CHRISTINA DODD Peligro en un Vestido Rojo 4° de la Serie Corazones Perdidos de Texas
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CHRISTINA DODD Peligro en un Vestido Rojo 4° de la Serie Corazones Perdidos de Texas Danger in a Red Dress (2009)
AARRG GU UM MEEN NTTO O:: La enfermera a domicilio Hannah Grey, especializada en artritis, está dedicada a su paciente, una viuda de edad cuya reputación sigue manchada por el escándalo financiero de su difunto marido perpetrado. Ella le hace prometer a Hannah que a su muerte tratará de encauzar los males de la familia, y le da los códigos de acceso de su cuenta en un banco. Sin embargo, Carrick Manly hará cualquier cosa para descubrir dónde se encuentra la fortuna de su familia, incluyendo matar a su propia madre. Temiendo por su vida, y tratando desesperadamente de no traicionar a la viuda, Ana huye. Pero cuando el medio hermano de Carrick, Gabriel Prescott, la localiza en Houston, Hannah deberá confiar en sus propios instintos -y en su corazón- para sobrevivir.
SSO OBBRREE LLAA AAU UTTO ORRAA:: Christina Dodd nació en Estados Unidos, se graduó en la Universidad de Boise y comenzó a trabajar en una empresa de ingeniería, compaginando con la escritura. Más tarde trabajó en una librería hasta dedicarse le lleno a la escritura. Es la prestigiosa autora de más de una treintena de novelas románticas, históricas y modernas y también de intriga. Ha recibido varios premios como el RITA y el Goleen Herat. Lleva leyendo novelas desde niña, pero fue en su adolescencia cuando decidió que sus libros favoritos eran los románticos, debido al humor que se desprende siempre de las diferencias entre los protagonistas masculinos y femeninos. Cuando nació su primera hija decidió dejar su trabajo como dibujante para dedicarse a escribir, pero no fue hasta diez años después, dos hijos y tres manuscritos, cuando su primera novela fue publicada. Su nombre aparece habitualmente en las listas de libros más vendidos y ha ganado numerosos premios.
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Para Monty McAllister, por ninguna razón en particular. Nop. Ninguna. Ninguna razón. Ni una. Y para Donna McAllister, por ser tan cordial y generosa con tu tiempo, ayuda y amistad.
Agradecimientos Peligro en un vestido rojo termina no una sino dos series para mí: los Cazafortunas, con los maravillosos hermanos Manly, y los Corazones perdidos de Texas, con la desgarradora y entrañable familia Prescott. Al rememorar tantos años y tantas historias, estoy agradecida por la inspiración y la ayuda que he recibido. Quiero ofrecer mi reconocimiento a todos en NAL: Leslie Gelbman por su orientación creativa; el departamento editorial, especialmente la sagaz Kara Cesare; el departamento de arte liderado por Anthony Ramondo; publicidad con Craig Burke y Michele Langley, y por supuesto, el espectacular departamento de ventas Penguin. Gracias a todos. Y especialmente quiero agradecer a mis fans, que han esperado pacientemente para leer la historia de Gabriel e insistido tan amablemente. Sarah y Santa, este es para ustedes.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0011 Teignmouth, New Hampshire Hannah Grey no podía recordar cuándo había disfrutado más de un funeral. Estaba sentada en el último banco de la iglesia metodista; el oficio había sido encantador, el anciano en el ataúd estaba satisfecho de estar allí y, lo mejor de todo, la negligente familia del señor Donald Dresser había estado desconcertada por los elogios que se le prodigaban. Sus hijos, nietos y bisnietos se habían visto incómodos, aburridos o piadosos, dependiendo de sus edades y personalidades, y Hannah esperaba que odiaran cada minuto avergonzados, escuchando al pastor que alababa al señor Dresser por su valentía en combate, su innato olfato para los negocios, y su devoción hacia su comunidad; cualidades que ninguno de ellos había heredado. Ahora, mientras la familia Dresser se arrastraba junto al ataúd y luego hacia el vestíbulo para aceptar condolencias, Hannah se levantó, se puso su largo abrigo negro y caminó por el pasillo. Miró al señor Dresser, vestido con su uniforme de la Segunda Guerra Mundial, con los dedos torcidos por la artritis cruzados sobre su pecho. Se veía bien. Severo. Había sido un viejo hijo de puta cascarrabias, pero había tenido sus razones. Como le había dicho a Hannah a diario: “Estoy harto de de estar vivo cuando todos mis amigos están muertos, mis hijos son despreciables, y para lo único que me sirve una bonita y joven enfermera como tú es para ayudarme a mear”. Ella estaba extremadamente contenta de que él estuviera en paz, pero se secó una lágrima mientras susurraba: —Buen viaje, viejo. Buen viaje. Se apartó, toqueteando sus guantes, y caminó hacia el vestíbulo. Los deudos se habían marchado, pero Dresser estaba solo, esperándola. Tenía cincuenta años, era apuesto, bien vestido y atractivo... al menos, él pensaba que era atractivo. Una gran diferencia. —En nombre de la familia, nos gustaría agradecerte por cuidar de nuestro padre. Eres la primera enfermera a domicilio que pudo aguantar más de dos semanas, y hemos enviado tu salario final a la agencia. —Le entregó un sobre blanco simple—. Pero aquí hay una bonificación para ti, con nuestra gratitud. Ella miró el sobre. Lo miró a él. Notó que incluso en el funeral de su padre, cuando ella estaba cubierta de pies a cabeza en ropa de invierno negra que la cubría por entero, el playboy decadente no podía resistirse a mirarla de arriba abajo. —Gracias, Jeff. Lamento que su padre tuviera que morir con tanto dolor, pero me encantó escuchar las historias de su vida. Era muy interesante. Ahora tenía la atención de Jeff. —¿Hablaba contigo? ¿Te contó historias de su vida? Por Dios, ¡eso es más de lo que nunca quiso hacer con nosotros! —Lo único que tuve que hacer fue preguntar. Él se puso rígido, escuchando la reprimenda. Ella metió el sobre en el bolsillo de su abrigo y se dio vuelta. —Adiós.
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Él masculló algo discretamente ofendido, pasó a zancadas junto a ella y salió por la puerta. Así que esto era todo. El final de otro trabajo. Hora de volver a la agencia de empleo. Otro hombre, aproximadamente de la edad de Jeff, pero imponente, sostenía abierta la puerta de la iglesia, y el frío aire de febrero llenó el vestíbulo. —¿Señorita Grey? ¿Me recuerda? Ella estrechó su mano extendida. —Por supuesto. Stephen Burkhart había sido el abogado del señor Dresser. Los dos hombres habían pasado horas enclaustrados en el estudio, y durante sus visitas él había sido agradable, respetuoso de las limitaciones que ella ponía a su paciente, y alerta. Muy alerta. —Señorita Grey —dijo él—, habrá una lectura del testamento en mi oficina a las cuatro. El señor Dresser pidió que usted asistiera. —Porque... ¿porque el señor Dresser me dejó una herencia? Ella sonrió y suspiró, recordando la ocasión anterior en que había recibido un legado de un paciente, y cuánto le había molestado a la familia del señor Coleman incluso esa pequeña cantidad. Cuando pensaba en cuánto esperaban los Dresser poner sus manos sobre la considerable fortuna del anciano, casi deseó que el señor Dresser no se hubiera molestado. —Estaba preocupado por lo que él llamaba mi falta de recursos —explicó—. Le dije que una vez que cancelara mis préstamos de estudio, estaría libre de deudas, y era en serio. No estaba dándole indirectas. —Usted conocía bien al señor Dresser. No era del tipo que respondiera a indirectas. —El señor Burkhart posó su mano en el hombro de ella—. Vaya a mi oficina a las cuatro.
Hannah se detuvo en la puerta de la sala de conferencias de Burkhart, Burkhart y Gargano, letrados, y se encontró frente a una larga mesa de madera lustrada, con una nerviosa Kayla Thomas del Consejo de Oportunidades de Teignmouth, dieciséis miembros hoscos de la familia Dresser, y un Stephen Burkhart de rostro severo. —Steve, ¿el viejo también dio un legado a la enfermera? Dios mío, ¿le dejó dinero a cada persona que conoció? —Donald Jr. se volvió hacia Kayla Thomas—. Ya le dio un dineral al Consejo de Oportunidad este año, y ahora ella está aquí con la mano tendida. Kayla se sonrojó. —Estoy aquí porque el señor Burkhart me pidió que viniera. El señor Burkhart se encontró con la mirada resentida de Donald Jr. —Es un testamento limpio que deja claras las intenciones del señor Dresser. Hannah se ubicó en la silla más cercana. La asistente legal la siguió dentro, cerró la puerta tras de sí, se sentó y se preparó para tomar dictado. El señor Burkhart anunció: —El señor Dresser hizo que mi padre preparara su última voluntad y testamento en un principio, y cinco meses atrás me pidió que lo ayudara a enmendarlo. La familia Dresser masculló y se movió.
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El señor Burkhart los ignoró. —En su nombre, programé un chequeo de su salud mental en la Clínica Mental Hartford. Una vez que se estableció su solidez mental, discutimos sus deseos, luego redactamos su testamento, como sigue. —Desdoblando los rígidos papeles, leyó—: “Yo, Donald Dresser, de Teignmouth, New Hampshire, por el presente testamento redacto, publico y declaro que esta es mi última voluntad y testamento, revocando expresamente por la presente todos los testamentos y codicilos hechos por mí hasta este momento...” Mientras el señor Burkhart se abría camino entre las formalidades, Hannah observó a la familia Dresser. Donald Jr. y su esposa se veían impacientes. Jeff estaba inclinado hacia delante, con su mirada penetrante fija en el abogado. La única hija del señor Dresser, Cynthia, mordisqueaba la uña de su pulgar. Kayla Thomas estaba apuntalada contra la mesa. Todos estaban esperando... algo, y Hannah sintió que el mismo suspenso que los poseía tensaba sus nervios. —“A la señorita Hannah Grey, le dejo cincuenta mil dólares en reconocimiento a su bondadoso y leal servicio, con los mejores deseos para su futuro.” La respiración de Hannah cesó en su pecho. ¿Cincuenta mil dólares? Ella nunca había tenido padre. Su madre las había mantenido con un salario de asistente legal, pero había habido facturas médicas. Ahora, por primera vez en la vida de Hannah, tenía un sostén financiero, y el alivio la dejó boquiabierta... y enfrentando dieciséis pares de ojos Dresser acusadores. El señor Burkhart continuó. —“A mi familia, le dejo una oportunidad de redimirse. A cada uno de mis descendientes actualmente vivos, le dejo cincuenta mil dólares...” —Un jadeo audible surgió de los Dresser. El señor Burkhart no aflojó—. “Y la posibilidad de trabajar en Seguros Dresser bajo la supervisión de la junta de directores ahora al mando.” Cynthia se puso de pie. —¡No lo creo! Donald Jr. golpeó fuertemente la mesa con los nudillos. —¿Quién tiene el control de la fortuna de papá? El señor Burkhart leyó: —“Al Consejo de Oportunidad de Teignmouth, New Hampshire, le dejo la mayoría de mi fortuna, a ser supervisada y administrada por Kayla Thomas, una joven mujer cuya perspicacia he llegado a respetar...” Ahora todos los miembros de la familia Dresser estaban de pie, gritando al señor Burkhart, a la pálida Kayla Thomas, y entre sí, mientras Hannah miraba primero con horror, luego con asombro y después con diversión. Sabía que este no era el momento ni el lugar, no tan pronto después del funeral del señor Dresser, pero mientras observaba a Cynthia pisoteando, a Donald Jr. golpeando la mesa y a Jeff haciendo gestos como un molino, la diversión aumentó. Los cincuenta mil dólares que a ella le parecían semejante fortuna eran un insulto para estas personas, ingresos para un mes, gastando dinero en mesas de juego, un presupuesto ajustado
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para un viaje de compras. Maldito fuera el viejo. Lo había montado. Había sabido que esto pasaría. No era nada raro que las visitas del abogado lo hubiesen dejado con las mejillas rosadas y los ojos relucientes. Había previsto un furor de proporciones épicas, y ella supo que en alguna parte, en el más allá, él estaba frotándose las manos y riendo. Y... no pudo evitarlo. También se rió. Como si eso fuera una señal, cayó el silencio, y la familia Dresser se enfocó en ella. —¿Qué hizo para ganarse esos cincuenta mil, señorita Grey? —preguntó Jeff—. ¿Qué tipo de servicios le prestó al viejo, que hizo que su gratitud valiera cincuenta mil dólares? Las risas de Hannah murieron feamente. —No permito el sexo con mis pacientes, si eso es lo que está insinuando. En absoluto con su padre, frágil como era. Jeff bufó. —Ningún hombre es tan frágil. No papá, sin dudas. —Jeff, es suficiente —dijo el señor Burkhart—. Durante mis visitas, la señorita Grey demostró ser una enfermera de carácter honrado. No se acostó con su padre. —¿Estás bromeando? —Jeff señaló locamente a Hannah—. Mírala, allí sentada con su expresión inocente y un cuerpo así, y cincuenta mil dólares de nuestro dinero. No puedes decirme que no jodió al viejo a la muerte. Una furia helada subió desde lo profundo de Hannah. —Jeff. —Donald Jr. estaba nuevamente bajo control—. Cállate. Lucharemos contra el testamento. El viejo estaba obviamente demente. Ante el insulto al señor Dresser, la furia de Hannah creció, arrastrándose sobre sus nervios, recubriéndolos de hielo. —Escuchaste a Burkhart. Escuchaste sobre el chequeo de la salud mental de papá. ¿Realmente crees que Burkhart no cerró todas las lagunas legales? —Jeff señaló al señor Burkhart con el mismo vigor que había usado con Hannah—. Esta pequeña fulana se las arregló para joder al viejo hasta dejarlo estúpido, y ahora ella se ríe de nosotros. —Se volvió contra Hannah otra vez—. ¿No lo hiciste? ¿No lo jodiste hasta dejarlo estúpido? Bajo su ataque insultante y denigrante, la disciplina de Hannah se hizo pedazos. —El señor Dresser nunca fue estúpido. —Recorrió a la familia con una mirada desdeñosa, y devolvió su atención a Jeff—. Me ocupé de sus... necesidades. Cumplí con sus... requisitos. Fui su... amiga... cuando él necesitaba una. Interprétenlo como quieran. Ella sabía exactamente cómo lo interpretarían. El señor Burkhart usó sus dedos para atravesarse la garganta, para decirle que se callara. No iba a hacerlo. ¿Qué diferencia había si perdía la herencia antes de tenerla? Tenía una rabia gloriosa, azotando al empalagoso Jeff con cada palabra, permitiendo que Donald Jr. y Cynthia supieran que el padre al que habían descuidado había estado vivo y con necesidad de atención. Se puso de pie y sonrió fríamente. —Cuando lo piensan, cincuenta mil por mis servicios es barato. Mantuve al señor Dresser ocupado para que el resto de ustedes pudieran disfrutar de sus últimos días de imprudente complacencia. Espero que se beneficien de su empleo en Seguros Dresser. Trabajar para ganarse
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la vida debería ser una experiencia interesante para todos ustedes. Con una espléndida sensación de satisfacción, abrió la puerta y salió rápidamente de la sala de conferencias. —Regresa aquí —gritó Jeff—. ¡No te atrevas a darme la espalda! Ella caminó firmemente por el corredor. Detrás suyo, Jeff seguía gritando. El resto de la familia subió el volumen. Hannah continuó caminando, con la mirada fija en el ascensor al final del pasillo. Metiendo su mano en el bolsillo, encontró el sobre que Jeff Dresser le había dado antes. La bonificación que la familia Dresser le había dado en gratitud por su cuidado del patriarca fallecido. Se metió en el ascensor y apretó el botón del primer piso. Jeff iba airado hacia ella, con los puños apretados. Antes de que pudiera alcanzarla, las puertas se cerraron en su cara. Casi podía oír la voz del señor Dresser. El pequeño imbécil. Sacó el sobre de su bolsillo. Rompió el sello, miró el cheque... y rió al borde de la histeria. —De veras. No deberían haberlo hecho —dijo en voz alta. La gratitud de la familia Dresser ascendía a veinticinco dólares.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0022 Cinco meses más tarde… En la elegante entrada del Teignmouth Country Club, Carrick Manly se detuvo frente al espejo. Se miró y alisó su cabello oscuro, alborotado por la brisa primaveral. Medía un metro ochenta y cinco, tenía hombros anchos, y vestía un sobrio traje negro con una camisa blanca almidonada y corbata dorado pálido. Cuando un hombre tenía un pasado como el suyo, cuando ostentaba distintivos ojos verdes, tenía que parecer sobrio. Tenía que verse conservador. Tenía que ser cauteloso. Satisfecho con su aspecto, entró en la elegante área de fumadores. Collinson se encontró con él antes de que hubiera cruzado el umbral. —Buenos días, señor Manly, ¿querrá su copia del Wall Street Journal? Callado, reservado y sin edad, Collinson era el perfecto mayordomo para el exclusivo club de hombres. —Por supuesto. Carrick tomó el periódico ofrecido, lo metió bajo su brazo y evaluó la postura y humor de cada uno de los hombres dentro. Era una habilidad que había desarrollado y perfeccionado durante los años de escasez. El club se veía como lo había hecho por ciento cincuenta años: con paneles oscuros, ventanas altas, sillones de cuero mullidos, periódicos desparramados en las mesas ratonas. El rumor grave de conversación masculina y el tintineo de las copas llenaban el aire. Mathew Davis estaba sonriendo con suficiencia a la punta encendida de su cigarro. Carrick había oído rumores de una exitosa transacción de acciones privilegiada; evidentemente eran verdad. Con audífonos puestos, el juez Warner Edgerly miraba un DVD en su portátil, con un acalorado rubor subiendo por su frente brillante. Debía estar viendo porno otra vez. Jeff Dresser estaba sentado en la barra, encorvado sobre un gintonic. Se veía abatido e irritado, y cualquier cosa que hiciera infeliz al pomposo imbécil debía ser buenas noticias. Carrick se ubicó en un asiento al lado de Harold Grindle, el viejo chismoso más entrometido en New England. —¿Cuál es el problema de Jeff Dresser? —murmuró. —¿Qué? —gritó Harold. Carrick se inclinó hacia delante y subió el volumen del audífono de Harold. Igualmente en voz baja, preguntó: —Dije, ¿cuál es el problema de Jeff Dresser? —Oh. —Harold también bajó la voz—. ¿No te has enterado? Con una sonrisa maliciosa que se deleitaba con cada una de las tribulaciones de Jeff, le contó la historia de la muerte de Donald Dresser Sr. y los detalles de su testamento. Cuando hubo terminado, Carrick silbó suavemente. —¿Así que los Dresser están trabajando en la compañía de seguros?
