Texas 03

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CHRISTINA DODD Cerca de ti 3° de la Serie Corazones Perdidos de Texas Close to You (2005)

AARRG GU UM MEEN NTTO O:: ¿Quién sabe la verdad sobre su familia? ¿Quién quiere mantener su pasado oculto para siempre? Caitlin Prescott era sólo un bebé cuando sus padres desaparecieron. Adoptada por una rica familia petrolera de Texas, se convirtió en Kate Montgomery, y creció sin memoria de sus padres, sus dos hermanas mayores y un hermano que la han estado buscando con la esperanza de corregir un error terrible que se había cometido hacía veintidós años en un pequeño pueblo de Texas. Poco después de encontrar su trabajo ideal en un canal de televisión de Austin, Kate se da cuenta que está siendo acechada por un joven ambicioso reportero de prensa. ¿Por qué un coche trató de atropellarla? ¿Quién querrían matarla? Volviendo a su precaria situación en la historia, se topa con un guardaespaldas y lo sigue al trabajo. Pero ella lo planeó en frío, y no contó con la fuerza de la hoja afilada de Teague Ramos o la atracción que ardía entre ellos. Cuando Teague conecta la muerte de un personaje de la alta sociedad de Austin a las preguntas sin contestar acerca de la infancia de Kate, ella se encuentra abriendo puertas peligrosas de su pasado. Ahora, con sólo su misterioso guardaespaldas para protegerla, Kate forma parte de una persecución de alto riesgo que puede conducir a la familia que nunca ha conocido a la trampa de un asesino despiadado.

SSO OBBRREE LLAA AAU UTTO ORRAA:: Christina Dodd nació en Estados Unidos, se graduó en la Universidad de Boise y comenzó a trabajar en una empresa de ingeniería, compaginando con la escritura. Más tarde trabajó en una librería hasta dedicarse le lleno a la escritura. Es la prestigiosa autora de más de una treintena de novelas románticas, históricas y modernas y también de intriga. Ha recibido varios premios como el RITA y el Goleen Herat. Lleva leyendo novelas desde niña, pero fue en su adolescencia cuando decidió que sus libros favoritos eran los románticos, debido al humor que se desprende siempre de las diferencias entre los protagonistas masculinos y femeninos. Cuando nació su primera hija decidió dejar su trabajo como dibujante para dedicarse a escribir, pero no fue hasta diez años después, dos hijos y tres manuscritos, cuando su primera novela fue publicada. Su nombre aparece habitualmente en las listas de libros más vendidos y ha ganado numerosos premios.

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PPRRÓ ÓLLO OG GO O Austin, Texas Veintitrés años atrás… Marilyn Montgomery se encontraba sentada en la silla de respaldo recto en la oficina de la agencia de adopción y miraba atentamente la puerta. Este era el momento que había estado esperando toda su vida de casada. Iba a tener a su bebé —su propio bebé— finalmente en sus brazos. Skeeter se encontraba hombro con hombro a su lado. Que Dios lo bendijera, el campesino grandote y brusco la conocía mejor que nadie. A través de catorce años de matrimonio e innumerables pruebas de fertilidad, él había sido la roca en que ella se apoyaba, siempre bromeando, bondadoso, y en última instancia el hombre más amoroso que jamás hubiera conocido. Ahora, sabiendo exactamente lo emocionada que estaba, le tomó la mano y le dio un apretón. Ella intentó sonreírle, pero sus labios temblaban demasiado. ¿Qué si no le gustaba a la bebé? ¿Qué si ella, Marilyn, no sabía qué hacer? Tanto dependía de este momento. Tanto… Había encontrado la agencia de adopción en una revista, había leído los testimonios de padres que habían sido unidos con el niño perfecto, enviado cartas a algunos y recibido elogiosas referencias. Había llenado los exhaustivos cuestionarios sobre su matrimonio con Skeeter (su nombre real era Stephen), sus ingresos (altos), sus educaciones (él se había graduado de Texas A&M, ella de UT; Skeeter era geólogo para una compañía petrolera y ella tenía una licenciatura en psicología), y dónde vivían (en Indonesia, Arabia Saudita, Alaska o donde fuera que la compañía petrolera los enviara). Como esta era una agencia de adopción dirigida por una iglesia, le había sorprendido que no hubiera ninguna pregunta sobre su religión. Ninguna de las otras agencias eclesiásticas habían sido tan poco exigentes. Pero tal vez esta iglesia era inusualmente tolerante; y realmente, a ella no le importaba, porque el Pastor Wright los había llamado inmediatamente con la novedad de que les habían encontrado un niño. No un bebé, pero estaba bien. La foto mostraba a una niñita, de diez meses, con un ligero mechón de cabello en la cabeza y grandes ojos azules llenos de lágrimas. Lo mejor de todo, Marilyn podía llevársela enseguida. La agencia eclesiástica estaba satisfecha con las referencias de Skeeter y Marilyn. La bebé había sido dejada en el umbral de una iglesia con una nota sujeta a su remerita diciendo nada más que su nombre. El Pastor Wright no estaba preocupado porque Skeeter y Marilyn tuvieran programado dejar el país la semana siguiente por un trabajo. El Pastor Wright declaró que los Montgomery eran una pareja perfecta para la adorable niñita. Pronto Marilyn vería a su bebé. Pero el reloj en la pared se movía tan... increíblemente... despacio. La tarde estaba llegando a su fin, y ella estaba demasiado acalorada e increíblemente preocupada. —Está bien, cariño. —La voz normal de Skeeter hizo que Marilyn diera un salto—. El Pastor Wright dijo que sería sólo un minuto. Está yendo a buscarla a la sala de los niños, y entonces podremos tenerla. La llevaremos hoy a casa y será nuestra para siempre. Después de lo que hemos pasado con esas otras agencias de adopción, diría que esto es un milagro.

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—Sí. Marilyn aguzó el oído para escuchar pasos en el pasillo fuera de la puerta cerrada. El Pastor Wright había explicado que la agencia estaba en proceso de mudarse al pequeño y previamente vacío centro comercial; cualquier sonido tenía que ser el Pastor Wright. —Nos dio todos los papeles, ¿verdad? Los tenemos, ¿cierto? Skeeter palmeó su maletín de cuero. —Tenemos su certificado de nacimiento nuevo aquí mismo, y copias de los documentos de adopción presentados en el estado de Texas. —Muy bien, entonces. —Marilyn frotó sus palmas húmedas en los pantalones—. Siempre y cuando hayan hecho una búsqueda exhaustiva de los padres. Porque no soportaría que sus padres biológicos regresaran y la reclamaran. —No sucederá —dijo Skeeter con calma—. ¿Cómo dijo que era su nombre? ¿Caitlin? Estaba sacando conversación, intentando aliviar la tensión de Marilyn, y ella contuvo el impulso de ladrarle. —Eso es. —¿Vas a cambiar su nombre? Marilyn lo enfrentó, sorprendida. —¡No puedo cambiar su nombre! Está acostumbrada a él. —No está acostumbrada a nada. Tiene sólo diez meses. ¿No es como petróleo crudo? Esa vez, Marilyn logró sonreír. —¿Como petróleo crudo? —Sí, un gran borrón pegajoso listo para ser convertido en lo que nosotros queramos. Hizo un movimiento aplastante con las manos. —Skeeter, ya tiene personalidad. Es una persona. —Con sospecha, Marilyn preguntó—: ¿No leíste ninguno de los libros sobre bebés que te di? —Nah. —Él estiró sus largas piernas y le ofreció la sonrisa lenta y dulce que había robado su corazón tanto tiempo atrás en un partido de fútbol americano de UT/A&M—. Imaginé que aprendería esta cosa de ser padre sobre la marcha. Mi papá lo hizo. Yo salí bien. —Volvió a apretarle la mano—. ¿O no? —Estás bien. —Le clavó un dedo en las costillas—. Supongo. —¡Y una mierda! —No digas “mierda”. —Marilyn nunca aprobaba que él dijera groserías, y ahora tenía una excusa para detenerlo—. No puedes maldecir más, Skeeter, o la bebé aprenderá tus malos hábitos. —Sí, señora —dijo él dócilmente—. Entonces, dime qué hará la bebé. —Estará sentada, probablemente caminará con ayuda, tal vez podrá decir algunas palabras. —La atención de Marilyn volvió a la puerta—. ¡Sin dudas sabrá su nombre! —Caitlin. —Skeeter lo meditó—. Es bonito. —Lo es. ¿Por qué estaba tardando tanto el Pastor Wright en traerla aquí? —Pero la llamaré Kate.

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—¿Kate? —Marilyn se volvió hacia Skeeter asombrada—. ¿Por qué Kate? —Me gusta Kate. Y ella recordó que la abuela de él, a la que nunca había conocido, se había llamado Kate. También recordó que Skeeter quería a este bebé tan desesperadamente como ella, y que sería un padre maravilloso. —Supongo que eso no confundiría mucho a la bebé. Compartieron una sonrisa. La puerta se abrió. Marilyn se puso de pie. El Pastor Wright estaba allí, un hombre de treinta años, alto, rubio y apuesto, con llamativos ojos azules y un perfil duro. Era el tipo de hombre que podía hacer girar la cabeza a una mujer. Marilyn apenas lo vio. Toda su atención estaba puesta en la bebé con vestido azul con volantes en los brazos de él. En la foto de Kate, había sido imposible ver el verdadero tono de su piel... o los manchones causados por horas de llanto. Su labio inferior temblaba, y sus ojos se llenaron de lágrimas mientras los miraba, más desconocidos en una vida ya partida en dos por el abandono. El corazón de Marilyn se estrujó por ella. Abrió los brazos. —Oh, mi dulce bebé. —Mamamama. Caitlin se arrojó hacia Marilyn. En un instante Marilyn se encontró envuelta en el olor a talco de bebé. Manos diminutas se cerraron alrededor de su cuello y pañales baratos crujieron sobre su brazo. —Mamamama. La bebé podía hablar. Estaba llamando “mamá” a Marilyn, enterrando la cabeza en el cuello de la mujer y llorando como si tuviera el corazón roto. Mientras Marilyn acunaba a la niña, apenas oyó que los hombres hablaban. —Parte de nuestra política es darles una silla para el auto y un cambiador con lo básico. El Pastor Wright se veía enojado, como si llevar a la bebé hubiese sido un suplicio. —No tiene que preocuparse por eso. —De cualquier modo, Skeeter aceptó la bolsa de pañales—. Marilyn ha traído todo lo que necesitará la pequeña Kate. —¿Kate? —Por primera vez, el Pastor Wright se veía interesado—. ¿Así es como van a llamarla? —Pensamos hacerlo —dijo Skeeter lacónicamente. —Kate. Kate Montgomery. —El Pastor Wright lo pensó y asintió—. Está bien. —Me alegra que lo apruebe. —Skeeter observaba con firmeza al Pastor Wright—. ¿Quiere que firmemos algún papel más? ¿Papeles que digan que tenemos a la pequeña Kate? ¿Papeles diciendo que permitiremos que alguien vaya a ver cómo se encuentra? —No, no. —El Pastor Wright movió la mano—. Estamos satisfechos con sus referencias, y tengo buen ojo para la gente. Caitlin… Kate estará bien con ustedes. Los acompañaré afuera. Los guió afuera por el pasillo que hacía eco. Con ambos brazos rodeando su preciosa carga, Marilyn caminó hacia el vestíbulo. La bebé dejó de llorar y apoyó la cabeza sobre el hombro de Marilyn. La mujer frotó su mejilla contra la suave cabecita.

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—Nunca pregunté —dijo Skeeter—. ¿Qué tipo de pastor es usted? —Congregacional. —Por lo que parecía la décima vez, el Pastor Wright preguntó—: ¿Sacarán a Kate del país la próxima semana? —Si ustedes no tienen problema —dijo Skeeter lentamente. Su tono hostil penetró en la satisfacción de Marilyn. Estaba sorprendida y alarmada. ¿Qué le pasaba a Skeeter? No iba a arruinar todo ahora, ¿cierto? Ella ya estaba enamorada de esta bebé. Tenía que quedarse con esta bebé. Se apuró a hablar. —La cuidaremos del mejor modo. Prometo que no la llevaremos a ningún lugar peligroso ni permitiremos que nunca la lastimen. —Eso es bueno. Me alegra oírlo. El Pastor Wright los condujo a través del vestíbulo y abrió la puerta. El húmedo calor del verano de Texas entró rodando para rodearlos. Estrechó la mano de Skeeter y miró su reloj. —Me alegra que hayamos podido hacer esto. Llego tarde a otra cita, así que... —Claro. —Marilyn lo observó mientras desaparecía por el pasillo vacío y, con leve sorpresa, se quejó—: Ni siquiera dijo adiós a la bebé. —No parecen gustarle mucho los niños. —Skeeter pasó suavemente su dedo por la mejilla regordeta de Kate—. Qué trabajo raro para él, ser un pastor y estar al frente de una agencia de adopción. Entonces se adelantó corriendo y abrió la puerta del auto. Habían estacionado a la sombra y cubierto el asiento del bebé con una manta, pero aun así hacía mucho calor en el espacio confinado, y la pequeña Kate soltó un gemido cuando Marilyn la sujetó con la correa. Ella apenas pudo soportarlo. En un tono suplicante, preguntó: —¿Crees que podría tenerla en mi regazo esta única vez...? —Nop. Sabes que no es seguro. —Skeeter abrió la puerta de su mujer, la tomó del brazo y la ayudó a subir—. No estamos lejos de casa. Ella estará bien. Fue rápido al lado del conductor y arrancó el motor. Mientras daba marcha atrás, se encendió el aire acondicionado, la bebé dejó de llorar y Marilyn se relajó. Se relajó lo suficiente para pensar en el modo en que había actuado Skeeter allá. Hostil y cuestionador, como si no le gustara lo que estaba pasando. —¿Qué estabas haciendo, hablando de esa manera al Pastor Wright? —Lo miró enojada—. ¿Qué problema tienes? Skeeter no respondió. Conducía y miraba directamente adelante, con su boca habitualmente benévola en una línea adusta. Algo iba realmente mal. —Stephen, ¿qué sucede? Dime. ¿Hay algo malo con Kate? ¿Querías un hijo? —Con pavor, hizo la pregunta que más temía—: ¿Has cambiado de opinión? —¿Qué? ¡No! No, no es eso. —La miró de reojo e hizo un movimiento descontento de hombros—. Ese edificio no se veía como si se estuviera mudando una agencia de adopción. Al Pastor Wright no le gustan los niños. No lo sé, cielo. Tengo un mal presentimiento. Esa adopción pareció demasiado condenadamente fácil.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0011 A los veinticuatro años, Kate Montgomery sabía que un huracán mínimo levantaba vientos de al menos ciento veinte kilómetros por hora. Sabía que las nubes podían arrojar quince centímetros de lluvia por hora, generar relámpagos peligrosos, y originar violentos tornados. Más que nada, sabía que el mayor daño de un huracán y la pérdida de vidas provenían de la marejada ciclónica, una crecida de los mares que arrasaba con casas, rutas y la gente que era lo bastante estúpida como para pensar que un mero huracán de categoría uno no representaba amenaza y permanecía en su camino. Por eso era que, mientras se metía en el oleaje en Galveston y se daba vuelta para enfrentar la cámara de televisión, se sentía la tonta más grande de Texas. Pero alguien tenía que sacrificarse, y como el camarógrafo había explicado en el viaje desde Houston, siempre era la presentadora más joven y más bonita a quien le tocaban las asignaciones asquerosas. Malik había dejado claro que a los televidentes les gustaba ver muchachas con cabello mojado por la lluvia zarandeadas por el viento. Era una pésima e indiscutible verdad de la televisión. —¿Qué hiciste tú para merecer esto? —le había preguntado. —Es el destino del hombre negro ser oprimido —había respondido él en un tono lastimero que no la engañó en absoluto. —Además, eres el camarógrafo más fuerte en la estación y el único que puede sostener la cámara con este clima. Ella había mirado la tormenta que iba cobrando fuerza por la ventanilla de la camioneta del noticiero. —Eso también. Él condujo por la carretera elevada y hacia la frágil isla barrera para sumarse a los otros equipos de noticias, así como a los amantes de los huracanes que habían tomado habitaciones en los hoteles de la isla para observar la tormenta. Ahora ella se encontraba en el oleaje hasta los tobillos. Las olas rompían detrás suyo con demasiada fuerza y las luces de la cámara mostraban espuma enturbiada que soplaba con el viento. Su impermeable amarillo golpeaba sus piernas. La capucha apenas la protegía de la lluvia tajante. Y deseó fervientemente que alguien dijera al director de las noticias que si perdía una reportera joven, estaría en problemas. O tal vez no importaba, porque había cientos de jóvenes bonitas que aspiraban a ser reporteras de noticias que tomarían su trabajo y se meterían alegremente en el oleaje sacudido por la tormenta por su oportunidad de obtener fama. Kate había trabajado duro por esta oportunidad, graduándose de Vanderbilt en Nashville con una licenciatura en ciencias políticas y teledifusión. Su agente había enviado su currículum y su cinta de entrevista, y finalmente le había conseguido un trabajo en esta estación en Houston. Nada había sido sencillo, y no pensaba salir del agua hasta que tuvieran la toma. —¿Preparado para el repaso? —le gritó a Malik. Él levantó un pulgar. Desde una distancia segura, levantó la cámara sobre su hombro y la apuntó hacia ella.

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—Tres, dos, uno —dijo ella en el micrófono bajo su mentón. Subiendo la voz para ser escuchada por encima del rugido de la tormenta, dijo—: Aquí me encuentro en la isla Galveston, donde una vez más la ira de la naturaleza ha tomado a la playa como rehén y transformado este destino turístico habitualmente plácido en... Sin advertencia, una ola revoltosa la golpeó detrás de las rodillas. Se tambaleó hacia delante. Su corazón dio un salto. La arena se movió bajo sus pies. Aleteó los brazos como una loca y soltó un chillido agudo y aniñado. La marejada ciclónica se elevó para tragarla. Casi… casi… cayó en el oleaje aplastante. Se contuvo. El agua remitió, retrocediendo y cobrando fuerza para arrojarse una vez más sobre la orilla. Huracán mínimo, seguro. Subió tambaleándose hacia la playa para ver a Malik sonriendo y todavía filmando. —¡Gran estúpido! —El sudor corría por su espalda, y le temblaban las manos—. Podría haber muerto. —No. Lo peor que podría haber pasado era que ahogaras el micrófono. —Él asintió, solemne otra vez—. Butch se hubiera enojado realmente contigo por eso. El sentido del humor de Kate regresó, y se rió. —Eso irá en el rollo de metidas de pata. —Oh, sí, siempre gano el premio a las mejores metidas de pata en la fiesta de Navidad. Inténtalo otra vez —dijo Malik—, y esta vez, si viene una ola, te avisaré.

En Austin, Texas, el senador estatal George Oberlin entró en su sala de juegos de paneles oscuros y decorada con cabezas de ciervo para encontrar a su esposa sentada, mirando fijamente la televisión, aparentemente fascinada por las noticias. —¿El huracán está llegando a la ribera? —le preguntó sin mucho interés. No era un huracán grande, lo que significaba que no habría una cobertura intensa en los medios nacionales. No tenía sentido ir después e inspeccionar el daño a menos que la nación estuviera mirando. —Es ella. Evelyn señaló con su dedo flaco y con anillo, y los cubos de hielo repiquetearon en su vaso. —¿Quién? Él echó un vistazo a su pantalla de cincuenta y dos pulgadas para ver a una tonta reportera con un impermeable amarillo parada entre las olas rugientes, gritando su informe contra el aullido del viento. La bruma cubría la lente de la cámara, y él entrecerró los ojos para ver el rostro de la mujer. —¿La conocemos? —Es... es Lana Prescott. Evelyn podía no estar arrastrando las palabras, pero evidentemente ya estaba borracha, y ni siquiera eran las cinco y media. —Jesucristo, Evelyn, ¿estás delirando? Lana Prescott está muerta.

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Evelyn iba a resultar ser una desventaja en su carrera para el Senado de Estados Unidos. El director de campaña de George no quería que hablara de divorcio, pero mejor ahora que más adelante. —¿No lo ves? ¡Te lo digo, es Lana Prescott! Todo el cuerpo esquelético de Evelyn estaba temblando ahora, temblando como si fuese vieja y paralítica... y Dios sabía que el alcohol había estado apilando años sobre ella. —Lana Prescott ha estado muerta por veintitrés años. Él lo sabía mejor que nadie. —Sí, lo sé. Evelyn se recostó contra el sofá. No lo miró. No apartó los ojos de la televisión, y eso solo lo mantuvo allí parado. Normalmente ella lo miraba cada vez que estaban juntos, con sus grandes ojos marrones suplicando atención como un cocker spaniel apaleado. Fue su comportamiento inusual, y la visión de un fantasma, lo que hicieron que se preguntara qué estaba pasando dentro del picado cerebrito de ella. Entonces el camarógrafo hizo un primer plano de la reportera. Una ráfaga de viento apartó la capucha amarilla de la cabeza de la mujer. Un trapo apareció en el frente de la lente para secarla. Y George vio lo que Evelyn veía. Cabello rizado a los hombros, negro y mojado, aplastado alrededor de rasgos dulces. Grandes ojos azules rodeados de largas pestañas oscuras que parpadeaban para alejar la lluvia. Una tez pálida, fina y un color rosado natural en las mejillas suaves con hoyuelos. Una nariz pequeña, y esa sonrisa... un hombre podría deleitarse en la calidez de esa sonrisa. Él podía matar por esa sonrisa. La sonrisa de Lana Prescott. Se acercó más al televisor. No recordó usar su voz melosa, firme, y escuchó el acento campesino de Texas cuando preguntó: —¿Cuál es su nombre? —Kate Montgomery —susurró Evelyn. —Kate Montgomery —repitió él, y sonrió—. Imagínate. La pequeña Kate Montgomery.

Kate hizo otro informe a las diez, sólo que esta vez el ojo del huracán estaba pasando sobre su cabeza, y la calma relativa le dio una posibilidad de verse profesional o, al menos, menos azotada por el viento. Entonces ella y Malik se dirigieron de regreso al hotel donde se estaban quedando todos los reporteros, y con un saludo alegre que indicaba su constante espíritu deportivo —eso esperaba— se dirigió a su habitación. Tenía arena entre los dientes. Tenía arena en el cuero cabelludo. Estaba helada y mojada. Quería una ducha. Una ducha larga y caliente con montones de champú y jabón. Pero su teléfono celular en la mesa auxiliar estaba titilando. Miró de reojo el número telefónico registrado ahí, pensando que sería su madre; en cambio, era su agente. El mensaje en su correo de voz decía: “No importa cuándo llegues, llámame”.

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Vik sonaba tranquilo como siempre, pero nunca había trabajado excepto durante las horas de trabajo, y ella no podía imaginar qué emergencia requería que lo llamara de inmediato. Su mamá... pero no, eso era tonto. Si algo estuviera mal, Kate se estaría enterando de una fuente totalmente diferente. Simplemente estaba nerviosa después de lo que había pasado con su papá. Pero llevó el teléfono al baño, y mientras se sacaba las botas, apretó el botón de llamada. Vik atendió enseguida. Conciso como siempre, dijo: —Tengo una oferta de trabajo para ti. —¿Qué? —No estaba buscando trabajo. Estaba buscando una ducha—. ¿A esta hora? —Alguien en Austin vio tu informe sobre el huracán y ahora Brad Hasselbeck en KTTV está ofreciéndote un puesto para cubrir el capitolio. Dijo que querían hacer una oferta antes de que cualquier otra estación te tomara. Kate parpadeó. —Apenas pude conseguir un trabajo en primer lugar. ¿Y ahora alguien está preocupado por una guerra de ofrecimientos? —No le digamos que no hay ninguna guerra de ofrecimientos. Tomemos el trabajo. Todo en este asunto era poco característico en Vik. La hora, la prisa por aceptar... —¿Por qué? Acabo de empezar el trabajo en Houston. Dijiste que era un excelente puesto para empezar. —Lo era. Esto es mejor. —¿Mejor? —Inclinándose sobre la bañera, hizo correr el agua hasta que estaba caliente. Una ducha. Necesitaba desesperadamente una ducha—. ¿Cuánto mejor? —Brad vio tu cobertura del huracán y dijo que te veías genial. Sabe que tienes licenciaturas en ciencias políticas y teledifusión. Parece pensar que eso te convierte en la candidata perfecta para cubrir el capitolio. —¿Cómo sabía todo eso? —Supongo que todavía tenía tu currículum. —Ella pudo oír el ceño en la voz de Vik—. La oferta es buena. El doble de dinero que estás ganando ahora. Estarás en Austin, donde querías en primer lugar. —Sí, quería estar cerca de mamá, pero… —Captó la importancia de lo que él había dicho—. ¿El doble de dinero? —Eso fue lo que dije. El doble de dinero. —Eso parece demasiado bueno para ser cierto, y mi papá siempre decía que si algo parece demasiado bueno para ser cierto, generalmente lo es. Pero ella quería hacer más reportajes serios que sobre el clima y desfiles, y el capitolio estatal sonaba desafiante. Interesante. El trabajo de sus sueños. —Lo sé. Eso es lo que pensé, pero he colocado una cliente con él antes, así que la llamé. Ella pasó a una estación de San Francisco, así que no ha trabajado con él durante un año, pero dijo que Brad era bueno para trabajar, nada de perversiones, totalmente dedicado al negocio. En todo caso, es un adicto al trabajo que no tiene tiempo para nada excepto trabajar. Aparentemente, es casi maníaco. Así que Vik había hecho su mejor intento por aliviar sus dudas, y las de ella.

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—Es tan tentador. —Es más que tentador, es perfecto. En la ciudad que quieres, en el puesto que quieres, por el doble de dinero. Kate, si rechazas esto, serás la tonta más grande de Texas.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0022 Con su barriga cervecera, sus entradas y sus pequeños ojos marrones, Brad Hasselbeck se veía como el sheriff sureño malo en una película de los setenta. Sus ventanas daban a las calles ajetreadas de West Austin. Su oficina estaba decorada con una primitiva máquina expendedora de Coca—Cola, cintas de video y siete televisores, todos mostrando algo diferente. Su mano estaba suspendida sobre los controles remotos, su mirada pasaba de pantalla a pantalla, y Kate tuvo la impresión de que estaba controlando cada uno... y a ella. Pero su sonrisa era ancha y cordial, y aplastó su cigarrillo en el cenicero desbordado con la forma del estado de Texas. —Señorita Montgomery... —Por favor, llámeme Kate. —Nos gusta tener un poco de decoro aquí en KTTV, así que te llamaré señorita Montgomery. Pero llámame Brad. —Su acento del oeste de Texas quitó cualquier sarcasmo al comentario—. Bienvenida a KTTV. Nos alegra tener a alguien de tu calibre. ¿Has podido ubicarte en nuestra gran ciudad? —Sí, conozco bien Austin. —Kate sabía la respuesta correcta para dar—. Mi madre vive aquí, así que puede enviarme a cualquier lugar donde necesite una reportera y podré encontrar... —Bien. —Él seguía sin mirarla directamente—. Probablemente estás viviendo con tu mamá, entonces. —No, vivimos separadas. ¡Qué extraño que él pensara que vivían juntas! Su aguda mirada pasó a ella, subió y bajó rápidamente, y luego regresó a las pantallas. Su mirada no era insultante ni sexista, más bien analítica, como si estuviera estudiándola, juzgándola... observándola realmente por primera vez. Qué extraño. Si la quería tanto como reportera, ella hubiese pensado que él habría terminado con su evaluación. Esperaba que no hubiese cambiado de opinión. —Alquilé una casa en la ciudad, en un depósito reformado en el centro. —Deberías estar segura. —Eso creo. —Qué comentario extraño, pero bueno, Kate empezaba a pensar que Brad era un hombre extraño—. Mamá quería que viviera con ella, pero... —Claro. Claro. Necesitas tu espacio, bla, bla, bla. Joven, libre, etcétera. Vamos a hacerte trabajar en el capitolio. El Senado está en sesión extraordinaria, y no harán una pausa hasta el Día de Acción de Gracias o hasta que el gobernador declare que han terminado. Poniéndose de pie, Brad levantó el cinturón de cuero marrón sobre su panza, y señaló a través de las amplias ventanas hacia la sala de redacción, donde podía ver cada escritorio y a cada reportero... y Kate apostaría a que también los controlaba a ellos. —Te enviaré con Linda Nguyen para que puedas aprender lo básico. Vamos, la buscaré por ti. Con un andar como el de John Wayne, salió de su oficina.

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Ella lo siguió por el pasillo y se preguntó si alguien lograba alguna vez terminar una oración hablando con Brad. Cuando salieron a la sala de redacción, cayó el silencio. Kate ofreció una sonrisa, pero no se la devolvieron. Nadie. Todas, cada una de las personas en la sala de redacción, la miraban fijo, con ojos severos y hostiles. Su sonrisa flaqueó. Se había vestido con cuidado para su primer día de trabajo. Pantalones negros, camisa blanca, chaqueta azul medianoche, y todo sin un rastro de sexualidad. Sus tacones hacían que sus piernas se vieran largas y la elevaban lo suficiente como para darle confianza al mirar a la gente a los ojos. Su maquillaje era tenue, su cabello estaba alisado y le rozaba los hombros. Era el epítome de la reportera perfecta. Entonces, ¿por qué la miraban como si fuera un bicho aplastado en el parabrisas? —Esta es Kate Montgomery, nuestra nueva reportera del capitolio. Todos háganla sentir bienvenida. —Brad miró alrededor y su voz contenía una amenaza al agregar—: Una buena bienvenida de Austin. —Hola, Kate. —Hey, Kate, qué bueno tenerte en Austin. —Un placer conocerte, Kate. Cada palabra de bienvenida fue pronunciada en un tono monocorde; la falta de sinceridad era palpable, y ni siquiera la mirada enojada de Brad logró más que las miradas se apartaran. Kate no entendía la enemistad. Seguro, este era un negocio competitivo, pero nunca se había sentido tan incómoda. —Aquí está tu escritorio, tu teléfono, tu computadora. —Brad señaló un espacio al lado de la ventana—. No estarás mucho aquí. Los acontecimientos en el capitolio deberían mantenerte ocupada. —Bien. Especialmente si el equipo siempre era así de hosco. —Linda, aquí está tu aprendiz. —Él se detuvo junto al escritorio de una joven mujer asiática y lo golpeteó con los nudillos—. Saca a la señorita Montgomery de aquí, muéstrale todo. Preséntala a la gente adecuada. —Seguro, como digas. Menuda, de ojos oscuros, con cabello negro lacio y el cuerpo prieto y musculoso de una reportera cuyo trabajo dependía de su apariencia y su habilidad para perseguir criminales mientras usaba tacones de diez centímetros, Linda apiló papeles, apagó su computadora y se puso de pie con un movimiento grácil. —Yo digo que será mejor que esté en marcha para la semana que viene. Kate dio un salto cuando Brad gritó: —¡Hijo de puta! —Y señaló los monitores claramente visibles a través de las ventanas de su oficina—. ¡Amenaza de bomba en una escuela primaria! —Giró sobre sus talones y se dirigió a su oficina—. ¡Roberts! ¡Potter! ¡Vengan ahora mismo! Dos reporteros hicieron su trabajo a un lado y corrieron tras él. Con su partida, la temperatura en la sala de redacción cayó de fría a helada.

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—Vamos, señorita Montgomery —dijo Linda—. He estado esperando que llegues y ahora estoy retrasada para una sesión. ¡Como si fuera culpa de Kate! Sin mirar atrás, Linda se dirigió al ascensor. Todos en la sala de redacción se ocuparon de prisa en asuntos claramente falsos, y no dijeron una palabra. Si alguna vez había pruebas de que algo andaba mal, era eso, porque las salas de redacción nunca estaban en silencio. Decidida a llegar al fondo de la situación, Kate se unió a Linda en el ascensor. —Toma tu auto; yo tomaré el mío. —Linda apretó el botón—. Ya que probablemente te irás temprano. Como si fuera a apresurar el ascensor, volvió a apretar el botón. —¿Por qué me iría temprano? —preguntó Kate con tranquilidad. —No puedo imaginar que quieras quedarte para el trabajo real. —¿No puedes? Cuando Kate estaba en la primaria, su mamá le había enseñado cómo tratar con mujeres que no sabían comportarse. —Mira. No simulemos. —Linda apretó el botón una vez más, y pareció sorprendida cuando las puertas se abrieron—. Eres una de esas chicas reporteras que llegan a lo alto por su apariencia, su costoso corte de pelo, y sus dientes con fundas. —Ella entró. Kate la siguió, con su indignación aumentando—. Pasé diez años cubriendo temporales en Chicago y bailes de debutantes en Carolina del Norte antes de ganarme el derecho a cubrir el capitolio estatal de Texas. —Linda presionó el botón para la planta baja, luego el botón para cerrar la puerta, y después el botón de la planta baja otra vez—. Ahora Brad crea un puesto para ti, para que puedas entrar danzando y tomar el trabajo glamoroso. No sé a quién conoces, y no puedo hacer nada respecto a tener que enseñarte cómo funciona todo. —El ascensor comenzó a deslizarse hacia abajo, a la planta baja—. Pero no tiene que gustarme, y no tienes que gustarme tú, y no tengo que simularlo. No conozco a nadie. Pero, ¿qué sentido tenía decirlo? Linda no lo creería. Nadie en la estación lo creería. —¿Vas a ir corriendo con Brad y acusarme? Cuando las puertas se abrieron, Linda salió del ascensor y se volvió para enfrentar a Kate, con las manos en las caderas, una vietnamita americana bajita y beligerante con una actitud recta y un traje de seda azul que Kate codició. La madre de Kate era una dama sureña embebida en cortesía y elegancia. Su padre había sido un hombre dado a la franca honestidad y hablar claro. Kate era hija de su madre… pero en ese momento, el espíritu de su padre la poseyó. —No, no voy a acusarte. Voy a ir al capitolio y hacer contactos, y dentro de dos años todos en Austin sabrán que soy la mejor reportera que jamás haya cubierto este tema. —Linda se quedó boquiabierta—. ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Como dónde estacionar o a quién evitar porque es tu contacto? Detestaría avergonzarte, y realmente odiaría ganar tomando una ventaja injusta con mi corte de pelo costoso y mis dientes con fundas. —Kate sonrió, mostrando las puntas afiladas de dientes que habían conocido años de aparatos, pero no fundas. Linda cerró bruscamente la boca—. A propósito, si te gusta, te daré el nombre de mi asistente de compras.

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Con otra sonrisa brillante, Kate se encaminó hacia su auto, una cupé BMW deportiva. Mientras se hundía en el asiento de cuero y cerraba la puerta, pudo imaginar qué estaría pensando Linda. Rica, malcriada, sin talento. En los confines protegidos, Kate respiró hondo y apretó las manos frías contra sus mejillas calientes. ¡Maldición! Había puesto tantas esperanzas en este trabajo, le había preocupado por qué lo había obtenido y qué podría salir mal, pero esto... nunca se le había ocurrido este amargo resentimiento personal. Seguro, venía de una familia rica y eso le había dado una ventaja para poder pagar la matrícula en cualquier universidad que escogiera. Pero había trabajado duro para entrar en Vanderbilt, y estudiado duro para graduarse como la mejor de su clase. Claro, conocía gente, pero no había aprovechado a nadie para conseguir el trabajo, todo lo contrario. Y en cuanto a que Brad creara un puesto para ella... no lo creía. ¿Por qué haría eso? Ubicado en el corazón de Austin, el granito rojo del capitolio se elevaba cuatro pisos y daba al sur, al final de la Avenida Congreso. El sótano estaba conectado a una galería subterránea al norte, que albergaba el Senado y las oficinas legislativas, y pasajes subterráneos desviaban al edificio estatal de la corte suprema y los edificios que albergaban varios organismos estatales. El área era verde, con céspedes bien cuidados y flores de floración tardía. Todo en el lugar era encantador y bien planificado… excepto el estacionamiento, que era un desastre. La rebatiña para estacionar implicaba permisos, espacios asignados y montones de asfalto a rayas blancas. Los pocos garages estaban reservados para visitantes y legisladores… aun cuando la legislatura no estuviera en sesión. Kate siguió a Linda al estacionamiento. Mientras Linda la conducía a través del húmedo calor de septiembre hacia la entrada de la galería subterránea, dijo: —Generalmente, en esta época del año no pasan muchas cosas, pero el gobernador convocó una sesión extraordinaria para el financiamiento de escuelas. Afortunadamente para nosotros, los debates son acalorados y parciales. —Bajaron la escalera que llevaba a la Cámara de Finanzas del Senado—. Los oficinistas y pasantes nos dan la mejor información. No entres en una habitación vacía con ninguno de los senadores a menos que estés preparada para luchar por tu virtud. No lo arruines. —La sonrisa de Linda al caballero que les abrió la puerta era completamente en desacuerdo con su tono afilado—. Brad me culpará. —Recuerde, señorita Nguyen, después de hoy apenas tendremos que vernos. El golpe del aire acondicionado quitó la respiración a Kate. Caminó rápido por el corredor, sus pasos largos dejaron a Linda comiendo el polvo. Linda la alcanzó deprisa y la guió al camino de un hombre bajo y de cabello canoso vestido con un traje color habano. —Diputado Rimmer, esta es nuestra nueva reportera... —y simuló haber olvidado el nombre de Kate. Kate se adelantó y le estrechó la mano. —Diputado Rimmer, soy Kate Montgomery. Él declaró cordialmente: —Qué bueno conocer al reemplazo de la señorita Nguyen. Eso fue todo.

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—No soy su reemplazo. —Kate podía sentir oleadas de calor provenientes de Linda, que echaba chispas—. Ella me está mostrando todo. —Así es, pero Kate tiene una licenciatura en ciencias políticas. Linda inyectó sólo el desdén suficiente en su elogio para volverlo agrio. El orgullo agitó los nervios de Kate. Y una licenciatura en teledifusión. Nuevamente, sería un desperdicio de tiempo defenderse. Triunfaría o fracasaría de acuerdo con su actuación, no sus títulos. Mientras se reunía un pequeño grupo, abrió mucho los ojos con falsa inocencia. —Así es como sé la diferencia entre la Cámara y el Senado. El diputado Rimmer bramó de risa, una carcajada enorme para un hombre tan bajito. —Muy bien. —Una mujer hispana canosa escuchó el intercambio, y luego ofreció su mano a Kate—. Entendemos que la educación mejora la cobertura. Kate la reconoció de inmediato. —Senadora Martínez, me siento privilegiada de poder conocerla. Kate hablaba en serio. La única mujer en el capitolio de Texas, la senadora Martínez era una mujer que había tomado el escaño con la muerte de su esposo y nunca lo había cedido, durante veinte años de redistribución y caos partidario. La senadora Martínez se tomó su tiempo para conversar con Kate. Lo mismo hizo el diputado Rimmer y dos legisladores que iban pasando. Parecía que los reporteros eran engranajes importantes en las ruedas del gobierno, especialmente las reporteras jóvenes y solteras, y Kate se esforzó por hacer una buena primera impresión. Levantó la mirada una vez para ver a Linda parada en la periferia, sonriendo tensamente, y cuando lo hizo, otro hombre atrajo su mirada. Era un hombre apuesto de cincuenta y tantos, su espeso cabello rubio peinado en un rígido corte estilo Bill Clinton. Su sonrisa carismática destelló, y por el más breve de los instantes, sus ojos azules ardieron al mirar a Kate. Ella tomó aire, sorprendida por el calor de su mirada. Entonces él sonrió afablemente, y la impresión de fuego se disipó. Se adelantó, y la gente se apartó para dejarlo pasar. La voz de Linda contenía un tono de respeto cuando dijo: —Senador Oberlin, esta es la nueva reportera para KTTV, Kate Montgomery. —Kate. —Su voz era profunda, agradable, sin un rastro de acento de Texas, y Kate supuso que había tomado el mismo tipo de entrenamiento vocal que usaban los reporteros—. Un placer conocerla. Él le estrechó la mano, y su toque duró un segundo de más. Oh. Era uno de esos. Uno de los tipos que imaginaban que su puesto los hacía atractivos a las mujeres. Quitó los dedos con cautela de los de él, y se concentró en el frío intelecto que él mostraba tan hábilmente y la deferencia con la que era tratado. —Quiero que tenga la oportunidad de conocer a la gente más importante en el capitolio. — Extendió su mano fuera del círculo—. Señor Duarte, venga a conocer a nuestra más reciente reportera. El señor Duarte se acercó cojeando. Una chapa en su uniforme lo identificaba como conserje. Se veía frágil, pero no era tan viejo como ella había pensado al principio; el dolor, sospechó, provocaba el envejecimiento. Él le ofreció una mano retorcida, artrítica. Ella la tomó con cuidado.

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—El señor Duarte es de Louisiana —dijo el senador Oberlin. —Soy Cajun —agregó el señor Duarte con orgullo, su acento marcado verificaba su afirmación. —Y un veterano de la guerra de Corea —continuó el senador Oberlin—. Cualquier cosa que quiera saber sobre el capitolio y la política, él puede decírselo. —Es un placer conocerlo, señor Duarte. Mi papá era veterano de la guerra de Vietnam. Los sagaces ojos azules la contemplaron. —¿Lo ha perdido? —Cinco años atrás, murió en el extranjero. —La sonrisa de Kate se torció—. Era petrolero. Oyó que algunas personas tomaban aire. Lo recordaban, y ella lamentó haber permitido que su empatía con el señor Duarte la llevara a una confesión. —¿Tu papá era el Stephen Montgomery que fue capturado y asesinado por terroristas? Linda se veía atónita… y consternada. —Sí. —Kate mantuvo su mirada puesta en el señor Duarte—. Pero mi mamá vive aquí en Austin. —Qué bien. —Los ojos del señor Duarte se entibiaron—. Permanezca cerca de su mamá. — Miró alrededor—. Supongo que será mejor que vuelva al trabajo. ¿Qué hay del resto de ustedes? Una ronda de risas siguió a su comentario mordaz, y la multitud se dispersó. Kate vio al señor Duarte que se alejaba cojeando, y se volvió hacia el senador Oberlin. —Gracias por presentármelo. —Él la ayudará a orientarse. —Con cautela, el senador Oberlin dijo—: También estoy abierto a que haga un reportaje sobre mí. Por supuesto, a cualquier político aquí le gustaría que hicieran un reportaje sobre él o ella. Somos todos buscadores de publicidad. —Lo recordaré. Él era realmente muy apuesto, muy afable. Podía estar interesado en ella, o simplemente ser el tipo de hombre que creaba intimidad fácilmente con las personas sin buscar otra cosa más que un voto. —La reunión de comité comienza en una hora. —Miró su reloj y luego a Linda—. Me encantaría verlas allí. Realmente me gustaría el apoyo público para esta medida. —Ahí es exactamente adónde vamos —le aseguró Linda con una sonrisa—. Vamos, Kate. — Su sonrisa desapareció mientras recorrían el corredor. En voz baja, dijo—: Muy bien, ahora conoces al senador Oberlin. Tiene cincuenta y seis años, es de Hobart, un pueblito de aproximadamente diez mil habitantes a ciento cincuenta kilómetros al sur de aquí. Ha sido senador por más de veinticinco años. No dice nada, pero tiene mucho poder. También se casó con alguien con dinero. —Miró a Kate de reojo—. Siempre aparece inesperadamente y cumple con los reporteros. —Encantador —dijo Kate con sinceridad. Así que había imaginado el interés de él. —Ha habido maniobras para conseguir que lo postulen al Senado de Estados Unidos, pero no deja de decir que quiere quedarse en Texas. —Hmm.

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El saber sobre políticos estatales afirmaba que permanecían locales sólo si estaban ocultando un escándalo lo bastante grande como para mantenerlos alejados de un puesto federal. Linda le leyó la mente. —Ningún escándalo. Creo que tiene planes para hacer un anuncio en el momento adecuado. —Muy bien. Kate miró atrás para verlo, esbelto y en forma en un traje Armani. Estaba quieto, con las manos en las caderas bajo el corte elegante de la chaqueta de su traje, y la miraba alejarse. Y nuevamente descartó la agitación de inquietud. —Lo recordaré.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0033 Era miércoles. Kate había estado en el trabajo tres días. Durante el día, sonreía tanto que sentía los labios congelados. Por la noche, estudiaba todo sobre la sesión extraordinaria: el financiamiento escolar, quién estaba votando qué, qué decían los maestros, qué decía el gobernador. Descubrió que Linda no era particularmente popular en el capitolio, no porque tuviera información incorrecta, sino porque conseguía la correcta y la ofrecía al público sin recurrir a una retórica altisonante. Kate sentía como si hubiese entrado en un mundo diferente; también sentía como si hubiera llegado a casa. A principios de la tarde llamó pidiendo un camarógrafo, y Brad le envió a Cathy Stone, una mujer alta, de hombros anchos, que llevaba una gorra de béisbol y manejaba la cámara con esmerada eficiencia. En un silencio estilo zen, observó a Kate organizando sus entrevistas en la rotonda del capitolio. —¿Qué crees que estás haciendo? —Linda se acercó corriendo a ellas, con los tacones más altos y la falda más apretada que Kate jamás hubiese visto—. ¿Adónde vas con mi camarógrafa? ¿Por qué? —El legislador Howell dice que los Republicanos tuvieron una reunión secreta para cambiar la estructura del distrito escolar para el estado. Kate indicó al legislador Howell dónde pararse mientras ella le hacía preguntas. —Es una mentira —dijo Linda automáticamente. Con un vistazo al legislador Howell, se corrigió—. Es una exageración. —El señor Duarte me metió a escondidas en la reunión. Tengo fotos. Ahora, si me disculpas… Kate ofreció una sonrisa falsa a Linda y regresó a su tarea. Durante cada entrevista, podía sentir el calor de la mirada furiosa de Linda entre los omóplatos, hasta que al final, cuando había sacado cada trocito de información de sus fuentes, se volvió para devolver la mirada furiosa a Linda. Pero Linda no estaba ahí. En cambio, se había reunido la multitud inevitable de gente que esperaba salir en cámara. Había un niño con los ojos muy abiertos y su madre, dos caballeros japoneses con maletines, una joven delgada en una silla de ruedas mecánica, y repantigado en el fondo había un hombre alto, hispano, de aproximadamente veinticinco años. Llevaba jeans sucios que caídos en sus caderas delgadas. Su remera negra tenía mangas cortadas que mostraban una piel bronceada, brazos muy musculosos y hombros amplios. Había atado una chillona chaqueta de seda púrpura y roja alrededor de su cintura. Su cabello oscuro caía alrededor de su cuello. Tenía una cicatriz blanca que tajeaba su mejilla morena y un bigote, y sus ojos... tenía los ojos marrón dorado más hermosos que Kate hubiese visto en su vida. Hermosos… y fríos. Crueles. Ahora la miraban entrecerrados. ¿Veinticinco años? No. Cambió su cálculo. Treinta, tal vez mayor, y duro. Aterrador. Demasiado viejo para ser un líder de pandilla. ¿Traficante? No, esa chaqueta era demasiado brillante para alguien que quería permanecer en las sombras. Entonces él sonrió, una cruda porción de peligro. Ella contuvo la respiración.

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Sin decir una palabra, el hombre le ofreció sexo. Sin palabras bonitas, sin palabras en absoluto, le ofreció sus dos cuerpos desnudos entrelazados con erótica pasión. Y sin palabras, ella supo que el sexo con este… este bruto sería una explosión de calor, rápidamente comenzado, rápidamente terminado. Satisfactorio. Y cuando hubieran terminado, volverían a hacerlo. Algo en el modo en que él estaba parado, la forma de su torso amplio, la elevación burlona de su sonrisa, le decían que él sería insaciable. Con él, ella también sería insaciable. Su rostro se inundó de calor. No era ese tipo de mujer. No le atraían los hombres desconocidos. No entendía la sexualidad cruda. No había sido tocada por una pasión grandiosa. Modesta, disciplinada... normal. Tan, tan normal. Ella se giró a medias y agradeció a todos los que habían hablado con ella. Cuando miró nuevamente en su dirección, él se había ido. Pero mientras ella y Cathy caminaban hacia la camioneta de la estación para editar la cinta, Cathy dijo: —No porque no fuera la cuota habitual de idiotas que quieren ser filmados ahí, pero ese tipo... te miraba fijo. Yo estaría alerta los próximos días, y si aparece otra vez, hablaría con la policía. —¿Entonces no fue mi imaginación? Kate sabía que no lo era. —Mierda, no, y se veía como si pudiera defenderse en una pelea de cuchillos. —Cathy miró a Kate—. Me asustó como la mierda, y tú eres mucho más pequeña. —Entonces, oficialmente, él también me asusta —declaró ella. Linda ya estaba en la camioneta de la estación editando su informe, y Kate tuvo que esperar hasta que casi era demasiado tarde para terminar el suyo. Pero lo hizo, y lo envió a la estación. Brad lo aprobó tan rápidamente que Linda hizo rechinar los dientes casi audiblemente, y Kate atrapó a Cathy sonriendo. Entonces Kate volvió dentro del capitolio, hizo el informe en vivo y regresó a la estación para ver cómo llovían los e—mails. ¿Quién es la muchacha nueva? Se ve estúpida. Se ve astuta. Necesita un cambio. ¿Podría sugerir la Casa de la Belleza de Luella en la esquina de Pine y la Tercera? El primer día real de Kate informando para la estación en Austin había sido un éxito. Sonrió al callado equipo en la estación y luego se dirigió a casa, sabiendo que había hecho un buen trabajo.

Al día siguiente, para celebrar, observó cómo todo se iba al infierno. Por la mañana, el senador Richardson comenzó un monólogo encarnizado que duró trece horas. Linda, quien obviamente sabía lo que iba a pasar, se fue a casa, enferma. Los otros reporteros de las demás estaciones se dispersaron a medida que pasaba el día, pero no tenían nada que probar. Kate cubrió la pila entera y espantosa de apestosa retórica, esperando un adelanto que nadie más estuviera allí para captar, y cuando terminó no tenía ni un solo momento viable de cinta. Salió tambaleándose del edificio del capitolio a las nueve. El crepúsculo estaba cayendo, las luces de la calle estaban encendidas, y lo único que quería era ir a casa y meterse en una bañera

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caliente hasta que sus pobres pies ya no se parecieran a los de una Barbie con tacones. Iba sola, pero no tenía miedo. Había vivido en tantos países, había ido a tantas escuelas diferentes, y había hecho amigos tan distintos que estaba segura en casi cada situación. Pero cuando subió a su auto, estaba torcido. Le llevó un minuto percatarse… tenía un pinchazo. Y otro minuto antes de darse cuenta… alguien había rajado su neumático. Se quedó mirando incrédula los trozos gomosos, y su mente, entumecida por las horas de oratoria, dio un brinco y se retorció con miedo repentino. Estaba sola en el estacionamiento. Un hombre la había observado el día anterior, un hombre hispano con ojos tan fríos que ella se había estremecido por su crueldad y su sexualidad. A Kate le sobresaltó la claridad con que lo recordaba: la altura, la sensualidad, la amenaza. Tal vez él no había tajeado su neumático con el propósito expreso de encontrarla y violarla, o asesinarla, pero ella no pensaba correr el riesgo. En la oscuridad creciente, sacó su celular del bolsillo interior de su chaqueta. Mientras marcaba, buscó su gas para defensa personal dentro de la cartera. Iba a llamar a la policía, y si alguien intentaba lastimarla, iba a rociar al bastardo justo en medio de los ojos. —¿Señorita Montgomery? ¿Sucede algo? —Ella se dio vuelta con demasiada rapidez, con el aerosol aferrado entre sus dedos levantados—. ¡Epa! —El senador Oberlin se detuvo a un metro y medio, con las manos levantadas—. No pretendía asustarla. —No. No lo hizo. Quiero decir... No era el hombre de ojos fríos, sin embargo, en la penumbra y la soledad, la forma de él parecía amenazadora y dominante. Entonces, cuando él habló, la ilusión se desvaneció. —¿Es ese su auto? —le preguntó con indignación—. He estado diciendo a la legislatura que necesitamos protección aquí afuera para nuestros reporteros, pero no pasa nada. Esos tipos entienden de armas ocultas pero no de sentido común. Kate apoyó una mano en el capó. Su imaginación, generalmente tan inactiva, había transferido la culpa al senador Oberlin. El senador Oberlin, el hombre que la había puesto incómoda con sus atenciones y su toque que había durado demasiado. —Sería mejor si hubiera un guardia —dijo. —Desde el once de septiembre, el capitolio tiene un contrato con una compañía privada de seguridad. —Él se quitó la chaqueta y enrolló las mangas—. Proporcionan guardias secretos que vigilan el capitolio. Pero sólo patrullan los edificios, y eso me deja aquí afuera para protegerla a usted. Bien, señorita Montgomery, cuando era adolescente trabajé en una gasolinera. No he cambiado un neumático aproximadamente en treinta años, pero apuesto a que recuerdo cómo hacerlo. Entonces la mano de ella fue a su teléfono. —Senador, por favor, permítame llamar a un servicio para cambiarla. Levemente, pudo ver que los ojos de él brillaban. —Supongo que cree que soy demasiado viejo como para usar un gato. —¡No, señor! Eso no es lo que pensé, en absoluto. Usted está en muy buena forma. —Así era. Kate lo había notado. Ni un gramo de grasa en su abdomen, y sus antebrazos desnudos eran

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musculosos—. Pero está demasiado bien vestido como para estar arrodillándose en un estacionamiento. Abriendo el baúl, él sacó el gato y el neumático. —Considérelo un favor hecho con el propósito expreso de que tenga que devolvérmelo. Kate debía estar realmente cansada, porque nuevamente la imagen de violación y asesinato arrasaron su mente, y la advertencia de Linda —“no entres en una sala de audiencias con un senador a menos que quieras luchar por tu virtud”— resonó en su cabeza. —Algún día necesitaré cobertura para uno de mis proyectos de ley. Arrodillándose al lado del neumático, él sacó eficientemente las tuercas. El alivio la inundó, y entonces la consternación. —Señor, no puedo prometer eso —dijo débilmente. —Entonces puede salir y comprarme una hamburguesa la próxima vez que haya un monólogo encarnizado. El hombre sacó el neumático con esfuerzo y lo reemplazó con la de repuesto. Trabajaba con eficiencia, girando la rueda y apretando las tuercas con la barreta. Ella se relajó. Ese hombre hispano ayer la había afectado. A cada lugar que miraba veía problemas, incluso cuando no existía ninguno. —¿Wendy's o McDonald's? —Tengo una idea mejor. Mi esposa y yo haremos una fiesta la próxima semana. Tal vez pueda ir. El diecinueve de septiembre. Es nuestro aniversario, el vigésimo quinto, y estamos planeando un gran festejo. Él sonaba amistoso, hospitalario. Bajó el gato, arrojó el neumático rajado dentro del baúl, y usó su pañuelo para limpiarse los dedos. —Lleve un amigo. Kate no pudo pensar una razón para no hacerlo. No veía ningún daño en ir a una fiesta que indudablemente incluiría a otros reporteros y tal vez contactos que la ayudarían. Además, realmente le debía una. No hubiera querido esperar sola que llegara el autoclub a cambiar su neumático. —Me encantaría asistir. Gracias, senador… por todo.

—No lo sé, mamá. —Kate levantó los platos sucios de la mesa indonesa tallada en la elegante casa de varias plantas de su madre—. En Houston, el director de la emisora era un imbécil y todos los demás eran agradables. En KTTV, el director de la emisora está bien, y todos los reporteros me tratan como basura. —¿Es lindo? —preguntó su madre automáticamente. Había cocinado una de sus fabulosas cenas para celebrar la primera semana de Kate en el trabajo, y ahora permitía que su hija limpiara mientras ella bebía un vasito de oporto. —¿Quién? —El director de la emisora.

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—¿Brad? Puaj, no. —Kate pensó en el cargado olor a tabaco que flotaba en el aire alrededor de Brad, y repitió—: Puaj. —Qué pena. —Su madre reaccionaba al estado de soltería de Kate como un toro a una bandera roja—. Necesitas tener vida social. —No, necesito encontrar suficientes historias para que esa perra Linda Nguyen tenga que ser agradable conmigo. Kate apiló los cubiertos sobre los platos con demasiado vigor. —No digas “perra”. Si vas a maltratar la porcelana, puedes dejar los platos para el ama de llaves mañana. Y… espera... ¿Linda Nguyen? —Su mamá había sido distraída—. He visto sus informes. Me gusta mucho. —Bueno, yo no le gusto a ella. Kate manejó los platos con un poco más de cuidado. —La conquistarás. Las dos mujeres compartieron una sonrisa. Una mujer bella de cincuenta y ocho años, Marilyn Montgomery era morocha, delgada y arreglada, que se mantenía en forma haciendo ejercicio en el gimnasio y recaudando fondos para cada caridad que le enviaba una solicitud. Además era buena en eso, en organizar fiestas implacablemente y sacar dinero a las corporaciones con sutileza y encanto. Servía en la junta para la Sinfónica de Austin y como presidenta del Refugio Familiar para Niños sin Techo. Su madre siempre había creído en ella. Su padre siempre había creído en ella. Creído que podía hacer lo que quisiera, ser lo que quisiera. Esa era la verdadera razón por la que Kate había tenido éxito. Quería satisfacer la fe que ellos le tenían… y su propia fe en sí misma. Podía ser huérfana. Podía ser la hija de una adolescente asustada o una prostituta. Pero era fuerte. Lo lograría. —Si no los conquisto, igualmente haré mi trabajo. —Por supuesto. Eres hija de tu padre. El dolor y la tragedia de la muerte de Skeeter Montgomery era lo que había provocado la relación extremadamente estrecha entre Kate y su madre. No había dos mujeres que pudieran atravesar la agonía de saber que el hombre al que querían había sido capturado por terroristas, que tal vez estaba siendo torturado, tal vez asesinado… Cuando, después de dos meses de espera, el cuerpo de él había sido encontrado, había sido casi un alivio saberlo con certeza. Esa era la peor parte de todas, que la confirmación de su muerte fuera un alivio. Desde que su padre había sido asesinado cinco años atrás, su madre había sido propensa a la ansiedad. Había formado un hogar para ellas en Nashville mientras Kate asistía a Vanderbilt. Kate nunca lo había admitido, pero tener a su madre siguiéndola tan de cerca durante los años de la universidad le había resultado restrictivo. Cuando Kate consiguió el trabajo en Houston, la decisión de su madre de volver a su ciudad natal de Austin le había parecido una sorpresa absoluta. “Estarás bien viviendo sola ahora, ¿verdad, cariño?”, le había preguntado su madre. “Ya no tienes miedo, ¿cierto?” Y Kate se había dado cuenta de que había tenido miedo... y que el tiempo con su madre la había curado. Su mamá era la persona más genial e inteligente del mundo.

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—También soy hija de mi madre. —Kate se dirigió a la cocina con la pila de platos—. Si no me hubieras enseñado cómo romper las rótulas de alguien con una vara de terciopelo, no me hubiera ido ni cerca tan bien esta semana. El capitolio es todo lo que esperaba. —¿Corrupto? —dijo su mamá, divertida. —Y fascinante. —Las salas de comité con su sello de Texas a la cabeza de la sala, las amplias escaleras que se curvaban arriba y abajo, el ajetreo oficial del Senado en sesión—. He conocido a tantas personas. Sólo unos pocos se destacan. Conocí a la senadora Martínez. Y al senador Oberlin. ¿Lo conoces? Su mamá negó con la cabeza. —No, pero el gobierno me aburre. ¿Es importante? —Linda dice que tiene mucho poder. —¿Es lindo? Kate puso los ojos en blanco. —Viejo y casado hace veinticinco años. —Oh. —Su mamá se calmó—. Si no vas a buscarte un chico agradable, tendré que hacerlo por ti. Dean Sanders es un buen partido. Es apuesto. Es abogado de MacMillan y Anderson. Sabe cómo manejarse en la sociedad de Austin. —¿Y? Kate esperó la parte negativa. —Está divorciado, pero su madre dice que su esposa provocó los problemas y que está listo para salir otra vez. —No. Por favor, no. —Yendo hacia su madre, Kate la rodeó con los brazos y le dio un abrazo—. En serio, mamá. No. No quiero un tipo que esté recuperándose de un divorcio. —Pero su madre dice… —Está mintiendo. Sabes que está mintiendo. —Supongo —dijo irritablemente su mamá—. Pero es un buen hombre. Merece a alguien como tú. —Sólo hay una yo —dijo Kate con humor—. No todos los hombres pueden ser afortunados. Se marchó a las nueve. “Mañana es día de trabajo, mamá”. La oscuridad había caído para el momento en que corrió a su auto, que estaba estacionado en un espacio para visitantes frente al edificio. Oyó un ruido detrás suyo. Un paso silencioso, un breve roce de tela contra metal. Se dio vuelta, esperando ver a su madre corriendo tras ella con una porción extra de codorniz. No vio movimientos. Algunos autos estacionados, algunos arbustos bien plantados, algunas flores. Un gato, quizá. O una ardilla. Algo. Sin embargo, recorrió con la vista la acera detrás suyo. No había nada ahí. Encogiéndose de hombros, se metió en el auto y condujo a casa.

Esa noche, el teléfono de Kate sonó a las dos a.m. Apenas despierta, buscó a tientas el auricular, con el corazón palpitando en la garganta.

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¿Era su mamá? ¿También se habían llevado a su mamá? Cuando atendió, no había nadie. La línea estaba abierta, pero nadie hablaba, nadie respiraba. Colgó y salió de la cama. El identificador de llamadas mostraba “número privado”. Desestimó la llamada como un error. Tomó un poco de agua y se miró al espejo. Odiaba esto. Una llamada en medio de la noche, y todo su temor y angustia por el secuestro de su papá regresaban de inmediato. Todos los recuerdos desfilaron por su mente. Eran pesadillas hechas realidad, y sin importar cuánto lo intentara, nada podía borrarlas. Regresó a la cama, y una hora más tarde acababa de volver a quedarse dormida cuando su celular sonó. Se levantó y miró el teléfono, pero no atendió esta vez. Nuevamente decía “número privado”. Una coincidencia, probablemente. Una mala coincidencia, ya que ambos números eran privados y no publicados en la guía telefónica, pero no obstante una coincidencia. Cuando el teléfono de su casa sonó otra vez a las cinco de la mañana, dejó que atendiera el contestador. Una voz grave, gruñona, cambiada, dijo: “Vete, perra”. Y colgó silenciosamente. Ese día, para cubrir los círculos oscuros bajo sus ojos, Kate usó maquillaje extra.

Dos noches más tarde, salió del capitolio para descubrir un montón de cal en la ventanilla de su auto. En letras temblorosas, decía: “Vete, perra”. Kate se quedó mirando el mensaje. Le subió el corazón a la garganta. Sus sienes se tensaron de miedo. Se dio vuelta rápidamente para buscar curiosos, pero ninguna de las personas que pasaban junto a ella le prestaron atención. Sin embargo, tenía que enfrentar la verdad. Tenía un acosador. Simplemente no sabía qué hacer al respecto. Todavía no tenía el valor para llamar a la policía. Pese a las garantías de Brad sobre su trabajo —ella había ganado a todas las demás estaciones en Austin en dos historias más— en su mente no había dudas de que a cada reportero en KTTV le encantaría verla fracasar. Si anunciaba que tenía un acosador, sería vista como una exagerada, y las risas que seguía habiendo a sus espaldas se volverían para estallarle en su cara. No podía soportar empeorar las cosas. Sin embargo, Kate conocía los hechos. Sabía que a los acosadores les encantaba concentrarse en las “muchachas” reporteras. Los acosadores eran inestables, y aunque el suyo no había hecho nada violento todavía, era probable que los incidentes aumentaran, posiblemente a crímenes serios... a violación y asesinato. Más importante, tenía miedo todo el tiempo. Sospechaba de todos. El hombre hispano... él sabía cómo asustar a una mujer con una mirada. El senador Oberlin… algo en él la había hecho sentir incómoda enseguida, y había ido convenientemente a su rescate en el estacionamiento. Tal vez había arreglado para que le rajaran el neumático y así poder acercarse a ella. Linda... estaba celosa y llena de rencor. Brad, Cathy, todos a los que Kate conocía, cada adolescente que recorría el capitolio y la reconocía como una presentadora, cada hombre que la miraba y flirteaba con ella.

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Incluso ahora, con el sol apenas poniéndose en el oeste, miró detrás suyo mientras cruzaba la calle detrás del complejo del capitolio. Nunca había estado así antes, y sabía que, con o sin risas, con o sin burlas, tenía que contactar a la policía. Ahora. No valía la pena morir por ningún trabajo. Mientras cruzaba la línea blanca en medio del camino, oyó un motor acelerando, neumáticos chillando. Un auto gris giró a toda velocidad alrededor de la esquina… directo hacia ella. Se arrojó hacia la acera. Aterrizó duro. Rodó, frenética. El pánico rasgó su mente con garras afiladas. ¡Apártate! ¡Está detrás de ti! Pero el auto seguía en marcha. Se tambaleaba de un lado a otro de la calle, fuera de control, casi volcando. Entonces se enderezó, y sus neumáticos soltaron una nube de humo negro mientras se alejaba a toda velocidad. Kate no sabía si la había chocado o si sólo había aterrizado fuerte. No sabía si podía tomar aire. Se tumbó en la acera, con una uña rota y ensangrentada, las palmas despellejadas, los pantalones desgarrados en la rodilla. Parpadeó cuando manchas negras oscurecieron su visión, y luchó contra una náusea. —¿Qué diablos...? Kate oyó esa voz dura, impaciente, y levantó la cabeza. Linda se arrodilló a su lado, con sus ojos oscuros destellando con impaciencia. —¿Qué diablos acaba de suceder? —Alguien intentó atropellarme. Carmesí salpicaba la acera al lado de la cabeza de Kate. Se tocó el mentón y sus dedos se apartaron cubiertos de sangre. —No seas dramática. —Linda sacó su celular. Mientras marcaba el 911, dijo—: Quien quiera que fuera probablemente estaba borracho. No llegué a ver la matrícula, pero era un sedán Infiniti gris, un G35, creo. El dolor estaba empezando a penetrar en el shock de Kate. —No pude ver al conductor, las ventanillas estaban polarizadas. Linda debía haber conectado con la operadora, porque dijo al teléfono: —Necesito una ambulancia en la esquina de la Quince y San Jacinto. Ha habido un atropello y fuga... —No. —Kate sacudió la cabeza con pesadez—. No. Esto no fue un accidente. Lentamente, Linda apartó el teléfono de su oreja. —¿Qué quieres decir? —Tengo un acosador. —Finalmente Kate lo admitió en voz alta—. Estoy siendo acosada.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0044 —Esto es lo que vamos a hacer. —El lunes por la mañana, en su oficina, Brad tipeaba rápidamente un e—mail con dos dedos índices cortos y regordetes—. Vamos a asignarte un artículo sobre el principal servicio de guardaespaldas en la ciudad. Seguridad Ramos provee seguridad para el capitolio. Sus guardaespaldas manejan a todos los peces gordos de visita y escoltan a las damas de sociedad locales cuando usan sus grandes diamantes. Kate estaba parada frente a su escritorio, escuchaba y asentía. Tenía vendas en las manos y rodillas, y puntos que cerraban el corte en su mentón. Llevaba un suéter color crema de cuello alto, una falda de tweed marrón oscuro a la rodilla y de corte austero, a juego con una chaqueta de tweed marrón. La formalidad del atuendo la armaba de confianza, una confianza que generalmente ostentaba en abundancia. Una confianza que había sido muy debilitada. Además, las mangas largas y las medias oscuras cubrían sus moretones. Lucía un moretón púrpura especialmente grande en la cadera, donde aparentemente había sido golpeada por el auto. —Me gustaría saber por qué fui la afortunada —dijo con amargura. —Bien, no te preocupes por que este acosador te haya escogido de la camada de reporteras. He visto esto antes. Estos tipos, y siempre son tipos, son bichos raros que se obsesionan con una presentadora, siempre una presentadora joven y nueva, y empiezan a ser molestos. —¿Molestos? Ella miró sus manos vendadas. —Sí, este es totalmente peligroso. Pero nunca son demasiado brillantes, así que los atrapamos rápido. —Le echó una mirada aguda—. Especialmente cuando la presentadora es lo suficientemente inteligente como para reconocer el problema y entregarlos. —Diría que esperé un incidente de auto demasiado tarde. —Eso también es cierto. —Él apretó “enviar” y se recostó en su asiento—. Si hubieses dicho algo unos días atrás, no te hubiesen atropellado, y te hubieras visto lo suficientemente bien como para continuar con tus informes. Tendremos que esperar al menos una semana antes de ponerte de nuevo frente a la cámara. —Lo sé. Lo siento. Él gruñó, evidentemente descontento con el giro de los acontecimientos. Kate miró hacia la sala de redacción donde todos estaban trabajando en una historia real, una noticia importante. —Pero todos han sido amables. Curiosamente, lo habían sido. Evidentemente la enérgica desestimación de Linda de los problemas de Kate había sido su manera de expresar preocupación, porque se había quedado con Kate durante su tiempo en la sala de emergencias y su entrevista con la policía, y Linda debía haber dicho lo adecuado a la gente en la estación de televisión, porque todos habían parecido impresionados, y algunos realmente habían ofrecido a Kate expresiones de compasión espontáneas. —Sí, son buena gente. —Brad encendió un cigarrillo—. Haré que sigas al tipo que es dueño del servicio de guardaespaldas, Teague Ramos. Síguelo de cerca durante sus actividades

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semanales, más tiempo si lleva más atrapar a este acosador —evidentemente Brad suponía que una semana era tiempo de sobra—, y reúne información suficiente para hacer un informe sobre él y cómo opera. —¿Cuándo lo pasarán? —preguntó Kate, siempre reportera. Brad le echó otra mirada cortante. —Dos minutos a las cinco, y te daré seis minutos en el programa Aquí está Austin del domingo por la mañana. —Muy bien. Dos minutos a las cinco estaba bien, nada como dos minutos en los primeros seis y diez espacios, pero a las cinco era cuando pasaban todas las historias de interés humano, y hacer un informe sobre el dueño de un servicio de guardaespaldas era definitivamente interés humano. El espectáculo del domingo por la mañana era un cementerio, nadie miraba Aquí está Austin, un alegre show local que promocionaba la feria estatal y discutía sobre la elaboración de edredones en detalle. Pero si Kate iba a invertir tanto tiempo en una historia, la estación tenía que hacer algo para justificar el desembolso. —De esta manera —continuó Brad—, cuando Teague vaya al edificio del capitolio a trabajar, podrás ir con él, actuar como si lo único que quieres es completar tu historia sobre él. Cualquier pista buena —se mojó los labios con satisfacción—, puedes pasársela a Linda para la cámara. — Kate aspiró con brusquedad. ¿Dar las buenas historias a Linda?—. ¿Hay algo que quieras decir? Brad fijó sus ojos entrecerrados en ella. —Lo haré —dijo Kate. Como si tuviera elección—. ¿Pero no cree que la gente en el capitolio vaya a notar que estoy siguiendo a algún tipo todo el día? —Teague se asegurará de que nadie lo note. —Brad se rió—. Ya verás. No te preocupes, Teague es bueno en lo que hace. De hecho, es el maldito mejor tipo de seguridad que jamás haya visto, y he visto varios. Durante años he intentado conseguir que me permita hacer un informe sobre él. Me sorprende que haya aceptado en esta ocasión. Va a entorpecerlo. Pero con él trabajando, esto habrá terminado antes de que lo imagines. —Brad volvió su atención hacia sus siete pantallas de televisión—. Y estarás de vuelta haciendo aquello para lo que te pago. Con ese amargo y breve comentario, Kate salió de la oficina tan silenciosamente como era posible. Sabía que no estaba ganándose su exorbitante salario, y no quería que Brad empezara a quejarse por eso. No le parecía un hombre que desperdiciara dinero sin esperar una devolución de su inversión. Un silencio cayó sobre la sala de redacción mientras caminaba hacia su escritorio. No el silencio hostil que había enfrentado antes, sino más bien el silencio preocupado de personas que no sabían qué decir en una situación incómoda. Kate conocía ese silencio; lo había enfrentado muchas veces después de que su padre hubiera muerto. Asegurándose de que su mirada no se enfocaba en nadie en particular, ofreció una sonrisa, se sentó ante su computadora e hizo una búsqueda en internet sobre Seguridad Ramos. Saltó la dirección; la garabateó y luego la encontró en MapQuest. Pero la búsqueda aportó poca información sobre la firma o sobre Teague Ramos. Encontró algunas fotos pequeñas de él en la sección de sociedad, vestido con un smoking y escoltando a modelos altas y delgadas a varios eventos para recaudar fondos. No se veía como la impresión de ella de un guardaespaldas… había esperado un fisicoculturista con la cabeza afeitada

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y una expresión impasible. En cambio, se veía esbelto y de piernas largas, con hombros amplios y cabello lacio y oscuro largo hasta los hombros, atado con una cinta negra. Ya nadie usaba el cabello de esa manera, pero ella vio por qué Ramos lo hacía. El estilo severo daba un marco duro a su rostro vital. Su oscura piel bronceada se extendía sobre huesos fuertes que definían sus mejillas, su mentón, su nariz. Sonreía a la mujer tomada de su brazo, y la mujer le devolvía la sonrisa, con expresión ávida y orgullosa. Kate no estaba sorprendida. Era el tipo de hombre que, incluso en una fotografía, exudaba una cruda sexualidad. Si ella lo tuviera también estaría orgullosa. Se quedó mirando la foto, intentando distinguir más detalles. Se veía... conocido. Intentó agrandar la imagen, pero lo único que obtuvo fue una ampliación granulosa. Mientras miraba la foto con los ojos entrecerrados, la reportera a su lado siseó la alerta: —¡Brad se levantó! Los reporteros a su alrededor de pronto estaban muy ocupados, o poniéndose de pie de un salto y yendo de aquí para allá. Brad irrumpió en la sala de redacción, gritando a todo pulmón: —¿Quién demonios se suponía que cubriera ese descarrilamiento de tren? Porque los vagones contienen materiales peligrosos, ¡y no he visto ni un trozo de la cinta sobre la evacuación! Tomando la dirección, Kate salió corriendo de la sala de redacción.

