas, seguía amándolo, fuera Arnou o Rainger. Y eso la hacía más tonta aún. Pero necesitaba hablar con él. Hablar con él de verdad, y explicarle cómo se sentía y quién era realmente. Él también desearía hablar. Porque para que sobreviviera su matrimonio, él tendría que entender su orgullo y ella entender el suyo. Respondiendo finalmente a su tácita exigencia, se giró, levantó la cabeza y lo miró. Estaba con los brazos apoyados en la baranda, con las manos entrelazadas y sus oscuros ojos fijos en ella. Daba la impresión de que la estaba llamando a través del espacio, exigiéndole que se sometiera a él. Eso estaba mal. Ella era una princesa, y no cualquier princesa sino la princesa heredera, una mujer destinada a ser reina. No podía someterse, ni a él ni a nadie. Sin

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embargo, sí podían tener un matrimonio de camaradería entre iguales. Se lo diría y él lo comprendería y aceptaría. Era un hombre juicioso, se avenía a razones. O al menos, Arnou se avenía a razones. Ya sólo se veía mar, mar y mar. El viento hinchaba las velas y le azotaba la papalina de paja amenazando con arrancársela de la cabeza; sólo las cintas con que la llevaba atada bajo el mentón impedían que volara. Sujetándosela por el ala, echó a caminar hacia la cabina, sabiendo muy bien que Rainger la seguiría, y muy pronto se encenderían mutuamente, como el pedernal y la chispa. En la estrecha cabina había una cama con colchón de paja, para una persona, una mesa redonda pequeña con dos sillas y una lámpara colgada de un gancho, oscilando con el vaivén del barco. Rainger había pagado carísimo por esa habitación, y por ese motivo el capitán había hecho la vista gorda a que no llevaran baúl, ni ropa, ni ropa de cama, y les había proveído de sábanas y mantas para que no pasasen frío. Se quitó la maltrecha papalina y la capa y las colgó de unos ganchos clavados en la pared. Cuando se levantó la falda y tocó los pantalones que llevaba debajo, dejó ahí la mano, indecisa. Se había acostumbrado a llevarlos. Le gustaban. No, le encantaban. Con razón los hombres los usaban. Ofrecían una protección que las faldas y las enaguas no daban jamás. A ella le daban un tipo de libertad que nunca se habría imaginado. Vestida con sus pantalones había cantado en una taberna, había visitado a las damas de la noche, había regateado con un comerciante en caballos, y había disfrutado de cada minuto de todo eso. Pero tenía que volver a ser mujer, y princesa, y eso significaba dejar de lado las ropas de hombre. Y eso hizo. Se quitó las botas y los pantalones. Aunque… recordando la mirada cavilosa de Rainger, le entraron dudas. Tal vez esa no fuera una sabia decisión. Cambió de decisión. Se levantó, cogió los pantalones y metió el pie en una pierna, y en eso estaba cuando se abrió la puerta. —Ya que estás en eso, quítatelo todo. Al oír esa dura orden, trastabilló hacia atrás y cayó sentada en la silla. Él cerró la puerta y le echó la llave. Su mirada amenazante no se había suavizado. De todos modos, le sonrió. —Me los estaba poniendo. —¿Por qué? «Porque me estás mirando como si fueses un lobo y yo un sabroso conejo.» Y no le gustaba ser un conejo. Con sumo cuidado, sacó el pie de los pantalones, y dijo en tono simpático: —Si he aprendido algo hoy, es que debemos hablar, y aunque sólo llevamos un día casados, ya sé que no hablaremos si me quito toda la ropa. Él se apoyó en la puerta y se quitó las botas. —Qué curioso. Si hay algo que he aprendido yo desde que te conocí, es que se sobrevalora la conversación. Se desabotonó los pantalones y en un solo movimiento los dejó caer al suelo

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junto con los calzoncillos. —No hace falta ser muy lista para ver cuál es realmente tu propósito. —¿Cómo podía dudar de eso a la vista de su polla levantada? Se puso de pie y se pasó las manos por el vestido—. Pero antes de que las cosas se descontrolen, Rainger, quiero decirte que lo que ha ocurrido hoy ha sido… Repentinamente él se le acercó y, sin la menor delicadeza, le subió la falda y la levantó del suelo. Sosteniéndole las nalgas con un brazo, le hizo rodearle las caderas con las piernas. Sus partes desnudas se tocaron y ella pegó un salto por la conmoción. Él la quemaba con su calor, y cuando lo miró a los ojos, comprendió por qué. Estaba furioso. Estaba tenso. Estaba angustiado. ¿Angustiado? ¿Por qué? —Hoy he pensado que te habían matado. —Puesto que soy la única princesa que te queda, comprendo que eso haya sido inquietante. Retuvo el aliento, esperando que él lo negara. —Cuando he oído ese disparo en el bosque, he temido… lo peor. Con el pecho agitado, avanzó con ella hasta dejarle la espalda apoyada contra la pared. Ella sintió la madera dura y fría a través de la ropa. —Yo también he creído que habías muerto —dijo. Se estremeció al recordar su cuerpo cayendo al suelo con un fuerte golpe, el caballo alejándose al galope y a Godfrey cabalgando hacia él para matarlo. —Sí, los dos hemos estado a un pelo de morir —dijo él, apretándole los muslos—. Nunca más. Nunca más voy a sentir un miedo tan grande. Hablar. Sí, estaban hablando. Por desgracia, él también estaba frotándose contra ella. Se movió, tratando de apartarse, y descubrió que la fricción era placentera en todos los lugares. —Cuando Godfrey estaba en el suelo deberías haber huido —dijo él. —Hablas sin sentido. Estaba más segura cerca de ti. —Tenía las piernas totalmente abiertas, vulnerable a él, y él la hacía arder de deseo y necesidad—. Más segura que correr por el camino y chocar con el siguiente grupo de asesinos. —Deberías haberte escondido. —Pero no podía permitir que Godfrey te matase. —Yo sé cuidar de mí. Rainger dijo eso en un tono tan brusco, tan duro, que ella se encogió. Daba la impresión de que la rechazaba. Rechazaba su ayuda. Sin embargo, él continuaba apretando su miembro erecto contra sus partes sensibles, aplastándola entre él y la pared, encerrándola entre el deseo y las ansias de comunicarse. Las palabras le salieron entrecortadas; casi no podía construir frases: —Yo también te he visto… he visto cómo casi te mataban, y por eso digo que necesitamos… hablar. —Sentía los pezones tan rígidos que casi le dolían. Le iba aumentando la calentura en la entrepierna, y la sentía mojada—. Vamos, Rainger,

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por favor, habla conmigo. —Tengo una idea mejor —dijo él, con la voz ronca, gutural. Afirmándola con una mano bajo el trasero, se posicionó, encontró su abertura y comenzó a penetrarla. La sensación la cogió por sorpresa. Eso no era la tierna y prolongada sesión de amor de su noche de bodas. Esa noche parecía que él tenía el miembro más grande, adentrándose en ella, ensanchándola, haciéndole gemir de temerosa expectación. Era un hombre ardiente, desesperado y necesitado, actuando con precipitación. Estaba ardiendo y le transmitía su fogosidad. Trató de moverse, para recibir sus embestidas y encontrar su satisfacción, porque de pronto sentía la necesidad urgente de llegar al orgasmo ya. Pero él la tenía inmovilizada, moviendo las caderas en lentas y largas embestidas. Cada vez que la penetraba, la presión era como agujas candentes que le aumentaban el deseo y la expectación. Apretó los dientes; ya no era una mujer que deseara nada fuera de esa unión sexual, y el deseo y el placer fueron aumentando, más y más, hasta que todos sus pensamientos y recuerdos quedaron disueltos por el ritmo primitivo de ese desenfrenado apareamiento. Él ya tenía la cara roja, con las venas y tendones del cuello hinchados por el esfuerzo. La miraba como si intentase poseer su mente además de su cuerpo. Era casi como si desease poseerla nuevamente por primera vez, o imprimir en ella una marca que significase que era suya. El ardor entre ellos fue en aumento. Le aferró los hombros, no porque temiera que él la fuese a soltar y dejar caer, sino porque no sabía adónde iba. Se estaba ahogando en el éxtasis, impotente para luchar contra la corriente, pero deseando… deseando… Las contracciones, cuando llegaron, la avasallaron, en un orgasmo que, como una ola de marejada, la cogió y la llevó hasta arrojarla violentamente a la orilla. Y él remontó esa ola con ella, gimiendo su pasión y deseo de ella. Entonces él hizo más lentos los movimientos y cuando paró, continuó ahí, jadeante, apretándola contra la madera. Ella estaba temblando, cubierta de sudor, todavía sin poder comprender algo tan violento, tan salvaje. Emitiendo un ronco gruñido, él la apartó de la pared y la llevó a la cama. Con el miembro erecto todavía dentro de ella, la depositó con sumo cuidado en la cama. Había líquido entre ellos, lo que demostraba que él había eyaculado, y sin embargo su miembro seguía duro; seguía llenándole el cuerpo, satisfaciendo sus pasiones. Había llegado a la saciedad. Sin embargo, si él deseaba poseerla otra vez, se lo permitiría. Más aún, se deleitaría en él. Inclinándose sobre ella, él le abrió el corpiño, cogió la cruz y la sostuvo en la palma. Cerró los ojos y un temblor le agitó todo el cuerpo. —¿Qué pasa? ¿Te duele algo?

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—¿Si me duele algo? Buen Dios, sí, Sorcha. —Le cogió la cara entre las manos— . Tengo órdenes para ti. —¿De qué hablas? ¿Por qué le hablaba en ese tono? ¿Por qué la sacaba de su dichoso sosiego para arrastrarla de vuelta al mundo real? No al mundo real donde se salvaban mutuamente la vida y después hablaban, sino al mundo real donde él le había hecho hacer el ridículo y había quemado las cartas de sus hermanas. —Hablo de ti. Nunca más volverás a vestirte con ropas de hombre. Nunca más irás a una casa de putas ni a una humilde y vulgar taberna. Ella trató de incorporarse apoyada en el codo. Él la sometió con una embestida de su polla y luego otra, otra y otra. Cuando ella arqueó las caderas y levantó las rodillas apretándole los costados, él continuó: —Nunca más le vas a sonreír a otro hombre. Nunca más vas a vender caballos por ningún motivo. No lo entendía. No sabía por qué la sermoneaba cuando podrían simplemente… simplemente hablar. Comunicarse entre ellos. —¿Por qué estás tan enfadado? No lo entiendo. —Nunca más vas a volver a ponerte en peligro. Nunca, nunca, nunca —repitió, acentuando cada palabra con un movimiento de las caderas. Por muy grande que fuera su deseo de discutirle, la fricción que le producía él dentro con su miembro le hacía retorcerse de placer. Olvidó lo que quería decir, olvidó por qué él la enfurecía tanto… Y de pronto él dijo: —Dime que me amas. —Te amo. —Eso es lo que deseaba oír. Y aunque ella esperó que él le dijera lo mismo, eso no ocurrió. Pero sí descubrió que Rainger era capaz de hacerle el amor sin parar y era capaz de volverla maravillosamente loca. Y cuando llegó la fría luz del amanecer, comprendió que, nuevamente, la había manipulado.

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Capítulo 23

Claudia, la reina viuda de Beaumontagne, estaba sentada en un sillón de su dormitorio envuelta toda entera en una manta, mirando caer los copos de nieve sobre el patio. Detestaba el invierno. Detestaba el viento, la nieve, el frío, los carámbanos que colgaban de los aleros, los ciervos hambrientos, las flores muertas. Cuando por fin acabara su tarea allí y entregase el reino a su nieta, se iría a vivir a un lugar más cálido. A Italia, tal vez, o a España. Se sentaría en la terraza cubierta a observar a los campesinos mendigando dinero. Si la impresionaban con sus cuentos, incluso podría darles una o dos monedas. Era excelente para juzgar una buena historia bien contada. Desde que comenzó a circular el rumor de que Rainger y Sorcha se habían casado y venían de regreso, los impostores se materializaban en el palacio como carcomas salidas del maderaje para contarle sus historias. En esos dos últimos meses había oído más melodramas y tonterías de los que una mujer normal oiría en toda su vida. ¿Y por qué los escuchaba? Porque era invierno, hacía frío, y nada lograba calentarle sus viejos huesos aparte de un buen ataque de risa. Allí, justo en ese momento. Fuera de las puertas, había otra pareja joven. Hablaron con el guardia y este, como siempre, miró hacia ella pidiendo una orden. Y, como siempre, ella le hizo un gesto indicándole que los dejara atravesar el patio y entrar en el palacio. El hombre le cogió el brazo a la joven y apuntó hacia el lugar donde estaba ella sentada mirando. La mujer se soltó bruscamente del brazo y echó a andar pisando fuerte por uno de los senderos abiertos con las palas en la nieve. Interesante. O bien estaban representando una versión diferente del melodrama «Rainger y Sorcha se han reunido» o la mujer estaba harta del hombre. Ella comprendía muy bien ese sentimiento, por supuesto. En calidad de reina rodeada por hombres, se pasaba la mayor parte de su tiempo aplastando las grandiosas pretensiones y mezquinas vanidades masculinas. Pero en cuanto a esa pareja…, no podía juzgar nada respecto a ellos ni a sus apariencias, porque venían cubiertos de la cabeza a los pies por capas, sombreros y guantes. La mujer no se dirigió a la magnífica puerta principal de dos hojas por la que se entraba al vestíbulo, sino a la entrada de la familia, una puerta más pequeña en un lado de la terraza. Un bonito toque de autenticidad, que impresionó tanto a la reina

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Claudia que se levantó, cogió su bastón y echó a andar cojeando hacia la puerta de su sala de estar; en ese tiempo cojeaba unos cuantos minutos para aflojar los músculos agarrotados. Le llevó más tiempo del que le habría gustado. Eso la enfureció y golpeó el suelo con el bastón con más fuerza de la normal. La puerta se abrió al instante, por un lacayo joven que todavía temblaba a consecuencia de la última vez que le había echado un rapapolvo. El muchacho había tenido la audacia de intentar ayudarla cuando le dio uno de sus ataques de dolor. Tuvo que informarle de que los lacayos no tocaban a la reina sin su permiso. Después del rapapolvo le ordenó que la ayudara a meterse en la cama, asegurándose así de que nunca más volvería a ponerle una mano encima. Debería tener una manada de damas de honor para asistirla, pero las había sobrevivido a todas, y no tenía tiempo para formar a otras que fuesen de su edad. Además, ya no quedaba nadie que fuese de su edad. Ya iba caminando con su enérgico andar normal. Cuando llegase a la sala del trono, ya sería la vieja fenomenalmente sana temida y respetada por todos en Beaumontagne, Richarte y más allá. Los lacayos apostados en todas las puertas se quedaban inmóviles en posición de firmes al pasar ella. Peter le abrió la puerta de la sala del trono y se inclinó en una reverencia cuando ella entró. —Dame diez minutos y luego les haces pasar —le dijo. Él volvió a inclinarse y cerró la puerta. La reina Claudia miró con un odio terrible el trono y los peldaños que subían a él. ¿Qué rey enano, inseguro y falto de carácter podía haber sido el que había diseñado esos peldaños? Y encima de mármol. Si Rainger y Sorcha no se presentaban pronto, se caería allí y se rompería la crisma. Y entonces sus nietas tendrían problemas, porque las atormentaría en espíritu con una virulencia que les haría parecer dulzura su anterior severidad. Haciendo una honda inspiración, subió los dos peldaños ayudándose con el bastón y se sentó en el trono. El maldito trono. Estaba cubierto de pintura de oro y era muy frío; sentarse ahí era peor que sentarse en una escultura de hielo. Pero se veía impresionante, imponente, y cuando Peter les abrió la puerta a los impostores, eso era lo único que importaba. La mujer entró primero, con la cabeza muy erguida, las manos cerradas en puños y el mentón adelantado. Caminaba como la encarnación misma de la realeza ofendida; y la querida Sorcha, la dulce Sorcha, jamás caminaría así. Se le oprimió el corazón a la reina Claudia. Siempre se le oprimía cuando se daba cuenta de que no era Sorcha, porque por mucho que intentara negarlo, siempre esperaba que fuese ella. —Abuela… La chica tenía muy buena voz, noble, clara, y hablaba con el acento de una persona que ha vivido demasiado tiempo en Inglaterra y cogido malos hábitos. —¿De verdad tú enviaste a ese burujo de mierda seca a buscarme y casarse

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conmigo? Apuntó hacia la puerta, desde donde llegaba el retumbo de dos voces masculinas. —Tu voz suena como la de la princesa Sorcha —dijo la reina Claudia con voz clara y tono frío—. Sólo has cometido un error. Sorcha jamás irrumpiría así en la sala del trono ni me hablaría de esa manera. —Lo haría si hubiese pasado por todo lo que yo he pasado —dijo la mujer, quitándose el sombrero. Su pelo tenía el mismo color del de ella en otro tiempo, y por un momento, un recuerdo la arrastró como una ola de vuelta al pasado: «Mi amor, tu pelo… Debo pintarte desnuda y gloriosa, sólo cubierta por tu pelo. Es del color del sol al amanecer». La pena le produjo una punzada de dolor en los hombros, devolviéndola bruscamente al presente. Qué momento más inoportuno para que su viejo cuerpo le traicionara. Hizo unas cuantas respiraciones profundas para que se le calmara el dolor y poder mirar la tormentosa cara de la chica. Cuando pudo, se puso de pie lentamente. La chica tenía la piel de la cara agrietada por el frío, los ojos azules le brillaban de furia, y su expresión era la de una mujer que ha combatido muchas batallas y ganado al menos unas cuantas. Esa no era la Sorcha cuya vuelta ella había estado esperando. Pero, decididamente, era Sorcha. Gracias a Dios. Gracias a Dios. En un tono que no revelaba para nada su regocijo, dijo: —Sí, envié a un burujo de mierda seca a traerte. Mientras ella hablaba, entró Rainger y gimió: —¿Ya? Con una mirada rápida como un rayo, la reina Claudia lo examinó de la cabeza a los pies. Sí, era Rainger, sin duda alguna. —Envié a un burujo de mierda principesco. Lo siento, pero era el único disponible. Sorcha se quitó los guantes y la capa y los tiró sobre una mesa lateral. —Eso está claro —dijo. La reina Claudia nunca se había imaginado que iba a disfrutar al volver a ver a su nieta. Antes Sorcha siempre actuaba como si le tuviese miedo al viento del sur, y en ese momento parecía dispuesta a abrazar al propio viento del norte. —Ven aquí, salúdame como es debido. Sorcha subió los peldaños, le dio un beso en cada arrugada mejilla y le ofreció el brazo. Rainger estaba con las manos a la espalda mirándolas bajar los peldaños. —He ordenado que lleven refrigerios al salón de arriba. —No seas ridículo —dijo Sorcha—. ¿Es que no ves que no puede subir la escalera hasta el salón de arriba?