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—Los miembros de la junta de directores están arrancándose los pelos. Las acciones están cayendo con cada día que pasa. Como medida preventiva, han despedido a la progenie más inútil —los ojos lagañosos de Harold destellaron—, incluyendo a Cynthia. —¡No! —Ella está amenazando con demandarlos, pero Burkhart me asegura que su demanda nunca resistirá en la corte. Le pregunté sobre el escándalo de la enfermera privada del viejo Donald. Cerró el pico respecto a eso, pero yo escuché que se acostaba con el viejo por quinientos mil dólares. Las cejas de Carrick se elevaron incrédulamente. —Entonces el anciano debe haberse vuelto senil, porque cuando lo conocí, no tenía una pizca de debilidad. Harold retrocedió, ofendido. —Sólo informo lo que he escuchado. —Apagó su audífono, y en voz alta, resopló—: ¡Presuntuoso! Ah, sí. El primer insulto del día. Yendo despacio hacia el bar, Carrick tomó asiento a dos taburetes de Dresser. —Gintonic —le dijo al barman. Odiaba los gintonics, pero de cualquier modo no iba a beberlo. Meramente estaba pidiendo un poco de camaradería. Colocó el Wall Street Journal sobre la barra de cerezo lustrado y ojeó los titulares, luego se volvió con un respingo bien fingido. —No lo vi allí, señor Dresser. ¿Cómo está Ryan? Ryan Dresser era el idiota que había convertido la vida de Carrick en un infierno después de que Nathan Manly quebrara su negocio multimillonario, escapara con el dinero a Sudamérica o Tailandia o donde diablos se hubiese ido, y dejado a Carrick y su madre indigentes y humillados. —¿Ryan? Oh, está bien. Veintiséis años y absolutamente bueno para nada. Cada uno de mis hijos es un bueno para nada. Jeff Dresser estaba arrastrando las palabras, borracho a las dos de la tarde. Esto se ponía cada vez mejor. —Pero Ryan tiene todo ese dinero de respaldo. ¿Cómo puede ser bueno para nada? Dresser le echó una mirada que dijo a Carrick que no estaba tan ebrio como para no reconocer el sarcasmo cuando lo oía. El barman deslizó la bebida hacia Carrick, quien la levantó en un brindis veloz y distrayente. —Por las petroleras. Que reinen por mucho tiempo. —Supongo que has escuchado la historia. —Dresser miró detrás de sí resentidamente—. Todos han escuchado la historia, y todavía no han dejado de reír entre dientes. —Carrick se mantuvo prudentemente callado—. Hasta esa maldita muchacha se rió. ¡Se rió justo en nuestra cara! Dresser empujó su vaso hacia el barman, quien volvió a llenarlo y se lo devolvió. Carrick se hizo el tonto. —¿Qué maldita muchacha, señor? —La señorita Hannah Grey, enfermera diplomada. La enfermera de papá. —Dresser bajó el
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trago por su garganta—. Le dio a esa perra cincuenta mil por una mamada. —Debe haber sido una buena mamada. Carrick hizo girar su vaso helado sobre la barra. —Grandes ojos azules, cabello tan rubio que es platinado, un rostro inocente, y un cuerpo increíble. Sí, imagino que fue una tremenda mamada. —Dresser hizo una sonrisa desagradable—. Burkhart afirma que era una persona recta. ¡Deberías haber visto la expresión en su rostro cuando ella admitió que lo había hecho! —¿Admitió una mamada? ¿Frente al abogado? —No dijo “una mamada”. Dijo que ella y papá eran… amigos, justo en ese tono de voz. Sexy, pero no inteligente. —Dresser sonrió con suficiencia—. La familia inició acciones legales para detener el cumplimiento del testamento. —¿Cómo resultó eso? Evidentemente no bien, pero a Carrick le gustaba hacer que el condescendiente bastardo lo admitiera. —El testamento está limpio. Ese maldito Burkhart se aseguró de eso. Pero me vengué de Hannah Grey. Presenté una demanda al estado de New Hampshire. Su certificado de enfermería está suspendido a la espera de investigación, y su agencia de empleo la despidió. Una idea se gestó en la mente de Carrick. —Así que Hannah Grey no puede trabajar en el estado de New Hampshire, y está viviendo de la herencia de su padre. Eso no la mantendrá por mucho tiempo. —Aun mejor, no tiene otros recursos, y han pasado cinco meses desde que tuvo un trabajo. — La malicia abierta en el rostro de Dresser hizo que Carrick casi lo lamentara por la señorita Hannah Grey—. Puedo estar en la ruina, podré estar trabajando para ganarme la vida, pero por Dios, ahora ella sabe que no puede jugar conmigo y salirse con la suya. No había nada más de qué enterarse de Jeff Dresser, así que Carrick se puso de pie. —Dé mis saludos a Ryan, y dígale que si necesito un seguro, definitivamente lo tendré en mente. Dresser se sacudió hacia atrás en su taburete como si Carrick lo hubiese golpeado… lo cual había hecho, en una ingeniosa demostración de maestría. Carrick se alejó un par de pasos y luego se volvió. —Sobre esta tal Hannah Grey. Imagino que usted la ve de vez en cuando. —De vez en cuando. —La hostilidad estaba grabada la voz de Dresser—. ¿Por qué? —Apuesto a que está demasiado avergonzada como para mirarlo a los ojos. —¿Avergonzada? ¿Estás bromeando? Esa pequeña bruja me sonríe y levanta el mentón. Así que Hannah Grey era el tipo de mujer de Carrick; mantenía los ojos en la billetera, y no era aprensiva respecto a hacer lo que debía hacerse para obtenerla. —Bien —dijo Carrick—. Bien. Es todo lo que necesitaba saber.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0033 Hannah, sentada en la pequeña tienda Buzz Beans, con las manos rodeando su taza caliente de torrado francés, miró fijo la pantalla de su laptop y gimió suavemente. Detrás de ella, Sophia estaba limpiando las mesas en la tranquila cafetería de barrio. —¿Otra negativa? No era tanto una pregunta como una afirmación. —Si no consigo un trabajo pronto, tendré que cambiar mi nombre, hacer dedo hasta Nueva York, y convertirme en una estrella de la música. —No puedes cantar ni bailar. Sophia era la hermana menor de la mejor amiga de Hannah de la secundaria, y sabía demasiado bien cómo sonaba Hannah con una máquina de karaoke. —Deja de aplastar mis sueños. Sophia miró hacia el mostrador y bajó la voz. —¿Qué tal un pierogi de queso? Hicimos de más esta mañana y... —Estoy bien. Gracias. Hannah sonrió a la joven barista, intentando expresar su agradecimiento mientras se aferraba a su orgullo. —Sí, pero... El señor Nowak ha estado quejándose porque estás aquí cada mañana, compras una taza de café y nada más, y usas su Internet gratis durante dos horas. Luego vuelves a hacerlo en la tarde. Sabes lo gruñón que es cuando grita. —Así que ha estado escuchando a Jeff Dresser. Quien, pese a que había perdido mucha influencia en esta ciudad, todavía no había sido excluido como personalidad importante. —Sí. —Sophia no sabía dónde meterse—. Pero pensé que si hacías una compra... Hannah le sonrió y dijo en voz alta: —Cuando tengas un minuto, Sophia, ¿podrías traerme un pierogi de queso y café? Porque no podía permitirse el pierogi de queso, pero definitivamente no podía pagar la conexión de Internet. El señor Nowak levantó la mirada de su periódico, sus agudos ojos oscuros fijos con intención hostil sobre Hannah. —Sophia, sigue limpiando. Yo lo haré. Hombre, Hannah había anunciado que había sido amiga de un hombre anciano, y el señor Nowak pensaba que ella podía corromper a su ayudante. Esperó pacientemente mientras él calentaba el pierogi y le preparaba el café. La breve ilusión de seguridad que había ofrecido la herencia del señor Dresser había terminado abruptamente con su exhibición de mal genio. Había pensado que podría perder la herencia. En cambio, había perdido la posibilidad de conservar un trabajo. Cinco meses atrás, cincuenta mil dólares habían parecido una fortuna. Ahora, aun con un estilo de vida frugal, los gastos legales para pelear por su certificado de enfermería y la falta de ingresos habían reducido sus cincuenta mil dólares a veintidós mil. Y con Jeff Dresser usando su influencia
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para ralentizar la investigación de mala conducta, iba a tener que hacer algo aparte del trabajo que conocía y amaba. Venta al público, probablemente, lo cual había hecho en la secundaria, y que odiaba muchísimo. —Toma —dijo el señor Nowak—. No te cobraré el café. Tal vez no era tan malo después de todo... Entonces él le sonrió de ese modo cómplice. —Insisto en pagar. Empujó la taza hacia él, porque había visto esa sonrisa antes, más veces en los últimos cinco meses de lo que quería recordar, y en los rostros de más hombres de los que soportaba pensar. Y no iba a darle sexo a este asqueroso gnomo de hombrecito por una taza de café. O por su Internet gratis. Ni por cincuenta mil dólares tampoco. La sonrisa de él desapareció. —Vienes aquí cada día… —La puerta sonó cuando alguien entró. La voz del señor Nowak subió—. Compras tu taza de café, usas mi Internet, cuando todos en este pueblo saben que eres una fulana. —Hannah se puso rígida de humillación y furia. Él continuó—. Todos en este estado saben que recibiste dinero del pobre y viejo señor Dresser por... Un hombre desconocido habló junto a ella. —¿Hay algún problema aquí? El señor Nowak señaló a Hannah con un dedo. —Ella intentó robarme. Intentó robar un… un… —Yo tendría mucho cuidado, señor Nowak —dijo Hannah con firmeza—. Mucho cuidado. La mirada de él pasó a Sophia, luego a Hannah, después al extraño. Hannah casi podía verlo pensando en los chismes si él presentaba cargos, y se arrugó como un globo de fiesta de tres días. —Adelante. Toma la comida. Toma el café. Vete y no regreses. Tú… tú… —Espere. —El desconocido levantó la mano—. Si ella estaba robándole, debería hacer que la arresten. El hurto es un crimen serio. Pero usted no puede simplemente arrojar esa acusación. Eso es difamación. Ella podría demandarlo. La última persona en defenderla había sido el viejo señor Dresser. Ahora, estupefacta, Hannah se dio vuelta para mirar al extraño. Era un bien parecido pedazo de hombre: más de un metro ochenta, delgado como una vara, hombros amplios, cabello oscuro, peculiares ojos verdes, de su edad o un poco mayor. Y estaba vestido como un hombre de negocios rico, con un conservador traje negro con una corbata dorado opaco. —Podría demandarme, pero no ganaría —bravuconeó el señor Nowak. —Es una joven hermosa —dijo el extraño—. Los jurados siempre simpatizan con una mujer joven y hermosa. —Usted es abogado —dijo el señor Nowak con repugnancia. El desconocido se encogió de hombros. El señor Nowak comenzó a decir algo imprudente, y entonces cambió de opinión con difícil control. —Sophia, ven y toma su pedido.
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Y desapareció en la trastienda. Sophia rodeó el mostrador y se lavó las manos, sonriendo alegremente todo el tiempo. —¿Qué puedo ofrecerle, señor? —Tomaré un té Earl Grey mediano, caliente, con un chorro de leche. —Miró a Hannah—. Sé que es ridículo, pero aprendí a tomarlo de ese modo cuando era un niño. Si se sienta conmigo, prometo no doblar el meñique. Y sonrió. Hannah se quedó allí parada, deslumbrada por sus dientes blancos rectos, sus largas pestañas negras, el hoyuelo en su mejilla. —Wow —dijo Sophia en voz alta. Tomando su taza, Hannah dijo: —Yo tomo café. Negro. Hizo una mueca de dolor. Brillante, Hannah. —Eso es mucho más práctico. —Él tomó el té que Sophia colocó sobre el mostrador—. Permítame pagar por la señorita... Miró a Hannah interrogante. —Grey. Hannah Grey. —Permítame pagar la orden de la señorita Grey también. No quiero que el encargado regrese cuando me haya ido y cree problemas. —Es el dueño —dijo Sophia. Al mismo tiempo, Hannah dijo: —Yo puedo pagarlo. —¿Es el dueño? Con mucha más razón. —Le sonrió a Sophia, cuya mandíbula cayó ante la espléndida imagen. Entonces se volvió hacia Hannah—. Señorita Grey, mi madre es de una de las familias fundadoras en Maine. Vive en una mansión de ciento cincuenta años en la costa, y hasta donde sé, nunca ha abandonado el siglo veinte. Me patearía el trasero si alguna vez se enterara de que permití que una dama compre su propio café. Así que, por favor, piense en mi madre… tiene artritis y simplemente moverse es un esfuerzo. Con indecente entusiasmo, Sophia dijo: —¿De veras? ¿Artritis? Qué coincidencia. Hannah es una enfermera a domicilio que se especializa en casos de artritis. ¡Es la mejor! Le hizo ojitos a Hannah, y usó pequeños movimientos con las manos para ahuyentarla. Tenía razón. Hannah sabía que tenía razón. ¿Una paciente con artritis? ¿En Maine? Hannah no podía permitir que esta oportunidad escapara entre sus dedos. Miró al extraño directo a los ojos y dijo: —Si alguna vez necesita ayuda con su madre, soy la mejor, y estoy entre casos. —Mi madre no quiere saber nada de una enfermera, pero definitivamente está llegando al punto en que tendré que insistir... Él levantó una ceja, apelando a la comprensión de Hannah. Ella se sintió aprensiva. No mentía bien, ni siquiera por omisión. Su certificado de enfermería había sido suspendido. Debería decirle eso. Debería, pero si no conseguía un trabajo pronto... Él suspiró agobiado.
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—Uno de nosotros debería estar avergonzado de sí mismo. Ella dio un salto. ¿Ya lo sabía? —¿Qué? ¿Quién? —Yo, por supuesto. Estoy engañándola. —Sacudió la cabeza como indignado por su propio engaño—. Madre tiene otros problemas, más serios que simplemente la artritis. Es diabética, tiene una afección cardíaca, y no puede o no quiere controlarla, ni su peso. Es agorafóbica… no ha puesto un pie fuera de nuestra casa desde que mi padre nos abandonó quince años atrás. Está bajo investigación del gobierno, lo cual ha puesto una enorme cantidad de presión sobre ella, y me temo que está empezando a quebrarse. —¿Investigación? —dijo Hannah con indecisión. —Mi padre es Nathan Manly. Él habló estoicamente. —Oh. Todos en New England conocían el nombre y la desgracia unida a él. Quince años atrás, Nathan Manly había destruido su compañía multimillonaria, robado el capital, y huido a algún lugar desconocido, humillando a su esposa y dejando a su familia sin fondos. Sus hijos ilegítimos (los rumores afirmaban que eran una docena y el número subía cada vez que se contaba la historia) también fueron abandonados. Lo mejor de todo, Nathan Manly y su dinero nunca habían sido encontrados, llevando el escándalo Manly al estatus de leyenda. —Sabía que lo había reconocido. ¡De la televisión! —Sophia casi saltó por encima del mostrador—. ¡Usted es Carrick Manly! Él sonrió ante su entusiasmo. —No me lo reproche —le dijo sarcásticamente. —Nunca lo haría. Sophia retrocedió y se apoyó contra la pared, con las rodillas temblorosas. En los años desde que Nathan Manly había huido a algún lugar desconocido, su hijo —este hijo, su hijo legítimo, su hijo apuesto, dotado, y antiguamente rico— había asumido el estatus del protagonista en una tragedia griega. —Sigo interesada en el trabajo. Hannah se sintió menos culpable por mantener su propia pequeña investigación insignificante en silencio. —¿De veras? Él le sonrió, su bronceado perfecto, sus dientes rectos resplandecientes y blancos. Con la decisión tomada, ella dijo: —Tal vez podemos hacer que funcione. ¿Por qué no nos sentamos para que usted pueda darme los detalles de la situación de su madre?