Seguridad Ramos estaba ubicada en un chalet de dos pisos en un vecindario restaurado, no muy lejos de la mansión del gobernador. El color jengibre que decoraba el porche del frente estaba recién pintado, los escalones habían sido refaccionados con tablas nuevas, y habían dado un tinte rojo intenso a la puerta principal. Una pequeña placa de latón leía: “Seguridad Ramos, pase”, así que Kate giró el picaporte. La puerta crujió al abrirse, y la recepcionista sentada frente a un escritorio en el recibidor levantó la cabeza y sonrió. —¿Señorita Montgomery? Adelante. Oh, cielos. —Frunció el ceño al ver las heridas de Kate—. Ese bastardo realmente la atacó, ¿cierto? Bueno, no se preocupe, el señor Ramos lo atrapará. —Gracias —la mirada de Kate se deslizó sobre la placa con el nombre en el escritorio—, Brenda. Era un poquito sobrecogedor ser reconocida, pero una reportera se acostumbraba a eso. Brenda señaló hacia una elegante puerta con vidrio biselado. —El señor Ramos está esperándola. Kate entró y se encontró en lo que solía ser un salón. La luz se filtraba a través de los altos robles en el patio y por las ventanas con bisagras, y Kate se quedó quieta, esperando hasta que sus ojos se adaptaron a la tenue luz. Cuando lo hicieron, aprobó la habitación. Elegante, de color intenso, era la modernización perfecta de un estilo clásico de comienzos del siglo veinte. Las paredes habían sido pintadas de un verde oscuro bajo el guardasillas, y un dorado suave arriba. Persianas de madera de cerezo colgaban en las ventanas altas, y una alfombra persa borgoña cubría el reluciente piso de parqué. El escritorio era enorme, de madera de cerezo tallada, y había un hombre parado detrás del escritorio: alto, delgado, con hombros anchos que encajaban perfectamente en la limpia camisa

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blanca y el traje Armani negro. Sin embargo, estaba de espaldas al sol, dejando su rostro en sombras… hasta que él se inclinó y encendió la lámpara sobre su escritorio. La luz dio sustancia y detalle a un hombre que sólo había sido humo y sombras. Su cara tenía un crudo esplendor y la impiedad de un guerrero azteca. Con un apellido como Ramos, obviamente era hispano. Y su figura —alta, de brazos y piernas largas— le hizo pensar que también debía ser parte anglosajón. Tenía los hombros poderosos de un remero olímpico, y ella supuso que bajo la ropa se abultaban los bíceps. Una cicatriz blanca cruzaba su mejilla, y sus ojos eran del marrón dorado más hermoso, profundo e intenso... Kate jadeó como una doncella victoriana. —¡Tú! Este era el hombre que la había observado filmar su primer reportaje para la estación, el hombre de remera negra sin mangas, el hombre que ella había imaginado que había tajeado su neumático. —¿Yo? —se burló él. Era evidente que sabía muy bien a qué se refería. Rodeó lentamente el escritorio hacia ella—. ¿Nos hemos visto, señorita Montgomery? ¿Nos conocemos? ¿Me ha visto en algún lugar e imaginado que el mexicano sucio podía ser su acosador? La columna de ella se puso rígida mientras él se detenía deliberadamente demasiado cerca suyo, invadiendo su espacio, haciendo que quisiera retroceder. —Imaginé que el mexicano sucio era un traficante o miembro de una pandilla. —Kate miró directo esos hermosos ojos marrones y preguntó secamente—: ¿No fue eso lo que quería que pensara, señor Ramos? Él rió, un breve ladrido de diversión. —Me aseguro de verme como el rol… pero no de que se note que estoy haciendo mi trabajo. —¿Qué quiere decir? Era más alto de lo que había pensado. Un metro noventa y dos contra su metro setenta y tres, y de pie tan cerca, él emitía una atmósfera eléctrica que puso de punta los finos pelos de Kate desde la nuca hasta los pies. —Cuando doy vueltas por el complejo del capitolio, quiero que la gente me mire de reojo y aparte la mirada por miedo a llamar mi atención. Nadie quiere que alguien que se ve como yo los aborde porque fueron accidentalmente amigables. Así que soy anónimo a plena vista. —Se concentró en ella, su tono era inquisitivo—. Pero usted me reconoció. —Soy reportera. Miro las caras de la gente. Respiraba con cuidado, asegurándose de que su camisa —sus senos— no rozaran la chaqueta de él. —A la mayoría de las reporteras no les importa un comino la cara de nadie más que la suya... en una pantalla de televisión frente a miles de personas. A Kate no le molestaba decir la verdad. —Eso también me gusta. Él sonrió otra vez, un lento despliegue de diversión. —Honesta y observadora. Eso simplifica mi trabajo. —Se alejó. Ella respiró hondo y deseó que los escalofríos desaparecieran—. Por favor, siéntese, señorita Montgomery. Él apartó una silla para ella, la que estaba frente a su escritorio.

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—Gracias, señor Ramos. Kate se sentó. Él apoyó una cadera sobre el escritorio, poniéndola deliberadamente en un nivel subordinado. —No parece el tipo de mujer que accedería a tener un guardaespaldas. Pero era el tipo de mujer que reconocía las tácticas intimidatorias —las tácticas intimidatorias de él— cuando las veía, y sabía cómo contrarrestarlas. Permaneció absolutamente quieta —nada de moverse nerviosa—, lo miró a la cara y también le dijo la verdad acerca de eso. —Soy cobarde. —Bien. Esa es exactamente la respuesta que quiero. La gente que tiene miedo es cautelosa. Él seguía sonriendo, invitando a más confidencias. Ella escogió sus palabras con cuidado. —Soy lo suficientemente sensata como para saber que, cuando he sido amenazada, debería buscar ayuda. —Y... ¿Cómo había sabido que había un “y”? —Mi madre no aceptará otra cosa. —¿Porque...? —Señor Ramos, realmente tiene una manera odiosa de entrevistar a la gente. A ver cuánto le gustaba esa sinceridad. —Señorita Montgomery, no estoy entrevistándola. Estoy interrogándola. —La sinceridad le fue devuelta en la cara—. Y si me dijera todo ahora mismo, me ahorraría el inconveniente. Su voz seguía siendo perezosa, su boca seguía sonriendo, pero era intenso y serio, y ella reconoció la verdad en su comentario. Inclinó la cabeza. —Mi mamá teme… mi papá fue buscado y asesinado en el extranjero por un poderoso grupo anti—norteamericano. —¿Dónde? ¿Hace cuánto? —En el Medio Oriente, aproximadamente cinco años atrás. Casi exactamente cinco años atrás. Kate nunca lo olvidaba. —¿Su padre en particular? —preguntó Teague—. ¿Por qué él? —Tenía una tendencia a meter la nariz en situaciones peligrosas si pensaba que estaba haciendo lo correcto. —Kate sonrió, una sonrisa vacilante al recordar al hombre al que había querido tanto—. Vio a algunos huérfanos y viudas que necesitaban ayuda. Los ayudó. Algunas personas no quieren que los norteamericanos hagan cosas buenas porque eso arruina la imagen del Gran Satanás. —Su papá suena como un tipo magnífico. La voz de Teague era absolutamente neutra y alisó la arruga en sus pantalones como si le resultara de enorme interés. —Lo era. Kate se sintió a la defensiva, y no le gustó. Tampoco lo entendía. ¿Por qué Teague no creía que su padre era un tipo magnífico? ¿Por qué pensaría que ella estaba mintiendo?

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—Mi madre teme que haya una posibilidad de que el mismo grupo de terroristas haya decidido eliminar a su familia entera. Teague silbó, larga y gravemente. —Eso es interesante. ¿Qué piensa usted? —Creo que es poco probable. —Pero no imposible. —Nada es imposible, creo que es más probable que haya conseguido un televidente posesivo o a quien no le agradaban mis ideas políticas percibidas o el color de mi piel. —¿Alguna idea de quién puede ser? —Teague se inclinó hacia delante, posó sus manos en los brazos de la silla de ella y se acercó tanto a su rostro que su aliento le rozó la piel—. Estoy abierto a cualquier sugerencia, sin importar lo absurda que pueda pensar que es. Ella se inclinó ese centímetro extra para que sus narices estuvieran casi tocándose. —Ahora que usted está descartado como sospechoso... no. Él no retrocedió. No se adelantó. La miró a los ojos, y otra vez le puso de punta el vello en la nuca. Kate suponía que esta era su rutina habitual. Suponía que era así como sacaba información a cualquier mujer que entraba en su oficina en busca de ayuda. Pero este tal Teague Ramos tenía una presencia que ella nunca había sentido. Se le entrecortó la respiración, y sus ojos se volvieron pesados. Pensó que él iba a besarla… y quiso que la besara. Sus pensamientos se enmarañaron en su cerebro. Los labios de él se veían suaves. Ella había tomado pescado rojo con pimienta en el almuerzo. Las manos de él se veían capaces. Ella debería haber comido una menta antes de entrar. Pero, ¿cómo podía haber sabido que besaría a un hombre hoy? Se mordió el labio inferior, y él la miró como si estuviera embelesado. Entonces se enderezó. —Bien. La información que envió Brad decía que el auto era un Infiniti. —¿Qué? —Liberada de su hechizo, ella se sintió extrañamente desorientada—. Oh, así que usted piensa que el acosador es medianamente rico. —O alquiló un Infiniti. O tomó prestado o robó uno… aunque no hay denuncias de Infinitis robados esa semana. Desafortunadamente, saber la marca del auto no es útil. —No alcancé a ver el número de matrícula. —Kate se tocó el mentón—. Estaba demasiado ocupada sangrando. —Qué pena —dijo él, nada impresionado—. Pero me hará saber si nota algo raro en alguien, o si recuerda cualquier incidente donde alguien pareciera un poco extraño. A veces eso es lo único que hace falta, que la víctima recuerde un nombre o un episodio que creó un enemigo. El genio de Kate apareció. —No soy una víctima. —Asegúrese de que siga siendo así. —Él fue a su pequeño refrigerador y sacó dos botellas de agua. Aflojó las tapas de ambas—. ¿Tiene algún enemigo? Kate quería decir que no, pero no pudo evitar recordar la animosidad abierta en KTTV.

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—Una estación entera llena de ellos. —Tomó la botella que él ofrecía—. Pero no creo que los otros presentadores realmente intentaran liquidarme. —Llamarlos enemigos parece dramático. ¿Por qué usted no les agrada? —La razón habitual. Soy más bonita que ellos. Él se detuvo, con la botella casi en su boca, y le ofreció una mirada prolongada, persistente, que comenzó en sus pies y ascendió hasta la cima de su cabeza, y se aseguró de prestar mucha atención a las buenas partes en medio. Si ella hubiera tenido alguna duda de que este hombre podía meterse bajo las sábanas con cualquier mujer que deseara, el torrente de calor en sus senos y entre sus piernas la quitó. —¿Es más bonita que todas ellas? —preguntó él—. Me cuesta creerlo. He visto a Linda Nguyen. Antes de que Kate pudiera contenerse, rió en voz alta. Él la miraba con satisfacción. Entonces ella se dio cuenta de que era un manipulador. Había querido hacerla reír, y lo había hecho. Había querido hacerla consciente de él como hombre, y lo había logrado. Levantando la botella, él bebió, y su fuerte garganta se movió mientras tragaba. Mientras vaciaba media botella, ella observó cada detalle y se dijo a sí misma que él era alguien de quien protegerse. Poniéndose de pie, se paseó hasta la chimenea y echó un vistazo al viejo y hermoso mármol. No quería encontrarse con la mirada de él. —Entonces, volvamos a contar la situación. Al poner manos a la obra, el cambio en él fue asombroso. Su voz se volvió tajante, tan tajante que ella lo miró, sobresaltada. Su sonrisa burlona había desaparecido, el encanto se había esfumado bajo una superficie tan dura que las balas rebotarían en ella. —Podríamos estar tratando con posibles terroristas, pero no es probable. Sus colegas presentadores son una posibilidad. Podría ser un amigo, un conocido o un extraño que la ha visto en televisión. —Él los fue marcando con los dedos—. Señorita Montgomery, piense muy detenidamente quién podría ser, porque son muchos sospechosos. —Pensaré —aceptó ella, y frotó el dedo sobre el Buda de latón sobre la repisa. —Ahora, este es el modo en que lo haremos. Usted estará haciendo un informe sobre mí, así que estaremos juntos todo el tiempo. No era una insinuación, sino una necesidad. Ella lo sabía. —Si el acosador me conoce, usted lo hará desistir. —Pasaremos cada día en el edificio del capitolio. Yo trabajaré en la vigilancia, usted puede trabajar con la política, y mis hombres y cámaras podrán observarla. —Eso funcionará. Eso hará feliz a Brad. Brevemente, Kate pensó en las historias que escucharía, cómo tendría que pasárselas a Linda, e hizo una mueca de dolor. —Mantenerla fuera del aire hasta que sus heridas se curen ayudará. —Sin un gramo de compasión visible, Teague estudió sus puntos—. Si el acosador es un televidente, es casi seguro que los ataques estén relacionados con su aparición en la televisión. Si los ataques cesan, probablemente estemos tratando con alguien que sólo la conoce de las noticias locales y que siente que ha ganado manteniéndola fuera del aire.

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—¿Eso es una ventaja? Austin tenía una población de 650,000 personas. —Eso elimina a un montón de sospechosos inmediatos. —Teague hizo rodar la botella entre sus manos y sonrió como si supiera algo que ella no sabía—. ¿Tiene algún lugar donde pueda dormir en su apartamento, o debería llevar un colchón inflable? —¿Dormir? La mente de Kate saltó a la conclusión correcta, pero no había evaluado... —Estoy intentando mantenerla donde el acosador pueda encontrarla —respondió Teague con sensatez—. Es la única manera de que logremos que se muestre. —¿Entonces soy carnada? A Kate esto le gustaba cada vez menos. —Y yo soy su guardaespaldas. La mantendré a salvo. —Su encanto regresó, totalmente intacto—. Confíe en mí. Ni en un millón de años. —Tengo un cuarto de invitados. Puede quedarse ahí. Hay una traba en la puerta de mi dormitorio. —Lo recordaré. Él sonrió apenas. Entonces Kate deseó no haberlo dicho. Había estado intentando dejar claro que ella no era parte de sus honorarios. De algún modo pensó que él se lo había tomado como un desafío. Pero no había querido hacer eso. Realmente no, ni siquiera en sus más profundos, oscuros y ocultos pensamientos. —Vayamos al capitolio. —Él se puso de pie, cruzó la habitación y abrió la puerta para ella—. Usted conduzca su auto; yo la seguiré. Quiero ver si puedo descubrir a alguien merodeando y vigilando. Nos encontraremos dentro, le presentaré a mi gente y estaremos listos. —Muy bien. En el recibidor, Teague se detuvo ante el escritorio de Brenda. —Llámame cuando me necesites. De lo contrario, estaré fuera con este trabajo. —Sí, señor. Si pudiera firmar estos cheques antes de marcharse... Kate se dirigió a la puerta de salida. —¡Kate, necesitamos aclarar una última cosa! —dijo Teague cortante—. Déjeme salir primero. La tomó del brazo. El dolor la atravesó. Ella dio un respingo y jadeó. Él la soltó, la estabilizó con una mano en la base de la espalda y observó la expresión en su rostro con muchísimo cuidado. —¿Moretón? —Sí. —¿Auto? —Sí. —¿Duele?

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—Sí. —No se preocupe. —Los ojos de Teague eran fríos estanques negros, insondables—. Y no dude de esto… atraparé al hijo de puta.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0055 —Entiendo. —Kate frotó el punto dolorido en su brazo—. Adelante. —¿Y confía en mí? —Teague la mantenía en su sitio con el calor de su toque y la fuerza de su mirada—. ¿Sabe que atraparé a su acosador? —Confío en usted. No podía decir más. Le dolía la garganta por la tensión. Su mirada se aferró a la de él. Quería llorar, pero eso era tonto. —Muy bien. Si alguna vez está inquieta, hágamelo saber. Vivo aquí, arriba. —Él sacó su tarjeta profesional del bolsillo—. Tiene mi número personal de celular. Si no estoy con usted, llámeme o venga a buscarme, y arreglaré lo que sea que la esté molestando. ¿Lo hará? —Lo prometo. Con un asentimiento enérgico, él la soltó. Mientras firmaba los papeles para Brenda, la mujer dijo a Kate: —Puede confiar su vida a este hombre. Yo lo hice y nunca lo he lamentado. La tensión de Kate disminuyó. —¿Tenía un acosador? —Tuve un ex—esposo. Nada podía convencerlo de que ya no era suya para que anduviera golpeándome. No hasta que Teague le explicó el asunto. Desde entonces no se ha atrevido a mostrar la cara. El testimonio de Brenda era intenso y leal. —Sí, y ahora puedo verificar a cada uno de los malditos novios estúpidos de Brenda antes de que salga con ellos. Teague sacudió la cabeza y siguió firmando. —Él cree que siempre voy hacia el mismo estilo —informó Brenda a Kate. —Un mal estilo. Teague pasó junto a Kate y salió por la puerta. —Mi vida ya no me pertenece —se quejó Brenda, pero Kate pudo ver que no hablaba en serio. En voz más baja, la mujer agregó—: De veras, es el mejor. Kate se unió a él en el porche y lo encontró mirando a un lado y otro de la calle. Echó un vistazo a su Beemer. —¿Ese es su auto? Muy lindo. —Gracias. Me gusta. Tiene las cinco velocidades más fluidas que jamás haya manejado, y toma las curvas bellamente. Oh, Dios, sonaba como una vendedora de autos. —Deme sus llaves y lo arrancaré por usted. Él extendió la mano. —No es necesario. —Créame, lo es.

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Este sombrío guardián tomaba las amenazas hacia ella en serio. Muy en serio. No le permitió estar cerca mientras inspeccionaba el auto y luego lo ponía en marcha. Alejándose, le hizo señas con la mano y sostuvo la puerta abierta mientras ella entraba. —Manténgalo con traba mientras conduce. No se preocupe, estaré detrás suyo. ¿Que no se preocupara? Tenía un acosador, y el hombre que la protegía de ese acosador la amenazaba de un modo totalmente diferente. Mientras conducía, Kate miró repetidamente por el espejo retrovisor. Teague permanecía algunos autos detrás, y ella observó el modo en que conducía, sin exhibirse ni ser temerario, si no con una fría eficiencia que le decía que podría alcanzarla si lo consideraba necesario. Detrás del tinte de su parabrisas él no era más que una sombra oscura, pero ella supo sin duda que observaba a todos alrededor de ella. Kate sabía cómo manejar a un hombre agresivo, o al menos sabía hacerlo tan bien como cualquier otra mujer. El problema era que… cuando estaba cerca de Teague, no pensaba en lo estúpido que sería involucrarse con él. No pensaba en absoluto; su reacción era visceral e instintiva, y eso tenía que terminar. Ella era conocida por su sentido común. De alguna parte, tenía que sacarlo a la luz. Metiéndose en su sitio habitual, estacionó, y con maletín en mano, esperó hasta que Teague bajó de su auto antes de destrabar las puertas y unirse a él. —¿Vio algo? —No. —Él la miró con interés lascivo—. Maldición. —Mire, señor Ramos, los profesionales no pasan su tiempo mirándose con lascivia —le dijo tajantemente. —Sin dudas. —Tomándola suavemente del brazo, caminó con ella hacia el capitolio—. Usted no me ha mirado con lascivia ni una vez desde que dejamos mi oficina. —Los hombros de ella se enderezaron y lo miró furiosa—. Ahí está otra vez la chispa en sus ojos. ¿Todavía teme ser atacada? Lo preguntaba como si realmente le importara, y su interés fue más cautivador que su flirteo. Así que Kate lo pensó. Evaluó seriamente la pregunta. Hacer algo para frustrar a este acosador le había dado una sensación de control. Y aunque Teague era avasallador y odioso, también despedía un aire de competencia que la tranquilizaba. Por mucho que odiara admitirlo, si él vivía con ella, podría dormir bien... o al menos dormiría sin el miedo a la violencia inesperada por la noche. —No, me siento mejor. Usted me ha tranquilizado. No tengo tanto miedo como tenía. Entraron en el edificio del capitolio por el Vestíbulo Sur. —Permítame mostrarle la oficina de seguridad y presentarle a mi gente —dijo él. —Realmente debería ir a ver qué está pasando en la Galería del Senado. Hoy están debatiendo el proyecto de ley Robin Hood. Habrá oradores de los distritos escolares ricos que pueden llegar a perder y oradores de los distritos escolares pobres que pueden llegar a ganar y, por supuesto, montones de retórica del estrado del Senado. Ella intentó rodearlo. Teague la detuvo con un brazo atravesado en su camino.

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—No era un pedido. Si va a estar aquí y no conmigo a cada instante, mi gente necesitará conocerla para saber a quién mantener vigilado. Ella parpadeó mirándolo con sorpresa, y en los labios suaves que hacían puchero y la piel suave como la de un bebé, Teague pudo ver a la niña mimada en ella. Estaba acostumbrada a salirse con la suya. De hecho, esta pequeña diva era terriblemente consentida. —Vamos, Kate, no llevará mucho tiempo —le dijo, convenciéndola del mismo modo en que convencía a todas las mujeres egoístas que cobraban demasiado con las que él salía—. El Senado sobrevivirá sin usted algunos minutos más. Ella accedió con una cortesía que lo sorprendió. —Por supuesto. Después de todo, Linda está cubriendo esa historia. —Con una carcajada y un movimiento de hombros, caminó con él hacia su centro de seguridad—. Lo entrevistaré. ¿Le molesta? —Si me molestara, no hubiese aceptado hacerlo. De hecho, había aceptado porque ella era la reportera en peligro. Esa primera vez que la había visto, le había gustado su aplomo, su estilo, el tono seco de su voz. Había rondado entre el público viéndose como la idea general de un líder de pandilla y había esperado encontrarse con la mirada de ella. El fuego que se encendió entre ellos lo había sorprendido. Ahora algún bastardo le había quitado parte de su confianza. No mucho. Haría falta más que un acosador para borrar el condicionamiento producido por el dinero y la seguridad. De hecho, si fuera cualquier otra persona, él hubiese dicho que este susto era justo lo que ella necesitaba. Pero le había gustado tal como era. La había deseado tal como era. Ahora, maldita fuera, la deseaba más... y era una cliente. Teague necesitaba recordar eso. Era una cliente. Kate sacó su anotador y lo abrió. Con lapicera en mano, preguntó: —¿Dónde se encuentra ubicado su centro de seguridad? Él posó una mano sobre la suya. —No mencionaremos algunas cosas en televisión. Al menos hagamos que los terroristas trabajen para obtener su información. —Claro. —Ella guardó su anotador y se unió a él en el ascensor hacia el segundo piso—. No se preocupe, no divulgar información hace que el reportaje sea todavía más intrigante para el público. Cuando haya terminado con usted, será un éxito enorme. Teague la miró. Tenía en la punta de la lengua decirle que no le importaba un comino, pero ella preguntaría por qué estaba haciendo esto, y no pensaba admitir que había permitido que sus gónadas dieran directivas a su cerebro. Las mujeres, por alguna razón, no lo entendían. —Dirijo la seguridad para el capitolio. Usted es la reportera del capitolio. Esto será bueno para la compañía, así que me pongo en sus manos. Ella sonrió. Eso pareció agradarle. Él supuso que le daba cierta sensación de poder sobre una vida que de pronto había girado rápidamente fuera de control. Para Teague, ella se parecía a la versión de un muchacho adolescente de Blancanieves, con piel pálida, mejillas suaves como las de un bebé, una boca lujosa y sensual, y cabello negro que se rizaba alrededor de su rostro. Ella no exhibía su cuerpo, cubriéndolo con colores apagados que

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minimizaban su figura esbelta. Comparada con las mujeres con las que habitualmente salía, mujeres caras que amaban el desafío de salir con un hombre peligroso, ella era reservada, profesional y nada pretenciosa. Pero Kate estaba muy bien formada, con senos lo suficientemente grandes para caber en el hueco de sus manos, una cintura estrecha, y caderas que se balanceaban al caminar. Sus piernas torneadas hacían que anhelara ver más. No había arte en su andar; ella no convertía cada movimiento en un incentivo, pero sólo porque pareciera inconsciente del movimiento limpio, fluido, no significaba que no fuera sexy. —Aquí estamos. Él se detuvo frente a la puerta de metal blindado. Con una mano sobre el escáner de palma electrónico, se identificó, tipeó un código y la traba se abrió. Mientras entraban, anunció: —He traído un poco de emoción a sus aburridas vidas. Cuatro personas los enfrentaban, tres hombres y una mujer, así como un banco de monitores y luces titilantes. Kate entró sin vacilar. —¿Cómo están? Soy Kate Montgomery de KTTV. Estoy aquí para hacer un informe sobre su jefe. —Hey, hey, hey. ¡El jefe va a ser una estrella! Chun era el líder del equipo de Teague, de California, un asiático americano soltero, apuesto, de veintiocho años, que hablaba con rapidez y a quien le gustaba recordar a la gente que se había graduado summa cum laude de Stanford. A Teague le gustaba recordarle que su especialización había sido en arte. —Ya puedo oír los titulares. “¡Super Seguridad Mantiene a Salvo a los Senadores!” Rolf era el técnico en tecnología de Teague, un rubio alemán grandote de Dakota del Norte. Big Bob tenía cincuenta y cuatro años, era texano hasta los huesos, felizmente casado, con tres hijos y dos nietos, quien soltó una carcajada y le ofreció un choque de manos. —Linda aliteración, Rolf. Deberías buscar trabajo inventando titulares. Gemma era una belleza menuda con hermosa piel negra. —Hay un programa de computadoras para hacer aliteraciones. Yo lo escribí. Rolf sonrió. Gemma puso en blanco sus ojos marrones de corderito. La hilaridad y bromas desconcertaron a Kate, pero no a Teague. En este negocio, los pavoneos eran despiadadamente burlados, y su gente no estaban intimidados por él. Generalmente no quería que lo hicieran… aunque este arrebato demostraba que podría ser bueno un poco de deferencia. Cuando el barullo disminuyó, Teague dijo a Kate: —Estos supuestos expertos en seguridad rotan en sus guardias. También le presentaré a la gente que recorre los corredores. Si no estoy cerca y sospecha problemas mientras esté aquí, haga saber a cualquiera de ellos y se ocuparán de usted. Todos están conectados. —Le mostró la media docena de auriculares y micrófonos que colgaban de ganchos al lado de la puerta—. Antes de salir, todos se conectan. —¿Es un walkie-talkie o un teléfono celular?

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—Walkie—talkie. Podemos cubrir un campo de aproximadamente tres kilómetros alrededor del capitolio. A más que eso, recurrimos a un celular. —A su gente le dijo—: Mientras Kate está ocupada filmándome, y a cualquiera de mi gente que logre sonar interesante, vamos a atrapar a su acosador. —Ooh, una entrevista en televisión —dijo Chun. —Agh, un acosador —dijo Big Bob. Podía confiarse en que Big Bob llegara al meollo de la cuestión. Teague permaneció a un costado y observó cómo su gente se apiñaba alrededor de Kate. Tres hombres, una mujer, todos intentando que los entrevistaran… o simplemente intentando llamar su atención. —Mire, lo que tenemos aquí es el corazón del sistema de seguridad. Chun señaló las computadoras y cámaras. A Chun le iba muy bien con las mujeres, y ahora estaba enfocado en Kate. Ella pareció no notar su interés. —Entonces, señor Chun, ¿está diciendo que desde esta habitación puede ver el complejo del capitolio entero? —Prácticamente —dijo Chun. —Nop. —La lenta manera de hablar de Texas de Big Bob anuló la voz enérgica de la Costa Oeste de Chun—. Esto da una visión general, pero cada ala tiene sus propias cámaras especiales y su propia sala de observación especial. La atención de Kate pasó a Big Bob, que estaba sentado frente a los monitores, con su mirada pasando de uno a otro. —¿Siempre hay alguien trabajando en cada sala? —No... Big Bob la miró de reojo, vio con cuánta intensidad lo miraba, y sus mejillas, ya naturalmente rosadas, se sonrojaron con un rojo pálido. Teague quiso reír, excepto porque Kate sonrió de modo tranquilizador a Big Bob. —¿Alguien chequea las salas periódicamente? —Cada quince minutos. El color en las mejillas de Big Bob se hizo más fuerte. Ella le apretó amablemente el hombro. Teague vio cómo hacía sentir cómodo a su hombre. Ella demostraba un increíble aplomo mientras desataba la lengua a Big Bob sobre las posiciones de las cámaras. Extrajo detalles sobre las salas de vigilancia. Mientras Kate tomaba notas, Big Bob se acercó sigilosamente a él. —Jefe, Juanita llamó para avisar que no vendría. —¿Sí? —Teague sintió que la conocida preocupación comenzaba a machacarlo por dentro—. ¿Dijo por qué? —Dijo que es sólo uno de esos días difíciles. Los tiene, ¿sabes? Supongo que tiene derecho. —Sí. —Teague marcó el número de Juanita, y cuando no atendió, frunció el ceño—. ¡Llama! Me conoces. Me preocupo. Y lo hacía. Diablos, no sabía cómo dejar de preocuparse por Juanita.

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Pero ahora mismo tenía que concentrarse en la tarea de proteger a Kate. Cuidaría de ella. No podría vivir consigo mismo si alguien bajo su protección era lastimado… otra vez. Teague se adelantó. —Llevaré a Kate a un recorrido personal. Pueden mantenerla vigilada a través de los monitores. Ese será su deber cuando ella esté aquí. Recuérdenlo. —Será un placer observar a la señorita Montgomery —declaró Chun con demasiado entusiasmo. Con un color subido, Kate se ocupó metiendo el anotador y la lapicera dentro de su enorme cartera negra. Teague recogió su auricular, colocó el transmisor en el bolsillo interior de su chaqueta y ordenó los cables para que estuvieran en su mayor parte fuera de vista. Cuando usaba esto, parecía como si estuviera hablando por celular. Abrió la puerta a Kate. Ella saludó con la mano y sonrió mientras salía. —¡Gracias a todos! Espero trabajar con ustedes. —Mientras Teague cerraba la pesada puerta, ella dijo—: Reconozco a Gemma y Rolf. Los he visto alrededor del complejo, aunque pensé que debían trabajar para un senador o algo así. —Tiene buen ojo. —Así era. A Teague le impresionó cuánto asimilaba—. Si alguna vez decide abandonar los reportajes, la contrataría. —Gracias. Mientras pasaban la salida sur hacia el Congreso, ella giró y se dirigió a la puerta. —¿Adónde vamos? —preguntó él, tomado por sorpresa. —Starbucks. Es hora de mi frappuccino con crema doble. —Starbucks —dijo Teague con indignación—. Hay café en mi oficina. —Quiero mi frappuccino. Él supuso que no haría ningún daño salir. Se suponía que ella se comportara con normalidad. Sin embargo, inyectó desprecio a su tono. —Una bebida de niñas. Ella le sonrió. —Soy una niña. Ciertamente lo era. Una muchacha no tan diferente a las demás, pero algo en ella lo atraía irresistiblemente. No era sólo su apariencia. Cuando se acercaba a ella, Kate olía… rica y sana. La mayoría de la gente diría que no había exactamente un olor que definiera “sana”, pero él lo sabía. “Sana” era exactamente lo opuesto a cualquier olor de su infancia. Nada en el pueblo de frontera donde había crecido había sido sano. Nada en los callejones, la basura en descomposición, la humedad y el calor había sido sano. Así que, suponía que eso lo convertía en el opuesto exacto a Kate Montgomery. Ella era sana, él… no. Ella había nacido con dinero. Probablemente había ido a una escuela de señoritas. Probablemente había pertenecido a una hermandad femenina en la universidad. Probablemente nunca había hecho nada sobre lo que tuviera que sentirse culpable ni oído una voz chillona desde el pasado chillando: “Hey, tú, pequeño bastardo...”

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Tenía que recordar que Kate era una cliente. Olvidarlo no salvaría la gigantesca y maldita distancia entre ellos, no le daría nada más que un alivio pasajero a un pasado que todavía lo atormentaba. Que lo atormentaría… por siempre. El primer frente frío del otoño estaba avanzando a través de Austin, llevándose la viciada humedad y reemplazándola con la primera insinuación fría y vigorizante del invierno. Kate estiró los brazos y respiró hondo. —¿No es hermoso? Adoro el invierno en Texas. —Ha visto inviernos en otros lugares. Él estaba sacando conversación, intentando sonsacarle algo y descubrir una pista sobre quién podría ir tras ella. ¿Un antiguo amante? ¿Un viejo amigo? Teague estaba interesado. Demasiado interesado... demasiado cautivado por el resplandor de la luz dorada del sol de otoño sobre los rasgos fuertes de ella. Observó automáticamente la gente en la calle, se mantuvo alerta al destello del sol sobre el metal de un arma, y siguió a Kate. —Un montón de lugares, más recientemente en Nashville. —Ella siguió la conversación con facilidad—. Estuvimos allí para la peor nevada en años. Nadie sabía cómo conducir. Todos metieron sus autos en las cunetas. —¿Estuvimos? Ella estaba hablando sobre ese antiguo amante que él sospechaba. —Mi madre y yo. —Kate se burló de él con una sonrisa—. ¿Quién más? —Su madre. Por supuesto. ¿Dónde está su madre ahora? —Vive aquí en Austin. —Así que son unidas. Demasiado unidas. El mundo se transformó en tonos grises, y en su cabeza él escuchó esa voz chillona. La voz de su madre. Teague, pequeño bastardo, no seas tan condenadamente estúpido. Eres un estúpido gringo mestizo, y si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. —Fue así después de la muerte de mi padre. Kate sonrió con tensión. —¿Qué? Oh, sí. —Él tenía que recordar las circunstancias que unían a Kate y su mamá... se querían. La mayoría de las madres y sus hijos se querían—. Si vamos a atrapar a su acosador, necesitaré una lista de los lugares adonde va. El supermercado, el gimnasio, fiestas, citas con su último amante… —No tengo citas. Él no le creía. —¿Por qué no? —No he conocido a nadie. No tengo amigos. —Kate rió entre dientes, un ronroneo grave y sexy de diversión—. ¿Qué tan patético sonó eso? Quiero decir que el trabajo me mantiene ocupada, y no he tenido tiempo para hacer amigos aquí. En Austin. Todavía. —Dígame adónde va en un día típico.

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—El supermercado, el gimnasio —ella repitió la especulación de Teague—. Le daré una lista. Voy a casa de mi mamá. —Se animó—. He sido invitada a una fiesta el próximo jueves por la noche. —¡Estupendo! —Eso sonaba prometedor—. ¿Dónde? —El senador Oberlin me invitó a su fiesta de aniversario. —¿El senador... Oberlin? —Teague no podía creer su horrible suerte, y quiso reír—. Oh, eso será estupendo. —¿Qué estaba esperando? —Un toque de irritación coloreó la voz de Kate—. ¿Drogas y baile desenfrenado? —Definitivamente no llegaremos a eso. George Oberlin es conocido por sus fiestas de alto nivel con toda la gente correcta diciendo todas las cosas correctas. Entró en Starbucks pisándole los talones a Kate. —Entonces, ¿nunca ha ido a una antes? —le preguntó ella en tono sarcástico. —Sólo como guardaespaldas. —Oh. Ella no quería seguir hablando sobre eso. Qué pena. La muchacha tras el mostrador dijo: —Hola, Kate. ¿Quieres lo habitual? —Por favor —dijo Kate. —Yo tomaré un bollo. —Teague no sonreía—. Y un café, negro. —Mientras los chicos universitarios preparaban el pedido, él se apoyó contra la caja y sostuvo a Kate con una fría mirada—. La gente correcta tiene diamantes infernalmente grandes que quieren cuidar, y algunas veces a las mujeres les gusta tener a un tipo de aspecto peligroso siguiéndolas como una especie de Doberman con cadena. Así que, sí, he ido a unas cuantas fiestas de sociedad. —¡Sin dudas ha hecho que me den ganas! —dijo Kate alegremente. —Apuesto a que sí. Él pagó una fortuna por los cafés y luego se dirigió a la mesa contra la pared. Apartó la silla para que Kate se sentara, y luego se ubicó donde podría ver a través de las ventanas, observar a cualquiera que entrara, identificar cualquier amenaza. Kate tomó un sorbo de su tonta bebida frívola con la dedicación ferviente de alguien que necesitaba la cafeína. Sacando su anotador y lápiz, puso manos a la obra. —Dígame, Teague, ¿cuántos empleados tiene? —Ocho empleados de tiempo completo. —Comió la mitad del bollo en dos mordiscos—. Pero tengo otros veinticinco empleados contratados a quienes puedo llamar cuando los necesito. La mayoría de lo que hago es vigilancia, así que puedo usar a cualquiera con un ojo agudo y un sentido agudo de lo que constituye problemas. —¿Los entrena? Ella tomó otro trago. —La gente que observa gente es innata. Los pruebo. Si captan las señales correctas, los contrato, les hago algunas sugerencias, y los pongo a trabajar. Les encanta que les paguen por lo

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que hacen espontáneamente. Los guardaespaldas son diferentes. Generalmente ex—militares, con experiencia con armas y mano a mano. Tengo a los mejores. Él ofreció un testimonio orgulloso y una simple declaración. —¿Cómo los encontró? —Estuve en el ejército con la mayoría de ellos. Vio que la lapicera de ella se detenía sobre su anotador. El silencio se prolongó y se volvió denso. La mayoría de las mujeres —cada mujer que conocía— aprovecharía la información para hacerle preguntas personales. Kate, que tenía todas las razones para preguntar, vaciló. Kate, cuya tarea era investigar su pasado, parecía no poder juntar valor para hacer su trabajo. ¿Y por qué? Oh, Teague lo sabía. Ella había sentido la misma tensión que él. La había rechazado, pero a medida que hurgara en su vida personal, que llegara a conocerlo, correría el riesgo, no de una intimidad física, sino de una intimidad mental y emocional. Era una mujer. Las mujeres —sus mujeres, de cualquier modo— disfrutaban con el sexo, pero se enamoraban con la intimidad. De cualquier modo, Kate pronto no tendría que volver a verlo. Esperó para ver qué haría ella, y se sintió divertido y sorprendido cuando deslizó su taza por la mesa. —Pruébelo. —Con una condición. Él empujó el bollo hacia ella. Era un punto muerto, dos personas involucradas en una lucha de comida ultra—civilizada. Él no quería probar su frappuccino. Ella no quería probar su bollo. Fascinada, Kate vio cómo él levantaba la taza y tomaba un sorbo, con sus ojos oscuros retándola, desafiándola. Se movió en su asiento. Él la ponía incómoda. Pero podía desafiarlo a cambio. Era una mujer que había visto el mundo. Ella misma conocía algunos trucos. Partiendo un trocito del bollo, lo llevó hacia sus labios en lentos incrementos, deslizándolo dentro de su boca. —¿Le gusta? —le preguntó en un tono ronco. —¿Si me gusta? Él no apartaba la mirada de sus labios. —El frappuccino. —Sí. —Empujó la taza hacia ella—. Toma otro poco... y pregúntame lo que necesitas preguntarme. O debería decir… pregunta lo que te atrevas a preguntarme. Ella sabía por qué él era tan bueno en su trabajo. Veía demasiado. Observaba con demasiada agudeza. Ella no quería preguntarle por su vida personal. Eso llevaba un nivel de intimidad a su relación cuando ella quería permanecer profesional... pero si iba a ser profesional, tenía que dejar de responder a los desafíos de él. —Estuvo en el ejército. ¿Cuándo se unió? ¿En qué rama? ¿Cuánto tiempo estuvo allí? —Me uní cuando tenía dieciocho años. Quería ir a la universidad con el tiempo, pero perdí a mi madre mientras estaba en la secundaria y holgazaneé demasiado como para obtener becas. Así que pensé en cuatro años en la Marina, después la universidad y luego un trabajo usando traje y

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cargando un maletín. —Teague se rió como si su juventud le causara gracia—. Me quedé ocho años. Me pusieron en Operaciones Especiales, me entrenaron para ser duro, y descubrí que tenía habilidad para el liderazgo y la organización. Cuando salí, no quería un maletín. Cinco años atrás, abrí el negocio de guardaespaldas. Dos años atrás, obtuve el contrato para la seguridad en el capitolio estatal. Y aquí estamos. —Correcto. Su locuacidad la sorprendió. Había entrevistado a mucha gente, y aunque la mayoría se sentían halagados y encantados ante la posibilidad de hablar sobre sí mismos, Teague le parecía del tipo reservado sobre su pasado. Claro que podía estar mintiendo —examinó el rostro de él— pero si lo hacía, era muy bueno en eso. —¿Dónde creció? —En un pueblito en la frontera, en la parte mala. Mi papá se marchó cuando era pequeño, nunca volví a verlo, y nosotros apenas nos las apañamos. Parecía muy cómodo con su desgracia. —¿Le queda familia? —le preguntó. —Nadie. —¿Absolutamente nadie? ¿Con quién come la cena de Acción de Gracias? —La gente en la parada de camiones. —Su sonrisa resplandeció—. Son gente encantadora. —Sí. —Ella se mordió el labio—. Estoy segura que sí. —Si no lo eran, él no quería hablar de eso, lo dejó muy claro—. El negocio de guardaespaldas es una elección de profesión inusual. ¿Qué lo puso en esa dirección? —En el servicio se hablaba de tipos que lo hacían y lo bien que les pagaban, y lo bien que los trataban por estar parados por ahí viéndose peligrosos. Después de estar en Operaciones Especiales, estaba preparado para ganar dinero fácil. Pero el trabajo se volvió condenadamente aburrido muy rápido, y me di cuenta de que un poco de organización podía fundar una firma grande. Nunca ha habido una necesidad tan grande de seguridad como ahora, y las oportunidades están ahí para un hombre que esté dispuesto a correr riesgos. —¿El papeleo acapara todo su tiempo ahora, o todavía se mete en el campo? —Soy el jefe. Acepto sólo los trabajos que quiero. Teague hizo otra de esas sonrisas lentas, calientes. Por supuesto. Por un breve momento, ella se había sentido normal, a salvo, no perseguida. Porque él estaba protegiéndola. Buscando en el bolsillo interior de su chaqueta, él sacó un celular que vibraba. Miró de reojo el identificador de llamadas, dijo “discúlpeme” a Kate, abrió el teléfono y en un tono de enorme afecto, dijo: “¿Cómo estás, querida?” Él escuchó, y mientras Kate miraba, su rostro cambió de sonriente a serio. La miró de reojo, y por el interés que demostró ella podría haber sido una desconocida. Toda la intensa consideración que le había demostrado estaba fija ahora en la persona que lo llamaba, y dijo: —Claro que iré de inmediato. —Escuchó otra vez—. No seas tonta, sabes que no hay nada más importante para mí que tú. ¿Con quién estaba hablando? Seguramente no una amante. No con ese tono de firme zalamería. ¿Un miembro de la familia? Afirmaba no tener a nadie. ¿Otro caso? ¿Otro acosador? ¿Otra mujer en peligro a la que podía halagar y proteger?

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—Sólo déjame concluir las cosas aquí y estaré allí enseguida. Colgó y se puso de pie, señalando la puerta. Ella lo siguió, lo observó mientras su mirada se movía rápidamente por las ventanas hacia la calle. Podía estar distraído, pero igualmente estaba atento a su seguridad. —Kate, te llevaré de vuelta al capitolio y te dejaré con mi gente. —Él iba delante por la calle y hacia el capitolio—. Te pediré que permanezcas allí hasta que uno de nosotros pueda acompañarte a casa. Un dolor agudo la atrapó. Miró alrededor, viendo una amenaza en los mensajeros sonrientes del Senado que esperaban un autobús en la esquina, en el grupo de turistas que paseaban por los terrenos del capitolio. Teague la estaba dejando, y ya no se sentía a salvo en la ciudad que conocía y amaba. —Pero se supone que esté con usted —le discutió—. Que informe sobre su vida. —Es un asunto personal. Sonaba perfectamente amable, perfectamente profesional y perfectamente distante, manteniendo toda su atención en los peatones y los autos que pasaban a su lado. —¿Un asunto personal? —Kate no pudo evitar preguntarlo—. ¿Eso dice un hombre que afirma que come la cena de Acción de Gracias en una parada de camiones? Los labios de él se torcieron. Sus ojos se entibiaron. —Mentí. Tomo la cena de Acción de Gracias con amigos. —Uf. —Ella simuló secarse la frente—. Me preocupaba que fuera seriamente inadaptado. La breve diversión de Teague se disipó una vez más, y su voz tenía una mordacidad y una amargura que ella no había escuchado en él. —Todo sobre mi vida es tan normal que soy un anuncio publicitario para el estilo norteamericano. Usando sus auriculares, habló con su gente y les entregó el cuidado de ella. Cuando hubo terminado, ella dijo de manera persuasiva: —Una historia sobre sus asuntos personales le daría una dimensión que encantaría a los televidentes. —Pueden quererme o no. No importa. —Él la hizo pasar dentro de las grandes puertas del capitolio—. Ahora estás bajo vigilancia. Vete ya, y ve si puedes conseguir algunas historias sobre los legisladores. Estoy seguro de que están peleando por algo. Pero no salgas en tv, y no abandones el edificio sola. Intentaré volver antes de que quieras irte a casa. Ella lo vio salir y deseó con fiereza que su vida volviera a la normalidad. Quería atender el teléfono y no preocuparse por el silencio al otro lado o, peor, una voz diciendo “vete, perra”. Quería caminar por la calle y no preocuparse porque un auto pudiera virar bruscamente hacia ella. Sabía que nunca volvería a sentirse segura… excepto quizá cuando Teague Ramos estaba a su lado. Y eso la perturbaba casi más que la preocupación por su acosador.

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Usando su llave, Teague Ramos entró en un pequeño apartamento cerca del centro de Austin, y cerró la puerta detrás de sí. Entró en el dormitorio y fue hasta la cama, se inclinó y besó a la mujer allí recostada. Con todo el amor que era capaz de expresar, le sonrió mirando sus ojos marrones y dijo: —Querida, tu llamada fue lo mejor que me ha pasado en toda la semana.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0066 Atribulada, Kate estaba sentada en su auto en su sitio de estacionamiento y miraba los lofts del centro a través del parabrisas, donde estaba su hogar. Tenían menos de cinco años, un depósito de cinco pisos remodelado con ventanas grandes y un ascensor de carga chirriante que debería haber sido reemplazado pero daba una atmósfera al lugar. Había un contenedor al costado del área de estacionamiento. Franjas de hierba verde proporcionaban alivio del implacable hormigón. Luces altas iluminaban el estacionamiento, y cámaras de seguridad apuntaban hacia afuera. El área seguía en transición de pocilgas del centro a apartamentos modernos, pero le había gustado... antes. Era divertido, era moderno, estaba en el viejo barrio de almacenes… y ella estaba esperando, con las puertas trabadas, mientras Teague estacionaba su auto en el espacio para visitas y se dirigía hacia ella. Eso era lo que le había indicado que hiciera. Kate se aferró al volante de cuero azul, el diseño en espiral apretaba contra sus palmas. Su inquietud provenía del hecho de que estaba más preocupada por la reacción de Teague si le desobedecía que por un posible acosador merodeando en las sombras. De hecho, estaba más preocupada por la noche por delante de lo que jamás había estado por otra cosa en su vida, y su estómago se retorció en un nudo de temor. Que estúpido pensar en Teague en lugar de su seguridad. Sin embargo, durante el día, lo había seguido de cerca en medio de sus obligaciones, había tomado nota de sus actividades y escuchado su voz profunda mientras él explicaba los procedimientos; su presencia parecía frotar contra su piel hasta que ella estaba irritada por el conocimiento de que él iría a casa con ella esa noche. Entonces, peor, la había dejado sola durante cuatro horas —¡cuatro terribles horas!— y pese a saber que su seguridad estaba en manos capaces, Kate no había podido concentrarse en el trabajo que amaba. Había estado esperando oír la voz de él, deseando la seguridad de su presencia. Qué situación condenadamente horrible en la que se encontraba, perturbada por el hombre que se suponía que la mantuviera a salvo. Cuando Teague golpeó la ventanilla a su lado, ella dio un salto. Lo suficiente como para sacudir el auto, y cuando se volvió hacia él, Teague le sonrió a través de la ventana, una sonrisa lenta, melosa, sexy. Le hizo señas para que destrabara el auto. Abrió la puerta y le pasó la mano bajo el brazo. —¿En qué piso estás? —Quinto. Kate bajó las piernas, con cuidado de no mostrarle nada —su madre criada en el sur se había asegurado de que supiera cómo salir de un auto bajo adecuadamente—, pero una mirada fugaz a los ojos de él probó que ninguna medida que tomara sería suficiente para dominar los instintos de cazador de él. —¿Cómo conseguiste este lugar? Él caminaba a su lado, adaptando su paso al de ella, con un bolso de lona en la mano. Su mirada se movía entre ella y su entorno.

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—Uno de los hijos de la mejor amiga de mi madre es el contratista, y cuando uno de los dueños fue desalojado, conseguí un arreglo por el lugar. —Desalojado. ¿Por qué? Entraron en el vestíbulo y Teague miró alrededor. Los pisos de hormigón y los techos altos eran evidencia de los comienzos de depósito del edificio, pero el decorador había pintado las paredes en cálidos anaranjados en remolino e iluminado el vestíbulo con apliques de vidrio ámbar y bronce. —No podía pagarlo. Había pasado su límite. Teague iba a vivir con ella los días siguientes. Desafortunadamente, se sentía atraída por él. No había nada que pudiera hacer al respecto, pero no tenía que sacarse esas ganas. —¿Sabes su nombre? —No, pero supongo que podría averiguarlo. Kate era una adulta. No era virgen. Una mujer con una mentalidad fuerte e instintos sólidos. —Yo lo averiguaré. El tono de Teague la impulsó a prestar atención. La manera en que miraba alrededor, el modo en que caminaba un paso detrás de ella… Kate había olvidado, nuevamente, por qué él estaba aquí. Él no. Abriendo su celular, marcó un número y dijo: —Big Bob, averigua quién solía vivir en esta dirección y ve si podemos hablar con él. Suena como un tipo en el que podríamos estar interesados. Cuando Teague cerró el teléfono, Kate preguntó: —¿Cree que él es el acosador? —Es posible. Podría estar furioso porque estás ocupando su hogar. Esa idea le daba escalofríos, pensar que un tipo podría conocer su casa mejor que ella. También daba todo un nuevo cariz a la presencia de Teague aquí. Casi podía imaginarlo luchando con un intruso, dominándolo, atándolo y luego volviéndose hacia ella, con el pecho subiendo y bajando, el sudor corriendo por su frente, decidido a reclamar su premio... —¿Esa es la única entrada al edificio? —preguntó él. —¿Eh? —Kate tenía que controlar su imaginación—. No, hay una entrada trasera. —¿Allí también hay cámaras de vigilancia? —Sí. —Ella previó la próxima pregunta—. Todas funcionan. La asociación de propietarios paga a Seguridad Cleopatra para mantener el área vigilada. Teague gruñó, ni feliz ni descontento. —Son bastante confiables. Hablaré con ellos para conseguir las cintas. —Sonrió mientras apretaba el botón del ascensor—. Uno de los hijos de la mejor amiga de tu mamá, ¿eh? ¿Es apuesto? —Es muy hermosa. También es buena con el martillo. —Las amplias puertas con tamaño de depósito se abrieron, y Kate subió al ascensor—. ¿Quiere que se la presente? —No, tengo suficiente entre manos ahora mismo. La siguió de cerca. Kate casi replicó que ella no estaba entre sus manos, pero se contuvo. Ese era el tipo de conversación que creaba más problemas de los que ella podía manejar. Sin embargo, una diminuta

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astilla de tentación entró en su mente... si sucumbía al encanto de Teague y se acostaba con él, ¿qué daño haría? No era como si fuera a enamorarse. Miró de reojo a Teague. Pensaba que se veía tan bien. Respiró hondo. En el espacio reducido del ascensor, también olía bien, a piel limpia y cálida, y sándalo. Las puertas se abrieron al pasillo, también decorado en anaranjado, ámbar y bronce. Si no hubiese estado mirando, el comportamiento de él hubiera pasado desapercibido, de tan suavemente que se movía. Él salió, y su mirada fugaz recorrió cada rincón, notando las cámaras de seguridad y las tres puertas cerradas frente a ellos. Cuando hubo determinado que el corredor era seguro, retuvo el ascensor para ella, manteniéndolo abierto para que pudiera salir. Se veía absolutamente relajado. Pero no lo estaba. Estaba protegiéndola. En todo momento, estaba protegiéndola. Yendo hacia su puerta, Kate metió la llave, se hizo a un lado… y tragó con fuerza mientras lo veía inspeccionando el lugar. ¿Podía haber una idea más atractiva que saber que él la defendería con su vida? La voz de la sensatez resonó fría y clara en su cabeza. Porque es su trabajo, Kate. Porque casi todo ese machismo está invertido en el cumplimiento exitoso de su trabajo, y lo poquito que queda se satisface con un rápido revolcón y una despedida aún más rápida. Odiaba esa estúpida voz en su cabeza. Teague rondó por el piso inferior. La sala de estar daba a dos pisos. Una enorme alfombra cubría el suelo de losas con manchas de color en un diseño asimétrico. Decorados con el blanco puro y el azul claro de las islas griegas, la cocina y el comedor daban a la sala de estar. Sus ollas de cobre colgaban de unos ganchos en el techo, y un amuleto de Indonesia colgaba de una cadena. Él se dio vuelta para mirarla. —¿Ves algo fuera de lugar? —No. Desde la puerta, todo se veía benditamente normal y ordenado en general, gracias a su mujer de la limpieza, que había estado el viernes. Una escalera se curvaba contra la pared y terminaba en un desván abierto. —¿Qué hay allí arriba? —preguntó él. —Mi dormitorio. —Entra. Iré a echar un vistazo. Puedes comenzar con la cena. Esa suposición irritó sus sensibilidades. —¿Qué quiere con su pizza? Las cejas de él se levantaron de golpe. —No pareces el tipo de chica que coma pizza. —Soy reportera. Vivo de la pizza. Kate la comía mucho más de lo que quería, especialmente en el trabajo. —Esta no es la casa típica de una reportera. Señaló los muebles crema y marrones, la colección de dioses de la fertilidad africanos. —Lo es cuando hay un fondo fiduciario involucrado.

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Kate se preparó, esperando el sarcasmo que había oído en la sala de redacción, o tal vez más preguntas que insinuaran que estaba siendo acosada por su dinero, y eso, por supuesto, sería su culpa. En cambio, él dijo: —Todo. —¿Qué? —Me gusta mi pizza con todo. Y comenzó a subir las escaleras. Ella lo vio desaparecer en su dormitorio. De algún modo él se había quedado con la última palabra. Leyó los números de Papa Jerry's del imán en el refrigerador y pidió la combinación grande. Miró hacia las escaleras con tensión y se preguntó qué pensaría él de su dormitorio, decorado escasamente en cálidos tonos de ámbar, con cuadros de seda de la India en tonos mate y enmarcados en su pared. Entonces se preguntó por qué le importaba. Desafortunadamente, sabía por qué, y sabía que tenía que dejar de pensar en estar con Teague, acostarse con Teague. ¿Cuándo se había convertido en una de esas mujeres a las que les gustaban los hombres que estaban destinados a lastimarlas? Kate sabía que no le convenía anhelar a un apuesto idiota, pero allí estaba, justificándose para tener una noche —o más— con Teague. Pero, ¿qué iba a hacer con él? Estaría aquí todo el tiempo que llevara encontrar a su acosador. Tenía una habitación extra junto al comedor, pero faltaban horas para acostarse a dormir, y él estaba invadiendo su espacio personal. Puso individuales en la mesa de la cocina con encimera de mármol, luego los quitó y los llevó a la sala de estar. Su mesa ratona era del mismo mármol verde, el sillón tenía almohadones anchos y era cómodo, y más importante, su televisor cubría la pared de enfrente. Generalmente lo mantenía sintonizado en KTTV, pero tenía el paquete de canales más grande, con cada canal de deportes imaginable. Eso mantendría entretenido a Teague, y no tendrían que decirse ni una palabra. Pensativamente, evaluó la ubicación de los asientos. Los dos podrían enfrentar la televisión si se sentaban en el sofá, pero chocar los hombros llevaría a un encuentro desnudo integral sobre el sofá — ¡ahí estaba su imaginación otra vez!— y si pensaba permanecer en vertical, tenía que trazar estrategias. Puso un individual frente a la silla en un ángulo a noventa grados del sillón. Se sentaría allí. Puso tenedores y servilletas, y entonces dudó sobre las botellas en su refrigerador, preguntándose si él querría una Bud en lugar de una de sus cervezas de diseñador. Encogiéndose de hombros mentalmente, decidió que él tomaría lo que le tocara, abrió las tapas de dos cervezas Blue Moose, y se dirigió a la sala de estar. —Lindo lugar —dijo él mientras bajaba las escaleras. Ella le entregó la botella. —El dueño anterior lo tenía así, y me gusta. —¿Entonces no cambiaste nada? —Los muebles. Pinté la pared detrás del tv de color crema. La alfombra es mía. Pensé que podíamos comer aquí. —Señaló hacia el sillón—. Mirar un poco de fútbol.

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Kate pasó los canales hasta encontrar un partido entre los Texans y los Cowboys. Bajó bastante el volumen y dejó el control remoto sobre su individual. —Suena bien. —Pero él se dirigió a los estantes—. ¿Qué lees? La pregunta era tan inofensiva como la conversación de una cita curiosa. Ella lo sabía. Sabía que estaba exagerando. Sin embargo... ¿por qué quería saber? No necesitaba que él metiera la nariz en lo que ella leía, cómo decoraba, quién era. —Misterio. Romance. Ciencia ficción. Fantasía. —¿Romance? —Claro que él se quedaba con eso—. ¿Por qué leerías romance? —Porque es la única alternativa a tipos como usted —le respondió tajante. Echando atrás la cabeza, él rió a carcajadas. —El romance es para mariquitas. Para la gente que teme enfrentar la vida real. Estaba bromeando. Ella no tenía ninguna duda. Pero no pudo resistirse a picar el anzuelo. —Soy reportera. Enfrento la vida real todos los días. Sé lo que es la vida real... ¿le gustó la última película de James Bond? —No sabes nada sobre la vida real. Teague habló con rapidez, con ligereza. Sonreía como si estuviera bromeando, pero a Kate le sonaba demasiado serio. —Entonces, dígame, señor Mundano, ¿de qué se trata la vida real? Sonó el timbre y ella fue a buscar la pizza. Él la atrapó de la muñeca mientras iba a tomar el picaporte. —La vida real no incluye atender a la puerta sin mirar primero. —Lo sé. Kate apartó la muñeca, y él la soltó… después de un largo momento. Se retiró a la mesa ratona y dio vueltas poniendo los tenedores perfectamente en el centro de las servilletas. Él miró por la mirilla. Aparentemente satisfecho, abrió la puerta, tomó la pizza, pagó al tipo y llevó la caja a la mesa ratona. Sonrió ante los individuales, las servilletas, los tenedores. —Qué lindo. ¿Qué tenía Teague que la aturullaba? En menos de doce horas, había logrado ponerla más sexualmente consciente que cualquier otro hombre, y lo había hecho simplemente existiendo. Era casi aterrador, el modo en que su cuerpo respondía a él. —Se fue el primero —dijo ella—. Los Texans perderán este, sin dudas. —No, se ven bien hoy. Apuesto a que ganarán. —¿Apostar? —Los Texans no habían hecho nada esta temporada. Claro, los Cowboys tampoco, pero estaban adelante por veintiún puntos en el tercero—. ¿Para ganar? —Teague asintió—. ¿Cuánto? —¿Diez? Él se estiró para cerrar el trato. Ella tomó su mano. Tenía un buen apretón, firme pero no agresivo. —Entonces, ¿cómo aprendiste tanto sobre fútbol americano? —preguntó él.

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—Mi papá era un fanático de los deportes. —Ella sonrió con afectuoso recuerdo—. Me ponía sobre su rodilla cuando yo tenía un año y me explicaba la diferencia entre un obstáculo y un toque. Antes de tener tres años, podía recitar los nombres de todos los mariscales de campo en la NFC. Cuando tenía once, me quebré la espinilla jugando al fútbol y terminé con una carrera realmente prometedora como portera. Papá estaba destruido. Mamá estaba aliviada. —Entonces, ¿realmente vas a odiarme cuando pierdas esta apuesta? —preguntó él. Su espíritu competitivo dio un salto. —No voy a perder. —¿No? Él señaló la pantalla. Los Texans hicieron un gol de campo. —Falta un largo trecho para ganar —le informó Kate. Dio un mordisco a la pizza, y los sabores explotaron en su lengua. Salame, tomates, quesos ácidos, hongos, cebollas, pimientos, y debajo de todo el potente sabor del ajo. Esta pizza no estaba hecha para el romance, y tal vez por eso era que la había pedido. Porque si no tomaba medidas para contrarrestar su atracción por Teague, caería en la cama con él porque —se quedó helada— porque era un hombre al que podría amar. Se quedó mirando ciegamente, la pizza olvidada, el juego olvidado. Si no tenía cuidado, si no realizaba maniobras evasivas, este hombre sería el que podría romperle el corazón. Dios mío. Doce horas. ¿Había llegado a esto en doce horas? —¿Fuiste asolada de pronto por la horrorosa comprensión de que estabas comiendo con las manos? La voz burlona de Teague rompió su ensueño. Kate se dio cuenta de que estaba con una porción de pizza a mitad de camino hacia su boca abierta. Dejó la pizza en su plato. Lo miró, vio su ceja levantada con curiosidad, su rostro oscuro y apuesto era un atractivo que no podía resistir. —¿Crees en el destino? La otra ceja de Teague se levantó. —Por supuesto. Soy hispano. Soy azteca. El destino escribe su nombre en mi alma. —No eres totalmente hispano y azteca. —No. Mi padre era tan anglosajón como la tarta de manzana. —Teague sonrió, una sonrisa sencilla—. Pero no lo recuerdo. ¿Tú crees en el destino? —Cielos, no. —La acción en la pantalla captó la atención de ella, y frunció el ceño ante la repetición instantánea de la jugada. Los Texans habían anotado un touchdown, y habían hecho el punto extra—. Mis padres son metodistas. —Eso, por supuesto, descartaría cualquier otro sistema de creencias. —¿Ahora quién está siendo sarcástico? —¡Otro tanto! —dijo él. Por un momento, ella se sintió encantada de que él hubiese reconocido su ingenio. Entonces se dio cuenta de que se refería al juego. —¿A qué te refieres? Los Texans acaban de hacer un touchdown.

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—Los Cowboys entregaron la pelota en la primera jugada, y los Texans la llevaron a casa. Otra vez. De pronto los Texans estaban abajo por sólo cuatro puntos, y tenían un cuarto entero para jugar. —Nunca he visto evidencia del destino. Aunque cuando se trataba de este juego, ella estaba empezando a dudar. —¿Has visto evidencia de Dios? —Sí —dijo ella malhumorada. —¿Evidencia que podrías probar sin dudas? Él rió ante su expresión. —Eres cínico. No crees en Dios ni en el destino. ¿Por qué no? Él tomó un trago de cerveza. —Cada momento decisivo en mi vida ha llegado porque yo elegí el cambio. Yo tomé la decisión de unirme a la Marina, yo tomé la decisión de convertirme en guardaespaldas. El destino nunca ha metido su pie para hacerme tropezar. —A mí tampoco. Kate esperaba que fuera cierto, aunque cuando Teague estaba sentado frente a ella soltando feromonas en su camino, no estaba tan segura. Una imagen destelló en la pantalla, una imagen que reconoció. Frunció el ceño y llegó a una abrupta y desagradable compresión. —¡Este juego es una repetición! —Sí, el partido pretemporada del año pasado entre los Cowboys y los Texans. —Él sonrió mientras la veía comprender que la había estafado—. ¿Quieres que te diga cómo termina? —Como si no pudiera deducirlo. El teléfono sonó, y Kate se levantó para atender mientras miraba enojada el televisor. Debería haberlo sabido, pero había estado tan distraída por Teague que ni siquiera había notado que era una repetición. Ahora tenía diez dólares menos. Hombre, odiaba perder. Apretó el botón para contestar y dijo: “¡Hola!” en un tono hosco. —Querida, ¿qué sucede? —¡Mamá! ¿Cómo estás? Kate tomó el tubo y habló con rapidez, sin aire. ¡Culpable! Bien podría habérselo gritado a su madre. ¡Soy culpable! No pude probar la existencia de Dios, no noté que estaba mirando un partido de fútbol del año pasado, y estoy evaluando acostarme con un tipo por ninguna buena razón excepto que me hace echar humo, y no como con un cigarrillo. —Estoy bien, ¿pero tú lo estás? Suenas asustada, Kate. —La voz de su mamá bajó a un susurro—. ¿Hay alguien ahí contigo? ¿Es el acosador? ¿Debería llamar a la policía? —¡No! Quiero decir, ¡no llames a la policía! —De todas las cosas que Kate no quería, esa era la número uno en su lista—. El guardaespaldas está aquí conmigo. Estoy a salvo. Kate casi podía oír la mente de su madre procesando la información. —¿El guardaespaldas? ¿Se está quedando contigo? ¿Es lindo? ¡No empieces con eso, mamá!

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—¿Qué quieres decir? —Quiero decir que cada vez que te pregunto si alguien es lindo me dices que es gordo, viejo o que huele. —Su mamá sonaba cortante e impaciente—. ¿Este tipo es gordo, viejo u oloroso? Kate miró al otro lado de la enorme habitación a Teague, duro, musculoso, joven y... bajó la voz a un mero susurro. —Sí huele. —Su madre resopló con disgusto—. Algo así como exótico y masculino. Animal. Creo que podría ser sexo puro destilado. Teague levantó la cabeza, y por un momento Kate temió que de algún modo la hubiera oído. Pero no, él bajó la mirada otra vez. Soltó un suspiro de alivio. —Esto suena prometedor —dijo su mamá—. Entonces, ¿es lindo? —“Lindo” es la última palabra que usaría para describirlo. Su madre conocía demasiado bien a Kate. —¿Apuesto? ¿Viril? ¿Irresistible? —Todas esas cosas, y absolutamente no disponible. —¿Quieres decir que está casado? Su mamá sonaba horrorizada. —No. Definitivamente no lo está. —Entonces es gay. Su mamá sonaba satisfecha con su deducción. Kate estalló en una carcajada sorprendida. —N—no —farfulló—. Absolutamente no. Nada podía ser más absurdo. Teague se levantó del sofá, recogió los platos, los puso en el lavavajillas. ¿Estaba intentando convencer a Kate de que estaba domesticado? Porque no iba a funcionar. Kate bajó la voz. —Quiero decir que no quiere comprometerse. —Muéstrame un hombre que sí quiera —dijo su mamá. —¿Que quiera qué? —preguntó Kate distraída. Teague se veía realmente bien siendo doméstico. —Comprometerse. Si no está casado, está disponible, es atrapable. —Su madre hablaba con la confianza absoluta de una mujer que conocía sus tretas—. Puedes tenerlo colgado tras de ti en un segundo. —No. —Mala idea. ¡No me tientes!—. No puedo. —¿Por qué no? Eres bonita e inteligente. Kate dio la espalda a Teague y caminó hacia la pared, su voz bajó todavía más. —A algunos hombres no les gusta la inteligencia. —Querida, el truco es no hacérselo saber. Su mamá sonaba tan confiada como cualquier dama sureña al enfrentar a un hombre recalcitrante. —Es un poco tarde. Además, no quiero un hombre así. Quiero un hombre que me aprecie como soy.