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Él la miró como si desease golpearla. No, un momento. Eso no era furia. Era ávido deseo. Qué fascinante. —Rainger siempre ha sido un presumido vastaguito de una familia noble — dijo, sonriéndole a él, enseñando los dientes—. Dime, pues, ¿qué ha hecho ahora? —Se ha casado conmigo —dijo Sorcha, mirándolo furiosa—. Y deseo la anulación del matrimonio.

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Capítulo 24

Llegó la primavera a Beaumontagne, trayendo consigo una avalancha de colores. Las flores abrían sus pétalos, los pájaros revoloteaban y cantaban, los campos se iban cubriendo del verde de los cultivos, y los mapas para la guerra estaban extendidos sobre las mesas de la sala del trono, mientras Rainger y sus consejeros hablaban de las estrategias para invadir Richarte. Debido a esa conversación, Sorcha se sintió feliz cuando logró alejarse sigilosamente de sus damas de honor para salir al jardín que quedaba justo fuera de los muros del castillo. Allí podría sentarse sola y dejar de oír las palabras «caballería», «tácticas» o «cañones». Tampoco tendría que oír «deber», «diplomático» ni el comentario que menos le gustaba: «¿Embarazada?» Caminó por los senderos que solía recorrer cuando era niña, inspirando el aire perfumado por conocidos aromas, con la esperanza de que Rainger no recordase cuál era su paseo favorito. Porque si se acordaba, muy pronto iría a buscarla. Siempre iba a buscarla, insistiendo en que permaneciese a su lado durante esas conferencias bélicas, o cuando los sabios economistas explicaban la buena manera de administrar el tesoro, y especialmente cuando llegaban personas a darles la bienvenida o a suplicar que se les hiciera justicia. Le decía que confiaba en que ella le decía la verdad, y necesitaba que aprendiera al mismo tiempo que aprendía él, para que pudiera gobernar cuando él se marchase. Cuando se marchase a la guerra, quería decir, y en especial, en el caso de que él no volviese, pues ella necesitaría saber todo lo necesario para ser reina. La idea de su muerte debería producirle placer, porque lo odiaba y, ante la consternación de sus cortesanos, no se tomaba la molestia de disimular su aversión. Pero, al mismo tiempo, sólo pensar que él podría morir en un solitario campo luchando por su país, hacía que ella casi se muriese también. No era justo que tuviese esos sentimientos por él, porque él la deseaba sólo por tres cosas: por su país, por su cuerpo y por el hijo que recibiría de su vientre. Al fin y al cabo, él le había dejado muy claro que necesitaba casarse con una de las princesas perdidas y que ella era la única que quedaba. Esas palabras le resonaban en la mente, y cada noche él le hacía comprender de nuevo lo muy en serio que se lo había tomado. Cada noche él… —¡Alteza! Ella hizo como si no hubiese oído la voz que la había llamado y continuó caminando por el sendero de gravilla. —Alteza, por favor, deseo hablar con vos y no puedo caminar a ese paso.

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Marlon. Era él, cómo no. El acompañante de Rainger en las mazmorras, uno de los hombres que habían entrado allí con él, y el único que había vuelto vivo. Se giró como si estuviese sorprendida: —¡Marlon! Cuánto me alegra verte. El día está precioso para caminar, ¿verdad? —Para mí es más cojear. Ella hizo un gesto de pena. —Era una broma —dijo él—. Hace bien en reírse. Marlon no había muerto en la mazmorra pero había pagado caro el liberar a Rainger. Necesitaba dos bastones para caminar; le habían aplastado las piernas y el dolor constante le formaba profundos surcos alrededor de la boca y en el entrecejo. Sin embargo, llevaba estoicamente sus tribulaciones y demostraba ser una de las mentes más brillantes de su gobierno. También le hacía sentirse incómoda. No debido a su discapacidad, sino porque no disimulaba en absoluto su enorme admiración por Rainger y porque en más de una ocasión le había dado a entender que con mucho gusto le contaría lo ocurrido en esos años perdidos de la vida de Rainger. Ella no deseaba oír nada de eso; no deseaba que nada alterase la intensidad de su amargura. —¿Tal vez podríamos sentarnos? —sugirió Marlon—. ¿Ahí? Me parece que le he oído decir a Rainger que este es uno de vuestros lugares favoritos en el castillo. —Lo recuerda todo —dijo ella, irritada. Marlon la cogió del brazo. —Procura especialmente recordar todo lo que es importante para vos. Juntos caminaron lentamente hasta el banco de una glorieta adosada al muro del castillo con vistas al valle. Desde allí se veía el pie de la colina, donde la aldea de Prospera parecía un conjunto de casas de juguete. Más allá, los granjeros parecían hormigas arando sus campos. Y más allá, todo el reino resplandecía por el placer de la primavera. —Ah —dijo Marlon, sentándose—. Ya veo por qué os gusta tanto este lugar, pero lo que no veo es por qué le tenéis tanta aversión a Rainger. No te entrometas, deseó decirle, pero por mucho que deseara ladrarle, la terrible invalidez que sufría la obligó a ser amable, o, por lo menos, relativamente amable. —Eso es prerrogativa de la esposa. —Pero si supieseis lo de la mazmorra… —No quiero saber nada de la mazmorra. —En la mazmorra le hacían cosas —dijo Marlon, sin hacer caso de la protesta—. Y él hizo cosas que me hicieron despreciarlo. —Eso no me sorprende —dijo ella, riendo amargamente. Pero sí le sorprendía que él lo reconociera. —Y le hicieron cosas que me hicieron… llorar por él. —No me interesa —dijo ella, deseando fervientemente no interesarse. —Y ocurrieron cosas —continuó Marlon, como si ella no hubiese dicho nada—,

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que me hicieron venerarlo. —Acabo de decir que no deseo saber nada en absoluto sobre la mazmorra — dijo ella, impaciente—. Así que, ¿por qué me cuentas eso? —Porque no soporto veros hacerle sufrir tanto. —¿Hacerle sufrir? Eso lo dudo. Cada noche Rainger la torturaba besándola en todas las partes del cuerpo. Cada noche ella se esforzaba en mantenerse fiel a sí misma, y cada noche él quebraba su resistencia y luego la llevaba al orgasmo. Lo hacía adrede y la derrotaba cada vez, por mucho que ella se esforzase, y después, cuando ella lloraba, él la mantenía abrazada, saboreando su triunfo. Que la colgaran si sentía compasión por Rainger. Pero no podía decirle eso a Marlon. No podía decírselo a nadie, así que sonrió, curvando los labios en un rictus despectivo. —No tengo la intención de escucharte, así que permíteme que haga llamar a alguien para que te ayude a volver al palacio —se levantó y echó a andar—, y yo continuaré mi paseo solitario. —¿Os alejaríais intencionadamente de un hombre que no puede seguiros para obligaros a escuchar? Ella se detuvo. —Eso me parece innecesariamente cruel en una mujer que entre su gente tiene fama de ser una princesa muy amable. Marlon sabía manipularla, pero aunque volvió a sentarse, ella predispuso su mente en contra de él. —Habla, pues, pero, por favor, no te alargues demasiado. Mis deberes me ocupan casi todas mis horas y no encuentro mucho tiempo para caminar por los jardines… sola. Estoicamente, Marlon recomenzó su historia. —No sé qué os ha contado el príncipe Rainger acerca de su cautiverio. —No habla de eso. —Y ella no le hacía ninguna pregunta. —Porque le da vergüenza. Eso sí le picó el interés. —Era un joven vanidoso y engreído que puso en riesgo a sus amigos y a su país por el amor de una mujer. Buscando en el fondo de su memoria, Sorcha recordó los cotilleos de ese tiempo. —La condesa DuBelle. Marlon asintió. —La hermosa Julienne, la mujer más traicionera que ha creado el diablo. Ella lo traicionó, a él y a todos sus amigos, y eso le produjo una inmensa satisfacción. Sorcha la recordaba. Era una mujer tan hermosa, tan elegante, tan sensual, que cuando estaba en su presencia ella se sentía como una campesina torpe. —Cuando estaba en la prisión —continuó Marlon—, a Rainger lo azotaban una vez al año. —Las cicatrices. —Tragó saliva, recordando su tacto cuando pasaba por ellas las

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yemas de los dedos—. Son brutales. —Y entonces añadió descortésmente—. Y no le enseñaron otra cosa que brutalidad. —¿Os ha golpeado? —preguntó él, con los ojos agrandados por el asombro. Más asombrado no podía estar. —No. No le debía ninguna explicación a Marlon. En realidad, sufría la humillación cada noche. Jamás le contaría a nadie los detalles. Marlon le escrutó la cara y suspiró. —Algo le ocurrió en esa mazmorra. Nunca lo he entendido, pero dejad que os cuente la historia. Tenía cinco compañeros, Cezar, Hector, Emilio, Hardouin y yo. Nos criamos a su lado y nos formaron para que siempre lo protegiéramos y defendiéramos. Cuando nos hicimos mayores lo acompañábamos en sus viajes y en sus… —titubeó. —Aventuras amorosas —suplió ella. Marlon bajó la cabeza, en señal de asentimiento. —Cuando los guardias del conde DuBelle lo cogieron, peleamos. Hardouin y Emilio resultaron muertos. A los tres que quedamos vivos nos arrastraron por las calles y después nos arrojaron a la mazmorra. A Rainger lo tenían en una celda diminuta, solo. Los demás estábamos juntos. Pero antes de que nos arrojaran a la mazmorra, el conde DuBelle ató a Rainger a la pared con cadenas y lo azotó con una vara. Nos obligó a mirar. La paliza fue brutal, pero Su Alteza no emitió ni el menor sonido. Nosotros estábamos horrorizados. Nos sentimos orgullosos. —Le tembló la mano y se cogió del borde del banco—. Después nos tocó a nosotros. El conde DuBelle nos dijo que ese era nuestro castigo por no habernos unido a él en su empresa de derrocar a la familia real de Richarte, y cuando terminó bromeó diciendo que le dolía el brazo. Ella ya sabía que el conde DuBelle era un villano. Más de una vez había intentado hacerla matar. Pero quejarse de que azotar a cuatro hombres lo había cansado…, eso era un sarcasmo de lo más cruel. —El primer año no entendimos. Esperábamos el rescate. Creíamos que podíamos apelar a la naturaleza noble de los guardias y que ellos nos ayudarían a escapar. El príncipe Rainger les ordenó como su soberano que nos liberaran. — Marlon se rio de esa ingenuidad—. Los guardias no tenían una naturaleza noble. Vivían en la oscuridad y les gustaba. Les gustaba la crueldad. No les importaba si teníamos hambre o sed; la enfermedad y la muerte no significaban nada para ellos; las veían todos los días. Hector fue el primero que comprendió que no teníamos esperanzas. Cuando pasado ese primer año nos sacaron de la mazmorra, él ya no estaba. Murió de una fiebre. Ella sintió una terrible pena por la aflicción de Marlon, y por la de Rainger. —Era vuestro amigo. —Sí. El segundo año aprendimos a comunicarnos con Su Alteza golpeando las rejas. Nunca lo comentábamos, pero yo me pasaba cada día deseando desesperadamente tener a mi madre a mi lado. Y le tenía terror a los azotes. Ya no era

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un hombre. Pero por mucho que combatiera el paso del tiempo, llegó el día. Los guardias nos cubrieron las cabezas con mantas y nos sacaron de la celda. Durante los azotes, Su Alteza gritó de dolor, pero en ningún momento suplicó. Tampoco Cezar. Tampoco yo. Y después nos volvieron a encerrar en la celda a esperar al próximo año. Ella no podía imaginárselo. Ni se atrevía a intentarlo. —Después de eso, comenzamos a cavar. Cezar encontró una pequeña grieta en el suelo. La mazmorra era subterránea, estaba muy por debajo de los cimientos del castillo. Este se erigía en un acantilado, y nadie había escapado jamás, pero nosotros nunca habíamos estado prisioneros allí y no lo sabíamos. Era un trabajo penoso, duro, pero al principio nos sentimos aliviados porque estábamos haciendo algo para salvar a nuestro príncipe. Las ratas nos mordisqueaban y nosotros, si teníamos suerte, las mordisqueábamos a ellas. Pero cavar llevaba muchísimo tiempo. Usábamos los zapatos, usábamos cucharas, usábamos los dedos. —Levantó las manos; no tenía uñas en los dedos medios—. Y todo el tiempo el príncipe estaba solo. No tenía idea de lo que estábamos haciendo; no tenía ninguna esperanza. Y nuevamente llegaba el momento en que el conde DuBelle ordenaba a los guardias que nos cubrieran las cabezas con mantas y nos sacaran para azotarnos. —¿Y se quejaba de su brazo? —Después del primer año, ordenaba a los guardias que nos azotaran a Cezar y a mí. No éramos tan importantes para él como para cansarse. Pero a Rainger sí seguía azotándolo él. Le gustaba azotarlo. —Marlon se movió inquieto en el asiento, bajó los ojos e hizo una larga inspiración—. El séptimo año, Rainger…, Rainger no pudo… no pudo… —No pudo… —Entonces ella comprendió lo que quería decir Marlon—. Suplicó. —Ya llevaba siete años allí. Siete años solo en la oscuridad. Su celda era muy pequeña, casi como un ataúd. No tenía a nadie con quien hablar. Sorcha sintió el golpe del terror. ¿Qué haría ella si viviese siete años en una celda, sola y en la oscuridad, teniendo solamente la promesa de más dolor como esperanza? —Yo me habría quebrado mucho antes —musitó. Él asintió. —Pero lo que debéis saber es que… el conde DuBelle lo escuchó. Lo alentó. Le hizo reconocer que nos tenía miedo. A nosotros, sus amigos. Sentimos vergüenza por él. Nos sentimos como si hubiésemos sido leales a un príncipe que no se merecía lealtad. Volvimos a nuestra celda. Continuamos cavando, pero aun cuando no lo reconocíamos entre nosotros, lo hacíamos por nosotros. Marlon cerró los ojos para ocultar sus lágrimas, pero una se le escapó y le bajó por la mejilla. Estaba sufriendo. Estaba sufriendo pero soportaba el sufrimiento para contar la historia de su príncipe. Había expuesto su vida por Rainger; había sacrificado su salud, y ahora sacrificaba su orgullo también.