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0044 —Ahí está. —Carrick se metió en un mirador en la autopista accidentada de la costa de Maine y detuvo el auto. Agarró el volante con una mano y señaló la ensenada rocosa—. Balfour House. Hannah miró atentamente la clásica mansión del siglo diecinueve posada sobre el acantilado. Era enorme, dos pisos de piedra blanca y torrecillas extravagantes, amplios balcones y ventanas anchas enfrentadas desafiantes con el Atlántico. —¿Balfour House? —repitió ella—. ¿No debería ser Manly House? —Mi madre era Melinda Balfour. Es la última de los Balfour. Como los habitantes de New England no cambian sus costumbres a la ligera, siempre será Balfour House. Ferozmente, él abrió la puerta, salió y apoyó un brazo contra el techo del Porsche Carrera. Hannah también bajó, miró la mansión y lo miró a él. La brisa jugaba con la caída perfecta de su cabello marrón, mientras el sol besaba los reflejos rubios, dándole un aura dorada. Pero su expresión, mientras miraba fijo la casa, era pensativa, tranquila, casi... agria. Hubiese pensado que al menos mostraría el entusiasmo que había mostrado por el auto… y el auto ni siquiera era suyo. Él le dijo que estaba reparando la fortuna familiar. Le dijo que no podía permitirse un auto como este. Le contó que uno de sus amigos había insistido en que lo tomara prestado para el viaje hasta aquí, y había elogiado con entusiasmo su manejo y velocidad. Tal vez si la casa pudiera ir de cero a cien en menos de treinta segundos... —¿No le gusta la casa? —le preguntó. —Claro que me gusta. Si no fuese por Balfour House y su historia, yo sería un don nadie. Un don nadie. ¿Era eso lo que pensaba de la gente sin una ascendencia elevada? No. No debía notar lo condescendiente que sonaba eso. En el viaje desde New Hampshire, había sido amable y para nada snob, haciendo alarde de su conocimiento de los pueblos a lo largo de la I—95, y luego, mientras giraban al sudeste hacia Ellsworth, ofreciéndole relatos de la familia de su madre y cómo su destino había estado tan íntimamente entrelazado con el del estado de Maine. Ella había estado satisfecha con escuchar y reír, y maravillarse ante la suerte que la había puesto en este auto lujoso con este hombre maravilloso. Ahora él fijó esos ojos verdes en ella y dijo: —Debe entender que tengo una relación de amor—odio con Balfour House. Madre tiene un ingreso bastante decente en fideicomiso de su madre; no una gran fortuna, pero es suficiente, y cada centavo va para pagar los impuestos y hacer el mínimo de mantenimiento en esa pila de piedra sagrada. Madre podría vivir bien en Bangor o Ellsworth, en un apartamento con gente de su propia edad, pero no quiere marcharse. Balfour House la tiene prisionera del mismo modo que cualquier cárcel. Dios mío, incluso presume de un sótano con habitaciones talladas tan profundo en las rocas que podrían ser usadas como calabozos, y hay rumores de pasadizos secretos, aunque cuando era pequeño busqué y nunca encontré una sola señal de ellos. La tristeza tiñó su sonrisa. Hannah le dijo amablemente: —La mayoría de los pacientes de edad no quieren abandonar sus hogares, sin importar qué ventajas tuvieran. —Madre no es como la mayoría de los pacientes de edad. Es una mujer difícil. Me siento casi
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culpable por meterla en esta situación. —No sienta culpa. Siempre conquisto a mis pacientes al final. —Puedo ver que ayudaría —dijo él—, si su paciente fuera hombre. Ella se dio vuelta bruscamente para enfrentarlo. —¿Qué quiere decir con eso? —Nada. Él se veía sobresaltado por el arranque de mal genio. Lentamente, ella se relajó. Él había hecho un comentario inocuo, y ella había recordado las acusaciones de la familia Dresser. Carrick no merecía ser asociado con ellos, ni siquiera en su mente. —Haré todo en mi poder para trabajar con la señora Manly. —Sé que así será. Él dio la vuelta y le sostuvo la puerta. Ella se quedó allí un momento más, dejando que la brisa enfriara sus mejillas calientes, mirando Balfour House, y deseando que Carrick no la hubiese descrito como una prisión. A veces parecía que su vida entera había sido una prisión de pobreza y desesperación, y no le entusiasmaba entrar en otra. Pero la desesperación la había traído aquí, y sabía que sería un lugar mejor que el que había dejado. Metiéndose en el auto, se relajó mientras Carrick cerraba la puerta y regresaba al asiento del conductor. Condujo por la estrecha ruta serpenteante, se desvió a través de la entrada electrónica, y se dirigió hasta la puerta principal de Balfour House. Mientras subían los escalones, la puerta se abrió, y salió un joven caballero fornido vestido con un impecable traje negro. —Bienvenido a casa, señor Manly. —Gracias, Nelson. Señorita Hannah Grey, Nelson es el hábil reemplazo de nuestro viejo mayordomo, Torres. Con énfasis en viejo. Torres falleció cuatro meses atrás. —Un placer conocerlo, Nelson. Hannah sonrió y asintió. Nelson hizo una media reverencia. Carrick arrojó sus llaves a Nelson. —Nuestros bolsos están en el baúl. Nelson señaló dentro de la casa y otro tipo vestido con exactamente el mismo traje negro inmaculado tomó las llaves y salió deprisa hacia el auto. —La maleta de la señorita Grey debería ser colocada en un dormitorio cerca de la suite de mi madre —dijo Carrick. —¿Señor? Con esa sola palabra, Nelson logró transmitir duda y asombro. —La señorita Grey es una enfermera diplomada, una enfermera a domicilio de New Hampshire. ¿Es correcto, señorita Grey? —Sí, así es —dijo Hannah. —La contraté para ocuparse de la señora Manly. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Carrick le sonrió con aprobación. Arrastrada por su devastador carisma, ella le devolvió la sonrisa. —Sí, señor. La mirada de Nelson pasó volando sobre Hannah. Ella vio alguna emoción… ¿Lástima? ¿Escepticismo? —¿Cómo se encuentra la señora Manly hoy? Carrick tomó el brazo de Hannah y la condujo escaleras arriba y dentro de la casa. Nelson los siguió. —Me resulta difícil decirlo, señor. No ha salido de su dormitorio en más de un mes. —¡Maldición! —Carrick se volvió contra él—. El doctor dijo que se suponía que hiciera ejercicio. —Según la doncella personal de la señora Manly, ella usa constantemente la silla de ruedas, negándose incluso a probar su andador. Hannah escuchaba... pero no realmente. No era como si esperara algo diferente de su paciente y, además, estaba demasiado ocupada mirando boquiabierta como una campesina la gloria anticuada que era Balfour House. El recibidor era circular, su piso de mármol blanco y negro, cortado en losas para formar una brújula con una N ancha en el punto más largo. La amplia escalera de caoba subía al segundo piso en una curva majestuosa, y un ascensor anticuado, completo con enrejado de herraje, estaba metido en el rincón cercano. A la derecha y a través de un arco, una extensa mesa de comedor se encontraba en esplendor bajo una serie de candelabros de cristal. A la izquierda, había puertas dobles doradas abiertas, revelando un espacioso y espléndido salón de baile. Su mirada subió dos pisos hasta la moldura de cala pintada en dorado y el techo azul pálido y, en su mente, se vio transportada a la pura opulencia de los châteaus franceses en Provenza. —Hannah, tendrá un trabajo complicado —dijo Carrick. Hannah devolvió bruscamente su atención hacia él. —Puedo asumir el desafío. —Esa es la actitud. —Carrick le palmeó el hombro—. Subiremos a verla ahora. Después, Nelson, la cena y una buena botella de vino para celebrar la estadía de la señorita Grey con nosotros. Estoy seguro de que será justo lo que el doctor ordenó. —Sí, señor. Le haré llegar sus deseos a la cocinera. Nelson desapareció por una puerta lateral. Mientras Carrick y Hannah subían las escaleras y seguían por un largo corredor, ella dijo: —Apuesto a que su madre desprecia a ese hombre. —¿Por qué dice eso? Sorprendida de que él no comprendiera, le dijo: —Nelson es una rata. Carrick se detuvo, con su mano levantada para golpear una puerta. —Está haciendo lo que lo contraté para hacer. Los primeros rastros de aprensión la tocaron. —El rol del mayordomo no incluye ser un alcahuete. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Eso dice ahora. Espere hasta conocer a madre. Carrick abrió la puerta. El aire era viciado. Las cortinas estaban cerradas. La profunda voz de la señora Manly fue sarcástica al decir: —El hijo errante regresa. —Hola, madre. —Él encendió la luz de arriba, y caminó hacia la figura en la silla de ruedas. Se agachó hacia ella para besarle la mejilla—. ¿Cómo est…? Ella lo interrumpió. —¿Quién es esa? Todo lo que Carrick había dicho sobre su madre era verdad. Tenía un rostro pesado, con papadas que caían sobre un cuello flojo. Su boca era pequeña, su nariz grande y necesitaba depilarse el labio superior. Su cabello era largo y oscuro, con mechones grises, y lo llevaba recogido y atado en la base del cuello. Gruesos anteojos de marco negro descansaban en la punta de su nariz. Tenía sobrepeso, era diabética y artrítica, pero también era una aristócrata hasta las puntas de sus dedos retorcidos y con anillos. Sin tocarla, él se enderezó. —Esta es Hannah Grey. Es tu nueva enfermera. Melinda Manly no miró a Hannah. No se dignó a observar a Hannah. Sólo le habló a Carrick. —¿Qué te hace pensar que necesito una enfermera? Carrick disparó una sonrisa conspirativa a Hannah, del tipo que hacía que ella se preguntara si todos los hombres eran tan insensibles. ¿Carrick realmente creía que su madre era demasiado lerda como para notarlo o demasiado bondadosa como para que le importara? En tono condescendiente, él le dijo: —El doctor Thalmann dice que no te estás cuidando. —Si no lo hago, es asunto mío. No tuyo, y definitivamente no de ella. La voz de Melinda Manly se volvió más profunda por el desdén. —Es asunto mío. Eres mi madre. —Carrick se agachó otra vez, en esta ocasión pasando su brazo alrededor de los hombros de ella—. Y te quiero. Por todo el afecto que recibió a cambio, bien podría haber abrazado una tabla de roble. Hannah comparó a esta mujer con su propia madre indomable, y sintió pena por Carrick. Antes de que él pudiera empeorar las cosas, se interpuso en la conversación. —Señora Manly, estoy entrenada en enfermería a domicilio y terapia física, y soy especialista en artritis. Deme una oportunidad, y yo podría aliviar sus molestias. —No me gusta la gente —dijo la señora Manly con precisión. —Piense en mí como un sirviente —la invitó Hannah. —¿Está burlándose de mí? —le dijo bruscamente la señora Manly. —En absoluto. —Tal vez un poquito—. Conocí al mayordomo. Vi al hombre que sacó nuestro equipaje del auto. Usted tiene sirvientes. Tiene alguien que entra aquí para limpiar y hacer su cama. Puede que no le agraden, pero está acostumbrada a ellos. Yo simplemente me haría cargo de su cuidado, y usted me trataría como a cualquier sirviente. —Intentaría hacerme hacer lo que no tengo intención de hacer.
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—Siente dolor. Ahora mismo. Su cadera la está matando. —Hannah sostuvo la mirada oscura de la señora Manly—. Y tiene un hormigueo desagradable en los dedos del pie. —¿Es por eso que no usa su andador? —preguntó Carrick. Hannah había hecho buenas suposiciones basadas en el modo en que la señora Manly estaba sentada y su propio conocimiento de la artritis y la diabetes. Había captado la atención de la mujer. Y Carrick lo había arruinado hablando sobre ella como si la señora Manly no estuviera en la habitación. Hannah dominó un suspiro, y volvió al ataque. —Soy especialista en el cuidado de enfermos de artritis. Su hijo no dejará de intentar traer a alguien, así que, ¿por qué no tener a la mejor? —La mejor, ¿eh? —La señora Manly inmovilizó a Hannah con su desdén—. ¿Quién es su gente? Hannah se puso rígida. Debería haberlo visto venir. —Mi madre creció en Teignmouth, New Hampshire, y yo también. —Eso no responde a la pregunta. ¿Cuál era su apellido? ¿Cuál es el nombre de su padre? —Madre, estás siendo grosera. Al lado del ahínco de su madre, Carrick sonaba débil. —No importa, Carrick. Responderé a su pregunta —dijo Hannah—. El apellido de mi madre era Grey. Mi padre... no se quedó. —Dios mío. Otra bastarda. Como los bastardos que engendró mi esposo. —Melinda Manly soltó una dura carcajada—. Carrick, idiota, ¿me trajiste una bastarda? Antes de que Carrick pudiera responder, Hannah se metió entre ellos, bloqueando la visión de Melinda Manly de su hijo. —Mis padres no estaban casados, pero yo no tolero ese tipo de insulto, y si usted tuviera la más mínima pizca de cortesía, sabría que no le conviene escupir veneno como una vieja y retorcida serpiente. —¿Imagina que puede enseñarme modales? —preguntó Melinda Manly. —No. Dudo que alguien pudiera. Hannah giró sobre sus talones y salió de la habitación.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0055 —Y no vuelvas a molestarme —dijo Melinda Manly mientras Carrick cerraba la puerta de un golpe al salir. Se frotó los ojos y se sonó la nariz; luego, cansadamente, fue con la silla de ruedas hacia su escritorio. Dios, estaba cansada. Cansada de estar dolorida, de tener miedo, de ver su mundo cambiar y saber que no podía hacer nada para impedirlo. Cansada de la intriga... Sacó el altavoz del intercomunicador del cajón, lo puso sobre su regazo y lo encendió. Y allí estaba. El golpecito de pisadas, el revoltijo de papeles, y una maldición mascullada por lo bajo. Desde la muerte de Torres, cuando Carrick estaba de visita, siempre hojeaba la oficina del mayordomo en el sótano, buscando cualquier secreto que Torres hubiese guardado en confianza de Melinda. Hasta ahora, Carrick no había encontrado nada. Al mismo tiempo, ella se preguntaba por qué su hijo, un muchacho evidentemente inteligente, nunca pensó en preguntarse cómo su madre se había comunicado con Torres respecto a los mil y un detalles involucrados en la administración una casa de este tamaño. Con este intercomunicador, por supuesto. Tal vez Carrick no tenía tanta inteligencia como ella le daba mérito. O tal vez él creía que ella no tenía ninguna. Como esperaba, oyó un golpe en la puerta de la oficina de Torres. Carrick dijo: —Adelante. —Y—: ¡Hannah! Es usted. Hannah Grey. Estaba encaprichada con Carrick. Niña estúpida. Estaría mejor lejos de él, lejos de este lugar. Melinda recorrió la habitación con la mirada. Todos estarían mejor cuando Balfour House fuera arrastrada dentro del mar. A través del altavoz, Carrick sonaba alegre, seguro. —¿Qué piensa del estado de mi madre? ¿Puede ayudarla? Esa muchacha respondió: —No a menos que ella coopere. Tiene sobrepeso, lo cual exacerba su artritis. Su color no es bueno. Evidentemente no está controlando su glucemia, y es inminente un ataque. Eso era exactamente lo que había dicho el doctor Thalmann. El respeto de Melinda por la aptitud de la muchacha dio un gran salto. Tal vez no era solamente una espía. Tal vez realmente era enfermera. Melinda acercó su laptop, apretó una búsqueda de Hannah Grey. Esa muchacha continuó. —Está decidida a matarse, así que estoy condenada al fracaso. La voz enérgica de esa muchacha sonaba como una enfermera y práctica. Sin embargo, bajo ese tono realista, Melinda oyó un trasfondo de preocupación. ¿Por qué estaba preocupada? Aun mientras la pregunta se formaba en su mente, la computadora le dio la información: el
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caso ante la comisión de New Hampshire... y una tardanza inusualmente prolongada para llegar a una decisión. Mientras Melinda leía los detalles del dilema de Hannah, escuchaba la voz de Carrick, tan parecida a la de su padre: melosa, profunda, oh, tan interesada en la mujer frente a él. —Con usted aquí, al menos tendré la seguridad de saber que si algo le sucede, hay una persona entrenada aquí mismo. Había ocasiones en que Melinda odiaba a su hijo. Lo odiaba, y lo quería, y deseaba... pero no. Nada de deseos. Una vez un deseo se le había hecho realidad. Su deseo sólo había provocado culpa y angustia, muerte y destrucción. Desde entonces, había temido el poder de los deseos. —¿Todavía... quiere que me quede? Hannah sonaba tanto atónita como aliviada. —Absolutamente. Lo importante es que usted escuchará las conversaciones de mi madre y la vigilará en busca de cualquier movimiento subrepticio. Melinda se recostó en la silla. Ah. Aquí vamos. —¿Qué? —preguntó Hannah. Los crujidos cesaron, y Melinda pudo imaginar a Carrick mirando a Hannah con seriedad, seduciéndola con sus bellos ojos verdes, doblegándola a su voluntad. —Si ella no le dice al gobierno federal dónde está el dinero de mi padre, van a sacarla de esta casa. Tal vez la pondrán en prisión. —No entiendo por qué piensan que ella sabe dónde está el dinero —dijo Hannah con los dientes apretados—. Su padre se lo llevó consigo. ¿No es justo asumir que todavía lo tiene? ¿Que está gastándolo? Buen punto. Si tan sólo el gobierno fuera tan razonable. Ella continuó. —Por el estado de esta casa, tendría que decir que su madre está en la ruina. Melinda se estremeció. La muchacha tenía razón. Balfour House merecía mucho más. ¡Si tan sólo la caída de los Balfour no hubiese ocurrido cuando Melinda estaba a cargo! —Los detalles son difíciles y complicados, y hay más en esto de lo que parece. —Carrick tenía mucha labia, confianza—. Pero le aseguro, si mi madre no le dice voluntariamente al gobierno lo que quieren saber, entonces yo, como su único pariente vivo, necesito averiguarlo y decírselos por ella. Ahí es donde entra usted. —Usted sabe lo que dije sobre que Nelson la espiara. La muchacha sonaba severa y ofendida. ¿Qué había dicho? —Es por su propio bien —entonó Carrick. —Creo que no estoy siendo clara. No espío a mis pacientes. —Realmente no tiene muchas opciones ahora, ¿verdad? Ah, ahora él sacaba la hoja de acero de abajo del almohadón de seda. —¿Qué quiere decir? —preguntó Hannah con cautela. —En New Hampshire, su certificado de enfermería le ha sido quitado por conducta inmoral. Ahora está aquí en Maine, intentando trabajar sin ningún tipo de certificación. —No sabía que usted... —Hannah se detuvo balbuceando—. Lamento no haberle dicho la verdad. Lo admito, estaba desesperada.
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Su voz tembló con débil súplica femenina. Buena suerte con eso. A Carrick le importaba una sola cosa... bueno, dos cosas: salirse con la suya, y poner sus manos sobre lo que quedara de la fortuna desaparecida. La voz de Hannah se fortaleció. —Pero no importa si tengo certificación actual o no. Trabajo para mi paciente. —Haré que la arresten por hacerse pasar por una enfermera profesional. —No puede hacer eso. Hannah sonaba incrédula. Melinda casi pudo oír cómo su encaprichamiento con Carrick se desmoronaba. —No sea ridícula. Claro que puedo. Tengo testigos que declararán que usted mintió sobre sus credenciales. La presenté a Nelson como una enfermera certificada, y usted aceptó que lo era. Y, claro, su amiga en la cafetería aparentemente no sabe sobre el caso en su contra en New Hampshire, o no hubiese estado tan ansiosa por ayudarla a conseguir un trabajo. —Hizo una pausa delicadamente—. Quiero decir... esa joven no me hubiese mentido deliberadamente, ¿verdad? Porque entonces ella sería cómplice de este crimen. —¿Entonces quiere que espíe a su madre, para descubrir dónde escondió su fortuna su padre, para que usted pueda dar la información al gobierno federal? —Melinda podía oír la incredulidad de Hannah, y su sospecha creciente de que los motivos de Carrick tal vez no eran tan puros como los pintaba—. Usted me describió esta casa como una prisión, pero parece más un manicomio, con la locura a la vuelta de cada esquina. —Entonces lo hará —dijo Carrick con satisfacción. —No. ¡No! Pero Hannah sonaba desesperada, al borde de las lágrimas. Él había atrapado hábilmente y por completo a la muchacha en un callejón sin salida que ella misma había creado. Sin embargo para Melinda, su aparición aquí, ahora, era una señal. Una señal de que Melinda debía hacer lo que sólo había deseado poder hacer. Apagando el altavoz, lo metió en el escritorio, luego empujó su silla de ruedas a través de la puerta, por el corredor, y dentro del anticuado ascensor. Apretó el botón para el sótano y esperó pacientemente el lento descenso, planeando cada palabra, cada tono, cada expresión. Llegó al largo corredor justo cuando Hannah salía de la oficina del mayordomo, pálida y temblorosa. Se paró en seco, viéndose tan culpable como un niño atrapado con los dedos en el tarro de galletas. —Señora Manly, yo... yo... —Oh, querida. —Melinda puso su cara compungida—. Por favor, ¿podemos hablar? —Miró más allá de Hannah—. ¿Está Carrick allí? Vamos a incluirlo. Comenzó a avanzar. Hannah retrocedió, y su expresión era abiertamente afligida. —Comprendo por qué no me quiere aquí, y no quiero imponerme sobre usted. —Deje de inquietarse y sígame. Aclararemos esto enseguida.