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—Querida, si no quieres a este hombre, simplemente dilo. No es como si yo fuera a alentarte a aferrarte al primer hombre que no apeste. Sonaba exasperada. —No es eso, es que... Una mano masculina apareció desde atrás de ella, ofreciéndole una copa de brandy. Se quedó mirando los dedos, la palma ancha y el vello oscuro que cubría los nudillos y el dorso de la mano. Sus muñecas eran gruesas de músculos. —¿Querida? —Tengo que cortar, mamá. —Kate tomó la bebida, intentando con mucho esfuerzo no tocarle los dedos—. Está sirviéndome un trago. —Bien. Podría venirte bien tener una vida nocturna. —Estoy atrapada en casa con un guardaespaldas. —Que no apesta —dijo alegremente su madre—. No sé si esperar que atrape al acosador de inmediato o esperar que tengan que pasar algún tiempo juntos. ¡Adiós! Kate se quedó mirando el teléfono y escuchó el zumbido del tono de marcado, luego se volvió de mala gana hacia Teague, segura de que tendría que explicar algo que no tenía deseos de explicar. En cambio, él dijo: —Se supone que sigas mi rutina. Que observes mi semana. Hago ejercicio todos los días. ¿Tienes algún problema con los gimnasios? —Levantó una ceja burlona—. ¿No huelen bien? Ella simuló no saber a qué se refería. —También tengo un gimnasio, justo aquí a la vuelta. ¿Eso te sirve? —Suena bien. Teague no era el tipo de hombre que pusiera reparos a la necesidad de ejercitarse para permanecer en forma. Era su trabajo, y correría, iría en bicicleta o golpearía una bolsa sin quejas. El problema era que, cuando ella pensaba en él haciendo esas cosas, notaba un marcado aumento de la temperatura en la habitación. Contempló el brandy. —Creo que podría necesitar una botella de agua. —Estupendo. —El celular de él sonó con una versión metálica de Carmen—. Tráeme una también. Muy bien. Él había limpiado la cocina. Le había preparado un brandy. Kate podía buscarle una botella de agua sin ninguna pérdida de su condición de mujer. Tomó dos botellas de plástico del refrigerador y le alcanzó una. Teague la tomó con un movimiento distraído de la cabeza. —Eso fue rápido —decía al teléfono, luego fue hacia la ventana y miró afuera—. No le gusta tener gente controlándolo, ¿eh? —¿A quién? —preguntó ella. Él colgó y fue hacia la puerta. —El tipo que acaba de entrar por la puerta principal de tu edificio, el antiguo dueño de tu hogar, un tal Winston Porter. Cuando Big Bob lo llamó hace un rato, Winston tuvo una terrible

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rabieta. Te amenazó. Dijo que vendría a enseñarte una lección por meter las narices en sus asuntos. —Dios mío. ¿Entonces él es el acosador? —Quizá. Alguien golpeó a la puerta y el corazón de Kate dio un tumbo. Los moretones que había estado desestimando de pronto le dolieron con renovado fervor, y tuvo una visión fugaz de ese auto cayéndole encima. Debía verse mal porque Teague dijo tranquilizadoramente: —Me sentiría mejor si te quitaras del camino. Ve al dormitorio o al baño. —¿No deberíamos llamar a la policía? —Eso sería genial. Ve y llámalos. —Tomándola del brazo, la acompañó hacia el dormitorio de abajo—. Y quédate allí dentro hasta que te llame. Kate se quedó mirando la puerta que él cerró en su cara y luego se arrojó hacia el teléfono. ¿Qué si este tipo tenía un arma? Le temblaba la mano mientras marcaba el 911, y mientras denunciaba un intruso intentaba escuchar actividad en la otra habitación. Podía oír el murmullo de voces masculinas en la sala de estar. Sonaban civilizadas. Sonaban serenas. La operadora prometió enviar un patrullero. La alarma inicial de Kate disminuyó. Comenzó a sentirse tonta y cobarde por esconderse en el dormitorio. Seguían pasando los minutos y se convenció de que debería echar un vistazo. Respirando hondo, abrió apenas la puerta. Los dos hombres se encontraban en la entrada enfrentados. De inmediato se dio cuenta de que sus tonos bajos eran un camuflaje para, como mínimo, un ánimo enardecido. Winston era alto, probablemente medía dos metros, era joven... y estaba furioso. Llevaba un traje Armani a medida y una camisa blanca almidonada con el cuello abierto. Tenía una sombra de barba en la mandíbula cuadrada. Sus grandes puños se abrían y cerraban mientras hablaba, y se cernía sobre Teague como un hombre que estaba acostumbrado a ganar peleas. —¿Quién crees que eres? No tienes derecho a acosarme. Así que tengo algunos problemas. ¿Quién no bebe demasiado y toma una línea de vez en cuando? Su acento británico se reforzó, y su voz subía con cada palabra. En marcado contraste, Teague sonaba frío y resuelto. —Simplemente te llamamos e hicimos algunas preguntas. —¿Sabes cuánta gente está llamándome? Estoy harto de eso. Harto de todos los buitres revoloteando a mi alrededor como si fuera un cadáver para dejar limpio. Kate se dio cuenta de que Winston estaba borracho o drogado. Quiso llamar al 911 otra vez, rogarles que se apresuraran. Su dedo se movió nerviosamente sobre los números. —Te pagaré cuando consiga el dinero —gritó Winston—. Te lo dije antes. —No hemos hablado antes. Teague estaba absolutamente quieto, con su mirada fija en la mano de Winston. —Esta es mi casa. Mi lugar.

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Winston estiró el brazo y derribó un jarrón de la mesa auxiliar de Kate. Se hizo pedazos en el piso de parqué. El sonido, la violencia en su santuario privado, la hizo estremecer. Algo se alteró en la postura de Teague. Ya no estaba esperando. Estaba anticipando. Preparado para terminar el acto. —Ella lo ha cambiado —siguió rugiendo Winston—. Esa perra lo ha cambiado. —Es su casa ahora. —Sonando presumido y petulante, Teague acercó su cara a la de Winston—. Eres un perdedor. Ahora todos lo saben. Winston saltó hacia Teague como un volquete fuera de control. Teague se hizo a un lado y agarró la muñeca de Winston. En un movimiento fluido, veloz, arrojó al hombre más joven al suelo, y entonces, aplastando el pie contra la columna de Winston, le retorció la muñeca hacia arriba detrás de la espalda. Kate soltó un grito ahogado, el primer sonido que hacía, y se tapó la boca para contener el sonido. La mirada de Teague voló hacia la puerta donde ella se encontraba, y por un momento Kate vio los ojos duros y desalmados de un depredador.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0077 Teague se puso los guantes para levantar pesas y flexionó los dedos. Lo más lejos posible dentro del gimnasio como podía estar, Kate se ejercitaba en su clase de kickboxing. Él podía verla a través del cristal que separaba las dos salas. Ella levantó la pierna y su pie golpeó la bolsa una y otra vez. Llevaba una remera azul sin mangas y shorts de ciclista a juego, y fruncía el ceño por el esfuerzo. Ahora mismo, no recordaba que él estaba vivo. O más bien, no quería recordarlo. La noche pasada, con una maldita mirada al descuido, ella se había vuelto cautelosa por el miedo. ¿Y para qué? Ese tipo Winston podía haber estado hasta el cuello de drogas, pero tenía una coartada magnífica: había estado en prisión la semana pasada por conducir bajo la influencia de alcohol y drogas y por posesión, y había pagado la fianza sólo dos días atrás. Así que ya no era un sospechoso. Teague ajustó el peso en la máquina de tríceps y comenzó un levantamiento lento, firme. Había asustado antes a otras personas con su furia. La primera vez que lo había hecho, tenía quince años. Su madre había estado borracha. Desde que era un niño, había llevado las marcas del cinturón de ella en su espalda. En el pasado, lo había abofeteado lo bastante duro como para cortarle la cara con sus anillos baratos. Esa vez, había arremetido contra él, con las uñas abiertas, y le había cortado la mejilla con sus garras. Esa vez, mientras la sangre caía goteando por su mentón, él se había hartado. La había tomado de las manos: eso era todo, simplemente las había agarrado, y la había mirado. Y ella había pasado de una bruja dando alaridos a una lloriqueante masa de nervios. Nunca había vuelto a atacarlo físicamente. Él no había entendido qué había pasado ese día, pero lentamente había caído en la cuenta de que tenía poder en su mirada. De vez en cuando en el servicio, cuando perdía la paciencia, la gente se alejaba de él, y cuando estaba luchando... bueno, cuando la violencia lo inundaba, más de una vez había visto a un soldado del bando opuesto huyendo con terror. Rolf lo había llamado berserker, un vikingo invencible en la furia de la batalla. Teague se había reído y señalado que no corría ni una gota de sangre vikinga por sus venas. Pero... ¿quién sabía? Él seguro que no. Sólo Juanita nunca le había temido. Sólo Juanita lo había amado. Y miren lo que él le había hecho. Los músculos en la parte trasera de los brazos de Teague gritaban, y dio un respingo mientras bajaba las pesas. Sería mejor que prestara atención a lo que estaba haciendo… no podía permitirse un tendón desgarrado ahora. Tenía que cuidar a Kate. Bueno, no cuidarla, pero sí asegurarse de que estaba a salvo. Se movió hacia la siguiente máquina y se preparó para las flexiones de bíceps. La noche pasada, Kate había sido amable con la policía cuando habían aparecido para arrestar a Winston. Les había dado un informe preciso sobre toda la situación y había firmado un autógrafo para la hija de un agente. Le había mostrado a Teague su dormitorio, le había ofrecido toallas, mantas extra, y cualquier artículo de aseo que pudiera haber olvidado, y le había pagado su ganancia de diez dólares con una sonrisa civilizada.

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Pero la tensión sexual que había flotado en el aire entre ellos había desaparecido, y cuando él le había tocado el codo ella lo había esquivado como si fuera un demonio. No era que le molestara que ella estuviera un poco intimidada por él, pero si amenazaba el peligro, necesitaba que Kate corriera hacia él, no alejándose. Y, en realidad, su ego estaba resentido. ¿Qué le había dicho ella a su madre la noche pasada por teléfono? Que él olía como sexo puro destilado. Su mirada voló hacia la ventana, donde Kate golpeaba el aire. Ahora... ahora ella no podía soportar que la tocara. Teague tenía que calmar sus miedos y hablar con ella, tocarla, sin que Kate diera un respingo como si él fuera el maldito diablo. Sin embargo, ¿por qué le sorprendía la reacción de ella? Él sabía quién era. Lo que había hecho. Las sombras grises del pasado lo envolvieron, y oyó la voz de su madre, chillona y despectiva: Maldita sea, Teague, pequeño bastardo, no puedes llevar a esa niña a una pelea de pandillas. No seas tan condenadamente estúpido. Eres un estúpido gringo mestizo, y si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa chica... Teague cortó la voz. Ya no tenía que escucharla. Estaba muerta. Su madre estaba muerta. El pasado estaba terminado. Sin importar cuánto lo deseara o cuánto luchara contra eso, no podía cambiar nada. Estaba esperando fuera de la puerta cuando la clase de kickboxing salió. Podía ver a Kate adentro, pululando en medio de otras mujeres, esperando pasar. Sonreía y conversaba, se quitó los guantes, tomó agua de su botella, usó su toalla para secarse la frente. La primera mujer en salir por la puerta se detuvo de golpe al verlo, y luego siguió adelante, y cada una le fue ofreciendo una sonrisa íntima. Él devolvió las sonrisas. Cada una de esas mujeres confirmaban que su remera sin mangas negra y pantalones cortos de ejercicio hacían maravillas con la libido femenina, y eso encajaba exactamente con sus planes. Demostraría qué osito de peluche era, pondría un poquito celosa a Kate, y retomaría el contacto con ella. El retraso en la fila hizo que las mujeres chocaran y se empujaran. Cuando dirigió una sonrisa a Kate, codos la golpearon de todas direcciones. Los empujones la hicieron poner los ojos en blanco y decir secamente: —Teague, tengo que ducharme y prepararme. Si quieres ejercitarte un rato más... —No. Se paró frente a ella, y Kate se detuvo tan rápido que todos detrás suyo chocaron contra ella y la estrellaron contra el pecho de él. Se apartó tan rápido que el contacto fue tan fugaz como una marca. —En realidad, voy a llevarte de nuevo allí adentro —movió la cabeza hacia la sala de entrenamiento—, y te daré algunos consejos sobre puñetazos. —¿Qué? Kate inclinó la cabeza como si le hubiese surgido una dificultad auditiva. —Pegas como una mariquita. Tienes que poner el cuerpo detrás de eso. Déjame enseñarte. Él iba a tomarle el brazo para llevarla de regreso. Ella se escurrió entre la gente. —¿Qué tiene de malo pegar como una mariquita?

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Él le ofreció una mirada, una que le decía claramente qué pensaba de su estupidez. Una de las otras mujeres, una señora mayor que había dejado bastante claro su aprecio por los atractivos de Teague, preguntó: —¿Realmente puedes enseñarnos cómo golpear? Ese idiota Steve solía guiar la clase, y nunca nos enseñó cómo hacer los movimientos correctamente. Esto era perfecto. Un grupo grande daría a Teague la oportunidad de retomar el trato con Kate sin que ella se sintiera amenazada. Sin embargo, en ese breve momento de contacto, el olor de Kate —sudoroso, penetrante, femenino— había hecho que la deseara otra vez. Ninguna de las otras mujeres aquí, y las había más atractivas, le interesaban en absoluto. La vida era una mierda. —¿Qué pasó con Steve? Teague las arreó a todas de vuelta a la sala de entrenamiento. —Nos dejó plantadas más o menos un mes atrás. Ahora siempre una de nosotras guía la clase. —La mujer apretó los labios—. Mal. —¡Bobbie Jo, creo que hago un buen trabajo guiando esta clase! —objetó una de las mujeres. —Bueno y mariquita —replicó Bobbie Jo—. Vamos, muchachas, aprendamos cómo darle una buena paliza a un atracador. —Se acercó más a Teague—. Eso es lo que vas a enseñarnos, ¿cierto? —Sí, señora. Soy Teague Ramos, y me especializo en dar buenas palizas a atracadores. — Teague tomó su sitio frente a las mujeres que pululaban—. Muy bien, ¡formen filas! Ellas rieron, pero se reunieron en filas desiguales y lo miraron expectantes. Qué asombroso cómo esas órdenes militares funcionaban con civiles. Kate estaba rezagada en medio del grupo, mirándolo con cautela. Por supuesto. Había visto a la bestia, seguía asustada, y Kate Montgomery no se asustaba con facilidad. A veces durante las raras y largas noches que él pasaba solo, la pregunta lo rondaba: ¿era una bestia? Con una mirada, aterraba a guerreros. Había matado hombres —hombres que tenían que ser asesinados— y nunca soñaba con sus cadáveres. Lo único que lo atormentaba era el recuerdo de las calles, los olores, las risas estridentes... la impotencia. Especialmente la impotencia. Odiaba el recuerdo de ser pequeño, de las personas más grandes, maestros, consejeros académicos, su madre, apartándolo a empujones, riéndose de sus aspiraciones, despojándolo de su dignidad. Odiaba el recuerdo de lo que le había pasado, y odiaba pensar que eso le pasara a Kate. A cualquiera de estas damas con sus cadenas de oro, sus perfectas ropas de ejercicio y sus cosméticos bien aplicados. Iba a disfrutar enseñándoles. —Primero que nada —dijo—, las mujeres no tienen la masa muscular para llevar a cabo un golpe o una patada a menos que pongan su peso detrás. Así que no golpeen con los brazos, golpeen con los hombros. ¿Ven? —Demostró con un golpe que empujó su hombro hacia adelante—. Eso les da más impulso. Inténtenlo. Caminó entre ellas, ajustando sus posturas, tomando sus muñecas y enseñándoles cómo mover sus cuerpos. Kate seguía sus instrucciones con exactitud, se miraba en el espejo, y practicaba con una concentración que era mala señal para cualquier atacante potencial.

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Se lo imaginaba. Era suave, privilegiada, pero él no tenía dudas de que algo la impulsaba a ser la mejor, siempre. Y sabía, porque lo veía en sus ojos, cuánto le disgustaba tener que mirar a todo el mundo como un potencial acosador. A él tampoco le gustaba. No le gustaba tener que interrogar informalmente a todos los entrenadores en su gimnasio, y sentirse homicida cuando uno de ellos hacía un comentario admirativo sobre Kate. No le gustaba notar pequeños detalles como lo cortas que ella usaba las uñas y su fascinación con las noticias locales —todas las noticias locales— y cuántas horas podía mirarlas. Cuando este trabajo hubiera terminado, podría acostarse con Kate, por supuesto, y no pensar en ella cuando hubiera terminado, pero de algún modo... el encanto de ella le parecía diferente. Menos trivial. Más intenso. Un hombre con su pasado no tenía ningún futuro con una mujer como Kate. No quería uno... pero maldición, odiaba no tener la posibilidad. Ya estaba comprometido, atado a un pasado que nunca podría ser corregido. Se paseó de vuelta al frente de la clase. —¿Dónde deberían pegarle a alguien con este tipo de golpe? —¿En un callejón oscuro? —preguntó Bobbie Jo. —Muy graciosa. Él le ofreció una sonrisa. Kate estaba maravillada por lo bien que manejaba la clase… y lo hábilmente que la había manejado a ella. Él quería enseñarle lo básico de defensa personal, así que se había metido persuasivamente en su grupo. Cada una de las damas estaba ansiosa por complacerlo, trabajaba duro por él… pero ninguna de ellas lo había mirado a los ojos y visto la oscuridad que acechaba allí. Ese único vistazo en la desolación del alma de Teague la aterraba. La apariencia externa de este hombre parecía tan... normal. ¿A quién estaba engañando? Él definitivamente no era normal. Era extraordinario. Cada talento, cada encanto, cada seguridad parecían residir dentro de él. Sin embargo, ninguna emoción parecía florecer dentro suyo: ni amor, ni odio, ni empatía, ni desesperación, ni felicidad, ni... nada. Si había un infierno, él lo personificaba… —Kate. —La voz de él la arrancó de su ensueño—. Ven aquí y ayúdame a hacer una demostración. No seas tímida. Kate, que no había sido tímida desde que tenía dos años y medio, lo miró con malignidad. Entonces Bobbie Jo plantó una mano en la mitad de su espalda y le dio un empujón. Kate se tambaleó y siguió caminando. ¿Qué sentido tenía resistirse? Esta vez, él iba a ganar la batalla. Simplemente no iba a ganarlas todas. Cuando estuvo parada frente a él, esperó con tensión. No importaba que el día anterior él la hubiese reconfortado con su presencia. La noche pasada lo había mirado a los ojos, y hoy, cuando la tocara, sentiría el frío de su vacuidad. Pero él la confundió siendo formal y eficiente, y cuando le tomó la mano, su toque era impersonal y casi... bueno... normal. Teague abrió los dedos y se los mostró al grupo. —Este es el problema con los huesos, especialmente huesos delicados como estos. Se rompen. Tienen que formar un buen puño, el pulgar aquí —manipuló el pulgar por encima del exterior de los dedos de ella—, y usar el peso del hombro. Los dos mejores sitios para golpear son

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la nariz, las narices se rompen aún más fácil que los dedos, y la garganta. Los labios están bien, pero romper un labio no derribará a un hombre. El ojo… yo estiraría los dedos y golpearía. —Ohh. Una de las damas, una mujer suave y dulce, se llevó una mano al estómago. —No. —Él enfocó su atención en ella—. No te pongas enferma. Enójate. ¿Cuál es tu nombre? —Soy Sandra. Ella se retorció, evidentemente avergonzada. —Mírame. —Se señaló a sí mismo, señaló a Kate—. Supero a Kate por treinta y cinco kilos, y puedes no haberlo notado, pero soy un hombre. —Las mujeres rieron entre dientes—. A los hombres les gusta mirar boxeo. Les gusta mirar fútbol americano. Les gusta pelear, y a algunos de ellos les gusta matar. Crecí en un barrio duro. He visto peleas entre pandillas por ninguna razón más que alguien quería probar su machismo. He visto niños, niñitas, lisiados por balas perdidas, he escuchado el aullido de la ambulancia, he olido sangre. —No estaba enseñando ningún golpe ahora. Su rostro estaba serio y plomizo; sus ojos vacíos y fríos. Hizo estremecer a Kate—. Una mujer de aspecto suave lleva un blanco en la espalda. —Se paseó frente a la clase con un paso tan suave como el de cualquier depredador—. No puedo prometer que estas cosas que les enseño salvarán sus vidas, porque si algún tipo está lo suficientemente decidido, las derribará, pero puedo prometer que harán que cualquier hijo de puta que las ataque huya gritando. No teman lastimar a un hombre que las lastima. Tal vez lo harán escapar y permitir que ustedes vivan otro día con su esposo, sus hijos o a quien sea que amen. En toda la habitación, las cabezas asentían. Incluso Sandra, la suave y dulce Sandra, tenía una expresión decidida en el rostro. La honestidad e intensidad de Teague asombró a Kate. En menos de diez minutos, había convertido a un montón de amas de casa suburbanas y trabajadoras en guerreras. Con una descripción simple y poderosa de sus experiencias, las había concientizado de cosas que nunca antes habían estado conscientes. Volvió a un tono enérgico, instructivo. —Manténganse alejadas de las partes huesudas del rostro como las mejillas y el mentón. Ahora. —Se volvió hacia Kate nuevamente—. Acerca de patear. Kate, ¿dónde patearás a alguien? Ella le ofreció una mirada significativa. —En la entrepierna. La sala explotó en carcajadas y una liberación de tensión. Él esperó hasta que la hilaridad se hubiese apagado. —¿Dónde más? Ella lo estudió, lo miró de arriba abajo minuciosamente. —Tus rodillas. —Correcto. —Él se volvió hacia la clase—. Cualquier articulación es vulnerable, y me gustan las rodillas por un par de razones. Pueden derribar a un hombre fuerte con un golpe bien colocado que lleve su rodilla a un costado o hacia atrás. Las manos de su atacante no están cerca, así que no puede agarrarles el pie. —¿Quieres que practique contigo? —ofreció Kate.

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Las mujeres reían ahora, y ella actuó para la multitud. —Eres demasiado bondadosa —se burló él—. Ahora, hablemos de su técnica para patear... que no es para nada buena. Apunten su rodilla al blanco —dijo. —Quieres decir, el pie —respondió ella. —No, la rodilla —corrigió Teague—. La rodilla determina dónde irá el pie, y dónde aterrizará la patada. —Eso tenía sentido, y ella asintió—. Luego gira la cadera y mueve el pie en un solo movimiento fluido. Lo demostró y luego indicó a Kate que también debería intentarlo. Se movió con ella mientras pateaba, ajustándola hacia delante, dándole más poder. Mientras ella pateaba, le dijo a la clase: —Si llevan zapatos chatos, y espero que así sea, usen la planta del pie. Lo demolerán. Si llevan tacones altos —sonrió—, atraviésenle el pie con el tacón. Un tacón es un arma magnífica. — Soltó a Kate con facilidad—. Pero esa es una técnica totalmente diferente. Kate apuntó su mirada al espejo y repitió el movimiento hasta que le salió perfecto. Estaba sorprendida por cuánto más bajo control se sentía ahora que sabía cómo defenderse. No se había sentido realmente así desde la muerte de su papá. Por esa paz mental, estaba agradecida con Teague. Teague. Estaba parado con las manos en las caderas y miraba patear a Bobbie Jo. Ella tenía la mandíbula apretada y los ojos entrecerrados, y no lo dejó ir hasta que él la declaró letal. Bobbie Jo preguntó: —Teague, ¿podrías ir a hablar con mi grupo de tejido? Tenemos una esposa cuyo marido la golpeó. Dos veces. Nos vendría bien alguien que nos diga cómo protegernos. Teague rió entre dientes, una carcajada larga y grave que provocó escalofríos en la piel de Kate. Con una amabilidad que ella nunca hubiera sospechado en él, dijo: —Sí. Me encantaría hacerlo. Dime qué noche y la hora. A propósito, ¿sabían que pueden hacer mucho daño con esas agujas de tejer? Mientras Kate lo observaba, pensó que tal vez sí tenía un alma en algún lugar dentro de esa esqueleto glorioso. Quizás sólo estaba envuelta en capas de indiferencia cultivada por haber visto demasiado dolor y haber oído demasiados gritos. Era una proposición fascinante: ¿podría una mujer devolver la vida a un hombre que estaba decidido a no permitir jamás que una emoción lo conmoviera?

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0088 —Está caminando. Está caminando… —Vamos, bebé, date vuelta, déjame ver un poquito de ese trasero. —Eeeepa. Ahí va. Teague se detuvo justo dentro del centro de seguridad. Los chicos estaban reunidos alrededor de uno de los monitores, ignorando su deber y haciendo el tipo de sonidos que haría un grupo de constructores cuando pasara una mujer hermosa. A Teague realmente no le importaba. Sucedía de vez en cuando… los hombres eran así, y la vigilancia era un trabajo tedioso que implicaba observar gente inocente e intentar decidir si podían ser culpables. Sólo exigía que sus hombres se contuvieran cuando las mujeres a las que empleaba estaban cerca, y que se aseguraran condenadamente bien de que alguien tenía vigilada la seguridad mientras ellos se comían la mercancía con los ojos. —Ese es un excelente pedazo de… Teague cerró perezosamente la puerta con un clic. —¿Hay algo que requiera de mi atención? Los comentarios y las risas murieron, dejando a sus hombres viéndose lo bastante avergonzados como para despertar la curiosidad de Teague. Se abrió camino entre la audiencia… y la vio. Allí, en el monitor, Kate caminaba. Llevaba una falda, una falda rosa ajustada con un ruedo de volados que coqueteaba con sus rodillas y atraía la mirada de un hombre arriba, hacia su magnífico y redondeado trasero... que aparentemente había cubierto con una de las tangas más pequeñas del planeta. Al menos esperaba que llevara una tanga. Estaba seguro de que no veía ninguna señal de que la tuviera. Pero una muchacha como ella nunca salía sin ropa interior. ¿Cierto? A todos los efectos, estaba con el trasero al aire bajo esa falda. Eso enardeció su imaginación. —Mira, jefe. —Big Bob señaló la pantalla—. Juanita está parándola. —Diablos. Teague vio cómo Juanita se presentaba. Juanita nunca había permitido que la silla de ruedas la entorpeciera. Con su cabello castaño corto y su cómoda bata, patrullaba los corredores del capitolio, escuchando conversaciones, viéndose inocente, parpadeando con sus enormes ojos marrones a los compasivos que la ayudaban y sacando de quicio a la gente que intentaba ignorarla. —Juanita debe haber oído los rumores sobre ti y la señorita Montgomery —dijo Big Bob—. Esa Juanita… es la mejor en el piso. Nada escapa a su atención. —Sí. —Teague aflojó su corbata—. Lo sé. Ahora mismo deseaba que hubiera cosas que sí se le escaparan. Kate tomó la mano de Juanita, sonrió y conversó con ella. ¿Por qué la vida no podía ser sencilla? ¿Por qué todo tenía que ser embrollado en el amor, la culpa, el sexo y...? Bueno, el sexo estaba bien. El sexo era genial. Pero el resto de esas asquerosas

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emociones dejaban a un hombre dando traspiés en la oscuridad, intentando descubrir qué hacer para hacer felices a sus mujeres, y preguntándose por qué ver a Juanita y Kate juntas lo hacía sentir esta extraña combinación de horror y deleite. —¡Van en direcciones opuestas! —Bien. Porque ahora Teague podía concentrarse en Kate y esa falda, y esa ropa interior o la falta de la misma. Sí, había llevado ese atuendo esta mañana cuando se habían ido del loft de ella, pero estaba lloviendo, la primera lluvia fría de un otoño de Texas, y ella se había puesto un impermeable. Cuando llegaron al capitolio, ella se había ido a buscar un camarógrafo… cada vez que encontraba a uno tomando un recreo, había estado filmando partes para el informe sobre él. Dios. Tiró de su corbata. ¿Qué le pasaba? No podía apartar la mirada de ella o de su austera camisa color habano, que se veía como el atuendo de una reportera frente a la cámara, o las altas sandalias entrecruzadas que añadían centímetros a sus piernas largas, de líneas elegantes. El senador Oberlin lo notó. Teague vio cómo el hombre permanecía en la esquina del corredor, esperando para interceptar a Kate, y luego fingía sorpresa y placer por habérsela encontrado. Qué mal que Teague se pusiera letalmente furioso al ver al senador deslizando su brazo alrededor de los hombros de ella y abrazándola como un tío paternal cuando en realidad aprovechaba la ocasión para intentar ver dentro de la blusa de ella. Teague se sintió satisfecho cuando Kate tuvo el buen juicio de apartarse de debajo del brazo de Oberlin, excusarse, y seguir su camino. Oberlin se quedó parado viéndola ir. —Tengo que reconocérselo… el viejo tiene buen gusto. —Chun estaba sentado pegado al monitor, con la nariz a sólo centímetros de la pantalla—. Es un tremendo par de piernas, y están conectadas a un excelente... Teague lo tenía agarrado del cuello y contra la pared antes de que Chun pudiera jadear en busca de aire. —¿Qué estabas diciendo? —Mierda. Señor. Olvidé que estaba aquí. —A Chun se le salieron los ojos de las órbitas—. No pretendía faltar el respeto, señor. Nunca me quedaría mirando a su mujer. Teague lo golpeó contra la pared otra vez. —No es mi mujer, pero es una cliente. —Miró alrededor a los otros hombres que estaban abochornados y avergonzados—. Mientras disfrutan de sus varias partes corporales, caballeros, espero que también estén atentos a comportamientos sospechosos. —¡Sí, señor, lo estamos haciendo! —Big Bob hizo una venia como si Teague fuese su oficial al mando—. ¡Ningún sospechoso cerca, señor! ¡No tiene que preocuparse de que la tengamos vigilada, señor! ¡Estamos haciendo nuestro mejor trabajo, señor! Teague aflojó su agarre de la camisa de Chun. —Bueno, muy bien, vuelvan a sus tareas. La señorita Montgomery no es el único trabajo que tenemos aquí. —Sí, pero es lo más divertido de ver. —Big Bob sonrió con astucia—. Por supuesto, no podemos culparte por querer hacer la vigilancia personalmente. Si ella fuera mía, también aporrearía a los tipos que la miraran.

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—Ella no es mía, y no estoy aporreando a nadie por ella —dijo Teague con irritación. Chun hizo un ruido de ahogo y se frotó la garganta—. ¡No te lastimé! —Mientras las cejas se levantaban en toda la habitación, la ira de Teague se disparó—. No les pago para que pasen el rato aquí dentro. Vayan a buscar a los tipos malos. —Sí, señor. —Sí, Teague. Oyó murmullos y vio sonrisitas de suficiencia mientras todos pasaban sigilosamente junto a él, y cuando se dio vuelta para mirar enojado a Big Bob, el hombre señaló el monitor y dijo: —Tengo que vigilarla la próxima hora. Ese es mi trabajo. —Claro. Teague cerró la puerta del armario y se dirigió hacia el Ala Este, planta baja. Tenía asuntos que tratar con la señorita Sin Calzones. Él y Kate habían llegado a una extraña especie de tregua. Él vivía en su casa, tomaba su turno ordenando comida preparada, lavaba su propia ropa, discutía sobre quién debería tener control del control remoto de la tv. Los dos primeros días, ella lo había mirado mucho con recelo, como si esperara que le ofreciera esa mirada y la hiciera escapar otra vez. Pero él había tenido cuidado de permanecer tranquilo y normal… aunque, para él, no era normal pasar tiempo en el apartamento de una mujer y no en su cama. Pero no le dijo eso. No la besó, la tocó sólo de manera casual —aunque se aseguraba de tocarla con frecuencia— y obtuvo su recompensa. Kate se había relajado y permitido que cuidara de ella, y él se había concentrado en que todo fuera espontáneo y despreocupado para poder mantenerla a salvo de un acosador. Parecía haber tenido éxito y, aunque pareciese raro, de algún modo le gustaba vivir con ella... incluso sin sexo. No porque quisiera que sus hombres supieran eso. Frunció el ceño un momento, pensando cuando ella lo hizo enfurecer ganando una discusión sobre los proyectos de ley de educación en el Senado. Teague nunca había sido un buen perdedor, aunque no era tan estúpido como para pensar que había ganado en eso. Pero un momento más tarde una sonrisita torcida curvó la esquina de su boca. Quizás por Kate podría convertirse en un buen perdedor. Ella podía llevarlo discutiendo hasta las sábanas. Después de enterarse de sus calificaciones en seguridad, el gimnasio de Kate le había permitido hacerse cargo de la clase de kickboxing. Cada mañana trabajaba con las damas en sus aptitudes de defensa personal… y ellas le agradaban. Nunca había tratado realmente con mujeres norteamericanas en su hábitat natural. Las había visto en las calles en Brownsville. Las había protegido mientras ellas usaban sus mejores diamantes. Había salido con ellas cuando querían dar un paseo por el lado peligroso. Pero nunca había pasado el tiempo suficiente como para escucharlas presumiendo de sus hijos, quejándose de sus esposos y sus trabajos, diciéndose mutuamente lo bien que se veían con esos cinco kilos de más. Eran personas realmente agradables, y Kate encajaba perfecto con ellas. De hecho, Kate encajaba en todas partes. Tenía el don de adaptarse, de sentirse bienvenida donde quiera que iba, de identificarse de un modo que hacía que le gustara a todos. Incluso Linda Nguyen parecía tolerarla, y Linda tenía la personalidad de una ametralladora. Giró en la esquina y vio a Kate.

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Entonces, mientras había estado jugando a la casita con ella, aparentemente la había convencido de que era tan inofensivo como un viejo gato reformado porque aquí estaba ella, pavoneándose por los corredores del Capitolio de Texas sin ropa interior. —¡Kate! Ella se dio vuelta ante el sonido de su voz y sonrió. Sonrió como si le alegrara verlo. Teague también estaba condenadamente contento de verla. Demasiado condenadamente contento, y todavía más aliviado de que ella no se alejara furtivamente de él. —Ven conmigo. Ella corrió a su lado y lo siguió al armario de vigilancia más pequeño. En voz baja, le preguntó: —¿Viste algo? —Sin dudas que sí. —¿Sobre el acosador? ¿Entonces esto ha terminado? Teague se detuvo frente a la puerta y la miró con exasperación. Ella estaba con una mano sobre el pecho, como si se sintiese aliviada. Contenta de que su tiempo juntos hubiera terminado. —Difícilmente. Con su llave electrónica, abrió la cerradura. Sus hombres los verían entrar. Sabrían lo que estaba haciendo. Se reirían y se codearían entre sí. A Teague no le importó. Algún día le importaría, pero ahora mismo necesitaba saber qué llevaba Kate bajo su falda. Todo en ella lo atraía, y necesitaba ver, probar, saber... Enfurecido por su propia falta de control, y en un frenesí de deseo, le hizo señas para que entrara. Allí, los monitores daban a los pasillos y las computadoras zumbaban, y ella fue de una a otra, con la mano flexionándose sobre su maletín. Él cerró la puerta detrás suyo, el ruido definitivo de una puerta blindada contra un marco de metal. Ella se dio vuelta para mirarlo, su cabeza se inclinó como si percibiera parte de la turbulencia de Teague. Pero sus ojos estaban perplejos. No entendía la razón de su humor. Él se detuvo, con la espalda contra la puerta, su pecho subiendo y bajando mientras la miraba fijo... y la deseaba. Tres noches atrás ella había visto el asesino en él. Hoy evidentemente veía un tipo de bestia diferente, porque se sonrojó. Su mirada cayó. Teague la vio y se dio cuenta de que este era el momento que probaría si la había asustado más allá de toda posibilidad de deseo. Esta era la prueba final… ¿le permitiría tocarla íntimamente? ¿Confiaría en que él no la lastimaría? Una sonrisa vacilante tembló en los labios de Kate. Cuando levantó la mirada una vez más, sus ojos estaban caídos, adormilados. —¿Tienes noticias para mí? ¿O algo… más? No tenía miedo. Ella también lo deseaba. Teague avanzó tan rápido que ella no tuvo tiempo para retirarse. No tenía lugar para retroceder. La empujó contra la pared desnuda, la apretó allí con su cuerpo contra el de ella. Tomándole la cara entre las manos, la besó. Penetró en su boca de inmediato, sin tomarse el tiempo para ablandarla con toques dulces de sus labios y palabras de admiración murmuradas.

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Teague no se entendía a sí mismo. Con Kate perdía todo refinamiento, convirtiéndose en un ser primitivo, abrumado por la lujuria y medio loco por la necesidad. Tal vez era eso lo que los hombres habían visto en él. Pero Kate le correspondía como si sintiera la misma locura. Su boca se abrió debajo de la suya. Lo agarró de la cabeza, metiendo las manos entre su pelo y sosteniéndolo quieto como él hacía con ella. Y se besaron. ¡Dios, cómo se besaron! La lengua de Teague saqueaba su boca, y ella la chupaba tan apasionadamente que él pensó que debía querer que la tomara tan duramente como él quería tomarla. Como un narcótico, el sabor de Kate llenó sus sentidos, haciéndolo desear más. Ella olía a jabón, ámbar y lavanda, limpia, cálida y cara. Le mordisqueó el labio inferior, deslizó su lengua a lo largo del borde liso de los dientes. Con los ojos cerrados, probó la piel de sus mejillas y sus párpados, y mientras le rozaba la frente con los labios, sus manos descendieron hasta los hombros y se posaron sobre sus senos. Le encantaban los pechos, de todas las formas, de todos los tamaños, en cualquiera y todas las mujeres. Pero los pechos de Kate... mientras los acunaba en sus manos, los tanteó, esos dos encantadores globos redondos, los encontró más magníficos que cualquiera que jamás hubiese tocado. Llevaba sostén… ¿por qué diablos llevaba sostén cuando tenía calzones diminutos, o nada en absoluto? Pero no pretendía entender a las mujeres, y ciertamente no a esta mujer, con su inteligencia e ingenio. Kate apoyó la cabeza contra la pared, distrayéndolo con la larga extensión de su garganta. Él rozó el punto más suave con su nariz, clavando los dientes en la piel sobre su vena. La inhalación de ella vibró a través de él, y apretó las caderas contra Kate, intentando aliviar la presión en sus entrañas. Nada podría lograrlo, excepto tenerla. Ella gemía como si la hubiese llevado al éxtasis. Sus labios estaban suavemente abiertos. Sus ojos estaban cerrados. Se veía como una mujer en medio del clímax. El sonido, el olor, la visión, llevaron a Teague a satisfacer la curiosidad que lo había traído aquí. Suave, muy suavemente, la tomó de las nalgas. La tela se deslizó sin problemas bajo su agarre. Tan suave. Tan femenina. —¿Estoy haciéndote daño? Su voz era un áspero ruido ronco. —No. —Los ojos de ella se abrieron. Lo atravesaron con un glorioso deseo azul—. No, no estás haciéndome nada de daño. Él podía ser gentil. Podía ser… suyo. Teague la besó otra vez. O la saboreó, no estaba segura de cuál. Era una investigación, un interrogatorio, como si él quisiera saber... todo tipo de cosas. Si ella quería devolverle el beso, y cómo encajaban sus cuerpos, y si los dos podrían permanecer verticales cuando el imán más grande del mundo estaba intentando derribarlos y hacerlos caer en una cama. Las respuestas eran “sí”, “agradablemente”, y “Dios, eso espero”. Porque mientras sus cuerpos se fundían, se ajustaban, y volvían a fundirse, y sus labios se tocaban, y giraban, y volvían a tocarse, Kate no deseaba nada tanto como empujarlo al piso, arrancarle la ropa y follarlo hasta la locura. La oferta que él había hecho silenciosamente la primera vez que lo había visto —arrastrarla a una vorágine de sexo y darle placer hasta que ella estuviera tambaleándose de goce— cobró vida en una llamarada tan caliente que ella se sintió quemada, perversa, gloriosa.

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Dios mío. Como si no tuviera complicaciones suficientes en su vida, esta tenía que surgir ahora. Estaba vagamente consciente del juego de palabras, porque lo que había surgido estaba apretado contra su vientre, y cuando ella movió las caderas contra él, Teague la hizo poner en puntas de pie. Sus dedos la exploraron. Encontraron la cinturilla de su tanga. Y él soltó una risa ronca. Sonaba como si estuviese hablando consigo mismo cuando dijo: —¿Acaso no lo sabías? —¿Saber qué? Lánguidamente, ella lo miró desde abajo de párpados que se sentían demasiado pesados como para levantarlos. —Que siempre serías una dama. —Él le tomó el mentón entre las manos. Su voz era un ronco susurro—. Cuando me desees, cuando estés lista para someterte a mí, lo único que tienes que hacer es no ponerte ropa interior. Y decírmelo, cariño, hacerme saber lo que has hecho. Cuando me lo digas, seré tuyo todo el tiempo que me quieras. Él siempre había sido un hombre apuesto, pero ahora, con los labios húmedos y la sonrisa chispeante, tenía el rostro de un amante. Y sin embargo era despiadado. Kate estaba recuperando el aire cuando él pronunció el ultimátum. El tipo de ultimátum que requería de neuronas en funcionamiento, pero de hecho Teague y sus besos mágicos habían arruinado cada función cognitiva. Se quedó mirándolo e intentó pensar, pero su reacción fue más instinto que intelecto. No importaba que pareciera que Teague podía encajar en su vida. Eso era una ilusión. No importaba que ella sufriera un encaprichamiento tan profundo que se sintiera como amor. Él era peligroso. Kate lo sabía en sus huesos, tal como sabía que él la deseaba. Lo había visto en su cara. También sabía que, si cedía, si caía en la cama de él, si encontraba éxtasis en su toque, sería ella quien saldría lastimada cuando él se alejara. Y se alejaría. Era el tipo de hombre que dejaba a todas las mujeres, todas las veces. Sin moverse, Teague observó a Kate. Vio el momento en que ella decidió en contra de él, y dijo: —Probablemente tengas razón. Lo que hice fue poco profesional. Nunca deberíamos habernos tocado. Atrapar a tu acosador es un trabajo, y yo no me acuesto con mis clientes. Pero seríamos tan buenos juntos. —Su voz bajó a un caliente susurro—. Tan buenos juntos.

Demasiado consciente de las cámaras y los ojos que estaban fijos en ella desde cada ángulo, Kate caminaba por el corredor. Su rostro estaba acalorado, le temblaban los dedos, pero logró mantener su dignidad de pie hasta que entró en el baño de damas. Gracias a Dios estaba vacío, porque sus rodillas cedieron, y usó el lavabo para apoyarse. La mujer que veía en el espejo tenía los labios hinchados, las mejillas sonrosadas, una chispa febril en los ojos. Esa mujer se veía como si estuviera al borde del orgasmo. Y tal vez así era. Había sido sólo un beso. O dos. De Teague Ramos. Gimió suavemente.

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Sus relaciones habían sido con tipos blancos de clase media y alta porque esos eran los hombres que conocía, los tipos con quienes tenía cosas en común. Pasados, educación, religión. No tenía una sola cosa en común con Teague Ramos. Volvió a mirarse, mojó un montón de toallas de papel y se secó la cara. Sus ropas costosas le quedaban perfectamente, y las usaba como si hubiese nacido con ellas. Su voz era profunda, fría y tranquila, como whisky mezclado con hielo, y usaba las palabras con precisión. Sus manos... sus manos eran una seducción: de palmas anchas, dedos largos, uñas lisas y limpias. El tipo de manos que una mujer imaginaba dándole éxtasis con cada toque íntimo. El agua no sirvió de nada para enfriar sus pensamientos. De hecho, le sorprendió que no hubiese vapor empañando el espejo. Deseaba que así fuera. Deseaba no tener que mirarse y saber… saber que se hubiese arrojado encima suyo ahí en el armario de vigilancia sin prestar ninguna atención a la comodidad, los anticonceptivos o la seguridad. Evidentemente había perdido la cabeza. Teague no había nacido con la riqueza, el privilegio, el acento o la limpieza. Cuando él lo deseaba, se veía como un matón, y lo hacía lo suficientemente bien como para haberla engañado. Porque en un momento de su vida, eso había sido. Y ese era el problema, ¿no? Ninguno de los hombres con los que Kate se había acostado — ninguno de los hombres que Kate hubiera conocido— sabía cómo ser malo. Ninguno de ellos desprendía olas de sexualidad tan embriagadoras que una mujer quería aspirarlas y olvidar todo lo que había conocido, porque lo que él le mostraría sería mejor, más... satisfactorio. Si se acostaba con Teague, nunca encontraría satisfacción con ningún otro hombre. De pronto, violentamente, arrojó las toallas de papel en la basura. Seguro, estaba siendo acosada. Pero esa noche iría a la fiesta de aniversario del senador Oberlin. Todos en Austin sabrían que ella daba las noticias. Le darían información o intentarían ocultarle la verdad. Tenía que estar más avispada que nunca. No necesitaba el tipo de conflicto que sentía con Teague. Necesitaba seguir adelante con confianza, demostrarle al mundo, a todos los escépticos y, más importante, a Teague Ramos, que era una reportera a punto de tener éxito. Y el éxito no vendría hiperventilando por Teague, sin importar lo atractivo e irresistible que pudiera ser. Debía tomar medidas. Sacando su celular, apretó el número de su madre, y cuando ella atendió, Kate dijo: —Necesito una cita para esta noche. ¿Crees que Dean Sanders esté ocupado?

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0099 Kate puso un poco de colonia de ámbar y lavanda Jo Malone en cada uno de sus puntos de pulso, y vaporizó ligeramente su cabello. Sostuvo su flequillo con un pasador de lentejuelas doradas y aplicó su maquillaje con gran cuidado y dispuesta al drama de la noche. Se puso un sostén sin tirantes y calzones a juego que había comprado ese mismo día. Hecho de fina seda rosada, el sostén contenía sus pechos y les daba una línea suave, mientras que el calzón era una tanga tan pequeña que era absurdo ponérsela... Pero lo haría. Se la pondría. Esa noche era, después de todo, la fiesta del senador Oberlin y la primera vez que Teague la vería vestida con otra cosa aparte de su ropa de entrenamiento y el atuendo básico de reportera: una camisa que se viera bien en cámara, y cualquier cosa abajo. Eso era lo que la había metido en problemas hoy. Teague había parecido apreciar su falda rosa con volados un poco más de lo que había esperado. Seguro, sabía que le quedaba bien, y tal vez la había usado para provocarlo, pero ni en sus sueños más locos hubiera imaginado esos besos en el armario de vigilancia. Ante el recuerdo, se encontró parada en medio de su dormitorio, con los ojos cerrados, la mano apretada contra su corazón, intentando contener la respiración. Teague había sido implacable al darle placer y ella había sido insaciable buscándolo, y nunca en su vida le había pasado nada como eso. No había imaginado que podría responder con semejante deseo, sin vergüenza, sin pensar ni una vez en las consecuencias. Pero había hecho lo correcto. Había esquivado la bala. Iría a esta fiesta con una cita, poniendo firmemente a Teague en su sitio como su guardaespaldas. Se puso los aretes de diamantes con movimientos rápidos y nerviosos. Claro, todavía no se lo había dicho a Teague... El hecho era que estaba evaluando hacer lo que le había indicado, y quitarse la tanga... bueno, eso demostraba lo gravemente que él la había influenciado. Y no para bien. Durante toda la época de universidad había sido conocida como la chica que rebosaba sentido común y responsabilidad. Había sido aquella a quien sus amigas venían a cantar sus tristes canciones sobre el tipo que les había hecho daño. Ahora, una rara combinación de hormonas y abstinencia habían producido una personalidad que ella apenas reconocía como propia. Mientras se deslizaba en su sencilla funda de shantung rojo a los tobillos, se aferraba a la cordura de un hilo. No iba a salir sin nada bajo el vestido. Se puso las sandalias de tiras doradas de taco bajo, tomó su cartera Mary Francis y se miró al espejo. La seda rozaba su figura, pegándose a sus pechos y caderas. Con tajos a ambos lados hasta la rodilla, cuando caminaba se apartaba de sus pantorrillas para provocar el interés de un hombre. Con su cobertura entera y sin embargo un toque de misterio, era el tipo de vestido que su madre aprobaba. Kate se veía bien… incluso con su ropa interior puesta. Con una sonrisa satisfecha a su reflejo, salió de su habitación y bajó las escaleras… y se detuvo de golpe. Si ella se veía bien, Teague se veía fabuloso. Estaba allí de pie con un traje negro de corte europeo que se ajustaba a su cuerpo estrecho y sus hombros amplios tan bien que sólo podía

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haber sido de diseño y hecho expertamente a medida. Su camisa blanca almidonada relucía, su corbata roja hablaba de poder y seguridad en sí mismo. Era fácilmente el hombre más apuesto que jamás hubiese conocido, y con ese atuendo, levantaba su temperatura interna a la de un alto horno. Cuando él la vio, su rostro se puso serio. Sus ojos dorados se abrieron mucho y luego se entrecerraron. Se veía como si quisiera saltar sobre ella. Kate podría haber jurado que él había dejado de respirar… Dios sabía que ella lo había hecho. No sabía qué hubiese dicho, qué error hubiera cometido, si no fuera por el ruido del timbre. Dio un salto. Teague miró la puerta, y como si supiera lo que ella había hecho, preguntó: —¿Quién supones que sea? —Mi cita. Ella hizo una mueca ante el tono alegre y nervioso de su voz. —Ah. —Teague la contempló, y vio directamente a través de la apariencia sofisticada hasta la mujer luchando con su propia sexualidad… y su inoportuna atracción por él—. Entonces será mejor que lo deje pasar, ¿cierto? —Yo lo haré. —Ella comenzó a ir hacia el recibidor y se detuvo—. Supongo que deberías hacerlo. —Sería mejor. Ella lo vio alejarse y deseó haber pensado esto un poco más minuciosamente. Teague estaba atendiendo la puerta como un padre. No un padre desaprobador; su rostro no revelaba ninguna expresión. Pero no era a quien Dean Sanders esperaba ver. Dean Sanders era alto, rubio, de ojos azules y se veía, de un modo indefinible, como un abogado. —¿Hola? —Se agachó hacia atrás y miró el nombre sobre el timbre—. Pensé… quiero decir… ¿estaba buscando a Kate Montgomery? Kate se adelantó para rescatar al pobre Dean. —Aquí estoy. —Teague se hizo a un lado para darle espacio en el umbral—. Este es Teague Ramos, mi guardaespaldas. Apoyó una mano en el brazo de Teague, como si eso probara que era inofensivo. Él no se movió. No retrocedió. Bien podría haber sido la pared por toda la reacción que mostraba. —¿Tu... guardaespaldas? Dean parpadeaba como si le apretaran demasiado las lentes de contacto. —Veo que tu madre no te puso al corriente de los detalles —dijo Kate. Teague podía haber sido el sol… ella no lo miraba directo por miedo a que la quemara con su mirada furiosa. —Pasa y te lo contaremos todo. —¿Los dos? Dean miró de uno a otro una vez más. Qué lapsus. ¡Freud estaría orgulloso!

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—Pensé que estarías interesado en cómo hace su trabajo un guardaespaldas. La mayoría de los hombres están fascinados. Entra mientras busco mi chal. —Sí. —Con abierto entusiasmo, Dean ofreció la mano a Teague—. Dean Sanders… un placer conocerte. ¿De qué estás protegiendo a Kate? Kate fue a buscar su cartera mientras Teague ponía a Dean al tanto sobre su acosador y las medidas que estaban tomando para frustrarlo. Teague sonaba neutro, un profesional haciendo su trabajo. Eso era bueno. Quería que él estuviera desinteresado. O más bien… ella quería no estar interesada en él. Merodeó junto a su closet, escuchando mientras Teague decía: —Sé que puedo confiar en que no dirás nada sobre el acoso. Estamos intentando atraer al acosador, y eso no sucederá si de pronto aparece un foco sobre el caso. —Cielos, sí, ¡lo entiendo totalmente! Gracias por confiar en mí. Te lo aseguro, no lo traicionaré, ni a ella. Dean sonaba desgarradoramente sincero. Una punzada de culpa golpeó a Kate. Estaba usando a Dean como una pantalla entre Teague y ella. No tenía un gramo de interés en él, pero aparentemente él ya estaba interesado en ella. Esto era un desastre. —Yo llevo a Kate cuando sale por la noche —dijo Teague—. Sé que obstaculiza mucho su cita, pero esas son las reglas. —¿Las reglas? ¿Desde cuándo?—. ¿Quieres venir con nosotros? Teague continuaba con su acto del guardaespaldas impasible. —Oh. —Dean se mordió el labio—. Eso sería embarazoso. —Ella tiene un pequeño Beemer —le informó Teague. —E incómodo. ¿Por qué no los sigo esta vez? Dean sonaba como un buen soldado. Ella volvió, simulando no haber escuchado ni una sola palabra. —Kate, sé que estoy siendo inoportuno, pero casi me alegra que te haya pasado esto. He estado admirándote en las noticias, molestando a madre para que me consiga una cita contigo, ¡y apuesto a que la única razón por la que aceptaste salir esta noche es porque estás volviéndote loca confinada bajo estricta seguridad! —dijo Dean de manera encantadora. Kate lo miró con atención. Se dio cuenta de que era un hombre que parecía decente. Se dio cuenta de que probablemente era un tipo agradable. Supo con certeza que los dos tenían mucho en común. Y deseaba que él estuviera en cualquier lugar excepto aquí. —Me halagas —dijo—. Pero Teague ha hecho mi situación bastante soportable. —Puedo verlo. —Dean sonrió abiertamente al otro hombre—. Tienes razón, es un tipo excepcional. Normalmente no espero un acompañante en mis citas, pero claro que lo entiendo en esta ocasión. —Sí. Por primera vez, juntó valor para mirar a Teague. Estaba muy erguido, con los hombros echados hacia atrás. Su cabello negro había sido apartado de su rostro. Sus ojos dorados no parpadearon ni una vez mientras la observaban, y ella cayó en su mirada, incapaz de detener la oleada de deseo y entendimiento que los unía. La

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atmósfera se volvió caliente y humeante. Él no dijo una sola palabra, pero ella nunca había visto a nadie decir nada con tanta elocuencia. Dean no pareció notar nada fuera de lo común. Se enderezó la corbata y preguntó: —¿Lista? —Sólo un minuto. —La voz de Kate no sonaba normal; más bien, sonaba como si estuviera hablando en la bruma—. Olvidé algo. Regresando a su dormitorio, se quitó la tanga.

George chequeó su reloj. ¿Dónde estaba? Todos los demás invitados habían llegado, pero no la invitada por la que había hecho esta fiesta. Kate Montgomery todavía no había aparecido. Él y Evelyn se encontraban en su elegante recibidor en su elegante y moderno hogar, e ignoraban la otra sala, donde sesenta y cinco personas muy influyentes bebían champagne y conversaban. Un quinteto tocaba light jazz, el tipo que sonaba a la moda pero era igualmente reconocible como una melodía. George había gastado una gran cantidad en un nuevo foco de atención sobre la chimenea —una pintura al óleo original de Gilford Blumfield— porque Kate era una jovencita bien educada que apreciaba las bellas artes. Todo era como él había planeado. Todo era perfecto. Ella tenía que venir. Kate había dicho que vendría. Evelyn tiró de la manga de su smoking. —¿No tendríamos que entrar? George había olvidado que ella estaba allí. Dio un salto y casi la maldijo, casi soltó la sarta de blasfemias que su papá había usado cuando atravesaba la pared con el puño y maldecía su pobreza. Sin embargo, el senador George Oberlin no maldecía. Maldecir era malo para su imagen de hombre honrado, respetuoso de las leyes, religioso. Y más que nada, el recuerdo de esas palabras soeces le dijo a George que tenía que recuperar el control. Kate Montgomery no quería un hombre que maldijera como un estúpido camionero. —Entraremos en un minuto. —El corazón de George flotó con esperanza cuando su muy correcto mayordomo británico abrió la puerta—. Podría ser… ahh. Ahí está. Kate Montgomery había llegado, con un rostro como el de su madre, pero más joven, más firme, no tan bondadoso y para nada confiado. Vestía seda roja. Se movía como una seducción viva y —frunció el ceño— se veía como si no llevara nada bajo el vestido. Eso no era adecuado. Cuando fuera suya, tendría que cambiar. A su lado, oyó a Evelyn soltando un grito ahogado. —Kate. Se adelantó, con la mano estirada para tomar a la mujer que el destino le había devuelto. Y Teague Ramos apareció a su lado. George se quedó helado. No podía creer lo que veía. Le palpitó la cabeza. Teague Ramos. Aquí, en su casa, con Kate Montgomery. No era posible. —Senador Oberlin. —Kate le sonrió sin un rastro de consciencia personal—. Gracias por invitarme a su fiesta de aniversario. ¿Puedo presentarle a Teague Ramos?

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George se quedó mirando al hombre que lo superaba en siete centímetros, que era veinte años más joven y tenía una bien merecida reputación de crueldad. Ramos se acostaba con mujeres hermosas y nunca le importaba si se enamoraban de él. Guardaba sus propios secretos y los de todos los demás. Cuando daba su palabra, nunca faltaba a ella. Y era casi, casi tan peligroso como el propio George. Entonces otro hombre se acercó. Rubio, alto, con una sonrisa sencilla y un paso seguro que decía a gritos que había asistido a las mejores escuelas y tenía los mejores antecedentes. George lo reconoció. Dean Sanders, un abogado de una buena firma, un hombre con ambiciones políticas que sin duda serían satisfechas. —Qué bueno verlo, senador Oberlin. —Su apretón de manos era firme y seguro de sí mismo—. Espero que no le importe que haya caído de sorpresa, especialmente porque estoy acompañando a la mujer más hermosa aquí. Ramos dio un paso atrás. —¡Sí, por supuesto! —George no tuvo que fingir confusión al preguntar—: ¿Entonces la señorita Montgomery tiene dos acompañantes esta noche? —Teague es el hombre sobre el que estoy haciendo un artículo actualmente. La mano de Kate no estaba sobre el brazo de Ramos. No le sonreía como si fueran amantes. Pero... ¿haciendo un artículo actualmente? Tal vez, pero la tensión sexual ardía entre ellos. Cualquier tonto podría percibirlo, y George no era ningún tonto. O tal vez lo era, por estar allí parado saludando al fantasma de su amor perdido y descubriendo que la historia se había repetido. Pero ahora mismo, sin importar cuánto lo deseara, no podía hacer que se llevaran y dieran una paliza a Ramos. Su distinguido hogar en el distrito más prestigioso de Austin estaba lleno de invitados... invitados elegantes, influyentes, ricos. Vestidos con smokings y vestidos de diseñador, circulaban y contaban chismes, y no necesitaban contarlos sobre él... y Kate. Así que, con un poco de cordialidad excesiva, estrechó la mano de Ramos. —Me sorprende constantemente lo pequeño que es el mundo. —Le dijo a Kate—: Fui yo quien recomendó la empresa de Ramos para el trabajo en el gran Capitolio de Texas. —¿De veras? —Con ojos inescrutables, Ramos le devolvió el saludo—. No tenía idea. En realidad el punto de George había sido: “Él es minoría y veterano. Se verá bien frente al público”. —Bienvenidos a mi hogar. Los... tres. Me alegra tanto que estés instalándote aquí en Austin, Kate. —George dio la espalda a medias a Ramos y miró de Kate a Dean—. ¿Cuánto tiempo hace que salen? —Esta es nuestra primera cita —dijo Kate. —Pero con un poco de suerte no la última —agregó Dean. Ella le sonrió. —Estoy segura de que nuestras madres pueden arreglar algo. Dean rió y la abrazó por los hombros. —Ahora tengo tu número. A George no le importaba una mierda si ese abogado de los suburbios acompañaba a Kate a ninguna parte. Sanders era el tipo de hombre con el que las mujeres se casaban: recto, honorable

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y aburrido. Ninguna amenaza para George en absoluto. Ramos era el hombre que podría embaucar a una mujer a tener un romance caliente, del tipo que la marcaba de por vida y la dejaba añorando el lado salvaje. Pero leyendo la fija mirada de ojos entrecerrados de Ramos, George diría que al mexicano no le gustaba la camaradería entre Sanders y Kate ni un poquito. Bien. George podía trabajar con eso. —Entonces, Dean, Kate, sus madres se conocen. Los dos tienen mucho en común. —Es asombroso que no nos hayamos conocido antes. —Dean no pareció notar cuando Kate escapó de su abrazo—. Yo sólo he vivido en Austin, pero ella tiene familia aquí. Mi hermana asistió a Vanderbilt también, y eran miembros de la misma hermandad. ¡Y somos miembros del mismo gimnasio! —Encantador. George se refería a la expresión desdeñosa en la cara de Ramos, no a la relación de Dean y Kate. Evelyn le tocó la manga, recordándole su deber. Así que él presentó a sus invitados a la temblorosa pila de piel floja y huesos temblorosos que era su compañera de vida. —Esta es mi esposa, Evelyn, mi amor y la razón por la que soy lo suficientemente dichoso como para poder hacer esta fiesta de aniversario. Volviéndose hacia Evelyn, vio la conmoción vidriosa en su rostro al ver a Kate, y le apretó la mano en advertencia... y fuerte. —Bien—bienvenidos —tartamudeó—. Señor… señor Ramos. Señor Sanders. —Llámeme Dean —dijo Sanders cordialmente. —Sí. Gracias, Dean. Lo haré. —Evelyn pasó su atención a Kate—. Usted... aquí. Bienvenida, señorita Montgomery. —Como si estuviera aturdida, levantó la mano y acarició la mejilla de Kate con la punta de sus dedos—. He estado mirándola en televisión. Es asombroso cuánto se parece a su madre. Como… —El codo de George hizo contacto con sus costillas. Ella se interrumpió con un jadeo, y las palabras salieron en un solo suspiro—. Gracias por venir a nuestra fiesta de aniversario. Faltaban cuatro meses para su aniversario, pero nadie sabía eso excepto George y Evelyn. Muchos regalos fastuosos habían hecho aparición, pese a la invitación de “Sin regalos, por favor”, y él no quería tener que explicar que su esposa era una alcohólica que no recordaba la fecha de su aniversario. Especialmente no con reporteros cerca. Echó un vistazo a Linda Nguyen de KTTV y Maxwell Estévez de KTRQ. Ellos tenían una tendencia a verificar cada pequeño error, y no era tan difícil descubrir la verdadera fecha de su boda. Aunque —George pasó su atención a Brad Hasselbeck— tenía un seguro allí. Brad Hasselbeck deseaba mucho tener la aprobación de George, y hacía lo que le decían cuando se lo decían. Ahora mismo, George estaba contento con Brad por moverse tan rápido para traer a Kate a la estación. A Brad le convenía esperar que George estuviera feliz. —¡Su veinticinco aniversario! —dijo Kate—. Qué maravilloso estar casados tanto tiempo. Felicitaciones, señora Oberlin.

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¿Tanto tiempo? George y Evelyn habían estado casados treinta y dos años, desde que él había comprendido que la familia de la fea muchacha de dieciocho años tenía tierras y riqueza en Hobart County y la había convencido de fugarse. Había dicho a Kate que eran veinticinco años porque pensó que eso lo hacía sonar más joven, pero para una muchacha de la edad de Kate, incluso eso era demasiado. No debería haber dicho… no importaba lo que debería haber dicho. Ella era joven. Él era más maduro. Las mujeres de su edad se casaban con hombres de la edad de él todo el tiempo. —Su aniversario de plata. ¡Eso es magnífico! —Dean sonrió ampliamente y se volvió hacia Kate—. Mis padres acaban de celebrar los treinta y cinco. —Increíble —murmuró Kate. Su mirada estaba puesta en ese mexicano Ramos, que tomó la mano temblorosa de Evelyn y le hizo una reverencia. —Veinticinco años es sin dudas una razón para celebrar. Felicitaciones, señora Oberlin. — Miró a George—. A usted también, senador. La personalidad de belleza sureña de Evelyn había recibido una paliza a través de los años, pero hizo una sonrisa gentil y señaló hacia las puertas que daban a la galería. —¿No querrían pasar y unirse a los demás invitados? Ah, Freddy —el mayordomo apareció—, por favor, busque un poco de champagne para la señorita Montgomery, el señor Sanders y el señor Ramos. Mientras Freddy escoltaba a Ramos, Sanders y Kate hacia la galería, Evelyn se hundió como si sus rodillas hubieran cedido. Era gracioso cuánto temía a su esposo. George nunca le había puesto una mano encima, pero en algún momento ella se había convertido lentamente en esta temblorosa bola de gelatina... gelatina generosamente mezclada con vodka. —Párate. —George la agarró del brazo—. Sonríe. Sabías que ella vendría. —No… no lo sabía. —Evelyn sonaba como si estuviera muriendo—. No me lo dijiste. Él había hecho que el mayordomo se encargara las invitaciones, y George no se lo había dicho a ella, pero no permitió que eso cambiara su respuesta. —Sí, lo hice. Debías estar borracha. Otra vez. —No me lo dijiste. —Ella alejó el brazo de un tirón, y debió haberle dolido porque él había estado pellizcándolo fuerte—. Hubiese recordado eso. No lo hiciste. Dándole la espalda, ella se alejó con paso vacilante. —Evelyn —la llamó él en su tono más frío y mortal. Ella se detuvo. No se volvió, pero se detuvo, una figura esbelta vestida en prístino terciopelo blanco—. Recuerda… nada de beber esta noche. —Se aseguró de que su voz llegara a ella y sólo a ella—. o haré que lo lamentes. Dándose vuelta, la mujer lo miró fijo, con sus ojos resplandeciendo de angustia. —Igualmente arderé en el infierno. Te lo advierto, George, no permitiré que te salgas con la tuya otra vez. George rió con genuina diversión: —Oh, querida mía, estoy temblando de miedo. Como si ella pudiera lastimarlo a él.

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Entonces se dio cuenta… Evelyn no había tenido tanto cuidado con su voz. Algunas personas la habían escuchado. Los miraban con atención. Entonces apartaron la mirada, y algunas de las almas más valientes o más ignorantes rieron disimuladamente. Kate estaba enfrascada en una conversación con Dean, y no pareció notarlo, pero Ramos giró la cabeza y escuchó, y en su quietud pareció estar sopesando cada palabra. George ardía de furia. Había trabajado demasiado duro para ser parte de esta sociedad como para ser deshonrado por su esposa alcohólica y psicótica. Hizo una sonrisa valiente, dolorida, dispuesto a sacrificar su imagen de hombre felizmente casado. Después de todo, no estaría casado con Evelyn mucho tiempo más. Ya había hablado de divorcio con su abogado y, más importante, con su director de campaña. Yendo hacia la gran sala, tomó un vaso de agua; quería que se notara su abstinencia. Sonrió, habló, se abrió camino entre sus invitados hacia Kate. Quería hablar con ella, meterse entre ella y Ramos para ver si estaba imaginando la atracción sexual entre ellos. No era así. Sabía lo que sentía, lo que veía. Pero tenía que asegurarse. No importaba si Kate tenía una cita que nunca se apartaba de su lado. Ramos la observaba como si ella fuera un diamante y él un ladrón, y esa comparación era más acertada de lo que a George le importaba examinar. Alcanzando a ver su oportunidad de conseguir información, George se movió inadvertidamente al lado de Brad Hasselbeck. —Una pareja interesante… Teague Ramos y tu nueva reportera. Brad dio un salto como si George hubiera descubierto su secreto más vergonzoso... y así era, por coincidencia. George tenía una tendencia a descubrir los secretos de la gente. Descubrió que eso los hacía dóciles y fácilmente influenciables, y en el caso de un jefe de policía, un legislador colega o el director de una estación de televisión, ese tipo de influencia valía su peso en oro. —¡Senador Oberlin! No lo escuché. —Brad ensayó una débil sonrisa—. Una fiesta encantadora. Montones de historias potenciales para las noticias aquí. —Adelante, como quieras. —George movió la mano de manera expansiva—. Tal vez podrías darme un poco de información sobre Kate Montgomery. Brad tragó audiblemente. —¿Señor? —¿Cómo llegó a conocer a Ramos? George sonreía, todo dientes y colmillos. —¿Kate? —Brad miró a su reportera—. Pensé que estaba saliendo con Dean Sayers. —Sanders. —George descartó a Sanders sin reparos—. Pero ella llegó con Ramos a la zaga, también. ¿Por qué? —Ella... oh, no es lo que piensa. —Brad rió entre dientes. George no se unió a él. Brad se puso serio inmediatamente—. Lo que estoy intentando decir es que… ella tiene un acosador. Ramos es su guardaespaldas. —Un acosador. —La mirada de George perforó la de Brad—. ¿A qué te refieres con “un acosador”?

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—¿Vio usted el, eh, corte en su mentón? Tiene moretones por todas partes. Le rajaron el neumático y algo más de vandalismo, y alguien en un auto intentó atropellarla. —El sudor goteaba en la frente de Brad—. Sí, señor, definitivamente es un acosador. George hizo retroceder a Brad hacia el rincón al lado de la chimenea que iba del suelo al techo. —¿Y no me lo informaste? ¿Después de los contactos que había tocado para que la contrataran? —Le conseguí el mejor guardaespaldas en la ciudad, señor, y les di una razón para estar juntos. Ella está haciendo un artículo sobre él. —Brad sonrió abiertamente, con expectativa—. Es una gran compensación. —No quiero una compensación, quiero que ella esté a salvo. —Ramos no pierde clientes, señor. —Seguro. Ramos no los perdía. George lo sabía. —Y yo tengo una responsabilidad con los accionistas de KTTV de ganar dinero. Brad también tenía razón en eso. No haría ningún bien a George que lo despidieran. —Muy bien. Mantenme al tanto. Quiero saber quién es esa basura. —¿El que está acosando a Kate? —Brad sonaba astuto, petulante, casi como si estuviera riéndose de George. Con leve intención, George lo miró fijo. Brad dejó de sonreír—. Sí, señor. El que está acosando a Kate. George atrapó a Ramos observando la escena con diversión, lástima... e interés. George no necesitaba que Ramos metiera la nariz en sus asuntos. Ramos tenía la reputación de ser muy curioso y meticuloso, y tal vez quería acostarse con Kate, pero eso no disminuía el interés de George en ella. Más bien lo opuesto. Esta era su oportunidad. Su última oportunidad. Las cosas iban a ser diferentes esta vez.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1100 Teague estaba parado contra la pared, observando la acción en la fiesta, y pensó que Oberlin debía ser el pez más gordo del estanque. El jefe de policía estaba allí. Igual que el sheriff del condado. Igual que los jueces de la Corte Suprema de Texas. Había senadores reunidos en rincones y hablando en susurros. Lo peor de todo, Dean Sanders se dirigía hacia él, con una copa de champagne en mano y una sonrisa cordial en los labios. Teague sofocó un gruñido. Muy bien. Así que Kate tenía miedo de la pasión entre ellos. Así que había traído un señuelo. Pero, ¿tenía que ser el abierto, simpático, confiado Dean Sanders, con su origen de la flor y nata de Texas, su puesto en un bufete de abogados de clase alta, y su trabajo de fin de semana proporcionando asistencia legal gratuita a mujeres inmigrantes que eran abusadas por sus esposos? Teague debería haberlo odiado, pero era imposible odiar a Dean. Teague podía verse encontrándose con él para tomar una cerveza en el bar deportivo y mirando un partido. Dean era uno de esos tipos poco comunes, genuinamente agradables. —Hey, Teague, te ves seco. ¿Quieres una bebida? Dean movió su copa de champagne. —No, gracias. No mientras estoy trabajando. —Oh. Claro. Claro. —Dean miró alrededor con culpa—. Lo olvidé. Estás trabajando. —Sí. Teague pasó los brazos tras su espalda, haciendo una buena imitación de guardaespaldas contratado. —Yo tampoco debería beber. Tengo que conducir a casa. —Dean puso su copa llena a la mitad sobre una bandeja que pasaba—. ¿Crees que Kate podría ir conmigo? ¿Llevar a Kate a su casa? Ni en sueños. —Preferiría que viajara conmigo. —La expresión en el rostro de Dean hizo que Teague agregara—: Pero te seguiremos a tu casa primero. Dean cuadró los hombros. —¿Realmente no te importa si Kate sale con alguien más? —Kate Montgomery es un trabajo. La mirada de Teague la buscó entre la multitud, y cuando no la encontró, se movió hasta que ella estuvo visible. Siempre había podido proteger al cliente y al mismo tiempo ocuparse de sí mismo y su vida social. Pero aquí, con ella, la única vida social que le interesaba era una con Kate. Ella se movía como una llama de seda roja y, si él no lo supiera, diría que no llevaba ropa interior bajo el vestido. Pero lo sabía. Maldita fuera. Esas lentejuelas en su oscuro cabello rizado atrapaban la luz y centelleaban con casi tanto brillo como sus ojos azules, y esos diamantes en sus orejas llevaban la atención a su largo cuello… y eso hacía que quisiera besarla justo debajo del mentón y seguir hacia abajo… Ella parecía estar ignorándolo.