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Ella no deseaba escuchar. No deseaba sentir el sufrimiento de Marlon ni comprender a Rainger porque no quería renunciar a sentirse agraviada y furiosa. Pero ¿cómo podía no escuchar cuando Marlon sufría tanto contándolo? —Cezar y yo seguimos cavando con todas nuestras fuerzas y empezamos a oler aire fresco. No sabíamos por dónde saldríamos, pero eso no nos importaba. Por primera vez, en siete años, teníamos esperanza. —Abrió los ojos y la miró a los suyos con tal intensidad que ella no pudo desviar la vista—. Pero nuestro príncipe había dejado de golpear. No estaba muerto. Eso lo sabíamos, porque por las rejas de la puerta no habíamos visto pasar a los guardias con el cadáver. Sin embargo no nos contestaba y temimos que estuviera… loco. Y algo ocurrió en la oscuridad, porque cuando al año siguiente los guardias lo cubrieron con la manta y lo sacaron de la celda, estaba distinto. No luchó. Había desaparecido su miedo. Con un conocimiento que demostraba que conocía a Rainger mucho mejor de lo que deseaba, ella dijo: —Cuando suplicó que le perdonaran la vida le ocurrió lo peor que podía ocurrirle. —Exactamente. Su Alteza había tocado fondo. —Se le endureció y contorsionó la cara—. Ese día el conde DuBelle torturó a Rainger con la vara y después con el látigo. Rainger no hizo nada, no dijo nada, simplemente lo miraba y la expresión de su cara era… en algún momento de ese año se había convertido en rey. Irradiaba nobleza. El conde DuBelle se desquició, perdió los estribos. Le arrancó a golpes la ropa, le azotó la espalda hasta que le corrió la sangre cubriéndole la piel. Le azotó las nalgas, le azotó las piernas. Cezar y yo nos debatíamos por soltarnos las cadenas, suplicándole al conde que parase, y luego intentamos pararlo. Los guardias mascullaban, ya que eso era demasiado, incluso para ellos. Sabíamos que lo único que tenía que hacer Rainger era suplicar, y el conde DuBelle habría parado. Pero Rainger no dijo ni una sola palabra. —Marlon rezumaba angustia—. Y estaba consciente. Tenía los ojos abiertos, pero… simplemente no le importaba. Sorcha se cubrió la boca con una mano para no gemir de horror. —Cuando el conde comenzó a azotarle el pecho, entró la condesa. Le ofreció agua al conde; le ofreció vino. Como una puta, se ofreció ella; cogió sangre de Rainger con el dedo y se lo lamió, sonriendo. Fue asqueroso, pero el conde DuBelle se abalanzó sobre ella como un animal y la tumbó en el suelo de piedra, y mientras la poseía ahí, los guardias llevaron a toda prisa a Rainger a su celda y a nosotros a la nuestra. Marlon se interrumpió para hacer inspiraciones rápidas, como si el esfuerzo de hablar lo hubiese agotado. —Pero Rainger… ¿no necesitaba que alguien lo auxiliara, le tratara las heridas? «Ay, Dios, ¿por qué le importaba eso?» —Sí, por supuesto que lo necesitaba, pero los guardias le tenían miedo al conde. ¿Quién no se lo habría tenido? Cuando nos llevaron la comida les suplicábamos que nos dejaran verlo para atenderlo. Finalmente aceptaron. Pasados tres días, lo llevaron a nuestra celda y nos dijeron que ya era demasiado tarde, que se estaba muriendo. —

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Los ojos de Marlon reflejaban la tristeza y desolación que le producía recordar esos terribles momentos—. Estaba moribundo, muy débil. No podía comer, no podía beber. Pero podía hablar. Nos agradeció nuestro leal servicio. Nos pidió perdón por su vanidad juvenil que nos había llevado a ese lugar. Nos pidió que lo recordáramos con afecto. —¿Tenía mucha fiebre? —No. Pensamos que… bueno, yo sigo creyendo que él se había ordenado morir. Tratamos de reanimarlo, de mantenerlo vivo. Le contamos lo del pequeño túnel que estábamos cavando y de lo poco que nos faltaba para salir. —Sonrió—. Qué contento se puso, ¡por nosotros! Nos dijo que eso le quitaba de encima el peso de su última preocupación, la de dejarnos allí pudriéndonos en la prisión. Nos suplicó que aprovechásemos esa posibilidad de liberarnos y que hiciésemos buen uso de nuestra libertad. Y mientras yo lo sostenía, se murió. —¡¿Qué?! —exclamó Sorcha, paralizada por la conmoción. Marlon le apretó el brazo. —Murió. Os juro que murió. Estaba oscuro, pero yo estaba muy cerca de él. Oía ese lento goteo de agua. Y sentí salir la vida de su cuerpo. Sorcha se estremeció. Ella había estado allí. En un sueño, pero había estado allí: El aire estaba viciado, fétido. Paredes y suelo de fría e insensible piedra la encerraban por todos lados. Ninguna voz perturbaba el silencio. Ninguna mano se acercaba a vendarle las heridas ni a aliviar su dolor. Su cama eran huesos de ratas y su manta una larga y ancha telaraña. Estaba enterrada viva. Y no le importaba. En algún lugar cercano caía agua gota a gota en un pozo, y el lento goteo que antes la volvía loca ahora sólo le aumentaba la indiferencia. Su mundo era todo tristeza y soledad. Se estaba muriendo y agradecía el fin de su desolación, de su aflicción, de su sufrimiento. Las yemas de sus dedos tocaron la esquelética mano de la Muerte.

—¿Qué ocurrió entonces? —Estaba muerto; su cuerpo estaba totalmente frío. Yo estaba paralizado por el horror. Cezar sollozaba. Entonces, de repente, Rainger hizo un movimiento brusco, convulsivo. Fue como si alguien le hubiese golpeado en el pecho. Volvió a latirle el corazón, comenzó a respirar, con una brusca inspiración. Y volvió a estar con nosotros. —Marlon cogió la cruz que le colgaba del cuello—. Fue un milagro. Sorcha deseó no creer eso. No deseaba creer eso de Rainger, con su inteligencia, su fuerte voluntad y su ridícula y horrible creencia de que podía obligarla a amarlo utilizando su intensa sexualidad. —Volvió a la vida animado por una finalidad. Quería escapar para vengarse del conde DuBelle por la violación de su reino, casarse y tener hijos y vivir eternamente a través de ellos. Recordó lo que le habíamos dicho sobre el túnel que estábamos cavando y nos indicó en qué dirección debíamos seguir cavando para salir a un lugar seguro. Y tenía razón. Si hubiésemos continuado la excavación por donde íbamos,

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habríamos salido justo al camino principal que salía del castillo. Inmediatamente nos habrían visto y vuelto a capturar. Siguiendo la orientación de él, salimos a un sendero estrecho que llevaba a una puerta excusada que no se usaba desde hacía mucho tiempo. Ella no deseaba creer eso. —¿Y los guardias? ¿No quisieron enterrar a Rainger? —Les dijimos que se estaba muriendo, pero que poseía una inmensa fuerza oculta. Puesto que había sobrevivido a esos espantosos azotes, ellos se lo creyeron y, además, no querían tener nada que ver con él. Por extraño que pueda parecer, yo creo que le tenían miedo. Creían que poseía poderes especiales, que la mano de Dios estaba sobre él. —Inclinando la cabeza, Marlon exhaló un suspiro—. Yo también lo creía. Su finalidad era de lo más pura y elevada, y su recuperación nos asombraba. Cuando dos días después salimos de allí, él se arrastró por el estrecho túnel y luego bajó la colina caminando. En cuanto comprendimos que habían descubierto nuestra fuga, Rainger se separó de nosotros, tomó una dirección distinta y atrajo la atención de los guardias para que lo siguieran. Sorcha comprendió que Marlon no le decía todo. —¿Qué hicisteis? —¿Qué queréis decir? —Rainger sigue vivo y está bien. Cezar murió. Tú estás lisiado. ¿Qué pasó? — Tenía que saber el final de la historia—. ¿Qué hicisteis? —Él era nuestro príncipe. Habíamos dudado de él una vez, pero después de que volviese a la vida, no podíamos volver a hacerlo. Así que atrajimos la atención de los guardias para que nos siguieran. A Cezar lo mataron y a mí me pasaron por encima con los caballos —señaló sus piernas—, pero Rainger escapó, y eso era lo único que nos importaba. Valió la pena, porque ahora estoy sentado aquí y sé que él va a recuperar Richarte de las manos de ese desalmado. En el convento a ella le habían enseñado a creer en la nobleza. Después, el tiempo, la experiencia y la amargura le habían erosionado esa creencia. Ahora Marlon demostraba que sí existía esa nobleza. ¿Qué había hecho Rainger, qué méritos tenía, para inspirar esa nobleza? Marlon consideraba que valía. Y Rainger iba a ir a la guerra pronto. Muy pronto. —Va a entrar en Richarte con el ejército —dijo—. Nuestros informantes dicen que el conde DuBelle ha dilapidado el tesoro. La gente lo odia. Su ejército está desorganizado. La victoria está prácticamente asegurada. —Rainger sobrevivirá —le aseguró Marlon—. No sobrevivió a la mazmorra para ir a morir en el campo de batalla. Ella tenía que creer que Rainger no moriría. —Tienes razón, sin duda —dijo. —Pero mientras yo estoy feliz, él no. Se merece algo más que el éxito. Se merece felicidad, y esa podéis dársela vos, Alteza. Ella sintió en el pecho el conocido resentimiento.

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—Podría haber tenido felicidad, pero con su desconfianza y su engaño la arrojó lejos. —Pasó ocho años en una diminuta celda de una mazmorra. Mataron a sus amigos. Lo torturaron. Murió. Tiene buenos motivos para desconfiar… de todo el mundo. Esa explicación de Marlon no la conmovió. —Viajamos juntos días y días. Él sabía quién y qué era yo. Y de todos modos me engañó. Yo no soy una vil usurpadora. No soy una mujer dada a dejar volar la fantasía. Viví en un convento, donde trabajaba en el jardín esperando pacientemente que me llamaran a cumplir mi deber. Y él…, Rainger, me trató como a una idiota, me hizo hacer el ridículo. En ese momento comprendió que ya no estaba enfadada. Estaba herida, dolida. Le hería que él hubiese aceptado su amor sin ofrecerle nada a cambio, aparte de ternura y una avasalladora sexualidad. Él no la amaba, y ella no volvería a permitirle que lo hiciera. Marlon abrió la boca, la cerró, pensó un momento y luego dijo: —Tal vez ni siquiera se deba a que sea desconfiado ni a que tenga que juzgar mejor el carácter de las personas. Tal vez cometió un error, un grave error, y puesto que sólo es un hombre, no sabe pedir perdón. —Eso es ridículo. —Muy ridículo—. Es un hombre adulto. Todas las personas adultas sabemos pedir perdón. —Permitidme que discrepe, Alteza. Sólo la mitad de los adultos saben pedir perdón. La otra mitad son hombres, y hablando en nombre de mi sexo, os aseguro que un hombre es capaz de remover cielo y tierra antes que decir «Lo siento». Ella deseó añadir más argumentos, pero de pronto la verdad de lo que decía Marlon se le hizo evidente. Jamás había oído a un hombre reconocer que estaba equivocado. Jamás había oído a un hombre decir «Lo siento». Cierto que ella había tenido muy poca experiencia con hombres esos últimos años, pero eso le hacía ver que la insistencia de Rainger en abrazarla mientras ella lloraba era coherente con su manera de ser. Él no lo hacía para saborear y disfrutar su triunfo. Su intención era consolarla. —Es un burro —dijo, como si acabase de hacer un gran descubrimiento. —Me temo que eso podría ser cierto —dijo Marlon. —Voy a ir a hablar con él inmediatamente —dijo ella, levantándose y sacudiéndose la falda. Por respeto a su reina, él también se levantó, ayudándose con sus bastones. —Va a oír mi opinión sobre el asunto —continuó ella—, y cuando le haya dicho todo, me va a pedir disculpas, sólo para que yo me calle y no tener que seguir escuchándome. —Excelente plan, Alteza —dijo él, inclinándose apoyado en los bastones. Sorcha echó a andar por el sendero en dirección al palacio, y de pronto se giró y dio unos pasos hacia Marlon. —Gracias —le dijo. Vio brillar de satisfacción sus ojos, pero se lo permitió—.

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Gracias. Reanudó su camino, y cuando iba llegando a la pequeña puerta lateral salieron dos hombres de detrás de un seto cercano. Uno era joven, guapo y vigoroso. El otro era un hombre mayor, aguerrido, veterano de muchas batallas. Y alto. El hombre mayor era alto, y tenía unos puños como jamones. —Si me disculpáis, caballeros —dijo ella, intentando pasar por un lado. Tenía que hablar con Rainger de inmediato. El hombre mayor se inclinó en una reverencia. —¿Su Alteza, la princesa Sorcha? ¿Acaso su abuela los enviaba a llamarla? La abuela tenía un horroroso sentido de la oportunidad. —Sí, pero mi marido, el príncipe Rainger, ha expresado su deseo de verme y… De un lado del seto salió otro hombre y del otro lado un cuarto, y cuando ella miró alrededor vio a otros dos avanzando para cerrar la trampa. Era una trampa. Esos no eran hombres de la abuela. —¿Quiénes sois? —preguntó en tono seco. —Si venís con nosotros no sufriréis ningún daño —dijo el hombre mayor. El acompañante joven apoyó la mano en la empuñadura de su espada y movió un pie, como si el peligro lo pusiera nervioso. Los otros tenían dividida la atención entre ella y el entorno. Claro, estaban nerviosos. Su plan era atrevido. Habían ido a capturar a la princesa en terreno del palacio. —¿Quiénes sois? —repitió. Entonces su mirada se posó en el justillo del hombre joven, que estaba casi tapado por la capa. Y ahí lo vio; sobre el fondo escarlata del justillo estaba bordado el pequeño símbolo: una serpiente marrón enroscada. El conde DuBelle. Eran hombres de él. Antes de que ellos pudieran darse cuenta, echó atrás la cabeza y lanzó un grito lo más fuerte que pudo. Una mano áspera le tapó la boca, apagando el grito. Los otros hombres se acercaron y la rodearon, y la llevaron a toda prisa hacia el otro lado del seto, donde los esperaban sus caballos. Se debatió, agitando los brazos, pero no tenía ninguna posibilidad contra la fuerza de los seis hombres juntos. Pero logró mirar atrás, hacia Marlon. Vio moverse las ramas en el lugar donde había estado él. En lugar de enfrentarse a los hombres del conde DuBelle y arriesgarse a volver a la mazmorra, Marlon había huido. Estaba sola.

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Capítulo 25

El lacayo carraspeó con evidente preocupación cuando abrió las magníficas puertas doradas de la sala del trono para que entrara Rainger. Rainger levantó distraídamente la vista del mapa que llevaba en las manos. —Peter, será mejor que te cuides esa tos. Suena horrorosa. Entonces se detuvo en seco. La abuela estaba sentada en el trono elevado sobre el estrado de mármol. Con su pelo níveo, delgada, elegante, portando el bastón que usaba como arma, la anciana se veía tan fría como la peor parte del invierno, cuando se congela todo el río. Con razón Peter había hecho ese ruido tan feo; quería advertirle del horrible destino que lo aguardaba, y él estaba tan inmerso en sus planes de guerra que no lo había notado. Como siempre, la expresión de la cara de la abuela no presagiaba nada bueno para cualquiera que se atreviese a presentarse ante ella. Y decididamente era mal augurio para él. No demuestres temor, se dijo. Igual que un perro hostil, ella percibe el miedo y ataca. El problema era que la abuela atacaba estuviera o no estuviera aterrada su víctima. Tal vez ni siquiera percibía el miedo, porque en realidad todo el mundo le tenía miedo. —Qué agradable sorpresa —dijo, inclinándose con el respeto debido a la tenaz anciana—. ¿Cómo puedo servir a Vuestra Alteza? —Haciendo feliz a mi nieta —dijo ella, con los ojos chispeantes de hostilidad—. Yo habría pensado que eso es evidente. Peter cerró la puerta, dejando abandonado a su príncipe sin ningún remordimiento. Sí, la abuela atacaba siempre y sin aviso ni preámbulos. Pero él ya era el amo allí y no le rendía cuentas a nadie. —Lo que es evidente es que deberíais atender a vuestros propios asuntos y dejar que nosotros nos ocupemos de los nuestros —dijo fría y tranquilamente. —Un heredero para el trono es asunto mío, y Sorcha no puede concebir si rechaza al semental que la cubre. —¡Sorcha no es una yegua de cría! —Y, pensándolo bien, añadió, tardíamente— . Y yo no soy un semental. —Entonces, ¡actúa como un hombre! —exclamó la abuela, golpeando el brazo

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del trono—. Has cometido un grave error, si no, ella no te trataría como a un bicho que se puede apartar con la suela del zapato. Pídele disculpas. —Le pido disculpas cada noche. Ella no… Iba a decir «me escucha», pero en realidad él no le había expresado con palabras su remordimiento. Se lo demostraba. La abuela se puso de pie ayudándose con su bastón. —Por lo visto eso no basta. A las mujeres les gustan los regalos. ¿Le has hecho algún regalo? —He estado un poco ocupado con el gobierno del país. Con el del país durante el día y con el de Sorcha por la noche, y no sabía cuál le resultaba más difícil. —Dame tu brazo, muchacho. Subió los peldaños y la ayudó a bajar. No se había dado cuenta, pero la abuela ya cojeaba. —¡Prioriza, Rainger! ¿No te enseñé a priorizar? Además, ¿cuándo me vas a preguntar por las joyas de la corona? —¿Las joyas de la corona de Beaumontagne? —La anciana le pasmaba; lo encantaba en realidad—. ¿Las tenéis? —Si no las tuviera habrían desaparecido durante la revolución. —Yo creía que habían desaparecido. —Poco mérito me reconoces —dijo ella, curvando hacia arriba las comisuras de sus delgados labios, en un gesto que podría haber pasado por una sonrisa—. Cuando mi hijo se marchó a la guerra, me apoderé de ellas. —Ah, claro, por supuesto. La anciana era astuta, y comprendía muy bien la naturaleza humana. Jamás le habría confiado a nadie la custodia de esos valiosísimos diamantes, zafiros y perlas. Ella le enterró las uñas en el brazo. —Todavía las tengo. Pero te las daré a ti, así que pídemelas. Él detestaba que lo manipularan, pero claudicar en ese momento le ahorraba un tiempo que estaría mejor empleado haciendo planes para la guerra, y haciéndole el amor a Sorcha. —¿Me haríais el favor de entregarme las joyas de la corona para dárselas a Sorcha? —Las haré traer inmediatamente. —Y gracias por esa idea tan pronta e ingeniosa. Normalmente le habría dolido adular a la abuela, pero haría lo que fuera con tal de cambiar el tema de sus intentos de conquistar a Sorcha. Tendría que haber sabido que no le resultaría. —No hay de qué —dijo ella, y sin perder un segundo le disparó la pregunta como una bala—: ¿Cómo se las vas a dar? —No había pensado en eso. ¿Cómo podría haberlo pensado? Acababa de enterarse de la existencia de esas joyas, aunque claro, la abuela no aceptaría eso como disculpa.