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Melinda pasó por la puerta en la silla de ruedas y encontró a Carrick sacando libros de la biblioteca, sacudiendo las páginas y metiéndolos luego en su lugar. Inclinando la cabeza a un costado, lo observó hasta que Hannah se aclaró la garganta. —¿Qué quiere? —dijo Carrick bruscamente—. Le dije las condiciones por las cuales la conservaré. —¿Estás buscando algo, hijo? —preguntó Melinda. Carrick contuvo muy bien su sobresalto. —¡Madre! ¡Saliste de tu habitación! —Tenía que hacerlo. No podía espantar a esta pobre niña debido a mi mal humor. Más importante, sé que tienes razón, Carrick. Sí necesito una enfermera, y agradezco que hayas encontrado a alguien de carácter tan íntegro. Melinda le dedicó una sonrisa de boca cerrada. Antes de que Carrick pudiera hablar, Hannah dijo: —En realidad, tengo una mancha en mi historial. —Carrick le echó una mirada letal. Pero toda la atención de ella estaba puesta en Melinda—. Mi último paciente fue Donald Dresser, y la familia Dresser me ha acusado de seducirlo por una herencia. —¿Quién hizo la acusación? Melinda lo sabía muy bien. Sólo un minuto atrás, había leído el archivo en Internet. —Jeff Dresser —respondió Hannah. Melinda bufó. —Jeff Dresser. Como si alguien en su sano juicio fuera a creerle. Su hijo fue tan espantoso con Carrick luego de que Nathan se marchó... ¿Lo recuerdas, querido? Carrick bajó la mirada al libro en su mano como si hubiese olvidado que lo tenía. —Lo recuerdo. —Me gustaría ponerle un palo en la rueda —dijo Melinda con placer—. ¿Así que el problema es en New Hampshire? —Sí, señora Manly. Hannah la miró, con la esperanza encendiendo su rostro. —Conozco al gobernador de New Hampshire desde que nació. No te preocupes, Hannah. El pequeño Scottie MacDonald hará lo que le diga. Serás restituida en un santiamén. —Melinda señaló hacia la puerta—. Si cuidaste a ese viejo chocho de Donald Dresser y lograste sonsacarle algunos dólares, entonces sé que eres una enfermera buena y paciente, y la adecuada para mí. Pero, me pregunto, ¿sabes algo sobre dar una fiesta? —¿Dar una fiesta? —Carrick cruzó la sala de un salto—. ¿Qué quieres decir con “dar una fiesta”? Sí, eso captaba su atención, ¿verdad? No quería que ella tomara el control de su vida. Ella le gustaba más si estaba aislada y melancólica, temerosa del mundo y todos sus peligros. —El gobierno me ha dado una fecha límite… les digo lo que sé sobre la fortuna de tu padre para el tres de noviembre, o voy a juicio por connivencia en el fraude a los accionistas de la Corporación Manly. —Melinda Balfour Manly, de los Balfour de Maine, sería expuesta al desprecio del mundo, con acusaciones que reavivarían el escándalo, los chismes y el dolor—. Tendré que abandonar mi hogar para asistir a esta farsa. Soy vieja. Soy fea. Estoy enferma. Y cuando miro Traducido y corregido por ALENA JADEN
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atrás, me preguntó cómo sucedió. —Melinda levantó el mentón—. Pero entonces recuerdo cómo solía ser esta casa cuando yo era pequeña, tan llena de luces y alegría. Así que he decidido hacerme feliz, retroceder el reloj, y dar la fiesta anual Balfour de Halloween una última vez, y cuando haya terminado, la sociedad contará chismes sobre mí, pero no con lástima. —Tomó la mano de Hannah y la apretó con fuerza, decidida a aprovechar la última oportunidad de despegarse de esta maquinación de miseria que Nathan había tramado—. Querida mía, cuando hayamos terminado, el mundo contemplará admirado a Melinda Balfour Manly.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0066 Soy tu hermano. Gabriel Prescott miraba a Carrick Manly abriéndose camino entre las mesas apiñadas en B’wiched, la mejor y más nueva de las tiendas de sándwiches en Nueva York, y deseó tener una mejor manera de dar la noticia. Soy tu medio hermano. Pero aunque Gabriel era muy bueno manipulando situaciones para favorecer sus necesidades, cuando se trataba de delicadeza, a veces podía resultar... carente. No era que no entendiera la necesidad de tacto. Su familia, la familia que le había dado un apellido y lo había tratado como si realmente fuera su hermano... había demostrado una y otra vez lo importante que podía ser el uso del tacto en las relaciones. Sus hermanas siempre le decían que podía ganar más con miel que con hiel. Pero en los momentos de tensión, a veces decía las cosas un poco demasiado sin rodeos. Soy uno de los bastardos de tu padre. O excesivamente sin rodeos. La nueva senadora de Carolina del Sur y su esposo detuvieron a Carrick para abrazarlo con la desenvoltura de viejos amigos. Gabriel no estaba nervioso por este encuentro con Carrick. Se habían encontrado antes, muchas veces. De hecho, la primera vez que se habían conocido, había sido un encuentro cuidadosamente orquestado, no mucho después de que Gabriel hubiera empezado a sospechar la identidad de su padre. Ese contacto y la posibilidad de que Carrick fuera su pariente biológico había dejado a Gabriel sintiendo como si estuviera mirando un espejo distorsionado por una familia de dinero y un largo linaje distinguido. No tenían nada en común. Nada. Carrick era trajes de diseñador, escuelas Ivy League, familias fundadoras de la Costa Este y clubes campestres. Gabriel era casas de acogida, largos días de soledad, peleas de pandilla, y pesadillas recordadas a medias que lo despertaban sudando frío. Había empezado con nada. Había hecho un millón, dos veces, y lo había perdido, dos veces, para cuando tenía veintiún años. Tenía treinta y ocho ahora. Era dueño de la compañía de seguridad más grande en Estados Unidos, tenía intereses en una docena de empresas incipientes diferentes y olfato para los negocios. Sabía cómo moverse en una sala de juntas. Sabía cómo encajaba en la familia Prescott, adoraba a sus hermanas adoptivas y sus esposos, y adoraba a sus hijos. Pero se sentía más a gusto con sus puños. Con un arma. Enfrentando la adversidad. Ganando. Lo que no quería decir que Carrick no proyectara poder. Lo hacía. Pero un tipo de poder diferente. A los veintiséis años, Carrick tenía un apartamento en Manhattan y Balfour House en la costa de Maine. Hablaba con todas las personas correctas, sabía cómo navegar un yate, y jugaba al polo... al polo, por el amor de Dios. Sin embargo, Carrick discutía sobre dinero con una aguda inteligencia, y demostraba una perspicaz aptitud para resumir las debilidades de la gente. Gabriel no estaba ciego a los defectos de Carrick; desde que había empleado a Gabriel, Carrick ocasionalmente lo había tratado como un aristócrata inglés trataría a un sirviente. Una vez, cuando Gabriel no había actuado de acuerdo a sus preocupaciones con lo que Carrick consideraba Traducido y corregido por ALENA JADEN
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suficiente respeto, le había echado un descomunal arrebato petulante. Ni la actitud ni la rabieta habían caído bien a Gabriel. Pero asumió que el muchacho ganaría madurez y sería el tipo de hombre en que se habían convertido los otros hermanos Manly: poderosos, astutos y dominantes. Después de todo, Carrick era familia. Tenía que manejar este asunto con delicadeza. Porque había una buena posibilidad de que a Carrick no fuera a gustarle estar emparentado con alguien con el pasado de Gabriel. —Qué bueno verte, Gabriel. ¿Cómo va todo? Carrick extendió su mano. Gabriel la estrechó y le señaló la silla frente a él. Con delicadeza. Con tacto. Antes de que Gabriel pudiera hablar, la camarera, con cabello rojo ardiente, piel de marfil y un tatuaje de mariposa en cada muñeca, se acercó a la mesa y dejó los menús frente a ellos. —Soy Jasmine, su servidora. ¿Qué puedo traerles para tomar? Irritado como el demonio, Gabriel se volvió contra ella. La mujer dio un paso atrás. Y él se dio cuenta de que debía tener su cara de guerrero. Asustaba a las mujeres, especialmente a las jóvenes, y Jasmine sólo estaba haciendo su trabajo. —¿Cómo está el té helado? Intentó hacer una sonrisa. Ella no se lo creyó. Se mantuvo bien apartada de él mientras respondía: —Lo preparamos cada día. —¿Saborizado? Él sonrió más ampliamente. Ella volvió a retroceder. —Té negro y té verde de jengibre y durazno. Gabriel renunció a la conciliación y ordenó brevemente. —Té negro, sin azúcar, y no dejes de traerlo. —Seguro. Ella anotó en la tabla. Carrick tomó el menú de la camarera, y ordenó un cappuccino con semejante encanto que una de las rodillas de ella cedió. Fue hacia la cocina tambaleando. Volviéndose hacia Gabriel, Carrick exigió: —¿Qué te pasa? ¿Qué fue esa interrogación sobre el té helado? —Lo quería hecho hoy, lo quería hecho en una tetera limpia, y no quiero nada de esa mierda chai. Maldita camarera. Ahora Gabriel no sabía cuál era el momento correcto para darle la noticia a Carrick. ¿Antes de que llegara la bebida? ¿Después de que los sándwiches estuvieran comidos a medias? —Ustedes los texanos están locos. El té chai es lo que está de moda. —¿Moda? —dijo Gabriel, irritado—. No me importa la moda.
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—Puedo verlo. Carrick observó los jeans, la remera negra y las zapatillas de Gabriel. Dios, los neoyorquinos eran esnobs. —Chai es la palabra china que significa “barrimos las hojas de té del piso”. —Claro. Carrick no se rió. De hecho, Gabriel sospechaba que él asignaba una cantidad fija de minutos a la cháchara, los pasaba sin escuchar, y cuando esos minutos habían terminado, conducía implacablemente la conversación hacia él mismo. Esos minutos habían terminado. —Necesito contratarte otra vez. Mierda. No. Gabriel no quería trabajar para Carrick. Pero antes de que pudiera decir ni “a”, Carrick lo hizo callar con un movimiento de la mano. —Contraté a esta muchacha para que cuide de mi madre. Hannah Grey. Hannah me dijo que era una enfermera a domicilio y que tenía experiencia con pacientes artríticos. Lo admito, no lo averigüé. —Carrick sonrió como un tipo que odiaba admitir su error—. ¡Tenía un rostro tan inocente! —¿No es enfermera? —Oh, sí que es enfermera, con el diploma y la matrícula para probarlo. —Carrick arrastró su silla hacia delante y bajó la voz—. Pero es como Rasputín. Hipnotiza a los pacientes, hace que la quieran. Han suspendido su certificado de enfermería en el estado de New Hampshire por conducta inmoral. Aparentemente, mientras cuidaba al señor Donald Dresser, se lo hacía a él, y él era viejo y se sintió agradecido por alrededor de cincuenta mil. Peor, no fue el primer paciente en incluirla en su testamento. Ahora Carrick tenía toda la atención de Gabriel. —¿Alguna señal de un acto criminal? —No, pero no hacen autopsias a los ancianos a menos que haya buenas razones. —¿Crees que esta enfermera y tu madre están...? Gabriel chocó los puños. —¡Dios, no! —El horror de Carrick era casi risible—. No es eso. Pero madre no quiere escuchar nada malo sobre Hannah Grey. Jasmine puso las bebidas sobre la mesa y sacó su PDA. —¿Puedo tomar sus pedidos? Carrick le hizo el suyo con una sonrisa que la derritió en un charco. —Tomaré lo mismo que él —dijo Gabriel, y la despidió agitando la mano. Quería este problema de Carrick resuelto para poder contarle sobre su relación. Por eso era que había venido hoy. —Hannah ha convencido a madre de desenterrar la vieja fiesta Balfour de Halloween —dijo Carrick con una intensidad que lo desconcertó. Gabriel se encogió de hombros. —No sé qué significa eso. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Los Balfour son famosos en New England, e hicieron su fiesta de Halloween por cien años. Cuando era pequeño, recuerdo haber conocido al presidente de Estados Unidos en nuestra fiesta. Al CEO de Toyota. Al rey de Marruecos. —El rostro de Carrick se ablandó—. Padre siempre estaba en casa para la fiesta. Era... —La realidad dio alcance a los recuerdos de Carrick, y volvió bruscamente al presente—. ¡No tienes idea de lo que implica realizar esa fiesta! —Pensé que tu madre era agorafóbica. —Lo es, además su salud es precaria, y tampoco tiene un centavo. —Carrick se inclinó hacia delante—. ¿Sabes lo que costará dar esa fiesta como es debido? ¡Y madre insiste en hacer todo como es debido! —¿Has hablado con tu madre? —Lo intenté. —Carrick suspiró agobiado—. Madre debería estar preparándose para la investigación del gobierno. En cambio, todo lo que escucho es “Hannah dice”. —Pero, ¿qué ganará Hannah Grey con eso? Esa era la pregunta importante. —Lo que temo... estoy tan desesperadamente temeroso de que ella... Gabriel lo dijo por él. —Temes que tu madre vaya a decirle a Hannah lo que sabe sobre la fortuna de tu padre. —Exacto. Carrick agarró el brazo de Gabriel y lo apretó agradecido. —Crees que si queda algo de dinero, Hannah lo sacará y dejará a tu madre para enfrentar las consecuencias. —¡Sí! Gabriel hizo la pregunta que flotaba entre ellos. —¿Sabe tu madre dónde puso el dinero Nathan Manly? Carrick explotó en exasperación velada. —¡No tengo idea! Nunca ha indicado de ninguna manera que lo sepa, pero no conoces a madre. Está furiosa por la traición de padre, y nunca olvida ni perdona. Sumado a eso, es reservada y desconfía de todos, incluso yo. A medida que envejece, se pone peor. Por eso es que esta relación con Hannah Grey es atípica. Jasmine apareció. —Aquí tienen, caballeros. Colocó los platos frente a ellos. Carrick comió algunos bocados sin interés visible, y volvió a enfocar enseguida en su problema. —Sé que madre es extraña y probablemente no la mejor madre del mundo, pero es la única que tengo. No puedo dejarla ir a prisión. Gabriel se rindió a lo inevitable. —Está bien. Considérame contratado. ¿Qué quieres que haga? —¿Crees que podrías colocar micrófonos ocultos en la casa? —preguntó Carrick ansioso—. ¿Arreglarlo para que podamos escuchar lo que madre dice a Hannah y darle la información al gobierno? Sé que apesta, pero no creo que mi madre pudiera sobrevivir a la investigación, mucho menos a un juicio, y sin dudas no a la prisión. Tengo que hacer lo que pueda para salvar la vida de
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mi madre. —Puedo poner micrófonos en la casa. —Madre es inteligente y observadora. También tiene malo el corazón, y no quiero que la perturbe. Debía ser agradable sentir eso por una madre, aunque ella no pareciera ser muy madre en absoluto. —Tengo cámaras inalámbricas y del tamaño de un lápiz. ¿Eso servirá? Carrick se reclinó con alivio. —Sí. Eso irá muy bien. A decir verdad, a Gabriel le atraía este trabajo. Ir a la casa de su padre, ver dónde había vivido y caminado... Había investigado a Nathan Manly, intentando imaginar al tipo que había construido un negocio multimillonario y lo había derrumbado, se había casado con una mujer y destruido el matrimonio, que había enamorado a cuatro muchachas y las había dejado embarazadas, que había robado una fortuna y abandonado todo y a todos los que conocía. Pero si Gabriel iba a hacer esto, no podía decirle a Carrick que eran hermanos. No aquí. No ahora. Eso tendría que esperar para otro día. —Casi lo olvidé. Ten. —Carrick empujó algo hacia Gabriel—. Aquí está Hannah Grey. Era una foto, y tampoco era buena. Granulosa y poco favorecedora; su licencia de conducir, o tal vez su licencia de enfermería. Mostraba a una mujer rubia, muy pálida, con mínimo maquillaje, un rostro solemne y enormes ojos azules. Pero Gabriel sintió como si le hubiesen dado un puñetazo. Estaba mirando a la mujer de sus sueños.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0077 La casa estaba observándola. Hannah devolvió la bandeja del desayuno a la cocina y caminó hacia la suite de la señora Manly... y se detuvo en medio de la amplia extensión de escaleras. Miró alrededor, observando las sombras, esperando a medias ver ojos devolviéndole la mirada. La casa estaba observándola. Examinó el techo alto, las molduras de cala, los cuadros que cubrían las paredes. No vio nada. No oía nada. Sin embargo el vello en su nuca se erizó, y sus latidos se aceleraron. La casa estaba observándola. Durante los primeros dos meses de su ocupación, no había estado consciente de la casa como un ente vivo. Había estado enfrascada en su paciente, descubriendo que la señora Manly se irritaba fácilmente con la luz del sol, las drogas para la artritis, las inyecciones de insulina, la comida sana, la disciplina y el ejercicio. Pero el verano se había transformado en otoño, y a medida que septiembre volvió las hojas de un dorado y escarlata, la señora Manly se puso fanática respecto a los planes para su fiesta de Halloween. Había establecido su meta: crear una imagen de ella misma como una mujer que había sobrevivido a la deserción de Nathan Manly y prosperado. La meta de Hannah era un poco diferente. Quería que la señora Manly viviera una larga vida. Así que la había convencido con halagos, provocado, rogado y ordenado que comiera mejor, que tomara sus medicinas, que tratara a su pobre y dolorido cuerpo con respeto. Habían llegado a un acuerdo. La señora Manly cooperaba con Hannah... hasta cierto punto. Y a partir de ese punto, Hannah no la presionaría. Entonces, en la última semana, una nerviosa convicción había surgido y aumentado. La casa estaba vigilando a Hannah, y Hannah... estaba asustada. Recorrió deprisa el extenso corredor hacia la puerta de la señora Manly, giró el picaporte y entró de un salto en el cuarto. Cerró la puerta detrás de sí y se quedó de pie, jadeando, con la espalda contra la pared. —¿Qué sucede, señorita Grey? —preguntó tajante la señora Manly. —Es estúpido —dijo Hannah. —Yo te diré si es estúpido. —La señora Manly se agitó en su cama como un enorme murciélago alado—. ¿Qué le ha ocurrido a la muy sensata señorita Grey? —Siento como si… —La casa está observándome—, alguien estuviera observándome. De algún modo eso no sonaba tan ridículo como acusar a una casa de intenciones malévolas. —Tal vez así sea. —La señora Manly le hizo señas para que se acercara—. Apresúrate. Tengo que visitar el tocador. Tratar con una dama era enormemente diferente a tratar con el señor Dresser. La señora Manly usaba eufemismos sobre sus funciones corporales; el señor Dresser había dicho que quería mear. Pero en cierto modo eran tan similares; los dos buscaban la muerte, daban la bienvenida a la muerte, en lugar de un largo descenso a la vejez y el sufrimiento.