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—Es realmente genial, pero no me está prestando mucha atención. —Dean agregó rápidamente—: No es que me esté quejando, pero generalmente una primera cita implica un poco más de tiempo cara a cara. Así que también estaba ignorando a Dean. Sin embargo, los celos clavaron sus uñas en las entrañas de Teague. Ella sonreía con tímido entusiasmo, hablaba con un interés genuino, brillaba con su belleza interior. Él quería todo ese entusiasmo, ese interés, esa belleza concentrados en él. —Está haciendo el trabajo preliminar que podría resultar en una historia. ¿Y por qué diablos Teague estaba consolando a la cita de Kate? —Claro que sí. Debería haberme dado cuenta de eso. —Dean tomó una copa de Perrier y dio un sorbo—. De cualquier modo, ¿qué sé yo sobre citas? Esta es la primera que he tenido en diez años, desde que conocí a mi esposa. Pero ahora la he olvidado. Estoy preparado para una mujer como Kate. Hablaba maravillas del control de Teague que hubiese logrado no matar a patadas a Dean, y eso sólo porque el hombre no estaba de ningún modo preparado para una mujer como Kate. Ella lo pasaría por encima, y Dean se sentiría privilegiado de ser parte del asfalto. —Hey, Ramos. —Brad Hasselbeck se acercó, aferrando un whisky con Coca y apestando a los cigarrillos fumados en la terraza. Manteniendo un ojo fijo en Dean, preguntó—: ¿Cómo va la historia? ¿Kate está acercándose a… —miró de reojo a Dean, y su voz bajó significativamente—, concluirla? —Su cita sabe sobre el acosador, Hasselbeck. —No se lo diré a nadie. Dean posó su mano sobre el corazón. —Muy bien, entonces. —Hasselbeck se encogió de hombros—. ¿Cuándo vas a concluir esta investigación, Ramos? —¿No deberías estar preguntando en realidad por la seguridad de Kate? Teague posó sus ojos fríos en el director de noticias. Hasselbeck explotó con exasperación. —Dios mío, ¿están todos obsesionados con la seguridad de Kate? Tengo un trabajo que hacer, y no es fácil explicar a mis jefes en Florida que la chica nueva que contraté está fuera de línea e inutilizable porque tiene puntos en el mentón. Teague lo agarró del brazo. Le dijo “discúlpanos” a Dean. Se movió hacia un rincón tranquilo y preguntó: —¿Quién más está interesado? La pregunta no era por curiosidad. Quería saber quién estaba preguntando por Kate, y por qué. —Todos saben que es la nueva reportera —dijo Hasselbeck—. Les gustan sus noticias. Quieren saber cómo fue herida. Lo único que he hecho toda la noche ha sido responder preguntas sobre Kate Montgomery. —Estoy intentando encontrar a su acosador para que ella pueda volver al trabajo, y no eres mucha ayuda. La mirada de Teague buscó a Kate, que hablaba con la socialité Winona Acevedo, quien estaba riendo animadamente y mirando... oh, diablos, las dos estaban mirándolo a él.

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Normalmente no le importaría que una vieja amante conociera a la mujer que estaba intentando meter en su cama, pero ahora mismo quería ir allí, agarrar a Kate de la muñeca y arrastrarla lejos. —¿Qué hay del artículo? —preguntó Hasselbeck. —Ha estado tomando notas y filmando los últimos tres días. Diría que tiene suficiente para diez artículos. Pero, ¿qué sé yo? —Eso es cierto. —Hasselbeck se animó—. Hay una cosa de la que no sabes nada, y eso son las noticias de televisión. —Muy cierto. No importaba que no la hubiese metido en la cama. No debería desearla ahora mismo, mientras era su cliente y el peligro la acechaba. Necesitaba terminar con este trabajo, alejarse de Kate antes de que ella pudiera enredarlo más en su red. —Diría que si no hemos hecho aparecer al acosador mañana, deberíamos dejarla mostrar la historia y ver si los ataques están relacionados con las emisiones. —Bien. —Hasselbeck sonreía abiertamente—. A menos que haya un desastre que requiera cobertura, te daré un bloque para el viernes. Terminemos con esto. —Sí. Teague miró a Kate al otro lado de la habitación. Ella pareció sentir su mirada, y se encontró con sus ojos. Sus pestañas cayeron. Le sonrió con semejante invitación implícita que Teague dio un paso antes de darse cuenta. Deteniéndose, repitió después de Hasselbeck: —Sí, terminemos con esto. Necesitaba concentrarse en el trabajo. Necesitaba recordar de dónde venía. Lo que había hecho. Las sombras grises del pasado comenzaron a envolverlo, y por primera vez en su vida las alentó... En su mente, la voz de su madre empezó a decir: Maldita sea, Teague, pequeño bastardo… Entonces Kate hizo algo. Teague nunca podría haberlo previsto. Ella deslizó la palma de su mano por la cadera, alisando la seda roja hasta que la delgada tela estaba tensa contra su piel. El calor lo inundó, incendiando todos sus recuerdos. —Hey, mira. —Hasselbeck movió su bebida hacia la puerta—. ¡El gobernador Grant! —¿Qué? Teague miraba a Kate, intentando recuperar la respiración. —Hombre, hay que reconocérselo a Oberlin —dijo Hasselbeck con entusiasmo—. Hace una fiesta y todos vienen. —Ahá. Teague no estaba prestando atención mientras el gobernador de Texas, su esposa y todo su séquito entraban por la puerta. Kate se veía… se veía como si... pero no. Eso era imposible. Ella nunca haría lo que él había pedido. Nunca se quitaría su tanga. Sin dudas nunca se lo diría en medio de una fiesta, cuando él no podía hacer nada al respecto. Esa sería una venganza demasiado cruel por su ultimátum.

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Ella levantó los párpados de ella agitados; lo miraba con la sensual invitación de una tentadora. Y movió los labios diciendo: “Nada de ropa interior”. Esa vez nada pudo mantenerlo alejado de ella. Con o sin cita, Teague no la dejó sola el resto de la larga y aburrida noche.

—Con Evelyn a su lado, George ha demostrado ser un senador ejemplar, guiando a Texas entre las difíciles aguas hacia nuestra actual prosperidad. —El gobernador Grant se encontraba sobre el estrado con George y Evelyn a su lado—. Pero no sólo la política se ha beneficiado de la unión de George y Evelyn. Evelyn ha convertido la educación de los ciudadanos más jóvenes y más pobres del estado en su objetivo, y con la ayuda de George para recaudar fondos, ella ha comenzado con el Programa Preescolar de Pequeños Texanos, beneficiando a niños desfavorecidos en todo el estado. George sonrió con su mejor sonrisa cordial y simuló que le importaba un carajo lo que tenía para decir ese pomposo charlatán de gobernador. No le importaba. Quería que todos se fueran a casa. Había planeado esta fiesta como una oportunidad para hablar con Kate, para llevarla a hacer un recorrido de su casa, para hacer alarde de su arte y su refinamiento. La noche que había planeado como un puntapié inicial triunfal a su campaña marital se había convertido en una pesadilla sofocante. —Aquí para entregar a los Oberlin una placa conmemorando sus logros está la presidenta de Pequeños Texanos, ¡Carol Murphy! El gobernador bajó para permitir que Carol subiera al escenario. —Senador Oberlin, debido a su convicción en nuestra solución a un serio problema en el estado y su buena disposición a utilizar sus conexiones para recaudar dinero así como contribuir generosamente usted mismo, y debido al práctico enfoque personal de la señora Oberlin a la educación de la primera infancia, nos gustaría entregarles... Carol finalmente terminó y presentó la placa. George y Evelyn posaron con ella para las fotos, y entonces George indicó a todos que hicieran silencio. —Me sentí orgulloso de ser el hombre que acompañó a Evelyn al baile de graduación veinticinco años atrás, y me siento más orgulloso ahora de conocer su compasión y solidaridad. ¡Brindemos todos por mi maravillosa esposa, Evelyn Oberlin! Levantó su copa y vio las lágrimas brillando en las pestañas de ella. Porque su mujer realmente creía en la educación para los niños pobres, y realmente estaba agradecida de que él hubiera ayudado a recaudar dinero para el programa. ¿Por qué no lo haría? Quedaba condenadamente bien frente al público. El gobernador Grant levantó su copa. —Por los Oberlin... ¡que disfruten de otros veinticinco años de dicha conyugal! Todos en la fiesta levantaron sus copas y bebieron, luego aplaudieron amablemente mientras el gobernador Grant bajaba del estrado y se abría paso entre la gente, estrechando manos y tomando ventaja política. Si George había necesitado pruebas de su propia importancia, aquí estaba: el gobernador más popular en una docena de años cortejando su favor. Esperaba que Kate lo notara.

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Pero, maldito Ramos. Tenía esa expresión en su rostro, la que un tipo tenía cuando estaba cegado por la lujuria. A George generalmente le gustaba ver esa expresión en otros hombres, porque los hombres podían ser manejados por sus vergas y chantajeados por sus romances. Pero no le gustaba ver a un mexicano mirando a su dulce Kate de ese modo. De hecho, su pequeña y dulce Kate parecía estar intentando alejarse de Ramos. Ella se apartaba, y Ramos la seguía como un perro rastrero. Ella circulaba entre los legisladores, mantenía una conversación con la senadora Martínez... pero aunque Ramos hablaba con las modelos que se congregaban a su lado, no coqueteaba, y nunca permitía que Kate se apartara de su vista. Nunca. Era suficiente para hacer que George perdiera los estribos… y eso había sucedido sólo una vez antes. Sólo una vez. —Senador. —El gobernador Grant estrechó su mano—. Felicitaciones. Mi esposa y yo nos marchamos a otra reunión social. Gracias por su hospitalidad. George aceptó otras felicitaciones por su largo matrimonio. Sonreía tanto que cuando hubiese terminado con esta noche, sería candidato al Oscar, y mientras tanto estaba odiando a Teague Ramos y codiciando a Kate Montgomery. —Discúlpeme, señor. —El tono sereno e inglés del mayordomo se inmiscuyó en la obsesión de George—. Jason Urbano está aquí. Lo acompañé a su oficina. —¿Urbano? —George fue hacia el recibidor para tener privacidad—. ¿Aquí, ahora? —Dice que quiere negociar. Freddy era imperturbable. —Urbano… —George reflexionó sobre el hombre que había tomado tanto cuidado de chantajear y usar—. Dile que lo veré. —Sí, señor. Freddy hizo una reverencia y se retiró. Hacía ya más de un año que George tenía a Freddy. El hombre había afirmado en su solicitud que tenía setenta años, aunque George pensaba que parecía tener más de ochenta. A George no le importaba. Freddy venía con referencias impecables; tenía acento inglés, la cabeza calva, ideas del siglo diecinueve sobre el modo de adecuado de manejar una casa, y la autoridad para hacer cumplir sus requisitos. Además, proporcionaba a George semejante fachada de decoro que todo Austin lo envidiaba, y George consideraba que el salario exorbitante que pagaba al hombre era un cambio justo por el estatus que Freddy proveía. George pidió otra ronda de champagne —el champagne tenía un modo de hacer que los invitados ignoraran la desaparición del anfitrión— y se dirigió a su estudio. Entrando en la sala, cerró la puerta tras de sí. —Urbano, qué bueno verte. Gracias por responder a mi invitación. —Urbano levantó la cabeza. George rió en voz alta ante su expresión violenta. Poniéndose serio, dijo con severidad—: Asumo que apareciste en mi fiesta con noticias importantes, o no estarías aquí. Urbano era grande, de hombros anchos, de aproximadamente cuarenta y cinco años, y un antiguo jugador de hockey. Sus fosas nasales estaban ensanchadas. Sus cejas bajas. Era como sostener un pitbull escurridizo por la cadena, y observarlo ahorcándose con el collar de hierro alrededor de su cuello. La sensación de poder que George obtenía sosteniendo esa cadena no podía ser duplicada.

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—¿Y bien? —insistió. —Sí. Tengo novedades. La hija mayor de Zack Givens acaba de cumplir ocho años, y está teniendo una especie de… —los dedos de Urbano hicieron comillas en el aire—, crisis de identidad. Así que hablé con Hope. —La querida y pequeña Hope. La hija Prescott mayor, la que había sido una espina en el trasero de George desde el día que se había casado con Zack Givens. Había tenido dieciséis años cuando sus padres fueron asesinados. Había visto a su hermana Pepper de ocho años siendo enviada a un hogar de acogida. Había visto a su hermano adoptivo Gabriel devuelto a la custodia del estado de Texas. Y había llorado cuando su hermanita bebé Caitlin le había sido arrebatada. George debería haber adivinado que Hope sería un problema, pero había pensado — ingenuamente, ahora lo sabía— que enviarla a la otra punta del país, a Boston, donde todo era desconocido, donde no tenía dinero, ni familia, ni diploma de la secundaria, la neutralizaría. Nada detenía a esa perra. Había superado cada obstáculo para casarse con un Givens, y no cualquier Givens. Zack Givens, el hijo y nieto de los empresarios industriales de Nueva Inglaterra. Había hecho una movida inteligente, entregando su virtud de hija de pastor a un hombre que podría ayudarla a encontrar a sus hermanos. George no sabía qué magia ocultaba entre sus piernas, pero había tenido a Givens tan subyugado que él había buscado a su familia con tanto ahínco como si hubiese sido la propia. Ella había encontrado a Gabriel enseguida, pero no había tenido suerte con las otras dos. Claro que no. Pepper había sido rebelde y salvaje, y para colmo fea. George la había enviado a Seattle, al extremo opuesto del país, y con el tiempo ella había desaparecido de la faz de la tierra. George esperaba que estuviera muerta. Hope lo tendría merecido. Hope había intentado rastrear a sus hermanas mediante los documentos en el juzgado, pero un incendio los había destruido convenientemente. Ella había intentado enviar investigadores a Hobart a hablar con la gente que recordaba a los Prescott. Pero George tenía el pueblo controlado, y nadie se atrevía a contrariarlo. Nadie hablaría. La mayoría de ellos ni siquiera sabía qué había sucedido realmente. En realidad, ninguno de ellos lo sabía con certeza, ni siquiera Evelyn. Pero Hope sabía demasiado. Si hacía públicas sus sospechas... bueno, ninguna cantidad de influencia y soborno podría encubrir todas las acciones de él. Había estado intentando deducir qué podría hacer para distraer la atención de ellos cuando cometieron un error. Enviaron a Jason Urbano a hacer alguna investigación clandestina sobre él. George tenía tantos contactos que se había enterado del fisgoneo de Urbano casi de inmediato, y había contratado a un investigador para indagar en el pasado de Urbano. George todavía tenía el expediente de Urbano bajo llave como uno de los documentos más preciosos del mundo, igual en valor a las copias originales de la Biblia Guttenberg y la Constitución de los Estados Unidos. Resultó que Urbano había sido el asesor legal para las Industrias Givens desde que se había graduado de la facultad de derecho. Era un buen amigo de Zack Givens, y Givens tenía algo con la lealtad. Si descubría que Urbano había estado sacando dinero de las compañías durante casi el mismo tiempo que había estado trabajando allí, Givens lo haría ahorcar de su corto cuello. Sumado a eso, Urbano había disfrutado de una cantidad de indiscreciones, y su esposa no sólo

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tenía un enorme prenupcial sino también un temperamento explosivo. Por supuesto, no descargaba su rabia en público, pero cuando un hombre tenía suficiente dinero, influencia, y el investigador correcto trabajando para él, podía obtener toda la información que necesitaba. Lo que estaba bien, porque George había sufrido por la conexión en Boston demasiado tiempo. George fijó una fría mirada en Urbano. —Entonces, dime qué dijo Hope sobre la crisis de identidad de su hija. —Dijo que llevarán a Lana a Europa… —¿Lana? —George se tambaleó—. ¿El nombre de la niña es Lana? —Sí. ¿Por qué? George se sirvió un trago puro de whisky, y lo bajó de un solo trago. El nombre de la madre de Hope había sido Lana. —Entonces, ¿la llevarán a Europa? —Hope insistió en que Zack también fuera. —La voz de Urbano cayó a un tono bajo, como si temiera que alguien pudiera escuchar—. Zack dejará la compañía en mis manos. —Entonces esto es todo. Lentamente, George se volvió hacia Urbano. —Sí, esto es todo. —Urbano tragó con fuerza y tiró de su corbata—. Con insinuaciones colocadas en los oídos correctos y un poco de malabares acertados de los libros, puedo derribar el imperio Givens. —Cuando yo lo diga —le recordó George fríamente—. No hagas nada hasta que yo lo diga.

El reloj dio la medianoche. El ruido en la fiesta llegó a un alto de embriaguez y permaneció allí. Los invitados bailaban y reían. Después de una inspección final, Teague decidió que ninguna de estas personas era el acosador de Kate. A medida que bebían, todos se interesaban menos en ella y más en sí mismos. Eran, después de todo, políticos. A su lado, Kate le tomó el brazo y se quitó un zapato, luego el otro. Se paró sobre el frío mármol a su lado, con los pies descalzos. —Qué lindo —suspiró. Su aroma subía en espirales sutiles desde su cabello. Él se acercó y aspiró, e imaginó ese olor mezclándose con el suyo mientras hacían el amor. La tibieza de la mano de ella filtró la manga de su abrigo, y él visualizó el calor de Kate contra el suyo, sus ojos cerrados con dicha mientras él se deslizaba dentro de su cuerpo acogedor. Se acercó a la oreja de Kate y habló, y pese a la cacofonía alrededor de ellos, supo que ella escuchaba cada palabra. —Salgamos de aquí. Vamos a algún sitio donde podamos estar solos. Y, como había imaginado, ella lo siguió sin protestar.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1111 Jason Urbano se movía por su habitación del hotel, desembarazándose de su abrigo, desajustando su corbata. Se frotó los ojos como si estuviera exhausto por su enfrentamiento con Oberlin. Con una maldición, sacó su celular del bolsillo y marcó el número de su esposa. —Hola, cariño —canturreó, su ceño era un opuesto exacto a su tono—. ¿Cómo están los niños? —Puso los ojos en blanco mientras simulaba escuchar. Entonces dijo—: Sí, todo salió bien, debería estar pronto en casa. Sí, cariño, de veras. No pasa nada. ¡Todo está muy bien! Si debía decirlo, hacía una excelente actuación como el marido mentiroso para la cámara oculta detrás del espejo. La cámara sobre la que teóricamente no sabía nada. Oberlin tenía mucho poder, y nadie podía detenerlo cuando quería colocar una cámara de vigilancia en una habitación de hotel. Por otro lado, nada podía detener a Zack Givens cuando decidía sabotear los esfuerzos de Oberlin. Alejándose de la lente, Jason siguió hablando, el tipo de tonterías tranquilizadoras que un hombre infiel daría a su estúpida mujercita. Afortunadamente para Jason, no estaba hablando realmente con ella. La línea estaba cerrada; abrió su laptop, accedió a la conexión inalámbrica, y esperó hasta ver el rostro de Gabriel en el monitor. Gabriel estaba en la habitación de al lado metiéndose en el sistema de Oberlin con la pericia de un hombre que había aprendido su negocio con la venganza en mente; Gabriel era el hijo adoptivo de los Prescott. Gabriel metió una cinta que daba audio y video pregrabados a la cámara detrás del espejo, y luego levantó los pulgares silenciosamente a Jason. La imagen que Oberlin veía ahora era de Jason, paseándose por la habitación, con el teléfono celular contra su oreja. El sonido que oía era Jason hablando con su esposa. En la realidad, Jason abrió el programa que le daba una conexión de video en vivo con el estudio de Zack en la mansión Givens en Cambridge, Massachusetts. El rostro de Zack apareció primero. La esposa de Jason decía que Zack era demasiado apuesto para su propio bien, y Dios sabía que Jason estaba de acuerdo. Con cabello negro ahora con hebras de plata y penetrantes ojos oscuros, Zack provocaba temblores de miedo en la columna de cada empleado en las Industrias Givens... excepto algunos de ellos que habían descubierto que él había desarrollado una veta simpática después de dieciséis años de matrimonio con Hope. —¿Cómo fue? —preguntó lacónicamente. —Se lo creyó —dijo Jason. La cara de Hope apareció a la vista junto a la de Zack. Hacía poco que había agregado reflejos rubios a su cabello marrón, y un nuevo corte hasta el mentón acentuaba sus pómulos y casi hacía que un hombre olvidara la inteligencia en sus hermosos ojos azules. Zack odiaba el corte. Hope le dijo que se acostumbrara a él; respetaba su opinión, pero no sobre peinados femeninos. Hacía dieciséis años que Jason la conocía, y todavía sonreía cada vez que veía a Zack y Hope juntos: el ejecutivo conservador, autosuficiente, y la artista liberal, tenaz. —¿Cómo puede ser tan estúpido como para creer que traicionarías a Zack después de todos estos años? —preguntó Hope incrédula.

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—Porque hemos tenido mucho cuidado de crear un rastro falso de traiciones previas para Jason, tanto personales como profesionales —le recordó Zack. —Y porque ese es el tipo de hombre que es George Oberlin, así que, por supuesto que es el tipo de hombre que espera encontrar donde quiera que mira. La voz de Pepper Graham, la hermana menor de Hope, resonó a través de la conexión, y se movió para ponerse al alcance de la cámara. Su largo cabello negro caía en ondas alrededor de su rostro, y su sonrisa llegaba a sus ojos verdes. Era mucho más curtida que Hope, mucho más dispuesta a reconocer y aceptar el lado oscuro de la naturaleza humana. No era sorprendente, ya que desde los ocho años había sido separada de sus hermanos y enviada a vivir en hogares de acogida. Aunque nunca hablaba sobre esa época, Jason tenía la sensación de que algunos hogares habían sido crueles, y la existencia de Pepper había sido solitaria. Para el momento en que Hope la había encontrado, Pepper, de veintitrés años, había visto demasiado del lado nefasto de la vida. Ahora, ocho años más tarde, vivía en un rancho en Idaho con su esposo, Dan Graham, sus tres hijos, mil cabezas de ganado y un muy exitoso negocio de jardinería de catálogo por correo. Jason, criado en la ciudad, consideraba eso como su idea del infierno, pero Pepper se veía feliz. Muy feliz. Cuando la familia había estado reunida ideando modos de retorcer el trasero de Oberlin hasta convertirlo en un pretzel, había sido Pepper quien había propuesto el plan que estaban realizando. Jason admiraba mucho a Pepper. —A tu juicio, ¿se da cuenta Oberlin de que si logra derribar Industrias Givens, será un colapso tan perjudicial para el país y los inversionistas como la debacle Enron? Jason sabía que Zack quería ser muy, muy claro en este asunto, porque para él la idea de que alguien pudiera traicionar a su país y su gente era un anatema. —Si fuera tú, chequearía para ver si él ha comprado acciones de la competición —le aconsejó Jason. —Ya sabes la respuesta, Zack —dijo Pepper—. Oberlin es un ladrón… y peor. Todos compartieron un momento de silencio. Estaban tan cerca de su meta de deshacer el agravio que se había cometido tanto tiempo atrás. Veintitrés años atrás, Bennett Prescott había sido el pastor de una iglesia en Hobart, Texas. Él y su esposa, Lana, habían desaparecido y fueron encontrados muertos, su auto destrozado, aparentemente de camino a México, abandonando supuestamente a sus hijos. En días, el consejo de la iglesia descubrió que el tesoro había desaparecido con ellos. Los Prescott fueron declarados criminales, y sus niños, tres hijas y un hijo adoptivo, desaparecieron de Hobart. A través de los años, Hope, Pepper y Gabriel habían sufrido, pero finalmente se habían reunido. Sin embargo, su hermana bebé, Caitlin, había desaparecido. Nadie sabía dónde. Pese a los mejores esfuerzos de los hermanos Prescott reunidos, no habían descubierto ningún rastro de ella. Todo se había reducido a un hombre. George Oberlin había estado en el consejo de la iglesia cuando Bennett y Lana Prescott habían desaparecido. No mucho tiempo después, George Oberlin había empezado su carrera para el Senado del estado de Texas con un formidable fondo de

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campaña, y aunque tenía donantes documentados, una breve investigación Givens probó que había mentido sobre sus apoyos económicos. De hecho, su suegro, un malhumorado ranchero con fuego en los ojos, no había dejado de maldecir ante la mención del nombre de Oberlin. Pero, de acuerdo con los documentos de la campaña, había proporcionado a Oberlin la mitad de los fondos para su campaña. Griswald, el mayordomo de la familia Givens, Gabriel y Jason habían demostrado que George Oberlin había robado el tesoro de la iglesia y había sido el promotor para separar a los niños. Sospechaban que él había hecho incendiar el juzgado para destruir sus registros. Y tenía un modo de imponer el silencio a todo el mundo en Hobart. El foco para Zack y Hope, para Dan y Pepper, y para Gabriel, era encontrar a la última niña, Caitlin. Pero la búsqueda siempre terminaba en George Oberlin, y George Oberlin no quería cooperar, porque hacerlo sería admitir su culpabilidad. Así que, con la ayuda de Jason, el asesor legal principal de Industrias Givens, habían montado una conspiración brillante en su simplicidad. Habían engañado a Oberlin para que pensara que podía chantajear a Jason, conseguir que cumpliera con sus órdenes, y terminar con Industrias Givens. Oberlin estaba motivado para hacerlo. Tenía que ocultar su maldad de algún modo. Si no lo hacía, nunca podría presentarse como candidato al Senado de Estados Unidos. Como cualquier hombre que permitía que su codicia y maldad gobernaran su vida, Oberlin no podía ver más allá de lo evidente. No se daba cuenta de que no sólo él podía manipular, sino que podía ser manipulado, chantajeado y destruido. Cuando lo tuvieran atrapado, le ofrecerían un trato: que les diera el paradero de Caitlin, o enfrentara un escándalo lo suficientemente grande como para destruir su oportunidad de ganar un cargo nacional. —Deseo tanto que pudiéramos enviarlo a prisión —masculló Hope. Jason rió con amargura. —El hombre es un pulpo. Tiene tentáculos en todas partes. Hay muchísima gente a la que le gustaría verlo derribado, pero no tienen las agallas para enfrentar las consecuencias de ayudarnos. —No pudimos encontrar un juez en Texas que lo condenara —dijo Zack. —Pero, querida, si podemos descubrir que Caitlin está viva y es feliz, eso nos dejaría tranquilas. Pepper frotó la espalda de Hope. Jason vio el brillo de entrega iluminando el rostro de Hope. —Y si pudiéramos reunirnos con ella… Hope tragó con fuerza. Esta familia había esperado tanto tiempo para estar entera. Demasiado tiempo. Jason casi no podía soportar ver la agonía de su incertidumbre. Mientras las mujeres luchaban con sus emociones, el rostro de Gabriel apareció en sus pantallas. —Dos minutos —advirtió. —Tenemos que terminar —dijo Zack. —¡Desearía poder estar ahí! —explotó Pepper—. Odio quedarme aquí en Boston mientras ustedes hacen todo el trabajo. Hope tragó sus lágrimas. —Si hiciéramos eso y Oberlin nos viera, nos reconociera...

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—Lo sé —dijo Pepper amargamente—. Arruinaría todos nuestros planes. —Iremos volando cuando estemos preparados para cerrar la trampa —prometió Zack—. No falta mucho tiempo más. —Un minuto —advirtió Gabriel. —Una última pregunta… ¿cómo se encuentra Griswald? —preguntó Hope. —¿Freddy? —Jason sacudió la cabeza con tristeza—. ¿Freddy Griswald? ¿El pobre y viejo Freddy? —Le dije a Zack que este proyecto era demasiada presión para él. —Hope se puso rígida—. ¡El hombre tiene casi noventa años! Zack, quien evidentemente reconocía la expresión en el rostro de Jason de sus años en la universidad, preguntó pacientemente: —¿Qué pasa? —Me dijo que ahora se da cuenta de que desperdició su vida siendo mayordomo —dijo Jason. —¿En serio? —Zack levantó sus cejas—. ¿Y por qué es eso? —Dice que debería haber sido espía. —Jason sonrió—. Dice que él hubiese ahorrado muchísimos problemas a Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial. Zack y Pepper estallaron en carcajadas. La expresión de Hope pasó por varios estados antes de asentarse en la indignación. —Muy bien —dijo de mala gana—. Así que se está divirtiendo como nunca. ¿Pueden culparme por preocuparme por un anciano? —No esperamos nada menos, querida. Zack la abrazó por los hombros y, después de un momento de rigidez, ella apoyó la cabeza en su pecho. Antes de que Jason pudiera hacer ruiditos de besos —infantil, lo sabía, pero tan necesario cuando dos hombres se conocían desde hacía tanto tiempo—, el video murió. Gabriel había cortado la transmisión con Boston. Mientras Jason se preparaba para acostarse bajo los ojos vigilantes de los esbirros del senador George Oberlin, logró verse preocupado, pero cuando apagó la luz, nada pudo contener su sonrisa. Griswald tenía razón. Este tipo de justicia vigilante era divertido, especialmente si tenían éxito reuniendo finalmente a la familia Prescott. Y Jason abrigaba un sueño secreto, porque aunque todos sabían la verdad, nadie hablaba sobre eso. Sin embargo, el hecho inalterable era que alguien había asesinado a Bennett y Lana Prescott, y esa persona tenía que ser llevada a la justicia. George Oberlin tenía que ser llevado a la justicia.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1122 Qué beso condenadamente torpe. Eran las dos de la mañana. Teague estaba estacionado frente a la casa de Dean con los faros fijos sobre Dean y Kate mientras el hombre intentaba obtener más que un besito en la mejilla de su cita. Teague no estaba de humor para ver a Dean Sanders poniendo sus manos sobre Kate y descubrir por sí mismo lo que ella ocultaba bajo su falda. Dios. Nada. No tenía nada allí abajo. Teague puso la mano en la puerta, preparado para bajar de un salto y librarla del abrazo de Dean. Pero la propia Kate se alejó, señaló a Teague y sacudió la cabeza. —Buena chica —susurró Teague. Vio cómo ella caminaba cautelosamente hacia el auto. Le abrió la puerta y la observó subir—. ¿Arreglaste otra cita? —le preguntó con rudeza. —Vamos a casa. Ella deslizó las manos por sus muslos, como si estuviera alisando las arrugas de la frágil seda de su vestido. Pero Teague no podía apartar la mirada. —¿Sabes? Para ser una muchacha tan remilgada, eres buena para atormentar. —Puso el cambio en primera, se alejó rugiendo del cordón de la vereda. Las calles oscuras pasaban volando—. ¿Arreglaste otra cita? —No. Baja la velocidad. No queremos que nos detenga la policía. —Los conozco a todos. Pero desaceleró y fue tranquilamente al loft de Kate. Porque no quería que los detuviera la policía. No quería tomarse el tiempo para demostrar que estaba sobrio. No quería mostrar su identificación y explicar qué estaba haciendo con ella. Sólo quería llegar a la casa de Kate, a la cama de Kate, y saciarse con su cuerpo. Metió el auto en el espacio marcado para estacionar de ella. Miró las aceras bien iluminadas, las pequeñas parcelas de hierba, la precaria maceta junto a la puerta. Su mirada se demoró en el contenedor, el único lugar donde alguien podría esconderse. Pero nada se movió. Por el momento, estaban a salvo. Pero, aunque la seguridad de Kate seguía siendo de suma importancia para él, su propia seguridad no significaba nada. No le importaba la ética profesional. Más allá de toda sensatez, tenía que tenerla. La tenue luz pintaba a Kate en sombras, como un cuadro clásico creado al atardecer. Sus grandes ojos lo miraban, pero no pudo discernir su expresión. ¿Temor? ¿Excitación? ¿Triunfo? No lo sabía. No podía adivinarlo. Sólo sabía que ella había estado provocándolo toda la noche con el movimiento de su cuerpo elegante, limpio, su risa cómplice, el intenso aroma de su perfume de lavanda. Ella personificaba cada sueño que él nunca se había permitido tener... y había aceptado sus términos. Se había ofrecido a él. Teague había estado refrenándose por horas. Ahora, con un profundo gemido, se estiró sobre su asiento hacia el de ella. La atrajo a sus brazos. La consola con el freno de emergencia

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estaba entre ellos; no le importó. No le importaba la incomodidad de sus posturas. Tenía que tocarla. Le tomó el cuello con las manos. El corazón de ella latía rápidamente contra sus dedos, la respiración salía apresuradamente de sus labios. La besó y ella le devolvió el beso, dándole todo, sin guardarse nada. Kate era flexible, apoyándose contra él, con las manos enredadas en su cabello, sus propios dedos palpitando con algún ritmo íntimo que él reconoció como semejante al suyo. La lengua de ella pulsaba dentro de su boca; era agresiva y entregada al mismo tiempo. El beso lento y húmedo probó los límites de la resistencia de Teague. La había observado toda la noche. Cuando había descubierto que estaba desnuda bajo su vestido, cada paso que ella daba se convertía en una tortura para él. Se había imaginado tocando la seda del vestido y la seda más fascinante de sus hombros desnudos, se había imaginado deslizando una tira fina hacia abajo y liberando un seno prieto. Ahora, con los ojos cerrados a medias, pasó la palma de su mano por la espalda de ella. Sus dedos resbalaron por los omóplatos. Se movió por cada vértebra, adorando los músculos fuertes y tendones de su espalda. Con cada toque, una angustia de expectativa se disparaba dentro suyo. Y dentro de ella, porque se apartó. Su voz era jadeante, ronca, peligrosa. —¿Vamos a tener sexo aquí? Porque si es así, yo voy arriba. Esa palanca de cambios sería la muerte. Kate estaba riendo, pero también hablaba en serio. —¿Quieres tener sexo en el auto? A él se le hizo agua la boca al imaginar la retribución inmediata después de las horas de tortura. —No lo sé... no sé si pueda esperar más. La admisión de ella le permitió respirar hondo. Lo deseaba tanto como él. Kate estaba tan desesperada como él, y eso... eso le dio el poder para liberarse del hechizo que lo dominaba. —Vamos —le dijo bruscamente—. Tenemos que entrar. Quiero hacerte el amor toda la noche. No puedo hacer eso aquí. Y no era seguro. Su acosador todavía estaba suelto. Desde que Teague había tomado el trabajo, no había habido ningún contacto en absoluto. Eso lo hacía estar extremadamente en alerta. Antes de acostarse con Kate, necesitaba estar protegido de algún modo por cerraduras y alarmas. Porque una vez que se deslizara en las profundidades del cuerpo de ella, estaría ciego y sordo a toda amenaza. Toda su vida, la inconsciencia lo había atraído. Había desafiado a la muerte, la había provocado, sin importarle si la oscuridad se lo llevaba o no. Pero ahora... quería vivir con una fiereza que le quemaba el alma. Tenía que tener esta oportunidad con Kate. Tenía que saborearla una vez antes de morir. Y entonces, si tenía suerte, volvería a saborearla. Inspeccionó una vez más el estacionamiento. Nada había cambiado. Nada se había movido. —Vamos —dijo otra vez, y comenzó a abrir la puerta. Ella lo agarró de las solapas, lo hizo volver de un tirón y lo besó. Dios mío, ¡cómo lo besaba! Su lengua le separó los labios, tomó su boca con una tormenta eléctrica de relámpagos brillantes,

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recalentados. Durante algunos segundos demasiado largos, lo único que existió en el mundo fue Kate Montgomery, y el modo en que ella lo marcaba con necesidad y lujuria. Apartándose, él saltó fuera del auto. El peso del deseo sexual era tan grande que casi se tambaleó mientras iba rápidamente al lado de ella para ayudarla a salir. Ella le permitió ayudarla, bajando las piernas del auto y poniéndose de pie en un solo ejercicio grácil. Caminó hacia su edificio sin mirar atrás, pareciendo majestuosa y serena. Sin embargo, Teague sabía que el poder de la excitación la llevaba adelante. Mientras la observaba, la realidad lo golpeó: iba a aplastarla contra el colchón y tomarla, y cuando hubieran terminado... toda su vida sería diferente. No quería ese cambio, sabía que resultaría en angustia para él, pero maldición, no podía resistirse a ella. Corrió para alcanzarla, conduciéndola con la mano en medio de la espalda. Ella se apoyó contra él, rindiéndose tan completamente como Teague se rendía ante ella. Su respiración, su calidez, su belleza lo abrumaron. Sin embargo... sus instintos nunca podían ser apagados por completo. Mientras pasaban junto al contenedor, se puso alerta. Un borrón de movimiento atrajo su mirada a la derecha. Una hoja destelló bajo la luz tenue. Alguien corrió hacia ellos. Hacia Kate. Aquí estaba. Su acosador. La frustración sexual se convirtió en rabia. Teague empujó a Kate fuera del camino. Se dio vuelta y se encontró con el atacante de ella, arrancándole el cuchillo, derribando el cuerpo que se aproximaba con toda la delicadeza de un linebacker. Enseguida cayó en la cuenta de los huesos finos y delgados de una mujer. No pudo detener su impulso, pero no le retorció y quebró la muñeca, como había pretendido. Sólo la sostuvo mientras rebotaban sobre la hierba. Ella gritó, un sonido agudo y fuerte de terror que fue interrumpido cuando el peso de él la aplastó momentáneamente. Ella olía a perfume de primera, terciopelo y vodka. Teague la dio vuelta sobre su estómago, con los brazos detrás de la espalda. —¿Quién es? —exigió saber Kate detrás de él. Y entonces—: ¡Señora Oberlin! Sí, por supuesto. Él sostenía a una patética y llorosa Evelyn Oberlin. La esposa del senador empezó a llorar violentamente, las lágrimas le caían como si se hubiera roto un dique. —Lo s—s—siento. —Sus dientes castañeteaban. Se estremecía con grandes convulsiones—. Lo s—siento tanto. —Yo también señora. Severamente, Teague le pasó la mano por el cuerpo, buscando más armas. No tenía ninguna. No encontró más que una fina bolsa de seda colgada con una cuerda alrededor de su cuello. Quitándosela, se la pasó a Kate. —¿Qué hay ahí? Kate miró dentro. —Pastillas. Un montón de pastillas. —Sí. Esta mujer era tan delgada que estaba al borde de la inanición. Se sacudía como si tuviera delirium tremens, y él apostaba a que si revisaba su registro médico, habría estado en un centro de desintoxicación más de una vez.

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—N—no quería l—lastimarte. —Con la mano libre, la señora Oberlin arañó a Kate—. Sólo... sólo no quería que él te matara otra vez. Teague intercambió una mirada significativa con Kate. Esta mujer era una drogadicta alcohólica, y encima chiflada. —¿Entonces intentó atropellarla con su auto? —exigió saber. —¡Algunos m—moretones son mejores que morir! La señora Oberlin logró hacer que eso sonara sensato. —Buen Dios —dijo Kate a Teague sin entender—. No pensé que realmente ella hubiera hecho eso. —¿Viste el cuchillo? —preguntó Teague—. No era un ramo de flores lo que tenía en la mano. —No comprende. Las lágrimas de la señora Oberlin se secaron. Su voz subió a un chillido. Se esforzó por ponerse de pie. Teague no le soltó la muñeca. —¿Qué es lo que Teague no entiende? —Sin preocuparse por su vestido caro y sexy, Kate se arrodilló al lado de la señora Oberlin—. Dígamelo. —Kate, no es momento para una maldita entrevista. Teague estaba tan furioso que apenas podía hablar. Quería aplastar a la señora Oberlin en la tierra por haber amenazado a Kate. Si no hubiese sido mujer, si no hubiese estado dañada, lo hubiera hecho. Tal como estaban las cosas, apenas podía contener su rabia. —Llama a los policías. —En un minuto. —Kate permaneció sobre la hierba, su voz tan amable que la señora Oberlin dejó de luchar y apretó la cabeza contra el césped—. ¿Qué es lo que Teague no entiende? —Él iba a matarte otra vez. Lo hizo antes. —La señora Oberlin pronunciaba cada palabra con dolorosa claridad—. Yo quería ahuyentarte, eso es todo, porque de otro modo él volvería a matarte. —¡Maldita sea, Kate! Teague buscó su celular dentro de su chaqueta. —No eres la única, ¿sabes? La señora Oberlin mantenía su mirada fija en Kate. La compasiva Kate, que escuchaba como si pudiera encontrar sentido a ese palabrerío. Teague marcó el 911 y ordenó a la operadora que enviara un patrullero ya. —La señora Blackthorn fue la primera en darse cuenta. Incluso antes que yo. Ella pensaba… —La señora Oberlin jadeaba como si estuviera hiperventilando. Entonces se calmó—. La vieja pensaba que era invencible, así que cuando llegué a casa, ella estaba en el... en el... en el... —Respire hondo. —Kate acarició el cabello de la señora Oberlin y esperó mientras hacía lo que le decía. Entonces insistió—: ¿Dónde estaba la señora Blackthorn? —Al pie de las escaleras. Su delgado cuello estaba roto. Dijeron... el sheriff dijo... dijo que ella olía a whisky, que era una borrachina secreta. Pero no lo era. Entonces, cuando dije eso, el sheriff dijo… —la señora Oberlin se detuvo, gimió como si estuviera recordando un enorme dolor—, dijo que tal vez yo la había empujado. ¡Pero no lo hice! ¡No estaba en casa! —Le creo —dijo Kate dulcemente.

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Teague no podía decidir si la señora Oberlin sabía algo o si tenía una imaginación maravillosa. Entonces decidió que no le importaba. Esta maldita loca Evelyn Oberlin había interrumpido su noche con Kate. —Entonces él dijo que no estaba allí cuando ella había muerto. —La señora Oberlin miró alrededor, como si temiera que alguien la atrapara, y susurró—: Pero sí estaba. —¿El senador Oberlin? —preguntó Kate. La señora Oberlin gritó tan de repente que Kate se apartó de un salto. —¡Por supuesto que el senador Oberlin! Teague la apretó más fuerte. La señora Oberlin luchó brevemente, y entonces se calmó. Como si nunca hubiese explotado de agitación, la señora Oberlin dijo: —Entonces… entonces... entonces comencé a tener miedo... y supe que era mi culpa. —¿Qué era su culpa? Kate hizo señas a Teague para que levantara a la mujer mayor. Él se negó con una enfática sacudida de la cabeza. Había visto casos como este antes. La gente se volvía tan loca y nerviosa por las drogas que podían salir de la fragilidad y atacar, arrancar y mutilar. Esta vieja dama admitía haber acosado a Kate… por su bien, claro. Ahora estaba culpando a su esposo —que Teague sabía que era un idiota pomposo, pero sin un olorcillo a escándalo unido a su nombre— por sus problemas, y parloteando sobre cómo ella había impedido que matara a Kate otra vez. —Que él te matara. Debería haberlo sabido. —La señora Oberlin cerró sus ojos como si estuviera atormentada—. Debería habérselos dicho, pero lo amo. —Empezó a lloriquear otra vez, y sus palabras eran tan arrastradas que Teague tuvo que esforzarse para entenderla—. Lo amo tanto. Así que intento no pensar en eso, pero los fantasmas siempre están ahí, mirándome, su piel toda cortada y sus ojos... sus ojos... sus ojos vacíos... Lana, lo siento. Por favor… lo siento tanto. La señora Oberlin miraba el aire como si viera un fantasma ahora, miraba tan intensamente que a Teague se le pusieron los pelos de punta. No pudo evitar mirar también. No había nada allí. Kate también miró, y sacudió la cabeza. Espeluznante. En la distancia, él escuchó el aullido de las sirenas. —Va a matarme. Él detesta cuando yo… cuando yo... La señora Oberlin empezó a sacudirse debajo de él, y finalmente Teague la soltó. Sombríamente, él y Kate la vieron vomitar sobre la hierba. —Sube. —Teague no la miraba—. Ponte unos jeans, haz un poco de café… los policías lo querrán. Yo me ocuparé de ella. —¿Qué pasará? —susurró Kate. —Ella irá a un hospital a desintoxicarse. Habrá un gran escándalo. Oberlin dejará que todo se calme; después se divorciará de ella. —Todo el cinismo latente de Teague salió—. Es una desventaja para su puesto. —Ella cree que es un asesino. —Kate la observaba con ojos afligidos—. ¿Crees...? —Maldita sea, Kate, ella piensa que él te mató. Ha estado acosándote por tu propio bien. — Teague no quería tocar a Kate ahora mismo, pero tuvo que tomarle la mano. Temblaba en la suya, y tenía los dedos helados—. Cariño, está tan loca, y él es tan exigente. No sé por qué ella se obsesionó contigo, pero está alucinando. La viste hacerlo. Pensó que veía un fantasma parado allí

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mismo. —Señaló—. Sabes que lo hizo. Ve arriba. Ponte cómoda, y prepárate para un sitio prolongado, porque la policía querrá interrogarte un rato bastante largo. —Muy bien. —Kate se quedó quieta, y sonaba culpable y destrozada al decir—: Tengo que llamar a Brad. Esto es una tragedia, pero también es una noticia. Él me hará pedazos si no lo hago. —Haz lo que tengas que hacer. Ella escuchó el tono en su voz, vio el modo en que se alejaba a medias. —Esto es el final, ¿verdad? Él no fingió. —Sí. Es bueno que haya sucedido, porque tú y yo juntos... eso es estúpido. —Yo no creo que sea estúpido. —No tenemos nada en común. —¿Desde cuándo te convertiste en la voz de la razón? —le preguntó amargamente. Él intentó responder, decir algo superficial y tranquilizador, pero ella cortó los sonidos con su mano—. Tú y yo seríamos lo mejor que hubiera sucedido jamás. Ahora él simuló no entender a qué se refería. —Evidentemente, los informes están sobrevalorados. No soy tan bueno en la cama. Porque ella no estaba hablando de sexo. Estaba hablando de los lazos que los unían, y cómo hacer el amor fortalecería esos lazos. —Sí. Seguro. Ella intentó arrancar la mano de la de él. Teague la sostuvo un segundo de más. —Ve a llamar a tu madre. Dile que estás bien. Entonces la soltó. La vio alejarse y luego volvió su atención a los autos ululantes de la policía mientras doblaban en el estacionamiento. Ella sería más feliz. Él sería más feliz. Era mejor así. Suavemente, oyó a la señora Oberlin decir: —Lana, lo siento tanto. Lo siento tanto, tanto.

—Tráeme el auto. —George Oberlin dejó el teléfono muy, muy suavemente, y se volvió hacia Freddy—. Tengo que salir. —Sí, señor. —Mientras George intentaba ponerse el smoking descartado, Freddy agarró el cuello y lo ayudó—. Espero que no sea una emergencia, señor. —No seas ridículo —dijo George enojado—. ¿Por qué otra razón saldría a esta hora? Eran las dos y media de la mañana. Todos los invitados de la fiesta de aniversario se habían ido. El servicio de comida seguía limpiando y cargando platos en sus camionetas. Los sirvientes limpiaban manchas de vino y se acercaron más para poder escuchar. Y George estaba furioso. Esa estúpida perra con la que se había casado realmente lo había hecho. —¿Hay algo que pueda hacer para ayudarlo, señor? —preguntó Freddy.

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George quería gritarle. Pero tenía la reputación de permanecer tranquilo en una crisis. Era una distinción que le había servido cuando se trataba de apariciones públicas. —No, gracias, Freddy. Esto es algo que tengo que hacer por mi cuenta. Te haré saber si necesito ayuda. Se dirigió a la puerta, y de algún modo Freddy llegó antes que él para abrirla, una cortesía que molestaba tanto a George que apenas podía respirar. Entonces Freddy siguió a George hasta el auto y también le abrió esa puerta, y eso casi volvió loco a George. Pero no era Freddy en realidad quien exasperaba a George. Era Evelyn. Según los policías, ella había intentado atacar a Kate Montgomery con un cuchillo. Peor que eso, no era la primera vez que la atacaba. Kate había temido por su vida. Había tenido un acosador, y Teague Ramos había sido su guardaespaldas... George se dobló para entrar en el auto, y luego se enderezó lentamente. Claro. Ahora que habían atrapado a su acosador, ahora que habían atrapado a Evelyn, Kate terminaría con Ramos. —¿Senador? —Freddy permaneció al lado de la puerta, inseguro sobre qué hacer mientras George miraba fijo el espacio—. ¿Olvidó algo? —No. Ordene al chofer que me lleve a la estación de policía, y de prisa. Mi esposa… — George logró simular que se ahogaba mientras filtraba en voz muy alta la información que quería que supiera toda la ciudad—, ha sido arrestada por comportamiento violento, y posesión de alcohol y drogas. Tendré que hacer algo con ella otra vez, y te lo digo, Freddy… —puso pesadamente su mano sobre el hombro del mayordomo—, esto me rompe el corazón. —Sí, senador, puedo verlo. Freddy se puso rígido bajo el toque de George. George se arriesgó a echar un vistazo alrededor. Los sirvientes estaban agolpados en el porche. Los del servicio de comida estaban a un costado de sus camionetas con la boca abierta. Él se sentó en el auto. Freddy cerró la puerta. Mientras el chofer conducía, George hizo una sonrisa secreta.

—Estoy aquí en Seguridad Ramos, donde Teague Ramos, el hombre que mantiene a salvo al Capitolio de Texas, dirige su funcionamiento. —Menos de veinticuatro horas más tarde, Kate miró la cámara y luego se volvió hacia Teague—. Señor Ramos, con la experiencia de un veterano de la Marina y la pericia de un antiguo Operaciones Especiales, ¿satisface esta tarea los desafíos que ha establecido en su vida? Teague se encontró con sus ojos, pero ella no vio ninguna emoción allí. Ni interés, ni pesar. Era como si nunca se hubieran besado, nunca se hubieran deseado. —Proteger el Capitolio de Texas es el tipo de trabajo con el que sueñan los hombres de seguridad. Kate indicó a Cathy que apagara la cámara, y comenzó a pasar la cinta de la emisora. Con ayuda del editor en KTTV, Kate había armado el reportaje de Teague. Montó una parte más larga

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para el programa del domingo por la mañana. Desde todo punto de vista, cuando esta entrevista hubiera terminado, ella habría terminado con Teague. Mientras esperaban que terminara la filmación, Teague bromeó con Cathy y habló con su secretaria, Brenda, que observaba el procedimiento impresionada. Esta parte de dos minutos pareció durar eternamente mientras Kate se encontraba al lado de Teague y simulaba que no le importaba haberse ofrecido explícitamente a él... y que él hubiese logrado resistirse a ella. La humillación ardía dentro suyo, y temía que se viera en el calor de sus mejillas. Pero todavía tenía los puntos en el mentón, así que entre eso y la base aplicada meticulosamente, la mayoría de los televidentes no notarían nada raro en su estado de ánimo. Pero con el tiempo podría arreglárselas con la humillación. No estaba segura si podría soportar saber que nunca conocería el éxtasis de ser una con Teague. Verlo alejarse sería el infierno; no tenerlo nunca era peor. Recibió la señal para comenzar a filmar otra vez. Mirando la cámara, terminó el informe. —Teague Ramos es de una especie rara, el hombre entre nosotros, los ciudadanos comunes de Estados Unidos, y la anarquía. Así que, la próxima vez que paseen por el Capitolio de Texas, sonrían y saluden a las cámaras de seguridad. La gente detrás de ellas nos protege cada día. La luz roja en la cámara dejó de titilar. Kate desabrochó el micrófono de su chaqueta. Se volvió hacia Teague para ayudarlo, pero él se sacó el micrófono y se lo entregó antes de que ella pudiera tocarlo. —Gracias, Kate, por armar un informe tan bueno. —Teague le ofreció su mano—. Estoy seguro de que esto me convertirá en una celebridad. —Una posición a la que sé que siempre has aspirado. No se estrecharon las manos. Observaron sus manos unidas. Entonces Kate se apartó. Kate se marchó de la oficina de Teague... por última vez.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1133 Con una oreja, Kate escuchaba al presentador en las noticias de las diez mientras al mismo tiempo reflexionaba sobre lo lamentable que debía ser su vida social, para estar limpiando su apartamento un viernes por la noche. Dios sabía que podría haber tenido una cita. Dean Sanders había llamado varias veces. Pero ella no lo quería. Quería a Teague, esa rata. No lo había visto en tres semanas, no desde las noticias de las cinco donde había cerrado su artículo y él le había roto el corazón. Había visto a su gente en el capitolio. Ellos le sonreían, la saludaban con la mano, le hablaban. Pero él había usado sus estúpidos monitores para evitarla, como si eso hiciera que ella dejara de anhelarlo. O tal vez, se alegró, tal vez la evitaba porque si la veía, no sería capaz de resistirse a arrebatarla y llevarla a alguna isla desierta aislada con palmeras balanceándose. La tomaría en sus brazos y le haría todas las cosas que ella había imaginado en lugar de desistir sólo porque lo había interrumpido alguien que quería matarla a ella... Pobre señora Oberlin. Había sido enviada a un lugar donde podría recuperarse de su “crisis nerviosa.” El senador Oberlin había parado a Kate en los corredores del capitolio y se había disculpado por la terrible experiencia que su esposa le había hecho pasar. Había inventado excusas para Evelyn, el tipo de excusas que hacían que a Kate le sangrara el corazón. Aparentemente, él adoraba a su esposa, y sin embargo ella había visto la tensión entre ellos en la fiesta. ¿Y por qué no había habido ninguna mención en la prensa sobre el incidente en el contenedor? Cuando Kate había hecho esa pregunta a Brad, él se había encogido de hombros y dicho que las esposas de los senadores siempre tenían problemas. Cuando ella le había dicho que los problemas eran diferentes cuando implicaban un posible intento de asesinato, Brad le había informado que ella no entendía y, como castigo, la hizo cubrir la ronda social durante una semana. Kate no le preguntó al senador Oberlin. Sabía que él no querría publicitar el triste y escandaloso comportamiento de su esposa. Pero, más que eso, no le importaba haber visto a la señora Oberlin vomitando en la hierba, ni haber visto la bolsita de pastillas y olido el alcohol. Las cosas que Evelyn había dicho aumentaron la sensación de Kate de que no podía confiarse en Oberlin. Kate luchaba contra su asustadiza inquietud cada día cuando George Oberlin la buscaba. Él le daba pistas de lo que estaba sucediendo en el Senado y sobre los proyectos de ley, tantas que ella tomó la delantera en la competición por dar la mayor cantidad de noticias en KTTV e hizo que Linda Nguyen la odiara nuevamente. Kate debería haber estado extática por haber logrado su meta tan rápidamente, y lo estaría... si no fuera por la persistente agonía del rechazo de Teague. Ahora, reconociendo el nombre dicho por el presentador, Kate giró la cabeza bruscamente. —... encontraron a la señora Oberlin al pie de las escaleras. Los médicos forenses la declararon muerta por el cuello roto. Investigarán para ver si el alcohol o las drogas están involucrados. La señora Oberlin acababa de regresar de su cuarta visita a un exclusivo centro de rehabilitación. —Con esa frase condenatoria, el presentador pasó a la meteoróloga—. Entonces, Marissa. ¿Qué es ese rumor que escuché sobre fuertes temporales esta noche?

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Kate estaba delante de la televisión, con las manos flojas y los ojos muy abiertos. ¿La señora Oberlin estaba muerta? ¿Muerta por haberse caído de las escaleras? ¿La policía estaba investigando el posible abuso de alcohol? —Dios santo. Tomando su chaqueta, Kate salió de su casa bajo la lluvia, y se dirigió a lo de Teague.

Teague oyó sonar el timbre. Sin mirar, supo quién era. Había visto las noticias. Sabía por qué ella estaba aquí. Pero antes de salir de su estudio, chequeó la cámara del porche del frente. Allí estaba, Kate Montgomery, frunciendo el ceño a la lente. Así que, con el interruptor en la cima de las escaleras, abrió la traba. Ella abrió la puerta y entró en su hogar. Lo miró. Él la miró. Afuera, destellaban los rayos y, después de una pausa, retumbaron los truenos. —Está llegando —dijo ella. Se refería a la tormenta. ¿O no? Él no la había visto en tres semanas enteras. Pero incluso con jeans gastados, una remera blanca y unas tontas ojotas rosa, estaba hermosa. Las gotas de lluvia destellaban en su cabello oscuro como diamantes en el cielo nocturno. Su rostro... había visto su rostro en sueños, pero sus sueños no habían evocado la dulce curva de su mejilla, el ángulo obstinado de su mentón, el modo en que se veía tan viva, tan vital... Sin decir una palabra, ella se quitó la chaqueta manchada por el agua y la colgó en el poste. Sacudió la cabeza. Las gotas volaron, y su cabello brincó con rebeldía. Apoyando la mano en la baranda, comenzó a subir las escaleras. Había una inevitabilidad en este encuentro. Él había pasado tres semanas eludiéndola, pero nunca se le había ocurrido que su tiempo juntos había terminado. Kate le había preguntado si creía en el destino. Bueno, sí creía, y mientras la veía caminar hacia él, reconoció que esta era la confirmación. —Asumo que viste las noticias —le dijo. —¿Él la mató? La sensual boca de Kate tembló, y sus ojos azules eran muy grandes y tristes. —No lo sé. Teague apenas podía reprimir su furia consigo mismo. Había escuchado el parloteo de la señora Oberlin, inducido por el alcohol y las drogas, y como estaba enojado, como ella lo había dejado como un tonto, como había amenazado a Kate, él había asumido que la mujer estaba delirando. Había investigado las acusaciones de ella contra su marido, pero Oberlin no era culpable de nada más que una multa por mal estacionamiento... y la había pagado. Teague había revisado la guía social de Austin en busca de los Blackthorn, había encontrado la familia y los había contactado para hacer preguntas sobre un miembro de la familia que hubiese caído por las escaleras. Ellos habían actuado como si estuviera loco. Peor, los policías no tenían registro de ningún accidente como ese.

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Entonces Teague había decidido que nada de lo que la señora Oberlin había dicho era verdad. Generalmente no era tan descuidado. Pero bueno, generalmente no era tan... emocional. Atrapado y luchando contra la trampa. —Pero estoy dispuesto a apostar que no cayó por accidente. O se suicidó, o él la mató. Kate llegó a la cima de las escaleras, se detuvo a su lado, extendió la mano. Él la tomó y experimentó una sensación de alivio, como si ella acabara de colocar una venda sobre su corazón herido. Igual que habían hecho momentos antes de separarse, miraron sus dedos entrelazados. Había un simbolismo allí, una sensación de haber vuelto al principio. Y ahora iban a dar otro paso hacia un abismo que él no podía comprender. —Ven. Mis habitaciones están aquí arriba. Con la mano todavía en la suya —ahora que la había tocado, Teague no podía soltarla—, la condujo hacia su estudio. La escalera estaba pintada de blanco, decorada con fotos enmarcadas en blanco y negro de mujeres vestidas en esplendor eduardiano y hombres que posaban rígidamente con sus cuellos altos almidonados. El camino a sus habitaciones privadas era diferente: dorados y rojos suaves, cálidos. Ella lo siguió dentro de su estudio y miró alrededor, y él supo lo que pensaba. Este no era el lugar que hubiera imaginado para él. Teague usaba la cocina de abajo, pero en su mayor parte vivía en el segundo piso, lejos del papeleo y su oficina. Había derribado la pared entre los dos dormitorios más grandes, remodelado el baño adjunto, y cubierto el estudio con estantes. Lo había decorado con un mullido sillón grande y una otomana, un sofá largo y cómodo, y una enorme silla acolchada frente al centro musical. Había hecho pulir los pisos de madera con un tinte borgoña intenso y los había cubierto con un par de alfombras orientales que brillaban con tonos de joyas. Disfrutaba de su colección de chucherías de países extranjeros: una silla de montar de camello y una colección de pinturas de seda de la India. Había notado que ella tenía una colección similar en su dormitorio. Se preguntó si Kate lo notaría, y supo que lo haría. Las pesadas cortinas doradas mantenían apartada la noche. El lugar era una cueva donde podía leer, donde podía mirar televisión y donde podía meditar melancólicamente... algo que había hecho bastante últimamente. —Ponte cómoda. Señaló el sillón y se dirigió al baño. Cerrando la puerta tras de sí, apoyó las manos sobre el tocador y se miró al espejo. Ojos oscuros y desesperados le devolvían la mirada. Reconocía a este Teague. Este era el Teague de cuando era adolescente, frustrado, furioso porque la vida no era justa, decidido a tomar todo lo que pudiera sin importar el precio. Había esperado no volver a ver esos ojos nunca más. Pero ella había venido. Afuera cayó un rayo y el trueno retumbó. Había tenido todo bajo control. Había pensado que nunca volvería a ver a Kate, ¿y si lo hacía, qué? Él tendría otra modelo tomada del brazo. Había tenido una docena de mujeres en su cama.

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Sonreiría a Kate sin interés, la vería como una aberración momentánea provocada por demasiado refinamiento impuesto a un muchacho del gueto. No importaba que hubiesen pasado tres semanas desde que la había visto, y que durante ese tiempo él no hubiera tenido una sola cita. No importaba que se encontrara recordándola en las horas oscuras de la noche, donde antes sólo lo habían visitado los demonios de su vida pasada. Sólo había necesitado un poco de tiempo, aunque no se atrevía a preguntarse tiempo para qué. Ahora ella estaba aquí. Había reconocido el peligro, y había ido corriendo con él. Había entrado en su guarida, había ido en busca de su ayuda, como si supiera que ningún otro hombre podía cuidarla como él. Tenía razón. Que Dios lo ayudara, Kate tenía razón. Se enderezó rígidamente. Con los movimientos lentos de un hombre que se rendía ante el destino cuando este lo envolvía en sus garras, hizo las cosas que un tipo hace para prepararse... para cualquier cosa.

Kate recorrió los estantes con la mirada, y lo que veía no la sorprendió en absoluto. Teague leía novelas de suspenso e historias de guerra, libros varoniles que leían los hombres viriles... excepto que en el caso de Teague, él entendía lo que estaba leyendo. No era un mariscal de campo de sillón; había jugado en esa posición y entrenado también. Tocó los lomos arruinados. Los leía atentamente y, por cómo se veían sus favoritos, repetidamente. Echó un vistazo al televisor mudo. Jay Leno estrechaba la mano de su audiencia emocionada y comenzaba con su monólogo. Todavía no podía comprender las noticias que había escuchado esta noche. La señora Oberlin había caído por las escaleras. ¿Habría exagerado al venir aquí? ¿Cómo era remotamente posible que el senador Oberlin hubiese asesinado a su esposa... y a otras personas también? Y si era cierto... ¿por qué ella había venido corriendo con Teague? ¿Por qué él la hacía sentir tan segura? La voz de Teague en el umbral le hizo dar un salto. —Si encuentras mi cordura en esos estantes, házmelo saber. Kate intentó no sonreír por el placer de ver su alta figura, sus hombros amplios, sus ojos dorados. Su cabello oscuro estaba mojado y alborotado. Llevaba jeans azul oscuro y una remera azul que se estiraba sobre sus pectorales y sus bíceps. Podía haber sabido que ella vendría, porque se había vestido de una manera que garantizaba que se le aflojaran las rodillas. Tenía los pies descalzos... ella se ponía tonta por un hombre con pies descalzos. ¿Por qué la hacía sentir tan segura? Porque ella sabía, sin dudas, que él la mantendría a salvo. —¿Has perdido la cordura? —le preguntó. Adentro, tras la protección de las cortinas, ella apenas podía ver el destello de los relámpagos. Pero el trueno retumbaba y rugía. Ninguna medida que tomaran podría mantener totalmente fuera la tormenta que se acercaba.

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—Posiblemente. Al menos estoy sintiéndome un poco desconcertado... ¿tú no? La breve ráfaga de euforia de Kate se evaporó. —Esa pobre mujer. —Sí, y me gustaría evitar que la gente dijera eso de ti. —Él fue hacia el pequeño refrigerador construido entre los estantes—. ¿Te gustaría tomar algo? —Sí. Chardonnay, si tienes. —No tengo chardonnay. Teague sacó una botella de champagne del refrigerador. ¿Una ocasión especial? Pero ella se tragó la pregunta. No se atrevía a preguntarle qué estaba pensando. Estaba aquí, en sus habitaciones, atada a él por el peligro otra vez. La atmósfera entre ellos estaba cargada de frustración sexual. Al menos... ella sufría de frustración sexual. Ninguna de sus necesidades se habían desvanecido en las tres semanas pensando en él. Ahora, sólo estar con Teague la calentaba con excitación. Él sacó el corcho y sirvió dos copas largas con el líquido dorado burbujeante. Recorrió la habitación hacia ella, y le puso la copa en la mano. El cristal estaba frío. La mirada de él, caliente. —¿Cómo está? Mientras la miraba, ella llevó la copa a sus labios y dio un sorbo. —Está... maravilloso. —Sí. —Él chocó su copa con la de ella, la vio tomar otro sorbo y él mismo bebió—. Maravilloso. Kate sonrió por las burbujas que subían lentamente. Él hacía que el acto de servir champagne pareciera juego previo. —¿Por qué está interesado en ti el senador Oberlin? Teague le disparó la pregunta. Kate reconoció la táctica. Relajar a la víctima, y luego sacarle la verdad de un golpe. Ella misma lo había hecho, así que se negó a permitir que la afectara. —Lo habitual, supongo. —¿Sexo? —Sí. —Recordó el neumático pinchado. Había pensado que era el acosador... pero tal vez no. Tal vez el senador Oberlin había arreglado una oportunidad conveniente para rescatarla—. Sí. Definitivamente. —La señora Oberlin dijo que él te había matado antes. —Lo sé. —Kate sonrió dolorosamente—. Por eso es que pensé... por eso es que no investigué ninguna de las cosas que dijo. —Ese era mi trabajo. Fallé. —Soy reportera. Yo fallé. Kate lo miró a los ojos, con su boca recta y adusta, e insistió en asumir la culpa. Sin considerar el peligro, ella salía a la búsqueda de sus noticias. La verdad del asunto era que, si tenía que hacerlo, volvería a meterse en el embravecido Golfo de México durante un huracán. Era su trabajo, y ahora pagaría por no haber proseguido como debería haber hecho. Evelyn Oberlin también había pagado. —La señora Oberlin estaba tan loca esa noche. Pensé que siempre había estado loca.

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—Sin dudas un poco loca. Sólo no tanto como pensamos. El pesar de Teague era palpable. Le señaló el sillón. Ella se sentó. Jay Leno estaba mostrando titulares en la tv, haciendo morisquetas a la cámara, fingiendo sinceridad. Acercando la otomana, Teague se sentó a su lado. Como si no pudiera resistirse a tocarla, le acarició la piel de la otra mano con el meñique. —¿Eres unida a tu familia? —Sí. Ella le echó un vistazo. —¿Tienes algún asesinato sin resolver en tu familia? —Él miraba la pantalla sin diversión, sin parecer verla—. ¿Algún esqueleto escondido en el placard familiar? —No que yo sepa. Kate tomó un trago rápido de su champagne, luego uno más largo, saboreando las burbujas y el fuerte sabor. —¿Te pareces a tu tía largamente perdida, Gertrude Blackstone? —¿Quién? Oh, quieres decir Blackthorn. La señora Oberlin la llamó señora Blackthorn. La otra persona a la que el senador Oberlin... empujó por las escaleras. —Kate rara vez se sentía incómoda por su pasado, pero ahora sí—. Podría parecerme a alguien. No lo sé. Soy adoptada. —¿De veras? Teague parecía notablemente poco convencido. Cara de póker, pensó ella. No podía engañarla. Estaba interesado. Muy interesado. —¿Qué sabes de tus parientes biológicos? —le preguntó. —Nada. Yo... nada. Ni siquiera estoy segura sobre la fecha exacta de mi nacimiento. Él giró la cabeza lentamente hacia Kate. Su mirada dorada recorrió los rasgos de ella. —¿No es inusual en esta época? ¿La mayoría de la gente no sabe al menos algo sobre sus padres biológicos? —Nunca he revisado las estadísticas. Sólo sé que mis padres me recibieron cuando tenía aproximadamente diez meses, y que fueron padres maravillosos. —¿No intentaste rastrear tu origen? —Cuando era adolescente, quise huir de casa porque me trataban tan mal. —Hizo una mueca irónica al recordar su melodrama—. No hay nada. Es un callejón sin salida. Todo sobre mis documentos de adopción ha desaparecido debido a errores administrativos. Kate observó con dolorosa fascinación cómo Teague bebía su champagne. Sus largos dedos acariciaban la copa. ¿Cómo podía concentrarse en un posible asesinato cuando Teague estaba allí, a su alcance? Reconoció un olor y se inclinó más cerca para olisquearlo. Champú de hierbas y piel limpia, cálida… Él se volvió hacia ella tan rápido que la atrapó con la nariz cerca de su hombro. —¿Ves a Oberlin? —¿Verlo? —Se enderezó indignada—. ¿Como… salir con él? —No, quiero decir… en el capitolio. ¿Te encuentras mucho con él por casualidad? —Sí. —Era embarazoso admitirlo—. Todo el tiempo. Es casi como si estuviera... —¿Acosándote?