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—No puedo creer que te esté aconsejando en este asunto. Soy la persona menos romántica del mundo. Pero es evidente que tú eres la segunda persona menos romántica, como mínimo, y necesitas ayuda. Así, pues, escúchame. Le vas a regalar las joyas de la corona a Sorcha mañana por la noche, durante el baile de celebración de vuestro regreso. Estaba claro que la abuela tenía planeado su galanteo hasta el último detalle, en momento y acción. —A ella le gustará —dijo. A él le gustaría; ella tendría que sonreírle y tal vez, por una vez, sinceramente. —Es un gesto grandioso, un gesto que es necesario hacer, pero a ella no le gusta ser el centro de atención. ¿No sabes nada, nada, de ella? —Y la abuela continuó, pues tal vez consideró esa pregunta puramente retórica—: Sorcha es el tipo de mujer que preferiría que le ofrecieras un ramo de flores recogidas por ti. Así que coge flores del jardín y hazle un ramo. No resultará si le ordenas al jardinero que le envíe flores en tu nombre. Eso la hará desgraciada. —Eso lo sé —dijo Rainger, irritado. Pero al mismo tiempo estaba pensando ¿por qué? Él no sabía nada de flores. No sabía qué colores combinaban bien; no sabía cuáles tenían espinas. ¿Por qué a Sorcha no le iba a gustar un ramo hecho por el jardinero? Al jardinero se le pagaba para que trabajase con las flores mejor que el rey. —Es una criaturita tan tierna —dijo ella—. Le gustaría que la llevases a dar un paseo por el jardín después de la cena. —Se dio unos golpecitos con el dedo en sus arrugados labios—. A la luz de la luna. La luna está casi llena. Esta noche sería una buena noche. —Esta noche viene a cenar con nosotros el embajador de Francia —dijo Rainger, sarcástico—. ¿No encontrará raro que yo me marche con mi mujer en lugar de quedarme a conversar con él? —Es francés. Lo encontrará raro si no lo haces. Rainger desplegó los mapas sobre la mesa y afirmó las esquinas con pesos; haría cualquier cosa con tal de no mirar a la abuela a los ojos. Si la miraba, probablemente le confesaría que les había escrito a Clarice y Amy, informándoles del regreso de Sorcha y suplicándoles que fuesen a visitarlos lo más pronto que fuera posible. Porque de todas las cosas que él había hecho en Escocia, la que más enfurecía a Sorcha era que le hubiese quemado las cartas. Y la que la enfurecía en segundo lugar era que él hubiese tenido otras cartas y no se lo hubiese dicho. Y la tercera, que no le hubiese permitido visitar a Clarice. Y ni siquiera era culpa suya que no hubiesen ido a visitar a Clarice. Eso a Sorcha no le importaba. Lo culpaba de sospechar y ser desconfiado, así que igual lo culpaba a él en lugar de a los asesinos, que les habían obligado a regresar por el camino que llevaba a la casa de su hermana. A decir verdad, en esos momentos él no se había imaginado que el vínculo entre hermanas pudiera ser tan fuerte, ni tan sólo se había dado cuenta de lo terriblemente preocupada que estaba por ellas, y tal vez, sólo tal vez, había cometido

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un error al no tranquilizarla al respecto tan pronto como había descubierto su forma de ser. Lógicamente, no había visto ningún motivo para no suplicarles a Clarice y Amy que fuesen a visitarlos, y se había sentido tremendamente aliviado cuando ellas contestaron diciendo que irían muy pronto. Quizás eso le ablandaría el corazón a Sorcha. —Escucha, niño —dijo la abuela; tenía un don para reducirlo a sentirse como un bebé—, no lo entiendes. Yo crié a esa niña con la que te has casado. La conocí cuando era una cría, poco más que un bebé, y desde ese día he temido por ella. Es dulce, es amorosa, es vulnerable, es el tipo de mujer que hombres como tú utilizarían sin valorar en absoluto la joya que se les ha entregado. ¿Qué diablos quería decir con «hombres como tú»? —¿Hombres como yo? —Pero Sorcha ha cambiado. Ya no es esa mujer amable y vulnerable. De tanto en tanto veo atisbos de la antigua Sorcha, pero algo le ha encendido el resentimiento y le ha hecho cambiar completamente, y, no me mientas, ese algo eres tú. —Los fríos ojos azules de la abuela le perforaron agujeros en su orgullo—. Así que a menos que quieras vivir tu vida sosteniendo la cadena de una mujer que tironea para soltarse, hazme caso. Él miró los mapas de Beaumontagne y de Richarte, tratando de recordar por qué los había considerado tan importantes. —¿Por qué he de haceros caso tratándose de mi mujer? —Porque tengo todas mis esperanzas puestas en que tú también hayas cambiado. La abuela tenía razón. Maldita fuera, tenía razón. Tenía que hacer algo respecto a Sorcha o, mejor dicho, tenía que hacer algo más, porque su plan de obligarla a darle libremente su amor estaba resultando un lastimoso fracaso. Aun cuando la sostenía en sus brazos cada noche, aún cuando la llevaba al glorioso orgasmo a pesar de su resistencia, notaba que ella se iba alejando cada vez más de él. Y durante todo el tiempo que pasaba con generales, embajadores y mapas, era muy consciente de un sufrimiento que hervía a fuego lento muy en el fondo de su ser, una angustia, una aflicción, que amenazaban con explotar en cualquier momento en un ataque de furia. Se había sentido así en la mazmorra, y no deseaba volver a sentirse así nunca más. —Rainger, ten piedad de esta vieja y demuestra que ya no eres el muchacho mimado que eras antes de que te tomaran prisionero. La abuela hablaba más como una persona cansada que como una chiflada, y eso sólo ya era para asustar. —¿Qué debo hacer? —preguntó en voz baja. —Joyas, flores, un paseo al anochecer —dijo ella moviendo su retorcido dedo ante su cara—, y durante el paseo le dices que fuiste un tonto al hacer lo que fuera que le hicieras, y que nunca más volverás a hacerlo. Eso era exactamente lo que él había estado tratando de evitar.

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—Cuando escapé de la mazmorra juré que nunca me arrodillaría ante otra alma, nunca me arrastraría ante nadie y nunca suplicaría. Fue un juramento. —Entonces deja de hacer planes para vuestra boda formal y vuestra coronación en la catedral —dijo la abuela tranquilamente—, porque voy a hacer anular este matrimonio. —¿Qué? —rugió él. Los ojos azules de la abuela eran trocitos de hielo azul. —No voy a permitir que Sorcha viva desgraciada simplemente porque tú eres un cabezota. Os casasteis en el extranjero. Puedo sobornar a los testigos, hacer desaparecer las pruebas y encontrar otro príncipe que pueda hacerla feliz. A él se le flexionaron solos los dedos. Jamás golpearía a una mujer, y mucho menos a una anciana, pero si la abuela lo tentaba, sería la primera. —No haréis nada de eso. Sorcha es mía. Siempre será mía. Me la aseguré porque deseaba recuperar mi país, pero quiero seguir con ella porque… La abuela avanzó un paso y acercó a él la cabeza. —¿Porque…? «Porque la amo.» La amaba, y sin embargo la hacía desgraciada. La había despojado de su orgullo por sí misma tal como el conde DuBelle lo había despojado a él del suyo. ¿Por qué había tardado tanto en verlo? —¡Rainger! —gritó una voz desde la puerta. Era Marlon. Ante la interrupción, la abuela gimió como un caballo viejo y se apoyó en la mesa. Apoyándose en sus bastones, con la cara pálida y sudorosa, Marlon caminó con la mayor prisa posible hacia ellos, seguido por guardias y hombres de estado nerviosos. —Por el amor de Dios, Rainger, escucha, y rápido. De un salto, Rainger corrió a ayudarlo. —¿Qué pasa? —La han cogido. Los hombres del conde DuBelle. La abuela se cogió los brazos, como atenazada por un enorme dolor. —Se han llevado a la princesa —continuó Marlon—. Dejaron una nota del conde DuBelle exigiendo rescate. —Sacó del bolsillo un papel atravesado por una daga—. Fija el día y la hora para que vayas a rescatarla. Rainger cogió el papel y leyó el mensaje. —Dentro de dos semanas, no lejos del castillo donde estuvimos prisioneros — dijo Marlon—. Te quiere a ti, Alteza. Rainger tiró el papel y se dirigió a la puerta. —A mí puede tenerme, pero a Sorcha no se la quedará.

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Capítulo 26

Transcurridas las dos semanas, varios hombres vestidos de negro avanzaban sigilosos por la oscuridad del silencioso bosque, explorando el lugar donde se desarrollaría el drama al día siguiente. Un caballo iba con ellos, y desde la silla de ese caballo, Marlon dijo en voz baja: —Alteza, lo hemos encontrado. Rainger captó el tono en la voz de Marlon y se le oprimió el corazón. Siguió a Marlon hasta un lugar desde el que se veía una pradera toda cubierta de hierba que se agitaba con la brisa. Marlon apuntó. A la luz de la media luna, Rainger vio la trampa que le había preparado el conde DuBelle. —Demonios —dijo, aunque más en tono de reconocimiento que como palabrota. —Tal vez haya otra manera —sugirió Marlon—. Alguien puede vestirse para parecerse a ti… —No —dijo Rainger. Estaba decidido a ganar esa batalla consigo mismo. —Podríamos interceptar a Su Alteza la princesa cuando la traigan aquí y rescatarla antes de que… —No. —Comprendía muy bien la preocupación de Marlon—. No os fallaré esta vez. Marlon lo miró desde su altura sobre el caballo. —Tengo fe en ti —dijo, con gran sinceridad. —Y yo en ti. Esto es lo que vamos a hacer. Una vez que le explicó el plan, dio las órdenes y Marlon se alejó para dirigir a los hombres; Rainger volvió a mirar la trampa. Claro. Tenía que ser eso. Lo único que no se atrevía a enfrentar. Pero tenía que hacerlo. Por su gente. Y por Sorcha.

—Alteza —dijo Hubert, sosteniendo abierta la puerta de la celda de Sorcha, pero evitando con sumo cuidado cruzar el umbral—. La corte va a salir de cacería y le suplican que los honre con su presencia. —¿Suplican? —repitió ella—. ¿Sí? —Sin girar la cara para mirar a Hubert, continuó contemplando el panorama que se veía desde la torre del castillo. Los

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negros picos de las montañas perforaban el cielo azul. Verdes bosques cubrían sus laderas. Los distantes campos esperaban los primeros brotes—. Richarte es un país hermoso, desde lejos. —Por favor, Alteza, debo llevarla a la sala grande. —Pero cuanto más atentamente miro, más evidente se me hace el fracaso del conde DuBelle. —Por favor, no me obligue a entrar a apresarla. Ella no dudaba ni por un instante que Hubert deseaba muy sinceramente no tener ningún problema. Era uno de los guardias del castillo cuando reinaba el padre de Rainger. De todos modos, continuó: —Detrás de las murallas del castillo se ven los agujeros de los techos de paja de la cocina y del establo. Los jardines y el jardín de hierbas están totalmente cubiertos de malezas. Los senderos no están cuidados, ya no se distinguen. —Alteza, por favor. Entonces se volvió a mirarlo. —El castillo era bello en otro tiempo y ahora todo está deteriorado. Los criados vagan por ahí, con los hombros hundidos y desanimados. Todo el mundo odia al conde DuBelle. —Chhhs —susurró él, mirando a su espalda, alarmado. El conde DuBelle siempre enviaba a Hubert a transmitirle sus mensajes, y ella sabía por qué. Hubert era un hombre del que se podía fiar, hablaba pero no tocaba. Era el hombre que había obedecido las órdenes del conde y había planeado el osado secuestro en el centro mismo de Beaumontagne, en el palacio. Era mayor, canoso, un veterano curtido por las batallas, y jamás sobrepasaba sus límites. —¿Por qué no os rebeláis contra él? —le preguntó—. Si toda la gente del castillo se uniese… —No podemos —dijo Hubert en voz baja—. No podemos. ¿Sabe por qué soy el jefe de los guardias? Ella negó con la cabeza. —Los demás guardias… algunos, bastantes, murieron luchando por el rey. — Volvió a mirar atrás y avanzó unos pasos dentro de la celda—. Otros murieron luchando en las pequeñas guerras del conde DuBelle. Cada año, otra guerra. El año pasado algunos de ellos intentaron rebelarse. Querían que yo me uniese a ellos, pero tengo una madre; es vieja. Y tengo dos hijas; son muy jóvenes. No puedo arriesgarme a… —Lo sé —dijo Sorcha amablemente. Y lo sabía. Todas las noches había permanecido despierta, esperando que algún hombre abriese la puerta y la sacara a rastras a la oscuridad. Cada día había estado atenta a los pasos que oía en el corredor y casi se desmayaba de miedo cuando se detenían fuera de su puerta. Sin embargo, no le había ocurrido nada… todavía. Una glacial expectación la tenía cogida en sus implacables garras. —Cuando fracasó la rebelión —continuó Hubert—, esos guardias

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desaparecieron… en las mazmorras. —Se humedeció los labios—. La mazmorra del conde DuBelle es oscura y está bajo tierra. Es famoso por sus torturas. Por los azotes. A veces baja allí a asegurarse de que se cumplen sus órdenes. A veces la condesa baja con él y cuando vuelve, sus ojos…, sus ojos brillan como monedas recién acuñadas. Cada pocos meses hay otra cabeza insertada en una pica en el cruce de caminos. Yo trato de no mirarla, pero a veces no puedo evitarlo. En ocasiones reconozco la cara, pero aunque no la reconozca, reconozco la expresión. —Terror —dijo ella. —No. Alivio. Todos ellos deseaban morir. —En un nervioso susurro, añadió—: ¿Qué hay que hacerle a un hombre sano y fuerte para que desee la muerte? Ella se estremeció. ¿Era eso lo que le había ocurrido a Rainger? —Por favor, Alteza, por favor, venga conmigo. Si no, tendré que llevarla por la fuerza. Ella le sonrió al corpulento guardia. —Sí que iré contigo. No nos conviene darles el placer de verme sometida por la fuerza, ¿verdad? —Todavía no —masculló él. —¿Qué? Él se aclaró la garganta y abrió las manos, con las palmas hacia arriba. —Voy a atarle las muñecas. —¿Es que el gran conde DuBelle le tiene miedo a una simple princesa? —dijo ella, mansamente, pero hirviendo de rabia. —Voy a atarle las muñecas —repitió Hubert—. Por favor. Estaba tan afligido que ella le tendió las manos sin rechistar. Cogiendo la cuerda que llevaba colgada del cinturón, él le ató las muñecas, y en voz baja dijo: —Corre el rumor de que el príncipe Rainger se escapó de la mazmorra del conde DuBelle. ¿Es cierto eso? —Claro que es cierto. Sabes muy bien que el conde no lo habría liberado jamás. Hubert hizo una inspiración profunda, y una leve sonrisa le levantó las comisuras de la boca. —Entonces hay esperanza. —Siempre hay esperanza. —No. No la habido durante mucho tiempo. —Se apartó y retrocedió—. ¿Demasiado apretado? —Está bien. En realidad la cuerda quedó tan floja que ella la sujetaba con los dedos. Y no le cabía duda de que él también lo sabía. Él bajó delante de ella por la empinada y serpentina escalera, señalándole los tablones sueltos para que no los pisara y afirmándola cuando tropezaba. Eso era un triste y extraño trayecto hacia sólo Dios sabía qué tipo de horrible destino, y sin embargo casi le alegraba que por fin hubiese acabado la espera. Más allá de un elevado arco se oían voces fuertes y risas chillonas.