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Hannah corrió a su lado. La señora Manly gruñó mientras luchaba por incorporarse. La mañana no era su mejor momento. La mañana no era el mejor momento de ningún enfermo de artritis. Al dormir, las articulaciones se agarrotaban y el movimiento era lento y doloroso. Rápida, competentemente, Hannah masajeó las rodillas y caderas de la señora Manly, luego empujó la silla de ruedas en posición al lado de la cama y la ayudó a subir. La señora Manly fue en silla de ruedas al tocador y cerró la puerta tras de sí, dejando a Hannah para que encendiera la cafetera. En cuanto la puerta se abrió, Hannah se apresuró para ayudar a la señora Manly a vestirse. —¿Qué quiere decir con que tal vez alguien está observándome? —¿No lo sabías? —La señora Manly sonrió a medias—. La casa está embrujada. —Oh, vamos. —Mi querida muchacha, con lo vieja que es esta casa, ¿crees que no ha presenciado violencia? ¿Angustia? ¿Dolor? El rango entero de emociones humanas se ha representado en este escenario, y la casa las ha absorbido todas. —Mientras hablaba, la voz de la señora Manly bajó más y más—. ¿Por qué crees que nuestras fiestas de Halloween son tan exitosas? —¿Excelentes delicias? —aventuró Hannah. —Hay fantasmas aquí, querida mía, y sí que observan. —La señora Manly observó el rostro horrorizado de Hannah y rió. Cacareó, en realidad—. ¿Eres susceptible? —¿Está bromeando? Cuando era pequeña, vi Cazafantasmas y no dormí durante semanas. Hannah habló con ligereza… pero no estaba bromeando. —Oh. Cielos. —La señora Manly intentó sofocar su diversión—. Simplemente estaba bromeando respecto a los fantasmas. —Bien. Porque Hannah no sabía qué era peor, que la casa estuviera observándola, o los fantasmas. Hannah sirvió una taza de café a la señora Manly. Cuando se la entregó, la mujer dijo suavemente: —Sin embargo hay otros secretos, más mortales que meros fantasmas. —¿Quiero saberlo? —Me temo que debes. Es tu castigo por la indefectible integridad que has demostrado. —Pero la señora Manly pareció abandonar ese hilo y señaló la biblioteca de un metro de ancho de ancho enclavada en un rincón—. Esta mañana, me gustaría que desempolves mis libros. Los oscuros estantes de caoba intenso habían sido colocados en un ángulo de cuarenta y cinco grados de las paredes. Se elevaban desde el piso hasta el techo de tres metros y medio, y habían sido tallados en una serie de nudos celtas, convirtiendo a la pieza entera en una hermosa e intrincada obra de arte del siglo diecinueve. Hannah frunció el ceño al acercarse. Una obra de arte muy sucia. —Hablaré con el ama de llaves. Esto no ha sido limpiado en meses. —No ha sido limpiado desde que Torres murió. No permito que cualquiera desempolve mis libros.
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Hannah había trabajado con excéntricos antes, y pese a que Melinda Manly era agorafóbica, funcionaba en un rango notablemente normal. Pero, ¿ser quisquillosa sobre quién desempolvaba sus libros? —Confío en ti para que lo hagas. Melinda Manly sonrió dentro de su taza. Hannah encontró una de las toallas baratas que tenía a mano para la limpieza, arrastró la escalera de la biblioteca a su sitio, subió hasta el estante superior y se puso a trabajar. Las decoraciones celtas habían sido retorcidas por el tallista en rostros con ojos que miraban fijamente, y gárgolas con sonrisas cómplices. Había pensado que la casa la observaba; esta biblioteca realmente la vigilaba. Hannah sacaba cada título, lo limpiaba y lo dejaba a un lado. La variedad y antigüedad variaban, libros de tapa dura y en rústica muy leídos mezclados, y reinaba el caos. Le quitó el polvo a los estantes. Entonces, mientras volvía a colocar los libros, preguntó: —¿Estos son sus favoritos? —Sí. Viejos amigos, la mayoría de ellos. Hannah hojeó La Ilíada. —¿Lee en griego? —Y latín. Asistí a Wellesley y mi padre insistió en un programa de estudios tradicional, sin mérito en el mercado laboral. Él era anticuado. Pensó que me casaría en cuanto me graduara. En cambio, esperé a mi príncipe azul... y todos sabemos cómo resultó eso. Era la primera vez que la señora Manly se refería al escándalo que la había llevado a ocultarse, a nunca poner un pie afuera en quince años. —Lo sé. —Hannah hizo una pausa con delicadeza, luego aventuró una pregunta—. Pero no comprendo. ¿Cómo pudo usted...? —¿Cómo pudo una mujer como Melinda Balfour, una mujer que puede rastrear sus ancestros al Mayflower, y la fortuna de su familia a los barones terratenientes originales, permanecer casada con un hombre que la había humillado una y otra vez, con una mujer tras otra? ¿Es eso lo que estás preguntando? —Sí. Sí, eso es lo que estoy preguntando. —Es muy sencillo. Nathan podía convencer a cualquiera con sus encantos. Sin dudas me encantó a mí. —Como si los dolores y sufrimientos de su edad y artritis la abrumaran, la señora Manly se acomodó despacio en su silla—. Cuando lo conocí, él tenía veintitrés años, era descarado, absolutamente hermoso, un prodigio en el mercado de valores. Pensé que era un genio. Pensé que era la muchacha más afortunada del mundo al atraparlo. No me di cuenta de que no lo había atrapado... él me había atrapado a mí. Mi padre intentó decírmelo... —Su respiración hizo un ruido áspero en la garganta—. Padre dijo que yo nunca había sido atractiva y que era vieja. Diez años mayor que Nathan. Dijo que Nathan sólo me quería por mi dinero. —Cada palabra pintaba una imagen de desastre inminente—. Por supuesto, tenía razón. —La boca de la señora Manly se frunció, y los oscuros vellos en su bigote se erizaron—. Tenía razón en todo. Nathan sabía de dinero. Amaba el dinero. Pero yo pensé que también me amaba, así que confié en él con toda mi fortuna, mi virtud y la reputación de mi familia. Él lo destruyó todo. —Lo siento tanto. —Y mi orgullo. También le confié mi orgullo, y eso fue lo primero en caer, y lo más duro. Pero
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no importó, porque Nathan tomó mi dinero y construyó una compañía con él, una compañía exitosa que impresionó incluso a mi padre. Entonces... yo no podía concebir, y nunca hubo dudas respecto a quién tenía la culpa. Hannah casi podía sentir el dolor emanando de la señora Manly en oleadas. —Culpa no es la palabra adecuada. Decir que una mujer puede evitar no ser fértil es tan ridículo como decir que una mujer queda embarazada sólo cuando lo disfruta. Hirviendo de furia, la señora Manly se volvió contra ella. —Hasta mi padre dijo que era mi culpa. Porque evidentemente Nathan tenía lo que hacía falta para crear un bebé. Él se acostó con todas esas muchachas, engendró todos esos bastardos… Como si recordara la objeción de Hannah a la palabra, se detuvo. Pero Hannah escuchó su respiración pesada, vio el modo en que apretaba los dientes y se contenía con tanta rigidez. Hannah bajó un escalón, comenzó con el siguiente estante, y dijo con dulzura: —Al menos él reconoció y sustentó a los niños. Al menos era lo suficientemente honorable como para hacer eso. —Nathan no estaba siendo honorable. —La señora Manly fue hasta su mesa de luz, abrió un cajón con fuerza, sacó un pañuelo blanco como la nieve y secó el sudor en su labio superior—. No sabía el significado de esa palabra. Se pavoneaba como un gallo, alardeando y petulante. Tenía hijos. Montones de hijos. —Pero usted sí concibió. Hannah bajó otro escalón. No había terminado el segundo estante desde arriba, pero el aspecto de la señora Manly la alarmaba. La mujer tenía la cara roja, casi apoplética. —Después de años de infierno, de tomar hormonas para estimular mis ovarios para que produjeran óvulos. ¿Sabes lo que sucede cuando te hacen eso? Aumento de peso, dolor abdominal, náuseas... sin mencionar que aborté dos veces. Pasé el embarazo en reposo absoluto. ¿Y sabes qué obtuve por mis dolores? A Carrick. —Ella escupió el nombre—. Mi hijo, Carrick. Bien. Eso respondía cualquier pregunta que Hannah tuviera sobre la relación entre madre e hijo. —¿El... el nacimiento de Carrick hizo feliz a su marido? —Sí. Pero bueno, él siempre estaba exultante cuando nacía uno de sus hijos. Otro hijo varón para probar su virilidad... —El intenso color rojo se desvaneció de la cara de la señora Manly, y ella sonrió, una elevación arrogante de sus labios—. Después de Carrick, no hubo más hijos para él. —¿Qué? Hannah estaba parada en la escalera, y miraba atentamente a su empleadora. —No mucho después de que Carrick nació, Nathan estaba caminando por Central Park, regresando de la casa de su novia. Justo allí, a plena luz del día, fue atracado y golpeado. Un testículo fue aplastado sin arreglo; tuvieron que amputarlo. El otro... —La señora Manly chasqueó la lengua con pena fingida—. Cuando se recuperó, descubrió que ya no era el hombre que había sido alguna vez. ¿Hannah lo había imaginado, o la señora Manly acababa de confesar indirectamente haber organizado la golpiza de su propio marido?
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—Entonces cambió. No tenía aventuras amorosas, pero tampoco permanecía en casa. Visitaba a sus hijos. Pasaba tiempo en el negocio que había construido en Pennsylvania. Y comenzó a verse ido... —La señora Manly también se veía ida, mirando el espacio como si pudiera ver a su esposo ausente. Susurró—: Debería haberlo previsto. —Pasó su atención a Hannah con tanta rapidez que la muchacha se mareó—. Tráeme Ulysses de James Joyce. —Hannah la miró boquiabierta—. Deprisa, muchacha. No tenemos todo el día. Está en el cuarto estante, el estante del medio, con tapa dura encuadernada en cuero, color habano con letras negras. Hannah buscó—. ¿Te gusta Ulysses? Lo encontró sobresaliendo entre los libros en rústica, puso su dedo en el lomo y tiró. No pasó nada. —Lo leí en literatura en la universidad. —Hannah tironeó otra vez—. Personalmente, me pareció uno de los intentos más obvios de un profesor de inglés por lograr que sus estudiantes se suicidaran por puro aburrimiento. —Agárralo y tira —ordenó la señora Manly. Hannah rodeó Ulysses con su mano y tiró. El libro se soltó con un sonoro ruido... y la pared se movió. No, no la pared, la biblioteca. Hannah retrocedió de un salto. Miró con atención mientras, lentamente, la madera lustrada, los pesados tomos, las gárgolas giraban sobre un eje para revelar un agujero negro detrás de la pared. Con una mano sobre el corazón, dijo: —Dios mío. Hay un pasadizo secreto. —Sí. Así es. ¿Cómo escuchaste sobre él? —preguntó la señora Manly. —Carrick dijo que se rumoreaba que había uno, pero que él nunca lo había encontrado. Hannah metió un pie dentro, luego la cabeza, después su cuerpo y miró alrededor. Estaba de pie en un descanso estrecho, con escaleras que subían por un lado y bajaban por el otro. La luz se colaba desde alguna fuente desconocida —una ventana oculta, o una claraboya— e iluminaba polvo y telarañas. Enfrente, otra parte de la pared estaba cortada en un ángulo de cuarenta y cinco grados. —Nunca se lo conté a Carrick. Para el momento en que era lo bastante grande, no confiaba en él. La voz de la señora Manly sonaba cerca, mucho más cerca. Hannah se dio vuelta para enfrentarla. —¿Hay otra entrada enfrente? La señora Manly estaba sentada en su silla de ruedas. —Muchacha inteligente. En el dormitorio junto al mío, hay otra biblioteca. Cada biblioteca que conduce al pasadizo está colocada en un ángulo, y en algún lugar en los estantes, hay una copia de Ulysses de James Joyce. Lo quitas, y se abre. Diabólico. La señora Manly era diabólica. —¿Adónde va el pasadizo? —Lleva desde el ático al sótano, y desde allí, dentro de una cueva y a la playa. Si aflojas Ulysses, puedes meterte dentro, encerrarte y escapar. Hannah cerró la biblioteca y colocó el libro en el lugar exactamente correcto. —¿Escapar de qué? Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—De cualquier monstruo que esté persiguiéndote. Hannah recordó todas las cosas que Carrick había hecho y dicho, todas los padecimientos que había sufrido la señora Manly, y sintió que el temor subía por su columna con diminutos pies como arañas. —Entonces, ¿en realidad hay secretos? —Algunos que conozco. Otros que sólo sospecho. —La señora Manly se dirigió hacia la puerta con la silla de ruedas—. Pero sé que tenemos problemas, muchacha. Grandes problemas. —¿Qué tipo de problemas? —La casa está observándonos.
Gabriel captó un destello de movimiento en el monitor. En el corredor fuera del dormitorio de la señora Manly, dos figuras, la mujer joven y la dama mayor en silla de ruedas, maniobraron su camino dentro del ascensor y desaparecieron. Él se volvió hacia el siguiente monitor. La puerta del ascensor se abrió en la planta baja, y ellas salieron. Hannah Grey tomó los brazos de la silla de ruedas y empujó a la señora Manly dentro del comedor. Otro monitor las captó mientras ella colocaba a la señora Manly en su sitio y bajaba las escaleras hacia la cocina. Había colocado bien las cámaras. Tenía una visión completa del corredor, una vista sólida del recibidor, el ascensor y el comedor. Mientras la señora Manly y Hannah Grey estaban ocupadas, él tenía que organizar una instalación más de una cámara, una muy importante. Recogiendo su equipo, salió corriendo del dormitorio que ocupaba en el ala norte y se dirigió a la suite de la señora Manly. Antes de que volvieran del desayuno, él tendría todo en su lugar. Pretendía vigilar a Hannah Grey cada minuto: mientras trabajaba, mientras dormía, mientras tenía un tiempo libre, y mientras tramaba. Pretendía escuchar cada conversación, controlar cada llamada telefónica, descubrir qué le gustaba y qué odiaba, quiénes eran sus amigos y por qué había acumulado tantos enemigos. Cuando hubiera terminado con la señorita Hannah Grey, sabría todo sobre ella... y ella ni siquiera sabría que él existía.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0088 Hannah tomaba el desayuno y estaba preocupada. ¿Debería abandonar Balfour House? Como la señora Manly había prometido, hizo su llamada al gobernador de New Hampshire. Hannah había sido libre de todo delito y su acreditación había sido restituida. Si pudiera renunciar a este trabajo ahora, podría alejarse de la señora Manly y no mirar atrás jamás. Y debería hacerlo. Pero estaba en deuda con la señora Manly. Más importante que eso, debería dejar a la anciana en paz, con la fiesta Balfour de Halloween planeada a medias y un hijo que se volvía cada vez más problemático. La señora Manly nunca se echaba atrás en una pelea, pero sus discusiones la dejaban cansada y triste. ¿Había habido un breve momento en que Hannah había admirado a Carrick Manly? Casi no lo recordaba ya; ahora se preguntaba por qué él pensaba que su madre sabía algo sobre la fortuna de su padre, qué esperaba obtener de ese conocimiento... y qué haría para conseguir la información. Si Hannah fuese inteligente, escaparía. Se salvaría de esta casa con pasadizos secretos, con ojos que observaban, juzgaban y criticaban. Ya había aprendido de la peor forma lo que sucedía cuando se quedaba con un paciente en una situación de familia disfuncional. La recompensa de saber que estaba haciendo lo correcto no valía los problemas posteriores. Ni siquiera la herencia del señor Dresser había disminuido la preocupación y el dolor de perder su reputación como enfermera y como mujer, y la peor parte era... que era su propia culpa. Debería haber mantenido la boca cerrada respecto a ser amiga del viejo señor Dresser. Miró a la señora Manly. Las amplias papadas de la anciana caían, su boca pequeña estaba caída, y comía con una intensidad que hacía que el tenedor de plata repiqueteara contra la fina porcelana. La señora Manly no era amorosa. No era amable. Ahora mismo, Hannah era probablemente la única persona en el mundo a la que le gustaba siquiera. No obstante, Hannah no podía abandonarla a una investigación del gobierno, una repetición humillantemente pública de un pésimo matrimonio, y una cantidad de acusaciones que podrían, con mucha facilidad, resultar en un tiempo en prisión. Hannah apoyó los codos sobre la mesa y la cabeza en sus manos. Dios mío, ¿alguna vez aprenderé? —Entonces. —La señora Manly no dejó de comer mientras le disparaba la pregunta—. ¿Vas a quedarte? Hannah levantó la cabeza y la miró. —Sí. —Lo supuse. No eres del tipo que huye de los problemas. —Podría aprender. —En mi experiencia, los que tienen moral no pueden quitársela de manera permanente, sin importar cuánto lo intenten. —La señora Manly la miró por encima de sus anteojos de marco negro—. ¿Has terminado de comer? Hannah miró su tostada fría.
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—Sí. —Vamos. Como hacía cada mañana después del desayuno, Hannah llevó a la señora Manly de la mesa hasta el recibidor, y se detuvo. —Antes de que trabajemos en la fiesta, ¿vamos a dar un paseo? —No. ¡No! Dios mío, ¿nunca te das por vencida? —La voz de la señora Manly se elevó—. No iré a caminar y no puedes intimidarme para que haga ejercicio. Sólo déjame en paz. ¡Estoy tan harta de ti y tus presiones constantes! Hannah comprendía el estrés de la señora Manly, los miedos que la llevaban a confiar en ella, el miedo más grande a haber cometido un error. Sabía qué cambios habían provocado la soledad y el dolor en una mujer ya herida por la vida. La había visto estallar antes. Pero Hannah había sido criada por una madre que le había enseñado a tener la cabeza en alto y nunca, jamás permitir que nadie la denigrara. Además, sabía que no le convenía permitir que la señora Manly la intimidara. La anciana se aprovechaba injustamente de la debilidad percibida. Quitando las manos de la silla de ruedas, Hannah se alejó. —Como desee. Caminó hacia la escalera, y tenía un pie en el primer escalón cuando la señora Manly exclamó: —¡Muchacha! ¡Tú! ¡Hannah! No me dejes aquí. —Hannah continuó subiendo las escaleras—. Hannah. ¡No te atrevas a dejarme aquí! —Hannah siguió ascendiendo—. Oh, está bien. Hannah, lo siento. —La muchacha se detuvo. Se volvió. Miró a su paciente desde arriba. La señora Manly se veía obstinadamente rebelde—. Me disculpé. ¡Apresúrate! ¡Necesito usar las instalaciones! — Hannah no se movió—. Por favor. Por favor, ven a buscarme y llévame arriba. No quiero estar aquí. —Se encogió de hombros con aprensión—. Me siento desprotegida. Hannah miró alrededor como si estuviese preocupada, luego bajó corriendo las escaleras. Agarrando los brazos de la silla de ruedas, empujó a su paciente hacia el ascensor. —¿Realmente tiene que ir? —No, simplemente supe que no me dejarías aquí si lo necesitaba —masculló la señora Manly.