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—Sí. Maldición. —Odiaba decir esas palabras—. Acosándome. —Teague levantó las cejas—. Bueno, de veras —dijo ella indignada—. ¿Dos acosadores en dos meses? La mayoría de la gente no tiene ni siquiera uno en toda su vida. —Pero lo he visto en los monitores. Él te espera. —No. Qué asco. —No quería creerlo. No quería que todo esto empezara otra vez. Y en esta ocasión, conocer a su acosador, sospechar que había matado a su esposa...—. ¿Por qué yo? —Una buena pregunta. ¿Por qué tú? Eso es lo que tendremos que descubrir. —Él le acarició la mejilla con un dedo—. Muy bien, mira. No creo en las coincidencias, y aquí hay demasiadas para mi comodidad. Tienes un problema. Estás en peligro. Ya no soy tu guardaespaldas, pero no te dejaré sola otra vez. —¿Qué le diremos a la gente cuando pregunten por qué estamos juntos? La pregunta de Kate flotó en el aire sobre ellos como un desafío, y los truenos rugían a través del aire sobrecargado. Teague terminó su champagne con tragos lentos y largos. Dejó su copa. Tomó la de ella y la puso al lado de la otra. —Les diremos la verdad. —Su mano le rodeó la muñeca—. Les diremos que somos amantes.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1144 El corazón de Kate pareció golpear dentro de sus costillas y luego asentarse en un ritmo estruendoso. Este era el momento que había imaginado, soñado, deseado, y ahora le llegaba de imprevisto e inesperado. —¿Creíste que podías cruzar el umbral de mi hogar y escapar ilesa? —El susurro de Teague era áspero—. He esperado por ti más que por cualquier otra mujer en mi vida, y ahora, por Dios, te tendré. Ella apenas podía respirar, pero cuando él le tiró de la muñeca, lo siguió. Atravesaron una puerta para entrar en el dormitorio de Teague. Él apretó un interruptor y se encendió un velador, revelando un cuarto dorado dominado por una enorme cama de palo de rosa con altos postes cuadrados. En esta habitación zumbaba el aire acondicionado, la atmósfera era civilizada. Sin embargo, afuera, la tormenta avanzaba sobre Austin, enviando torrentes de lluvia sobre las colinas, usando granizo para arrancar las hojas de otoño de los árboles. Las anticuadas ventanas con bisagras vibraban con el viento, y más allá de las persianas de palo de rosa el panorama de relámpagos creaba locas naturalezas muertas en blanco y negro de ramas contra un cielo violento. Parte de esa locura y ferocidad entró con Teague y Kate en el dormitorio. Ellos mismos las llevaban. Las llevaban dentro suyo. Él cerró la puerta detrás de ellos. Giró la llave como si temiera a los intrusos cuando, de hecho, estaban solos en la casa. Entonces tal vez era la huida de ella lo que pretendía desbaratar. Ella le tocó el costado de la cara, acariciando con la punta de sus dedos el hueco de la mejilla y bajando por la mandíbula decidida. Kate no quería escapar. Estaba asustada —¿qué mujer no lo estaría al encontrarse de pie al precipicio de un acantilado?—, pero no iba a huir. Tomándole la mano, él puso un beso en su palma. El olor de Teague llenó sus pulmones, un aroma que siempre asociaría con él: piel limpia, cálida, con el más débil toque de sándalo. Sexo puro destilado. El silencio entre ellos era tan ligero como la seda, pero los unía con igual tensión, y él la miraba con obsesiva intensidad como si estuviera buscando... algo. ¿Una señal de buena disposición? Kate subió su otra mano por el brazo de él hasta el hombro, abriendo su cuerpo a Teague. Él la miró, sus jeans, su remera, sus ojotas, y su expresión no era menos ávida que cuando ella llevaba un vestido de noche y tacones. La halagaba. La asustaba. Él personificaba todo lo que era dominante en un hombre, y no dejaba ninguna duda en ella: quería dominarla. Sin embargo, se movía con cautela, empujándola contra la puerta, apretándose contra ella para que cada centímetro suyo conociera cada centímetro de él. Frotó la cicatriz rosa pálido en su mentón, donde habían estado los puntos. —¿Se han curado todos los moretones? —Estoy bien —susurró ella—. Bien… en todas partes. El calor ardía en él, convirtiéndola en oro líquido. Sus senos se pusieron tirantes. Ya no podía sostenerse, pero no necesitaba hacerlo; él la mantenía erguida con su peso. Agachándose, él le besó la boca, las mejillas, cerrándole los ojos con su toque. Sin imagen que la distrajera, Kate experimentó cada aliento que salía de los pulmones de él, saboreó cada

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toque de sus labios. Imaginó que los ojos de Teague también estaban cerrados, mientras exploraba sus orejas, su mentón, su garganta, y luego regresaba a su boca y la besaba… la besaba. La saboreaba con sorbos escurridizos que hacían que ella lo buscara. Kate quería más que su dulzura. Quería su fuego. Su cuerpo se agitó, inquieto. Deslizó los dedos por la nuca de él y entre su cabello. Atrapándole el labio inferior entre los dientes, lo mordisqueó. Él se quedó paralizado, con el cuerpo rígido, como si su atrevimiento lo hubiese empujado al precipicio a su lado. En ese segundo de quietud, ella sintió el golpeteo del corazón de Teague contra su pecho, cada larga respiración mientras él metía aire dentro de sus pulmones... su erección empujaba contra el vientre de ella. —Ámame —susurró Kate. Suavemente, apretó su boca contra la de él. Deslizó la lengua hábilmente entre sus labios. Esa pequeña provocación creó un deseo que explotó entre ellos… pero no, ese era el estruendo de truenos. Los relámpagos atravesaban el cielo, una y otra vez, mientras la tormenta bramaba sobre sus cabezas y la pasión rugía entre ellos. Él metió la lengua en su boca, compeliendo placer en Kate, tomando placer para sí mismo. El sabor de él estalló a través de los sentidos de ella, Teague y… ¿y menta? ¿Pasta dental? Había estado bebiendo café cuando ella llegó. ¿Cuándo se había cepillado los dientes? En cuanto ella había aparecido. Él se había disculpado, ido al baño, y hecho lo que la gente hacía cuando sabía que iba a tener sexo. Kate quiso protestar, decir que no era justo, pero él le sostuvo la cabeza, deslizó los pulgares bajo su mentón, e insistió en que le ofreciera toda su atención. Insistió con su lengua, sus dientes y sus labios. Insistió con el ritmo de sus caderas contra las de ella. La abrumó hasta que Kate no tuvo más pensamiento que fundirse con él. Quería estar aquí, con la espalda contra la pared. Quería rodearlo con sus piernas y que él empujara dentro suyo hasta que se movieran juntos en una danza primitiva. Pero Teague parecía no querer más que sumergirlos en el beso. Su lengua le acariciaba los labios, los dientes, y cantaba una distraída canción de obsesión, interminable. Kate luchaba por responderle del mismo modo, pero él imponía su voluntad sobre ella, y estaba demasiado loca de deleite y deseo como para luchar. ¿Luchar? Diablos, ¿por qué debería luchar cuando este momento, este instante era la pasión más grande que jamás hubiese experimentado? Cuando Teague levantó la cabeza, ella estaba ebria de necesidad, mareada de lujuria. Cuando intentó caminar ciegamente hacia la cama, él la detuvo con las manos sobre sus hombros. —Espera. Primero quiero esto. Él deslizó las manos bajo su remera, apoyó las palmas planas contra su abdomen y sonrió mirándola a los ojos. No era una sonrisa feliz, o siquiera una sonrisa triunfante. En esa curva de sus labios ella vio un tormento desatado y una necesidad negada. —He soñado con esto —le dijo—. Me he obsesionado con esto. —¿No eres feliz con tus sueños? —No. —¿O tu admisión?

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—No. —Entonces deberías vengarte —le susurró Kate, mirando sus hermosos ojos oscuros con audacia. Él aspiró bruscamente, y la llama en su mirada se volvió salvaje. —Eres extremadamente valiente o sumamente tonta. —O bien confío en ti. —Ella lo imitó, quitándole la remera de la cinturilla y apoyando sus palmas planas en el vientre de él—. Confío en ti. Una vez más, Kate vio dentro del alma oscura de un depredador. Pero esta vez, era a ella a quien estaba cazando, y esta vez, no había nada frío en su mirada. Él la deseaba con un fuego que quemó una marca en su corazón y que ardía en cada lugar que se tocaban. La soledad que vio allí le dio ganas de llorar, y la abrasó hasta los huesos. No tenía miedo. Él la cambiaría. Después de esta noche, ella nunca sería la misma. Pero no iba a lastimarla. No físicamente. Nunca. Las manos de Teague se movieron bajo su remera hacia el cierre trasero de su sostén y lo abrió. Tomando una tira, la deslizó bajo la manga, por el brazo y la mano. Tan hábilmente como un mago —o un hombre con demasiada experiencia— le quitó el sostén a través de la otra manga. Lo dejó caer al piso. Con intensos ojos dorados, miró fijo sus pechos aplastados por la ajustada remera, los pezones sobresaliendo contra la fina tela blanca. Teague se ruborizó, y ella pensó que su necesidad lo obligaría a tomar los senos en sus manos, en su boca. Los pezones se endurecieron con expectativa en puntos doloridos, y cerró las manos en puños contra la piel de él. Sofocó un gemido. Pero él no la tocó. No allí. En cambio, soltó el botón de sus jeans y bajó el cierre. El áspero ruido metálico sonó fuerte en la habitación en silencio. Ella podía haber estado desnuda frente a un tribunal que juzgaba y castigaba, porque él seguía sin decir nada. Seguía sin tocarla. Pero Kate no estaba limitada por cualquier restricción que él hubiese puesto sobre sí mismo. Aflojó los puños. Dejó que sus manos subieran para rozarle las tetillas, y luego bajaran por la flecha de vello que señalaba su cremallera. Luchó para soltar el cinturón; ningún tipo se había contenido el tiempo suficiente para permitir que ella lo desvistiera, así que no tenía experiencia. El botón fue más fácil; los jeans le quedaban sueltos, como si hubiese perdido peso en las últimas semanas. Y cuando bajó el cierre de los pantalones, dejó que sus nudillos rozaran contra la erección. Él dio un respingo. —¿Te hice daño? —le susurró. —Sí, maldita seas. Me haces daño. —Tal vez eso sea porque estás tan excitado que cada caricia es una agonía, y esperar la siguiente caricia es una agonía mayor —susurró Kate roncamente, dejando que sus dedos lo moldearan, observando las emociones cambiantes en el rostro de Teague—. Cada pulso de sangre en tus venas es otro momento de necesidad. El aire en tus pulmones arde como fuego porque nada puede completarte, excepto estar dentro... de mí. Él se movió con tanta rapidez que, antes de que ella pudiera decir otra palabra, hacer otra cosa, su mano se deslizó por el frente de los jeans y la tomó en su mano. Estaba inflamada, apretada, necesitada... el orgasmo la inundó, asaltó sus sentidos con la velocidad de una riada. El deseo que había clavado sus uñas dentro suyo durante tantas noches se

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adueñó de ella, le aflojó las piernas, la ahogó en un estallido de ardor tan poderoso que los colores estallaron bajo sus párpados y le ardieron los pulmones por la falta de aire. El tumulto era todo lo que deseaba… y absolutamente nada. No era suficiente, nunca podría ser suficiente, y se movió contra la mano de él, intentando prolongar la sensación. Él rió, grave y alborozado, y retiró la mano. —¿Ya estás satisfecha, cariño? ¿Puedes irte ahora y saber que has tenido toda la satisfacción que puedes encontrar conmigo? —No. —¿Estaba amenazando dejarla así?—. Dios, no. —¿O fue eso sólo el bocadillo que te deja hambrienta para la comida completa? Sus ojos oscuros chispeaban con oro. Estaba provocándola, haciéndola desear más, haciéndola admitir todo. —Por favor. —Ella metió aire en sus pulmones—. Quiero todo. Te quiero a ti. Teague asintió, con esa sonrisa dolorida ladeando sus labios, y le bajó los jeans hasta los tobillos. La fría corriente del aire acondicionado contra su piel le devolvió una apariencia de sentido, y mientras él la levantaba en sus brazos, Kate abrió los ojos. Las ojotas y los jeans cayeron de sus pies, dejándola con su remera y su ropa interior más diminuta; había estado usando ropa interior para hacer agua la boca todos los días, por ninguna razón excepto que rogaba poder encontrarse casi desnuda en los brazos de Teague. Esperaba que él no se diera cuenta de lo que le había estado pasando por la cabeza. Ciertamente no se había engañado a sí misma. Él abrió las persianas, la depositó sobre el colchón, y luego se alejó y la miró, tendida sobre su cama. Oh, cuando la miraba de ese modo, como si fuese una joya que él quería poseer y tener por siempre, ella apenas podía respirar por esperanza y... amor. Amor. ¿Qué locura la había poseído para enamorarse de un hombre tan peligroso que repartía muerte con las manos desnudas y manejaba armas con aterradora destreza? Él lo había dicho cuando la había despedido aquella última noche... no tenían nada en común. Excepto un humor similar y una viva curiosidad. Y podían vivir juntos; eso era importante. Ella podía provocarlo para que probara comidas nuevas, y esforzarse ineficazmente para ejercitarse a su ritmo... y deleitarse con su mirada cuando la observaba. Él la hacía sentir a salvo, y ella lo hacía sentir como en casa. No eran parecidos, y sin embargo... lo eran. Sus mentes trabajaban de manera similar, y ella lo amaba con una pasión cruda, caliente, que nunca hubiese imaginado. Teague se sacó la remera y ella vio nuevamente los músculos tensos de su estómago, los hombros tonificados, el pecho amplio, y la piel tersa, color bronce. En el gimnasio, él había estado posando. Ahora no pensaba para nada en dejar que ella lo admirara. No estaba preocupado por nada más que desvestirse, y lo más rápidamente posible. Dejó caer los pantalones y la ropa interior en un montón a sus pies, y la respiración de ella se trabó desesperada en su pecho. Las caderas estrechas estaban hechas para encajar entre sus piernas, los muslos musculosos lo harían mover en un ritmo interminable... pero su pene nunca encajaría dentro de ella. O los otros dos tipos con quienes se había acostado daban pena, o Teague era superdotado y simplemente aterrador.

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—Está bien. Él debía haber tenido que tranquilizar a otras mujeres en otras ocasiones, porque apoyó una rodilla en la cama a su lado y le acarició el brazo. Tomándole la mano, él la llevó hasta sus labios y le besó los dedos, luego la giró y le besó la muñeca. Sus labios se demoraron sobre el pulso de Kate. —Fuiste hecha para mí, y haré que esto sea tan bueno para ti, que… —sonrió con una sonrisa de bucanero, como si supiera que él era políticamente incorrecto pero incapaz de resistirlo—, que me rogarás que te tome. Sí. Políticamente incorrecto... y probablemente cierto. Su mirada lo recorrió mientras Teague se colocaba sobre ella en la cama. Definitivamente cierto. Su cuerpo se preparó para otro de esos orgasmos que le sacudían los huesos, y él no había hecho más que desvestirse y sonreír. —¿Sabes por qué no te he quitado la remera y la ropa interior? Con el pulgar rodeó un pezón, pero la miraba a los ojos. No. Los labios de ella se movieron, pero no salió ningún sonido. —Quiero prolongarlo lo más posible. Quiero que esto sea tan caliente y dulce como tu café. Quiero robarte la mente —agachándose, le habló contra los labios—, tanto tiempo que cuando pienses en el amor, pienses en mí. —¿En el amor? ¿Él le había leído la mente? —Nunca dos personas harán el amor como lo hacemos nosotros. Hacer el amor. Oh. Claro. Kate cerró los ojos contra su mirada caliente, sin querer que él leyera sus pensamientos o el imprudente anhelo en su alma. Un hombre como él otorgaba placer ilimitado. Él no amaba. Haría bien en recordar eso. Le tomó los senos, sosteniéndolos como si su peso lo deleitara. Entonces sus labios rodearon un pezón bajo la remera, y chupó con fuerza, llevándolo dentro de su boca con una habilidad que hizo que ella clavara los talones en el colchón y arqueara la espalda. Cuando cedió, sopló sobre el algodón mojado, y la brisa fría se sintió como el pecado personificado. Cuando le sacó la remera, aspiró larga y lentamente, y ella se encontró espiando bajo los párpados. Mientras él miraba sus pechos, su expresión fría no reveló nada. Entonces su mirada pasó a la de ella, y Kate lo vio: una intensa excitación que la hizo sentir orgullosa y amenazada al mismo tiempo. Si él sucumbía a ese salvajismo, ella sería arrasada como la cautiva de un pirata. Peor, le gustaría. Afuera la tormenta clamaba, queriendo barrer todo a su paso. Adentro, él le tomó los senos con las manos y los saboreó, uno y otro, su boca húmeda contra la piel desnuda de ella, hasta que la tormenta en su interior cobró fuerza y Kate gritó e intentó apartarse. Él no se lo permitió. La tenía atrapada en sus brazos, haciendo lo que deseaba con ella, chupando, mordisqueando, besando, y cuando hubo terminado metió una rodilla entre sus piernas y se ubicó allí. Tomándole los muslos con las manos, la abrió ampliamente. Su peso la

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aplastaba contra el colchón, sujetándola, teniéndola indefensa... excepto por sus manos, que vagaban egoístamente por el torso de él. Egoísta, porque Kate no lo tocaba para darle placer, sino para complacerse ella misma. No sabía si luchar o someterse, pero había algo que sabía con certeza. —Para que esto funcione yo también tengo que estar desnuda. Su tanga seguía formando una barrera entre ellos. La cabeza del pene la sondeó, buscando el sitio correcto, apretando contra el nido entre sus muslos. —Todavía no. —Su voz era una ronca provocación—. Te quiero demente de necesidad. De ese modo, cuando entre en ti, estarás mojada y abierta, y cada vez que me retire, tu cuerpo se aferrará a mí, reacio a dejarme ir... ¿Todavía no? Cada palabra de él hacía que la punzada de necesidad en su interior se retorciera más. Teague lo sabía. Cada movimiento que hacía, cada palabra que pronunciaba era deliberada, escogida para avivar su deseo. Su dominación hacía que quisiera someterse a él; él deseaba más que sumisión. Quería una loca impaciencia, una fiebre desesperada. Volvió a sondearla, una firme marca que estiró la tela sobre su clítoris y la hizo retorcer contra él, intentando acercarse lo más posible. Intentando atraerlo dentro. Ya no le importaba que él fuera demasiado grande para ella. Aguantaría cualquier cantidad de incomodidad para aparearse con Teague... pero en lo más recóndito de su mente, se dio cuenta de que no habría incomodidad, porque él haría lo que había prometido. Lo que había amenazado. No la tomaría hasta que estuviese tan loca de pasión que estaría suave y dócil a su toque... hasta el momento en que el clímax la hiciera contraerse alrededor de él. Este no era el sexo con Teague que había imaginado. Había pensado que sería rápido y caliente. En cambio, él se demoró y la exploró hasta que le corrieron lágrimas frustradas por las mejillas. No podía liberarse; el agarre de él sobre sus piernas la mantenía en su sitio, y su peso controlaba cada movimiento de ella. La besaba, con besos persistentes de tanto goce que ella vagaba por sensuales pasillos de placer oscuro. Le besó el hueco de la garganta, la curva de los senos, la suave delicadeza del interior del codo. Su pene la tocaba una y otra vez, y cuando el cuerpo de Kate llegó al clímax y se estiró hacia él, Teague se apartó. Ella gimió en una agonía de frustración. El tiempo se sumergió bajo la oleada de pasión. Perdió toda consciencia de los minutos que pasaban, convirtiéndose en cuartos de hora, en media hora... —Por favor —canturreó sin siquiera darse cuenta de que hablaba. Le acarició los hombros, los brazos, el pecho, la espalda, adorando la elegante extensión de piel sobre cada músculo bien definido—. Por favor, Teague. Me estás lastimando. —¿Cómo estoy lastimándote, querida mía? Él le soltó las piernas, deslizó las manos hacia arriba por sus muslos, y la acarició entre las piernas con el pulgar. La llevó al límite otra vez, tan cerca que Kate tembló y perdió el poder de hablar. Entonces él se apartó, una bestia especializada en el tormento sexual. —Entra en mí. —Ella lo envolvió en su abrazo y tiró de sus caderas—. ¿Cómo puedes esperar tanto? ¿No me deseas realmente?

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—¿Desearte realmente? —Él se rió, breve y amargamente—. He estado noches despierto deseándote. He caminado por las paredes. He imaginado cómo sería cada momento. —Teague se apartó. Enganchando los dedos en la cinturilla del calzón, lo bajó y lo arrojó a un lado—. No vas a apresurarme ahora. Voy a hacer que esto dure para siempre. Sonaba como un juramento que a una mujer enamorada podría encantarle. Suspirando, ella le acarició el rostro. —Para siempre. Él no se acobardó ante esas palabras. En cambio, sus labios se curvaron en una sonrisa —no una sonrisa agradable, sino casi cínica—, pero antes de que ella pudiera cuestionarlo, él se estiró y apagó la lámpara. De inmediato la tormenta, atenuada por la luz, se adueñó de la habitación. Los rayos desgarraban la oscuridad, quitando la suavidad en el rostro de él, iluminando su oscura alma. Los truenos rugían triunfantes, y parecía que Teague comandaba los elementos del mismo modo que la dominaba a ella. Sin dudas se regodeaba en la violencia; mientras se ponía un preservativo, sus dientes relucieron y sus ojos ámbar brillaron como un rayo. Pero la ferocidad de la tormenta no lo poseía; la tocó suavemente, repetidamente, encontrando el lugar donde entraría. Su dedo se deslizó apenas dentro de ella y la bordeó, y en medio de la expectativa que la poseía, Kate se dio cuenta de que la había preparado con lubricante. Así que él había previsto la diferencia en sus tamaños. Como había prometido con palabras, sonrisas y miradas, haría que esto fuera bueno para ella. Y entonces empujó dentro. El tirón contra su carne confirmó las sospechas de Kate. Él era… tan grande. La estiraba. Gimió al borde de la incomodidad. Pero como él había jurado, ella lo deseaba demasiado como para apartarse. Primero el lubricante facilitó su entrada, luego la maravilla de estar finalmente unida a Teague Ramos la inundó. Su cuerpo se suavizó, se humedeció más. Cuando él se retiró, ella movió las caderas, intentando capturarlo dentro. Pero él la dejó... la dejó carente y vacía. Cuando volvió a deslizarse dentro, la plenitud alivió su desesperación... e incitó cada instinto descarado. Ella apretó las piernas, le mordisqueó el pecho... Ese pequeño dolor lo hizo gemir y embestir. Entonces Teague se contuvo, se detuvo. Ella también gimió. Él la miró. Ella lo miró. Los rayos los golpeaban como una luz estroboscópica. Los truenos gruñían y rugían como una bestia viva. Y, finalmente, Teague se metió entero dentro de ella. La sensación de ser tomada hizo a un lado todo pensamiento racional. Teague estableció un ritmo que hacía que se arqueara y se retorciera debajo de él, buscando el placer primitivo que había prometido esta magnífica criatura con el modo en que caminaba, con cada mirada y cada toque. Kate estaba llena; no tenía espacio para la soledad, el dolor o los recuerdos. Él dominaba su cuerpo, su mente, sus emociones… su alma. Teague la sostenía, controlando sus movimientos, susurrando roncamente estímulos en su oído, y todo el tiempo la llenaba, y la llenaba otra vez hasta que ella estaba sufriendo con un deseo que la desesperaba más al ser negado. Ella se aferró a sus hombros, gimiendo suavemente, casi insensata de necesidad. —No tengas miedo.

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Él le rozó los labios con los suyos. Su respiración le tocó la piel. —No tengo miedo —logró jadear. No lo tenía. Ella era parte del relámpago y el trueno, parte de la gloria de la tormenta... parte de él. Enterrando la nariz en su pecho, Kate aspiró profundamente el calor y el aroma de Teague, y mientras exhalaba, su cuerpo, necesitado demasiado tiempo, encontró su liberación. Afuera, la naturaleza apaleaba el mundo con ruido y luz. Adentro, Kate gritaba por el éxtasis y el clímax. El sexo con Teague era erótico y sensual, tan lleno de poder que abrumaba sus cinco sentidos y le daba algo más. Lo sostuvo con sus brazos y piernas, se arqueó debajo de él, exigiendo con actos, sonidos y ansias. Teague le dio todo lo que pedía, y en la cúspide de su orgasmo, él renunció a toda restricción y se unió a ella con un grito. Sus caderas empujaban con el ritmo de la vida, dando todo lo que le había prometido… cada bocado de placer, cada largo momento de éxtasis, y una intimidad que los fundía en uno. Un ser, un espíritu. Mientras, la tormenta afuera se atenuaba a un quejido... y cobraba fuerza para golpear otra vez. Teague miró a Kate, que tenía los ojos cerrados mientras los últimos vestigios del clímax la recorrían. El sudor goteaba en su frente. Su pecho subía y bajaba, y su cuerpo temblaba. Y él se dio cuenta de que había tenido razón. La había tomado. La había controlado. Había derramado su semilla en ella. No era suficiente. Nunca sería suficiente. No con Kate. Por eso era que no había tenido sexo antes con ella, porque este acto no era sexo, era algo más, algo más allá de su comprensión. Entonces ella abrió los ojos y lo miró, y esa sonrisa lenta, cálida y sensual estiró sus labios. —Dime, ¿por qué no hicimos esto antes? Todo pensamiento sensato desapareció del cerebro de Teague, y olvidó el miedo, olvidó el temor, olvidó todo en la necesidad de volver a conquistarla. La besó, saboreando la frescura de su aliento, el movimiento cálido de la lengua de ella contra la suya. Dios mío, casi podía estar satisfecho con sólo besarla. Casi. Le acarició los pechos, maravillándose por el rubor rosado que apareció bajo su piel pálida, y el modo en que sus pezones pasaban de ser un durazno relajado a un frambuesa fruncido. Ella lo miraba debajo de párpados que caían, y había una sonrisa satisfecha en sus labios. Él la había satisfecho. ¿Por qué él no estaba totalmente satisfecho? ¿Por qué necesitaba tomarla otra vez tan pronto? ¿Cuándo se había convertido en un glotón por esta única mujer? ¿Qué significaba eso? Estaba seguro de que ella estaba en problemas. Problemas realmente grandes con George Oberlin. Generalmente Teague podía oler la amenaza, percibirla en sus huesos. Tenía intuición para los tipos malos, y lo que percibía era la inquietud de un hombre peligroso con sus propios actos. Entonces, ¿por qué no había estado consciente de la amenaza provocada por Oberlin? Había una sola explicación. Oberlin no tenía consciencia, ninguna idea del bien y el mal, ningún pensamiento de nada más allá de sus propios deseos. Había asesinado antes, había

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asesinado más de una vez, y nunca lo habían atrapado. De algún modo, había encubierto la evidencia. Si quería a Kate, usaría cada arma en su considerable arsenal —respetabilidad, dinero, influencia— para eliminar a Teague y tomarla como propia. Y si ella se negaba... ¿también la mataría? —¿Qué estás pensando? —Kate alisó el cabello que cruzaba la frente de Teague—. Estás frunciendo el ceño. —Estaba preguntándome si puedo tomar prestado el jet de un amigo. —¿Por qué? Ella sonreía como si le hubiera leído la mente. —Tengo un lugar en México, con una playa privada. Hay una choza. No es grande ni bonita, y las cucarachas son grandes como ratones, pero… —¿Qué estamos esperando? —Ella se sentó, desnuda, para nada cohibida y hermosa—. Tengo el fin de semana libre. Vámonos. Maldición. Podía leerle la mente. —No tan rápido. Él la tumbó de espaldas. Había soñado con el cabello oscuro de ella desplegado sobre la almohada y sus ojos azules mirándolo chispeantes. Ahora la tenía en sus manos y descubría que tenerla aquí no era suficiente. Necesitaba más. Destino. Ella era su destino. Había intentado evitarla, y eso y el Destino se habían reído de él. Ahora estaba unido a Kate por el deseo sexual y por... no. No por amor. Él había visto lo peor del amor: en casa, cuando otro hijo de puta maltrataba a su madre; en el servicio, cuando una carta de despedida llegaba y destruía a un hombre de adentro hacia afuera. Él mismo había sufrido por amor. Sufrido… pero no lo suficiente. Su tormento nunca podría ser suficiente. Si Teague supiera amar, si aprendiera cómo hacerlo, amaría a Kate. Pero estaba demasiado marcado por los eventos de ese fatídico día como para aprender ahora. Porque si por alguna casualidad aprendía, sabía cómo terminaría el amor. Con muerte, dolor y heridas que nunca sanaban. Así que simuló que nunca había pensado en esa palabra. Afuera, la tormenta se agitó otra vez. Los relámpagos y truenos comenzaron de nuevo, y le sonrió a Kate. —Antes de que hagamos algo más, necesito besarte. Los ojos de ella se agrandaron y, por un momento, fueron vacilantes. Entonces respiró hondo. Esa chispa de deseo siempre presente cobró vida entre ellos. Kate se estiró, una provocación prolongada, lenta, sensual. —Si lo haces, podría llevarnos toda la noche. —De cualquier modo hay demasiada tormenta como para volar. —Él se inclinó sobre ella otra vez—. Iremos en la mañana.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1155 —Senador, lamento molestarlo en su momento de dolor, pero han llegado dos agentes del FBI y están esperando en el vestíbulo. Freddy estaba de pie en el umbral del estudio de George. —¿El FBI? Con mucha parsimonia, George dejó su vaso de whisky de malta. El movimiento firme le dio tiempo para calmar la instintiva reacción de horror. Nadie lo había visto coaccionar a Evelyn para que tomara las pastillas y las tragara con alcohol, pero era posible que alguien lo hubiera visto ayudando a Evelyn a bajar esas escaleras... Pero aun si alguien lo había visto, el FBI no seguiría con el caso. Eso sería jurisdicción de la policía de Austin, y con la contundente sugerencia de George ellos habían hecho su investigación rápidamente y elaborado exactamente las conclusiones correctas: la muerte de Evelyn había sido un accidente, posiblemente suicidio, provocado por una dependencia de los tranquilizantes y el alcohol. —¿Qué quieren? —Se lo pregunté, pero me mostraron sus credenciales y afirmaron que tenían que hablar únicamente con usted. Freddy estaba vestido de negro, como correspondía al mayordomo en una casa de duelo por su ama. Él había tenido que tranquilizar a la criada que había encontrado el cuerpo de Evelyn al pie de las escaleras; la muchacha había tenido un ataque de chillidos que había llevado a todos corriendo y había provisto a George de una enorme audiencia para su horror y angustia. Freddy probó su eficiencia al ordenar que la casa fuera cubierta con cortinas de crespón negro —excesivo, sí, pero se veía bien para los espectadores—, organizar un funeral inmediato que había transcurrido con gran éxito hoy, y controlado el torrente constante de visitas que iban a expresar sus condolencias, dejando pasar sólo a los más distinguidos así como aquellos que probablemente estarían impresionados por el profundo dolor de George. Sí, en estos últimos días Freddy verdaderamente había probado su valor. Pero era la tarde del domingo, y George no había escuchado ni una palabra de Kate Montgomery. Los demás reporteros habían pasado, pero no Kate. Y cuando él había preguntado amablemente a Linda Nguyen si Kate llegaría pronto, ella se lo quedó mirando con esos intensos ojos negros asiáticos y había dicho: “No lo sé, senador. Contrario a lo que todos creen, no estoy vigilando a Kate esta semana.” Esa perra esquelética nunca obtendría otra cita de él. Sin embargo, tal vez Kate estaba fuera de la ciudad. Si no sabía sobre sus tribulaciones, no podía ofrecerle sus condolencias. —¿Senador? —dijo Freddy—. Intenté despedirlos, pero fueron bastante insistentes. —Los agentes del FBI. Sí. Claro que los veré. Sólo... entretenlos. Dame un minuto para arreglarme. George esperó hasta que Freddy se hubo marchado, luego abotonó su camisa, desenrolló las mangas, volvió a atar su corbata y se puso la chaqueta. Siempre le parecía mejor presentar una

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fachada poderosa a cualquier agencia cuyos miembros podían, de otro modo, olvidar su importancia. Freddy golpeó la puerta y la abrió, y mientras entraban los dos agentes del FBI, los reprendió: —El senador Oberlin sufrió la pérdida de su esposa en un trágico accidente sólo dos días atrás. Por favor, sean breves. —Lo sabemos. —Iremos directo al grano. Ante el sonido de sus voces agudas y dulces, George apenas pudo creer su suerte. El FBI había enviado no una, sino dos agentes mujeres. Ambas eran jóvenes —por supuesto, no había muchas mujeres en el FBI, no habían sido bienvenidas durante mucho tiempo—, y sin importar cuánto intentaran las damas endurecer sus corazones, él estaba seguro de que no podrían evitar compadecerse de un viudo tan reciente. Pero, ¿por qué diablos estaban aquí? ¿Qué estaban buscando? La muchacha más alta y menos atractiva le ofreció su mano y sus credenciales. —Soy la agente Rhonda de Lascaux, y esta es la agente Johanna Umansky. La rubia menuda y vivaz también mostró sus credenciales. Mientras él les estrechaba la mano, observó sus identificaciones. Había visto unas cuantas en su época, y estas se veían genuinas, hasta en las malas fotografías. —Creo que sabe que el señor Howell está en la oficina de Austin —dijo Johanna—. Silvester Howell nos envió. —Por favor, siéntense. George hizo una señal con la mano hacia las sillas frente a su escritorio. —Lamentamos molestarlo en un momento tan difícil —dijo la que era poco atractiva—, pero tenemos un informe que necesitamos aclarar. —Sí, por supuesto, cualquier cosa que necesiten, pero... no puedo imaginar... pero claro, estoy cansado, no estoy durmiendo bien... ¿qué puedo hacer por ustedes? Pensó que hacía una buena imitación de un esposo desconsolado y apabullado. Así que se sorprendió cuando las mujeres asintieron sin expresión y sin expresar sus condolencias. Qué par de perras. Él se sentó en la silla del escritorio, usando el poder de su postura para impresionarlas. Johanna abrió una Palm Pilot, la consultó y volvió a cerrarla. —Senador Oberlin, ¿conoce a una señora Cunningham de Hobart, Texas? Él se puso tenso, se incorporó en la silla. ¿Qué había hecho Gloria Cunningham ahora? —La conocía, y a su esposo también. Años atrás, trabajé con ella en el consejo de la iglesia. —Intentó actuar interesado pero distante, como si el nombre de ella significara poco para él—. ¿Le ha pasado algo? —Murió. —La pequeña rubia pronunció la noticia del fallecimiento de Gloria sin reparos—. De cáncer. —Lamento oír eso —dijo él, mientras su cerebro zumbaba con especulación.

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Gloria nunca supo nada, nunca mostró una señal de querer mirar más allá de lo evidente. Nunca indicó ninguna otra cosa más que una furia imperecedera hacia Bennett y Lana Prescott y sus hijos. El pastor y su familia habían sido más pobres que Gloria, pero aunque el marido de Gloria era médico, los Prescott habían sido más importantes en la comunidad. Ella nunca les había perdonado eso. Peor, su hija Melissa nunca había sido tan talentosa como Hope Prescott, y Melissa había sufrido el puesto de segundona sin gracia. Gloria había estado emocionada cuando los Prescott habían desaparecido, y había observado con callada satisfacción cómo la familia era destrozada y los niños enviados fuera. Sin dudas nunca había preguntado qué había pasado con ellos. Entonces, ¿por qué las agentes del FBI estaban informándole sobre su muerte? —Ella tenía sesenta años al momento de su muerte, en el Centro de Cáncer M.D. Andersen en Houston. —Rhonda también consultó su Palm Pilot—. Antes de morir, deseó hacer una confesión, la cual hizo… a su pastor y luego a la policía. Esa confesión le concierne a usted, senador Oberlin. —Rhonda lo miró directamente por encima del borde de sus anteojos—. ¿Sabría usted de qué se trataba? —No. Lo siento. —Él extendió las manos y notó con placer que estaban firmes—. Aunque visito Hobart de vez en cuando, es mi distrito y tengo un hogar allí, me temo que no teníamos… me refiero a mi esposa y a mí… no teníamos mucho en común con los Cunningham. A George le gustó el modo en que incluyó a Evelyn en la conversación, como si todavía no pudiera creer que estaba muerta. —La señora Cunningham afirma que, veintitrés años atrás, después de que el pastor y su esposa fueran asesinados —Johanna echó un vistazo a su Palm Pilot—, unos tal señor y señora Prescott, usted organizó una situación que desbarató la asignación de sus hijos a una familia, eligiendo en cambio separarlos. —¿Por qué hubiera tenido yo algo que ver con la ubicación de esos niños? —Cruzando las manos sobre su escritorio, se adelantó e irradió indignación—. Apenas acababa de comenzar mi carrera para el Senado de Texas y, contrario a la creencia popular, es un extenuante suplicio ser elegido. Creo que alguien más se ocupó de las adopciones. —Se frotó la frente como si no pudiera recordarlo bien—. Un pastor de una iglesia fuera del pueblo... ¿un tal Pastor John Wagner? ¿Wilson? No, era Wright. Pastor Wright. Johanna usó su lápiz para registrar la información. —¿Dónde está el Pastor Wright ahora? —preguntó Rhonda. —No tengo idea. Se los diré, hablé con el pastor sobre los niños Prescott, puse la situación en sus capaces manos, y me marché del pueblo para hacer campaña. Era una tremenda mentira, porque el nombre del Pastor Wright podía haber aparecido en algunos documentos oficiales, pero nunca había existido más allá del nombre. Era George quien se había asegurado condenadamente bien de que esos niños eran dispersados como polvo al viento. De algún modo, había sabido que ellos le darían problemas. Menos mal que estaba a punto de tirar abajo a las Industrias Givens, porque si Hope Prescott Givens se enteraba de la señora Cunningham y su inconveniente arrepentimiento y confesión, nunca cejaría hasta... encontrarse con el mismo destino que sus padres. —¿Entonces sostiene que no hay validez en la aseveración de la señora Cunningham? — preguntó Johanna. —Ninguna en absoluto.

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Estaba seguro haciendo esa afirmación. No había muchas personas en Hobart que hubieran sabido lo que estaba pasando, él se había asegurado de eso. Y muchas de esas personas a las que había conocido ya no estaban vivas. Él también se había asegurado de eso. Sí, parte de la congregación había intentado meter las narices para descubrir qué estaba pasando con los Prescott y sus hijos, pero no había tenido trascendencia. Feligreses pobres la mayoría de ellos, fácilmente controlados con una amenaza o un soborno. De un modo u otro, él los había hecho callar y, para el momento en que había terminado, tenía a Hobart y su población en sus manos. —¿Por qué están investigando una adopción de tantos años atrás? ¿Siempre prestan tanta atención a los desvaríos de una mujer evidentemente muy enferma? —Prestamos atención a lo que el gobierno federal nos ordena que prestemos atención. Así que, sí. —Rhonda grabó una nota en su Palm Pilot—. Senador Oberlin, la señora Cunningham nos dijo que sospechaba de un acto criminal en el incendio del juzgado del condado, y como fueron destruidos importantes documentos locales, estatales y federales, y el incendio fue catalogado como sospechoso, escuchamos sus acusaciones con interés. —¿El incendio fue catalogado como sospechoso? —Ciertamente lo había sido. Él se había asegurado de eso—. Tenía entendido que fue cableado defectuoso en el ático. Tanto Rhonda como Johanna levantaron sus miradas interesadas hacia él al mismo tiempo. George vio su error de inmediato. Debería haber simulado ignorancia sobre el incendio y su causa. —¿Hay algo más? —preguntó tajante—. ¿Algo que la señora Cunningham haya dicho que realmente me incriminara por algo, o todo esto es especulación? Ambas mujeres cerraron sus Palm Pilots al mismo tiempo. Se pusieron de pie. —Lamentamos haberlo molestado, senador —dijo Rhonda. Él también se puso de pie, sintiéndose relajado y un poco comunicativo. —No hay problema. Sé que tienen que cumplir con su deber. Las condujo hacia la puerta. —En realidad, la historia de la señora Cunningham era tan fantástica que probablemente no hubiésemos venido a verlo. Johanna se detuvo junto a la puerta. —Excepto por la extraña coincidencia. Rhonda le sonrió dulcemente. —¿La extraña coincidencia? —preguntó él. —Vamos, Rhonda, no queremos molestar al senador Oberlin con esto. Johanna tiró del brazo de Rhonda. —Recibimos un informe anónimo de una terrible similitud al modo en que murió la señora Oberlin. —La frente de Rhonda se frunció con perplejidad—. Una similitud trágica, realmente. Ante las palabras “informe anónimo”, un escalofrío corrió por la espalda de George. —No entiendo. —Es el tipo de cosas que hace que los agentes del orden público se pongan en guardia y presten atención —explicó Rhonda—. Verá, senador, es inusual que alguien caiga por las escaleras y se rompa el cuello, y ha sucedido dos veces en su hogar mientras usted estaba en las

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inmediaciones. Una vez en Hobart. Una vez en Austin. Una extraña coincidencia. Una terrible similitud. ¿No está de acuerdo, senador?

Freddy acompañó a las agentes del FBI a la salida. Desde el estudio, escuchó el estallido de porcelana. Parecía que el senador Oberlin había perdido su pregonado control sobre su temperamento. Qué espantoso. Parecía que la presión estaba empezando a hacer efecto. Freddy Griswald sonrió.

Kate subió los escalones del porche de la pequeña choza de Teague en la playa mexicana. ¿Qué lo retrasaba tanto? El viento marino alborotaba su cabello y soplaba romance por las arenas, y quería a Teague con ella. El sonido de la voz de él la hizo parar. ¿Con quién estaba hablando? Estaban solos aquí, tan aislados como era posible que estuvieran dos personas... —Querida, eres demasiado inteligente para mí. Pero no te diré nada sobre eso. Algunas cosas no deben ser discutidas. —Él se rió, y sonaba tan... cómodo. Afectuoso—. Tampoco te contaré eso. Ahora tengo que irme, te llamaré mañana a la noche cuando regrese. Cenaremos esta semana, ¿sí? —¡Estaba hablando por teléfono! ¿Por qué? Con una mujer, evidentemente, ¿pero quién?—. ¿Estás ocupada toda la semana? ¡No puedo creer que estés mandándome de paseo! —Se rió otra vez—. Muy bien, te veré el lunes. Adiós. Kate apareció en el umbral, lo vio cerrar su teléfono y se preguntó por qué, en un día de sol, risas y sexo, él había sentido la necesidad de llamar a… alguien. —No puedo creer que tengas servicio de telefonía aquí. —Servicio satelital —dijo él brevemente, y metió el teléfono en su bolso de lona—. Sólo estaba viendo cómo estaba todo. Entrando desde el sol brillante, ella no pudo verlo bien, pero reconocía la lamentación cuando la veía, y él estaba lamentándose. —¿Chequeando con tu gente? —Sí. Mi gente. —¿Todo está bien en Austin? —Todo está bajo control. —Él reclinó la silla contra la pared. La miró. Sus labios se elevaron—. ¿Sabías que con el sol detrás tuyo puedo ver directo a través de ese pareo? Parece como si tuvieras un arco iris entre las piernas. Ella se miró, el chal tenue y colorido atado alrededor de su cintura y el traje de baño a juego que cubría todas las partes esenciales de su cuerpo... y las exponía con admirable sutileza. Entonces volvió a mirarlo. Teague estaba descalzo, con el pecho desnudo, un par de jeans gastados caídos bajo en sus caderas estrechas. En el día y medio desde que habían llegado a su cabaña en la playa en un jeep destartalado, él se había bronceado de un hermoso marrón tostado. Con su cabello oscuro suelto alrededor del cuello y la barba incipiente ensombreciendo su mentón, parecía un pirata... un pirata que la miraba lascivamente.

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No había nada sutil en Teague. La sutileza, decidió, estaba sobrevalorada. Un deseo instantáneo cobró vida, lo cual era absurdo, porque habían pasado todo el tiempo aquí haciendo el amor… en la cama, en la arena... incluso lo habían intentado en el agua y decidido que era imposible. Así que lo habían hecho en la playa otra vez. Los dos tenían bronceados en lugares inusuales. Pero ella había oído su conversación, y no había sido con uno de sus empleados. Era personal, como la conversación en Starbucks, e importante, o él no se hubiese atrevido a usar tarifas satelitales. Pero no le importaba si él tenía una vida personal. Era el hecho de que mintiera sobre eso lo que le molestaba. Él se levantó, un estiramiento de hueso y músculo pausado, lento. —No te preocupes, Kate. Confía en que cuidaré de ti. —Lo hago. Pero… —La llamada no tenía nada que ver contigo. Él dio un paso medido hacia ella, con los ojos cálidos de humor y... deseo. Qué bien reconocía ella ese deseo. Su corazón dio un enorme golpe, y luego se asentó en un ritmo acelerado. Dio un lento paso atrás. —¿Estás acosándome? —¿Qué crees? Teague se adelantó otra vez, su pisada suave sobre las crujientes tablas del suelo. —Creo que estás intentando distraerme. Ella retrocedió por el porche hasta que el poste dio contra su espalda. Él seguía acercándose, su paso despreocupado. —¿Está funcionando? El hombre sabía que podía atraparla. Ella también lo sabía, pero el instinto de escapar era demasiado fuerte como para resistirlo. Se acercó un poco más a la barandilla. —Así parece. En cuanto llegó a los escalones, se dio vuelta y se lanzó hacia la playa. Oyó que los pies de él golpeteaban en el porche. Kate corrió hacia la bahía, sus talones hundiéndose en la arena con cada paso. Esto era tonto. No tenía adónde ir. La playa era una pequeña medialuna de blanco brillante a lo largo de una chispeante bahía azul celeste rodeada por rocas a cada lado y jungla detrás. El pueblo con su diminuta pista de aterrizaje estaba a ocho kilómetros en un camino de tierra con surcos, y el viejo jeep oxidado que les proveía de transporte no sólo era lento, sino que requería de hacer puente para arrancar. Sin embargo, ella corrió, riendo, el viento enfriando su rostro caliente. El pareo atado alrededor de su cintura se aflojó y se soltó volando. —Estoy alcanzándote —gritó él. Kate aumentó la velocidad. Oyó los pasos detrás suyo. Entonces, justo cuando parecía que su corazón iba a estallar de expectativa, el brazo de él le rodeó la cintura. La derribó sobre la arena, haciéndola rodar debajo de su cuerpo. La tomó de las muñecas. Ella luchó, pero él le sujetó las manos por encima de la cabeza. Esto era un juego, el tipo

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de juego maravilloso, libre, glorioso, que ella no había disfrutado desde la infancia. Aunque con Teague encima suyo no se sentía para nada infantil. Él miró su cara sonriente. —Ahora tienes que pagar la multa. —No, claro que no. Ella intentó quitarse contoneándose debajo de él. Teague metió una rodilla entre las suyas, sujetándola en su sitio. —¿No quieres saber cuál es la multa? —No. Porque tú tienes que pagar la mía. —Sin respiración, rió ante la expresión de él—. Me derribaste. —Mira si no estás llena de energía. —Él la miró malicioso, como un villano en una vieja obra, y flexionó los músculos en su pecho—. Pero no tienes posibilidad contra mi fuerza superior. —Oh, ¿sí? Mira esto. Levantando la cabeza, Kate atrapó suavemente su labio inferior entre los dientes. Apoyando la cabeza en la arena, usó su lengua para introducirse en la boca de él. Teague sabía a felicidad, a mangos jugosos y lujuria. Ella profundizó el beso, adorando la leve vacilación de él, y entonces su entrega al permitirle chupar su lengua y darle la suya. Él tenía una tendencia a abrumarla. Siempre quería estar al mando. La dominaba de una manera que la disparaba en espirales fuera de control, pero a veces a Kate le gustaba la libertad de estar arriba, de controlar el ritmo y la velocidad. Él no parecía saber cómo permitírselo, y eso la sorprendía. Con una reputación como la de Teague, ella hubiese esperado que él estuviera familiarizado con cada delicado matiz del sexo. Se consoló con el pensamiento de que él aprendería, y disfrutó del peso de su cuerpo sobre el suyo. Él la hacía perder la cabeza con alegría, y eso, sabía, era un regalo excepcional y maravilloso. Así que lo besó, con el olor a cálida piel de hombre y suave brisa salada en su nariz. Cuando finalmente lo soltó, él levantó la cabeza. —¿Ves? Mi multa por haberme derribado es la misma que la tuya por atraparme. —No exactamente la misma. Él la miraba con los ojos entrecerrados. Kate pensó que detectaba un rastro de esa melancolía otra vez, como si él fuera un hombre a punto de tener una gran revelación. Pero el botón de sus jeans pinchaba el abdomen de ella, y bajo su cremallera, Kate sentía su calor y dureza… una promesa para el futuro. —¿Qué tenías en mente? Movió las caderas de manera seductora. —Hacer snorkel. —Oh. La burbuja de su alegría se desinfló inmediatamente. —Vamos. Te gustará, lo prometo.

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Parándose, él extendió la mano y tiró de ella para ponerla de pie. —¿Pero qué hay de...? Kate estiró la mano hacia el bulto en los jeans. Él la tomó hábilmente de la muñeca y la llevó hacia la pila de equipo para hacer snorkel a la sombra de una palmera. —Prometiste que lo intentarías. —No lo decía en serio. Ella había estado en todas partes del mundo y había logrado mantener la cabeza por encima del agua. Ahora, había aceptado nadar sobre un arrecife de coral poblado de tiburones. Había perdido la cabeza, si no su desagrado claustrofóbico por ser incapaz de respirar. No, peor, él la había follado hasta dejarla demente. —Haremos snorkel sólo en la bahía. Está mortalmente sereno hoy. Las olas no son altas. ¿Ves? —La rodeó con el brazo y señaló hacia el agua, que casi lamía sus pies—. Kate, mira. ¿No es hermoso? Ella miró a su amante con sospecha. —Dijiste que estaba mortalmente sereno, lo que significa que debería haber una falta total de olas. Pero puedo ver el Golfo arremolinado. ¿Y por qué lo llaman mortalmente sereno? El mero término me suena ominoso. Él ignoró sus tonterías del mismo modo que ignoraba sus protestas. —Las olas no salpicarán tu snorkel, y sabes lo clara que es el agua. Estaré ahí mismo contigo. Verás los corales y peces brillantes. —Le sonrió, sus dientes destellando blancos en el rostro bronceado—. Conozco un sitio donde nadan las manta rayas. ¿No te gustaría ver manta rayas? Ella enterró los pies en la arena caliente, los miró y dijo malhumorada: —Para eso miro los especiales del National Geographic. Teague rió entre dientes, como si ella estuviera bromeando. —¿Te he dicho cuánto me gusta tu traje de baño? —No. —Púrpura, azul, rojo, amarillo y anaranjado rayaban su cuerpo en cintas salpicadas de pintura—. En general no has querido que lo use. —Me gusta más lo que hay debajo. —Si intentaba distraerla de su miedo, estaba haciendo un trabajo bastante encantador. Sus manos le rozaron los muslos y el trasero—. Cuidaré perfecta y absolutamente de ti. Así que, vamos. Ayúdame a ponerte tus aletas para nadar. Mientras se arrodillaba frente a ella, Kate se preguntó cómo había logrado convencerla de esta locura. Poniéndose de pie, él se sacó los jeans, quedando sólo vestido con su traje de baño. Ah. Cierto. Él le había quitado el buen juicio usando el par más pequeño de shorts de spandex negro que ella hubiera tenido la suerte de ver. Haría cualquier cosa por la oportunidad de apoyar su cuerpo contra el de Teague, sin importar cuán estúpido fuera. —No te dejaría hacer esto si no tuviera confianza absoluta en tu habilidad para nadar —la tranquilizó—. Nunca antes he conocido a nadie que sólo nade de costado, pero eres muy fuerte. —Estás intentando convencerme con halagos. Y seduciéndome también. —¿Sí?

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Él intentaba verse inocente, lo que era ridículo porque nunca podría verse de otro modo que peligroso. —Intentando hacerme olvidar mi miedo. Aprendí ese truco en la televisión: cuando la persona que estás entrevistando está nerviosa, háblale y no le digas cuando empiezas a filmar. —No tengo una cámara encima. —Parándose, él abrió las manos y permitió que ella inspeccionara su cuerpo—. ¿Ves? —Lo veo. Lo que veía la distraía más de lo que podrían las palabras. Lo cual explicó cómo Teague la metió en el agua.

Volaron de regreso esa noche y la pasaron en casa de Teague porque no soportaban estar separados. La mañana del lunes, Teague sostuvo a Kate en sus brazos y dijo: —Esta noche iremos a buscar tu ropa. Puedes quedarte aquí conmigo hasta que resolvamos esta situación con Oberlin. Ella dudó. ¿Quedarse con Teague? ¿Vivir con él? Pero ella adoraba su casa. Y —una punzada de culpa la recorrió—, ¿qué iba a decirle a su madre? Ella quería a Kate comprometida. La quería unida en santo matrimonio. De seguro no la quería viviendo en pecado sin posibilidad de matrimonio ni perspectiva de nietos. Viendo la indecisión de Kate, Teague se apresuró a eliminar sus objeciones. —Podría mudarme otra vez contigo, pero él sabe dónde vives… y yo tengo mejor seguridad. —Lo sé. —Kate se rindió—. Muy bien. Me quedaré aquí... un tiempo. Teague tomó esa victoria y la amplió. —Evita a Oberlin hoy. Haz todo lo que puedas para mantenerte alejada de ese bastardo. Ella disfrutaba bastante la idea de pasar el problema del senador Oberlin a Teague. Distraídamente, decidió que su pasividad era una combinación de dos cosas: la increíble repugnancia que sentía sabiendo que un hombre como Oberlin estaba interesado en ella, y hacer el amor con Teague, que la había dejado suave y sensiblera... y profunda, espantosa, terriblemente enamorada. Estúpidamente enamorada.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1166 El lunes entero Teague permaneció en la sala principal de seguridad en el capitolio mientras su personal de guardia —Chun, Big Bob y Gemma— iban y venían. Investigó a Oberlin por internet, observó cómo Kate cooperaba con su orden, y reflexionó con sombría satisfacción que la tenía bajo control. Si tan sólo tuviera la misma influencia sobre George Oberlin. Oberlin recorría los corredores buscando a Kate. Interrogaba a los colegas de ella. Hacía llamadas a la estación de televisión. Vio a una mujer que de espaldas se parecía a Kate, y se acicaló. La tomó del brazo. Y cuando ella se volvió furiosa contra él y maldijo, el rostro del hombre se puso rojo oscuro y levantó el puño. A decir verdad, Teague quería que la golpeara. Se hubiese asegurado de que la mujer fuera rescatada inmediatamente, pero un error público como ese, respaldado por la cinta de video que Teague proporcionaría, sería difícil de ocultar. En el ejército, Teague había sabido cómo tratar con soldados enemigos. En el negocio de seguridad, sabía cómo procesar criminales. Pero, ¿un senador? ¿Un senador que había cometido asesinato? ¿Múltiples asesinatos? ¿Que había salido impune? Y Teague estaba amargamente consciente de su propia vulnerabilidad. Era medio hispano, medio anglo, sin familia, sin influencia, con una casa hipotecada y un préstamo sin saldar tomado para expandir su negocio. Pero más le convenía encontrar algún modo de proteger a Kate muy pronto, porque a medida que Oberlin no lograba encontrarla, se volvía más y más inquieto. A finales de la tarde, Big Bob se inclinó sobre el hombro de Teague, echó un vistazo al monitor y preguntó: —¿Qué le pasa al senador Oberlin? Parece que se puso miel en el trasero y luego se sentó en un montículo de hormigas rojas. Era hora de informar a su gente respecto a la situación, así que Teague los enfrentó. —Está poniendo incómoda a Kate Montgomery, y ella me pidió ayuda para esquivarlo. —Pensé que no te importaba lo que le sucediera a Kate Montgomery. —Big Bob enganchó los pulgares en las trabillas del pantalón, se meció sobre sus talones y sonrió—. Dijiste que una vez que atraparas al acosador, ella no era gran cosa. —Ya no estoy seguro —dijo Teague suavemente—, de que hayamos atrapado al acosador correcto. Su comentario atravesó la habitación como un disparo. Su gente se lo quedó mirando, con los ojos muy abiertos. —¿Estás acusando a Oberlin? —preguntó Chun incrédulamente. —Estás cargándonos, Teague. —Big Bob señaló el monitor donde estaba Oberlin, con los brazos cruzados y una expresión tormentosa en el rostro—. Ese hombre es un blanco, devoto e influyente hijo de puta, y si está persiguiendo a la señorita Kate Montgomery será mejor que dejes que ella lo maneje, o él cancelará nuestro contrato de seguridad tan rápido que te dejará la cabeza dando vueltas.

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Big Bob había captado casi cada gramo de la atención de Teague. Algunos gramos siguieron observando los monitores mientras Oberlin empezaba a caminar otra vez. —¿Por qué lo dices de ese modo? Había oído que Oberlin tenía la reputación de ser poderoso, pero justo y honorable. —Así es. Aquí —dijo Big Bob—. Pero mi tía vive en el condado de él, a dos pueblitos y un salto de Hobart, de donde es él, y allí no es conocido por ser tan buen tipo. Ella dice que mucho tiempo atrás hubo algunos rumores bastante desagradables rondando sobre Oberlin, y nunca desaparecieron del todo. Teague nunca había visto a Big Bob tan enfático. —¿Qué tipo de rumores? —El tipo de rumores que sugieren que no hay que meterse en su camino, o te pasará por encima con un camión cargado de cemento, y luego dará marcha atrás sobre ti sólo para asegurarse de que ha hecho bien el trabajo. Big Bob se veía tan solemne como un funeral. Teague se dio cuenta de que Oberlin estaba en curso de colisión con Kate, y habló al micrófono. —Juanita, ¿ves a Kate Montgomery hablando con el señor Duarte, el conserje? —En el monitor, vio que Juanita asentía con la cabeza—. ¿Sí? Ve a indicarle que necesita dirigirse al este, abandonar el edificio, y dar la vuelta para entrar por abajo. Correcto. Gracias, Juanita. — Volviéndose hacia Big Bob, Teague preguntó—: ¿Por qué nunca antes me dijiste esto? —Antes no importaba —dijo Big Bob—. ¡Antes no estabas intentando atravesarte en su camino! —¿Entonces vamos a permitir que pase por encima a Kate Montgomery con un camión de cemento para salvar nuestros traseros? —preguntó Teague. Era interesante observar a su gente luchando con el dilema… ¿salvar sus trabajos o hacer lo correcto? Pero Teague no había contratado a Big Bob, Chun o Gemma porque hacían las cosas del modo sencillo. Los había contratado por su integridad, y no lo decepcionaron. —Bastardo asqueroso —masculló Chun, con su mirada puesta en Oberlin. —Siempre me dio escalofríos. Gemma se estremeció. —Bueno, diablos. —Big Bob se palmeó el estómago con afecto—. De cualquier modo, estaba comiendo demasiado bien. —Sabía que podía contar con todos ustedes. Poniéndose de pie, Teague comenzó a dirigirse hacia la puerta. —¿Llevarás a Kate a casa esta noche, jefe? —preguntó Chun con maliciosa diversión. Teague se detuvo. —Claro que sí. —Gemma rió entre dientes—. Está asegurándose de que ella esté a salvo noche y día. —¿Qué tiene de malo? —dijo Teague bruscamente. —Nada. —Big Bob se meció sobre sus talones otra vez. Volvió a sonreír—. Absolutamente nada. Pero si fuera tú, jefe, tendría cuidado, o podrías terminar conduciendo ese elegante autito deportivo permanentemente.

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Teague cerró la puerta de un golpe frente a su hilaridad. Él era el soltero por excelencia. No tenía nada para dar a una mujer, excepto buen sexo. Algunas mujeres —las mujeres buenas, mujeres como Kate— con el tiempo anhelaban cosas como el amor y la intimidad. Anhelaban una relación. Cuando era pequeño, en las ocasiones en que había intentado demostrar afecto, su madre había usado una risa grosera o un fuerte bofetón para hacerle entender el hecho de que los abrazos y las tiernas palabras de él le daban asco. No podía intentar formar un lazo amoroso con Kate… si ella se reía de él, cualquier trocito de alma que le quedara se marchitaría, y él no sería nada más que vacío y angustia. No, maldición. Big Bob estaba equivocado. No había modo de que él y Kate pudieran durar. Cuando Kate deseara más de lo que estaba dispuesto a dar, le dejaría en claro que ella tenía que respetar su espacio y desistir. Lamentablemente, ella eligió ese momento para rodear la esquina de las Cámaras del Senado. Peor, sonreía como si estuviera feliz de verlo. Esa mujer no conocía la vergüenza. No le devolvió la sonrisa. —Vamos. Tomándole la mano, él se dirigió hacia los autos. Ella se rió. ¡Se rió! ¿Realmente había pensado que la tenía bajo control? Ella estaba llevándolo de las narices… o más bien, del pene. Un viento prematuro del norte había soplado en Austin, bajando la temperatura seis grados en menos de una hora. El frío atravesaba su traje. Kate cruzó los brazos sobre su pecho y agachó la cabeza contra la fuerte brisa mientras caminaban hacia el auto de ella. Pero Teague no la arrimó a él. Si lo que había visto de Oberlin en el monitor probaba algo, era que estaban tratando con una obsesión con todas las letras. Qué mal que hubiera hecho falta la muerte de la señora Oberlin para aguzar la percepción de Teague. El asesinato de la señora Oberlin. Qué maldito lío. Teague miró a Kate de reojo. Ella captó su mirada y le sonrió. Él no pudo evitarlo. Le devolvió la sonrisa como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Esperaba que nadie le contara a Oberlin que él y Kate estaban marchándose juntos. No había modo de saber qué haría el senador. Ponerse hecho una furia, supuso Teague. Sería mejor que se fueran por separado, pero Teague no podía correr el riesgo de que Oberlin la encontrara. Y Teague la necesitaba ahora, ahora... Ella le ofreció las llaves de su auto. Teague abrió la puerta de Kate. Encendió el motor, y cuando arrancó sin problemas, bajó de un salto y la hizo subir. —Conduce a mi casa. —Pensé que iríamos a la mía para poder empacar. Ella lo miró, con sus grandes ojos parpadeando estupefactos. Como si no supiera exactamente lo que él deseaba. —Más tarde. Le cerró la puerta con fuerza y apoyó la palma contra el frío metal del auto. Él era un torbellino de preocupación, lujuria, agresividad y amor... no. Ya sabía eso. Amor no.

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La siguió a través de las calles de Austin. Era el único siguiéndola, se aseguró de eso, y cuando llegaron a su casa, la hizo pasar dentro con la mano en la parte inferior de su espalda. Era como si el fin de semana idílico haciendo el amor, nadando y hablando nunca hubiese sucedido. Estaba desesperado de necesidad. Tenía que tenerla. Tenía que tenerla ahora. Al ver a Brenda instalada en su escritorio, los dos se detuvieron de golpe. —Hola, Teague, Kate, ¿cómo están? —preguntó Brenda alegremente. —¿Trabajando hasta tarde? Kate sonaba sólo levemente interesada en la respuesta. Teague quiso gruñirle. Tenía una erección como para colgar un abrigo y ella quería conversar con su secretaria. —Planeaba ponerme al día con el papeleo… —Brenda captó la mirada asesina de Teague—, mañana. —Parándose, barajó páginas en pilas prolijas—. Así que los veré mañana. O, eh, no. ¡Buenas noches! Arrancó su chaqueta del perchero y salió a la noche ventosa. Kate se apoyó contra la pared. Con una media sonrisa, vio cómo Teague ponía la cerradura y la alarma. Entonces, con una ferocidad que lo tomó por sorpresa, ella lo rodeó y lo besó. Estaba alocada de pasión, ávida de deseo. Sus brazos lo sostenían, una pierna estaba envuelta a su alrededor, y por un largo momento él le permitió tomar el control. Entonces Teague recordó… cuando llegara el momento, cuando ella empezara a exigir intimidad, él planeaba dejarla. Alejarla. Levantándola en brazos, la llevó a la sala de estar. La depositó sobre la alfombra y le hizo el amor rápida y furiosamente, mientras las formales fotos en blanco y negro del siglo diecinueve los miraban. Y Kate permaneció con él. Igualó su velocidad, su furia. Sin timidez, ella gritó con fuerza su placer, y por un momento, él olvidó que tenía que dominarla y simplemente… vivió. Vivió como nunca antes había vivido. Después yació tumbado sobre la alfombra, mirando fijo las molduras de la cala, su pecho subiendo y bajando mientras intentaba recobrar el aliento. La compostura. A sí mismo. Rodando, Kate se incorporó sobre un codo y miró a Teague. —Es hora de que vayamos a visitar a mi madre. Teague se puso tenso, pero no abrió los ojos. —¿Por qué? —Porque este asunto con el senador Oberlin podría tener algo que ver con mis padres biológicos, y mamá podría saber algo. —Kate tenía razón en eso. Pero eso no era todo. Tenía algo más en mente—. Y estamos involucrados —continuó—. Ella querrá conocerte. Exactamente la razón por la que él no quería conocer a la señora Montgomery. Nunca había conocido a la madre de ninguna mujer con la que se estuviese acostando, y no quería hacerlo ahora. —¿Cómo va a enterarse de que estamos involucrados? Una pregunta lógica.

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Kate le ofreció una respuesta lógica, mientras que al mismo tiempo se acomodaba para que sus senos quedaran posados sobre el pecho de él. —Le diremos a todos que estamos involucrados para cubrir nuestra investigación del senador Oberlin. ¿Recuerdas? Mamá es popular y muy relacionada. Si no se lo digo, alguien más lo hará. —Kate le acarició las costillas con el dedo índice—. Amo a mi madre. No quiero lastimarla. Él gruñó y deseó que los pezones de Kate no estuviesen apretando contra su piel. Podía reunir una mejor resistencia cuando su mente no estaba nublada por la lujuria. —Lo entiendes. Tenías una madre y la amabas. La extrañas. —No —dijo él sin amabilidad ni pretensiones. Maldita sea, Teague, pequeño bastardo. No seas tan condenadamente estúpido. Eres un maldito estúpido gringo mestizo y si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa niña… —Teague, ¿por qué te ves así? Kate le pasó su mano sobre el esternón, en el sitio donde latía erráticamente su corazón. Teague, pequeño bastardo, no puedes llevar a esa niña a una pelea de pandillas. Si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa niña tiene sólo catorce años. ¡Es tu prima! Si algo le sucede… —Mi pobre bebé. —Kate sonaba absolutamente sincera—. Sabía que habías dicho que perdiste a tu padre cuando eras muy joven, pero pensé... pensé que tú y tu madre eran unidos. ¿Qué sucedió entre ustedes? Si Kate pensaba que acostarse con él le daba derecho a entrometerse en su vida privada, a hacer preguntas y sacarle la verdad, a compadecerlo, le esperaba otra cosa. Pero esa niña sólo tiene catorce años. Es tu prima, mierda. Teague se quedó mirando a Kate con los ojos entrecerrados. Ella era reportera. Había cubierto crímenes, huracanes. Audiencias del Senado. Pero no tenía ni una pista sobre cómo funcionaba el mundo real. Él apostaría que, si se lo preguntaban, ella diría que la gente era básicamente buena, y eso hacía que él quisiera aullar de risa. O aullar de furia impotente. Porque cuando recordaba a su madre... tomando la mano de Kate, la apretó contra su pecho. Con la habilidad que había mantenido a salvo sus secretos todos estos años, dijo: —Muy bien, iré a visitar a tu madre, pero tienes que hacer que valga la pena. La otra mano de Kate se deslizó hacia abajo por la cadera de él y acarició el sitio desnudo, sin vello, donde su estómago se encontraba con su cadera. Lo suficientemente cerca al objetivo principal para hacer que el corazón de Teague diera un salto, pero lo bastante lejos como para hacerlo anhelar. La sonrisa de ella brillaba tan cálida y embriagadora como el tequila. —Bien, señor Ramos, ¿qué tenía en mente?

—Mamá, ¿estás en casa? Kate arrojó su llave sobre la mesa en el recibidor. —Aquí, querida —respondió su mamá—. En la sala de costura.

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Teague se veía fuera de lugar, lo que sorprendió a Kate, porque había sido totalmente sofisticado en la fiesta del senador Oberlin, y totalmente formal en el capitolio. Ahora se movía incómodo, como si estuviera listo para salir corriendo. Tomándole la mano, lo condujo dentro del dormitorio que también servía como cuarto de costura de su madre. El lugar era un mar de seda cruda color crema y cordones hechos de soga dorada. La complicada máquina de coser estaba bajo la ventana, donde podía captar la luz. En medio del caos se encontraba su madre, ante la larga mesa, con un par de tijeras en la mano y dos alfileres en la boca. —Vaya —dijo Teague en voz baja. Kate sonrió. Estaba acostumbrada a los proyectos de su madre, pero cómo los llevaba del caos al producto terminado seguía siendo un misterio para ella. A Teague esto debía parecerle imposible. —¿Qué es esta vez? —preguntó Kate. Su mamá se sacó los alfileres de la boca y los clavó en el alfiletero en su muñeca. —Estoy haciendo cortinas para el dormitorio de la tía Carol, y declaro que esta seda que ella escogió está poseída por el diablo. —Es más probable que el diablo esté en la máquina de coser. Kate se apoyó en el marco de la puerta y sonrió a su madre. Pese a los mejores esfuerzos de su madre para enseñarle, Kate nunca había aprendido a coser. Cada vez que lo intentaba, el hilo se rompía o se fruncía en el revés de la tela, o aparecían misteriosos puntos de aceite a lo largo de la costura. La experiencia entera dejaba a Kate indignada con el proceso… pero cuando miró a Teague, estalló en carcajadas. Si ella estaba indignada, él estaba en pánico. Sus ojos ámbar muy abiertos, la mandíbula apretada. Kate pensó que sería mejor que lo presentara antes de que huyera. Posando una mano tranquilizadora sobre su brazo, dijo: —Mamá, este es Teague Ramos, mi antiguo guardaespaldas y nuevo novio. No le tiene miedo a nada, pero creo que ha encontrado la excepción en tu cuarto de costura. ¿Puedes dejar esto un momento y tomar el té con nosotros? —preguntó Kate. —Bueno, sí, querida, me encantaría conversar con tu señor Ramos. Su mamá se levantó y pasó suavemente cortes de tela hacia un costado hasta haber despejado un camino. Salió de la habitación, con su mirada fija en Teague. En todo caso, Teague pareció más asustado, y Kate hubiese jurado que él empezaba a sudar. Esto era divertido. Su mamá se detuvo justo frente a él, presionándolo como él había presionado a Kate la primera vez que se habían visto. —Señor Ramos. —Le ofreció su mano—. Es un placer conocerlo finalmente. He oído mucho sobre usted. —¿Por... Kate? Él tomó la mano de la madre como si fuese frágil, algo que definitivamente no era. —No, la mayoría de los chismes provinieron de mis amigas. No fueron el tipo de chismes que tranquilizan a una madre. —Ella sonrió con una dulce sonrisa de belleza sureña—. Teague… ¿puedo llamarte Teague?

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—Sí, señora, por favor. Como un ratón intentando escapar a las garras de un halcón acechando, él permaneció inmóvil. —Déjame ser absolutamente clara. Será mejor que seas bueno con mi pequeñita, o usaré mi cuchillo de trinchar más grande para extirpar tus joyitas. —¡Mamá! —Kate se rió ante la expresión de ofendido asombro de él—. Mamá, Teague ha sido maravilloso conmigo. —Exactamente como debería. Ahora, Teague… —su mamá enganchó la mano en su brazo y lo condujo hacia la cocina—, te ves como un hombre que conoce el valor de una hogaza de pan bien hecha. Ven y dime qué piensas de mi más reciente experimento para Navidad. Kate los siguió, sonriendo tan ampliamente que pensó que se le partiría la cara. Por supuesto, no había sabido que su madre amenazaría a Teague, pero no le sorprendía. Teague tenía reputación de mujeriego, y su mamá era una metodista practicante, definitivamente no el tipo de mujer que aprobaba el sexo casual, y ciertamente no si su hija era la que participaba en el acto. —Es un abundante pan de trigo con canela, queso crema, pacanas y dátiles. Su mamá sentó a Teague en uno de sus taburetes frente al desayunador. Kate disfrutó de verlos juntos: su madre delgada, elegante, con sus hermosos y bondadosos ojos marrones, y su apuesto amante con la débil apariencia de civilización que apenas cubría sus asperezas. Su mamá fue con prisa a la hogaza de pan que se enfriaba sobre la rejilla. Tomó su cuchillo para el pan perversamente largo. Teague dio un respingo. La madre de Kate debía haber estado mirando. —Este no es mi cuchillo de trinchar. —Le mostró el borde serrado—. Tendrías que estar muy quieto para que yo lo usara. Este… —sacó la hoja larga, ancha y brillante de su funda sobre la mesada—, es mi cuchillo de trinchar. Impresionante, ¿eh? —Mamá. —Kate se dejó caer en uno de los taburetes de la cocina frente al desayunador—. ¡Suenas como papá! —No quiero que Teague piense que somos un par de damas indefensas —dijo su madre. —No pienso eso en absoluto —dijo Teague secamente. Kate experimentó un extraño escalofrío de preocupación. A excepción de ciertos trepadores sociales y hombres que pateaban perros y niñitos, a todos les gustaba su madre. Sin embargo, Teague se mantenía apartado de la nube de alegre bondad que impregnaba la casa de su madre. Parecía que no se atrevía a relajarse o podría traicionarse. Y Kate sospechó que la culpaba por su incomodidad. Kate no lo entendía, y no le gustaba; mientras ellos hablaban, observó a las dos personas que amaba… y luchó por comprenderlos. Su madre cortó dos tajadas, puso cada una en una servilleta de papel y se las pasó sobre la mesada. —Díganme, ¿cuándo empezaron a salir? Kate llevó su taburete al lado de Teague y apretó su rodilla contra la de él. Él la miró de reojo, y en sus ojos ella vio un atisbo de la desolación en su alma. Pero esta vez vio más que el vacío; vio un destello de soledad impulsada por el dolor.