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—Están desayunando —le dijo Hubert. —Un poco tarde si van a ir de caza, ¿no? La sala donde estaban comiendo el conde y la condesa DuBelle resplandecía, iluminada por mil candelas, y su luz hacía brillar el oro por todas partes: oro en las fuentes, oro en los tapices, en las joyas, e incluso hilos de oro en los uniformes del personal de servicio. Sin embargo, a pesar del aroma de perfumes caros, se percibía fetidez; el aire estaba impregnado de mal olor, como el hedor de dientes podridos, o de paredes infestadas de ratas; como el hedor de una asquerosa y desenfrenada codicia. El conde y la condesa estaban deslumbrantes también, ella con unos anillos tan grandes en sus delgados dedos que seguro que tenía que hacer un esfuerzo especial para levantar las manos. El conde llevaba una cadena de oro de la que colgaba un inmenso zafiro tan bien pulido que lanzaba reflejos a la luz de las velas. Los dos tenían la apariencia y el linaje para ser de la realeza, pero, al igual que el castillo, olían a pudrición oculta. Los nobles de Richarte no se les habían unido en el golpe para derrocar al rey, por lo que se habían visto en la necesidad de asociarse con personas de humilde condición, desmesurada ambición y, lo peor de todo, según diría la abuela, de malos modales. Y estaba claro que el conde y la condesa se habían rebajado al nivel de esas personas. —Ah, aquí está —exclamó Julienne al verla entrar—. Nuestro pequeño sacrificio. Dijo eso riendo, con una risita aguda parecida a la de una escolar que está disfrutando de un placer prohibido. Pero más que esas palabras, fue el sonido de su risa lo que oprimió de terror el corazón de Sorcha. Esa no sería una cacería normal. Habían tramado algo. Algo horrible. El conde DuBelle la miró y le hizo un gesto indicándole que se acercara, diciendo: —Princesa Sorcha, espero que hayáis disfrutado de vuestra estancia en nuestro castillo. —No es a lo que estoy acostumbrada. Levantó las manos atadas y se las enseñó. Era preferible fingir indignación por las ataduras a que ordenaran a otro guardia que se las examinara. —Es necesario —dijo él—. Por vuestra propia seguridad. —Al oír las risas a su alrededor, miró a sus acompañantes con una sonrisa maliciosa—. Veréis. Vamos a ir de cacería. A cazar… a un príncipe. Ay, Dios, ay, Dios. Se le aceleró el corazón, con latidos más fuertes, y se le agitó el pecho al tratar de calmar la respiración. —¿Y mi papel es…? La sonrisa de él bajó la temperatura a la de un río helado. —Vamos, Alteza. Vos sois el cebo. —Va a intentar rescatarme y lo vais a capturar —dijo ella.

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—La primera vez que lo capturé lo considero el momento cumbre de mi vida — dijo él—. No es frecuente que un hombre tenga dos de esas experiencias tan… —se pasó la lengua por sus labios rojos— orgásmicas. Ella no le daría la satisfacción de desmayarse, de ninguna manera. Pero mientras sentía bajar la sangre de su cerebro, miró alrededor con más atención. Ahí, en la mesa. Ese hombre. La miraba con ojos ávidos, como una comadreja oliendo sangre. Esa mujer. Se estaba riendo y sus dientes parecían alargarse y afilarse. Otro hombre la estaba mirando como si ella fuese un zorro y él un perro de jauría. Y la condesa. Estaba repantigada en su silla de respaldo alto, jugueteando con los cubiertos y sonriendo tan feliz que igual podría ser una niña a la que le habían ofrecido un regalo especial. Llevaba el pelo rubio recogido en un moño flojo muy a la moda, y su exuberante cuerpo ceñido por un traje de montar de exquisito terciopelo azul. Sólo en sus ávidos ojos color zafiro se reflejaba el conocimiento de lo que le ocurriría a ella. Y a Rainger, su ex amante. Había caído en una guarida de fieras, comprendió Sorcha, y ninguno de los horrores que había enfrentado en el camino…, ni con el tacaño MacLaren, ni con el ladino MacMurtrae, ni con el traicionero Godfrey, podría compararse jamás con lo que experimentaría con esas personas y su corrupción. —¿Le tenéis afecto a vuestro príncipe? —le preguntó el conde DuBelle, inclinándose hacia ella y observándola como un halcón—. ¿Os gustan las cicatrices que tiene en la espalda? Yo se las puse ahí. ¿Sabíais que le tiene miedo a la oscuridad? Yo le enseñé eso. Yo lo convertí en el cobarde llorica que es ahora. —Si el príncipe Rainger es tan cobarde —dijo ella con la voz firme y clara—, ¿por qué creéis que va a picar el anzuelo y venir a rescatarme? Hubert le cogió bruscamente el brazo y casi la hizo caer. —¡Vamos! —¿Adónde la vas a llevar, capitán? —preguntó el conde DuBelle, y su voz sonó como un látigo. —Al establo, Señoría, a esperar hasta que usted tenga a bien tomarse su placer. Muchos de los hombres animaron al conde haciendo chasquear los dedos entusiasmados. —¡Eh, Egidio, oye! —gritó uno de los hombres sentados a la mesa principal—. Te va a esperar para que te tomes tu placer. Es una criaturita guapa. Tu placer sería inmenso. A Julienne se le llenó la cara de manchas rojas y aferró su copa con la mano como una garra. —Su placer podría ser compartido —dijo—. Entonces veríamos lo guapa que es. Sorcha paseó la mirada por la sala. Hombres guapos. Mujeres guapas. Ojos vacíos, sin alma. Sonrisas lascivas. Miró al conde DuBelle. Miró sus bien esculpidas facciones, su cuerpo atlético, sus ojos enrojecidos, que expresaban la inhumana y desesperada necesidad de

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demostrar su poder y dominio. Miró los ojos de la condesa y vio en ellos el odio letal de una mujer cuya belleza ya se ha desplegado como los pétalos de una flor exótica, y ahora siente la humillación de verla marchitarse día a día por la edad. En esa tierra sin ley, gobernada por un hombre cruel, Julienne estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para conservar su puesto como su amante, entre otras, arrojarla a ella a esa manada de hombres. Hubert volvió a sacudirle el brazo. —Camine —gruñó. Ella echó a caminar, cuidando mucho de no correr, de no incitarlos a perseguirla. Cuando estaban fuera de la sala grande, se estremeció. Hubert hizo una larga inspiración. —Es una perra rabiosa. Entonces Sorcha apresuró el paso, para poner distancia entre ella y esa corte. —Qué gente más horrenda. Se revuelcan en la belleza y no conocen la diferencia entre un palacio y una pocilga. —Lo siento, Alteza. La ayudaría si pudiese. Ella detectó aflicción en su voz. Le tocó el brazo: —Me has ayudado. Me has sacado de ahí de una sola pieza. Te lo agradezco. —No sabe lo que le van a hacer. Hubert iba arrastrando los pies más que ella. —Tengo una idea. Pero no te preocupes. Mi marido vendrá a rescatarme. —Eso es lo que suponen que va a hacer, y entonces van a… —Lo sé, pero no lo entiendes. Es un hombre distinto al que era cuando fue tu príncipe. No permitirá que me ocurra nada. Rainger me salvará. De eso no le cabía duda. Aun cuando él la había engañado, aun cuando ella lo detestaba, aun cuando él utilizaba su cuerpo para traer su heredero al mundo, lo sabía. Contra toda lógica o esperanza, sabía que Rainger iría a rescatarla. Que la rescataría. —Sé que la rescatará, Alteza —dijo Hubert. Pero su tono triste contradecía esas esperanzadas palabras. El establo era un manicomio de actividad, con todos los mozos ensillando caballos. Por el aire volaban el polvo y las maldiciones. Sorcha supuso que le habrían elegido un vehículo que la ridiculizase e hiciera mofa de su dignidad de princesa. Y no se equivocaba. La tosca y humilde carreta se parecía al chirrión en que llevaban a los aristócratas franceses a la guillotina. El caballo que la tiraba tenía unos cascos inmensos, las piernas toscas, el lomo hundido, y se balanceaba al andar. Era un viejo y agotado caballo de granja. Nueve jinetes armados con espadas rodeaban la carreta, sus uniformes tan elegantes como el de cualquier caballero, y con el escudo de armas de la familia DuBelle cosido en las mangas. Dos eran hombres mayores, veteranos y estoicos; los

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otros siete eran jóvenes y orgullosos, y la miraban con un desprecio apenas disimulado. —Caballeros —dijo. Fue como si no hubiera hablado. El cazador no conversa con el zorro. Le dio unas palmaditas en la cabeza al pobre caballo y dijo a Hubert: —Me sorprende que no sea un buey. —Un buey tardaría muchísimo, y necesitan que llegue allí a tiempo para… —¡Prudencia, Hubert, te has propasado! —ladró uno de los espadachines. El joven hablaba con la pronunciación y el tono de un aristócrata, llevaba el pelo cortado a la moda y su expresión era de burlona superioridad. Pero Hubert tenía el rango de jefe de los guardias. —¿Qué crees que va a hacer, joven señor? —replicó—. ¿Escapar y derrotar al conde DuBelle? Sólo es una mujer, y bastante delgada si es por eso. Creo que podemos decir con toda seguridad que entre los diez podemos dominarla. Los dos guardias mayores se rieron. —Eres un insolente, hombre —dijo el joven, llevando la mano a la empuñadura de su espada. Los otros jóvenes lo imitaron. Y él continuó: —Cuando yo sea el jefe de la guardia… —¿Cómo os llamáis? —interrumpió Sorcha, poniendo en su voz toda la altivez de su abuela. El joven pegó un salto. La miró desde la altura de su caballo como si la viera por primera vez, y la mirada fija de ella le hizo desviar la vista. —Baptiste. Baptiste Chapele, hijo del conde d'Aubert. —Nunca vais a ser el jefe de la guardia. Cuando el príncipe Rainger se entere de vuestra impertinencia hacia vuestro jefe, os enviará a casa de vuestro padre, con una nota reprendiéndolo por haber malcriado así a su hijo. Ruborizado por la humillación, Baptiste dijo: —El príncipe Rainger no está al mando aquí. —Lo estará. —Estará muerto. —¿Sois un hombre aficionado a las apuestas? —preguntó Sorcha—. Porque aceptaré esa apuesta. Los jóvenes se miraron entre ellos, indecisos por primera vez. —Antes de que acabe el año, el príncipe Rainger será coronado rey de Richarte en la catedral de Bellagrande. Yo seré coronada reina de Beaumontagne en la catedral de Beauvallee. Estamos casados y seremos el rey y la reina de los dos países. Mi estimado y tonto muchacho —añadió sonriendo—, habéis cometido un grave error. Hubert emitió un sonido, un ligerísimo gesto de molestia. Lo alarmaba su arrogancia. Pero ella sabía qué tipo de hombre era Baptiste: presuntuoso, ignorante y fácil de influir. —El príncipe Rainger no tiene ninguna posibilidad —dijo él, pero en tono inseguro.

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—El príncipe Rainger es inteligente, implacable, y tiene a su disposición el poderío militar de Beaumontagne —contestó ella. —Pero es tan delicado que no quiere combatir contra su propio pueblo —dijo Baptiste, y miró a sus amigos en busca de apoyo. Ellos asintieron como un solo hombre. —¿Cuántos hombres de la antigua nobleza de Richarte lucharán por el conde DuBelle? ¿Cuántos plebeyos tomarán las armas por el conde DuBelle? —Sorcha subió a la carreta y se sentó en la paja delante del tablón delantero con la espalda apoyada en él—. Rainger no tendrá que luchar contra ellos. El pueblo de Richarte le abrirá las puertas, por propia voluntad. Uno de los caballos se encabritó, y otro de los jóvenes dijo a borbotones: —¡Eso fue lo que dijo padre, Baptiste! Ah, ese era hermano de Baptiste. Dirigiéndose a él, Sorcha añadió: —Llevarme a mí como cebo a una trampa es el último recurso de un hombre desesperado. —¡Padre dijo eso también, Baptiste! —dijo el hermano, nervioso y con los ojos agrandados. Su nerviosismo contagió a los otros jóvenes, que se miraron inquietos entre ellos. —Deberíais hacerle caso a vuestro padre —dijo Hubert, cogiendo las riendas del caballo enganchado a la carreta—. Es un hombre sabio. —Vamos, cállate —exclamó Baptiste, mirándolo furioso. —Qué mal genio —dijo Sorcha. Todo ese país estaba vuelto del revés. Hacía falta disciplina, y Rainger, con su mirada acerada y su inquebrantable resolución, era exactamente el hombre para imponerla. Con una fuerte sacudida inicial, la carreta comenzó a traquetear por el camino lleno de surcos y baches. Cinco hombres cabalgaban delante y cinco detrás, todos con las manos en las empuñaduras de sus espadas. Estaba claro que les habían ordenado ir vigilantes por si había un intento de rescate, y ella también recorría el bosque con la mirada a cada momento. La carreta viró y entró en un sendero que subía hacia la montaña de detrás del palacio. Las verdes copas de los abetos se unían arriba ofreciéndoles una sombra moteada de luz. Los arbustos rozaban los costados de la carreta. El caballo caminaba penosamente, hinchando los costados con sus jadeos por la cuesta. Y de repente, creyó ver… algo. Enderezó la espalda y miró atentamente el lugar. Un hombre. Parecía un hombre vestido todo de negro, y la estaba mirando a ella. En la distancia se oyeron toques de cuernos de caza, ruido de cascos de caballo al galope y risotadas. Y el hombre desapareció. Había sido una ilusión; no había nadie allí. —Ánimo, muchacho —dijo Hubert al caballo—. El conde DuBelle desea que todo esté en su lugar cuando llegue allí, y eso significa que más nos vale llegar al

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final de la cuesta. Él no es de esos que se vaya a reprimir de usar el látigo, y tú no estás en forma para aguantar los latigazos. Cielos, no, pensó ella. El pobre caballo no necesitaba latigazos para ser desgraciado. Ya era bastante desgraciado tal como estaba. Apoyó los brazos en las rodillas levantadas y cerró las manos en puños. Deseaba… deseaba que acabase todo aquello de una vez. Deseaba saber cuál sería la mejor manera de ayudar a Rainger. Deseaba no haber sido tan inflexible con él. Sí, la había engañado y, más aún, la había tratado como a una idiota, haciéndole parecer tonta. Pero él tenía sus motivos, y si ella consideraba necios esos motivos, bueno, pues, tenía razón. Pero cuando él decidió engañarla no la conocía. No sabía que ella era obediente y dócil. Bueno, sí, tal vez algunos de sus comportamientos durante el viaje por Escocia le habían dado la impresión de que ella era terca y voluntariosa. Pero eso se había debido simplemente a que para hacer frente a las adversidades que se les presentaron había que hacer uso de ingenio e inteligencia… De acuerdo, Rainger tenía motivos para preocuparse de las intenciones de ella respecto al futuro. Había disfrutado de ese viaje por Escocia más de lo que había disfrutado de nada en toda su vida. El frío, la lluvia, el barro, el hambre, no eran nada comparados con el placer de hacer frente a desafíos y salir con éxito de ellos pese a todos los factores en contra. Jamás en su vida había gozado de una libertad tan inimaginable, y nunca más volvería a gozar de ella. Era la princesa heredera, con los deberes y la autoridad de una princesa. Y ese día aplicaría su ingenio y las habilidades que había aprendido en los caminos de Escocia para demostrar que era digna de ser reina. Nuevamente paseó la mirada por los alrededores de la carreta. Tenía que estar alerta. Tenía que estar preparada para ayudar a Rainger. Porque, Dios la amparara, lo seguía amando, y si a él lo mataban cuando fuese a rescatarla, ella también moriría. —Hemos llegado, Alteza —dijo Hubert deteniendo el caballo—. Si me hace el favor, baje de la carreta y camine hasta ese árbol. Baptiste, ayuda a su Alteza a bajar de la carreta. Dado que se oía más cerca el ruido de los cortesanos a caballo, Hubert se alejó con paso enérgico, al parecer sin la menor consideración hacia ella. Baptiste obedeció la orden; la ayudó a bajar de la carreta y la llevó hacia un macizo pino. —Quedaos aquí, que iré a buscar la cuerda. Sorcha observó que el claro del bosque en que se habían detenido era perfecto para una emboscada. Por la orilla de atrás y los lados, los árboles estaban muy juntos formando un denso bosque, y por delante raleaban lo bastante para dejarla claramente a la vista desde la pradera, y daba una buena visión de la trampa a los cortesanos. Por encima y hasta más allá del borde de la abrupta pendiente que bajaba a la pradera, los guardias habían extendido una red con una manta sujeta a las ramas

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de los árboles, y cuando Rainger llegara a ese punto, aproximándose desde la pradera, se la dejarían caer encima, derribándolo al suelo. Mientras él se debatiese para liberarse, lo envolverían en la red y la manta y el conde DuBelle ordenaría que lo llevaran de vuelta a la mazmorra, a pudrirse allí para siempre. Sin duda Rainger tenía un plan diferente, pensó. Nuevamente recorrió todo el entorno con la vista, buscando algo que pudiera servirle para ayudar a Rainger, pero lo único que vio fue a los cortesanos a caballo que iban entrando en el claro. Y el único sonido que se oía era el de sus insípidas risas y su incesante cháchara. Vio que Baptiste se acercaba caminando hacia ella con una cuerda enrollada en la mano. En ese momento, Julienne desmontó no muy lejos de él y lo llamó a su lado. Cuando la mujer subió la mano por su cuerpo tocándole los botones, el joven pareció avergonzado y aterrado; y sus angustiadas miradas hacia el conde DuBelle decían claramente que temía represalias. Finalmente el joven levantó la cuerda, enseñándosela, a modo de disculpa, y reanudó la marcha hacia ella. Y en ese mismo momento, apareció Rainger en la pradera.