Wow. Gabriel se recostó en su silla. Esa pequeña escena había mostrado con demasiada claridad la influencia que Hannah tenía sobre la señora Manly. La anciana se había quebrado bajo la tensión de tratar con el maltrato de Hannah, y con nada más que darle la espalda, Hannah la había metido en cintura. —La próxima vez que necesite un chivo expiatorio, déjeme hacer una llamada a Jeff Dresser, ¿hmm? Hannah sonaba exasperada. La señora Manly cacareaba de risa. —Sí, o llamaré a ese gusano de Nelson. Interesante. A la señora Manly no le gustaba el mayordomo. Gabriel tampoco había estado impresionado, pero Carrick le había asegurado que Nelson era su mejor aliado. Sin dudas Nelson se había desvivido para asegurarse de que Gabriel estaba cómodo en su pequeña oficina improvisada, y sabía todo sobre la señora Manly: sus hábitos, sus peculiaridades, y los cambios
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que habían ocurrido desde que Hannah Grey había entrado en la casa. No le gustaba Hannah Grey, y no dejaba dudas respecto a la mala influencia de ella sobre la señora Manly. En eso, él y Carrick estaban de acuerdo. Gabriel observó el grupo de monitores mientras Hannah empujaba a la señora Manly directamente a su dormitorio. Bien. La señora Manly se veía cansada, querría descansar, y la actividad subsiguiente sería una prueba efectiva a la colocación de Gabriel de las cámaras y micrófonos. Podría ver a Hannah intimidándola y coaccionándola, obtener la evidencia que Carrick necesitaba para despedirla con causa justa, y tal vez, sólo tal vez, conseguir la información sobre la fortuna Manly desaparecida. Personalmente, Gabriel pensaba que Carrick se estaba haciendo ilusiones. Si Melinda Manly supiera algo sobre la fortuna, hubiese accedido a ella de algún modo, aunque sólo fuera para pagar el mantenimiento de esta casa museo. Gabriel miró alrededor, el dormitorio donde había instalado su equipo, y notó las cortinas gastadas, la alfombra ajada, el cobertor apolillado. El tocador donde había colocado su laptop era una maciza pieza de arte del siglo diecinueve en nogal, pero las doncellas habían chocado la aspiradora contra las patas tantas veces que estaba astillado, y algún niño ya muy crecido había tallado su nombre en el ribete. El lugar entero olía a humedad, como si no hubiese sido abierto en años; y esta era sólo una habitación simple entre docenas como ella. No conocía a la señora Manly, todavía no, de cualquier modo, pero lo que había visto en el monitor le había mostrado a una mujer orgullosa de su herencia. Sí, ella hubiese usado el dinero para Balfour House. Hannah era de altura media, delgada al punto de verse frágil. Levantó a la señora Manly de la silla de ruedas y la ayudó a meterse en la cama, y Gabriel se percató de que la fragilidad era engañosa. Ella acomodó las almohadas y mantas de la señora Manly, analizó su glucemia, luego preparó una inyección y le entregó la aguja a la señora Manly. La anciana la miró con furia y cansancio. —Muy bien. Yo lo haré. La voz de Hannah tenía un dejo de acento de la Costa Este, y sonaba tan dulce que Gabriel parpadeó con sorpresa. Pero en su negocio, él había aprendido a no confiar nunca en una voz amable o un rostro dulce. En su negocio, había aprendido a no confiar nunca en absoluto. Ella le dio la inyección y luego se paseó alrededor de la habitación, cerrando las cortinas, bajando las luces. Se movía como una enfermera, de piernas largas y en forma, con ese característico paso firme, silencioso. No podía ver su rostro, pero su cabello era rubio, casi platinado, caía alrededor de su mentón en un corte que se mecía al costado cuando giraba la cabeza. Sus orejas sobresalían, y eso lo hizo sonreír. —Dos semanas hasta Halloween —dijo la señora Manly—. ¿Cuántas contestaciones hemos recibido? —Más de doscientas. Todos vendrán. —Claro que lo harán. Nadie se perdería la oportunidad de ver Balfour House y a la vieja loca ermitaña que vive allí. La señora Manly cerró los ojos. Carrick tenía razón. Hannah no era quién para animarla a realizar esta fiesta. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Hannah caminó hasta el escritorio, sacó un portapapeles y lo consultó. —Tenemos políticos, cantantes, actores, ministros… —¿Gente respetable? Hannah rió. —Algunos. —¿Has hecho arreglos para la seguridad? Oh, diablos. Otro problema para solucionar. —Nunca se me ocurrió. Claro que no. Podrás estar jugando en la liga con las muchachas mayores, pero no sabes qué hacer. —Si vamos a tener todos esos políticos, actores y otros de mala fama, tendremos que tener seguridad. —La señora Manly hizo un gesto inquieto—. Llama a mi hombre, Eric Sansoucy. Seguridad Sansoucy, en la ciudad. No he hablado con él en quince años, pero me conoce. Yendo hacia la señora Manly, Hannah le tomó el pulso. —Debería descansar. Con voz cansada, la señora Manly dijo: —Búscame una copia de The Ivy Tree. Segundo estante desde arriba, a la derecha. —¿Ulysses no? Hannah sonaba como si estuviese bromeando. —No. No estoy interesada en leer los divagues auto—indulgentes de un borracho irlandés. —Entonces, ¿por qué conserva el libro? —se preguntó Gabriel en voz alta. —¿Es por eso que escogió ese título? —preguntó Hannah—. ¿Porque es tan espantoso? —Nadie que lo haya leído volvería a recogerlo —dijo la señora Manly—. Al menos, no a propósito. Había ocurrido antes. Gabriel había entrado en la mitad de una conversación, y no tenía idea de qué estaban hablando. Hannah caminó hacia la biblioteca. Se estiró, levantó la mirada y él susurró: —Wow. No era nada raro que hubiese logrado sacarle cincuenta mil dólares a su último paciente mediante la seducción. Se veía como una muñeca de porcelana con enormes ojos azules y pestañas oscuras que se agitaban como un abanico. Pestañas oscuras... Gabriel sabía que eso significaba que se teñía el cabello o que usaba rímel con la habilidad de un mago. Pero, mirándola, no le importó. Tenía el tipo de ojos por los que un hombre sacrificaría voluntariamente su vida, su honor... y su fortuna. También tenía labios magníficos, llenos y suaves, y sus mejillas eran llenas y suaves, y él estaba mirando por su blusa, y sus senos se veían llenos y suaves. Como una ilusión, funcionaba. A lo grande. Con un poco de suerte, ella haría algo deplorable, él tendría que interrogarla, y ella se ofrecería como soborno para salvar su largo y bonito cuello. Supuso que tendría que negarse. Pero maldición, podía disfrutar la fantasía mientras durara.
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Ella escogió el libro y se lo llevó a la señora Manly, quien lo abrió, lo posó sobre su pecho y cerró los ojos. —No olvides llamar a Eric. —Lo haré ahora mismo. Hannah caminó hacia la computadora y abrió el buscador en las páginas amarillas. Sin abrir los ojos, la señora Manly dijo: —El número está en mi agenda. Hannah cerró la laptop, buscó en una casilla en el escritorio y sacó una carpeta muy gastada con flores en la tapa y páginas metidas sin orden entre otras páginas, y la hojeó lentamente. —No puedo encontrarlo en la S. ¿Dónde está? —dijo. —E, de Eric. —Correcto —masculló Hannah—. Qué tonta soy. En la computadora, Gabriel tipeó el código para tomar el control del sistema telefónico. Abrió su programa de software para cambiar su voz, miró las opciones y seleccionó New England. Para el momento en que Hannah había marcado, él tenía todo en su sitio. Su celular sonó. Gabriel atendió: —Seguridad Sansoucy. Habla Trent Sansoucy. Mientras hablaba, tipeó una búsqueda de Seguridad Sansoucy, y frunció el ceño. El maldito lugar estaba cerrado. De hecho... otra búsqueda rápida comprobó que tenía un problema mayor. —¿Se encuentra Eric? Hannah sonaba eficiente y formal. Eric Sansoucy estaba muerto. Lo había estado por seis años. —Eric está en unas vacaciones muy necesitadas… —Gabriel supuso que si la señora Manly no sabía que Eric estaba muerto, seguramente no sabría si estaba en las soleadas Bahamas—, y no regresará por otras tres semanas. ¿Puedo ayudarla? —¿Eric es su...? —ella dejó que la pregunta flotara en el aire. Él la observó mientras hablaba, con un pequeño ceño frunciendo su frente. Hannah sabía que a la señora Manly no le gustaría este cambio; él tenía que hacerlo bien. —Soy el hijo de Eric. —¿Qué sucede? La señora Manly estaba incorporándose, alertada por el tono de voz de Hannah. La muchacha lo puso en espera pero, por supuesto, Gabriel la escuchó a través de los micrófonos. —Eric está de vacaciones. Habla su hijo. —¿Su hijo? ¡Eric es gay! —Oops. La señora Manly continuó—. De cualquier modo, cualquier hijo de Eric sería demasiado joven para estar dirigiendo la oficina. Pregúntale cuántos años tiene. ¡Pregúntale! Hannah regresó. —Soy Hannah Grey, la acompañante de la señora Melinda Manly en Balfour House. Ella duda
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sobre su… —¿Edad y las preferencias sexuales de mi padre? Sí, escuché mucho de eso cuando recién me mudé aquí, pero papá experimentó cuando estaba en la universidad, y aquí estoy. Gabriel vio cómo Hannah transmitía la información, cómo la señora Manly la digería, asentía y se recostaba una vez más. Aliviado, Gabriel se recostó en su silla. Un obstáculo menos. Hannah volvió a la línea. —Gracias por tranquilizarnos, señor Sansoucy. Bien… la señora Manly revivirá la fiesta Balfour de Halloween, y necesitamos seguridad. ¿Podría usted encargarse de eso? —Halloween es una época ajetreada para nosotros, pero estoy seguro de que papá insistiría en que hagamos todo lo que podemos por la señora Manly y Balfour House. ¿Asumo que querrán el tratamiento de seguridad completo para la fiesta? Gabriel había organizado la seguridad para muchas fiestas, y mientras hablaba sobre los planes, vio cómo Hannah se relajaba. Él le había asegurado que esta parte de la planificación no tendría complicaciones. La señora Manly se incorporó otra vez. —Pregúntale si puede venir antes a inspeccionar la casa. Hannah lo interrumpió y con voz firme dijo: —Si pudiera transmitir una copia de sus planes para que la señora Manly los revise, se lo agradecería. Mientras tanto, ¿puede venir a ver qué preparativos necesitará hacer? La señora Manly siguió. —Porque cuando encuentre cámaras y micrófonos, agarraré a Carrick y lo sacudiré hasta que le repiqueteen los dientes. Maldición. Era una mujer inteligente. Había supuesto que Carrick podía haber encargado vigilancia. Era bueno que él pudiera escuchar la conversación. Eso sería lo único que le salvara el trasero. Tranquilamente, Hannah dijo en el auricular: —Como ha pasado tanto tiempo desde que Seguridad Sansoucy ha estado en Balfour House, nos gustaría que hiciera un examen a fondo de la casa y los jardines para ver qué necesita hacerse, para poner la seguridad aquí al día. —Estaremos encantados de hacerlo —dijo Gabriel con la mezcla adecuada de entusiasmo y profesionalismo—. La especialista técnica de papá es Susan Stevens. ¿Puedo hacer una cita para que ella los visite? Hannah lo puso en espera otra vez y dijo: —Enviará a alguien llamado Susan Stevens. —Quiero al jefe —dijo la señora Manly con fastidio—. Que venga él en su lugar. Hannah volvió. —A la señora Manly le gustaría que usted manejara personalmente su seguridad. —Pretendo hacerlo, y eso significa darle lo mejor que tengo. Y la mejor es Susan Stevens. Créame, señorita Grey, no querrá que yo haga nada técnico. —Puso humor en su tono—. Soy un desastre con cámaras o computadoras.
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Ella respondió a su humor con una sonrisa propia. —¿Cuál es su especialidad, señor Sansoucy? —Le digo a la gente qué hacer. —Así que no hace nada. —Correcto. Soy un administrador. Ella rió, una carcajada grave, cálida, suave, que hizo que él rompiera en sudor. —He trabajado con hombres como usted. Los hospitales están llenos de ellos. —Entenderá que todavía no soy realmente bueno como administrador. A veces olvido que estoy a cargo y realmente hago algo, como archivar un informe o tomar una decisión. —Si sigue así, nunca lo ascenderán a… lo que sea que esté por encima del administrador. —Dictador. —¿Así que pronto estará conquistando un pequeño país? Él estaba mirándola directamente —no porque ella lo supiera— cuando respondió: —Ya tengo uno en mente. Pero ella pareció saber a qué se refería, porque contuvo la respiración y se enderezó en su asiento. —Muy bien, Trent. Me ha convencido respecto a Susan Stevens. —Asintió tranquilizadoramente a la señora Manly, quien asintió de mala gana—. Fijemos esa cita. —Claro. Gabriel respondió a su tono eficiente con uno propio, concluyeron sus asuntos y colgaron. Pero aunque ella no lo supiera, él seguía allí.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 0099 Gabriel se recostó en su silla y sonrió. Lo había hecho bien. Muy bien. Porque Hannah colgó y se quedó sentada con las manos en el regazo, y una sonrisa perpleja en el rostro. —Estabas flirteando con ese hombre. La señora Manly rodó de costado y miró atentamente a Hannah. —No, no lo hacía. —Sobresaltada, Hannah se puso de pie rápidamente—. ¿Por qué dice eso? Estábamos hablando sobre seguridad. —Lo que dijiste y el modo en que sonaba eran dos cosas diferentes. Con algo para ocupar su mente, la señora Manly no parecía tan cansada. Hannah se detuvo y pensó. —Quizás. Pero... oh, bueno. —Se rió—. Tiene una voz agradable y profunda, pero es como escuchar a un locutor en la radio, y luego verlo en persona. El hombre con la gran personalidad y la voz estupenda resulta tener sesenta años, ser calvo y pesar ciento treinta y cinco kilos. —¿Eres tan superficial respecto a la apariencia? La señora Manly tenía una voz brusca y una manera de provocar a la gente que hacía que Gabriel se preguntara por qué nadie la había liquidado años atrás. Pero Hannah le contestó del mismo modo. —No lo dude. Si alguna vez encuentro un hombre, tiene que ser aproximadamente de mi edad. La enfermería es mi profesión. No tengo ningún deseo de ocuparme de las dolencias de mi esposo. No a menos que sepa que él estará cerca para cuidarme a cambio. Debe preocuparse por su salud. Tiene que comer bien y hacer ejercicio. Gabriel tocó su panza con un dedo. Había estado tan ocupado instalando cámaras y micrófonos, que había descuidado su ejercicio. Si no tenía cuidado, estaría sentado frente a los monitores durante horas, fascinado por Hannah Grey. Y como le decía a la gente que contrataba cuando los contrataba, un cuerpo fuerte era uno de los requisitos para estar en seguridad. No les permitía estar en menos que las mejores condiciones… y esperaba lo mismo de él. Se tiró al piso y empezó a hacer una serie de flexiones. —¿Qué hay de la calvicie? —le preguntó al monitor. No porque le importara. Tenía una cabeza llena de cabello negro lacio, pero un hombre heredaba el gen de la calvicie del lado de la familia de su madre... y él no sabía nada sobre el lado de la familia de su madre. —En cuanto al cabello —dijo Hannah—, supongo que no me importa. —¿Por qué debería? No es la crin lo que miras cuando compras un semental. Gabriel se levantó del suelo con un salto y se quedó mirando el monitor boquiabierto. —Cierto. —Hannah estaba al lado de la cama, y se veía totalmente seria—. Aunque no estoy convencida de que sea el tamaño del paquete lo que importa. Siempre me pareció que un hombre puede cabalgar con cualquier equipo si es lo bastante inteligente como para pasar tiempo haciendo entrar en calor a su potranca. Gabriel no había hecho vigilancia en mucho tiempo… no tenía que hacerlo. Era el jefe. Y en los