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Entonces él dio un mordisco al pan y, como buen hombre, perdió interés en todo excepto la comida. —¡Es maravilloso! Por un instante, sólo un instante, pareció olvidar lo que lo tenía preocupado y se permitió que le gustara la madre de ella. —Gracias —dijo la mujer—. ¿De dónde eres, Teague? Ups. Por supuesto, su mamá tendría que interrogarlo de una manera adecuadamente maternal y hacer las preguntas que Kate, como reportera, apenas se había atrevido a hacer. —Soy de Brownsville, en la frontera mexicana. Él dio la información a regañadientes. —¿Quiénes son tus padres? La mujer le sirvió un vaso alto de leche y se lo pasó. Él bebió antes de responder. —Mi madre está muerta. No estaba casada. Mi padre la abandonó antes de que yo naciera. Kate respiró ahogadamente. No se había dado cuenta de que él le mentiría. —Pero dijiste que tu papá se marchó cuando eras pequeño. —Apliqué un pequeño giro. La severa expresión de su rostro se volvió más adusta. Kate no lo entendía esta noche. Estaba brusco, casi beligerante… y estaba lastimándola. Tenía que saber que la estaba lastimando. —Entonces ahora has decidido que mi madre tiene que saber la verdad. —Yo diría que decidió que tú tenías que saber la verdad. —Su mamá intentó dar un apretón a la mano de él—. Lo siento. Suena como que tuviste una infancia difícil. Él se apartó de su toque, rechazando su compasión. —Alguien como yo no es digno de tocar a su hija. —Teague, estoy aquí sentada y no me gusta tu actitud —dijo Kate furiosa. La mirada de él nunca se apartó de su madre. Ni siquiera reconoció la presencia de Kate. —No creo que haya ningún hombre que merezca tocar a mi hija. —Su madre hizo una sonrisa terrible—. Pero me resulta insultante que me consideres semejante esnob. —Los hijos pagan los pecados del padre. Eso dicen. —La sonrisa de Teague era igualmente desagradable—. Soy un bastardo. —Yo soy una mujer religiosa, Teague, y me concentro en la parte de tratar a los demás como me gustaría que me trataran. No atormento a los hijos debido a los actos estúpidos que cometieron sus padres. —La sonrisa de su mamá volvió a la normalidad—. ¿Te queda familia? —No. Nada de familia. Nadie. —Lo cual explica por qué tú y Kate tienen tanto en común. Ella es adoptada, ¿sabes? Nuestras familias siempre la han tratado como suya, pero sospecho que en su corazón Kate sintió la diferencia. Su mamá le ofreció la mano. Kate la tomó y la sostuvo. Las familias de su madre y de su padre habían sido su familia, pero no podía negar el deseo que de vez en cuando despertaba en ella, de conocer a su propia sangre. Pero había hablado sobre eso a su madre sólo durante sus turbulentos años adolescentes, porque había sido el deseo de una niña, formado de cuentos de hadas y melodrama.

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—Déjenme buscar el álbum de fotos. —Su mamá tomó la mano de Teague también, y antes de que él pudiera quitarla, la apretó entre sus dedos—. Querrás ver las fotos de bebé de Kate. Mientras su madre salía con prisa de la cocina, Kate suspiró. —Me temo que tendrás que mirarlas y hacer “oohs” y “aahs”. Se preguntó si él se quedaría para esa dura prueba. —Puedo hacerlo. —Como si no pudiera contenerse, dejó que su mirada se deslizara sobre ella, calentándola de adentro hacia fuera—. Apuesto a que eras una bebé hermosa. —Otra cosa que tenemos en común. —No podría saberlo. —Estaba sentado demasiado recto. Hablaba con demasiada rigidez—. No tengo fotografías de bebé. La verdad lo desbordó, y el corazón de ella sufrió por la hostilidad que demostraba. Sin embargo, la hostilidad era mejor que el oscuro olvido que una vez había visto en él, así que preguntó: —¿Tienes tus fotos de la escuela? ¿Comenzando con un adorable niñito de cinco años con enormes ojos dorados y cabello muy, muy oscuro, con dos dientes faltantes en el frente? Ante su descripción entusiasta, la expresión severa de él se agrietó levemente, y sonrió. —Es una descripción bastante acertada. —¿Y luego una foto cada año hasta que te graduaste de la secundaria? —Una vez que llegué a la secundaria, generalmente faltaba el día de las fotos. —Como impelido a probar los límites de la tolerancia de Kate, dijo—: Tengo una de cuando tenía quince años, con la oreja medio cortada y la nariz rota. Quería que ese día fuera conmemorado. La madre de Kate apareció en el umbral y, por el modo en que lo miraba con los ojos entrecerrados, era evidente que había escuchado la confesión de Teague. —Puedo ver por qué lo harías —dijo, poniendo el álbum sobre la mesada frente a Teague y abriéndolo. —Discúlpenme. —Kate bajó de su taburete—. Mientras ustedes dos se ríen de mis fotos, voy a llamar a la estación para ver qué saben de los eventos en el capitolio. Estaban sucediendo cosas esta tarde, y no pude quedarme quieta el tiempo suficiente como para descubrir qué estaba pasando. Cuando miró atrás, su mamá estaba sentada en el taburete que Kate había abandonado, diciendo: —Esto es de cuando Kate tenía dos años y medio. Cantaba en el coro de los niños en Navidad. Ese fue el año que descubrió que era divertido pararse enfrente de un público y que la admiraran. Le ha gustado ser el centro desde entonces.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1177 ¿Dónde estaba Kate? George la había buscado todo el día. Sabía que ella había estado en el capitolio. Cuando preguntaba, la gente decía cosas como, “Sí, acabo de hablar con ella”, o “Acaba de perderla. Ella dijo que tenía que ir al baño de mujeres.” Y, “Dios querido, Oberlin, ¿qué está haciendo aquí? Acaba de enterrar a su esposa. Debería estar en casa.” “Se acerca la votación”, no dejaba de decir George. “Evelyn no hubiese querido que yo eludiera mi deber. Le importaba muchísimo el bienestar de los niños. Hubiese querido que yo votara por el financiamiento escolar.” A las siete en punto esa noche, casi todas las personas importantes habían abandonado el edificio del capitolio, y George se encontraba en la rotonda vacía, con el pecho subiendo y bajando agitadamente por la frustración. ¿Kate estaba evitándolo? No podía creer que lo estuviera evitando. Ni siquiera había ido a ofrecerle sus condolencias. Se suponía que sintiera pena por él. Tanto su director de campaña como su abogado habían llamado por el accidente de Evelyn. Habían estado nerviosos por la muerte de ella. Habían preguntado a George si él había dicho a alguien más que había estado evaluando el divorcio. George pudo asegurarles sinceramente que no lo había hecho. Había dejado muy claro a su abogado que si empezaba un rumor sobre su intención de divorciarse de Evelyn, él sabría a quién culpar. Había hecho lo mismo con su director de campaña. No era un hombre que dejara tales asuntos al azar. No le gustaba que lo sorprendieran. La visita de las agentes del FBI lo había sorprendido. En el fondo de su mente, la preocupación lo acosaba como una resaca. Alguien había enviado una pista anónima sobre la señora Blackthorn. Ese accidente había sido veinte años atrás y a kilómetros de allí, pero alguien todavía recordaba... y sospechaba la verdad. ¿Quién? Antes de morir, Gloria podía haber contado sus sospechas al FBI, pero había estirado la pata antes de poder hacer la conexión entre las muertes de Evelyn y la de Blackthorn. ¿El doctor Cunningham habría finalmente reunido coraje para sospechar? No, porque aunque el buen doctor era una pequeña comadreja cobarde, también era un hombre inteligente, y sabía que si empezaba a lanzar acusaciones, George lo haría pedazos. Sonrió ante ese pensamiento, su primera sonrisa genuina del día. Ahora mismo su vida entera abundaba de potencial. Iba a hacer tanto dinero con la quiebra de las Industrias Givens que sería uno de los hombres más ricos en los Estados Unidos. Su billetera se removía nerviosamente al pensar en lo cerca que estaba de cobrar el acuerdo. Con ese respaldo financiero, podría pasar totalmente por alto el Senado de Estados Unidos e ir directo a la presidencia. Y a Kate le gustaría ser su primera dama. No una primera dama como esa perra dominante de Clinton, sino una verdadera primera dama, como Jackie Kennedy, el tipo que todos envidiaban por su porte y buen gusto. Pero primero Kate tendría que aprender algunos modales. No lo había buscado. No había enviado una nota. Él no había recibido flores de ella. Cuando estuvieran casados, le enseñaría mejores modales. Se los enseñaría. Se lo mostraría. Mañana haría aprobar el voto por el financiamiento escolar. Ella era reportera. Estaría allí con todas las luces. —Senador Oberlin, ¿qué está haciendo aquí? —El señor Duarte se acercó arrastrando los pies, su fregona y su balde con rueditas detrás de sí—. Es tarde.

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—¿Ha visto a Kate Montgomery? —George había perdido toda habilidad para disimular—. ¿Sigue aquí? —Ah, senador, siento tanta lástima por usted. Acaba de perder a su esposa, y esa jovencita se marchó con su novio. Pero deje de preocuparse por ella. Sé que usted la tomó bajo su ala cuando nadie más quería ayudarla a volar, y Dios lo bendecirá por su bondad, pero el pajarito está aleteando hacia el cielo ahora mismo. George sólo escuchó una palabra. —¿Novio? —Se quedó boquiabierto y susurró—: ¿Qué novio? —Ese joven agradable, el que hace la seguridad aquí. —Duarte chasqueó los labios mientras pensaba—. No puedo recordar bien su nombre... —¿Ramos? ¿Teague Ramos? —Ese mismo. —Duarte asintió, sus ojos marrones lagañosos—. Es un tipo agradable, y he visto suficiente para reconocer a un hombre enamorado. —En… enamorado. —George se sentía enfermo. Entonces, se recuperó con rapidez—. Está enamorado. Por supuesto que estaba enamorado de Kate. —Sí, señor, senador —dijo Duarte con el entusiasmo de un romántico nato—. Ese muchacho está enamorado. ¿Y sabe qué? Ella también está enamorada. Él está enamorado. Ella está enamorada. —La voz cantarina de Duarte seguía y seguía—. Están enamora—do—os. Otra traición. Una traición que calaba tan profundo como la primera. El rostro tonto y arrugado de Duarte daba vueltas frente a los ojos de George, y apenas logró recordar las cámaras de seguridad y no ahorcar al anciano. No había estado tan enojado desde… desde que había matado al pastor y su esposa con sus propias manos. Mientras Duarte seguía hablando, George se alejó. Salió del capitolio, hacia el teléfono, hacia su auto, hacia la venganza. En la esquina, tomó un teléfono público. Metió cincuenta centavos y, con dedos cautelosos, marcó el número que lo pondría en contacto con Jason Urbano en Boston. Cuando la voz de Urbano respondió, George dijo: —¿Recuerdas esa tarea que te dije que hicieras? Quiero que la hagas ahora. —¿Senador? ¿Senador Oberlin? Por favor, no me obligue a hacer esto. La voz de Urbano temblaba como la de una niñita. —Hazlo, o sabes lo que sucederá. George generalmente se enorgullecía de sonar optimista al ofrecer sus amenazas. Esta vez, semejante actuación estaba fuera de su poder, y su voz crujió con irritación. —Muy bien. Para que todo salga bien, llevará dos días. Pasado mañana, las Industrias Givens serán nada más que escombros. —Urbano respiró hondo, dolorido—. Pero, ¿promete que me encubrirá? Cuando los Federales investiguen el colapso, ¿usted se asegurará de que no presenten cargos? —Sí. Salvaré tu trasero. Ahora... ¡hazlo! George colgó y permaneció allí, con el pecho subiendo y bajando, y la mano todavía en el tubo. Sus rodillas temblaban tanto que apenas podía mantenerse en pie. Sentía los ojos hinchados de furia. La voz que había oído saliendo de su boca había sido la de su padre…

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¿George Oberlin estaba perdiendo la cabeza? Respiró y comenzó a andar otra vez hacia su auto. No, él no. Él tenía todo bajo control. Sin embargo, al mismo tiempo, la rabia burbujeaba en sus venas y las palabras de Duarte resonaban en su mente. Ese muchacho está enamorado... Ella también está enamorada... Él está enamorado... Ella está enamorada. Están enamora—do—os. Kate no comprendía las fuerzas que había desatado.

Después de colgar el teléfono de su madre, Kate se quedó mirándolo. La llamada a KTTV la había puesto nerviosa. Se sentía rara, al no estar en medio de las cosas. Se había establecido en el puesto de reportera política: descubriendo historias, olisqueando el aire en busca de eventos próximos. Le gustaba su trabajo. Entendía por qué Teague quería que evitara a Oberlin. Sería estúpido, tomando en cuenta lo que creían de él, que ella corriera el riesgo de encontrárselo. Dios mío, temían que fuera un asesino obsesivo—compulsivo que tenía una fijación con ella. Pero ella nunca antes había escapado de una situación. Nunca había eludido su profesión porque tuviera miedo. Y ahora, después de sólo unas pocas horas lejos de la acción, temía haber perdido su ventaja. Tonto, realmente. La política se movía a la velocidad del arrastre glacial. No pasaría nada esta semana, y para la próxima Teague habría... ¿habría qué? Esta situación con Oberlin era más aterradora que cualquier otra cosa que hubiese enfrentado desde que los terroristas habían secuestrado a su padre. Se sentía igual de impotente, y se moría por tomar el control. Creía en Teague. Creía que era el mejor hombre de seguridad en el país… ¿pero qué podía hacer él? Esto era grande. Era enorme. Era más de lo que ninguno de ellos hubiera enfrentado, y tenían que enfrentarlo juntos. De algún modo, necesitaban sacar fuerzas del otro... Kate se encontró sonriendo tontamente al aire. Estaba locamente enamorada de un hombre que se había erizado con hostilidad cuando su madre había preguntado por su familia. Tal vez era la amenaza con cuchillo de su madre lo que había provocado su animosidad. Deprisa, Kate se levantó y se dirigió de nuevo hacia la cocina. Su madre estaba ocupada con una tetera de porcelana con la forma de Dumbo, y una lata de té en hebras. Kate se apoyó contra la mesada. —Qué linda tetera, mamá. —Me la trajo la tía Carol de Disneylandia. —La levantó y miró su amable rostro gris—. Debo decir que se parece a ella. Kate rió porque no pudo contenerse, y se volvió hacia Teague. —La tía Carol tiene una panza redonda, orejas grandes y una nariz grande… —echó una mirada de reprimenda a su mamá—, y mi madre tiene un cáustico sentido del humor cuando quiere. —Sí, iré al infierno por eso. A propósito, espero que la razón por la que están saliendo no sea debido a que alguien más está acosando a Kate. Su madre los observaba con esa mirada serena, penetrante, que solía tener el efecto de lograr que Kate se sentara recta y estudiara matemáticas.

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Atrapó por sorpresa a Kate. Ella bajó la mirada. —Oh, cielos. —Su mamá se sentó pesadamente sobre el taburete—. Quería escuchar que estaban saliendo. —Estamos saliendo —dijo Kate. —Quería escuchar que estaban involucrados. —Estamos involucrados. —Quería oír que estaban comprometidos. Teague intervino antes de que Kate tuviera que meterse en eso. —Respecto al acoso… hay algunas coincidencias que nos ponen incómodos. —Coincidencias. —Su mamá le echó esa mirada de madre—. Cuéntame sobre ellas. —¿Estás segura de que no conoces al senador George Oberlin? —preguntó Kate. Su mamá lo pensó un momento. —Estoy segura. Pero recuerdo que decidieron que la señora Oberlin era tu acosador. —Miró de Teague a Kate y otra vez—. ¿No lo era? —Sí, en realidad lo era. El problema es que Evelyn Oberlin murió en una caída el viernes pasado. Teague observó a la madre con tanta agudeza como ella lo había observado antes. —¡Dios mío! —La mujer se tapó la boca—. ¿Cómo? —Estaba ebria —dijo Teague—. Cayó por las escaleras en su casa. —Lamento oír eso, pero si estaba ebria... Su ceño se frunció con desconcierto. —También estaba ebria la noche que la atrapé detrás del contenedor en el apartamento de Kate. —La boca de Teague se estiró sombríamente—. Ella parloteaba sobre Kate, sobre cómo estaba acosándola para espantarla y mantenerla a salvo. —Estaba loca. La pava empezó a silbar, y su mamá vertió el agua hirviendo en la tetera. —Pero, ¿qué tan loca? —preguntó Kate—. Mientras hablaba, se disculpó con Lana. ¿Conocemos alguna Lana? —No. Pero su madre se veía precavida. —Dijo que Kate se parecía a su madre. —Teague observó a la mujer. La tez naturalmente rosada de la madre se volvió pálida—. Dijo que Kate tenía que marcharse antes de que él la matara de nuevo. —Teague presionó sin piedad a la mujer en busca de información—. Sentiré mucha más tranquilidad si me dice que usted sabe más sobre la adopción de Kate que ella. Los ojos de la mujer se apartaron, como si fuera culpable. Tomando la tetera, sirvió té en una taza. —Todavía no está listo —dijo, y dejó caer el líquido por el desagüe. Los instintos de reportera de Kate cobraron vida y se agudizaron. —Me preguntaba, mamá, si el senador Oberlin tuvo algo que ver con mi adopción. —No. No, fue una adopción por iglesia.

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Su madre hablaba con absoluta certeza. —¿Qué iglesia? —preguntó Teague suavemente—. ¿Dónde podemos encontrar los documentos de Kate? —La agencia de adopción está cerrada. —Pero sus documentos deben estar en alguna parte —insistió Teague. —Cuando regresamos... pasaron dos años antes de que regresáramos al país. El trabajo nos mantuvo lejos. —Su mamá volvió a servir el té, y esta vez quedó satisfecha, porque llenó las tres tazas y se las dio con un envase de edulcorante—. Para el momento en que volvimos, la agencia de adopción había desaparecido. —Pero las agencias de adopción no desaparecen. Kate se inclinó hacia su madre. Esto era importante. Su madre tenía que saber más que esto. —Esta sí —dijo bruscamente su mamá. —Pero debe haber intentado encontrarlos, obtener los documentos de Kate —dijo Teague. —Lo hicimos, pero no pudimos encontrarlos. —La voz de su madre se volvió más aguda, más fuerte—. Y como le dije a mi esposo, Kate había sido abandonada en los escalones de la iglesia. ¿Qué tipo de documentos podía haber tenido la agencia? Teague iba a decir algo, pero Kate le apretó el muslo. Fuerte. Se quedó callado. La mirada de su madre cayó a la mano de Kate, y luego los miró. —Tengo un certificado de nacimiento que el estado otorgó para... que inventaron para ella. La fecha de nacimiento es aproximada. El lugar de nacimiento quedó en blanco. Y tengo sus papeles de adopción. Pero, ¿por qué esto es importante? —Nos preguntamos si la razón por la que la esposa del senador Oberlin me acosaba, si la razón por la que murió en una caída, tiene algo que ver con mi otra familia. Mis parientes de sangre. —¿Cómo podrían... cómo podrían haberte encontrado? La voz de su madre tembló. —No sabemos que sea eso. Tal vez Oberlin de vez en cuando escoge a alguna muchacha con la que encapricharse —dijo Teague. —¿Y las mata? —La mujer tomó con fuerza el hombro de Kate—. No puedes volver a ese capitolio a trabajar. ¡Tienes que estar lejos de ese hombre! —Mamá, tengo que trabajar. Teague está ayudándome a evitar al senador. —Kate miró enojada y significativamente a Teague—. ¿Cierto? —La señora Montgomery tiene razón —respondió él—. Me haría sentir mejor si permanecieras alejada del trabajo un par de días. —¿Un par de días? ¡El imbécil oportunista se había puesto de lado de su madre! —Los legisladores están dándole largas al voto del financiamiento escolar. ¿Qué puede pasar en un par de días? —preguntó él en su tono más tranquilizador. —Ya he estado lejos debido a la acosadora. —Kate estaba exasperada con los dos—. Si pido un par de días libres más, Brad me despedirá. Sabes que lo hará. Su mamá le tomó la mano.

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—Por favor, querida. Hazlo por mí. Si ese Oberlin ha matado antes... Teague la interrumpió. —No sabemos si esa es su intención. Este podría ser un caso especial, porque por lo que dijo Evelyn Oberlin, Kate se parece muchísimo a alguien. Tal vez alguien de la familia biológica de Kate. —Querida, tienes que tener cuidado. —Los labios de su mamá temblaban—. Prométeme que no irás a trabajar esta semana. Kate se rindió. ¿Cómo podía no hacerlo frente a la profunda y sincera aflicción de su madre? —Muy bien. Me quedaré en casa. —Echó un feo vistazo a Teague—. Pero no me gustará. —Mejor descontenta que enterrada. —Teague se paró e hizo poner de pie a Kate—. Prometo que la mantendré a salvo, pero por favor, señora Montgomery, si recuerda algo que debiéramos saber, llame a alguno de los dos. —Puso su tarjeta sobre la mesada—. La vida de Kate podría pender de un hilo.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1188 —¿Dónde estuviste ayer? —El miércoles por la mañana, mientras el ascensor subía hacia la sala de redacción, Linda agarró el brazo de Kate y la miró furiosa a los ojos—. Después de dos meses de discusiones el Senado vota por el financiamiento escolar, ¿y tú no estás en ninguna parte? Brad me gritó por dejar escapar una noticia, ¡y luego me gritó porque no sabía dónde estabas! —Lo siento. Kate apartó las garras de Linda de su brazo. Lo lamentaba. Había estado persiguiendo noticias desde que había llegado a Austin, y todas habían estado creciendo hacia una noticia grande, el voto de financiamiento escolar. Y se lo había perdido porque había hecho lo que Teague le había ordenado... se había quedado en casa para evitar a Oberlin. ¡Un solo pésimo día! —Todos, y quiero decir todos, parecen pensar que debería tenerte controlada. Brad, Cathy, Oberlin… todos me preguntan dónde estás, y actúan como si yo fuese una delincuente si no lo sé. Bueno, déjame decirte, Kate Montgomery… —mientras las puertas se abrían, la voz de Linda subió a un crescendo—, ¡no me importa lo que estés haciendo siempre y cuando hagas tu trabajo! Agachando la cabeza, Kate entró corriendo en la sala de redacción. Se sentía muy parecido al primer día, cuando no le gustaba a nadie porque pensaban que había obtenido su puesto mediante influencia y dinero. Podía ver la crítica en cada mirada, y se dio cuenta de que eso era exactamente lo que pensaban. La niña rica malcriada se había cansado de hacer su trabajo y lo había arruinado cuando más la necesitaban. Tendría que empezar de cero volviendo a construir su reputación, y esta vez llevaría mucho más tiempo. —¡Señorita Montgomery! —rugió Brad desde su oficina—. ¡Puede venir, por favor! —Ella se arrastró hasta allí esperando castigo—. Me siento complacido y orgulloso de que hayas podido traer tu pobre y desgraciado cuerpo femenino hoy. —Él iba y venía por su oficina, con la panza moviéndose sobre el cinturón en una ola ondulante—. Después de meses y meses de discusiones, tenemos el voto del financiamiento escolar, y tú llamas para avisar que estás enferma. —La semana pasada conseguí las mejores noticias —dijo Kate. Era un argumento poco convincente. La semana pasada estaba muerta y olvidada. Una reportera sólo valía las noticias que descubría hoy; esta semana había evitado a Oberlin y, por lo tanto, las noticias. —¡Linda dijo que te vio con Teague Ramos teniendo una cena íntima anoche! Maldita sea, señorita Montgomery, quiero a mis reporteras ahí afuera persiguiendo noticias, no besuqueándose con los malditos hombres de seguridad. Kate casi se ahogó de la vergüenza. Claro que Linda había visto a Kate y Teague juntos, y por supuesto que había ido corriendo a Brad con la información. Linda tenía nariz para oler las historias que nadie quería que se supieran, y estaba enojada con Kate. —Sí, señor. No volverá a suceder, señor. No existía explicación que Brad fuera a aceptar. Ciertamente no que Kate estuviese siendo acosada —otra vez— por un importante senador. Ella sabía el escepticismo que recibiría ese anuncio.

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Y a Brad ni siquiera le importaría si era cierto. Kate era una reportera. Incluso en un huracán, se suponía que vadeara dentro del Golfo. Aun si se enfrentaba a la muerte o, por lo menos, al síndrome premenstrual, se suponía que consiguiera la noticia. Si tenía que mirar a George Oberlin a los ojos y simular que no sabía nada sobre su pasado, sus crímenes y su extraña obsesión, lo haría. —Estaré al tanto de las cosas hoy. —Te conviene. —Brad levantó el cinturón sobre su panza y la miró enojado—. O, maldita sea, sabré la razón por qué.

—Míralo. —Teague señaló el monitor en el centro de seguridad del capitolio y no habló a nadie en particular—. Cada vez que ve a Kate, se arregla las plumas como un ave. Big Bob se inclinó hacia el monitor. —Un halcón duro, fornido y viejo. —Sigue atrayéndola con noticias. Ese hijo de puta Oberlin estaba haciendo algún tipo de rara danza de cortejo política diseñada para atraer a su pareja elegida a su nido, y Teague apenas podía soportarlo. Sabía que Kate estaba en problemas en la estación por perderse la gran noticia de ayer, ¿pero tenía que ser tan tenaz? A Kate le estaba yendo bien como reportera; ¿por qué no podía estar satisfecha con eso? —Jefe, puedo oír tus dientes rechinando —dijo Rolf. —Tiene que saber que Oberlin está al acecho por ella. Entiende que él es un psicópata. Pero por amor a su trabajo, sigue metiéndose justo en medio del peligro. —No diría que es exactamente peligroso —señaló Gemma—. No sale del complejo del capitolio, y él no le hará nada aquí. Teague se dio vuelta de golpe y la miró enojado, luego volvió a su vigilancia. Kate se había vestido para su rol. Hoy llevaba una falda negra ajustada, una chaqueta de cuero negro, una camisa de seda roja, y tacones de aguja tan altos que estaba absolutamente erguida y caminaba con este meneo... ningún hombre en el capitolio sería capaz de resistirse a darle una entrevista si ella deseaba una. Diablos, Teague le daría otra entrevista si ella lo deseaba. Pero hoy Kate no quería hablar con él. Quería hablar con Oberlin y las demás fuentes de noticias importantes, y eso implicaba el premio mayor. En un tono tranquilizador, Gemma dijo: —Teague, es hora de la dosis de café de Kate. Ahora mismo está sola. Nada de Oberlin por kilómetros. ¿Por qué no la llevas a Starbucks? —No puedo. Tengo que quedarme aquí hasta que descubra qué ha estado haciendo Oberlin todos estos años. Teague señaló la computadora que usaría para investigar… si Kate cooperaba, se comportaba y dejaba de distraerlo. —Yo puedo investigar a Oberlin. —Rolf hizo crujir sus nudillos como si no pudiera esperar para meterse en el juego—. Descubriré qué ha estado ocultando.

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Teague miró a Rolf. El hombre era un genio de las computadoras, y tenía razón… él podía hurgar lo suficientemente profundo como para descubrir qué estaba ocultando Oberlin. —Muy bien. —Teague se puso de pie—. Bajaré a la planta baja. Pero si me encuentro con Oberlin... —Asentirás amablemente y no revelarás tus intenciones —dijo Big Bob severamente. —Sí. —Teague tomó un auricular con micrófono adjunto, metió la batería en su bolsillo y se dirigió a la puerta—. Pero no va a gustarme. Se marchó para interceptar a Kate y la encontró caminando hacia él por el corredor en el Ala Sur del capitolio. Por primera vez desde que habían empezado a acostarse, ella no parecía contenta de verlo. Bueno, qué pena. —Entonces... —Él se detuvo en su camino. Se paró con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Quieres ir a tomar un frappuccino? —No. Hace un poco de frío para un frappuccino. Pero me gustaría un latte. Gracias por preguntar. Ella tenía una expresión sarcástica en el rostro, como si él la hubiera desafiado. No lo había hecho. Simplemente le había pedido ir a tomar un café. Teague no entendía a las mujeres. Nunca las entendería. —Muy bien. Vamos. —Salieron del capitolio hacia Starbucks—. Te vi entrevistando a un montón de gente. ¿Tuviste un buen día? Teague se dio cuenta de que sonaba como si estuviera burlándose de ella. —Nada bueno. No. Como estoy en la lista negra de todo el mundo por abandonarlos ayer, hoy he tenido el privilegio de buscar historias de seguimiento. La voz cortada de Kate le crispó los nervios. —No es mi culpa haberte pedido que eludieras los problemas. —No dije que lo fuera. Para cualquier espectador, era claro que estaban riñendo. Ella tenía su maletín lleno de papeles cerca del pecho, con los brazos cruzados encima. Él caminaba con las manos libres — cuando estaba afuera, siempre caminaba de este modo, para poder estar listo para un ataque—, pero todo en su andar se sentía extraño, como si no estuviera cómodo en su propia piel. Caminaban rígidamente, con una distancia designada entre ellos. —No puedes culparme por estar preocupado cuando él te mira como si fueses su última oportunidad de salvación —estalló Teague. —¿Su última oportunidad de salvación? —Ella se frotó la frente como si le doliera, y sonó quejosa como una niña enfrentada a algo que no podía comprender—. Eso es exactamente correcto. Él es tan... tan normal cuando hay otras personas cerca, pero cuando estamos solos parece pensar que yo lo entiendo. Le ofrecí mis condolencias por la muerte de su esposa... —Por el amor de Dios, ¿por qué hiciste eso? —preguntó Teague. —Porque eso es lo que uno hace cuando ve a alguien después de la muerte de su cónyuge. —Ella hablaba con ese tono irritado y lógico que usaba una mujer cuando pensaba que un hombre estaba siendo irracional—. Estaba intentando actuar con normalidad.

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—Muy bien. No te alborotes por nada. —Teague respiró hondo—. ¿Qué dijo él cuando le ofreciste tus condolencias? —Dijo que yo era su Jackie Kennedy. ¿Qué significa eso? —Significa que ya ha elegido a su segunda esposa, y eres tú. El Starbucks quedaba a una cuadra. El exterior del complejo del capitolio estaba tranquilo; se había instalado un frente frío, y una brisa hacía escocer la nariz de Teague. Tres tipos de traje esperaban entre ellos y el latte caliente. Tres tipos realmente grandes. —Y planea postularse para presidente. —Eso es nefasto. Incluso a la distancia, Teague pudo ver que no eran tipos que usaran traje regularmente. Eran músculos. Rondaban en el borde de la acera como si estuvieran esperando a alguien. El medidor de amenazas de Teague llegó a la zona roja. ¿Kate? ¿Tendrían instrucciones de secuestrar a Kate? Eso indicaría un nivel de rareza que no había evaluado previamente en Oberlin, pero con la muerte de su esposa, su cordura parecía estar decayendo. ¿O era la aparición de Kate en su vida lo que lo había llevado al límite? Kate venía a tomar café todos los días a la misma hora, así que sería fácil programar una recogida... En voz baja, Teague le ordenó: —Regresa al capitolio. —¿Por qué? —Ella giró para enfrentarlo en la acera—. ¿Porque no quieres discutir esta situación conmigo? Sabes, no sólo soy una reportera, estoy involucrada personalmente, y necesito saber lo que sabes sobre Oberlin. —Sé que eres una reportera. —Los tres tipos musculosos seguían allí parados, intentando verse como si estuvieran esperando un taxi. La tensión de Teague aumentó—. Me recriminas por tu trabajo todo el tiempo. Estoy intentando protegerte, pero insistes en estar en público hablando con dementes cuando sería mucho más fácil defenderte si sólo te quedaras en casa. ¡Maldición! Había dicho demasiado. —Quedarme... ¿en casa? —Por primera vez, Teague vio a Kate casi incoherente. Desafortunadamente, no duró—. ¿Qué casa sería esa? ¿La mía? ¿La tuya? ¿Debería ponerme perlas y quitar el polvo mientras cocino tu cena y espero que llegues? —Ella dejó caer su maletín, que golpeó el piso con un ruido sordo sólido—. Vamos, Teague, contrólate. No estamos casados. Tengo un trabajo, tú tienes un trabajo… ¿el tuyo es más importante que el mío? —Sí. —Los tipos abandonaron su postura casual y se dirigieron hacia Teague y Kate—. Ahora mismo lo es. —Dándose vuelta, habló suavemente al micrófono—. Tenemos una situación aquí afuera. Avenida Congreso, a media cuadra de Starbucks. —Se volvió hacia ella—. Ahora, ¿podrías, por favor, regresar al capitolio? —Sí. Oh, sí. No dudes que volveré al capitolio. —Sus ojos disparaban chispas azules—. Donde trabajaré. Donde haré entrevistas con senadores y otros locos variados. —Clavó el dedo en el pecho de Teague—. Y será mejor que aprendas a aceptarlo. Recogiendo su maletín, ella se alejó a zancadas. Gracias a Dios. Había pensado que nunca se marcharía.

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Dándose vuelta, Teague fijó su mirada en el tipo a la cabeza y se movió para interceptarlo. Con un asentimiento pero sin sonrisa, preguntó: —¿Cómo va todo? Cuando ellos viraron bruscamente para alcanzarlo, Teague se dio cuenta de que había cometido un error fatal. Kate no era su blanco. Era él.

Kate iba a zancadas por Congreso hacia la entrada principal del capitolio. Qué hombre espantoso. ¿Cómo podía haberse imaginado enamorada de él? Él se quejaba de su trabajo. Se quejaba por el modo en que ella se comportaba. La invitaba a Starbucks, y luego la enviaba de regreso sin una explicación... Tenemos una situación aquí afuera, Avenida Congreso, a media cuadra de Starbucks. Kate se detuvo. ¿Una situación? ¿Qué quería decir con “una situación”? ¿Por qué...? La explicación estalló en su mente. Esos hombres... Teague... ¡estaba en problemas! Dándose vuelta, corrió por la calle. Pero no pudo ver a Teague. Había desaparecido. Y ella no podía correr. Apenas podía caminar con estos ridículos stilettos Jimmy Choo. Deteniéndose, se los quitó. Dejó caer uno en la acera, mantuvo el otro en la mano. Recordó lo que Teague había dicho: “un tacón es un arma magnífica”. Corrió por la calle. ¿Dónde estaba? ¿Dónde...? Su cabeza giró mientras buscaba. Sus medias se hicieron pedazos en el hormigón. Sacó su celular de la chaqueta para llamar a la policía. ¿Qué tan lejos podían haberlo llevado? ¿Lo habrían metido en una camioneta, se lo habrían llevado para asesinarlo? Nunca volvería a verlo excepto en... excepto en fotos de su cuerpo mutilado... —Vamos, vamos, vamos, vamos —masculló mientras corría. El corazón le golpeaba las costillas. Se sentía enferma de preocupación—. ¿Dónde estás? En un callejón al lado de un contenedor, algunos cubos de basura y una pila de basura, vio un destello de movimiento. Corrió hacia allí, vio un enredo de cuerpos. Cuatro tipos. Eran ellos. Era tonto estar aliviada, pero lo estaba. Había encontrado a Teague. Llamó al 911. Jadeó: “Un asalto en el callejón en Congreso y la Décima”. Volvió a meter el teléfono en su chaqueta. Oyó el golpe de carne contra carne. Un hombre salió volando, lanzado por una patada bien apuntada. Golpeó la pila de basura en una explosión de desechos. Kate saltó encima de él, gritando con todas sus fuerzas. Dos hombres estaban agachados encima de algún pobre imbécil en el piso. Teague. Estaban matando a golpes a Teague. Levantando su zapato, golpeó a un matón en la nuca. Saltó sangre. Él se dio vuelta. Con ambas manos en su maletín, ella se lo asestó en la cara. Él se tambaleó a un costado. El maletín salió volando. Ella volvió a gritar, largo y fuerte. Alguien escucharía. Alguien vendría a ayudar.

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El otro tipo, el que estaba agachado encima de Teague, saltó hacia ella… y en segundos, Teague pasó de estar tendido a ser un toro embistiendo. Teague lo tacleó. Salieron revolcándose por el callejón y el primer atracador, el tipo en la basura, fue hacia ellos. La ignoró y fue tras Teague. Agarrando un cubo de basura lleno y pesado, ella se lo arrojó. No pudo levantar mucho el peso del suelo, pero cuando lo golpeó en las espinillas, el choque lo derribó. Él voló por encima. Aterrizó de cara al piso. El impacto dobló la manija de los dedos de Kate, llevándose piel, carne, desencajándole a medias el hombro. Ella se dio vuelta, buscando dificultades, buscando a Teague... Y se dio cuenta de que había más personas corriendo hacia ella, gritando. Por un momento, intentó desesperadamente pensar cómo iba a defender a Teague. Entonces se dio cuenta de que era la gente de él. Gemma, Rolf, Chun, todos viéndose tranquilizadoramente competentes… y furiosos. Entraron en acción y en segundos los atracadores fueron contenidos. Kate oyó sirenas. Vio luces intermitentes rojas y azules y autos de policía. Teague se puso de pie tambaleante. Él estaba a salvo. Estaban a salvo. Le dolía el pie. Le dolían las manos. Su pecho subía y bajaba por el esfuerzo y el pánico residual. Los papeles de su maletín estaban desperdigados por el callejón. Su zapato estaba… no sabía dónde estaba su zapato. Policías con uniforme inundaron el lugar. Kate miró a Teague través de la multitud. Teague estaba de pie, con las manos abiertas y colgando a sus costados, mirándola. La sangre salía de sus labios hinchados. Tenía un moretón que le estaba cerrando rápidamente el ojo, y podía oírlo resollando desde el otro lado del lugar. Kate nunca había visto nada tan hermoso en su vida. Él comenzó a ir hacia ella. Ella comenzó a ir hacia él. Se encontraron en el medio. Y Teague dijo: —¿Por qué no escapaste? ¿Por qué volviste? No eres ninguna experta en defensa personal. ¿Además estás loca? Ella se quedó mirándolo, boquiabierta, y lo odió tanto como lo amaba. —De nada, imbécil. Girando sobre sus pies descalzos, caminó hacia uno de los oficiales de policía para dar su versión.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1199 Esa noche, a la luz y el calor de la cocina de Teague, Kate sacó un helado de naranja del freezer y se lo dio. —Ten. Esto bajará la hinchazón. Con el cuidado de un hombre dolorido, él lo metió en su boca. La expresión en su rostro vacilaba entre agonía y alivio. —Qué bueno. Así está mejor. —Se sentó perfectamente derecho ante la mesa, con las costillas rotas vendadas para aliviar la tortura de respirar—. ¿Quién te enseñó eso? —Mi mamá. Kate se paseaba entre el freezer con sus múltiples bolsas de hielo reutilizables, la licuadora con sus batidos y smoothies, y el fregadero donde pelaba fruta. El ácido escocía los cortes en sus manos; una enfermera en el hospital había limpiado el óxido de las palmas de Kate mientras esperaba que hicieran las radiografías a Teague y lo cosieran. —¿Y cómo lo supo tu mamá? —Porque es una mamá. Qué cosa insensible para decir. Kate metió los desperdicios en la basura con ferocidad. Él también había tenido una mamá, sólo que a ella no le había importado lo suficiente como para darle helados cuando él se lastimaba. Así que Kate supuso que lo sentía. Ciertamente sabía que debería lamentarlo. Pero él le había mentido sobre su pasado. Había mentido, y ahora ella dudaba de sus verdades. —Papá y yo solíamos jugar a arrojarnos la pelota, y al principio yo generalmente la atrapaba con la cara. Mejoré. —Puedo verlo. Tu rostro se ve genial. Teague intentó sonreír, intentaba ser conciliador. La sangre salía de sus labios maltratados. Sí, bueno, Kate tenía la planta de los pies en carne viva por correr sobre cemento, grava y basura, y el dedo gordo izquierdo tenía un corte lo bastante profundo como para requerir de agua oxigenada, una venda cruzada y una vacuna de tétanos. Sus dolores no mejoraban su humor. —No sonrías —le dijo cruelmente—. Sonreír no te hace ver mejor. —¿Qué pasa? —Él dejó su helado. Le tomó la mano, besó la piel rasguñada—. Estás alterada. —¿Quién no estaría alterada cuando golpean a su novio? —Soltó la mano—. Tu ojo se ve como el demonio. —Así era. Tenía puntos justo bajo la ceja, y el doctor había dicho que había tenido suerte de que no le hubieran roto la órbita—. Déjame traerte otra bolsa de hielo. —Yo puedo hacerlo. —Él se paró, pero no se metió en su camino—. Estás alterada conmigo. Ella vaciló. Pero, ¿qué diferencia hacía? No quería que la tocara. Bien podía decírselo. —No estoy alterada contigo. Estoy furiosa contigo. Teague sabía que estaba enojada. Ella pudo verlo en la expresión de su rostro. Bien. El hombre tendría que ser estúpido para no saber que había metido la pata, y Teague Ramos era cualquier cosa excepto estúpido. Kate aplastó la bolsa de hielo azul hasta que el interior estuvo maleable, la envolvió en un repasador y se la entregó.

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—Mira, lamento lo de tus zapatos —dijo él—. Te compraré unos nuevos. Estaba equivocada. Él era estúpido. —Pagué cuatrocientos dólares por ellos en Nueva York. Antes se veía apaleado. Ahora se veía enfermo. —Nunca he entendido cómo las mujeres pueden justificar el pagar tanto por un tonto par de... Ella tuvo que detenerlo antes de hincharle el otro ojo. —¿Qué? No puedo escucharte. Estás mascullando. —Dije que lamento haber despotricado contra tu carrera. —Hundiéndose en la silla otra vez, él aplicó el hielo con cuidado contra su ojo—. No sé de dónde vino eso. De los años cincuenta, supongo. No lo decía en serio. —Sí, lo hiciste. No conozco a ningún hombre que no preferiría ser el centro del universo. Estás acostumbrado a ser el mejor de todos. Cuando le cuentas a la gente sobre tu trabajo, eres el centro de atención, y no te gusta cuando yo lo soy. —Kate pudo ver que él odiaba escuchar la verdad. Bien—. Pero puedo soportarlo. El problema es que tus quejas respecto a mi ambición son la punta del iceberg. Cuando estábamos caminando hacia Starbucks, ¿por qué no me dijiste que sospechabas que esos tipos eran matones? Él bajó la bolsa de hielo para mirarla con su ojo bueno y el ojo malo casi cerrado por la hinchazón. —Porque pensé que podían estar trabajando con instrucciones de secuestrarte. Secuestro. Esa palabra le dio escalofríos. Su padre había sido secuestrado. Había sido torturado. Había sido asesinado. No quería terminar así. Pero ese no era el punto, y no iba a permitir que Teague la distrajera. —Así que me ordenaste que entrara al capitolio, sin explicaciones, cuando si hubieras dicho: “Kate, esos son tipos malos, vete”, yo hubiera corrido. —No, no lo hubieses hecho. —Él bufó con incredulidad—. Te conozco. Hubieras hecho lo que hiciste, y te hubieras metido de un salto en medio de una pelea. —Si hubieses insistido en enfrentarlo, entonces sí, me hubiese quedado cerca con mis tacones altos hasta que llegara la caballería. —No estás entrenada para pelear. —Diría que hice un buen trabajo. De hecho… —lo miró críticamente—, me veo mucho mejor que tú. Él se recostó en la silla y dijo bruscamente: —Me aplastaron. Ella pudo ver que había herido su vanidad de macho, y eso le dio mucho placer. —Necesitabas ayuda y la obtuviste… de mí. —Sin embargo, era evidente que podía esperar que se congelara el infierno hasta que él le agradeciera—. Si me hubieses dicho la verdad, al menos hubiera sabido qué estaba pasando. Hubiera estado preparada en lugar de ser tomada por sorpresa. No me hubiese sentido como… —oh, no, su voz tembló—, como una tonta inútil tomada de tu brazo. Como todas las demás mujeres inservibles con las que él había salido. Como una del montón.

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—Se puede ser cosas peores. Teague puso la bolsa otra vez sobre su ojo, como si la discusión estuviera terminada. —¿Que una tonta? —La indignación sacó a Kate de su estado lloroso momentáneo—. ¡No, no las hay! —¡Podrías estar muerta! —No iban a matarme. Iban a matarte a ti. —Metió el dedo en la cara de él—. Tú me gritaste por no dejar que te mataran. —Se supone que estoy protegiéndote. Él parecía sufrir de sordera masculina, así que Kate lo repitió. —Tú me gritaste por no dejar que te mataran. Él se repitió. —Se supone que estoy protegiéndote. Aparentemente, Kate estaba equivocada. No era sordera masculina. Era imbecilidad masculina. —Esto es demasiado. He aprendido mi lección. Dejo que el amor me haga perder la cabeza y me quite toda la sensatez que haya aprendido, pero lo de hoy me mostró mi error. Primero Brad me grita por no hacer mi trabajo. Luego tengo que hablar con ese asqueroso Oberlin tres veces. — Le mostró tres dedos a Teague—. Y después tú me gritas porque no escapé corriendo como una de esas chicas mentecatas con las que sueles acostarte. Bien. Voy a hacer lo que mejor sé hacer. Voy a encontrar la historia de Oberlin, desenmascararlo por un asesinato y sabe Dios cuántos más, y luego volveré mi vida a la normalidad. —¿Normalidad? ¿Volver tu vida a la normalidad? —Con fuerza controlada, Teague arrojó la bolsa de hielo dentro del fregadero—. ¿Sabes lo estúpido que suena eso? ¡Tu vida no volverá a la normalidad! Estarás muerta como Evelyn Oberlin. Como Lana Quiensea, que él mató. Como las otras personas que él posiblemente eliminó. Todavía no lo hemos dicho pero, ¿te das cuenta de que estamos hablando de un asesino serial? ¿Uno con dinero y poder que mata sin remordimiento? —Un asesino serial que parece ir detrás de ti. Eso lo hizo callar… aproximadamente cinco segundos. —Yo no soy el blanco. Él me quiere fuera del camino para poder tenerte. —Mi mente increíblemente brillante y analítica ya dedujo eso. Desafortunadamente, no importa si tú eres el objetivo real, estarás igualmente muerto. Hoy Oberlin le había dado escalofríos. El modo en que la había mirado, la manera en que había inventado excusas para tocarla... no se lo había dicho a Teague, pero Oberlin había dicho cosas. Cosas que sonaban inocuas, pero no lo eran. Kate, desde el primer momento que te vi, supe que eras la única mujer que podría ayudarme a superar la muerte de mi esposa. Pero, senador, cuando nos conocimos su esposa no estaba muerta. Él rió afablemente. Oh, Kate, eres inteligente… y bonita también. Tengo que cuidar de ti. Después de todo, eres mi propia reportera especial.

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No podía contarle esas cosas a Teague. Se pondría hecho una furia, intentaría ponerla en una torre de marfil y correr a meterse en medio del peligro para llegar a Oberlin. Le halagaba que Teague pensara en ella lo suficiente como para estar preocupado —en realidad, más que halagada, estaba cada vez más profundamente enamorada que nunca—, pero no podía permitir que la protegiera a expensas de su propia vida. Ya había perdido su padre ante el tormento y la muerte. No podía perder a Teague también. No podía soportarlo. —Soy una reportera condenadamente buena —le dijo—, y haré lo que hago mejor. Haré mi investigación, obtendré mis hechos… —Tengo un hombre haciendo eso. Rolf ha estado investigándolo por internet, y Oberlin está totalmente limpio. —Es imposible. No hay manera de que un senador no tenga gente que lo odie. —La bruma roja de rabia y miedo se aclaró un poco, y su cerebro empezó a contar los casos—. Los demócratas, los republicanos, los conservadores, los liberales... alguien lo odia. —Aparentemente nadie tiene permitido expresar una opinión pública adversa. Ella silbó con asombro. —Eso es fascinante. Tendré que ir a la fuente. —¿De qué estás hablando? —dijo él articulando cada palabra. —Tendré que ir a Hobart. Mentalmente, estaba frotándose las manos. Iba a intentar descubrir algo oculto que necesitaba desesperadamente ser revelado. Esta era una historia. —No. —Teague sacudió la cabeza como si supiera lo que había que hacer—. No, no tienes que ir a Hobart. —No seas tonto. De allí viene Oberlin. De allí era la señora Oberlin. Tienen que tener familia ahí. —A menos que los haya matado a todos. —No exageres. Dios mío, actúas como si yo fuera a ir corriendo, anunciar que estoy investigando al senador Oberlin y sus asesinatos previos, y permitir que sus matones locales me eliminen. —Kate intentaba controlar su exasperación, intentaba hacer entrar en razón a un hombre que no la tenía—. Hobart es sólo un pueblo, Teague, un pequeño pueblo de cinco mil habitantes con cuatro semáforos y el terreno para rodeo del condado fuera de los límites de la ciudad. —Ya has investigado el lugar —dijo él, evidentemente horrorizado—. ¿Cuándo lo hiciste? —En cuanto me di cuenta de que el senador Oberlin iba detrás de mí. Llamé al ayuntamiento para pedir las estadísticas. —No. —Teague golpeó la palma contra la mesa—. No irás. —¿No? ¿Me estás diciendo que no? —Kate también se moría de ganas de golpear con la palma... contra su rostro amoratado, arrogante, pedante—. No eres mi jefe. No eres mi esposo. Sólo eres mi amante, y hoy has probado de manera muy concluyente que hay grandes diferencias en cómo vemos nuestra relación. —Hay grandes diferencias en cómo vemos el mundo. Tuviste dinero que te protegió. Tuviste padres que te resguardaron. Eres una mujer privilegiada. Crees que el bien triunfa y que el mal es

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castigado, pero eso es una mierda absoluta. He estado en todas partes con la Marina, y el mal triunfa todo el tiempo. —¿Esa es quien crees que soy? —¿Cómo podía haber vivido con ella, hablado con ella, estado con ella, y seguir estando tan equivocado?—. ¿Una princesa de cuento de hadas que ve el bien en todos? ¿Una niña a la que proteger de la vida? —Con este plan de perseguir a Oberlin, has demostrado que esa es quien eres. —Y tú has demostrado que no me conoces en absoluto. —Con sus opiniones y sus palabras, él estaba enterrándola a pisotones, convirtiéndola en menos de lo que ella sabía que era. Con voz grave, dijo—: He vivido en países donde las mujeres son menos valoradas que los caballos, donde los bebés no deseados son expuestos a los elementos para que mueran. He visto niños muriendo de hambre, con sus pancitas hinchadas, sus huesos sobresaliendo, y no pudimos alimentarlos lo suficientemente rápido como para salvarlos. He visto mujeres hechas pedazos por violación de pandillas y aldeas destruidas por la guerra. —Las imágenes desfilaban por su mente—. Y sí, cuando era pequeña mis padres me protegían, pero querían que conociera el mundo en el que vivía. Querían que fuera el tipo de persona que llama hermanos y hermanas a los demás miembros de la raza humana. Así que, cuando tuve la edad suficiente, lo vi todo. Mi papá, mi mamá y yo trabajamos en campamentos de refugiados. Trabajamos en hospitales. Ayudamos. Debía verse como si estuviera a punto de explotar, porque él empezó a dar marcha atrás con todas sus fuerzas. —Muy bien. Estaba equivocado. Has visto el mundo. Simplemente quise decir… —Reconozco la brutalidad. Reconozco la muerte sin sentido. —No le importaba un comino lo que él quisiera decir—. ¿Sabías que cuando mi padre murió, el gobierno nos aconsejó a mi madre y a mí que no viéramos el cuerpo? Su asesinato había sido demasiado brutal. —Ella bajó la voz a un susurro porque, si no lo hacía, sabía que iba a gritar. Gritar con agonía, como había gritado antes—. Así que los hombres que le habían hecho eso… nos enviaron fotos por internet. Nos enviaron las fotos de... la tortura. Nos enviaron fotos de... del cuerpo mutilado de papá. —Dios mío, Kate... Teague comenzó a acercarse a ella, con expresión horrorizada. Ella retrocedió. No se había dado cuenta, pero estaba llorando. Las lágrimas caían por su rostro. Le dolía la garganta por contener los sollozos. —Nunca has tenido a nadie que te importara, así que nunca perdiste a nadie... que amaras. —Su voz se quebró y, desolada, se abrazó a sí misma—. Yo sí, así que no me digas... que soy débil y que tú eres fuerte, que puedes enfrentar a los demonios... y yo no puedo, porque tú no has... pasado la mayor prueba de todas. No has muerto con el corazón roto… y despertado al día siguiente para morir otra vez. Ella corrió hacia la escalera, pero él la alcanzó antes de que pasara por la puerta de la cocina. Teague la envolvió en sus brazos y la sostuvo. Ella intentó escapar, pero no pudo obligarse a golpearlo en las costillas, y su propia consideración la hizo llorar más. Era una mujer bien educada, privilegiada, y ahora mismo quería ser una perra insensible. —Lo siento. No lo sabía. Quiero decir, lo sabía, pero no que tú... Eres una mujer valiente. Él mantuvo un brazo alrededor de ella y, con la otra mano, le acarició el cabello. Justo lo que no necesitaba ahora. Compasión. Qué maniobra pésima y barata de parte de él para hacer que le gustara de nuevo.

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—Cuando los secuestradores nos enviaron esas fotos a mi madre y a mí, estaban en mi cabeza todo el tiempo. —Ella tembló entre los brazos de Teague—. En cada lugar que miraba, día y noche enteros, veía sangre derramada. No podía dejar de pensar en él. Me crió. Me amaba. Me enseñó deportes, confianza en mí misma, humor. Me enseñó a hacer lo correcto. Y había sido torturado. —Kate respiró con dolor—. Lo desollaron. En lo único que podía pensar era que murió en agonía. Mamá decía que los recuerdos se desvanecerían. —Sacudió la cabeza, la verdad era demasiado grande y cruda como para comprenderla—. Pero ella también estaba agonizando. La oía llorando por la noche. —Teague le frotaba la espalda—. Pero tenía razón. Los recuerdos finalmente perdieron intensidad con el tiempo. Los veo de vez en cuando… de noche, en mis sueños, y de día, cuando cubro un caso de abuso infantil o un choque múltiple. A Kate le dolía el corazón. Reconocía la sensación. Había pasado los meses siguientes a la muerte de su padre sufriendo de este sentimiento exacto. Ahora la pelea con Teague lo había sacado a relucir otra vez, y sufría una vez más. —Te o—odio. Estaba mintiendo. No era Teague a quien odiaba. Eran los recuerdos. —Lo sé. Deberías. Soy un idiota. —Él la llevó hacia una silla en la cocina. Tomó asiento y la sentó sobre su regazo, y la abrazó fuerte hasta que ella dejó de llorar—. En cuanto nos ocupemos de Oberlin, deberías limpiarte los pies sobre mí y alejarte. —Lo ha—haré. Qué pena que esa idea la hiciera sentir peor cuando ya se sentía como el demonio. Llorar le hacía eso. Sabía que se veía como el demonio. Llorar también siempre le hacía eso. Teague no parecía notarlo. Estaba mirándola como si fuera la criatura más hermosa que jamás hubiera visto. No era justo. —No debería haber dicho esas cosas. Pero, ¿quieres saber cosas sobre mí? ¿Cosas malas? — Él le besó la frente—. Te contaré. Te envidio a tus padres. No es una envidia agradable, son unos celos hasta los huesos, feos, porque tienes algo que yo nunca tuve y nunca tendré. Estaba haciendo que sintiera lástima por él. Kate no quería. —Necesito un Kleenex. —Mi madre me despreciaba. —Teague le pasó una servilleta de papel de la mesa—. Mi padre la abandonó antes de saber que ella estaba embarazada. El padre de ella la echó cuando descubrió que estaba esperando un hijo. Su hermano apenas la toleraba. Ella tenía un rencor del tamaño de una montaña. Me odió desde el día que nací, y la carga que puse sobre ella. Kate se quedó mirando la servilleta, luego se encogió de hombros y se secó los ojos. —Nunca me diste una pista sobre eso. ¿Alguna vez me has dicho toda la verdad sobre algo? —Estoy diciéndotela ahora. ¿Quieres oírla o no? Claro que quería. Quería cualquier miguita de conocimiento que pudiera recoger sobre Teague. Cerró los ojos, pero otra lágrima escapó. No quería amar de este modo. Dolía demasiado. —Cuéntame —le dijo. —Mi madre solía decir: “Crees que eres tan inteligente. Piensas que puedes ser más que escoria en la alcantarilla. Más que yo. Eres lo que eres, uno de los bastardos del mayor bastardo de todos, y morirás aquí como el resto de nosotros”.

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Kate no quería sentir empatía, pero la sentía. Él describía la desolación de su juventud en un tono realista, pero la realidad era que... había sufrido. Sufrido igual que ella, pero más lentamente, una agonía de soledad y falta de amor que se había filtrado durante toda su infancia y su vida entera. —Ella decía… decía: “Teague, maldito bastardo, eres un estúpido gringo mestizo, y si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa… pero esa niña…” Se detuvo, respirando con dificultad. Kate había querido verlo sufriendo. Ahora tenía su deseo cumplido. Cada palabra parecía apuñalar el corazón de él. Le faltaba la respiración. —Está bien. —Kate lo abrazó levemente, teniendo cuidado de no lastimarle las costillas rotas—. No lo decía en serio. —¿Qué? Él la miró fijo, como si hubiera olvidado que ella estaba sentada en su falda. —Tu madre no decía en serio eso de que no le importaba si te acuchillaban. —Sí era en serio. La ironía es que ella murió ese día. Tuvimos una guerra de pandillas. Yo era uno de los tipos importantes. Ella no quería que yo… no quería que fuera, pero yo sabía más que ella. Y cuando todo terminó, ella había salido a las calles y le había dado una bala perdida. Y peor… —él respiró larga, duramente—, lo peor... Se quedó mirando a Kate como si quisiera hablar, pero no le salían las palabras. Ella contuvo la respiración, esperando la confidencia que probaría que, aun si no la amaba, confiaba en ella. Finalmente, él sacudió la cabeza y se hundió contra el respaldo de la silla. —Está bien. —Kate luchó contra la decepción—. Primero que nada, tú no la mataste. Supongo que lo sientes así, ya que ella se metió en la guerra para buscarte. Él resopló. —No, Kate. No a mí. —¿A quién entonces? Él se encogió de hombros y giró la cabeza hacia el otro lado. Kate tomó una resolución. Cuando esta situación hubiera terminado, iba a abandonar sus principios e investigar a Teague. Cualquier secreto que él ocultara estaba destruyéndolo… y a ellos. —Pero en cuanto a eso que dijo sobre que estabas en la alcantarilla... estaba equivocada. — Kate no tenía dudas sobre eso—. Eres inteligente, ambicioso y talentoso. Estás en tu camino a la cima, y nada va a detenerte. —Gracias. —Teague se enderezó—. Pienso eso la mayor parte del tiempo, pero entonces escucho su voz en mi cabeza y recuerdo los sonidos de ese día y... por eso es que te envidio, y eso empeora todo este asunto. Tu madre es todo lo que soñé que podría ser una madre. Hornea, cose, es divertida, ella... te ama. Tanto. Es como... una publicidad de Kodak, de tanto que te ama. —Kate se dio cuenta adónde iba él con esto, pero no podía ver una salida—. Le juré que te mantendría a salvo. Tienes que dejarme intentarlo, si no es por ti o por mí, entonces por ella. Es una buena mujer, y merece más que su hija en un ataúd. Para un hombre que no había tenido una madre que le enseñara, era terriblemente bueno esgrimiendo culpa.

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—Sí, y yo no puedo quedarme esperando los problemas. Me recuerda esos días de estar indefensa, sin saber qué iba a suceder con papá, sin poder hacer nada para ayudar. Ella tampoco era mala esgrimiendo culpa. Con toda seriedad, él la contempló. —Puedo entender eso. Muy bien. Hagamos un acuerdo. Si me das tres días para deducir cómo es la situación con Oberlin, no interferiré con tu trabajo. Kate apenas podía creerlo. Su mamá decía que podías enseñar a un hombre, pero no podías enseñarle mucho. Teague había demostrado que su madre estaba equivocada. Él entendía sus preocupaciones; estaba dispuesto a negociar. —¿No me seguirás todo el tiempo? —Siempre que prometas llamar cada dos horas. —Cada cuatro. ¿Y tampoco enviarás a nadie a seguirme? —Eres terriblemente desconfiada. —Ella cruzó los brazos sobre el pecho—. No te seguiré, no haré que nadie más te siga, siempre y cuando me digas adónde vas y... —Llame cada cuatro horas —terminó ella por él—. Confiarás en mí incluso si tengo que tratar con Oberlin, y me mantendrás informada de cualquier progreso que hagas. Kate podía ver por su expresión que él no quería ceder en eso. Pero habían sobrevivido a su primera pelea. Había sido una pelea que reveló demasiadas cosas demasiado pronto, y que mostraba sentimientos tan espinosos que ella sufría por sí misma y por él. Se bajó de su falda. —Vamos. Puedes hacerlo. No puedo vivir en una prisión de seguridad. Teague cerró los ojos. Parecía estar buscando las palabras correctas, la emoción correcta. Ella podía ver su lucha. —Te tendría en una prisión si pudiera. Haría cualquier cosa para mantenerte a salvo. —Abrió los ojos de golpe. Estaban oscuros, pero no sombríos. No vacíos. Cálidos, vivos, intensos—. Pero en algún momento —dijo—, tendré que dejarte ir. Ella pensó que era una rendición clásica y elegante. —Soy una adulta. En veinticuatro años he vivido más que la mayoría de las mujeres viven en cien. —Haré lo mejor que pueda para asegurarme de que no vives más experiencias que te hagan sentir como de cien años. —Él también se puso de pie—. Tengo moretones en todas partes, costillas rotas, mi cara sigue hinchándose, y siento los labios como hamburguesas. —Teague suspiró con melancolía—. Pero estaré como nuevo en un par de semanas. —Entonces… —Ella le ofreció la mano—. ¿Quieres ir arriba y dejar que yo atienda tus heridas? Él puso su mano en la de Kate y permitió que lo llevara. —Por favor.

Gabriel había sido el hijo adoptivo de la familia Prescott, con su cabello oscuro, ojos verdes y los pómulos de una estatua maya. Había sido huérfano toda su vida, y siendo niño había aprendido a no fiarse del afecto. Durante sus primeros años, el afecto había sido un truco para hacer que se comportara, o el precursor de una bofetada. Así que, cuando tenía once años y los Prescott lo habían acogido,

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había pasado el primer año receloso y distante. No había causado problemas, pero tampoco se había unido a las celebraciones familiares ni los abrazos grupales. Había ido a la iglesia porque el señor Prescott era el pastor. Había ayudado en la parroquia porque la señora Prescott era la esposa del pastor. Había sido amable con la muchacha mayor, Hope, porque ella era tan buena en todo —haciendo deportes, creando arte, siendo responsable y alegre— que si era rudo con ella, ella sólo luchaba más duro para ganárselo. No podía soportar eso. Había ido a la escuela y tenido buenas notas porque la familia tenía suficientes problemas con Pepper, que odiaba ser la hija del medio de un pastor, y ellos no necesitaban más. Había ayudado con la bebé, Caitlin, porque... bueno, porque no podía evitarlo. Le gustaban los bebés, siempre le habían gustado, y con sus mechones de cabello oscuro y sus ojos azules, ella era un encanto. Se veía como las fotos de bebé de su madre. Con el tiempo, los Prescott le ganaron por cansancio. Desde el primer día, Pepper pareció pensar que era un rebelde como ella, y había recurrido a él con sus problemas. Él se encontraba explicando el comportamiento atroz de ella a sus padres, y la mitad de las veces la libraba de las penitencias. Cuando había empezado la escuela en Hobart, algunos de los chicos se metían con él. Hope había interferido, y lo que hubiese sido una agradable y tranquila paliza al chico nuevo se había convertido en una pelea escandalosa involucrando a una Hope furiosa, que fustigó el prejuicio de ellos y su comportamiento poco cristiano. Pese a una visita a la oficina del director para sacar a Hope y Gabriel del problema, los Prescott se declararon satisfechos con sus hijos... y se referían a Gabriel también. Madre Prescott lo abrazaba cada noche antes de que fuera a la cama y cada mañana antes de ir a la escuela. Padre Prescott lo llevaba a rastras a la tienda para que aprendiera carpintería porque, él decía, en una casa de mujeres los hombres necesitaban tener su propio espacio. Y a las cinco semanas, Caitlin le sonrió con su primera sonrisa de bebé. Por eso fue que, en su segunda Navidad con los Prescott, agradeció a sus nuevos padres llamándolos papá y mamá. Por un momento, la celebración de Navidad quedó muda. Papá le sonrió y asintió. Los ojos de mamá se llenaron de lágrimas y lo envolvió en un abrazo. Para Gabriel fue un momento fundamental, uno de los dos que lo habían definido por el resto de su vida. El otro había sido el asesinato de sus padres y la destrucción de su familia. Ahora tenía a casi todas sus hermanas de nuevo. Hope, Zack y sus niños. Pepper, Dan y sus hijos. Pero no sabía dónde estaba Caitlin. La pérdida de su bebé carcomía la base de la satisfacción de la familia. Ahora mismo Hope, Pepper y Zack estaban llegando en un vuelo desde Boston para unirse a Dan, Gabriel, Jason Urbano y Griswald en Austin. La familia entera y sus amigos estaban decididos a presenciar la conclusión de su emboscada. Todos querían estar presentes cuando atraparan a George Oberlin en su trampa. Todos querían hacerlo confesar el asesinato de sus padres; se obligarían a estar satisfechos con la información sobre Caitlin. Entonces, con la ayuda de Dios, la encontrarían. Esta era la culminación de veintitrés años de sufrimiento, tristeza y planes. La familia estaba suspendida al filo de un cuchillo. No permitirían que nada se metiera en su camino. Que nadie destruyera esta oportunidad.

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Por eso fue que, cuando Gabriel oyó que la alarma de su computadora se disparaba, leyó el mensaje titilante y tomó el teléfono. —Hey, Dan, ¿sabemos algo sobre Seguridad Ramos? Porque alguien ahí ha estado husmeando sobre el senador George Oberlin.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2200 A primera hora de la mañana, Brad llamó a Kate a su oficina. —¿Cómo se ven mis ojos? —le preguntó. Ella los miró, enrojecidos y lagañosos. —¿Bien? —se arriesgó. —Se ven como dos agujeros meados en la nieve. —Se inclinó amenazadoramente sobre el escritorio—. ¿O no? —Sí, señor. —Eso es porque así los siento. ¿Sabes —la miró furioso—, el enorme dolor en el trasero que eres? —Tengo mis sospechas. ¿Seguía enojado por el voto de financiamiento escolar? —No. No hay modo de que puedas saber en cuántos problemas me has metido. —Abriendo el cajón de su escritorio, él sacó una botella medio llena de whisky—. Primero por el buen senador, después por tu maldito novio. Una cosa a la vez. —¿El buen senador? —Él quería que tuvieras este trabajo. Podrías decir que insistió. —Insistió. —Ella apenas podía entender lo que significaban las palabras de Brad—. ¿El senador George Oberlin insistió en que yo tuviera este trabajo? ¿Este trabajo? —¡Diablos, sí! Recibí una llamada telefónica una noche y, como siempre, hice lo que me decían. Oberlin tiene ese efecto en la gente. El olor penetrante del whisky flotó sobre el escritorio mientras Brad llenaba un vaso de plástico. —¿Por qué? ¿Por qué quería que usted me diera un trabajo? —No lo sé. —Brad estaba zigzagueando sobre sus pies—. No estoy en la lista de personas que tienen permitido hacerle preguntas personales. Estoy demasiado debajo de él en la escala social. Estoy tomando medicamentos por… —Brad se contuvo—. Oberlin no confía en mí. Ella se quedó helada. —¿Ha tenido que contratar a otros reporteros por él? —No, esta fue la primera vez. Brad sacudió enfáticamente la cabeza. Estaba borracho. Y tal vez más que borracho. ¿Cocaína? ¿Tranquilizantes? No sabía cuál era el problema de Brad, por qué estaba tomando medicamentos. No le importaba. Él hablaba; ella escuchaba. —No informó que la esposa de Oberlin intentó apuñalarme. ¿Es por eso? ¿Porque tiene que hacer lo que le dicen? —Mira si no eres inteligente —dijo Brad con desdén—. Una Einstein regular de la reserva de reporteras. Pero para alguien que se pavonea por aquí pensando que lo sabe todo, seguro que tienes un montón de tipos controlándote desde detrás de escena.

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—¿Quién más? El calor la inundó. —Otro de tus novios. No debería seguir instrucciones pero, ¿qué puedo hacer? No voy a recibir una paliza por el bien de la pequeña señorita Montgomery. —¿Está hablando de Teague Ramos? ¿Teague le dio instrucciones? Los ojos de Kate se entrecerraron en rendijas. Si Brad no hubiese estado despotricando, hubiese tenido miedo… de ella. Pero ahora mismo, no tenía siquiera la sensatez que Dios daba a las serpientes jarreteras. —Teague te quiere asignada a algo que te mantenga ocupada y fuera de problemas. —Brad tomó un buen trago largo—. Así que te enviaré a entrevistas a maestras de primaria por el proyecto de ley de financiamiento escolar y cómo eso impactará en sus trabajos. —Es una buena historia. Kate sabía que sonaba cordial. Qué pena que no pudiera dejar de apretar las manos en puños. —¿En qué problemas puedes meterte en una primaria? —Tiene mucha razón. ¿En qué problemas puedo meterme haciendo mi trabajo? Teague había dicho que iba a confiar en ella. Había dicho que no iba a vigilarla. Había mentido… aunque suponía que él no se había dado cuenta de que Brad era un parlanchín cuando estaba ebrio. Estaba tan enojada que casi estaba hiperventilando. —Debería hablar al menos con tres maestras. —Al menos. Brad no podía haber dejado más en claro su indiferencia. —Probablemente una en Austin, una en New Braunfels, y una... en algún lugar rural. — Vaciló—. ¿Digamos, Hobart, Texas? —Seguro. Si existe un Hobart, Texas, entonces ve a entrevistar a una maestra ahí. No vuelvas hasta que estés lista. Soy, créase o no, un hombre ocupado, y tengo cosas más importantes que hacer de niñera de cada reportera que trabaja para mí. —Brad movió el dedo hacia ella—. Adiós. Ella se puso de pie, traicionada y despojada de su orgullo. —Hobart será. Gracias, Brad. Ha sido de mucha ayuda.

—¿Cómo está Oberlin hoy? —preguntó Teague mientras entraba en la oficina principal de seguridad. —No tan nervioso como ayer —respondió Gemma, con la mirada fija en los monitores—. Aunque está empezando a preguntar por Kate. Mira. —Señaló—. Acaba de hablar con Linda Nguyen, quien casi le arrancó la cabeza. —Será mejor que esa chica tenga cuidado. —Big Bob se recostó en su silla con los ojos cerrados—. Parece que nuestro muchacho es bastante bueno arrancando cabezas. —O al menos rompiéndolas. —Rolf estaba sentado frente a la computadora. Evaluó a Teague con un vistazo—. Te ves como el infierno, Teague.

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—Estoy bien. Teague hizo pasar sus varias lesiones como de poca gravedad, pero sabía que si no lo hubiesen rescatado, los matones lo hubieran aplastado y hubiese tenido sangrados internos y huesos importantes quebrados... si hubiera tenido la suerte suficiente para sobrevivir. Evidentemente Oberlin no había ordenado su muerte, o estaría en la morgue con un agujero de bala en el pecho. Pero había querido dar una advertencia a Teague, o hacerlo sufrir por haberle robado, o ambas. O tal vez estropearlo lo suficiente para que Kate ya no lo amara... eso no había funcionado demasiado bien. —Sí, está bien —dijo Big Bob—. Nadie se preocupa por él, de cualquier modo. ¿Cómo está Kate? —Está bien, gracias. —Pelea bien para ser mujer. Big Bob tiró de uno de los rizos de Gemma. Teague rió suavemente entre dientes. Su dulce muchacha Kate se había metido corriendo en una pelea, blandiendo el zapato y el maletín y atacando a dos matones profesionales. Seguro, evidentemente tenían órdenes de no lastimarla, pero ella igualmente había hecho daño. —Los tipos que te golpearon... están en la cárcel, acusados de asalto y agresión. La policía dice que los hombres no saben quién los contrató. Lo único que hizo falta fue una voz en el teléfono y una tarjeta Visa válida. —Gemma se veía desanimada—. Que, a propósito, es facturada a una dirección en México. —Lo imaginaba —dijo Teague. La noche pasada Kate había estado más que dispuesta a apretarlo contra el colchón y besarlo tiernamente, acariciar cada uno de sus moretones, sujetarlo y tener sexo con el cuidado de una mujer enamorada. De hecho, había dicho... fue en medio de esa pelea, en mitad de una oración, y ella parecía inconsciente... pero había dicho que lo amaba. Bueno, no exactamente. Había dicho: “Dejo que el amor me haga perder la cabeza y me quite toda la sensatez que haya aprendido”. Él no había respondido, pero eso no significaba que no lo hubiera notado. Por eso era que se había recostado en la cama y luchado contra cada instinto primitivo de conquista para permitir que ella le hiciera el amor dulcemente. Había sido un esfuerzo pero, Dios mío, la recompensa lo había valido. —¿Jefe? —Rolf le hizo señas—. Tengo algo para ti. Librándose de su ensueño, Teague se acercó con rapidez. —¿Sobre Oberlin? —Él es un interesante montón de mierda. —Rolf fijó sus ojos azul nórdico en Teague—. Debo señalar que hizo falta una enorme cantidad de piratería informática para obtener esto. —Debo señalar que es por eso que te pago mucho dinero. Acercando una silla, Teague se sentó. Las costillas rotas eran una porquería. —Debo señalar que puede que tengas que ayudarme a fugar de la cárcel porque tuve que piratear computadoras federales.