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Capítulo 27

—Ahí está —dijo el conde DuBelle, situándose detrás de Sorcha y echándole el aliento caliente en la nuca—. Vuestro guapo y joven héroe. ¿Creéis que sabe lo de la trampa que le hemos tendido? —No lo sé —repuso ella. Rainger iba caminando hacia ellos con expresión recelosa, mirando a uno y otro lado como si temiese una emboscada. —Tal vez no —dijo el conde—. Hay una regla de caza que es una verdad universal, y es que la presa nunca mira hacia arriba. Diciendo eso le bajó un dedo por el brazo. Ese contacto le puso a ella la carne de gallina de repugnancia. —Pero apuesto a que aún en el caso de saberlo, entrará en la trampa, por vos. Es todo un caballero. Todo un príncipe. —Su voz ronca, áspera, se burlaba del concepto de nobleza—. Sin duda tiene algún casquivano plan para rescataros, y para lo que le va a servir… Siempre le recuerdo al pueblo de Richarte lo horrorosamente malo que era como líder, y les aconsejo que no lo deseen de vuelta. Y por si acaso lo olvidan, tengo contratados mercenarios y guardias que me son tan leales como a sus familiares. O sea, que el conde DuBelle elegía intencionadamente a hombres como Hubert. Personas con responsabilidades familiares, personas vulnerables a las amenazas. —Ya está cerca, más cerca… Despreocupadamente, como si no se diese cuenta de lo que hacía, el conde DuBelle le besó el hombro. Sorcha deseó lavarse esa parte de su cuerpo para borrar el hedor de su aliento. Y Rainger vio el beso, porque echó a correr. Deseó gritarle que se fuera, pero comprendió lo estúpido que sería eso. Mientras tanto el conde DuBelle reía encantado. Sorcha miró alrededor, desesperada. Vio que Julienne estaba bastante cerca, con la atención dividida entre la aproximación de Rainger y las atenciones que su marido le dedicaba a ella. Baptiste había dejado caer la cuerda y cogido su mosquete. Hubert también tenía un mosquete en las manos. Y también el hermano de Baptiste y los demás guardias. Se le heló la sangre. Trató de arrojarse pendiente abajo. Después, al recordarlo, no supo bien por qué lo hizo. No fue un plan, fue un impulso instintivo. El conde DuBelle le cogió el brazo y se lo retorció, dolorosamente.

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En el preciso instante en que Rainger llegó al centro de la red, el conde gritó: —¡Ahora! Cayeron la red y la manta y cubrieron a Rainger. Él se debatió enérgicamente. Los cortesanos observaban y se reían. —Detesta que lo encierren en espacios pequeños —les gritó el conde—. Se acuerda de su larga estancia en mi mazmorra. —Rainger, Rainger, por favor —musitaba Sorcha mientras tanto, retorciéndose las manos, tratando de hacer pasar su fuerza por el aire, hacia él. Pero no sirvió de nada. Pasado sólo un momento se acabó el movimiento debajo de la red. Él había dejado de debatirse. Ella tenía que hacer algo. —Ese es siempre el problema que tenemos con nuestro príncipe Rainger —dijo el conde DuBelle, encogiendo los hombros, como si estuviera decepcionado—. No nos ofrece mucha diversión, porque renuncia muy fácilmente. Ella tenía que distraer su atención. ¿Qué era lo que le había dicho la madama que podía distraer la atención de cualquier hombre en cualquier parte? No era nada de tipo sexual, era… —Ah, bueno —dijo el conde DuBelle—. Disparadle y acabemos con esto. —¿Dispararle? —exclamó Sorcha, incrédula—. Lo ibais a llevar a la mazmorra. Los ojos del conde adquirieron un brillo letal: —Esta vez no, querida mía. Estoy harto de este príncipe. Va a morir. Los guardias levantaron los mosquetes. Madama Pinchon aseguró que a los hombres les gusta ver una pelea entre mujeres. Liberando rápidamente las manos de las ataduras, gritó «¡Puta!» y de un salto se abalanzó sobre la condesa. Le cogió el pelo rubio con las dos manos y le dio un fuerte tirón. El pelo resistió un momento, y al instante siguiente Sorcha se tambaleó hacia atrás con el impulso, sosteniendo en las manos una peluca ingeniosamente arreglada, con las horquillas adheridas. Julienne se había quedado con la cabeza al descubierto, revelando su pelo corto y ralo y una buena cantidad de canas. Palpándose la cabeza con las dos manos, la mujer chilló de dolor y rabia. Sorcha experimentó un momento de intensa satisfacción. Lo había logrado. Nadie había disparado. Todos tenían la atención centrada en ella y Julienne. Entonces Julienne se abalanzó sobre ella, gritando: —¡Zorra, te mataré por esto! El peso de Julienne la arrojó al suelo de espaldas. Y ahí le asestó un golpe que le hizo zumbar los oídos. Sorcha le enterró el codo en el pecho. Julienne se dobló, haciendo bascas. Sorcha aprovechó para cogerla por el cuello. Sin soltarla rodó con ella hasta quedar sentada encima y entonces la abofeteó una y otra vez, gritando: —¡Traicionaste a Rainger! Mataste su confianza; mirabas cuando lo azotaban.

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¡Arpía! ¡Traidora! Julienne agitaba los brazos debajo de ella, tratando de golpearla, pero a ella la furia le daba fuerza. Vagamente oía batir palmas alrededor. Los cortesanos estaban animando la pelea, como si estuvieran asistiendo a una pelea de gatos. No le importó. Nada podía apagar su satisfacción. Julienne se merecía eso. Cuando estaba levantando un brazo para asestarle otra bofetada, la cogieron por los dos brazos y la levantaron. Eran dos de los guardias. Con una rabia salvaje, trató de soltarse. Julienne se puso de pie y le asestó una bofetada. —¡Perra mestiza! Levantó el puño para volver a golpear. El conde DuBelle la cogió desde atrás por la cintura y la apartó. Entonces Sorcha oyó una voz de hombre suplicándole al oído: —Le ruego, Alteza… por favor, Alteza… Era Hubert, que la estaba sujetando para que no se hiciera daño a sí misma. Todos los que los rodeaban, los hombres y mujeres de la corte, se estaban riendo y vitoreando. Julienne tenía la cabeza cubierta de barro, con su pelo corto en punta; manchas de hierba estropeaban el exquisito terciopelo de su traje de montar. Le chorreaba sangre por una ventanilla de la nariz. Estaba llorando, con entrecortados sollozos de furia, y las lágrimas le dejaban huellas por la suciedad de su cara. Se veía horrorosa, y Sorcha se alegró. Se sentía contenta y orgullosa, pero de todos modos, todavía furiosa. Pensó que tal vez ella estaba tan horrorosa como la condesa, pero no le importaba. Ya era hora de que alguien le diese una lección a Julienne, y le complacía muchísimo haber sido ella quien lo hiciese. Al ver las subrepticias sonrisas y los furtivos gestos con el pulgar hacia arriba que le hacían, supuso que todos se sentían igual de complacidos. —Princesa Sorcha, eso ha sido muy impresionante —dijo el conde DuBelle arrastrando la voz. —¿Qué? —exclamó Julienne, violentamente—. ¿Cómo te atreves a elogiarla? Los ojos azules del conde relampaguearon de fría diversión. —Pero eso no va a salvar a vuestro marido. —Girando la muñeca, apuntó a los guardias—. Disparad al príncipe Rainger. Sorcha se abalanzó sobre uno de los guardias. —¡No! Mientras rugían los mosquetes, Hubert la echó hacia atrás de un tirón. Las balas dejaron unos agujeros en la manta de lana que cubría la red, por cuyos bordes salió humo. Todos ahogaron exclamaciones, y se quedaron inmóviles. Sorcha oyó un horrorizado susurro: «El rey». Petrificada por la angustia, miró alrededor. Hombres boquiabiertos; mujeres

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cubriéndose la boca con una mano y lágrimas en los ojos. Julienne estaba con la mano sobre el corazón. Incluso esos disipados cortesanos tenían sus dudas respecto a matar al legítimo rey. Entonces el conde DuBelle se echó a reír, y continuó riendo, con una larga carcajada. Sorcha dobló las manos como garras. Deseó matarlo. Deseó llorar. Deseó morir. —Por fin, por fin. Levantad la red —ordenó el conde, sonriendo de oreja a oreja—. Veamos el cadáver. Sorcha deseó taparse los ojos. Pero no podía «no» mirar. Más que cualquier otra cosa, deseaba «no» ver el cadáver de Rainger. Se cumplió su deseo. Los guardias levantaron la red. Debajo había un muñeco de paja sentado con los brazos colocados en un gesto grosero pero muy significativo.

Desde el lugar que había elegido a la sombra de los árboles, Rainger vio subir el color rojo de furia a la cara del conde DuBelle. Oyó la exclamación de Julienne y observó cómo se encogía y retrocedía hasta apoyarse en el conde. Oyó los murmullos de sorpresa y alarma que se elevaron entre los cortesanos. Todo eso le producía una increíble satisfacción. Pero, más importante aún, vio cuando Sorcha miró el muñeco de paja, y sonrió de dicha. Con los ojos alegres, ella miró alrededor, como si lo buscase a él, y él tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para dominar el impulso de correr hacia ella y estrecharla en sus brazos. La batalla aún no había terminado. El conde DuBelle hizo un brusco gesto hacia sus guardias. Uno de los jóvenes tontos y arrogantes bajó de un salto la pendiente que descendía a la pradera, apartó el muñeco y la hojarasca que cubría el suelo, y quedaron a la vista unos tablones. Con su brillante bota lanzó lejos uno de ellos, y quedó al descubierto la trinchera por donde había escapado Rainger. El color rojo de la cara del conde DuBelle se tornó morado de cólera. Avanzó unos pasos hacia su inútil trampa, y de pronto se giró violentamente hacia su mujer: —Esto es culpa tuya. Entonces salió Rainger de las sombras, con la mano en la empuñadura de su espada y la mirada fija en el conde. —No tendría por qué sorprenderte este giro de los acontecimientos. Como todos sabemos, lo único que aprendí contigo fue a excavar. El conde DuBelle levantó un dedo tembloroso. —¡Disparadle ahora! —¡Abajo los mosquetes! —gritó un guardia. Rainger lo reconoció. Era Hubert. Había sido uno de los guardias jóvenes

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durante el reinado de su padre. Se las había arreglado para sobrevivir hasta ese día. Pero en los once años pasados se le habían formado surcos de edad y de cinismo en la cara, y en ese momento esos surcos indicaban una firme resolución. —El hombre que apunte a nuestro príncipe responderá ante mí —gritó Hubert. El conde DuBelle cogió la pistola que encontró más a mano y, en un solo movimiento, apuntó y disparó. Al instante se materializaron los hombres de Rainger rodeando a todos los cortesanos, apuntando con los mosquetes y con las espadas desenvainadas. Pero el conde DuBelle no le había disparado a Rainger, sino a Hubert, justo en el pecho. El corpulento guardia se tambaleó hacia atrás, con una expresión de sorpresa en la cara, y cayó al suelo como un enorme árbol derribado. Lanzando un grito, Sorcha corrió a arrodillarse a su lado. Los cortesanos chillaron e intentaron echar a correr como una manada de ciervos en estampida al sentirse acosados. Pero los hombres de Rainger lo impidieron, con sus caras serias, implacables. Rainger avanzó otros pasos hacia la luz. —El ejército de Beaumontagne espera en el camino a menos de cinco millas a que yo dé la señal para marchar sobre Richarte y tomarlo por la fuerza. Pero hay una manera más fácil, conde DuBelle. Tú y yo lucharemos y el ganador se queda el país. —¿Y el perdedor? —preguntó el conde. —El perdedor muere. Rainger sabía el riesgo que corría. El conde DuBelle sentía fascinación por las armas y un miedo terrible a que lo asesinaran. Practicaba con armas de fuego, con espadas, con dagas y con los puños. Era bastante mayor que él, pero también era fuerte, sano e implacable Y más importante aún, aparecía en sus pesadillas. Y eso lo sabía el conde también. Sonrió, con esa sonrisa indolente y cruel que él le había visto tantas veces antes. La sonrisa que había visto cada año cuando los guardias lo sacaban a rastras de su celda. Vio esa sonrisa cuando gimió, lloró y le suplicó piedad a ese hombre que no conocía la piedad. —Sí, el perdedor muere —dijo fríamente el conde DuBelle, saboreando con satisfacción esas palabras. Ese tono; esa expresión. Rainger casi volvió a sentir cómo se le encogía la piel de la espalda, tal como cuando intentaba pegársele a los huesos para evitar los azotes que sabía que se avecinaban. Debía recordar, debía tener presente que ese hombre había matado a su padre, aprisionado a sus amigos, asolado su país. Y ahora había secuestrado a su mujer, y si se le daba la oportunidad, la azotaría, la violaría y la mataría. Todo dependía de que él ganase esa lucha. Debía concentrarse en una sola cosa: derrotar al conde. Ninguna otra cosa importaba. Los dos caminaron hacia el centro del claro. El conde DuBelle miró de reojo hacia el joven guardia que acababa de quedar de jefe.