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días en que había hecho vigilancia, habían sido arrestos por drogas o esposos desleales. Nunca había visto mujeres hablando sobre hombres. Y sin dudas nunca había imaginado que una conversación sobre hombres y sus actividades sexuales pudiera ser discutida tan... tan tranquilamente. Estaba horrorizado. Y avergonzado. Y fascinado. —No lo olvides. Tiene que desmontar con delicadeza. La señora Manly sonaba como si estuviese dando una clase de equitación. —Sí, no hay nada peor que un tipo que sale disparado de la montura antes de haber regresado al establo. —¿No sabía Hannah que no debería hablar de sexo con una mujer que la doblaba en edad?—. ¿Sabe —dijo—, que desde que mi madre murió no había tenido a nadie que estuviera interesado lo suficiente en mí como para preguntarme qué quiero en un hombre? —Eres un caso interesante, Hannah Grey. Eres hermosa. Deberías tener el mundo a tus pies. — La señora Manly golpeteó el libro con la punta de sus dedos—. En cambio eres tan cautelosa que te ocultas en habitaciones de enfermo cuidando gente vieja. Evidentemente ofendida, Hannah dijo: —¡No me oculto! La gente enferma me necesita. —No estoy discutiendo que no te necesito. Me has convencido de que es así. —Ajá. Lo había hecho, ¿verdad? Exactamente como Carrick le había dicho—. Pero sí te escondes. Me pregunto por qué. —La señora Manly se acostó sobre las almohadas, observando a Hannah desde ojos cargados con reflexión—. No puede ser Jeff Dresser quien te llevó a ocultarte. —No —dijo Hannah enfáticamente. —No, ¿qué? La señora Manly levantó las cejas. —No, no voy a jugar ese juego. No voy a mostrarle mis cicatrices porque está aburrida. La señora Manly casi sonrió. —¿Qué tal porque te mostré las mías? —No lo hubiese hecho si la necesidad no la hubiera llevado a eso. ¿Qué cicatrices? ¿Qué necesidad? La señora Manly continuó insistiendo a Hannah. —Querías que estuviera interesada en ti. —No ese tipo de interés. He descubierto que mostrar mi punto débil invariablemente lleva a que me arranquen las entrañas. —Eres una persona terriblemente reservada. Me pregunto qué secretos ocultas. Sí, señora Manly, no es la única. Pero la mujer inválida pareció saber que había presionado a Hannah tanto como podía. —Entonces, respecto a tu hombre ideal. Quieres un joven que se preocupe por su salud, cabello opcional. ¿Qué más? —Antes de que Hannah pudiera responder, la señora Manly levantó un dedo—. No me hables de ese asunto del sentido del humor. ¿Qué deseas realmente? Hannah respondió tan pronto que Gabriel supo que lo había pensado mucho. —Quiero un hombre que no quiera usarme para nada… no quiero ser un vehículo de venganza o la cosa bonita que da prestigio a un hombre. Me gustaba el viejo señor Dresser, y agradezco la
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herencia, pero no agradecí ser quien lo ayudó a enseñar una lección a su familia, y creo que él sabía que la gente iba a decir que me acosté con él. No volveré a ser usada de ese modo. —¿Qué más? —Quiero un hombre que no me mienta. Quiero saber la verdad sobre él, y cuando crea que la sé, entonces le contaré la verdad sobre mí. —Hannah pasó los dedos por su cabello rubio—. Estoy tan cansada de los hombres y sus mentiras. Jeff Dresser diciéndole a la comisión de enfermería que yo me llevé la platería de la familia y me acosté con su papá, mientras que la platería está repiqueteando dentro de su auto desde la única vez que fue a visitar a su padre. —¿Qué más? La señora Manly era insistente, curiosa, y Gabriel quería seguir alentándola. —Quiero un hombre que se quede conmigo. No uno como mi padre, que estuvo allí un buen tiempo y se marchó cuando era hora de mostrar algo de responsabilidad. Oh, ¿y mencioné que espero que no tenga esposa? —Hannah miró a la señora Manly—. Lo siento. No pretendía... La señora Manly descartó su explicación con un movimiento de la mano. —Las dos tenemos nuestras cicatrices de batalla. —Estiró la mano hacia Hannah. La muchacha la tomó. La señora Manly dijo—: Tengo que creer que en algún lugar, en algún momento, una mujer se casará con un hombre que sea honesto, valiente y leal, y que vivirán felices para siempre. Si no lo creyera, si no creyera en el amor, lo hubiese terminado mucho tiempo atrás. Hannah se quedó mirando a la señora Manly, evidentemente sorprendida y conmovida. —Supongo que si usted, de todas las personas, puede creer, yo puedo creer. La señora Manly se aferró a ella. —Eres una buena muchacha. Sincera. Fuerte. Moral de un modo que ya no se ve. Lamento lo que va a suceder, pero tienes que ser tú. —La mente de la señora Manly parecía estar vagando cuando dijo—: No hay nadie más. Hannah también lo pensaba, porque se inclinó más cerca. —Señora Manly, ¿se siente bien? —La anciana seguía mirándola intensamente—. No me gustan estos cambios de humor. —Hannah se soltó—. Déjeme controlar su glucemia otra vez. La señora Manly pareció volver bruscamente al presente. —Por el amor de Dios, no es mi glucemia. Estoy vieja y cansada, y si todo va como está planeado, moriré pronto. ¿No puedo rumiar de vez en cuando? —Sí, y yo puedo chequear su glucemia cuando lo desee. Gabriel observó a Hannah realizando la tarea otra vez, y pensó lo bien que había actuado la farsa entera. Si no supiera cómo eran las cosas, hubiese creído que ella realmente estaba desilusionada respecto al amor. Si no hubiese visto esa escena abajo, podría haber creído que le importaba la señora Manly. Si Carrick no le hubiese contado sobre sus estafas, y tanto Nelson como el estado de New Hampshire no hubiesen apoyado la historia de Carrick, podría haber creído que ella era un bastión de honestidad e integridad. Hubiese creído... pero no. Era un hombre de lógica. Toda la evidencia apuntaba a la perfidia de Hannah. Y Gabriel había pasado demasiado tiempo buscando a su familia, sus parientes de sangre, y finalmente los tenía. Cuatro hermanos, buenos hombres, todos ellos. Así que le creyó a su hermano Carrick.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1100 Al día siguiente, después del desayuno, como si la rabieta del día anterior ni siquiera hubiese ocurrido, Hannah llevó a la señora Manly al recibidor, e hizo la pregunta que siempre hacía. —Antes de que trabajemos en la fiesta, ¿vamos a dar un paseo? —Sí. Hannah casi tropezó con sus propios pies. Aunque siempre colgaba el andador en el respaldo de la silla, nunca había sido usado, porque la señora Manly nunca quería salir. Vacilante, dijo: —¿Vamos afuera? —¿Dónde más podríamos dar un paseo? ¿En el corredor? Por supuesto que tenemos que ir afuera. La señora Manly se quedó como un bulto, esperando, mientras Hannah intentaba comprender qué había cambiado. Porque la señora Manly no había salido en todo el tiempo que Hannah había estado aquí, y si se podía creer a Carrick, la señora Manly no había estado afuera en quince años. —¿Cuál es el problema, muchacha? —La señora Manly gesticuló con sus manos cubiertas de anillos—. Empújame. Hannah tomó los brazos de la silla de ruedas y se dirigió hacia la entrada. —Abra la puerta —le dijo al mayordomo. —¿Señorita Grey? Nelson estaba indeciso. La voz de Hannah se endureció. —Abra la puerta y traiga dos hombres robustos para ayudarme a llevar a la señora Manly hasta el sendero. —No puedo hacerlo. La señora Manly no sale —dijo él. La anciana arremetió con la silla. Con palabras lentas y precisas, dijo: —La señora Manly hace lo que quiere. La señora Manly es la dueña de esta casa, y si en los próximos dos minutos no traes a alguien aquí para ayudar a la señorita Grey, la señora Manly te despedirá, y para cuando mi hijo se entere de eso, no me malentiendas, hará mucho que te habrás ido, para nunca regresar. Mientras su voz se elevaba y el acero de su personalidad quedaba en evidencia, un lento acaloramiento rojo subió por el rostro del mayordomo. Se puso rígido e hizo una reverencia. —Sí, señora Manly. Se marchó a zancadas. —Cachorro insolente —masculló la señora Manly—. Carrick lo contrató, pero yo le pago. Tiene lecciones que aprender. En segundos, Nelson regresó con dos jóvenes vestidos con overoles de jean, con manchas en las manos. —Mis disculpas por su aspecto —dijo Nelson—. Son jardineros. La señora Manly descartó su explicación moviendo la mano. —Sólo llévenme afuera.
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—La empujaré a través de la puerta. Ustedes, muchachos, ayúdenla a bajar por la rampa y... ¿adónde le gustaría ir, señora Manly? —preguntó Hannah. —Llévenme a la cima del acantilado —dijo. Nelson miró a Hannah tan alarmado que la joven se preguntó qué le habría dicho Carrick. Mientras la hacía pasar por la puerta, Hannah dijo: —Escucharon a la señora Manly. A la cima del acantilado. En realidad no era un lugar tan alocado como sonaba; Hannah corría a lo largo de la cima del acantilado todos los días. Un sendero pavimentado ascendía en una curva larga y lenta hasta una base de rocas enormes y lisas de granito, descendía hacia una porción de playa, y luego volvía a subir hasta el límite de las tierras Balfour. En el verano, turistas y locales paseaban por el sendero, entrando sin autorización con el permiso tácito de los Balfour. Pero el ascenso era empinado, y los dos hombres estaban sudando profusamente para el momento en que llegaron a la cima. Hannah puso el freno a la silla de ruedas. La señora Manly levantó la mano imperiosamente. —Está bien. Vuelvan por nosotras en una hora. Los dos jóvenes se quedaron allí, vacilantes. Entonces uno de ellos agachó la cabeza, y se marcharon rápidamente por el sendero. La señora Manly sacudió la cabeza. —Nadie conoce los rudimentos de la cortesía hoy en día. Hannah contuvo su sonrisa. —Tiene que darles puntos por intentarlo. —Puntos por intentarlo. —La señora Manly bufó—. Dame una mano. Hannah se adelantó deprisa y le tomó el brazo. —¿Qué está haciendo? —Caminando. —Pero... usted... ¿Ahora, aquí arriba, donde no había nadie para ayudar en caso de que se cayera, la señora Manly quería caminar? —Por el amor de Dios, muchacha. Si me caigo, tenemos mi teléfono celular. ¡Ahora dame tu brazo! Hannah lo hizo, levantándola de la silla y colocando el andador bajo sus manos. La señora Manly se apoyó contra él, y no fue hasta que dijo: “Está bien. Lo tengo”, que Hannah se apartó. El sendero era llano aquí, y la señora Manly se encaminó hacia la pila de rocas a seis metros. Una vez allí, se apoyó con cuidado contra la más amplia y cerró los ojos, como si el esfuerzo la hubiese agotado. Pero cuando Hannah corrió hacia ella preocupada, los abrió nuevamente y dijo, irritada: —Deja de verte tan preocupada. Esto es lo que querías, ¿o no? —Sí. Pero pensé que lo haríamos en pasos más pequeños. La señora Manly sonrió, una mueca dolorida que desapareció mientras miraba hacia el océano. —No creo que podamos. Aleja la silla de ruedas. Luego vuelve aquí. —Hannah hizo lo que le
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ordenaba, regresando a sentarse junto a la señora Manly en el granito caliente—. Este realmente es el sitio más bonito en el mundo —dijo la señora Manly—. Había olvidado lo hermoso que podía ser, así que supongo que debería estar agradecida por eso. Pero... la carga de la casa me ha agobiado por tanto tiempo. Demasiado tiempo. La brisa silbaba a su alrededor, soplando los olores a mar, sal y aventura. —No tiene que quedarse aquí. —Hannah señaló hacia el mar, la tierra y la delgada franja de playa—. Puede venderla, dársela al estado como un parque, escapar... La señora Manly rió, un largo cacareo maníaco. —No puedo. Estoy atascada aquí hasta que el día que muera. —Se inclinó hacia delante en su asiento—. Porque sé dónde depositó Nathan su fortuna. —Oh, no. —Hannah se deslizó hasta quedar totalmente de espaldas sobre la roca, mirando el cielo azul, intentando no escuchar, intentando no comprender—. No me diga esto. —¿A quién más puedo decírselo? —El rostro de la señora Manly se metió en la visión de Hannah de nubes dispersas moviéndose con rapidez—. Eres la única en quien puedo confiar. Hannah miró fijo los ojos insistentes de la anciana. —¿En quién confió antes? —Torres. —Maldición. Hannah se tapó los ojos con la mano, intentando aislarse de la terrible verdad. La señora Manly apartó la mano de Hannah de un tirón. —Se suponía que Torres me sobreviviría. En cambio, cayó en redondo de un ataque al corazón a los sesenta. —Ese hijo de puta. —Ya no se puede encontrar personal digno de confianza en estos días. La boca de la señora Manly se curvó cínicamente. —Usted seguro que no. —Hannah levantó la cabeza—. ¿Cómo supo dónde... dónde él puso el dinero? —Observé. Analicé. Curioseé en los registros. Encontré la cuenta de Nathan en el exterior. Nunca fui tan tonta como él creía. No. No, la señora Manly no era tonta. La anciana miró la mansión, desmoronándose por el deterioro. —Desde el día que Nathan me dejó, siempre fue mi intención canalizar el dinero de la cuenta y devolvérselo a la gente que había trabajado por él e invertido en la compañía. Después de morir, quiero decir. No tengo intención de estar aquí para ese jaleo. —Claro que no —dijo Hannah irónicamente. —Así que primero arreglé para que nadie pudiera acceder a esa cuenta. Soy una Balfour. Entiendo de finanzas. Hannah estaba impresionada. —¿Cómo descubrió quién debería recibir el dinero? Debe haber habido miles de personas a las que él estafó. —Soy su esposa. Tenía acceso a las finanzas. Y sí, hubo miles, y sí, llevó dos años crear el
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programa informático para devolver el dinero. —La señora Manly sonrió con satisfacción—. Por eso es que contraté a Torres. Carrick siempre pensó que era un pésimo mayordomo. En realidad, era un hacker de Argentina, ilegal en el país. Actuaba como mi mayordomo, y mantenía el programa actualizado. Le pagué muy bien por sus servicios, y lo mantuve alejado de la policía fronteriza. —¿Confiaba tanto en él? —No confío en nadie con ese tipo de dinero, así que aprendí lo suficiente sobre programación de computadoras para mantenerlo honesto. —Entonces devolverá el dinero a la gente que Nathan robó, porque fueron ellos los más heridos por su deserción. —Mira. No me des crédito por tener un corazón cálido y generoso. No me importa un comino sobre ellos y sus pequeñas vidas lastimosas. Pero soy una Balfour. Vivimos vidas de honor. Cuidamos de nuestra gente. —El pecho de la señora Manly subió y bajó, como si estar a sesenta metros sobre el nivel del mar fuera demasiado para ella, como si no pudiera obtener suficiente oxígeno—. Nathan se marchó sin mirar atrás una sola vez, dejándome para limpiar su desorden. Y lo haré. —Noblesse oblige, ¿eh? Hannah le sonrió, sin creer una sola palabra. La señora Manly gruñó, reacia a admitir sentimientos más elevados, excepto los que había sido educada para sentir. —Se lo diría a Carrick, dejaría todo el asunto en sus manos, pero Carrick... es mi culpa. Para el momento en que quedé embarazada, sabía lo que era Nathan. Sabía que su hijo sería carismático, talentoso y absolutamente sin moral o dignidad. Pero pensé... me permití esperar que un niño real, un hijo legítimo haría que Nathan dejara de deambular. Fui una tonta. —Los otros hijos también eran reales —dijo Hannah dulcemente. —No para mí. El primero no me importó. O el segundo. Había sido criada para pensar que todo gran hombre tenía el derecho a tomar una o dos amantes. Aunque todos sabían sobre las infidelidades, aunque Nathan se jactaba de sus hijos, yo podía tener la cabeza en alto, porque ahora también tenía un hijo. —La señora Manly miró hacia la silla de ruedas—. Me di cuenta casi de inmediato de que Carrick era como su padre: un encanto podrido hasta el alma. Me digo que si hubiese tenido a Carrick sola, podría haberlo corregido. Haberle infundido un poco de carácter, algo de moral. En cambio, tuve que ver cómo su padre aparecía una vez por mes o así, enseñándole con el ejemplo qué tan exitoso podía ser un hombre si no le importaba un comino hacer lo correcto. —Es un ejemplo difícil de superar —dijo Hannah amablemente. —¿Sabes?, he seguido las carreras de los otros hijos. Son hombres. Hombres reales, con ambiciones y ética laboral, y ahora cada uno de ellos está casado y es leal a su esposa, y feliz. Empezaron con muchísimo menos que Carrick, y ahora lo tienen todo, porque construyeron sus vidas sobre buenas bases. —Las manos de la señora Manly temblaban—. Odio a Carrick porque es un gusano dispuesto a traicionarme por un dólar. Es un fracaso. Mi fracaso. —Mi madre solía decirme que ella podía enseñarme a hacer lo correcto pero, al final, yo era responsable por la persona en que me convertía. En mi caso es verdad, y es verdad en el de Carrick. Él no es su fracaso. Es un fracaso creado por él mismo.