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—No te preocupes, hombre. —Teague apretó su mano en el hombro de Rolf—. Estaré allí todos los días de visita. —Entonces está bien. —Rolf señaló la pantalla de la computadora—. Una mujer en Houston, Gloria Cunningham, habló con la policía y el FBI sobre el buen senador, prácticamente acusándolo de desfalco y asesinato. Ella es de Hobart, Texas, el mismo lugar que Oberlin. El FBI se puso como loco. Aparentemente los Federales han estado descontentos con un incendio en un juzgado que sucedió unos cuantos años atrás. Destruyó un montón de documentos oficiales. Eso los llevó a escuchar atentamente a la señora Cunningham. Ahora están investigando otros asuntos en Hobart. Crímenes que fueron resueltos con demasiada facilidad por los policías locales… y muertes inexplicables. Enviaron a un par de agentes a visitar a Oberlin, y el informe de las agentes no fue bueno. —Rolf se apartó de la pantalla—. Parecen pensar que Oberlin encaja con el perfil de un posible asesino serial. —Sí. Teague se apartó. Un asesino serial. Anoche le había dicho por primera vez esas palabras a Kate. Hoy el FBI estaba de acuerdo. —Él no mata por diversión, ¿entiendes?, sólo a la gente que se mete en su camino —dijo Rolf—. Con una cara como la que tienes, diría que estás en su camino. —Lo sé —dijo Teague—. Pero no quiero quitarme de su camino. Si lo hiciera, no habría nada entre él y Kate. Y ella pensaba que... había dicho que amaba a Teague. No porque él no fuera a proteger a cualquiera con el mismo fervor, pero algo especial había sucedido cuando ella había dicho eso. Amor. Primero Big Bob y los demás habían dicho que ella lo tenía atado de pies y manos. Luego sus palabras: “Dejo que el amor me haga perder la cabeza y me quite toda la sensatez que haya aprendido”. Si Teague fuera inteligente, hubiese sacado ese pensamiento de su mente y nunca hubiera vuelto a pensar en eso. Si fuera el imbécil despiadado que solía ser, se aprovecharía del afecto de ella hasta que le hubiese dado todo lo que él deseaba, y luego la sacaría con cuidado de su vida. Pero tenía este revuelo... un revuelo emocional... no podía identificarlo, pero por lo que la gente había dicho y lo que había visto en las películas, temía que ese revuelo emocional pudiera ser... —¿Dónde está ella? —preguntó Gemma. —En algún lugar seguro. Eso esperaba. Esperaba que Brad lograra seguir indicaciones y mantenerla ocupada hoy. Realmente, Teague había hecho un favor a Kate sacándola del edificio del capitolio. El frente frío había pasado rápidamente. Era un hermoso día otoñal. Tenía que haber historias en todo Austin que ella pudiera cubrir. Además, estaría a salvo. Teague realmente necesitaba que estuviera a salvo. Ella lo amaba. Por tonta que fuera, lo amaba. Y él… —¿Qué vas a hacer con esto? Rolf señaló el informe del FBI. —Ve con ellos con la información que tengo —dijo Teague—. Obtén protección para Kate.

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—Y para ti —agregó Big Bob. —Y para mí. Dudé en pasar este asunto a la policía de Austin. Oberlin tiene demasiado poder. Pero si el FBI ya está investigándolo, tomarán mi aporte en serio. —El teléfono celular de Teague sonó—. Aclararemos esta situación antes de que Kate haga algo estúpido. —Sí, como acostarse contigo —dijo Gemma. Sacando el teléfono de su bolsillo, él miró el número. La señora Montgomery. La madre de Kate. La aprensión pasó volando por su mente. ¿Iba a decirle que él tenía razón, que no era digno de tocar a su hija? ¿Iba a exigir saber la verdad, toda la verdad, sobre el pasado de él? ¿Tenía algo de información que pudiera ayudarlo a descubrir la verdad sobre la obsesión de Oberlin con Kate? Abrió el teléfono. La voz intensa, dulce y con gusto a Texas de la señora Montgomery lo saludó. —Teague, qué bueno hablar contigo otra vez. Él sabía que no lo había llamado para intercambiar cortesías. —¿Se encuentra bien? —Oberlin no había enviado a alguien a lastimarla, ¿verdad?—. ¿Está sola? —Sí. Sí, estoy bien. No hay nadie aquí. —Su voz cambió, se volvió tensa—. ¿Puedes venir? ¿Ahora? —Ya salgo. Le contó brevemente a su equipo y salió por la puerta. Se encontró con Juanita que entraba. Su silla de ruedas mecánica zumbaba, pero su saludo murió en sus labios cuando él la tomó del mentón y la miró a los ojos marrones. Él había dicho a Kate que creía en el Destino. Aquí estaba la evidencia de su existencia. Juanita estaba aquí, ahora mismo, el recordatorio vivo de lo que podía suceder cuando él escuchaba a su propia alma imprudente. —¿Qué pasa, querido? —susurró ella. —Nada. —Le pasó el pulgar por la mejilla—. Todavía. Mientras conducía, la incomodidad lo acosó. Kate no había llamado para chequear con él. Todavía no era el momento. No iba a llamarlo antes del mediodía, pero mientras más lo pensaba, más le preocupaba haber arreglado la agenda de ella con Brad. Si Kate lo descubría, posiblemente podía… definitivamente estaría enojada. Podía estar lo suficientemente enojada como para hacer algo estúpido. Maldita sea, Teague, pequeño bastardo, no puedes llevar a esa niña a una pelea de pandillas. No seas tan condenadamente estúpido. Eres un maldito gringo mestizo estúpido, y si te acuchillan, a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa niña tiene sólo catorce años. Si algo le sucede, su padre te matará. Mira lo que me hizo a mí. Es un hermano terrible y un padre terrible, pero no permite que nadie me lastime y si alguien hiere a esa niña, será él. ¡Será mejor que no la lleves! ¡Será mejor que no lo hagas! Maldición, madre, si ella quiere acompañarme, puede hacerlo. Estará bien. No permitiré que le pase nada. Una vez más, Teague podía haber hecho algo con las mejores intenciones… y arruinado otra vida.

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La señora Montgomery que lo hizo pasar no era la misma señora Montgomery que había conocido previamente. Llevaba pantalones marrones con una camisa de seda azul que se ataba con un nudo en su nuca. Su peinado recogido de cabello castaño se veía majestuoso. Ella no hizo ni una mueca al ver su rostro. Señaló hacia la sala de estar mientras él entraba. —Adelante. ¿Puedo ofrecerte algo para beber? Decía las cosas adecuadas, pero su rostro se veía demacrado. Ya no era simplemente la madre de Kate, era una mujer asustada, y él respondió como siempre respondía frente a una mujer en apuros. Tomándole la mano, la llevó hacia el sofá. —Sentémonos y puede contarme por qué está preocupada. Ella se sentó con él, sus ojos afligidos fijos en Teague. En sus moretones y puntos. —¿Estás... puedo preguntar qué te sucedió? —Me encontré con unos tipos a los que no le gustaba mi cara. —Le dolía sonreír, pero lo intentó—. Su hija liquidó a uno de ellos con el tacón de su zapato. —Oh, cielos. —La señora Montgomery no le devolvió la sonrisa—. ¿Es esto por… crees que está relacionado con el asunto que hablaste antes conmigo? —Casi garantizaría que sí. ¿Sabe algo que pueda ayudarnos a descubrir qué está pasando? —Sé que pensaste que yo sabía algo sobre la adopción que no te conté, pero no es cierto. O no lo era. —Su mirada se apartó de la de él—. Todos esos años atrás, casi en cuanto firmamos los papeles, Skeeter dijo que estaba pasando algo raro. Yo... supongo que sabía que él tenía razón, pero Kate era mi bebé. Caitlin. Cambiamos su nombre, pero así era como la había llamado su familia. Caitlin. No creo que haya sido un mal cambio, ¿y tú? —Para nada. Probablemente ella hubiese escogido Kate como sobrenombre de cualquier modo —le dijo él en tono tranquilizador. —Eso es lo que pensé. —Un poco de color regresó al rostro de la señora Montgomery—. Desde el primer momento que vi su foto, la quise. Cuando la tuve en brazos... la amaba tanto, y ella me necesitaba. Estaba tan triste. ¿Sabías que lo primero que me dijo fue “mamá”? —Apuesto a que todos los bebés la quieren. —No como Kate. Ella era especial… y yo tenía miedo. Miedo de regresar y descubrir que Skeeter tenía razón. Que estaba pasando algo raro. Por eso fue que permanecimos lejos de Estados Unidos durante dos años. Finalmente, mi abuela cumplió cien años y tuvimos que volver para la gran celebración. Y Skeeter... sabía que Skeeter iba a insistir en que regresáramos a la agencia de adopción, y lo hizo. —Ella se retorció bajo la mirada de Teague—. Había desaparecido. No estoy mintiendo. ¡Desaparecido! No existían rastros. Skeeter chequeó los documentos… la agencia de adopción nunca había estado allí. La atención de Teague se convirtió en una tensión que trituraba los huesos. —¿Qué hicieron? —Chequeamos... chequeamos para ver que la adopción de Kate hubiera sido archivada correctamente con el estado. —Y así había sido. —Sí. Le rogué a Skeeter, le rogué que no buscara más. Él también quería a Kate, ¿sabes?, y tenía un trabajo en el extranjero. Nos marchamos. Nunca volvimos a buscarlo. —¿Buscarlo?

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Teague odiaba toda esta historia. Simplemente sabía que iba a tener un mal final. —El hombre, el pastor, que nos la dio. El Pastor Wright. Un hombre rubio, muy alto y apuesto. —La señora Montgomery levantó sus ojos marrones llenos de lágrimas hacia Teague—. Estaba mirando televisión esta tarde, y vi al senador Oberlin siendo entrevistado sobre, eh, el financiamiento escolar. Él se parece... se parece al Pastor Wright, el hombre que manejaba la adopción de la iglesia. —Tragó con fuerza—. Él es el hombre que realizó la adopción por la iglesia. Teague olvidó sus modales de invitado. —Mierda. —Sí. —Ella empezó a llorar—. El senador George Oberlin nos entregó a Kate. Teague sacó su celular y chequeó la hora. ¿Por qué Kate no había llamado? No era mediodía, pero… Brad lo había arruinado, ¿verdad? Mientras marcaba el número de Kate, la señora Montgomery preguntó: —Este asunto con el senador Oberlin simulando ser un pastor es malo, ¿verdad? —No mentiré y diré que me agrada. —Teague lo odiaba—. La única ocasión en que un hombre puede hacerse pasar por alguien más es en una fiesta de Halloween, y en el caso de Oberlin, sería como el Conde Drácula. El rostro de la señora Montgomery se arrugó. —Esto es culpa mía. Sabía que había una posibilidad de que Kate fuera secuestrada de sus verdaderos padres, y no hice nada al respecto. Teague escuchaba el teléfono de Kate sonando. Ella no lo atendió. Cortó la conexión. Tomando la mano de la señora Montgomery, la apretó con la suya y la miró a los ojos con sinceridad. —Esto definitivamente no es su culpa. Es culpa del hombre que la secuestró, si fue eso lo que sucedió. Por lo que puedo decir de Oberlin, ese es el menor de sus pecados. Un temblor sacudió a la mujer. —¿Él va a... va a matar a mi hija? Claramente, la muerte brutal de su esposo también había dejado su marca en la señora Montgomery. —Mi trabajo es asegurarme de que no lo haga. Señora Montgomery, si busca una chaqueta y viene conmigo, iremos al FBI a contarles su historia. Luego les contaré lo que yo sé y sospecho. Vamos a meter a Oberlin en la cárcel… y, espero, en el infierno. Corriendo hacia el armario, ella sacó una chaqueta marrón que hacía juego con sus pantalones y recogió una cartera que combinaba con el atuendo entero. —Todo este calvario es el castigo de Dios sobre mí por no haber intentado hacer lo correcto. —Señora Montgomery, a menos que tenga una conexión sobre la que no sé, diría que podemos asumir con confianza que usted no sabe cuál es la intención de Dios. —La ayudó a ponerse el abrigo y sostuvo la puerta—. Tal vez ha sido puesta aquí para corregir un enorme error. —Antes pensé que eras un joven agradable. Ahora sé que lo eres. —Salió a la luz del sol con él—. Llámame Marilyn. —Gracias, Marilyn. Lo haré. —Se dirigieron al auto de él y, mientras caminaban, Teague marcó nuevamente el número de Kate. Cuando ella no respondió, él dijo en su correo de voz—: Llámame, Kate. Tengo novedades. Estamos llegando a alguna parte con nuestra investigación.

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Colgó, metió el teléfono en su bolsillo y deseó saber por qué ella no había atendido. ¿Estaría haciendo una entrevista? ¿Estaría en un ascensor o sótano donde no llegaba el servicio? ¿Oberlin la habría secuestrado y matado? Sus manos se apretaron en puños. Sacando el teléfono de su bolsillo, llamó a su gente en el capitolio. —¿Gemma? ¿Está Kate por ahí? ¿No? ¿Y Oberlin? Gemma le aseguró que Kate no estaba en ninguna parte y que Oberlin estaba vagando por los pasillos buscando algo... a Kate, probablemente. Así que ahora mismo ella estaba a salvo, al menos de Oberlin. Sabiendo que Oberlin había sido quien había entregado a Kate a los Montgomery, Teague podía asumir sin temor a equivocarse que Oberlin había conocido a su madre biológica. ¿La habría matado? Eso debía ser lo que Evelyn Oberlin había querido decir con que él iba a matar a Kate otra vez. Teague se concentró, intentando entender los pasadizos torcidos y lugares podridos que constituían la mente de Oberlin. No pudo, y el sonido de su nombre, pronunciado en un tono de sorpresa y placer, lo tomó por sorpresa. —¿Teague? ¿Teague Ramos? Dos tipos caminaban hacia él por la acera. El que había hablado, el rubio, le resultaba conocido. No la cara, sino el modo en que caminaba, la manera cortada en que hablaba. Militar o antiguo militar, decidió Teague, alguien que había conocido en algún momento. Pero no podía recordar el nombre del tipo, y parecía poco propicio que apareciera ahora, cuando Teague ya estaba apaleado por el ataque del día anterior. —¿Sí? —Me pareció que te había reconocido. El tipo estiró la mano para saludarlo. —¿Te conozco? Teague se colocó entre Marilyn y los hombres. —No, pero necesitamos hablar. —El otro tipo, de cabello oscuro y ojos verdes, sonaba muy serio e intenso—. Tenemos un conocido mutuo. —¿Y sería? —preguntó Teague con frialdad. —George Oberlin. El primer tipo apartó la mano, pero permaneció demasiado cerca para la comodidad de Teague. Marilyn empezó a hablar: —A menos que sea un agente del FBI, no tenemos tiempo para hablar con usted. Vamos allí ahora mismo para que lo arresten. Oh, mierda. Teague levantó las manos para pelear. —No podemos permitir que hagan eso. El primer tipo agarró a Teague alrededor de las costillas. A través de la bruma instantánea y espantosa de agonía, Teague lo agarró de la muñeca y retorció. El segundo tipo le clavó una aguja en el cuello. Cayó inconsciente con el sonido de los gritos de Marilyn Montgomery.

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Hoy era el mejor día en la vida de George. Hoy estaba esperando la llamada que anunciaría que Industrias Givens se había hecho pedazos y caído tan profundo como el Titanic, y que él, el senador George Oberlin, poseía las acciones de los competidores que ahora valían billones. Hoy dejaría en claro su riqueza, su poder y sus intenciones a Kate, y finalmente, después de años de desilusión y amargura, ella sería suya. Y hoy, en celebración de todos sus muchos logros, quería regalarse la vista con Teague Ramos. Los hombres a los que había contratado estaban en prisión, pero no sabían quién los había empleado. Y según el hospital, Ramos había sido apaleado. No tanto como George había ordenado, pero lo suficiente como para que quisiera echar un vistazo al daño. Era un hombre al que le gustaba ver por lo que había pagado. Chequeó en los lugares habituales: la rotonda, el edificio de la corte suprema, el corredor este. Preguntó a sus fuentes habituales: el guía de turismo, el mensajero, el señor Duarte. Nadie había visto a Ramos. ¿Se había tomado el día libre ese bastardo? ¿Simplemente por unas pocas costillas rotas y los rasgos hinchados? ¡Ridículo! El gobierno del estado de Texas pagaba buen dinero para que Ramos hiciera un trabajo, y lo haría, incluso si George tenía que hacer una queja formal. Entonces a George se le ocurrió algo terrible. No había visto a Kate hoy. ¿Habría sentido ella una compasión fuera de lugar y se habría quedado en casa de Ramos para cuidar de él? —Oh, no. —George marcó el número de la estación de televisión—. Oh, no. No vas a salirte con la tuya. —La operadora en KTTV atendió, y George anunció—: Habla el senador Oberlin. Necesito a Brad Hasselbeck. —Sí, senador. Espere, por favor. Cuando Brad atendió, George supo de inmediato que el hombre había dejado de tomar su medicación. Sonaba maníaco. En un tono demasiado rápido y demasiado alegre, le dijo: —¡Senador! ¡El novio de Kate Montgomery! Supongo que ha llamado por la señorita Montgomery, ¡pero llega demasiado tarde! ¡La envié a hacer un trabajo! —No soy su novio, y dejarás de hacer una acusación tan inadecuada. Oberlin sintió un torrente de calor en sus mejillas. Justo lo que necesitaba. Un director de emisora que parloteara que Oberlin amaba a Kate. Para asegurar la completa comprensión de Brad, George agregó: —Cállate, Hasselbeck. —Seguro, senador. ¿De qué quiere hablar? Brad también sonaba como si se hubiese dado el gusto con algunos tragos. Magnífico. —¿Dónde está Kate Montgomery? —Shhh —siseó Brad con inquietud fingida—. ¡No comience rumores actuando preocupado! ¡Usted no es su novio! —¡Idiota! —dijo George bruscamente. —Sí, tendré que estar de acuerdo con usted en eso. Soy un idiota. La contraté porque usted me dijo que lo hiciera, y ahora voy a perder mi trabajo porque pagué demasiado por una reportera que no hace su trabajo. Así que definitivamente soy un idiota. Pero no tan idiota como cierto

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distinguido senador más viejo que persigue a una joven belleza a la que él no le importa una mierda. Brad se rió. —¿Qué quieres decir? —susurró George. Él era George Oberlin, un senador en la legislatura de Texas. Iba a ser senador de Estados Unidos. ¡Iba a ser presidente! La hilaridad de Brad se volvió más estridente. —No hay tonto como un viejo tonto. ¿Por qué a Kate le importaría usted con sus fiestas aburridas y su cuerpo arrugado? ¡Tiene a Teague Ramos! ¡Teague Ramos! —Ella no lo tiene. Ni siquiera lo desea —dijo George desdeñosamente. —¡Todos saben que se está acostando con Teague! —Eso no es cierto. George era un hombre importante. Kate no lo traicionaría con un mexicano. Con un don nadie. —¿Qué? ¿Que todos lo saben o que están haciendo locuras juntos? —Brad bajó la voz y canturreó—: Apuesto a que ella se ríe de usted todos los días. Apuesto a que ella y Teague follan como locos cada noche, y se ríen juntos de usted por atreverse a imaginar que ella preferiría a un viejo decadente como usted. —Cállate. —El chisme es que están enamorados. —Brad soltó una risotada otra vez—. No pueden quitarse los ojos de encima. Sí. Él los había visto mirándose. En su fiesta, él había pensado... pero luego había descubierto que Teague era el guardaespaldas de ella. Sólo su guardaespaldas. No los había visto juntos para nada después de que Teague hubiera detenido a Evelyn, así que George había asumido... —Están haciéndolo como conejos en cada lugar que pueden. ¡Y riéndose de usted! Brad sonaba absolutamente satisfecho. Así que Kate le había estado mintiendo. Al principio quiso llorar. Después... después comenzó el estallido. No lo había sentido en veintitrés años. —¿Dónde está ella? —George soltó las palabras entre dientes. —¿Dónde está Kate, pregunta? Teague Ramos llamó a primera hora esta mañana y quiso que la mantuviera ocupada y fuera del complejo del capitolio, ¡así que la envié a entrevistas maestras! —Quiero saber exactamente dónde está. Su ubicación exacta. A George le dolía el pecho por el calor de su furia. Con Ramos. Con Brad. Con Lana. Con su hija, por hacer lo mismo que había hecho Lana... amar al hombre equivocado. Habituado a la rabia de George, Brad dijo: —Va a entrevistar a una maestra en Austin. Luego se marchará a New Braunfels y algún lugar rural. —¿Algún lugar rural? —George no podía creer que ella se atreviera—. ¿Dónde?

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—Algún lugar que yo nunca había escuchado, ¡eso puedo decirle! Eh… —George podía oír a Brad chasqueando los dedos—, ¿Hogert? ¿Heggler? —¿Hobart? Así debía ser… una clara señal de que él triunfaría otra vez. —¡Eso es! ¡Hobart, Texas! La señorita Montgomery está en... George no esperó a escuchar el final de la oración. Cortó la llamada y se dirigió a su auto.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2211 —Señora, ¿puedo ver su comprobante de seguro y licencia de conducir? —Sí, oficial. Desanimadamente, Kate hurgó dentro de su cartera y guantera hasta encontrar los dos artículos requeridos. Se los pasó por la ventanilla abierta. Los autos pasaban rápidamente en la autopista que iba al sur a través de Hill Country. Los conductores miraban curiosos el auto patrulla blanco y negro del estado de Texas con sus luces intermitentes rojas y azules estacionado al costado del camino detrás del deportivo BMW. Kate odiaba estar en problemas. Sentía como si todos la reconocieran. Quería hundirse en el asiento. No, lo que realmente quería era patear a Teague justo en sus embusteras promesas. —Permítame chequearlas, por favor. Volveré en un minuto. La oficial, una mujer alta de mediana edad con un semblante sombrío, parecía indiferente a la vergüenza y la cara roja de Kate, o a que su auto estaba limpio, que ella estaba bien vestida, y que tenía un buen peinado ese día. De hecho, cuando la oficial regresó, parecía aun más severa que antes. Le devolvió la licencia y la tarjeta del seguro y preguntó: —Señora, ¿sabe a la velocidad que iba? Kate sabía exactamente lo rápido que iba. También sabía exactamente por qué. Porque esa rata a la que amaba le había mentido. No confiaba en ella. Entonces, enrabiada, había puesto su pie contra el piso y conducido lo más rápido que podía hacia Hobart. —Ciento cuarenta —dijo Kate—. Iba a ciento cuarenta. —En realidad, ciento cuarenta y cinco. —La oficial sacó su anotador y comenzó a escribir—. ¿Sabe cuál es el límite de velocidad? —Ciento cinco. —Así es. Señora, esta es una seria violación. —La oficial arrancó la multa—. Por suerte, esta es su primera infracción. Sonó el celular de Kate. Lo miró de reojo y vio el identificador de llamada. La furia burbujeó en su interior. Teague. No tenía tiempo para él ahora mismo. Era culpa de él que tuviera una multa. Era su culpa que no fuera a llegar a Hobart al mediodía. Y tenía hambre, maldición. Apagó el teléfono, lo arrojó en el posavasos y miró nuevamente a la oficial. —Nunca antes he hecho nada como esto. —Me alegra oír eso. Ciento cuarenta y cinco no es una velocidad segura en esta autopista. — La oficial le entregó la multa a Kate—. Mantenga baja la velocidad, por favor. Detestaría detenerla otra vez. Kate esperó hasta que la oficial había caminado de vuelta a su auto antes de imitarla: “Detestaría detenerla otra vez”. Era culpa de Teague que tuviera una multa y culpa de Teague que estuviera burlándose de una oficial de la ley. Ese hombre había convertido a Kate en una infractora maliciosa. Encendió el auto y luego regresó prudentemente al camino. El auto patrulla salió detrás de ella. Kate aumentó la velocidad a ciento cinco. La oficial llevó la suya a ciento cinco.

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Kate puso su regulador de velocidad y continuó hacia Hobart sombríamente. No perdió a la oficial hasta haber pasado New Braunfels. Si lograba regresar antes de que cerrara la escuela, podría conseguir la entrevista con una maestra más tarde hoy. Esa mañana, había despachado la reunión con la maestra de primaria en Austin en aproximadamente quince minutos. ¿Cuánto tiempo llevaba a una pobre educadora mal pagada decir que sentía que los niños del estado habían sido estafados? Esto no era una noticia. Era una farsa. Una farsa manufacturada por Teague Ramos, un gran mentiroso con mucha necesidad de aprender una lección. Kate miró de reojo su teléfono celular. Teague podía sufrir un poco más, pero... se puso el auricular y marcó el número de la casa de su madre. El teléfono sonó. Nadie respondía. Distraídamente, Kate se preguntó si debería llamar a la tía Carol —su mamá probablemente estaba allí diciendo al decorador cómo colgar las cortinas—, pero cuando la tía Carol la tenía en el teléfono, Kate nunca podía cortar. Y estaba a sólo quince minutos de Hobart. Al menos si su mamá estaba fuera de casa, Teague no podía hablar con ella, preguntarle adónde había ido Kate, y matarla de miedo. Llamaría a su madre otra vez después del almuerzo. Y aunque iba contra su naturaleza, suponía que también iba a llamar a Teague. No dudaba de que él estaba preocupado por ella. Pero eso le importaba tanto como a él le importaba cumplir con sus promesas. A las doce y media, condujo su BMW más allá del cartel del límite urbano: Hobart, hogar de granjeros luchadores, población 4,802. Kate se maravilló por la exactitud con la que Hobart encajaba en su idea de un pueblito granjero de Texas. Justo saliendo de la autopista, Wal—Mart atraía un flujo constante de clientes. Un Dairy Queen y un Subway estaban al otro lado de la calle. Uno de los cuatro semáforos de Hobart estaba ubicado en esa intersección. El centro era de seis cuadras por dos. Había una mueblería, cinco bares, tres restaurantes, un salón de pool y un estudio de karate. Los edificios del centro se veían en mal estado: arquitectura de los ’30, los ’40 y los ’50 que necesitaba chorreo con arena. En un extremo de la calle principal se encontraban el juzgado y ayuntamiento nuevos; ese complejo se veía bien. Al otro lado estaba el parque, con juegos de recreo de plástico rojo y amarillo y un viejo estanque enmohecido, vallado y vacío. Kate condujo a un lado y otro de la calle principal dos veces, estudiando el terreno antes de decidirse por la Cafetería RoeAnn. Se veía limpio, era concurrido, las grandes ventanas daban a la calle, y la pintura en la ventana mostraba un batido gigante. Generalmente no se permitía tomar batidos, ni gigantescos ni de otro modo, pero simplemente entrar en Hobart la puso de mejor humor. Cuando pensaba en Teague y el modo en que había intentado manipularla, seguía furiosa. Pero bajo la furia acechaba una sensación de satisfacción; ella había tomado el control de la situación. Cuando recordaba el rostro hinchado y las costillas amoratadas de Teague, se sentía enferma. Alguien tenía que descubrir qué había tras el comportamiento de Oberlin. Alguien tenía que determinar por qué nunca lo habían atrapado. Y alguien tenía que detenerlo antes de que la matara, o a Teague, o a ambos.

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Teague podía detenerlo, pero primero Kate le daría toda la información que él necesitaba. Atrajo bastante atención mientras maniobraba el auto en un estacionamiento paralelo. Aparentemente los BMWs eran poco comunes en Hobart. Atrajo igualmente la atracción cuando bajó, y le alegró haberse vestido modestamente con pantalones negros, un suéter negro y una chaqueta verde bosque. De hecho, se había vestido para un posible combate; el día anterior le había enseñado las desventajas de luchar con falda. Y llevaba cómodos zapatos chatos; todavía le dolían las plantas de los pies y, hasta que Oberlin hubiese sido arrestado, quería ser capaz de escapar. Dentro, RoeAnn tenía el aspecto de una cafetería de los cincuenta, con sillas de vinilo rojo y cromo y mesas a juego, y una larga barra con taburetes de vinilo rojo y cromo. Una máquina de discos que brillaba con luces rosa y verde fluorescentes tocaba un popurrí de canciones de Elvis. Lo mejor de todo, el lugar se veía limpio y olía genial, a hamburguesas y pastel casero. Casi todas las mesas estaban llenas, y cada cabeza giró para mirarla. Ella sonrió; necesitaba hablar con la gente de aquí, y la gente naturalmente sentía simpatía hacia alguien que sonreía. Algunas de las personas más jóvenes le devolvieron la sonrisa. Algunos de los mayores parecieron horrorizados y apartaron la mirada. Una mesera se la quedó mirando con los ojos muy abiertos, y cuando Kate dijo: “¿Puedo sentarme en cualquier sitio?”, ella se quebró y corrió hacia la parte de atrás. Kate pensó que el restaurante debía emplear a gente con discapacidad mental, lo que era bueno a menos que fueses un extraño y quisieras almorzar. Pero, con su lápiz, la otra mesera señaló un reservado. Kate asintió y se ubicó. Allí sentada, evaluó la situación con Teague. Cómo él había dicho que no interferiría con su trabajo. Lo enojada que estaba con él por mentirle... Que había prometido llamarlo. Habían pasado más de cuatro horas desde que lo había dejado. Él había intentado llamarla una vez y ella había apagado el teléfono. Tristemente, esperó que estuviera preocupado por ella. Quería que aprendiera una lección. Pero sabía que estaba siendo dura; estaba siendo acosada por un asesino. George Oberlin acechaba en Austin, esperando para tocarla, para decir las palabras horribles que insinuaban que ella canjearía su alma por el dinero y la influencia de él. La asustaba por más que sus tendencias asesinas. La asustaba porque él parecía pensar que era un hombre típico. Teague tenía todas las razones para estar frenético por el silencio de ella. Así que, a regañadientes, Kate sacó su celular y lo llamó. Él no atendió, y su mensaje se escuchaba entrecortado. Miró el visualizador. La señal aquí era baja; este pueblo era un agujero donde las ondas del celular desaparecían sin rastro. Pero de cualquier modo dejó un mensaje: de esa manera él no podría quejarse con ella por no cumplir con su palabra. —Teague, soy Kate. Estoy en Hobart. Estoy haciendo mi investigación. Estoy bien. Volveré a Austin esta noche. —Respirando hondo, dijo—: Sé lo que le dijiste a Brad. Jamás vuelvas a intentar controlarme o, lo juro por Dios, te dejaré y nunca miraré atrás. Colgó, se quedó mirando el teléfono en su mano, y se dio cuenta de que la situación se había invertido. Había esperado que Teague estuviera preocupado por ella. Pero ahora estaba preocupada por él.

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Marcó su número nuevamente. Él seguía sin atender; cuando oyó su mensaje, dijo: —Llámame y dime que estás bien. Estoy, eh, preocupada. La anciana más delgada del mundo estaba sentada de frente a ella en una mesa al otro lado del restaurante. Sus hombros caídos y el cabello blanco mostraban la carga de su edad, su rostro de piel ébano estaba fláccido, pero le sonreía alegremente. Kate le devolvió la sonrisa. La acompañante de la anciana se dio vuelta para mirar a Kate y sacudió la cabeza. Kate miró el menú y supuso que sería mejor pedir algo básico para acompañar su batido. La mesera que le había señalado este reservado y que llevaba una etiqueta que decía Cathy se detuvo y preguntó: —¿Qué puedo traerte? —Un sándwich francés con papas y un batido de chocolate. —Ese batido en la ventana los convence todas las veces. —Cathy sonrió mientras garabateaba el pedido—. Está hecho con helado Bluebell, ¿sabes? —Debería pegarlo directamente a mis muslos —le dijo Kate—. Ahí es donde va a terminar, de cualquier modo. —Es más divertido que entre por arriba. Cathy le guiñó el ojo. La anciana seguía sonriendo a Kate y, cuando ella captó su mirada, la mujer la saludó con la mano. Kate le devolvió el saludo. La sonrisa de la anciana se agrandó. La mesera la miró de reojo. —Esa es la señora Parker. Una dulzura, pero ha perdido algunos engranajes, si entiendes a qué me refiero. Su hija estaba viviendo en California. Se mudó aquí de nuevo para cuidar de la señora Parker en casa, pero Maureen no es ninguna jovencita. No sé qué van a hacer. —Cathy sacudió la cabeza—. Es una pena cuando la mente se pierde primero. —Parece feliz —dijo Kate. —Fue mi maestra de segundo grado. Es… duro cuando no me reconoce. —Cathy inclinó la cabeza y estudió a Kate—. Tú misma pareces conocida. Kate vio que la señora Parker se ponía de pie y buscaba su andador. —¿KTTV de Austin llega hasta aquí? —preguntó Kate—. Soy reportera allí. —No, la mayoría de nuestras estaciones son de San Antonio, pero tal vez sea eso. El año pasado fuimos a Austin para nuestro aniversario. Antes de que Kate pudiera explicar que no había estado allí el año anterior, Cathy fue a tomar una orden y gritar a la otra mesera por hacerse la enferma. Con una mirada impotente de disculpas a Kate, Maureen ayudó a su madre a hacer el lento progreso hacia ella. Llegaron a su mesa, y la hija le dijo: —Mamá está un poco confundida hoy. Cree que la conoce. —Sí la conozco. —La anciana se hundió en el reservado y se estiró sobre la mesa. Tomando las manos de Kate con sus dedos frágiles y tullidos, preguntó—: ¿Dónde has estado ocultándote? Te he extrañado. —A mí también me alegra verla. La señora Parker había cometido un error inofensivo, y Kate no intentó corregirla.

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—¿Cómo están los niños? ¡La última vez que vi a Hope estaba tan grande! Bueno, recuerdo cuando era sólo un bebé y la cosa más dulce que jamás hubiera visto. ¡Y tenaz! No como esa granuja Pepper. Kate le siguió el juego. —No, para nada como Pepper. —Te advertí sobre llamar Pepper a una niña, ¿o no? Esa pequeñita es astuta como un zorro, pero prefiere correr y conversar con sus amigos que hacer matemáticas. Es todo un problema, esa niña. —La señora Parker soltó una risa larga, clara—. No puedo recordarlo bien. ¿Cuántos años tienen las niñas ahora? Kate no sabía cómo responder. Mientras hacía tiempo, la alegría de la señora Parker desapareció. Sus ojos se llenaron de lágrimas. —¿Quién hubiese pensado que esos niños desaparecerían así? Un instante estaban aquí y al siguiente habían desaparecido, y todo cambió en Hobart. —Oh, mamá. Maureen dio un pañuelo a su madre. Excepto por el zumbido de la máquina de batidos, el restaurante estaba inusualmente silencioso. Kate miró alrededor. Todos en el lugar las observaban. —Incluso el niño adoptado se esfumó, y tú realmente lo habías amansado. Una lágrima cayó por la arrugada mejilla de la señora Parker. —Pero las niñas están bien. Suavemente, Kate apretó los dedos de la señora Parker. —¿Sí? Bueno, bien. Bien. Estaba preocupada por ellas, te diré. La señora Parker se secó los ojos. La otra mesera —la rara, asustada—, salió de la cocina y se detuvo detrás del mostrador, llenando tazas de café y mirando fijo a Kate como si le hubieran salido dos cabezas. Kate empezó a sentir como si hubiera caído en la Dimensión Desconocida. —También tuviste un bebé. ¿Cómo era el nombre de esa niña? Caitlin. Caitlin Prescott. Una niña tan bonita. Siempre dije que crecería para parecerse a ti. —La señora Parker escudriñó el rostro de Kate—. Cielos, no sé cómo lo haces, pero te ves más joven cada día. No has ido a hacerte una de esas transformaciones extremas, ¿cierto? Sería tan tonto entrometerse con el trabajo de Dios. Pero no, eres la esposa del pastor. No harías eso. —Mamá, aquí viene Cathy con la orden de la dama. —Maureen tocó el hombro de su madre—. Será mejor que volvamos a nuestra mesa y la dejemos comer. —Claro. —Con la ayuda de su andador, la señora Parker se levantó con esfuerzo—. ¡No te pierdas! Me siento sola desde que dejé el trabajo. Ven a visitarme. Te haré un pastel de pera. Sabes, Lana, siempre te ha gustado mi pastel de peras. Lana. —Gracias —titubeó Kate—. También fue maravilloso verla a usted. Lana. Evelyn Oberlin había mirado la nada, pronunciado el nombre de Lana, había dicho que lo lamentaba...

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Mientras madre e hija se alejaban, Kate secó sus palmas repentinamente sudadas en la servilleta. La señora Parker había dado detalles, nombres. Había insistido en que Kate era Lana, una esposa de pastor... y había sufrido ese momento de tristeza. ¿Qué era lo que había dicho? ¿Quién hubiese pensado que esos niños desaparecerían...? Cathy deslizó una enorme bandeja con el sándwich francés y las papas sobre la mesa, luego volvió con un vaso lleno de batido y el resto en el recipiente de metal. —Está tan bueno como se ve —le informó, y se alejó rápidamente para servir café en la mesa de al lado. ¿Quién hubiese pensado que esos niños desaparecerían...? Kate se quedó mirando la comida. Echó un vistazo a la cafetería. Ahora la gente estaba encorvada sobre sus platos y la estudiaba por el rabillo del ojo. ¿Quién hubiese pensado que esos niños desaparecerían...? Dios querido. La vida entera de Kate había cambiado hoy. En este instante. Ahora. Tomó su teléfono y llamó a Teague. —¡Maldita sea! —susurró cuando él no atendió. La señal seguía entrecortada, así que dejó el mensaje tres veces—. Encontré a mi familia. Encontré a mi familia. Encontré a mi familia. Ven a Hobart, Teague. Creo que él los mató a todos. Alguien se acercó a la mesa. —No los mató a todos. Kate levantó la mirada. Una mujer de tal vez cuarenta años estaba allí. Tenía una figura de reloj con un poco más de arena en la parte inferior, cabello teñido de rojo llameante, y llevaba una camisa Hawaiana, pantalones cortos rosados, y zapatillas para correr sin medias. —¿No lo hizo? ¿Debería meterse en su auto y alejarse lo más rápido posible, o quedarse para descubrir quién era y qué había pasado? ¿Cómo podría alejarse de su pasado cuando lo había encontrado? —Soy Melissa Cunningham. —La mujer sonrió y ofreció la mano—. Estaba preguntándome cuándo uno de ustedes regresaría. Kate le estrechó la mano. —Entonces, ¿me reconoce? —Claro que sí. —Melissa se inclinó sobre la mesa y miró a Kate a los ojos—. Eres una de las niñas del pastor. Eres la bebé de Lana Prescott.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2222 Mientras conducía hacia Hobart, el teléfono sonó en el auto de George. Miró el número de reojo. Jason Urbano. Hoy, George tenía su venganza, su dinero… y cuando llegara a Hobart, tendría a su mujer. De uno u otro modo, tendría a Kate. Con absoluta compostura, abrió la conexión. —Ya era hora. —¿Senador Oberlin? Era una voz de mujer. Tenía el más leve dejo de Texas en su acento. George frunció el ceño. Urbano no debería haber hecho llamar a su secretaria. —¿Sí? —Habla Hope Givens. ¿Hope Givens? George miró fijo la autopista que serpenteaba a través de Hill Country. La sangre zumbaba en su cabeza. —Hope Prescott Givens —agregó ella amablemente. ¿Urbano le había fallado? ¿Urbano lo había jodido?—. Senador, ¿está ahí? Ella sonaba exactamente igual que veintitrés años atrás: alegre, serena, tal como la hija del pastor. Bueno, había sonado así la mayoría del tiempo. Excepto cuando había descubierto que sus padres eran ladrones, que nadie los quería a ella y sus hermanos. Después había gritado y llorado. Pobre, estúpida, patética niña. —Estoy aquí. Esa pobre niña había crecido para convertirse en su cruz. No como su dulce Kate. Kate, que estaba metiendo la nariz donde no debía. —Bien. No querría perderlo ahora. Hope lograba hacer que unas simples palabras sonaran como intimidación. Estaba amenazándolo a él, al senador George Oberlin. —¿Por qué me estás llamando? —¿Por qué estoy contactándolo en lugar de Jason Urbano, quiere decir? —¿De qué estás hablando? George se aferró al volante. —Quiero decir que usted estaba esperando una llamada de Jason diciéndole que Industrias Givens había colapsado, que su inversión en nuestros competidores había resultado en una fortuna, y que yo nunca volvería a molestarlo. George oyó su propia respiración. ¿Cómo lo sabía? Urbano se lo había dicho. Él debía habérselo dicho. —Sólo en caso de que esté planeando hacer pública la información que ha reunido sobre Jason, yo no lo haría. Es todo falso, y lo hará ver como un tonto. —En un tono reflexivo, ella agregó—: Un tonto más grande aun.

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La comprensión azotó a George como un bate de béisbol bien empuñado. Ni siquiera tenía que escuchar para saber lo que ella iba a decir a continuación. Pero lo hizo. Escuchó con mucha atención. Necesitaba saber cuántas personas sufrirían su venganza. —Más de un año atrás, mi esposo y yo hicimos un plan. Decidimos que si no podíamos convencerlo para que nos dijera qué había pasado con mi hermana Caitlin, podríamos motivarlo a cooperar mediante... —simuló pensar—, ¿cuál es la palabra? George oyó una voz seca de Boston en la línea. —Chantaje. —Sí, eso es. Lo chantajearíamos para que cooperara con nosotros. Así que montamos una emboscada que involucraba a Griswald… usted lo conoce como Freddy. —Presente —se escuchó el cortante acento británico de Freddy. —Y Jason Urbano. —Hola, senador. Urbano sonaba tan engreído. Tan arrogante. —Además, Gabriel es parte de esto… ¿recuerda a Gabriel, senador? ¿Mi hermano adoptivo? —Hope se burló de Oberlin por su fracaso—. El músculo en nuestro grupo es Dan Graham, mi cuñado. —¿Cuñado? George no podía creer lo que Hope estaba diciendo. —El esposo de mi hermana. La mujer lo explicó con detalle para que él no pudiera entender mal. —Sí, es cierto, también estoy aquí. —Otra mujer hablaba en tono firme, serio, uno que le recordó tanto a Lana que le corrió un temblor por la espalda—. ¿Me recuerda? Soy la hija del medio. Soy Pepper. —Toda una reunión familiar. —Los imaginó a todos de pie hablando a un teléfono con altavoz, regodeándose. Entonces lo asestó un pensamiento horroroso—. ¿Dónde están? —Todos vinimos a Austin para estar cerca suyo —dijo Hope. —No tan cerca de mí. Gracias a Dios, no estaban en Hobart. Incluso cuando dedujeran adónde había ido él, les llevaba dos horas de ventaja. Dos horas más cerca de Kate. —¿Por qué están llamándome? —Es un hombre inteligente, senador. Sabe por qué lo estamos llamando. La voz de Pepper otra vez, aún con ese tono severo, autoritario que sonaba tan parecido a Lana dirigiendo la catequesis. —No es verdad que Industrias Givens vaya a caer, pero sí es cierto que tenemos suficiente evidencia grabada de su intención de cometer sabotaje industrial. —Hope hizo una pausa—. Podemos destruirlo. Mientras George comprendía la magnitud de la emboscada, viró bruscamente en la banquina. Las ruedas derechas tocaron la grava. Pero logró corregirlo antes de derrapar. Era un buen conductor. Tenía el control. —Las cintas pueden ser falsificadas.

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—Cierto. Pero su enorme inversión en acciones de competidores prueban su intención de destruir la corporación y estafar a los accionistas. —La desagradable perra agregó—: Creo que también ha superado su crédito. Puede vender sus inversiones, por supuesto, pero no creo que vaya a recuperar su inversión. Verá, nosotros sabemos cómo jugar en el mercado. El precio que pagó por las acciones no es lo que va a recuperar. Todos estos años. George había acorralado oficiales de policía. Había chantajeado a otros legisladores. Ahora estaba siendo embaucado, y por una simple hija de pastor. —¿Está ahí, senador? —preguntó Hope. —Sí. —Sí, estaba ahí, e iba a hacer que Hope lo lamentara. Iba a hacer que todos lo lamentaran—. ¿Qué quieres? Como si no lo supiera. En tono tranquilizador, ella dijo: —No voy a pedirle que admita su culpa en el tesoro robado de la iglesia. No estoy pidiendo que acepte la responsabilidad por la muerte de mis padres. Pero quiero saber qué hizo con Caitlin. Senador, dígame qué hizo con mi hermana. —Hope Prescott Givens, sé exactamente dónde está tu hermana. Oyó una brusca inspiración de más de una persona. —¿La mató? —preguntó ella. —¿Cuando era un bebé? No seas ridícula. Está viva. No la he matado. —Una oleada roja de furia subió desde sus entrañas y lo inundó—. Todavía. —No. ¡Espere! ¡Senador! Con una pequeña satisfacción engreída propia, él apretó el botón para terminar la llamada, pisó el acelerador y voló hacia Hobart.

Teague despertó con gritos y empujones, puertas golpeándose... estaba en un vehículo detenido. Le dolía la cabeza, le dolían las costillas, le dolía la cara. Se sentía como el demonio. Unos tipos lo habían agarrado, le habían clavado una aguja en el cuello y... —¡Marilyn! Se incorporó tan rápido que las náuseas lo azotaron de repente. —Recuéstate. —Era la voz de un hombre. Sonaba más que un poco tenso mientras hacía bajar de espaldas a Teague—. O sin dudas vomitarás tus galletas. —¿Dónde diablos estoy? —Teague apretó las manos contra su rostro—. ¿Qué han hecho con la señora Montgomery? —Estoy aquí, querido. —Su voz cálida y bondadosa le habló por encima de la cabeza—. Van a dejarnos en el FBI. —Está bromeando. Miró alrededor. Estaba acostado sobre el piso alfombrado de una camioneta de tamaño industrial. Había bancos en cada lado de las paredes. Las ventanas estaban oscuramente polarizadas. Dos mujeres a las que nunca antes había visto estaban sentadas a un lado. Mujeres de buena apariencia: una castaña con reflejos, y otra con el cabello tan negro como el de Teague.

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Tenían aferradas las manos, lo observaban, pero no estaban… viéndolo realmente. Las dos tenían una mirada desenfocada, tensa en los ojos. Marilyn Montgomery estaba sentada en el banco opuesto, viéndose preocupada pero tranquila. —Todos han sido muy agradables, pero ahora están apresurados por ir al aeropuerto. —Esto no tiene ningún sentido —dijo Teague—. ¿Por qué van a dejarnos en el FBI? ¿Por qué nos buscaron en primer lugar? ¿Quiénes son? —Los buscamos porque están investigando al senador George Oberlin, y la dama dijo que iban a ir al FBI para hablar de él. —El tipo militar que le había clavado la aguja estaba parado, con los pies apuntalados, sosteniéndose de una tira y viéndose cómodo. Pero duro. Con ojos severos— . Y nosotros somos las personas que hemos estado tras Oberlin demasiado tiempo como para que tú lo pongas sobre aviso ahora. —¿Pero? Teague lo miró. —Él no está cooperando —dijo el tipo en pocas palabras—. Está loco. —No. —Teague estiró la palabra, inyectando incredulidad en su tono—. ¿Tú crees? —Soy Dan Graham. —Dan extendió la mano—. Lamento lo de la aguja. Teague estudió la mano. Pero supuso que Dan estaba diciendo la verdad. Si estas personas hubiesen estado planeando matarlos a Marilyn y a él, ya lo hubiesen hecho. Le estrechó la mano. —Teague Ramos. Dan examinó la cara de Teague. —Alguien te dio una buena paliza. —Sí, un día salgo a la calle y la gente me golpea. Al día siguiente, me clavan una aguja en el cuello para desmayarme. —Con mucho sarcasmo, Teague dijo—: No puedo esperar a ver qué sucede mañana. El motor arrancó, la camioneta avanzó. Teague miró hacia el frente. El conductor era un total extraño... o tal vez no. Teague pensó que lo había visto en alguna parte. ¿En las películas? ¿Los periódicos? El tipo que iba de acompañante era el bastardo que lo había agarrado y sostenido para la inyección. A Teague le complacía ver que ahora tenía una venda alrededor de la muñeca. Aparentemente, había hecho un poco de daño antes de desmayarse. No importaba. En su estado actual, con las costillas rotas, el rostro golpeado y un dolor de cabeza aplastante, no le interesaba enfrentarse a él. A cualquiera de ellos. Los tres hombres exudaban ese aire de competencia que advertía a otros hombres de andar con cautela. Las mujeres no eran como ellos. Exudaban inteligencia, belleza, encanto, pero no dureza. Eran el tipo de mujeres por las que los hombres perdían la cabeza. Mujeres que domesticaban al mundo. Mujeres… como Kate. Lentamente, probando su equilibrio, Teague se sentó. Estas mujeres no se parecían realmente a Kate, pero tenían el mismo aire. Mujeres al mando. Mujeres... sacó su teléfono. La luz roja de mensajes parpadeaba. La mano de Dan se cerró sobre la suya. —¿Qué estás haciendo?

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—Se supone que estoy protegiendo a Kate Montgomery de Oberlin. Hablaré con ella y me aseguraré de que está bien. Desafió a Dan con su mirada. —Estoy seguro de que está bien. Oberlin tiene otros asuntos en mente ahora mismo —dijo Dan. —Entonces no importa si la llamo. —Teague vio la mirada que Dan intercambiaba con una de las mujeres, íntima y preocupada. Teague lo desafió—. ¿Dejarías el asunto al azar con tu mujer? Dan le soltó la mano. —Llámala. Si está cerca de Oberlin, dile que se aleje. Él acaba de descubrir en cuántos problemas está metido. Teague marcó su número. Sonaba. Marilyn se inclinó hacia adelante y lo miró intensamente. —Vamos, Kate —dijo ella. El correo de voz de Kate atendió. —No pude comunicarme, pero está bien —la tranquilizó—. Tengo un mensaje. Prometió llamar. Estoy seguro de que es de ella. Apretó el botón para conectar con su buzón de voz. —¿Sabes por qué Oberlin está acosando a tu Kate? —preguntó la mujer de cabello oscuro. La voz automatizada repasó sus deambulaciones. —Tiene cuatro nuevos mensajes. El primer mensaje… La voz de Big Bob resonó en el oído de Teague. —Ey, jefe, pensé que querrías saber que Oberlin se marchó temprano a almorzar. —Oberlin se marchó temprano para almorzar. Lo cual era interesante, pero Teague quería saber de Kate. —Kate se parece a alguien que él conocía. —Marilyn no apartaba la mirada de Teague—. Alguien que él… bueno, creemos que asesinó a esta otra mujer. —Asesinó... si él asesina... —Un sollozo escapó de la castaña—. La última vez que la vi era sólo un bebé, y ahora... La otra mujer la rodeó con sus brazos y la meció. —Está bien, Hope. No podemos rendirnos ahora. —¿Ha matado a alguien que ustedes conocieran? Marilyn miró a una y otra. —Todavía no. —El conductor habló con un cortante acento de Boston—. No si tenemos algo que decir al respecto. Y así es. El segundo nuevo mensaje: la voz de Kate habló al oído de Teague. Él hizo una señal con el pulgar levantado a Marilyn. Se relajó un poquito, hasta que oyó: —Teague, soy Ka… —su voz se cortó, y luego—: en Hobart. Teague se estremeció. —¿Hobart? —dijo en voz alta. Las dos mujeres se sobresaltaron. Juntas exclamaron:

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—¡Hobart! El tipo en el frente giró bruscamente la cabeza. —¿Qué pasa con Hobart? Teague les hizo señas enfáticamente para que hicieran silencio. —Estoy haciendo mi... bien... a Austin esta noche. Sé lo que... Brad. —Ese hijo de puta, Brad. Debía haber delatado a Teague—. Nunca vuelvas a intentar... lo juro... dejaré... nunca miraré atrás. A Teague no le importó la delicada sensibilidad de las damas. —¡Maldito sea el infierno! —¿Hobart? ¿Qué pasa con Hobart? —exigió saber Dan. —¡Shh! Teague lo miró enojado. El tercer mensaje nuevo... la voz de Kate otra vez: —Llama... enseguida... dime... bien... preocupada por ti. —Bueno… bien. Eso está bien. Eso está realmente bien. Teague se deslizó para apoyar la espalda contra un banco. Excepto que, ¿por qué ella estaba preocupada por él? Teague hizo un movimiento circular con la mano, intentando que el sistema de correo de voz se apresurara. Entonces el cuarto mensaje nuevo: —Encontré... familia. Encon... mi familia. Ven... Teague... creo que él los mató... todos. El corazón de Teague saltó a su garganta. Kate había hecho su maldita investigación y había encontrado problemas. Colgó. En tono brusco dijo: —Tengo que ir a Hobart. Ahora. Dan lo agarró del hombro. —¿Por qué Hobart? —¿Dónde queda Hobart? —preguntó Marilyn. —Al sur de San Antonio —dijo Teague—. A tres horas. Todos en la camioneta le gritaron: —¿Por qué Hobart? ¿Qué le pasaba a toda esta gente? Él era quien tenía el problema. —Kate está en Hobart. Dice que encontró a su familia. Dice que él los mató a todos. Marilyn respiró horrorizada. —¿Kate? —La castaña, Hope, lo miraba fijo—. ¿Estás diciendo que Kate es mi hermana Caitlin?

Teague se maravilló por lo rápido que podía ser superada cada dificultad cuando el dinero no era inconveniente. El viaje en helicóptero desde Austin a Hobart llevó media hora. El intercambio de información entre Teague y Marilyn, y Hope, Zack, Pepper, Dan y Gabriel, murió con el ruido de las aspas del rotor, pero cuando aterrizaron Dan entregó armas. Hope y Pepper tomaron una cada una, igual que Gabriel.

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Por supuesto. Serían los objetivos principales de Oberlin. Zack desvió el ofrecimiento de Dan de una Beretta 9 mm hacia Teague, y él aceptó con gravedad. Cuando viera a Kate, planeaba decirle que este tipo de incidente era precisamente la razón por la que no había querido que ella fuera a Hobart. Implacablemente y sin cesar le diría: “Te lo dije”. Mientras el helicóptero se apagaba y el nudo de tensión en sus entrañas se volvía más tenso, planeó algunas respuestas concisas a la rebeldía de ella. Más le convenía estar viva para escucharlas. Intentó llamarla otra vez. La llamada pasó directo al correo de voz; o el teléfono estaba apagado o ella estaba fuera del área de servicio. Una camioneta de lujo se encontró con ellos. Zack conducía, Dan iba de acompañante... el plan era que los Prescott permanecieran tras las ventanillas polarizadas hasta que supieran que estaban a salvo. Gabriel y Teague viajaban en la segunda fila de asientos. Hope, Pepper y Marilyn iban atrás, y cuando Teague echó un vistazo detrás suyo, vio a Marilyn secándose las lágrimas mientras Hope y Pepper la abrazaban. Kate tenía hermanas realmente agradables. Tenía que conocerlas. Nuevamente, la llamó. Esta vez sonó y luego la señal se cortó. Envueltos en un silencio tenso, entraron en Hobart. La tensión crecía con cada giro de las ruedas. Hope y Pepper miraban alrededor, pero no exclamaban como solía hacer la gente cuando regresaba a su ciudad natal. Su pensativo silencio hizo que Teague pensara que, para ellas, todo era conocido... y doloroso. Zack giró en la calle principal y bajó la velocidad. Había docenas de personas en el camino, con los brazos cruzados sobre el pecho, hablando, estirando los cuellos para ver entre la multitud. Había más que se acercaban corriendo. Teague pudo ver luces brillando frente a la Cafetería RoeAnn. Un auto de policía y una ambulancia. Detrás de ellos, podían oír el aullido de las sirenas. La sangre aporreaba en el cerebro de Teague. Dan bajó la ventanilla y llamó a un espectador, un hombre mayor recto con un flequillo de cabello canoso y un sombrero de vaquero gastado. —¡Disculpe! ¿Qué está pasando? —¡Dispararon a una mujer! Antes de que la camioneta se detuviera por completo, Teague bajó de un salto y se abrió paso a empujones entre la multitud. Oía murmullos al pasar: “Nunca sucede aquí”, “¿En qué se está convirtiendo el mundo?”. Y en tonos de incredulidad: “¿El senador Oberlin? ¿Estás seguro de que era el senador Oberlin?” Teague llegó a la línea policial; una línea escasa que consistía de dos oficiales de uniforme azul, gritando: —Atrás. ¡Denle un poco de aire! —No está muerta. Dan estaba al lado de Teague. Pero el equipo de la ambulancia estaba trabajando frenéticamente con la forma boca abajo en la acera. Teague vio manchas de sangre en el hormigón. Intentó pasar por encima del policía, pero el oficial lo tomó del brazo. Nervioso, Teague sacó su identificación de seguridad del capitolio de Texas. La mostró. —Déjeme pasar. Ante el tono de Teague y la visión de la placa, el oficial cedió.

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—Él es Teague Ramos, a cargo de la seguridad en el Capitolio de Texas —dijo Dan—. Escuchamos que uno de nuestros senadores hizo esto. —Eso es lo que dicen. Líneas de preocupación marcaban la amplia frente del oficial. Vagamente, Teague oyó a Dan preguntar: —¿Saben quién es la víctima? Pero Teague ya había alcanzado a ver el cuerpo inmóvil. No era Kate. En medio del alivio inmediato y la preocupación continua, apenas escuchó la respuesta del policía. —Su nombre es Melissa Cunningham. Parece que el senador Oberlin llegó al pueblo. Ella tuvo unas palabras con él. Él le disparó en el abdomen. —Apresuradamente, el oficial agregó—: O eso dicen algunos testigos. Teague se volvió hacia él. —¿Dónde está Oberlin ahora? Tiene que enviar gente tras él. Teague supuso que tenía esa expresión en la mirada, la que había asustado a Kate, la que había hecho huir a hombres adultos, y estaba contento. Quería esa información. El oficial tartamudeó: —No hemos enviado... no tenemos los recursos... la vida de Melissa es nuestra primera prioridad... —¿Más importante que un senador demente con un arma? —gritó Teague. —¡Joven! No le grite al oficial. No es educado. Teague también quiso gritar a la anciana encorvada con andador. —Necesito saber adónde fue Oberlin. —Fue al cementerio. Tome la autopista vieja; está ocho kilómetros fuera del pueblo. —La mujer negra hablaba con precisión, y sus ojos marrones se veían agudos y vivos—. Va detrás de la jovencita que se parece a Lana, y si alguien no hace algo, va a matarla a ella también. —Señora Parker, eso es especulación, ¡y agradecería que lo dejara! —dijo el oficial. —John Jeremy Wringle, te enseñé a mostrar respeto por tus mayores. Sugeriría que lo hagas —respondió la señora Parker. Teague la tomó suavemente del brazo. —¿Hace cuánto? —Treinta minutos. —Se volvió hacia la mujer a su lado, probablemente su hija—. Di clase a George Oberlin en segundo grado, y sabía que había algo mal en él entonces. Teague fue a zancadas hacia la camioneta. Dan caminaba con él. La gente se apartaba frente a ellos, no queriendo correr riesgos con estos guerreros duros, severos. Teague fijó su mirada en las luces intermitentes estacionadas ahora detrás de la camioneta en los límites exteriores de la multitud. —Tomaré el auto de policía. Necesito una distracción. —Podemos darte eso. Dan hizo una sonrisa muy desagradable.

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El oficial estaba junto a la puerta abierta de su auto. El motor estaba encendido. Hablaba al walkie—talkie sobre su hombro. Se veía fastidiado por las preguntas que le gritaba la multitud que seguía reuniéndose… y no hacía intentos de ir tras el culpable. Así que esto era Hobart. Este era el pueblo de Oberlin, y la policía no sabía si ir tras él y arriesgarse a perder sus trabajos, o arriesgarse a otro tiroteo público. Teague se puso en su sitio, detrás y al costado del oficial. Dan hablaba con Zack en la camioneta. Las puertas se abrieron. Hope, Pepper y Gabriel bajaron. —Discúlpenme —dijo Hope con voz clara. Las cabezas se volvieron. Teague vio segundas miradas y reacciones tardías pasmadas. Se acercó más al auto policial. Ella siguió: —Tengo entendido que George Oberlin cometió este crimen. Esta no es la primera vez que ha ejercido violencia. ¿Todos recuerdan a la familia Prescott? ¿Recuerdan lo que nos sucedió? —¡Hope! —gritó una mujer—. Te recuerdo. Recuerdo... a Pepper y... ¿Gabriel? —Dijeron que Caitlin había vuelto, pero no lo creí. —Un vaquero de edad media sacudió la cabeza, asombrado—. ¡Creer que viviría para ver este día! Teague estaba en posición. —Créalo. —Hope se volvió hacia el oficial—. Te recuerdo, Bill Browning. Ayudaste a llevarse a mi familia. Browning tragaba saliva como un pavo. —¿Vas a dejar que George Oberlin también mate a mi hermana? —preguntó Pepper duramente. Browning comenzó a cerrar la puerta del auto y dirigirse hacia Hope. Teague tomó la puerta antes de que se cerrara y se metió dentro. El oficial se volvió. Teague clavó el cambio en reversa. Apretó el pie hasta el fondo. Con un chillido de neumáticos, retrocedió por la calle. Vio al oficial Browning buscando su arma. Vio a Dan tacleándolo. Entonces Teague encendió la sirena, hizo girar el auto y corrió hacia el cementerio. Hacia Kate. Hacia la mujer que amaba.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2233 La paz del cementerio de Hobart debería haber sido relajante. La brisa fría tocaba el rostro de Kate. Los pájaros gorjeaban en los antiguos bancos curvados de los robles vivos. La hierba había sido cortada pero no podada, y largas matas se aferraban a los bordes de las lápidas. Sin embargo, ella miraba confundida las sencillas marcas de hierro: Bennett Prescott. Lana Prescott. Sus padres. Sus padres biológicos. Había tenido suerte. Todo el tiempo, mientras crecía, había tenido un padre y una madre que la amaban, que la apoyaban. Pero saberlo la había atormentado: había sido abandonada en las escaleras de una iglesia. Papá y mamá le habían dado un buen giro: su madre biológica no había podido mantenerla, así que había dejado a Kate en otro lugar, donde sabía que estaría a salvo. Cuando Kate creció, se dio cuenta de que esa adopción era el modo correcto de deshacerse de un hijo inoportuno. Le parecía probable que su madre fuera una adolescente desesperada... o una prostituta sin suerte. Pero Melissa Cunningham le había dicho que su madre no la había arrojado en las escaleras de una iglesia y se había marchado. Sus padres habían estado casados, un pastor y su esposa. Habían sido asesinados en un accidente de autos. Habían sido acusados de desfalco, pero nadie había investigado los hechos. La policía en Hobart había aceptado la palabra del tesorero de la iglesia, que casualmente resultaba ser... George Oberlin. Ahora los padres de Kate estaban enterrados en la parte del cementerio cerca del estacionamiento, donde descansaba la gente pobre. En la siguiente fila bajo los árboles, lápidas pesadas y altas estaban decoradas con estatuas de ángeles y poemas grabados. Pero para sus padres, las piedras eran simples y sólo decían: Bennett Prescott. Lana Prescott. Nada más. Pero alguien había puesto flores en sus tumbas. Allí quedaban trocitos de flores, su rojo y dorado apagado por el sol. Melissa había dejado claro que ella dudaba de la maldad de los Prescott, y que su madre se había culpado por la desintegración de la familia y había culpado a George Oberlin por las muertes. La señora Parker había dejado claro que Lana Prescott había sido una querida amiga suya. Lana había sido la madre de Kate. Bennett había sido su padre. En algún lugar, allí afuera, Kate tenía una familia: dos hermanas y un hermano adoptivo, perdidos porque alguien se había asegurado de que fueran separados. Y ese alguien era... George Oberlin. La reportera en ella se daba cuenta de que era una historia enorme, una que podría fundar su carrera nacional. El ser humano en ella lloró como un bebé al saber que un hombre corrupto había arruinado tantas vidas. Su maldito celular no funcionaba. Melissa había anotado los números telefónicos que Kate le había dado: el de Teague, el de la mamá de Kate, el del FBI, el de KTTV. Melissa había prometido ir a casa y llamar a cada uno de ellos, uno tras otro, para traerlos aquí. Kate había dejado de pensar que podía manejar este asunto sola. Por Dios, estaba llamando la caballería.

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Alejándose de las tumbas, vio una limusina Lincoln beige subiendo por el camino y girando en el estacionamiento. Se detuvo junto a su auto, el único otro en el cementerio. George Oberlin bajó de él. Por supuesto. ¿Cómo podía Kate haber sido tan tonta como para pensar que podría entrar en Hobart inadvertida? Como un calamar gigantesco, él tenía tentáculos que llegaban a todas partes. Él comenzó a andar hacia ella. Al ver su figura erguida, su cabello rubio, su paso majestuoso, el corazón de ella se sacudió con asco. Este imbécil había matado a sus padres. Debido a alguna enferma obsesión, había matado a su madre y a su padre, y había tomado a Kate y la había regalado como si fuese basura. George Oberlin era un asesino. Un asesino serial. Un hombre despiadado, sin moral. El odio ardió en su interior. ¿Tenía miedo? Sí, claro. Pero quería, necesitaba saber por qué y cómo él había destruido a su familia. Enfrentándolo mientras se aproximaba, ella se detuvo junto a las tumbas de sus padres. Tenía que entender que ella sabía la verdad sobre sí misma, sin embargo él adoptó una pose —el mentón en alto, una sonrisa seria en los labios—, seguía intentando verse bien a los ojos de Kate. Deteniéndose frente a ella, permitió que su mirada vagara por las lápidas. —¿Qué te dijo esa mujer? —¿Se refiere a Melissa Cunningham? —Kate lo desafió con su hostilidad—. Me dijo que usted mató a mis padres. —Especulación. Especulación infundada —dijo él inmediatamente. —Que usted no negó. —Ella se metió en el rol de reportera—. ¿No cree que si alguien es acusado de un asesinato que no cometió, estaría escandalizado y renunciaría inmediatamente a los cargos? —Querida mía —dijo él, sonando totalmente como un hombre herido por la maliciosa difamación y la desconfianza de ella—. Pensé que, por supuesto, te darías cuenta de que semejante cuento era absurdo. —No soy su… —Ella respiró. No debería estar aquí con él. Pero quería la verdad, y si iba a obtenerla, necesitaba estar tranquila. Interesada—. Pero mató a su esposa. Mató a la señora Blackthorn. Así que es lógico asumir que mató a mis padres. —Hice lo que había que hacer. Lo que la gente me obligó a hacer. Crecí en la pobreza. ¡Pobreza! —Oberlin se puso en su modo de senador. Enderezó los hombros. Su voz adoptó el tono afable de un orador—. Mi padre era camionero. Maldecía. Bebía. Escupía. Apestaba. Y mi madre… era tan buena, tan dulce. Él le daba miedo. Cada día, ella temía que volviera a golpearla. O a mí. —Su padre suena como un monstruo. —Inevitablemente, ella comparó la juventud de Oberlin con la de Teague. ¿Qué convertía a un hombre en un monstruo y a otro en un guardián?— . Pero no entiendo. ¿Qué fue lo que le dio la excusa para matar a mis padres? ¿Que tuvo un padre malo o una madre buena? La fachada del senador cayó. Un rojo oscuro, apagado, subió de la nuca de Oberlin para cubrir su cuello, su rostro, sus orejas. —Si tan sólo escuchas… —respiró hondo, el color bajó—, puedo explicarlo todo. —Por favor, hágalo.

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Ella señaló las lápidas. —Cuando tenía cinco años, mi padre mató a mi madre. —El tono de Oberlin permanecía firme, pero respiraba con dificultad—. ¿Has visto a alguien ser matado a golpes? Es horrible. —Puedo imaginarlo. Desafortunadamente, podía imaginar la escena. Las fotos de su padre le daban una referencia demasiado vívida, y la dejaban sin piedad por un hombre que había transformado la tragedia de su infancia en una razón para matar sin consciencia. —¿Fue así como mató a mis padres? El rostro de él se contorsionó con furia. Se arrojó hacia ella. Kate se metió detrás de una lápida recta. Él tenía los hombros amplios, con huesos grandes. Y era más alto que ella, al menos quince centímetros. No tan alto como Teague, pero la altura de Teague la había protegido. La altura de Oberlin la amenazaba. —No estás escuchándome. Tienes la mente cerrada en esto. —La voz de Oberlin subió—. Pensé que, como reportera, me escucharías. La apariencia de él era engañosa. Debajo de la máscara, bullía de frustración que apenas mantenía en raya. Ella haría bien en recordarlo. —Tiene razón. No estoy siendo justa. Hágame entender. Porque necesitaba escuchar cómo él justificaría lo indecible a la mujer que había agraviado tan terriblemente. Y porque... Kate estaba sola aquí afuera. Podía violarla. Podía asesinarla. —¿Qué sucedió con su padre? —le preguntó. —Nada. El ayudante del sheriff que investigó también usaba sus puños con su familia, así que la muerte de mi mamá fue declarada accidental. Mi padre siguió manejando su camión, bebiendo, drogándose, llevando mujeres a casa para golpear... murió cuando yo tenía diecisiete años. Cayó y se abrió la cabeza. —¿Cayó por las escaleras? Kate apretó los labios con fuerza para evitar que se le escapara esa pregunta—. Cuando padre murió, yo ya sabía lo que quería hacer. Quería atrapar ayudantes de sheriff como el que había reído con mi padre sobre el cuerpo ensangrentado de mi madre, y hacerlos pagar. Así que me casé con Evelyn porque su familia tenía dinero. No la amaba. Te lo juro, nunca la amé. Kate apenas podía contener su aversión. ¿Creía él que eso hacía la historia más aceptable… que ella supiera que nunca había amado a la mujer con la que había vivido durante veinticinco años? —Pero yo no le gustaba a su padre. No creía en mí, en mi visión. Era un ranchero sucio y estúpido que no quería financiarme. Así que tuve que recurrir a tomar un poco de dinero de la iglesia. —El desdén incrédulo de ella debía verse en su cara, porque Oberlin agregó apresuradamente—: ¡Iba a devolverlo! En cuanto fuera elegido para el Senado del estado de Texas, iba a devolver el dinero del tesoro sigilosamente. A la larga, hubiese sido bueno para la iglesia. Podría haber sumado mucho a sus cofres. —¿Pero? —Me enamoré de tu madre. —¿Qué? Kate casi se tambaleó por el choque de las palabras de él. ¿Había amado a su madre? ¿Se atrevía a afirmar que la amaba?