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—Baptiste, sabes qué has de hacer. El joven estaba mirando el cadáver de Hubert, a Sorcha, que estaba inclinada sobre él, la sangre que ella tenía en las manos y las lágrimas que tenía en los ojos. Asintió y dijo: —Sé qué he de hacer. Se deshebilló la vaina de la espada, con la espada dentro, y la depositó en el suelo. El conde DuBelle se giró hacia él siseando: —¿Estás loco? —No, milord. Estoy muy cuerdo. —Le tembló la voz, pero se cruzó de brazos, adelantó el mentón y sostuvo la mirada del conde—. No deberíais haber matado a Hubert, milord. Mi padre dice que es… que era un hombre bueno. —Tu «padre» —dijo el conde, burlón—. ¿A quién le debes lealtad? Rainger se permitió tocar a Sorcha con la mirada. Ella se levantó lentamente, dejando a sus pies el cadáver de Hubert, y miró a Baptiste, fijamente, con los ojos claros y serenos. Baptiste le sostuvo la mirada un momento y luego se aclaró la garganta: —No lo sé, milord, no lo sé. El conde se volvió bruscamente hacia otro de sus guardias jóvenes. Aunque a este joven le temblaba tanto la mano que tuvo dificultad para deshebillar la vaina de su espada, también se la quitó y la depositó en el suelo. Los jóvenes avanzaron juntos a colocarse a un lado del cadáver de Hubert. Uno de ellos se quitó la chaqueta y le cubrió cara. Luego lo levantaron y lo colocaron en la carreta. —Parece que tus hombres son partidarios de que nuestro combate sea limpio — dijo Rainger, bajando la punta de su espada. Veloz como una serpiente al atacar, el conde DuBelle arremetió con una estocada, diciendo: —Una lástima. Rainger alcanzó a levantar la espada para parar el golpe, pero sólo lo desvió evitando que fuese mortal; la punta se le enterró en el hombro, tocándole el hueso. El conde DuBelle saltó hacia atrás y se rio. El dolor y la risa golpearon a Rainger como un guante, despejándole la cabeza y eliminándole el miedo. Ya había ocurrido lo peor; el conde había sido el primero en verter sangre. ¿Y qué? Lo que realmente importaba era quién sería el último que haría sangrar. Oyó los murmullos de desaprobación que se elevaron entre la multitud. Estaba claro que el conde también los había oído, de modo que esbozó una sonrisa levantando levemente las comisuras de los labios. El conde agrandó los ojos, revelando su disgusto por esos murmullos, y al instante casi los cerró, como para ocultar su odio y rencor. El conde DuBelle le tenía un odio irracional, comprendió Rainger. Lo odiaba

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por haber sobrevivido; lo odiaba por el hecho mismo de existir. Y lo temía, por su legítimo derecho al trono. Ensanchó la sonrisa. Odio y miedo; buenas señales. Y mejor aún, el conde no era capaz de ocultar sus sentimientos. Eso indicaba pérdida del autodominio. Sintió correr sangre por el brazo y sintió los dedos algo adormecidos. Se pasó la espada a la otra mano. —Venga, hombre. Mientras tú hacías tus prácticas de esgrima yo andaba recorriendo el mundo en busca de mi princesa. Y hacía… algo más. ¿Qué hacía? Ah, sí, estaba recibiendo los golpes de tu varilla y pudriéndome en tu mazmorra. —Te pudrirás en tu tumba cuando acabe contigo. Sorcha se encogió al oír esas crueles palabras del conde DuBelle, y volvió a encogerse al ver que, sin aviso, tiraba un tajo hacia Rainger. Pero este paró hábilmente el golpe y, sonriendo, dijo: —Tienes razón, por supuesto. Decir «En guardia» ya está muy pasado de moda. Sorcha pensó que debería alegrarle que él tuviese la presencia de ánimo y la confianza para bromear, pero deseaba que dejase de hablar y «luchara». Tenía que ganar. Y deseaba que ganara no por el bien de sus desgraciados países, ni por sus tronos o coronas, sino porque bajo su resentimiento y desconfianza había una roca de amor tan fuerte, tan intenso, que casi no soportaba mirar el combate. Y sin embargo no podía desviar la vista. Mirando relampaguear las espadas a la moteada luz del sol, se sentía desfallecer, sentía el dolor, se encogía con cada golpe, y tenía la respiración agitada como si fuese ella la que estuviera luchando. El corazón, con sus frenéticos latidos, hacía que le doliese el pecho. —No puedes continuar —dijo el conde DuBelle, jadeando—. Estás perdiendo sangre. —Cierto —concedió Rainger. Con un movimiento tan veloz que Sorcha no pudo seguir con la mirada, Rainger eludió la defensa del conde y le hizo un tajo en la mejilla hasta la comisura de la boca. Los hombres farfullaron, las mujeres gimieron, y Julienne chilló cuando la carne le quedó colgando dejando a la vista las muelas. Sorcha sonrió con salvaje satisfacción. No sentía la menor lástima por el conde DuBelle. Ella misma lo mataría, si pudiese, por los sufrimientos y muertes que había causado. —Ya está, ahora tú también estás perdiendo sangre —dijo Rainger, en guardia, con la espada preparada, mientras el conde se palpaba la herida con los dedos. —Cachorro real mal parido —masculló el conde, con la voz rara, como si no pudiese articular bien—. Me has mutilado. Volvieron a chocar las espadas. Y la espada de Rainger volvió a relampaguear. El conde DuBelle se defendió, pero comenzó a brotarle sangre de la otra mejilla. Retrocedió tambaleante.

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Nuevamente, Rainger dejó de atacar y esperó. —Ya está, eso debería mejorarte el humor. Los dos lados están iguales. El conde se giró a mirar a su mujer. Al verle la cara, que ya semejaba una calavera, la macabra imagen de la Muerte, Julienne agrandó sus hermosos ojos, horrorizada, y, cubriéndose la boca con la mano, se dio media vuelta y vomitó. Cuando el conde se volvió hacia Rainger, su mirada era letal. De un salto se lanzó al ataque con una serie de golpes tan rápidos y furiosos que su espada parecía lanzar llamas. Tal vez Rainger había aprendido a luchar así, pensó Sorcha, pero de eso hacía muchísimo tiempo; desde entonces había estado años en una mazmorra y luego recorriendo el mundo en busca de ella. De todos modos, Rainger paraba los golpes y respondía bien a las arremetidas del conde. En ese momento alguien le tocó suavemente el hombro y una cálida voz femenina dijo casi en un susurro: —Tal vez Rainger no sea tan buen espadachín como el conde DuBelle, pero está demostrando una extraordinaria capacidad para sacudirlo. Sorcha recordó uno de los axiomas de la abuela: «El prisionero llega a conocer los miedos de su carcelero tan bien como el carcelero conoce la angustia de su prisionero». Entonces sintió una ligera presión en el otro hombro. —Rainger mantiene muy bien su ritmo. No permite que el conde DuBelle lo obligue a una lucha rápida. —Y ahora podemos ver la diferencia entre juventud y experiencia —dijo la primera voz—. El conde DuBelle está sudando como el cerdo que es. Las voces le resultaban vagamente conocidas, pero en ese momento no podía atender a eso. No tenía tiempo para mirar a esas mujeres; tenía que mantener toda su atención centrada en Rainger. No podía ni pestañear. Deseaba ayudarle de alguna manera, pero sólo era una espectadora. Una de las mujeres se le cogió del brazo. —Rainger no va a perder. Está luchando por ti. Esa afirmación sólo fastidió a Sorcha; pero la distracción le hizo desear ponerse a chillar. ¿Es que esas mujeres no veían lo que estaba ocurriendo? ¿No veían volar por el aire las espadas plateadas? ¿No veían relampaguear las puntas al reflejar la luz del sol? ¿No veían la sangre que manaba de la herida de Rainger, ni la horrorosa cara de calavera del conde DuBelle? El ruido del choque de aceros llenaba toda su mente. ¿No comprendían esas mujeres que Rainger podía morir? —Está luchando por su vida —dijo secamente. La mujer del otro lado la abrazó. —Sí, por supuesto —dijo en tono dulce, consolador—, por su vida, por su país y por su amor. —Su amor le dará la fuerza —dijo la otra. Él no la amaba, pensó Sorcha, pero si el amor le iba a dar la fuerza, ella tenía el

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suficiente por los dos. Hizo su primera respiración lenta, sin restricción, aceptando el consuelo de las dos mujeres. Y en ese momento, delante de ella, los movimientos con la espada del conde DuBelle cobraron una nueva intensidad. Rainger había empezado a flaquear. Tenía el pecho agitado y resollaba por el esfuerzo y, una y otra vez, apenas lograba levantar la espada para defenderse. El conde DuBelle estaba haciendo una jactanciosa exhibición de las técnicas que había perfeccionado durante años de práctica. Sus ojos claros brillaban de malignidad mientras hacía retroceder más y más a Rainger. Entonces empezaron los gritos: gritos fuertes al conde DuBelle animándolo a rematar la faena, y gritos más quedos a Rainger animándolo a resistir, y a ganar. Sorcha deseó gritar animando a Rainger, pero tenía la boca tan reseca y su angustia era tan intensa que no pudo. El conde fue obligando a Rainger a retroceder hasta el borde rocoso y sin vegetación de la abrupta pendiente que bajaba a la pradera, hacia el lugar de la trampa que le había preparado. Estaba jadeando, pero sonrió al decir: —Vas a morir donde yo te diga. A Rainger se le resbaló un pie, trastabilló y quedó con una rodilla hincada en el suelo. El conde levantó la espada para asestar el golpe mortal. Aprovechando que eso dejó al conde con el cuerpo al descubierto, y con un movimiento tan rápido que Sorcha no pudo seguir con la vista, Rainger levantó la espada en vertical y se la enterró bajo la caja torácica, atravesándole el pecho. Al conde DuBelle se le balanceó el cuerpo, con la espada colgando, y la cara contorsionada por una ridícula expresión de asombro. —No —dijo Rainger—, no moriré. Liberando su espada de un tirón, pasó el brazo por debajo de las rodillas del conde DuBelle, le levantó las piernas y lo dejó caer en la tumba.

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Capítulo 28

Rainger se incorporó lenta y penosamente, y se giró a contemplar el cadáver de su enemigo al pie de la pendiente. Detrás de él, en el claro, nadie se movía, nadie respiraba. Durante años, tanto en la oscuridad como a la luz, se había imaginado ese momento. Había ensayado mentalmente cada movimiento, cada golpe, cada parada con su espada. Y siempre pensaba que experimentaría un júbilo inmenso. Sin embargo, lo único que sentía era la satisfacción de un trabajo bien hecho. Un trabajo que llegaba muy, muy tarde. —¡Lo ha conseguido! —gritó un hombre. Como si esas palabras hubiesen sido el detonante, se armó el barullo. Las mujeres chillaban, los hombres gritaban. Rainger se giró a mirar a la multitud. Algunos de los partidarios del conde DuBelle, bien vestidos y bien comidos, retrocedieron discretamente, adentrándose en el tumulto. Rainger les hizo un gesto a sus hombres indicándoles que los dejaran en paz. Pero una verdadera alegría iluminaba más caras de las que él se habría imaginado. El conde DuBelle era odiado por no pocos de sus partidarios y de sus guardias. Había preparado mentalmente mil conmovedores discursos para la multitud que lo aclamase. Sin embargo, en ese momento sólo deseaba decir unas cuantas palabras sinceras a una mujer. Buscó su cara, deseando ver que estaba bien, ver si estaba contenta de que él hubiese derrotado al conde DuBelle, contenta de que él estuviera vivo. La vio enseguida. Su amada cara estaba pálida, sus gloriosos ojos muy abiertos, y su expresión era engañosamente serena. ¿Qué pensaba? ¿Qué sentía? Ya no la conocía, desde el día en que ella había descubierto su engaño, desde el día en que él le había explicado sus planes, le había dado sus órdenes y le había exigido su colaboración. Desde ese día, ella le había dado solamente lo que él le exigía, y nada de lo que deseaba. Sabía qué debía hacer.

Cuando Sorcha lo vio caminar hacia ella, deseó correr hacia él, expresar a gritos

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su alegría, arrojarse en sus brazos, abrazarlo, besarlo. Pero él deseaba una reina, no una esposa. Por lo tanto se quedó muy quieta y esperó a que él llegase hasta ella. Cuando estuvo cerca, le tendió la mano, diciéndole: —¡Bravo, milord! —Le tembló la voz de una manera de lo más impropia de una reina, por lo que añadió con sumo cuidado—. Nunca he dudado de que triunfarías. Pero él… no actuó como un rey. Actuó como un hombre. La cogió en sus brazos y la estrechó en ellos como si ella fuese su posesión más querida, como si estuviese desesperado por abrazarla. —Dios mío, tenía un miedo horrible de que ese cabrón te hubiera matado — musitó, con la voz ahogada por la emoción—. Que te hubiese hecho daño. ¿Te ha hecho algo? Impresionada por esa tempestuosa declaración, ella no pudo hablar y sólo negó con la cabeza. —Cuando te he visto aquí he sabido que se habían oído todas mis oraciones y he comprendido que… que ganaría. Por ti. Porque tenía que vivir para ti, contigo. Se apartó un paso, le cogió la cara entre las manos y la miró con los ojos iluminados por algo… por algo que parecía decir que ella era una mujer fabulosa; ella habría dicho que era una mirada… —Te amo —dijo él, y antes de que ella pudiese recuperar el aliento, se arrodilló ágilmente ante ella y le cogió las manos—. Cuando salí a gatas de esa mazmorra, hice dos juramentos solemnes. Juré que volvería aquí a matar al conde DuBelle, y juré que nunca más volvería a arrodillarme ante ninguna otra alma. Pero algunos juramentos se hacen por buenos motivos y otros se hacen por orgullo. Gracias a Dios, tú me has hecho ver la diferencia. A ella le temblaron las manos en las de él. —Rainger… Tenía que decirle que interrumpiera eso inmediatamente. Estaba herido, estaba sangrando. Era necesario que le curasen esa herida. Más importante aún: un hombre que va a ser rey no debe jamás humillarse en el momento de su triunfo, y mucho menos delante de todas esas personas. La abuela se horrorizaría al verlo, y le horrorizaría que ella no se lo impidiese. Sin embargo, no logró decidirse a hacer lo correcto. Deseaba ver humillarse a Rainger ante ella. Deseaba oírle pedirle perdón. Deseaba volver a oírle decir «Te amo». ¿Se habría imaginado que se lo había dicho? ¿Volvería a decírselo? —Durante ocho años viví en la oscuridad —continuó él—, y la única luz que tenía era el recuerdo de tu cara. Recordaba el morro que hacías cuando te embromaba, recordaba el sonido de tu risa cuando te decía algo gracioso. Veía todas las miradas de tus ojos, tus movimientos al caminar, todos los detalles de tu transformación de niña en mujer. —¿Pensabas en mí cuando estabas prisionero?

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—Todos los días. —Le brillaron los ojos oscuros al decirle la verdad por fin—. Por eso el día que nos casamos hice otro juramento estúpido. Juré que nunca te lo diría. —¿Por qué? —preguntó ella, deslizándole el pulgar por la sucia mejilla. —Porque lo que siento por ti es tan fuerte, tan intenso, que temía que me obligases a arrodillarme ante ti. Ella continuó acariciándole la mejilla con el pulgar. —Yo jamás haría eso. —Lo sé —dijo él, sin dejar de mirarla a los ojos—. Pero he conocido a mujeres que lo harían. Julienne. Se refería a Julienne. —Yo no soy una de esas mujeres. Y, la verdad, no le gustaba nada la comparación. —Sé que no lo eres. Lo sabía entonces, pero… pero tenía miedo. Estaba pálido, y gotas de sudor le cubrían la frente. Tenía que impedirle que continuara, no fuera a desmayarse por la pérdida de sangre. Pero él debió leerle el pensamiento, porque le apretó las manos. —Déjame que siga. Necesitas esto. Si a mí me ocurre algo serás la reina, y todo el mundo debe saber en qué concepto te tengo. La brasa de esperanza se enfrió. —¿Haces esto para proteger mi posición en el caso de que la herida te mate? —En parte. —Tal vez no deberías temer que esa herida te mate. Aunque esas palabras eran amables, su tono no lo fue. Él se rio. No, en realidad no se rio; más bien emitió un sonido parecido a una tos dolorosa. —No, lo has entendido mal. Quiero protegerte por si me muero, sí. Pero eso podría hacerlo con bastante facilidad sin el esfuerzo, el sufrimiento, de estar postrado a tus pies. Hago esto porque… porque es necesario que lo sepas, porque necesito decirte, sólo una vez… no puedo vivir sin ti. Cuando me enteré de que te habían secuestrado, caí en la cuenta de que no sabías lo más importante de mí. —Miró alrededor, y se incorporó lentamente—. ¿Te parece que caminemos un poco? —Por supuesto. Cuando él le cogió el brazo, le picó la curiosidad. Él le había dicho muchísimo delante de todas esas personas. ¿Qué querría decirle en privado? Él la alejó de la multitud caminando lentamente y apoyándose en ella como si necesitase afirmarse, como si supiera que podía fiarse de que ella lo mantendría en pie. Cuando entraron en el bosque, él se detuvo junto a unos árboles y le dijo en voz baja: —Necesito decirte lo que ocurrió en la mazmorra del conde DuBelle. Ella no sabía si Rainger consideraría traición que hubiese estado hablando de él, pero confesó: —Marlon me lo dijo.