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—¿Cómo podía evitarlo? —Arrodillándose al lado de la lápida de ella, la tocó reverentemente con la punta de los dedos. No estaba posando esta vez. Era en serio. El dolor arrugaba su rostro—. No era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Era bonita como tú. Pero no igual a ti. Ella era mayor que yo y un poco ancha de caderas. Después de todo, había tenido tres hijas. Él levantó la mirada con súplica, como esperando que Kate entendiera. —No podría saberlo. —Kate respiraba con fuerza—. Nunca he visto una fotografía suya. —Puedo mostrarte fotos. Tengo tus álbumes. ¡Puedes ver cómo era! —Hizo el ofrecimiento sin comprender la atrocidad de haber robado los recuerdos de una familia—. Pero lo verás. No fue su apariencia lo que me atrajo. Era su... alma. Brillaba en ella como luz pura. Todos querían a Lana. Era tan buena. Brillaba de bondad, con un aire maternal. Era una Madonna. —¿Mi padre la quería? Cosa que parecía más importante que la obscena adoración de Oberlin. —Sí, y ella lo amaba a él. —Oberlin se puso de pie lentamente, como si le dolieran las rodillas—. Lo que sucedió después fue mi culpa. Lo admito. Nunca debería haber declarado mi pasión. Aunque imagina, si puedes, a un joven apuesto que ha sido objeto del interés de muchas mujeres, pero que nunca antes ha amado. Estaba abrumado por la pasión, y lo confesé... ella te tenía en sus brazos, alimentándote, y las dos se veían tan hermosas. Le conté todo. Lo que deseaba, lo que imaginaba, cómo la haría rica, cómo la adoraría. Y ella… ella estaba… ¡dijo que estaba casada! —Kate se mordió fuerte la lengua para reprimir la respuesta sarcástica—. Fue muy amable. Amable conmigo del modo en que la había visto ser amable con otras personas. Personas pobres. Personas que necesitaban caridad. Como si yo fuera uno de ellos. Hizo una mueca despectiva ante el recuerdo. Miró las lápidas, y Kate se percató de que, por primera vez, él se había olvidado de ella. Estaba atrapado en un mundo desaparecido mucho tiempo atrás, apresado en emociones que nunca había dejado atrás. —Pero fui fuerte. Simulé que era un error, que no lo había dicho en serio. Supe que ella no me creyó, pero al menos pensé que honraría mi confianza. Sacando su teléfono del bolsillo, Kate le echó un vistazo. Seguía sin señal. Y Oberlin estaba llegando al final de su historia. Su corazón tropezó y tembló. Se deslizó algunos pasos hacia el estacionamiento. Oberlin estaba demasiado atrapado en sus recuerdos como para notarlo. —Más o menos una semana más tarde, el pastor me llamó. Fui a su tienda de carpintería. Él estaba ahí, haciendo alguna estupidez. Una mesa para el dormitorio. Para Lana, me dijo. Y por el modo en que me lo dijo, el tono que usó, esa expresión compasiva en su rostro... supe que ella me había traicionado. Le había contado que yo la amaba. —Su voz se elevó—. Se había reído de mí a mis espaldas. —¡Si ella era tan bondadosa como usted dice, no se reía de usted! Kate se acaloró y se indignó en nombre de una madre que no podía recordar. —Entonces, ¿por qué se lo contó a él? Oberlin se tambaleó hacia ella. —Porque era su esposo. Si se parecían en algo a mis padres, a mis padres adoptivos, ¡no se ocultaban cosas! Así es cuando la gente se ama.

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—Era un secreto. —Él fue airado hacia ella—. ¡Era nuestro secreto! —Aparentemente no —dijo Kate bruscamente, y luego deseó poder recuperar esas palabras. Pero la locura de Oberlin sonaba demasiado parecida a la estupidez como para que Kate tuviera paciencia. Quería abofetearlo y decirle que tuviera un poco de sentido. Pero se recordó que un asesino como Oberlin estaba más allá de la razón, así que retrocedió. Tocó las llaves en su bolsillo. La llave de casa. La llave del buzón. La llave del auto. Apretó el botón para abrir el Beemer. Las luces destellaron. Estaba abierto. Oberlin seguía caminando hacia ella, su paso de piernas rígidas y ofendido. —El Pastor Prescott me dijo que había encontrado mis cambios en los libros contables. Me dijo que tenía que devolver el dinero de inmediato. Intenté explicarle mi plan, que cuando fuera senador, la iglesia sería rica, pero él no quería atender a razón. Iba a robar mi sustento. —¿Su sustento? —Kate no podía entender la audacia de Oberlin—. Suena como que no tenía un sustento. —Suenas como él. ¡Suenas como tu padre! —Oberlin estiró las manos como si estuviera tratando de aferrarse desesperadamente a una razón, sólo para descubrir que se le escapaba—. No podía ser senador sin ese dinero. Odiaba ser invisible, odiaba a mi suegro por burlarse de mí. Yo… necesitaba ser senador, ¡y Bennett Prescott no me lo permitía! Kate dejó de escabullirse. —Entonces lo mató. —Tomé su estúpido trozo de madera y lo golpeé en la cabeza. Por un segundo, Kate cerró los ojos. Oberlin había matado a un hombre —había matado al padre de cuatro hijos, un pastor y un buen hombre, su padre—, porque él no permitía que Oberlin robara dinero del tesoro de la iglesia. Cuando Oberlin volvió a hablar, estaba a medio metro. —Lo entiendes. Era necesario. Abriendo los ojos, ella lo miró con atención. Él parecía noble, importante y apesadumbrado, como un político forzado a aceptar la ejecución de un prisionero. —¿Y mi madre? Kate sentía los labios rígidos. —Todavía siento pena por eso. Ella entró. No la estaba esperando. —No. Imagino que no. De algún modo, la fría brisa se había vuelto corrosiva. Atacaba la piel de Kate. Le hacía doler los pulmones. —Pero ella sabía que yo estaba allí, así que resultó ser lo mejor. La lógica de un asesino. —¿La golpeó con el mismo trozo de madera? ¿El regalo que mi padre le estaba haciendo para su cumpleaños? —Ella no sabía... pensó que él había caído... Estaba arrodillándose a su lado... pero se volvió en el último instante, y me vio y... —¡Dios mío!

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Kate levantó la mano para detenerlo. No podía soportar nada más. Oberlin le agarró los dedos. —Kate, lo comprendes. Era necesario. —Ella intentó desesperadamente soltar la mano—. Todo era necesario. —Él la sostenía fuerte, indiferente a estar aplastándole los nudillos, que las articulaciones se estiraban y amorataban—. Cuando te vi, cuando te reconocí, me di cuenta de que se me había dado una segunda oportunidad. Que habías sido enviada para mí. —No, no es así. Ella retorció los dedos para liberarlos. Metiendo la mano en el bolsillo, sacó su teléfono y lo abrió como para hacer una llamada. —¡No! Quitándole el teléfono de la mano, él lo destrozó contra una lápida recta. Ella retrocedió. Se le secó la boca y se le paralizó la mente. Estaba aquí con él. Estaba sola. Y lo había rechazado. Había dicho “no”. —No puedes hacer eso. —Los vasos sanguíneos estallaron y un carmesí apareció en el blanco de sus ojos—. No puedes llamarlo. Desde muy lejos, ella oyó una sirena. Finalmente. Gracias a Dios. Finalmente venía alguien. Su cerebro empezó a funcionar otra vez. Tenía llaves en su bolsillo. Las llaves podían ser un arma. Antes de que pudiera tomarlas, Oberlin le agarró la muñeca. —¿Me traicionaste con él? ¿Lo hiciste? —No lo traicioné. —Ella se quedó quieta y lo miró a los ojos—. No soy suya. —Ese mujeriego barato. Ramos no es más que el hijo de una puta. —Ella tironeó cuando esas palabras tocaron un nervio. Oberlin vio su reacción, aprovechó su ventaja—. No lo sabías, ¿cierto? Él no te dijo que sólo Dios sabe quién era su padre. Uno entre mil. Uno en un millón. Las sirenas eran más fuertes. —Me está lastimando —dijo ella. Oberlin miró la muñeca de Kate fuertemente apretada en su mano. Con una expresión de sorpresa y horror, la soltó. —Lo siento. No debería haber… pero tienes que escucharme. Eres para mí, no para él. Serás la joya tomada de mi brazo. —Tengo mis propias joyas y mis propios brazos. —Ella retrocedió, frotándose la muñeca. Lentamente, metió la mano en su bolsillo. Metió una llave entre cada dedo, luego cerró el puño alrededor del llavero. En tono amable, agregó—: Pero gracias. —Crees que estás enamorada de Ramos, pero no puedes estarlo. Es un mentiroso. —El pecho de Oberlin subía y bajaba mientras la seguía, con la palma estirada—. Le dice a las muchachas que es un amante magnífico, pero no lo es. Kate no quiso hacerlo. Era algo estúpido. Pero estaba nerviosa. Sabía la verdad. Así que se rió. El control de Oberlin explotó en fragmentos de demencia. —Perra.

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Él la abofeteó, un golpe rápido, de revés, que le dio vuelta la cabeza y llevó lágrimas a sus ojos. Él levantó la mano para abofetearla otra vez. Ella le bloqueó la mano levantando un brazo. Sacó la otra del bolsillo y le apuñaló la cara. Las llaves le abrieron la mejilla en dos largos rasguños. Él saltó hacia atrás. Sus dedos volaron a su rostro. Se apartaron ensangrentados. Un auto de policía entró chillando en el estacionamiento, con las luces destellando, la sirena rugiendo. Oberlin empezó a ir hacia ella otra vez. Kate corrió hacia el estacionamiento. Antes de haber dado tres pasos, él la tomó del hombro. Volviéndose hacia él, lo acuchilló nuevamente, pero él la mantuvo alejada con el brazo estirado. —No me toque —gritó ella—. ¡Nunca me toque! No permitiré que me mate como mató a mi madre. La bocina del auto policial estalló. El conductor dio la vuelta como un maníaco, apuntó… y saltó el cordón. Conducía directo hacia ellos, sobre la hierba cuidada, por encima de las lápidas planas. Oberlin echó un vistazo, pero en lugar de pánico ella vio una mortal satisfacción. —Es él —dijo Oberlin. Teague. Ella también lo vio. Teague conducía… directamente hacia ellos. Buscando en el bolsillo del pecho, Oberlin sacó un arma. Con los pies apuntalados, apuntó al parabrisas. Con un grito de banshee, Kate saltó sobre él. El hombre cayó de costado. El disparo hizo pedazos el vidrio. El auto giró rápida y frenéticamente. Derrapó en un círculo, la hierba salió volando. Chocó contra una lápida recta y se detuvo. Kate corrió hacia el lado del conductor y abrió la puerta de un tirón. Teague estaba desplomado de lado sobre el asiento, con sangre manando de su cuero cabelludo. —¡Teague! Kate se inclinó dentro del auto. Las sirenas seguían aullando. Las luces seguían destellando. Desde el estacionamiento oyó más frenos chillando. Oyó gente gritando. No le importó. —Teague. Teague, por favor. En un movimiento extraño, él levantó el brazo, golpeándola. Ella se tambaleó hacia atrás. Él se arrojó fuera del auto con movimientos bruscos, torpes. Estaba vivo. Ella estaba contenta. Estaba herido. Ella estaba aterrada. George Oberlin estaba de pie, riendo, con el arma apuntada a Teague. Hombres y mujeres corrían por la hierba, gritando, pero no llegarían a tiempo. Teague se movió al descubierto, lejos del auto. Girando la cabeza, la miró. La sangre manchaba su rostro pálido. Sus ojos se veían hinchados. Apartando la chaqueta, sacó un arma. La levantó, miró a Oberlin con los ojos entrecerrados. No podía apuntar. Kate lo supo. Oberlin lo supo. Se ofrecía como señuelo para atraer el disparo de Oberlin.

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Ella miró al senador. El hombre fijó sus pies otra vez. Preparado para disparar. Teague iba a morir. En el auto de policía había una escopeta. Agachándose, la sacó del gancho. La cargó. Oberlin seguía a Teague con el cañón de su pistola. Ella vio que sus ojos se entrecerraban. Levantó el rifle hasta su hombro. Por el rabillo del ojo, Oberlin alcanzó a ver el movimiento. Su cabeza giró. Su boca se abrió. Gritó: —¡No, Lana! Kate disparó.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2244 George no entendía cómo el disparo de Kate podía haber fallado… pero así era. Seguía de pie, mirándola. El terrible grupo entero de Prescotts y sus parejas se acercaron corriendo, atropelladamente, con las armas fuera. Tonta Kate. No sabía cómo disparar una escopeta. Qué estúpido de su parte pensar que sí. Pensar que podía matarlo. Sonrió. Iba a matarlos a todos. Eliminar a cada Prescott de la faz de la tierra. Levantó su propia arma... pero no la tenía. Miró su mano. Estaba vacía. ¿La había dejado caer con el susto? Es más, los Prescott no lo estaban mirando, estaban observando el suelo a sus pies. Hope — reconoció a Hope— tenía la mano sobre la boca. Pepper —también reconoció a Pepper— se veía descompuesta. Sólo Kate estaba con el mentón levantado. —Soy reportera. He visto imágenes semejantes antes —murmuró—, pero nunca antes había estado contenta. —Kate. Ramos estaba quieto, tambaleante, con los brazos extendidos. Ella fue hacia él. Él la abrazó, su cabeza sobre la de ella. ¿Qué imágenes? ¿A qué se refería? George bajó la mirada al suelo para ver de qué estaban hablando. Allí yacía el cuerpo de un hombre. Una herida sangrante dividía su pecho. Un arma, el arma de George, estaba a centímetros de sus dedos abiertos. Carmesí salpicaba sus brazos extendidos, su vientre, su mentón... —¿Qué...? —George señaló con un dedo tembloroso—. ¿Qué...? Su propio rostro estaba en ese cuerpo. Su cuerpo descansaba sobre la hierba verde. Descansaba allí como si estuviera... muerto. ¡Muerto! No, eso era imposible. Señaló el cuerpo. —¿Quién es ese? Levantó la mirada hacia los Prescott. No le respondieron. Actuaban como si no lo oyeran. Se reunieron alrededor de Teague y Kate. Actuaban como si hubiesen sido reunidos después de años de dificultades y dolor. Como si George no siguiera allí ni fuera peligroso. —¿Quién es ese? Habló más fuerte, y usó su voz de senador hablando con la prensa. Entonces se dio cuenta de que dos personas se habían unido a los muchachos Prescott. Los miraba tan intensamente que casi podía ver a través de ellos. Se estremeció, con un temblor que partía los huesos, al reconocerlos. No los había visto en veintitrés años, pero no había manera de confundirlos. Bennett y Lana Prescott, y se veían... se veían vivos. Estaban vestidos informalmente, como siempre se habían vestido, y ambos lo observaban, sus ojos tan inteligentes y perceptivos como en aquellos días que él era más joven y no tan... cortó

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el pensamiento. No era maligno. Ese era un concepto anticuado, como el cielo y el infierno, el pecado y la redención. Si él creía en esas cosas, tendría que creer que, cuando muriera, ardería en el infierno. Eso eran tonterías. Tonterías ridículas usadas para sacar dinero de la billetera de un hombre y ponerla en un cofre de iglesia. ¿Por qué estaban aquí? —¿Quién es ese? George seguía señalando el cuerpo. Pero los muchachos Prescott no le prestaban atención. —¿Quién crees que es, George? La voz de Lana sonaba igual que siempre: clara, serena, calentada por un toque de acento de Texas. —Se parece a mí —dijo él—. Pero no puede ser, yo estoy aquí. —Estás aquí —dijo Bennett—, en el único lugar que nunca quisiste estar. —Hablas como un pastor —dijo George despectivamente. —¿Dónde crees que estás, George? La voz de Bennett no era tan bondadosa como la de Lana. Bennett sonaba severo, como si no hubiese perdonado las transgresiones de George. Los malditos párrocos eran todos iguales. No podían practicar lo que predicaban. —Mira a tu alrededor, George —lo invitó Lana—. Nuestros hijos no pueden verte. Están alejándose. Están abrazándose. —Ella sonrió al verlos tan entrelazados—. Están abrazando a sus parejas, a sus seres amados. Escucha, George. Escucha lo que están diciendo. No quería, pero tenía que hacerlo. Era como si no pudiera oír nada más. —No puedo creerlo… finalmente ha terminado. No puedo creer... Hope apoyó su cabeza en el pecho de Zack y lloró. Los demás se reunieron a su alrededor. —Todos esos años. —La voz de Pepper tembló. Dan la abrazaba, la espalda de ella contra su pecho, rodeándola con el brazo mientras ella acariciaba el cabello de Hope—. Todos esos años que pensé que papá y mamá nos habían abandonado. Todos esos años que los odié, y ellos… —Si papá y mamá… —Kate se aclaró la garganta, como si los nombres la inquietaran—, si eran las buenas personas que ustedes dicen, te perdonarían por cualquier cosa que pensaras. Lo entenderían. George miró a Bennett y Lana, que estaban asintiendo. Sus ojos brillaban al observar a sus hijos, y sus manos acariciaron el aura de amor alrededor de ellos, fortaleciéndola, haciéndola palpitar en dorado. Y Kate... Kate estaba allí en el centro de la familia. Esos malditos Prescott. Cada uno de ellos le sonreía, la abrazaba, exclamaba al verla. Kate se veía avergonzada e incómoda, como si no supiera cómo tratar a estos desconocidos. Estaría más feliz con él. Con George. Kate era suya. Bennett pareció leer su mente. —No es tuya, George. Casi suya. Como Lana. Casi suya. Kate hubiese sido suya, si no fuera por ese bastardo Ramos. Ella lo rodeaba con el brazo. Murmuraba palabras amorosas mientras intentaba mirar su herida. No parecía sufrir ninguna culpa en absoluto por haber cometido asesinato.

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El asesinato del propio George. —No puedo estar muerto —dijo George en voz alta, como si decirlo lo hiciera verdad—. No es posible. —Da la vuelta, George. La voz de Evelyn habló desde atrás de él. Girando, enfrentó a su esposa. No se veía ni de cerca tan pacífica como Bennett y Lana Prescott. Sus ojos eran violentos y fríos, y retorcía las manos continuamente, como si nada pudiera aliviar su angustia. Tenía moretones en las piernas y los brazos de haber caído por las escaleras. Un corte ensangrentado abría su mejilla, y su cabeza estaba rara sobre su cuerpo. El cuello roto. —He estado esperándote, George. Movió la mano hacia su tumba con lápida doble que él había grabado tan afectuosamente: “Obediente hija, amada esposa, querida compañera”. La otra mitad de la piedra estaba en blanco, esperando otro nombre. —Compraste la tumba junto a la mía. Hiciste colocar una lápida políticamente correcta entre ambas. Pero no planeabas usarla. Pensaste que serías enterrado junto a tu nueva esposa. Pero tu cuerpo estará aquí conmigo. La tumba estaba abierta. Su tumba estaba abierta. Se veía como si alguien hubiera colocado un rectángulo del tamaño de un ataúd sobre la hierba verde, un rectángulo de negro que tapaba todo color, toda luz. —Ve y mira, George —le ordenó Evelyn. Su cabeza se había inclinado a un lado como una flor sobre un tallo roto. La piel sobre sus moretones estaba despegada. Pero ella seguía mirándolo, sus ojos implacables, mientras retorcía las manos. —¡Mira, George! George echó un vistazo a los Prescott. Ramos había caído. Los Prescott estaban reunidos a su alrededor, dándole primeros auxilios. Pero George no podía oírlos bien. Parecían distantes de algún modo, como si se hubiesen alejado de él. Ese cuerpo de hombre también parecía yacer más lejos. Parecía más pequeño. Una mosca había aterrizado sobre la herida abierta y... George dio un respingo y giró la cabeza. La tumba seguía abierta, un pozo del negro más oscuro que jamás hubiese visto. Era imposible, claro, pero parecía conducir a… nada. Dio un paso adelante. Se dio vuelta. Qué raro. Todavía podía ver perfectamente bien a Bennett y Lana. Lana lo miraba. Las lágrimas brillaban en sus ojos, y se veía como si sintiera lástima por él. ¡Lástima por George Oberlin, senador mayor y uno de los hombres más ricos de Texas! Bennett se veía grave y severo, como un pastor del Todopoderoso que realmente creía en Dios, realmente creía en Sus mandamientos, realmente creía en la condena eterna... y esperaba ver que se cumpliera. Ahora. —Ve y mira, George. —Evelyn caminaba hacia él. La herida en su mejilla se había abierto del todo. Se veía horripilante. Y muerta. Y vengativa—. Mira dentro de tu tumba.

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No quería hacerlo, pero tampoco la quería cerca suyo. No quería que ella supiera que tenía miedo y, por alguna razón, tenía que saber por qué ese rectángulo negro estaba allí. Se acercó más a esa oscuridad quieta, expectante. Llegó a medio metro. Se detuvo. —¡Mira! —dijo Evelyn. Él se acercó más. No había nada allí. Sólo estaba... negro. No olía, no emitía frío ni calor, y cuando se inclinó, pudo ver... nada. Era como mirar en las profundidades del universo donde no titilaba ninguna estrella en compañía, ningún sol daba calor ni creaba vida. Era un vacío. Un espacio en blanco. Nada. —Siempre se hace justicia, George. La voz de Evelyn hablaba directo en su oído. Se dio vuelta bruscamente para mirarla. Ella se veía sana y contenta. ¿Cómo era posible? Quería abofetearla. —Te maté. Los maté a ellos. Engañé y mentí. Chantajeé a los hombres más importantes en la tierra. ¿Justicia? —Se rió, y por un momento maravilloso se sintió otra vez como él mismo. Como George Oberlin, el hombre más poderoso en Texas—. No hay justicia en este mundo. —Tú no estás en ese mundo. Evelyn sonaba feliz. Demasiado feliz. Algo agarró el pie de George. Miró abajo. Una tajada de oscuridad se había envuelto alrededor de su tobillo, destruyéndolo. Intentó alejarse de un salto. No podía moverse. —A veces la justicia lleva un poco de tiempo —dijo Evelyn. Dedos de negrura se arrastraron por su pierna. Se retorcían como serpientes. —¡No! Intentó quitárselos de un sacudón. Eran inexorables, deslizándose, dividiéndose, volviendo a formarse... Ya no podía ver su rodilla. No podía sentir su muslo. Partes de él... no estaban allí. Y finalmente lo entendió. La oscuridad estaba eliminándolo. A él, George Oberlin. Estaba muerto. No importaba que tuviera poder, que tuviera dinero. Estaba muerto. Este era su cuerpo. Esta era su tumba. Había enfrentado a algunas de las personas a las que había matado. Ahora la oscuridad lo tomaría. Gritó. La oscuridad dio un tirón. Aleteó con los brazos. Cayó. Volvió a gritar. El suelo se acercó para encontrarse con su cara. Arañó la hierba, pero no podía sentirla. Abrió la boca para gritar otra vez, pero no tenía boca, y no importaría si la tuviera. No había sonido. Todo había desaparecido. Toda luz, todo lenguaje. Cada sueño, cada pensamiento. Cada sensación… evaporada. Él mismo. Su alma. Desterrada. George Oberlin se esfumó en la noche eterna.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2255 Teague despertó con el chillido de la ambulancia y un solo pensamiento. ¿Estaba bien? ¿Kate estaba bien? Tenía un vago recuerdo de ver a Oberlin con un arma, de ver a Kate disparándole, de tambalearse alrededor de un cementerio con gente... La familia de Kate. ¿Ella estaba bien? El esfuerzo de intentar recordar hizo que sintiera como si su cerebro estuviera reventándose. Cada bache en el camino sacudía sus huesos; un tipo de uniforme azul clavó una aguja en su brazo. Teague explotó en acción. —No vas a drogarme, bastardo. ¡Suéltame, tengo que salvarla! Antes de que le dispararan. Antes de que él tuviera que enfrentar los resultados de su ineptitud. Su estupidez. Durante años y años… todos esos años, y esta vez sería peor. Muchísimo peor. —¡Teague, detente, ahora mismo! Un rostro apareció encima suyo. —¿Kate? Era Kate. Estaba hermosa. Se veía sana. Se veía severa. —Estás herido, y están intentando ayudarte. Vamos a trasladarnos al helicóptero para ir a San Antonio, pero tienes que tranquilizarte. Una aguja pinchó su brazo. Todavía podía sentir el dolor, pero como si fuera el de alguien más. La sensación más maravillosa de bienestar lo elevó. —Kate, te amo. —Shh. —Ella posó su mano fría en la mejilla caliente de él—. Ya no falta mucho. Sí la amaba. Qué tonto había sido por no darse cuenta antes. ¿Qué otra cosa debería decirle? Oh. Lo sabía. —¿Te casarás conmigo? Los labios de ella se movían, pero ahora, aunque oía las palabras, no podía comprender lo que ella decía. Sin embargo, sí comprendía una cosa. Ella acababa de encontrar a su familia, pero se había quedado con él. Estaba yendo al hospital con él. Se relajó contra la camilla. Dejó que los paramédicos lo torturaran con agujas y vendas. Porque había salvado a Kate. Ella estaba viva e ilesa. Por una vez en su vida, había detenido la bala y había salvado a la mujer que amaba.

Kate estaba sola en la sala de espera del hospital, frotándose los brazos y deseando que alguien, cualquiera, saliera por esa puerta y le dijera que Teague iba a estar bien. Sabía que estaba vivo. Pero nunca había visto tanta sangre. El mareo la golpeó, y fue tambaleándose hacia el bebedero. Se agachó, puso su cara en el chorro de agua y esperó que ninguna de las otras personas en la sala de estar lo hubiera notado.

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Mientras el desfallecimiento remitía, Kate se paró. Apoyando la cabeza contra la pared, se miró fijo los pies. Teague había sido irracional en la ambulancia, intentando golpear a los paramédicos y gritando. Ella lo había calmado lo suficiente como para que le dieran su medicación, pero Dios querido... tanta sangre. Y entonces… Quería a su madre. Kate se frotó la frente con fuerza. Quería a su madre, e iba a obtener a su familia entera. Habían sido agradables en el cementerio, presentándose, mimándola como si fuera un perro perdido mucho tiempo atrás. Pero Kate no los conocía. Hope y Pepper, Dan y Zack, Gabriel... ¿Quiénes eran en realidad? No recordaba a ninguno de ellos. No podían consolarla ahora mismo más que los extraños que estaban esperando en la sala de estar o el tonto voluntario encargado del escritorio de entrada, o la insensible enfermera que manejaba la sala de emergencias como un sargento instructor. Kate quería a su madre. —¡Querida! —La amada y conocida voz habló desde el umbral—. Vinimos tan rápido como pudimos. Kate levantó la cabeza bruscamente. —¡Mamá! Su madre entró corriendo en la sala de estar y tomó a Kate en sus brazos. —¿Cómo está él? ¿Es algo malo? —No lo sé. —Kate dejó que su cabeza cayera contra el hombro de su madre—. Oh, m— mamá. —Su primer sollozo fue quebrado—. Me temo que va a m—morir por haberme salvado. Manos suaves agarraron a Kate, agarraron a su mamá, y las condujeron hacia un sofá. —La bala cortó su cuero cabelludo —dijo la voz de un hombre—. Probablemente no sea serio. Kate levantó la cabeza. Todos estaban aquí. Su familia entera. Rodeándolas a ella y su mamá. Miró al hombre que había hablado. Ojos oscuros, cabello rubio, bronceado, de aspecto rudo. Estaba emparentado con ella. Ahora mismo, no podía recordar su nombre. —Este es Dan, mi esposo. Es ranchero y antiguo cazador de terroristas. La hermana de Kate pareció reconocer su confusión. Pepper reconocía su confusión. Cabello negro rizado, ojos verdes, un rostro que, en años pasados, hubiese hecho travesuras. —¿Probablemente? —se ahogó Kate. —Dan no es médico, pero ha visto muchas heridas —habló Hope. La otra hermana de Kate. Cabello castaño, ojos azules, un rostro que hacía sentir a Kate como si hubiese llegado a casa. —Estaba… luchando contra ellos. Las lágrimas inundaron los ojos de Kate. Impaciente, las secó. No podía ver, y necesitaba ver, oír, estar alerta en caso de que el doctor saliera a informar sobre Teague. —Los paramédicos. Estaba luchando contra ellos. Lo hice c—calmar. E—ellos le dieron un calmante, y de p—pronto puso los ojos en blanco y estaba incon... inconsciente. Su mamá tenía el brazo alrededor de los hombros de Kate.

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—He visto muchas heridas de bala, también he tenido algunas, y estar inconsciente no es necesariamente algo malo —dijo Dan. —Los paramédicos pensaron que sí. Saltaron sobre él, le dieron oxígeno y… no sé qué estaban haciendo. Kate respiró larga y temblorosamente. Hope se volvió hacia su esposo. —Zack, ¿puedes averiguar qué está pasando? Zack —de cabello negro con mechones plata, ojos oscuros, de apariencia distinguida— asintió, palmeó el hombro de Kate, y fue hacia el escritorio donde Godzilla la Enfermera Monstruo reinaba con desdén y desinterés. —No te preocupes, Caitlin, la gente le dice a Zack lo que él quiere saber —dijo Gabriel. El hermano adoptivo de Kate. Cabello oscuro, ojos verdes. Apuesto. —No quiso hablar conmigo. —La voz de Kate todavía temblaba pésimamente, y no apartaba la mirada de Zack—. No quiso decirme nada. Zack hablaba con Godzilla, y cuando ella respondió con desdén, él apoyó las manos sobre el escritorio, se inclinó y volvió a hablar. Godzilla se enderezó. Sin apartar la mirada de Zack, tomó el teléfono e hizo una llamada. Tomó notas, luego se las entregó a Zack, se las explicó y vio cómo él caminaba de regreso hacia la familia que esperaba. —¿Cómo lo hizo? —susurró Kate. —Deberías haberlo visto pidiendo un helicóptero para que pudiéramos seguirte aquí. — Marilyn sonaba impresionada—. Tiene un modo de dirigirse a la gente que hace que quieran ayudarlo. —Es el resultado de haber tenido demasiado dinero toda su vida —dijo Hope. Zack se acercó. —La bala rayó el cráneo de Teague. Está en estado de shock. Tiene una conmoción cerebral. Por eso es que está inconsciente. —¿Va a estar bien? —preguntó Kate. —Ella no quiso decir ni una palabra sobre eso. Dijo que no lo tiene permitido. Pero como que asintió, así que asumo que el pronóstico es bueno. O al menos no es malo. Zack también asintió, con satisfacción. El alivio era tan fuerte que Kate cerró los ojos y volvió a posar la cabeza en el hombro de su madre. —¡Gracias a Dios! Hope hizo que las palabras fueran más que una exclamación. Eran una plegaria. —Sí, gracias a Dios. La madre de Kate le frotó la espalda de esa manera maternal que la reconfortaba tanto. —Teague está en terapia intensiva —dijo Zack—. Kate, puedes verlo. La doctora vendrá para acompañarte y ponerte al tanto. Kate se puso de pie de inmediato. Su mamá siguió sentada, sosteniéndole la mano.

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—Esa enfermera me dijo que sólo los parientes podían ver a Teague. —Kate mantuvo la mirada sobre la puerta—. Le dije que no tenía parientes. Ella dijo que suponía que entonces no tendría visitas. Todos miraron a la enfermera con horror. Ni un músculo se movió en la cara de Zack. —La convencí de lo contrario. En ese momento, Kate se dio cuenta de la manera protectora en que la familia merodeaba a su alrededor. Su familia. Hasta hacía cuatro horas, Kate no había escuchado sus nombres desde que tenía diez meses. Ahora estaban aquí. Estaban preocupados… por Kate. Por su hermanita menor. Era extraño y maravilloso, y… simplemente extraño. Pero no tenía tiempo para pensar en eso, porque una mujer de aspecto cansado con una chaqueta blanca entró en la sala. —¿Señorita Montgomery? —Kate fue rápidamente hacia ella—. Hola, soy la doctora Kahn. —La mujer estrechó la mano de Kate—. Puede ver al señor Ramos, pero se lo advierto, está inmóvil y muy pálido. De camino a terapia intensiva, la doctora Kahn aseguró a Kate que la bala apenas había rozado el cráneo de Teague, pero cualquier contacto entre una bala y la cabeza la inquietaba. Sin embargo, pensaba que él se recuperaría sin problemas, excepto por algunos dolores de cabeza aplastantes. Advirtió a Kate que los moretones del accidente y la bala se veían peor de lo que eran. Llevó a Kate hasta la cama, donde Teague estaba conectado a tubos, monitores e impresoras que escupían garabatos ininteligibles, y regañó: —Sólo diez minutos. La quietud de él aporreó a Kate como un golpe. Estaba acostumbrada a verlo enérgico, receptivo, y tan lleno de vida que siempre había una corriente de consciencia entre ellos. Ahora estaba pálido, sus moretones púrpura se veían bajo las vendas blancas que envolvían su cráneo. —Oh, Teague —susurró. Le tomó la mano con cuidado. Estaba lacia en la suya—. Teague, escucha. Te amo. Quiero que estés despierto para poder decírtelo. Teague, te amo. Él le apretó los dedos. Sólo la más mínima presión. Y uno de sus monitores se apagó. La doctora Kahn y una enfermera corrieron hacia la cama. La doctora miró el informe, luego levantó los párpados de Teague y le iluminó las pupilas con su linterna. Sonrió. —Bueno. Bien. —¿Está consciente? —preguntó Kate. —No, pero no estará inconsciente para siempre. La satisfacción en la voz de la doctora Kahn hizo que Kate se enderezara. —¿Había una posibilidad de eso? —Estamos hablando de medicina moderna y el cerebro humano. Siempre hay una posibilidad para todo. —La doctora Kahn guardó su linterna—. Cinco minutos, y siga hablándole.

Cuando Kate regresó a la sala de estar, la familia, su familia, la atacó con preguntas. —¿Cómo se veía?

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—¿Qué dijo la doctora? —¿Te sientes mejor ahora? Kate les contó toda la historia, y cuando hubo terminado, su familia disfrutó de una discreta celebración que hizo que Godzilla dijera en tono escalofriante: —Hay otras familias aquí, y deberían considerar sus circunstancias menos afortunadas. —Tiene razón. —Gabriel los condujo hacia la puerta—. Vamos. Recorrí este piso. Hay un patio por aquí, para uso de pacientes y visitas. La mirada furiosa de Godzilla hizo que se sintieran culpables como colegiales. Mientras escapaban, Pepper soltó un gruñido sordo. Hope rió por lo bajo. Pronto el grupo entero se sacudía con risas culpables reprimidas, mientras se dirigían hacia las puertas de cristal que daban a un jardín en el techo. Allí, luces tenues brillaban sobre unas pocas plantas resistentes en maceta que luchaban por vivir contra el frío viento. Dan y Gabriel sostuvieron las puertas mientras Kate y sus hermanas salían afuera. Entonces su hilaridad estalló. Rieron juntas, diciendo cosas como: —¿La vieron? —Pensé que iba a soltar fuego por la nariz. Se detuvieron con un hipo. Sus miradas se encontraron. Familia. Kate comenzó a asimilar la verdad. Estas eran sus hermanas. Tenía una familia. —Se parece tanto a mamá —dijo Pepper con voz sobrecogida. —Finalmente la hubiésemos encontrado. —Con dedos temblorosos, Hope apartó el cabello de la cara de Kate—. Ella se hubiese convertido en una reportera nacional y, cuando la viéramos, lo hubiésemos sabido. —Gracias por... Kate apenas sabía qué decir. Ellos la recordaban. Ella no los recordaba, y no sabía cómo tratar con las emociones evidentemente desgarradoras que experimentaban sus hermanas. Sintiéndose incómoda y desbaratada, dijo: —Gracias por buscarme. Por nunca darse por vencidos. Cuando pienso en todos los años que dedicaron, no puedo creerlo. Fueron tan fuertes. —Eras nuestra bebé. Teníamos que encontrarte —dijo Hope. Kate miró a los tres hombres. Todavía no habían salido. Seguían amontonados sosteniendo las puertas, y se veían incómodos y tristes… hombres atrapados entre dos corrientes opuestas de emoción e incómodos con ambas. —¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mi madre? —Kate miró dentro, y allí estaba su madre, observando a Kate con sus hermanas y secando lágrimas silenciosas de sus mejillas—. ¿Mamá? Kate comenzó a entrar otra vez. —¡Oh, no! —dijo Hope—. Olvidamos a tu madre. —Somos una porquería, todas felices de vernos mientras la descuidamos. Pepper sonaba disgustada. Kate arrojó sus brazos alrededor del cuello de su mamá. —¿Qué sucede? ¿Por qué estás llorando?

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—Me siento tan h—horrible. —Su mamá apenas podía hablar—. Todos estos a—años, te p— privé de esta f—familia maravillosa y a ellos de t—ti. Es todo m—mi culpa. Hope siguió a Kate y la codeó a un lado. —¿Su culpa? Todos estos años hemos temido tanto por Caitlin. Temíamos que fuera maltratada. Temíamos que hubiese sido vendida en esclavitud. Hope se ahogó. Sacudió la cabeza cuando intentó hablar de nuevo, sin lograrlo. Pepper siguió donde lo había dejado Hope. —Temíamos que estuviera muerta. Ahora descubrimos que esta mujer hermosa, maravillosa es nuestra hermana, y ha tenido una vida feliz, y estamos tan felices y aliviadas. Así que sí, es su culpa que ella haya crecido feliz, y la queremos por eso. Ahora es parte de nuestra familia. Kate quiso besarlas a ambas. Su mamá seguía llorando, pero también estaba sonriendo. Abrió los brazos. —Sería honor ser parte de su familia. Kate no sabía cómo ser hermana. Para nadie… ni para estas mujeres, ni para estos hombres. Pero en el momento en que Hope y Pepper incluyeron a su mamá, Kate aceptó a la familia. Los Prescott eran nuevamente una familia.

Seis días más tarde, Teague vio a Kate entrando en su habitación del hospital. Al verlo con su chaqueta de cuero, sus jeans y zapatillas, los ojos de ella se ensancharon. Su sonrisa floreció. Parecía tan condenadamente feliz de verlo. Bueno. Él podía remediarlo. Ella llevaba jeans azules, una remera blanca de mangas largas, y un espantoso cárdigan marrón, azul y anaranjado largo hasta los muslos que él ni siquiera hubiese dado a los pobres. Se veía... hermosa. Se quedó sin respiración, y el dolor de cabeza que fastidiaba su cerebro —y que siempre negaba tener— empeoró. —¡Estás vestido! —dijo ella. —Y listo para partir. —Él recogió su valija y se dirigió a la puerta—. Más que listo para partir. —No puedes salir caminando de aquí. —Ella lo agarró del brazo—. La enfermera traerá una silla de ruedas. Su toque lo abrasó como un rayo. ¿No sabía...? ¿No se daba cuenta...? Cada vez que Kate rozaba sus labios contra los de él, cada vez que le rodeaba los hombros con el brazo, él ardía de necesidad. Durante la última semana, se había rodeado cautelosamente de indiferencia. El vacío funcionaría como anestesia contra el dolor que sabía que vendría… cuando le dijera la verdad. Pero cada vez que ella lo tocaba, la electricidad eliminaba la oscuridad, iluminando los oscuros rincones de su alma y devolviéndolo a la vida contra su voluntad. Teague se preparó para sonar indiferente. —No necesito una silla de ruedas. Ella sonó paciente y divertida cuando respondió:

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—Al hospital no le importa si necesitas la silla de ruedas. No quieren que caigas en el camino de salida y los demandes. Genial. Ella había empezado a seguirle la corriente. Probablemente no sentía la tensión de no hacer el amor durante una semana. Ciertamente parecía estar manejando bien la llegada de su familia. Mejor que él. Todos los Prescott habían ido a visitarlo una vez por día, y lo habían envuelto en su afecto. Él había salvado la vida de su hermana. Lo querían sin reservas. Cuando no estaban allí, Kate hablaba sobre ellos. Lo había puesto al corriente de todas sus idiosincrasias, adónde iban y qué comían. Le confesó sus sentimientos mezclados por haber heredado una familia tan unida... Dios sabía que él se identificaba con eso. Le contó lo extraña que se sentía al darse cuenta de que había matado a otro ser humano… aunque Oberlin apenas había encajado en esa descripción. Él le contó cómo había manejado la asombrosa mezcla de emociones que había experimentado cuando había matado en el ejército. Cuando hubo terminado, ella asintió y le dijo que Dan había dicho lo mismo. Kate ya no lo necesitaba. Oberlin había tenido razón en algo: Teague no encajaba en la vida de ella. —No quiero una silla de ruedas —dijo tercamente. —Díselo a ella. —Kate abrió mucho los ojos, con horror fingido—. Godzilla está de guardia. —Mierda. Le dolía la grieta en el cráneo. Apretó los dedos contra su frente. La puerta se abrió de golpe, revelando una silla de ruedas con Godzilla la Enfermera Monstruo al timón. Kate le frotó el brazo y luego se hizo a un lado para permitir que Godzilla lo dirigiera a la silla. Antes de saberlo, Teague estaba viajando por los corredores del hospital como un anciano tan debilitado que no podía caminar siquiera una cuadra. Las enfermeras que pasaban le ofrecían despedidas alegres, y dos de ellas le sonrieron de un modo que le recordó que no era un anciano debilitado sino valioso material para citas. Kate también lo notó, porque se acercó más y le puso una mano sobre el hombro. Y el rayo destelló dentro de Teague otra vez. No debería haber hecho el amor con ella en una tormenta. La carga todavía flotaba en el aire, encendiendo su deseo y mezclando sus pensamientos. Había perdido la cabeza… y el corazón. Cerca de la entrada del hospital, Kate le quitó la valija y lo dejó para ir a buscar su auto. Teague esperó desalentado, Godzilla respiraba en su nuca, pero no pudo detenerse cuando Kate se acercó. Se puso de pie y se metió en el auto por su cuenta. Godzilla cerró la puerta con un golpe, como si estuviera contenta de deshacerse de él. —Salgamos de aquí. Miró a Kate de reojo. Ella puso el auto en marcha y se alejó, y estaba sonriendo. Tenía el descaro de verse feliz. —¿Qué? —le dijo con brusquedad.

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—Una semana atrás, pensé que estabas muerto. —También sonaba feliz, en realidad—. Ahora estoy llevándote a casa. —No, no lo harás. Iremos a visitar... a alguien. —Sombríamente, él tomó al Destino por el cuello y retorció—. Gira a la izquierda aquí. Kate levantó las cejas, pero hizo lo que le decía. —¿Puedo saber a quién vamos a visitar? —A Juanita. —¿Juanita de Seguridad Ramos? —Sí. —Él tomó aire—. Su nombre es Juanita Ramos. Kate se puso rígida. —¿Es tu...? —Prima. Juanita es mi prima. —Bien. —Kate se relajó otra vez, manejando el poderoso autito con facilidad—. ¿Alguna razón por la que la visitaremos ahora cuando deberías estar yendo a casa a descansar? Quiero decir, puedo conversar con tus parientes más tarde. —No. No hay más tarde. No podía retrasarlo. Había estado temiendo este momento desde que había despertado en terapia intensiva y se había dado cuenta de que, por primera vez en su vida, amaba a alguien con todo el fervor y fuego de su alma latina. El amor... el amor exigía la verdad. Ninguna mujer podía amarlo una vez que lo supiera. Sin dudas no Kate con su moralidad protestante y su carácter honrado. Por supuesto, sentiría pena por él. Sería bondadosa con él... y pensar en su bondad lo hacía rechinar los dientes. Kate se acercó al edificio del apartamento de Juanita y estacionó en un espacio para visitas. El lugar estaba en mal estado, necesitaba pintura, y Teague se encontró explicando: —No me permite ayudarla. Insiste en vivir con su salario, y su enfermedad es cara... —Se quedó callado. No debería estar intentando defenderse—. Vamos. Bajaron. Kate se encontró con él frente al auto. Teague le indicó el camino, pero ella no pareció entender que él quería que caminara adelante. En cambio, le tomó la mano. —¿Está esperándonos? —Sí. La tensión se apoderó de él. —¿Hay más en tu familia? —Nadie que yo reconozca. —Entonces esto es algo así como conocer a tus padres, ¿no? Ella lo agarró con más fuerza. Teague quería librarse de su mano. Quería besarle los dedos. Quería ser absorbido en su torrente sanguíneo, ver con ella, escuchar con ella, respirar con ella. Estaba muriendo una muerte lenta, agónica, y ella ni siquiera parecía consciente de su dolor. —No. —Se detuvo frente a la puerta de Juanita. Golpeó—. No. No es para nada como eso.

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La mirada que Kate le ofreció le dijo que no lo ignoraba tanto como le gustaría que él pensara. Sabía que algo estaba pasando... Bueno, claro que lo sabía. Él no la había tocado por voluntad propia desde que había despertado seis días atrás. Y deseó poder besarla una última vez. Ella pareció saber lo que estaba pensando, y estaba dispuesta. Se apoyó contra él, su cuerpo maleable. Levantó la cara. Cerró los ojos. La resistencia de Teague no era rival para la entrega de ella. Juanita atendió la puerta. —¡Epa! —Sus ojos marrones brillaron—. ¿Quieren que me vaya otra vez? —No. Él se sacudió con dureza el encantamiento de Kate. Como si estuviera herida, Kate bajó la mirada y se mordió el labio. Pero mejor un poco de dolor ahora que la lenta desilusión machacante de años. Juanita apartó su silla de ruedas del camino. —¡Adelante! Los estaba esperando. En casa, generalmente usaba un vestido suelto y pantuflas para mantener los pies calientes. Hoy se había vestido como la anfitriona de una fiesta, con una camisa roja que hacía que su cabello oscuro resplandeciera, una falda floreada que se veía adecuada para una fiesta, y zapatos chatos que se veían elegantemente cómodos. —Algo huele bien. Kate siguió a Juanita a través del diminuto apartamento hacia el comedor. —Sabía que Teague estaría hambriento después de comer esa espantosa comida de hospital, desafortunadamente sé cómo es el hospital, así que preparé enchilada de camarones y frijoles charros. Teague no podía creer la mesa redonda cargada con su mantel de celebración, la cazuela llena, la olla y los cubiertos de plata brillantes. —Y miren… Juanita levantó una servilleta de tela para mostrarles una pila de tortillas. —¿Tú misma las hiciste? —preguntó Kate. —No, pero las compré en el puesto de tortillas. —Juanita sonrió—. ¿Margarita? —Sólo una. Teague no tiene permitido conducir. Kate le devolvió la sonrisa. —Apuesto a que odia eso. —Juanita se movía con eficiencia por su cocina, poniendo los toques finales a la ensalada—. Teague, ¿podrías servir mientras busco los platos? —Puedo conducir. Teague apenas pudo contener su irritación mientras servía un margarita a Kate de la jarra esmerilada. Este encuentro no estaba saliendo como había planeado. Había previsto una visita rápida para mostrar a Kate la realidad de la condición de Juanita, luego una apresurada conversación y un rechazo rápido, seguido por años de desolación. Sin embargo, Kate había dicho que iba a conocer a los parientes de él, y había actuado como si eso significara algo. Juanita estaba comportándose del mismo modo. ¿Qué pasaba con las mujeres? ¿Por qué tenían que convertir todo en un evento? ¿Por qué tenían que hacer suposiciones injustificadas? ¿Qué iba a hacer sin Kate?

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Sabía la respuesta. Había visto el infierno algunas veces en su vida. Había atravesado el infierno más de una vez. Reconocía el infierno en la oscuridad, la esterilidad de luz, de emoción, de ser. Y cuando Kate se hubiera ido, él viviría en el infierno. —Tu hogar es encantador. —Kate tomó un sorbo de su bebida—. ¿Tú misma lo decoraste? —¡Gracias, lo hice! Sabía que quería un poco de esa sensación de hogar… Teague probablemente te dijo que crecí en el mismo pueblo de frontera que él... —No. Recién hoy me dijo que eras su prima. —La voz de Kate era práctica mientras lo acusaba—. Pensé que era total y absolutamente huérfano. —No le dice a la gente que estamos emparentados. —La voz de Juanita era igualmente realista—. Tiene un problema con el nepotismo, y claro que yo no puedo conseguir trabajo en cualquier sitio. Tengo que trabajar para él o tomar un trabajo de baja remuneración. Teague odiaba que eso fuera cierto. —Juanita es el mejor personal de seguridad que tenemos. Sus informes han resultado en más de una docena de arrestos el año pasado. —Le debo mucho al estado de Texas —dijo Juanita—. El Hospital Shriners en Houston me operó gratis. Por eso es que puedo moverme tan bien. Así que es magnífico poder decir que protejo al capitolio. —Yo también solía tener un trabajo en el capitolio. —Kate mojó una papa en los frijoles—. Esto es maravilloso. Tendrás que darme la receta. —¿Qué quieres decir con que solías tener un trabajo en el capitolio? Teague sabía que no iba a gustarle la respuesta. —Me despidieron. —La boca de Kate se veía un poquito fruncida—. Brad pareció pensar que no fui más que un desperdicio de dinero desde que llegué a la estación. —¡Ese hijo de puta! —Teague no podía creerlo—. ¿No se da cuenta por lo que has pasado? —No le importa. No quería contratarme en primer lugar, y no tiene que mantenerme ahora. Kate se veía notablemente indiferente. Pero Teague sabía la verdad. Adoraba su trabajo. —Hablaré con él. —No, no lo harás. Ya tengo una persona arreglando mi empleo. —Los ojos de Kate destellaron—. No tendré otra. —Creo que será mejor que comamos. Juanita colocó pequeños bols de crema agria y pico de gallo sobre la mesa, y una sonrisita arrugó sus delgadas mejillas. Cuando Teague y Kate se habían sentado, Juanita fue a su lugar y tomó las manos de ambos. —En cada comida, siempre agradezco a Dios por otro día de vida. Hoy también agradezco a Dios por las suyas.

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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2266 Para el momento en que Teague y Kate se marcharon del apartamento de Juanita dos horas más tarde, Kate había sido entretenida con la versión humorística de Juanita sobre los años de adolescente de Teague. No le había contado todo —no le había contado lo importante—, pero había pintado una imagen de un duro fanfarrón que enfrentaba pandillas para proteger a su primita en el patio de la escuela y luego se quejaba por un corte de cabello. Teague veía cómo Kate reía en los momentos adecuados, y el sonido de su alegría se sentía como cuchillos en sus entrañas. Pero ella estaba pensativa y callada mientras iban hacia el auto. Probablemente había hecho algunas suposiciones. Probablemente las correctas. La hora siguiente sería difícil, pero había pasado horas peores, y cuando hubiera terminado… bueno, habría terminado. Observó el paisaje que pasaba y dijo: —Has girado mal, Kate. —No voy a llevarte a casa. Ella giró otra vez. —No quiero ir a tu casa. —Tampoco voy a la mía. Tenía una postura decidida del mentón. Una postura ominosa. Teague esperó, pero ella no continuó. —¿Adónde vamos? —le preguntó. —Al parque en Town Lake. Que era un parque bonito con un lago bonito, pero él quería terminar con esta confrontación, no hacer un picnic. —¿Por qué vamos allí? —Es maravilloso en esta época del año. Eso no era una respuesta, pero no le ofreció nada más. Se metió en el estacionamiento casi vacío. La hierba seguía verde —claro, era Texas y apenas noviembre—, pero algunas de las hojas habían cambiado de color. A través de las ramas, el lago estaba tranquilo y azul. Una pareja estaba acurrucada en una mesa de picnic. No había nadie más a la vista. Kate se volvió hacia Teague. —¿Caminamos? —Seguro. —Todavía le dolía la cabeza, pero Teague supuso que el dolor se aliviaría en cuanto le dijera lo que tenía que decirle—. De cualquier modo, tenemos que hablar. —Lo sé. —Ella abrió la puerta—. Así que, caminemos. Ah. Por eso era que había venido aquí. También quería hablar, pero en terreno neutral. Pasearon lado a lado por el césped hacia la orilla del lago, pero esta vez ella no le tomó la mano. Esta vez, no lo tocaba para nada.

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El día estaba fresco, probablemente diez grados, e incluso con la chaqueta de cuero Teague tenía frío. Se dijo que era porque acababa de salir del hospital. En realidad, era la distancia entre ellos. Una distancia a la que sería mejor que se acostumbrara. No muy lejos del agua, ella se sentó sobre la hierba, levantó el cuello de su cárdigan y metió las manos en los bolsillos de su suéter. El silencio entre ellos se volvió incómodo, luego mortal, y Kate no hizo ningún esfuerzo por disiparlo. Si alguien iba a empezar la conversación, tenía que ser él. Teague estaba contento de estar de pie. Podía imponerle la verdad. Ella necesitaba saber. —Es mi culpa que Juanita esté en esa silla de ruedas. Ahí estaba. La verdad había salido con demasiada contundencia, pero al menos la había dicho. —Como que lo había imaginado. Kate metió la cara más abajo en el cuello del suéter. Y esperó. —Juanita... cuando Juanita habla sobre mí, sueno tan inocente. No lo fui. —Dios bendijera a Juanita. Lo quería y lo hacía ver mejor de lo que era—. Yo andaba con una pandilla. Era uno de los líderes. Desarrollaba mi vida en las calles. Bebía y me drogaba. Hubiese muerto en la alcantarilla, tal como mi madre predijo, excepto que... —Tuviste una llamada de atención. Kate miraba el lago. —Seguro. Puedes llamarlo así. Mi madre... nunca olvidaré lo que mi madre me dijo esa mañana. —Las palabras, las que nunca antes había podido decir en voz alta, salieron a borbotones, empapadas de la virulencia del pasado—. “Teague, pequeño bastardo, no seas tan condenadamente estúpido. Eres un maldito gringo mestizo estúpido, y si te acuchillan a nadie le importará. A mí seguro que no. Pero esa niña tiene sólo catorce años. No puedes llevarla a una pelea de pandillas. Su padre es el hijo de puta más malo que haya conocido, y he conocido a unos cuantos. Si le pasa algo a su hija, te matará. Además, ella es inteligente. Es una niña agradable. No como tú”. —Tu madre debe haber sido un encanto. Kate no se encontró con su mirada. El oscuro vacío lo invadió entonces, sin ningún estímulo. —Una madre fatal no es excusa para lo que hice. —No, tienes razón. —Kate aceptó eso con demasiada facilidad—. Así que llevaste a Juanita a la pelea de pandillas. —Desde que era pequeña, me seguía a todas partes. Me idolatraba, y yo cuidaba de ella. Me hacía sentir fuerte. Benévolo. —Con amargura, dijo—: Qué ironía. —Todavía pareces agradarle. Si no lo supiera, diría que estuvo haciéndote ver bien frente a mí hoy. Juanita había estado alabándolo frente a Kate. —Quiere que me case. —Claro que sí. ¿Y por qué no? —Yo... No he conocido a la mujer correcta. Pero no podía decir eso. No lo creía. Y por la repentina chispa en los ojos de Kate, ella no iba a aceptar esa respuesta.

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—Termina tu historia —le dijo. —“Esa niña sólo tiene catorce años. Te seguiría hasta el infierno...” Y lo hizo. Juanita quería ir a ver una guerra de pandillas, así que la llevé. Era hora de que aprendiera a ser fuerte, oliera la sangre, sintiera la excitación de luchar con cuchillos, de ganar. Rompíamos ventanas. Robábamos. Hacíamos la guerra unos contra otros, y la policía no podía seguirnos el paso. —Todavía recordaba el polvo levantándose en las calles, los gritos, el sudor. La cabeza le palpitó más fuerte—. Entonces alguien rompió las reglas. Alguien trajo un arma. Las palabras habían sido tan sencillas, palabras que había ensayado toda la semana, un recuento inexpresivo de hechos horrorosos. Pero ahora se consumió y le quedó un solo recuerdo. El sonido de ese único disparo. Había escuchado muchos disparos desde entonces, pero aun ahora, ese resonaba en sus oídos. Se apartó de los recuerdos y de Kate, pero no pudo permanecer alejado. Tenía que terminar la historia. Volvió, y nuevamente se dijo que todo habría terminado aproximadamente en una hora. Podía sobrevivir a cualquier cosa durante una hora. —Una bala. Esa bala cortó la médula espinal de Juanita. Casi murió. —Había caído a sus pies, todavía consciente, y lo había mirado—. Yo debería haber muerto. —Pero no lo hiciste. —Kate parecía aislada de un modo que él nunca habría imaginado—. Dios, el Destino o lo que sea que creas decidió que debías quedarte. —Sí. Y enfrentar lo que había hecho. —Una y otra vez—. Esa noche cuando fui a casa... encontré a la policía allí. —¿Para arrestarte? —No. Para decirme que mi madre salió a la calle, borracha y sabe Dios qué más, gritando insultos a la policía… y de algún modo, terminó muerta. —La oscuridad y el frío lo envolvieron—. Fue un día tremendo. —Entonces también mataste a tu madre. Ante las crueles palabras de Kate, el último y débil rastro de esperanza, un rastro que ni siquiera había reconocido, se marchitó. Le mostró los dientes. —No. No, no estoy haciéndome cargo por eso. Mi madre era una prostituta cuando le convenía. Si tenía un ingreso inesperado, lo gastaba tan rápido como podía. Era mala borracha y mala sobria, y no salió ese día a rescatar a Juanita. No quería que llevara a Juanita porque le temía a su hermano. Salió ese día... porque le gustaba vivir en el infierno, y el infierno estaba ocurriendo casi en su umbral. —Lo sé. —La mirada de Kate voló para encontrarse con la de él—. Juanita me lo dijo. Por primera vez, Teague se dio cuenta de que había sido manipulado. Y mientras Kate se paraba y sacudía la hierba de su trasero, tuvo la sensación de que estaba a punto de ser manipulado un poco más. —¿Qué más te dijo Juanita? —Después de que te dispararon, estaba muerta de preocupación por ti. Hablamos bastante. Me contó prácticamente lo que tú me contaste, pero agregó algunas cosas. —Kate sacudió el cabello hacia atrás, del mismo modo que cuando estaba haciendo una entrevista—. Dijo que antes del accidente su padre solía golpearla, y que tú le hacías frente. Aun cuando eras la mitad del tamaño de él, lo atacabas, lo distraías, aceptabas los golpes por ella. —Me hacía sentir importante.

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—¿Ser el héroe de alguien? Seguro que sí, pero sufriste mucho dolor por esa importancia. — Kate caminó hacia la orilla, recogió una piedra y la hizo saltar sobre el agua—. Juanita me contó que mientras estaba desangrándose en las calles, tú hiciste guardia, la protegiste del disturbio, viajaste con ella en la ambulancia. Dijo que su padre intentó matarte en la sala de espera. —Sí, si alguien iba a lastimarla, él quería ser quien lo hiciera. De qué familia genial provenía. —Ella dijo que él te persiguió hasta que estuviste fuera del pueblo, que fuiste y te uniste al ejército. —Kate hizo saltar otra piedra—. Dijo que cuando llegó a casa del hospital, su padre la dejó en la cama para que se pudriera. Que tú aparecías a hurtadillas cuando tenías permiso. Que tomaste las misiones más peligrosas para tener el pago extra, y que en cuanto tuviste dinero suficiente dejaste el ejército, la llevaste al Hospital Shriner para sus cirugías; entonces, cuando se hubo recuperado, le diste un trabajo en Seguridad Ramos. —Se lo debía. —Claro que sí. —Kate se dio vuelta y caminó hacia él, directo hacia él, con los ojos fijos en los suyos, y entonces él vio la resolución en ella—. Pero pagaste la deuda. Juanita no es una mujer estúpida, y no es una santa en silla de ruedas que sólo ve lo mejor en ti. —Kate lo atacó—. Ella sabe lo que pasó. Sabe lo que le debías. Me dijo que habías pagado la deuda en exceso. Y te quiere. ¿Valoras tan poco su amor que crees que no mereces nada? —No entiendes. No es tan sencillo. Pero le hizo falta toda su fuerza para no retroceder ante el avance de Kate. —Sí. Lo es. Hiciste algo horrible, estúpido. Como todos los demás en las pandillas ese día. Pero dudo que ninguno de ellos lo haya pagado tan caro como tú. —Antes de que él pudiera responder, ella continuó—: Yo también he hecho cosas horribles, estúpidas. Obtuve una multa por conducir demasiado rápido… pero no me salí de la ruta ni provoqué un accidente. —Eso no es lo mismo. —Podría haber sido peor, pero tuve suerte. Y soy una mujer inteligente, pero ese día me enojé contigo por haberme mentido, así que fui a Hobart pensando que podía hacer una simple investigación. Mira lo que sucedió. Logré que les dispararan a ti y a Melissa Cunningham, y estuve así de cerca —Kate puso los dedos a sólo un centímetro—, de lograr que me mataran. ¿Qué le debo a Melissa? ¿Qué te debo a ti? —Nada. —No quería que Kate pensara que le debía algo—. No es así. —Bueno, qué pena, porque voy a llamar Melissa a mi primera hija, y voy a amarte a ti el resto de mis días. —La voz de Kate se volvió ahogada. Se estremeció por las lágrimas reprimidas—. Y no hay nada que puedas hacer al respecto, Teague Ramos, así que no intentes impedírmelo jamás. Él la miró con atención. Esos brillantes ojos azules relucían con lágrimas de sinceridad. La piel suave, la larga garganta, y sus labios, que temblaban bajo la fuerza de otras emociones. Bajo la fuerza de su amor. Dentro de él, algo se rompió. La oscuridad que lo había rondado toda su vida se estrujó en ruinas y desapareció. Se sentía libre, más liviano y sostenido a flote por el amor. El amor de Kate. Con voz ronca de devoción, dijo: —No me debes nada, pero si quieres darme algo, hay una sola cosa que podría querer... y es tu amor.

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—Bueno, bien. Ella revolvió en su bolsillo, sacó un Kleenex, y se sopló ruidosamente la nariz. —Sí. Bien. —Teague tenía una estúpida sonrisa en la cara—. Esta semana pasada ha sido un infierno. —Lo sé. —Ella se secó las lágrimas—. Un tipo no debería proponer matrimonio y desmayarse. —¿Eh? —¿Hablaba en serio? Se veía seria—. ¿Cuándo...? —La memoria cayó sobre él como un piano desde el cielo. Lo recordó. El dolor, el pánico, la alegría que sintió ante el sonido de la voz de Kate—. En la ambulancia. Te propuse matrimonio y dije… Oh, Dios. Había dicho que la amaba. ¡Le había propuesto matrimonio! No podía recordar haber estado nunca tan desconcertado. Se apartó de ella, se quedó mirando el lago, se pasó los dedos por el cabello. —Escucha, estaba descolocado. —¿Entonces la única vez que me dirás que me amas es si te disparan? Ella le deslizó las manos por los brazos, hacia los hombros. Y ese maldito rayo lo golpeó otra vez. —No es eso lo que quiero decir. —Bien. Aunque estoy dispuesta a dispararte para escuchar que me amas, un día podría errar y lastimarte realmente. Teague se rió. Giró dentro del abrazo de ella y la miró a la cara. Kate tenía poder dentro suyo. Fortaleza en su sonrisa. Como su madre, tenía la habilidad para comandar la luz, y llevaba la luz dentro de él. Así que, completamente consciente y totalmente al tanto de sus palabras, él se arrodilló frente a ella. —Te amo, Kate Montgomery. Soy el tipo equivocado para ti. Mereces algo más que un hombre tan condenado por su pasado que nunca será libre de los demonios. —Le tomó la mano. Dulcemente, le frotó los nudillos—. Pero, Kate, nunca encontrarás a nadie que te ame más que yo. —Eso es lo único que pido. —¿Te casarás conmigo? —Sí, Teague Ramos. —Ella le pasó las manos por el cabello—. Será un honor.

Melissa Cunningham se inclinó hacia Hope y en un susurro teatral preguntó: —¿Supones que Caitlin y su hombre escaparon para un rapidito? —No, Melissa. No escaparon para un rapidito. —Ha pasado media hora y todavía no hay señales de ellos. —Melissa miró alrededor de la iglesia, escuchando los movimientos y susurros mientras los fieles se ponían inquietos, y agregó—: Ese cuarteto que contrataste debe estar cansándose. Querrán más dinero. Hope meditó que el hecho de que todos sus sueños se hicieran realidad conllevaba una pesada multa: estaba eternamente en deuda con Melissa Cunningham por desafiar a George Oberlin, tomar una bala en nombre de la familia Prescott, y demorar a Oberlin el tiempo suficiente para que Teague pudiera rescatar a Kate.

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Desafortunadamente, Melissa y Hope tenían la misma edad, así que ahora Melissa se consideraba la mejor amiga de Hope. Estaba sentada a su lado en la iglesia y hacía lo que pensaba que eran comentarios graciosos mientras el resto de la familia contenía risas horrorizadas. —Sabes, cuando éramos adolescentes nunca me gustaste —dijo Melissa pensativamente—. Siempre parecía que eras mejor que yo en todo lo que hacías. Pero has cambiado. Sentado al lado de Hope, Zack se sacudía con hilaridad. Pepper estiró el cuello y abrió mucho los ojos en burla. Hope estaba contenta de que Gabriel estuviera con Marilyn en el fondo de la iglesia, esperando para llevar a Caitlin por el pasillo —si era que alguna vez lo recorría—, o nunca dejarían de molestarla por esto. Después de todo, Hope, Pepper y Gabriel estaban emocionados por estar reunidos, pero eran hermanos. —Hubiese pensado que Caitlin pediría a sus hermanas que fueran sus damas de honor. Para la boda, Melissa se había vestido de púrpura y rojo, con zapatillas grises y sin medias. Una elección interesante. —Kate tiene montones de amigas que conoce hace años. Les pidió que fueran sus damas de honor. Necesitaba que alguien estuviera en la primera fila y fuera su familia. Y, a decir verdad, Hope y Pepper habían pedido estar sentadas durante la ceremonia. Durante todos esos años, las dos se habían esforzado y luchado por un momento, el momento en que toda la familia estuviera reunida otra vez, sana y entera. Ahora habían alcanzado esa meta, y esta era la celebración oficial de su triunfo. Pero, ¿dónde estaba la novia? La familia Prescott estaba de vuelta en Hobart, en la propia iglesia de su papá. El edificio de ladrillo rojo no contenía más de trescientas personas. Estaba lleno. La familia Givens entera estaba aquí, al igual que el extenso clan Graham y la mejor amiga de Pepper, Rita, y su familia. Griswald estaba en la parte trasera dirigiendo la boda entera, y Hope no podía imaginar que debía estar pensando de la incomparecencia de Caitlin. Pero apostaba a que, cuando todo esto hubiera terminado, él se lo diría. Los Montgomery estaban aquí, y la familia de Marilyn, que incluía, hasta donde Hope podía ver, la mitad de Texas. Jason Urbano, su esposa e hijos estaban sentados justo detrás de la familia Givens. Cualquier espacio vacío que hubiera en los bancos, los llenaba el pueblo. No todo el pueblo, claro. La policía —o más bien, la antigua policía—, no estaba aquí. El juez del condado había sido destituido en una nueva elección, y eligió mantenerse alejado. Pero la mayoría de Hobart, los que no habían tenido nada que ver con los crímenes de Oberlin… estaban aquí si habían logrado conseguir una invitación, y si no, esperaban en la recepción. La semana pasada, después de que Hope y Pepper hubieran llegado a Hobart para terminar los preparativos de la boda, habían sido detenidas una y otra vez mientras la gente expresaba su placer por tenerlas de regreso. Y si algunas veces la mirada de algunas personas las esquivaba, estaba bien. No habían hecho nada para salvar a la familia Prescott, pero Hope entendía que hubiesen intentado vivir sus vidas y no ser arrolladas por el tanque letal que era George Oberlin. Como había dicho Lana, la hija de Hope de ocho años: “Ding-dong, la bruja está muerta”. Y como había dicho Russell, el hijo de seis de Pepper: “Las brujas son mujeres, estúpida”. Así que Lana lo había derribado de un golpe.

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La familia mantenía a esos dos primos separados tanto como era posible. Zack decía que les ahorraba visitas a salas de emergencia. —Aun si Kate no se casa con ese tipo, la iglesia se ve hermosa. Melissa miraba alrededor con orgullo. —Lo hará, y sí, así es. Hope había dado a Melissa la tarea de renovar la vieja iglesia, y ella había hecho un trabajo maravilloso. La pintura blanca nueva relucía, los vitrales brillaban, el altar lucía un mantel blanco como la nieve, bordado por la mismísima Melissa con colores tan delicados que Hope se preguntaba si Melissa ocultaba un lado diferente. Hope la miró de reojo mientras la mujer escupía en su pañuelo y fregaba una mancha en su vestido. No. Melissa no tenía un hueso de sutileza en su cuerpo. —Estoy escuchando algo en el fondo. —Melissa estiró y giró el cuello—. Sip, aquí viene la prima de Teague. Me pregunto qué tendrá que decir. Juanita recorrió el pasillo y se detuvo junto a los Prescott. Hope y Pepper —y Melissa— se inclinaron hacia delante para escuchar la explicación. —Tuve que trabajar un poco con el vestido de Kate. Subirle el escote para cubrir los botones abiertos. —¿Qué? —Hope parpadeaba con sorpresa—. ¿Qué dices? El vestido le quedaba dos semanas atrás. —Ha adquirido una pequeña hinchazón alrededor de la cintura desde entonces. Juanita sonrió ante su boquiabierto asombro. —¡Qué sorpresa, está embarazada! —dijo Melissa. Hope y Pepper se volvieron contra ella. —¡Shh! Una risita nerviosa inundó la iglesia. —Está de cuatro meses —dijo Juanita. —Pero su talla no debería haber cambiado tanto en dos semanas —protestó Pepper. —Eso le pasó a mi tía —dijo Melissa—. Tuvo mellizos. Tenía la completa atención de las mujeres y hubiese dicho más, pero en ese momento el cuarteto tocó los primeros sones del himno nupcial. Juanita se puso en su sitio, del lado del novio en la iglesia. —¡Miren eso! —exclamó Melissa—. Tenemos una novia. ¡Esta boda va a llevarse a cabo después de todo! La puertita detrás del altar se abrió, y Teague salió, seguido por seis padrinos. Un sonriente Big Bob se destacaba entre todos ellos. Captando la mirada de Hope, Teague asintió. Entonces fijó su mirada en el fondo de la iglesia. Se veía tan apuesto, y amaba tanto a Caitlin. La garganta de Hope se empezó a cerrar por la emoción. Oh, no. No todavía. Las damas de honor, vestidas con trajes de satén rosado, recorrieron el pasillo de a dos, seguidas por los mellizos de Pepper de tres años, Courtney y Matthew. Estaban tan adorables con

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sus atuendos en miniatura. Y excepto por un pequeño incidente a mitad de camino, cuando Matthew quiso arrojar pétalos y Courtney gritó: “¡No! ¡Tú tienes el anillo!”, lo hicieron muy bien. Hope sintió que las lágrimas aparecían en sus ojos. Entonces el organista tocó las primeras notas de la marcha nupcial, y Caitlin apareció a la vista. Marilyn se encontraba a un lado, una mujer vibrante que había criado a la hermanita bebé de Hope para que fuera una persona segura de sí misma; Gabriel al otro lado, un hombre asombroso que había superado todos los obstáculos para reunir a su familia. Y Caitlin. Ella llevaba un vestido sencillo, blanco, por debajo del hombro, que tenía un canesú con cuentas y una pequeña cola. Habían sujetado el velo de Hope en su cabello oscuro. Pepper también lo había usado. Así que, Lana había declarado que ella también lo usaría. Un peinado recogido dejaba al desnudo el largo cuello de Caitlin. Llevaba diamantes en las orejas. Como todas las novias, se veía hermosa. Pero fue el modo en que miraba a Teague lo que hizo que Hope estallara en lágrimas. Caitlin lo miraba como si fuera el único hombre en el mundo que pudiera hacerla feliz. Hope reconocía esa mirada. Era la que tenía Pepper cuando miraba a Dan. Y Hope sabía que era la misma que ella tenía cuando contemplaba a Zack. La congregación se puso de pie cuando la novia comenzó a andar por el pasillo. Hope encontró el pañuelo de Zack metido en su mano. Pepper cambió de lugar con él, y también estaba llorando. En un susurro, le dijo: —Desearía que papá y mamá estuvieran aquí para ver esto. Hope asintió con fuerza. Con animada certeza, Melissa dijo: —Oh, niñas queridas, están aquí. No se preocupen, están aquí.

FFIIN N

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