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—Muy bien. Pero Marlon no te dijo la parte más importante, porque no la sabe. Nadie la sabe, excepto yo, y tú. Ella no entendió esas enigmáticas palabras, tan impropias de él. —¿Yo? ¿Qué quieres decir? —Durante ocho años viví en una celda oscura, fría y húmeda. Al séptimo año me desmoroné, me quebré. Le rogué y supliqué al conde DuBelle que me dejase vivir, que me devolviese la salud y la libertad. —Curvó la boca en un rictus de amargura—. Fue despreciable, e inútil, por supuesto. Marlon me despreció, pero su desprecio no era nada comparado con el que yo sentía por mí mismo. Durante todo ese año siguiente me odié, me odié tanto y con tal virulencia, que ya no me importaba vivir o morir. Había traicionado a mi familia, a mi padre, a ti. —A mí no. —Tú no esperabas nada de mí simplemente porque yo había sido un muchacho vanidoso, mimado e inútil. Pero para mí, en mi mente, yo te había traicionado. Yaciendo allí en la oscuridad llegué poco a poco al punto en que se me acabó el miedo. Cuando al año siguiente me sacaron para azotarme, el conde DuBelle no logró quebrarme. Lo intentó. Trató de matarme, y cuando los guardias me llevaron de vuelta a mi celda, comprendí que eso sí lo había conseguido. La vida se me escapaba, por las heridas de la espalda, pero también se iba escapando de mi espíritu y mi corazón. Rainger hablaba en un tono tan solemne, mirándola con tanta intensidad que a ella se le erizó el vello de la nuca. —Cuando ya no quedaba ninguna esperanza de que viviera, los guardias me llevaron a la otra celda, para que muriera acompañado por mis amigos. Y en la oscuridad —añadió en un susurro—, me fue fácil dar la bienvenida a la muerte. —Entonces te moriste —dijo ella. Eso lo sabía. Conocía esa historia. —Pues, sí. Lo recuerdo todo de ese momento. El aire estaba viciado, fétido. Por todos lados me encerraban paredes y suelo de fría e insensible piedra. Ninguna voz perturbaba el silencio. Ninguna mano se acercaba a vendarme las heridas ni a aliviar mi dolor. ¿Lo recuerdas, Sorcha? Sí que lo recordaba. Recordaba ese sueño con tanta nitidez como la noche en que lo soñó. —Mi cama eran huesos de ratas y mi manta una larga y ancha telaraña — musitó. —Por ahí cerca —continuó él, retomando el hilo de la historia— caía agua gota a gota en un pozo, y el lento goteo que antes me volvía loco ya no significaba nada. Mi mundo era todo tristeza y soledad. Sabía que me estaba muriendo y agradecía el fin de mi desolación, de mi aflicción, de mi sufrimiento. Alargué la mano, toqué la mano de la Muerte, y pasé al otro lado. A Sorcha se le llenaron de lágrimas los ojos. Casi no soportaba oír esa historia, revivir esa historia con él. Rainger le cogió las dos manos y la miró a los ojos.

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—Vi una cruz. Brillaba como una brasa azul. No pude resistirme. Tenía que tocarla. Cuando la cogí, me quemó. Caí en la cuenta de que colgaba del cuello de una mujer… y con una brusca inspiración, volví a la vida, atroz, dolorosa. Sorcha vio en él el recuerdo que compartían. —Y entonces por fin entró en mi celda la primera luz de la aurora —dijo— y un ave marina emitió su dulce y agudo reclamo fuera de mi ventana. Él sonrió, una sonrisa dulce, potente. —Eras tú, mi amor. —Le besó los dedos—. Yo sabía que eras tú. —Sí, era yo. Sacó la cruz por el cuello del corpiño y se la enseñó. —Durante muchos años no he creído en Dios —dijo él, entonces—. ¿Por qué iba a honrar a Dios con mi veneración cuando me trataba con tanta crueldad? Pero ahora tengo la prueba de su gracia. Te tengo a ti y tengo tu amor, y lo único que puedo hacer es corresponderte ese amor. —Le enseñó la palma, donde estaba la marca de la quemadura—. No sé si eso es suficiente, pero espero que lo sea. Ella le puso los dedos sobre los labios. —Yo tampoco sé si lo es. Pero si me amas eternamente, creo que podría serlo. Como si ya no pudiera resistirse más, él la besó. —Mi queridísima Sorcha, ocurra lo que ocurra, cuentas con más colaboración de la que te puedes imaginar. ¿No te has fijado quiénes están muy cerca de nosotros? Desviando la atención de él, ella miró hacia las dos mujeres que la habían sostenido durante la lucha con las espadas. Rubia, menuda, curvilínea. Morena, sorprendentemente alta, esbelta. Las dos vestían uniformes de soldado, modificados. Las dos le eran conocidas. Muy conocidas. Sorcha despertó del largo sueño de soledad y miedo no expresado. —¿Clarice? ¿Amy? —¡Sorcha! —exclamaron las dos al unísono y corrieron hacia ella. Rio y lloró mientras ellas la abrazaban fuertemente y le hablaban con frases sin terminar, tratando de explicarle diez años en un momento. Clarice le dio su noticia. Amy le dio la suya. —¿Un niño? —le dijo Sorcha a Amy—. ¡Una niña! —le dijo a Clarice. Al levantar la vista vio que Rainger estaba cerca acompañado por dos hombres, mirándola con la cara iluminada por una sonrisa de satisfacción. —Disculpadme —dijo, besando a cada una de sus hermanas—. Disculpadme. —Se acercó a Rainger y le cogió la mano—. ¿Tú me las has traído? —Tan pronto como llegamos a Beaumontagne, envié a un mensajero especial con cartas de invitación. Han tenido que esperar hasta la primavera, pero… —¡Qué bueno eres conmigo! ¡Qué ingenioso y maravilloso! ¿Cómo podré compensarte por esto? Antes de darse cuenta, ya estaba en sus brazos. Él la inclinó hacia atrás y la besó. Sin ningún arte, sin ninguna delicadeza, simplemente con una gloriosa pasión y

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una ardiente excitación. Y continuó besándola, alimentándole la excitación, el amor y el deseo. Y ella le cogió la cabeza con ambas manos, correspondiéndole el beso, saboreándolo, deleitándose en él, entregándole todo lo que tenía en el alma; porque debía hacerlo; porque eran uno.

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Capítulo 29

—En mi tiempo los bebés no andaban aprendiendo a caminar por toda la sala del trono —dijo la reina Claudia, golpeando el suelo de mármol con su bastón y mirando indignada hacia su biznieta—. Sus niñeras los mantenían en los aposentos de los niños, como es debido. En su tiempo, el mundo no era un revoltijo de anarquistas, los niños sabían ocupar su lugar, y la coronación de un rey y una reina se consideraba una ceremonia digna de respeto, no un circo en el que las doncellas corrían de aquí allá por la sala del trono con la boca llena de horquillas, el suelo estaba sembrado de montones de enaguas y sus tres nietas se pasaban la mayor parte del tiempo doblándose de risa, al parecer riéndose de ella. Entonces la pequeña Sorcha sonrió, enseñando cinco dientecitos blancos y perfectos, y echó a andar en dirección a ella. —Coged a esa nena antes de que me deje el vestido de seda lleno de baba — ordenó. Clarice cogió a su nena en brazos y le habló dulcemente con los balbuceos de un bebé: —¿La nenita Sorcha le va a echar baba al vestido de seda de la abuela? ¿Sí? ¿Sí? —Clarice, vigila, te va a manchar con baba tu vestido de seda también —dijo Amy—. Mira, ahí lo tienes. Un largo chorro de baba cayó de la boca de la pequeña, y sus tres nietas se echaron a reír, encantadas. Actuaban como si la niña hubiese hecho una gracia muy ingeniosa. La reina Claudia no lograba entender cómo se las había arreglado para criar a esas nietas tan gamberras. Bueno, por lo menos eran buenas para reproducirse. Clarice tenía a su nena, Amy tenía un niño, que por suerte estaba durmiendo arriba en su cuna, y aunque Sorcha no quería reconocer nada, ella no había vivido todo ese tiempo sin enterarse de lo que significaban esos arreboles de bienestar que irradiaba. Sorcha estaba avanzada tres meses en el cumplimiento de su deber dinástico. En algún momento del invierno daría un heredero a los dos reinos. Pero primero tenía que ser coronada. Faltaban menos de dos horas para que comenzara la ceremonia de coronación y ninguna de las princesas se había vestido, a excepción de Clarice, que ahora tenía baba en el hombro. —¿Cuánto os falta para estar listas? —les preguntó, desesperanzada. —Ya estamos las tres peinadas, Clarice está vestida y a mí sólo me falta

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ponerme el vestido —contestó Amy. Y haciéndole un guiño muy de marimacho, añadió—: Y Sorcha está ahí detrás del biombo quejándose de que el corsé le queda demasiado ceñido. La reina Claudia dudó entre reprenderla u ordenarle que fuera a comprobar si Sorcha estaba embarazada. Entonces Clarice puso a su nena en el suelo y al instante esta echó a andar hacia ella. —¿No es muy pronto para que camine? —preguntó. —Muy pronto —confirmó Clarice—, pero Millicent, la hermana de Robert, dice que también caminó muy pronto. —No me cabe duda de que cualquier precocidad que tenga esta niña le viene de nuestro lado de la familia —declaró Claudia con fría formalidad. Las tres chicas volvieron a reírse. —Sí, abuela —dijo Clarice, cogiendo a la niña en volandas y girando con ella. —Por lo menos dime que la vas a dejar en los aposentos de los niños para asistir a la coronación —dijo la abuela. —Sí, abuela, sí que lo haré —respondió Clarice, y añadió muy seria—: No queremos que te sientas mal. —¡Aj, maldición!, no digas tonterías —ladró la reina Claudia. Sorcha salió de detrás del biombo a mirarla. Clarice y Amy la miraron boquiabiertas. Sus tres nietas la miraban escandalizadas. —¡Abuela! ¿No te sientes bien? —preguntó Amy, en tono de verdadera preocupación. Desde que ese rufián, el conde DuBelle, secuestrase a Sorcha y ella sufriera un ataque de dolor en el pecho tan fuerte que tuvo que guardar cama una semana, toda la familia revoloteaba nerviosa a su alrededor, imaginando que iba a estirar la pata, y tal vez esperando y deseando ese desenlace. Bueno, pues no, eso no ocurriría. No se moriría mientras durara la visita de sus nietas; no, mientras no naciese el heredero, y no, mientras ella no fuese a Italia y pasase un tiempo allí calentándose sus viejos huesos. Apuntando a Sorcha con un retorcido dedo, dijo: —Si ella puede decir «polla», yo puedo decir «maldición». Las chicas continuaron mirándola escandalizadas un momento y luego se echaron a reír. —Sí, abuela, puedes decir lo que quieras —dijo Clarice. Clarice estaba hermosa, observó la abuela, con ese mechón de pelo rubio enroscado sobre el hombro, sus ojos color ámbar resplandecientes de dicha, y su vestido de seda de un bello color azul que sólo estaba ligeramente mojado de baba. —Hoy no le hables a nadie de la polla, ¿eh, Sorcha? —dijo Amy. Como siempre, Amy tenía un aire de travesura, pero el matrimonio y un hijo la habían calmado más de lo que la reina Claudia habría esperado. Se había convertido en una mujer muy atractiva, con su pelo negro y sus ojos verdes. —Sólo lo digo para embromar a Rainger —explicó Sorcha. Levantó los brazos

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para que su doncella le pusiera el vestido, y cuando asomó la cabeza añadió—: Desde que nos casamos está muy pesado. Nunca me permite disfrazarme para bajar a… — Se interrumpió y miró hacia su abuela con expresión culpable. La reina Claudia exhaló un suspiro. —¿A la taberna, donde bebes a saber qué tipo de vino y cantas canciones vulgares? —Sí, ya no me deja hacer eso. El vestido de Sorcha era de satén blanco, adornado con trencillas de oro y cubierto con todas las condecoraciones que había ganado su familia a lo largo de los años. Llevaba un collar de inmensas perlas y pendientes a juego. Con su pelo rojo recogido alto en rizos y bucles, con las cabezas de diamante de las horquillas brillando en cada rizo, y sus límpidos ojos azules serenos, era la encarnación misma de la dignidad real. Y por eso a la reina Claudia le apenaba oírle hablar de tabernas. —Los hombres son como los gatos viejos —comentó Clarice—. Cuando se casan dejan de vagabundear y se pasan todo el tiempo enroscados junto al hogar. —Sí —convino Amy, sonriendo traviesa—, y de tanto en tanto te miran como para decir «¿No hay algo que tenemos que hacer?» Volvieron a echarse a reír las chicas, y rieron tan fuerte que nadie oyó el golpe en la puerta. Rainger asomó la cabeza por la puerta tapándose los ojos con una mano. —¿Estáis todas vestidas? Tenemos que salir inmediatamente hacia la catedral. —Puedes mirar, todas estamos vestidas —dijo Sorcha, y añadió en tono ácido— . Y no van a comenzar la ceremonia sin nosotros. —Cierto, pero si nos retrasamos y volvemos tarde, a la cocinera se le estropeará la comida. —Las miró a todas, sonriendo de oreja a oreja—. Os conozco de toda la vida, princesas, y sé que os gusta la buena comida. —Tiene razón, tenemos que ponernos en marcha —dijo Sorcha, dando palmadas y comenzando a organizar a la familia—. Rainger, tú llevas a la abuela. Clarice, dale un beso a la nena y entrégasela a su niñera. Amy, alguien tiene que llevarme esta monstruosa cola. Rainger entró y fue a ayudar a la reina Claudia a levantarse y caminar hacia la puerta. Y a medio camino, contra todas las normas, se giró a mirar a las chicas. Miró de arriba abajo a Clarice y a Amy y luego su mirada se detuvo en Sorcha. —Mira, abuela —dijo en voz baja—. Las princesas perdidas. Han sido encontradas, están juntas, están felices, y son maravillosas. La reina Claudia también se giró a mirar, y ahí estaban, sus tres nietas. Venían rodeándose la cintura con los brazos y sonriéndose entre ellas. Rubia, morena y pelirroja, eran una dinastía de la que podía sentirse orgullosa. —Hiciste un buen trabajo, chica —le dijo Rainger, apretándole el brazo—. Un muy buen trabajo. —Sí, cierto —dijo la reina Claudia, satisfecha. Y por Dios que vivirían eternamente felices, pues de lo contrario, rendirían

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cuentas ante ella.

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RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Christina Dodd Es una de las más prestigiosas escritoras norteamericanas de novela romántica. Infatigable lectora y apasionada por la época medieval, Christina Dodd combina acertadamente los elementos históricos con el romance, en una fórmula que le ha permitido publicar obras de gran éxito. Tras trabajar durante una época como delineante, cuando nació su primer hijo Christina Dodd decidió dedicarse por entero a la literatura. Diez años después, en 1991, se publicaba su primera obra, Candle in the window, una novela sobre una heroína ciega que conquistó el corazón del público y que supuso el comienzo de una prolífica carrera que cuenta ya con una veintena de títulos. Ganadora de premios de tanto prestigio en el género de la novela romántica como el Golden Heart o el RITA, Christina Dodd combina amor, aventura y emociones desatadas con un cierto toque de humor e ingenio, tal como se puede apreciar en obras como Amor en el castillo (1996), Pasión en la abadía (1997), Escándalo nocturno (1998), El hechizo del mar (1998), La princesa fugitiva (1999), Tal como eres (2003) y Duelo de pasiones (2003).

La novia robada Los días de ocultarse han pasado para la princesa Sorcha, exiliada en un remoto convento de Escocia desde que la revolución la apartó de su reino de Beaumontagne, diez años atrás. Sin noticias de sus dos hermanas, ocultas como ella, ni de su abuela la reina, decide regresar por su cuenta a su hogar. Pero el camino es largo y está lleno de peligros para una mujer de alta cuna y sofisticados modales. Acepta la escolta de Arnou, un rudo y curioso pescador que le resulta vagamente familiar. Bajo su disfraz, el príncipe Rainger espera su ocasión. Ha llegado muy lejos para encontrar a la princesa que conoció cuando ambos eran niños y vivían rodeados de lujo y sirvientes. Y ahora está dispuesto a rescatarla, casarse con ella y recuperar su reino... aunque mantenerla lejos de los problemas va a resultar mucho más difícil de lo que imaginaba. UNA PRINCESA SIN REINO...

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Al contrario que sus dos hermanas, Sorcha no ha encontrado en Gran Bretaña más que un exilio amargo y sin amor. Recluida en un convento, ha visto languidecer sus días sin esperanza... hasta que el peligro ha llamado a su puerta. Su única forma de seguir viva es regresar a Beaumontagne y reunirse con su familia. Un viaje arduo y peligroso, en el que su aristocrática inocencia puede resultar más peligrosa que las dagas de los enemigos que la acechan. Y mientras Sorcha sueña con el paraíso perdido y recuerda vagamente al príncipe arrogante con el que querían casarla, poco imagina que lo tiene más cerca de lo que nunca pensó. Y es que, después de todo, el destino ha querido reunir a los dos vástagos reales en la forma más increíble que cualquier rey pudiera pensar. ... Y UN PRÍNCIPE SIN PRINCESA En los últimos años, Rainger ha cambiado totalmente. Nada queda del joven príncipe criado entre algodones en su reino de los Pirineos, al que sus padres querían casar con la heredera de Beaumontagne. Los años de sufrimiento en una sórdida prisión han acabado con sus modales y han quebrado su fe en el género humano. Ahora sólo queda un hombre duro y curtido, decidido a todo para recuperar lo que es suyo. Pero para ello tiene que asegurarse primero de que la joven princesa llega a casa sana y salva... y eso es algo muy difícil de conseguir. Para sacarla de un apuro tras otro, ha de recurrir al disfraz, al engaño... y al arma definitiva, la seducción. Pero ¿quién será finalmente el seducido?

*** Título original: The Prince Kidnaps A Bride Editor original: Avon Books Traducción de Claudia Viñas Donoso Copyright © 2004 by Christina Dodd © 2007 by Ediciones Urano, S. A. www.titania.org

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