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La señora Manly levantó la cabeza. —Eres una buena muchacha, pero no eres madre. No hay una madre en el mundo que crea que no podría haberlo hecho mejor con sus hijos. Ciertamente yo no. —Ciertamente usted no —acordó Hannah. Sin dudas no esta mujer que llevaba la responsabilidad a semejantes extremos. —No confío en él. La casa está observándonos, porque de algún modo él la ha amañado para que lo haga. Cualquier cosa que yo haga, él está grabándola. Cualquier cosa que diga, está grabándola. Hannah miró abajo por la colina. —¿Cree que su silla de ruedas tiene un micrófono oculto? —No lo sé. ¿Por qué no lo chequeas y nos aseguramos? —Lo haré. Hannah comenzó a bajar de la roca. La señora Manly la detuvo con un gesto. —En un momento. Ahora mismo no quiero que nadie sepa que lo sabemos. —Correcto. Porque quien quiera que pusiese videocámaras en la casa de una anciana y micrófonos en su silla de ruedas era verdaderamente una escoria de proporciones épicas. —¿Por qué no se presentó ante la policía cuando Nathan desapareció? —preguntó Hannah. —El gobierno me tuvo en cuenta desde el principio. Si hubiese admitido saber dónde estaba el dinero, no hubiesen dicho “gracias”. Hubiesen dicho “lo supimos desde siempre” y me hubieran metido en prisión. Hannah cuadró los hombros. —Muy bien. Dígame lo que necesito saber. La señora Manly ni siquiera tuvo la decencia de actuar sorprendida por la decisión de Hannah, y ciertamente no estaba agradecida. —No puedes decírselo a nadie antes de que esté muerta. Si lo haces antes, iré a la cárcel cuando el gobierno se dé cuenta de que conocía la ubicación de la fortuna y que la quité de sus sucias manos codiciosas. —Seguro. Hannah asintió. —Lo único que tienes que hacer es bajar a la oficina del mayordomo en el sótano. Estuviste allí el día que llegaste. —Lo recuerdo. ¿Cómo podría olvidarlo? Era ahí donde había descubierto la perfidia de Carrick. —La computadora en el escritorio tiene un programa llamado Cuentas de la casa. —Cuentas de la casa —repitió Hannah. —Ábrelo, y ve a Vajilla de plata, Inventario. —Vajilla de plata, Inventario. —La contraseña es B mayúscula, como en Balfour, H mayúscula, como en House, N minúscula,
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como en Nathan, M mayúscula, como en Melinda, C minúscula, como en Carrick, asterisco, 1898, como el año que Balfour House fue completada. No empezada, completada. Hannah repitió cada palabra, visualizándolas, usando su dedo para trazarlas sobre la piedra. No obstante, mientras lo hacía, el miedo creció en su interior. No se atrevía a olvidar la contraseña. No se atrevía a abandonar Balfour House. Estaba demasiado consciente de la precariedad de su posición. Estaba atrapada aquí, esperando que Melinda muriera, o que Carrick hiciera algo desesperado. Después de la muerte del señor Dresser, y de vivir toda su vida al borde del desastre, había vislumbrado la seguridad económica. Un breve destello, y entonces había desaparecido, perdido en un momento frecuentemente lamentado de desafío que la había marcado como una mujerzuela y al señor Dresser como un viejo tonto. Ahora se había recuperado, tenía dinero en el banco, trabajando en algo que hacía bien. Si perdía todo eso otra vez, y a través de una serie de circunstancias que no tenían nada que ver con ella... no podría soportarlo. No quería llevar esta carga de integridad por Melinda, y tenía miedo, miedo de terminar en prisión... o peor. Sin embargo... la señora Manly estaba rodeada de aislamiento, dolor y traición. No tenía nada. No tenía a nadie. —Una vez que ingresas la contraseña, aparece una pantalla en blanco. Entonces hay un pedido de código. Mi esposo fijó ese código. —La amargura chorreaba de la voz de la señora Manly—. ¿Cuál supones que es? —Despacio, Hannah negó con la cabeza—. Mishijos. Sin espacios. M mayúscula. Tipéala. —La amargura se extendió a la sonrisa de la señora Manly—. Se suponía que el código transferiría el dinero a la cuenta de Nathan en Suiza. Pero Torres se puso a trabajar y cambió el programa. Una vez que tipees el código, los fondos serán dispersados entre las familias que invirtieron sus ahorros en la firma y los empleados que fueron leales hasta el final. —Palmeó el brazo de Hannah—. No hay nada para ti, me temo. No puedo cambiar el programa. No sé cómo hacerlo. Tu única recompensa será saber que estás haciendo lo correcto. —No quiero una recompensa. Quiero paz. —¿Qué hay de la justicia? —Sí quiero justicia… siempre y cuando alguien más se ocupe de la parte pesada. Hannah sólo bromeaba a medias. El cacareo de la señora Manly la hizo sonar como la Bruja Mala del Oeste. —Todos tomamos nuestras decisiones. ¿Realmente querrías vivir contigo misma si permitieras que miles de personas fueran estafadas por un hombre embaucador? —No, supongo que no. —Pero Hannah tampoco quería morir por ellas—. ¿Todo el dinero está allí? ¿No usó nada? —No se llevó nada —dijo la señora Manly con satisfacción. —Así que la mayoría de la fortuna está allí, y ha estado acumulando intereses durante quince años. —La idea dejó atónita a Hannah; pero no tanto como otra revelación que se le ocurrió, se arraigó y creció—. Nathan Manly... ¿dónde está él? La señora Manly ya no cacareaba ni sonreía con satisfacción. Adoptó un aire despectivo con todo el desdén de una aristócrata norteamericana por un plebeyo. —Está muerto en algún lugar, un fantasma planeando su venganza… sobre quien haya sido lo suficientemente tonto para matarlo.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1111 Carrick se paseaba entre la multitud afuera de Mango, el club más de moda en Nueva York, y mientras se movía hacia el gorila, escuchó los comentarios corriendo entre la gente detrás de las cuerdas. Una voz, dura e impaciente. —¿Quién es él? Sin aliento. —Se parece a Brad Pitt. Desdeñosa. —No, Brad Pitt es demasiado viejo. Se parece a ese tipo que ganó un millón de dólares en un día en el mercado de valores. Un bufido impaciente. —No, es German Maddox, el actor que hará del nuevo villano de Batman. Carrick no miró a la mujer deliberadamente; no quería saber si era joven o vieja, gorda o flaca, bonita o un perro. Pero estaba satisfecho. —Es Carrick Manly. Carrick siempre plantaba a alguien para que comunicara su nombre real. —¿Quién es? Era la misma mujer que lo había confundido con un actor. Carrick frunció el ceño. —Es es playboy rico cuyo padre huyó con la fortuna de la familia —dijo su infiltrado. —Entonces, ¿de dónde saca el dinero este tipo? La mujer desconocida estaba bastante menos impresionada. —Nadie lo sabe —le informó el infiltrado—, pero siempre es bienvenido en lugares como este. En el momento justo, el gorila hizo señas a Carrick para que entrara. La música chillaba. Las luces destellaban. Había palmeras de metal en grupos alrededor de las mesas. Se suponía que estuviera decorado como una isla desierta. En cambio, se veía como una playa con LSD. Reconoció a media docena de actrices jóvenes, celebrando su juventud, sexo y fama con tanta energía como sus dietas y sus drogas les permitían. Los actores también estaban aquí, y los hijos de políticos, y gente que era famosa por tener una fortuna familiar o crear escándalos. Y él era uno de ellos. Su fortuna familiar había desaparecido, y el escándalo era de su padre, pero cuando la mayoría de los hombres se hubiesen dado por vencidos y empezado de cero, él había fijado la meta de seguir siendo uno de la élite, y nada probaba su éxito como ser bienvenido en Mango. Hoy había sido un día de mierda. Esta noche, necesitaba estar en Mango. Comenzó a dirigirse a una mesa, una donde tres muchachas lo observaban con interés. Tenían probablemente diecinueve años. Estaban indudablemente drogadas. Y si no llegaba a ellas, alguien más lo haría. Casi había llegado cuando alguien lo agarró del hombro. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Se dio vuelta enojado. El hombre tenía la cabeza afeitada, llevaba anteojos oscuros y estaba vestido de traje. No era nada especial, pero algún instinto de preservación le dijo a Carrick que era alguien a respetar. —¿Quién eres? El tipo de cabeza afeitada le habló al oído. —A Osgood le gustaría verlo. Mierda. Nadie sabía quién era Osgood. Nadie sabía cómo se veía. Nunca nadie lo veía, o si lo hacían, no lo admitían. Hasta este instante, Carrick no había sabido si creer los rumores de que Osgood existía, mucho menos que era dueño del club. Osgood tenía una reputación aterradora; una que mantenía a la policía callada sobre las “irregularidades” del bar. Y ahora... Osgood quería verlo. Un final de porquería para un día de mierda. —¿Qué quiere? —preguntó Carrick. —No tengo conocimiento de los asuntos de Osgood. El tipo se dio vuelta y se alejó sin mirar atrás para ver si Carrick lo seguía. Lo hizo. Caminaron hacia los servicios, luego giraron de repente hacia la pared negra vacía. El tipo hizo algo, Carrick no vio qué, y se abrió una puerta. Entraron en un corredor en penumbras, que se veía como algo salido de una película de prisión, y caminaron hacia el final, hacia una estrecha puerta de metal sin picaporte. El tipo hizo nuevamente su magia, y la puerta se abrió con un chirrido. El tipo hizo señas a Carrick para que entrara. Carrick no quería ir. Tenía la fea sensación de que sabía por qué había sido convocado, y no podía ser bueno. —No se demore en el pasillo, señor Manly. Adelante —lo llamó una voz masculina cálida y melosa. El guardia clavó su rodilla en medio de la espalda de Carrick. Lo golpeó tan fuerte que Carrick entró tambaleándose en la habitación, cayó sobre sus manos y rodillas, y colapsó con un resuello. Se le había quebrado una costilla, y su riñón izquierdo estaba amoratado. El tipo de cabeza afeitada entró detrás de él y cerró la puerta. Las paredes estaban pintadas de gris. No había un cuadro ni una ventana a la vista. Olía raro, como medias sudadas. Y Osgood estaba sentado detrás de un escritorio, con una lámpara de mesa apuntada hacia afuera. Era una disposición que lo dejaba en la oscuridad, pero Carrick tuvo la impresión de un cuerpo menudo y mediana edad, parecido al tipo que hacía pan de centeno para las charcuterías de Nueva York. Para nada imponente. Entonces Carrick intentó ponerse de pie. El tipo de cabeza afeitada lo golpeó detrás de la rodilla y cayó otra vez. Osgood no tenía que ser imponente. Tenía a su matón contratado para ser imponente por él. —Bien, señor Manly, aquí está el problema de su factura pendiente en el bar. Osgood hizo crujir algunos papeles. —Puedo pagar la cuenta. Carrick sospechó que se había esguinzado la muñeca. También sospechó que a menos que se ocupara de esta factura, la muñeca sería el menor de sus problemas.
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—Son más de veinte mil dólares. —¿Qué? —Carrick puso un pie debajo suyo y empezó a pararse—. No hay manera de que haya tragado veinte mil dólares de alcohol. Osgood movió un dedo, y el tipo de cabeza afeitada pateó a Carrick de costado contra la pared. Mientras Carrick caía al piso, Osgood dijo: —Están los alquileres de la sala de actuación personal arriba del bar, y las artistas. Están los cigarros y la heroína. —Siguen sin ser veinte mil —jadeó Carrick y dio un respingo, pero el tipo de cabeza afeitada no se movió. —¿Olvidé mencionar que también poseo Rachard’s en Soho, y Bitter’s en Greenwich? Dios. Carrick había estado desplegando sus asuntos, suponiendo que si no debía demasiado en un solo lugar, estaría bien. Antes siempre había funcionado. ¿Cómo se suponía que supiera que Osgood era dueño de todos ellos? —Puedo pagar. —¿De veras? —preguntó Osgood. —Tengo mis medios. De ninguna manera Carrick iba a decirle a Osgood lo mermadas que estaban sus finanzas. —Su cuenta bancaria está vacía. Su apartamento no es suyo. Sus amigos no le prestarán un centavo más. —Osgood rió como si estuviera indulgentemente divertido—. Está en tan mal estado financiero, que no se atreve a entrar en Saks por miedo a que le embarguen los zapatos. —¿Cómo sabe lo que hay en mi cuenta bancaria? —Una pura rabia puso a Carrick de pie en un instante—. Le conviene jodidamente no estar husmeando… El tipo de cabeza afeitada sacudió tanto a Carrick que luces explotaron detrás de sus ojos. Gritó como una niña y se desplomó, retorciéndose y abrazándose a sí mismo. A través del zumbido de sangre en sus oídos, oyó a Osgood decir: —No aprende muy rápido, ¿verdad, señor Manly? No está de pie en mi presencia. No cuando me debe dinero y no tiene modo de pagarme. Usted se arrastra. Cuando Carrick recuperó la respiración, dijo: —Yo no me arrastro. —Ya lo veremos. Osgood sonaba divertido. Cayó el silencio, roto únicamente por el áspero jadeo de Carrick. Primero debatió intentar ponerse de pie nuevamente. Luego se preguntó si debería mostrar más resistencia. Entonces, a medida que se prolongaba el silencio, mientras Osgood estaba allí sin hacer un sonido, mientras el tipo de cabeza afeitada permanecía inmóvil, la imaginación de Carrick comenzó a maquinar. Primero recordó la facilidad con que el tipo de cabeza afeitada lo había derribado. Luego tomó en cuenta los chismes sobre Osgood: que era un pedófilo, un violador, un sádico, que era responsable por todo un cementerio de los cuerpos mutilados encontrados en el puerto de Nueva York.
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Finalmente Carrick recordó que nadie sabía dónde estaba... y a nadie le importaba en realidad. Temía preguntarlo, pero temía no preguntar. Al final, se aclaró doloridamente la garganta y susurró: —¿Qué quiere? Con una voz cálida, alentadora y satisfecha, Osgood dijo: —Parece ser que usted cree que su madre sabe dónde está oculta la fortuna de su padre...
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1122 Hannah corrió fuera de la casa, subiendo el sendero del acantilado, bajando por él, con sus zapatillas golpeando el concreto a una velocidad constante. El viento frío soplaba en ráfagas desde el océano, las olas chocaban contra los acantilados, el aire salado la incitaba a seguir adelante. Mantenía un ojo en las nubes que se movían rápidamente, sabiendo demasiado bien que no quería quedar atrapada a tres kilómetros de la casa cuando irrumpiera la tormenta otoñal pronosticada. Pero tampoco quería regresar. Los arreglos de último momento para la fiesta de Halloween, la presión de conocer el secreto de la señora Manly, el escrutinio de la misma Balfour House hacía que cada salida a correr fuera más importante que la última. Había empezado a perder peso; sus pantalones de jogging le quedaban flojos alrededor de la cintura, y no sólo porque el elástico era viejo. Calentada por el ejercicio, se detuvo en el indicador del primer kilómetro, se sacó la sudadera con capucha y la ató alrededor de su cintura. Echó un vistazo al paisaje; estaba sola, excepto por un turista sentado en el punto más elevado de la propiedad, con un par de binoculares en las manos. La costa de Maine era rica en fauna y flora, atrayendo observadores de aves de todo el mundo. Este tipo era resistente, sentado aquí afuera con un sombrero tejido bajo sobre sus orejas y un enorme abrigo de plumón envuelto alrededor de su cuerpo, observando las gaviotas revoloteando y bajando en picada con la brisa. Lo saludó con la mano, sin pensar una sola vez que él notaría algo tan insignificante como un ser humano. Él la asustó al devolverle el saludo. Tal vez no era tan obseso como ella había imaginado. Comenzó a correr otra vez, poniendo la mira en la cima de la siguiente colina... cuando su auricular sonó. Nadie nunca la llamaba cuando estaba corriendo, así que esto no podía ser bueno. Disminuyó el paso, sacó el celular de su bolsillo y miró el identificador de llamadas, esperando ver que era Balfour House. Pero no, aunque el número disparó un vago recuerdo en su cerebro. Tocó el auricular. —¿Hola? —¿Hannah? ¿Es un buen momento? La voz profunda también sonaba vagamente conocida, cálida y suave, como una mano tierna deslizándose por su espalda. Entonces la ubicó. —Trent. Trent Sansoucy. —Lo recordaste. Me siento halagado. Debía haber llamado a la casa y obtenido su número de celular. Pero, ¿por qué? La voz de él cambió, se volvió preocupada. —¿Estás enferma? Suenas como si estuvieras teniendo un ataque cardíaco. Ella rió y volvió a acelerar. —Estoy ejercitándome. —Estás jadeando. —Estoy corriendo. Jadear es algo bueno. ¿Qué puedo hacer por ti?
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—Susan Stevens está disponible ahora, y me gustaría arreglar una cita para que ella vaya a hacer su magia. —Él era todo negocios, su voz con acento de la Costa Este sonaba un poco más a Boston que antes—. Me gustaría que esté dentro antes de la fiesta. —A mí también. ¿Qué tan pronto podemos recibirla? —Mañana, si quieres. —Mañana es perfecto. Tanto la señora Manly como yo estamos preocupadas con la situación tal como está. Él se puso alerta… Hannah pudo notarlo en su voz. —¿Por qué? ¿Han visto algo? ¿Escuchado algo? —Eh... no. No iba a contarle que pensaba que la casa la estaba observando. Él probablemente decidiría que estaba loca, porque, bueno… era algo loco. Pero pese a sus auto—sermones, esa sensación irritante, sigilosa de ser observada nunca había desaparecido. Él debió haber escuchado su vacilación, y dijo severamente: —Deberías informarme sobre cualquier cosa que sospeches. Así que ella le contó la parte fácil, la fáctica. —Sospecho que con el gobierno acusando a la señora Manly de ocultar información sobre Nathan Manly y su fortuna, hay una posibilidad de que alguien pudiera querer presionar a la señora Manly para que revele lo que sabe, y podrían hacerlo de manera violenta. No agregó que Carrick Manly era su principal sospechoso. La mayoría de la gente no había alcanzado a ver ese lado falso de Carrick, y ni siquiera ella pensaba que él realmente pudiera recurrir al derramamiento de sangre. El problema era que cuando lo había conocido, tampoco hubiera sospechado jamás que él querría que Hannah espiara a su madre, y que estuviera dispuesto a chantajearla para salirse con la suya. —También estoy preocupado por eso. Había esperado que no se te hubiese ocurrido. —Me alegra que no desestimes mis miedos. —Subió trabajosamente otra colina—. A veces me pregunto si estoy siendo paranoica. —Sólo porque estés paranoica, no significa que no estén detrás de ustedes. —Ella rió entre dientes, como él pretendía que hiciera—. A decir verdad, cuando se trata del peligro, las mujeres tienden a ignorar sus instintos cuando no deberían. —Trent sonaba tan cordialmente preocupado que ella tuvo esa sensación de mano—por—la—espalda otra vez—. ¿Hay algo específico que te inquiete? ¿Qué diablos? Bien podría decírselo. Él probablemente había oído cosas más tontas. “La casa es vieja y cruje con el viento, así que escucho pasos que no están allí. Es más que el dinero. Es todo el asunto de que Nathan Manly no ha sido visto desde que desapareció.” Sin importar cuánto lo intentara, Hannah no había podido olvidar la convicción de la señora Manly de que alguien había matado a Nathan, y que él estaba planeando su venganza. —Supongo que podrías decir que le temo a los fantasmas. —¿Le temes al fantasma de Nathan Manly? Pensé que seguía vivo en alguna parte. —Eso es lo que dicen, pero nadie lo sabe con certeza, ¿verdad? —Hannah había dicho demasiado y se refrenó, volviendo a los hechos—. Le tengo más miedo a los intrusos,
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especialmente porque yo sería quien estaría defendiendo a la señora Manly. —Seguramente los sirvientes intervendrían. ¿El mayordomo? —¿Nelson? No. Trent se quedó callado un largo momento. —Entonces tienes razón en sentirte intranquila. ¿Envío a Susan a las diez mañana? —A las diez estará bien. Ella podía asegurarse de que la señora Manly se cambiaba, tomaba su desayuno y sus medicamentos antes de que Susan apareciera. —Instalaremos la seguridad tan pronto como sea posible. —Gracias. A Hannah le gustó que no la hiciera sentir estúpida. —Entonces... ¿cuánto corres? ¿Cuánto corro? Ella se repitió la pregunta en silencio. Trent no estaba cortando el teléfono. Estaba sacando conversación. Se relajó y sonrió. ¿Tenía razón la señora Manly? Su última conversación había sido un flirteo. ¿Él la había disfrutado? —Corro de tres a seis kilómetros por día, dependiendo del clima y cuánto tiempo tenga. —El clima no se ve muy bien hoy. Ella oyó la brisa silbando en el micrófono de él; aparentemente también estaba afuera. —Buen punto. Hannah miró las nubes, altas, púrpura y amenazadoras en el horizonte. Se dio vuelta y se encaminó de regreso. Casi cinco kilómetros, subiendo y bajando pendientes, a través de la arboleda y a lo largo del acantilado, hasta la casa. En su consternación por la historia de la señora Manly, no había estado prestando atención. Había llegado demasiado lejos. Iba a empaparse. —¿Por qué corriste tan lejos? —A veces necesito alejarme. —Es una mujer difícil. Me refiero a la señora Manly. Mi padre siempre lo dijo. Hannah se enfadó ante su suposición de que era la señora Manly quien la alejaba de Balfour House. —Ha tenido demasiadas decepciones en su vida —su esposo, su hijo—, y demasiada responsabilidad sobre sus hombros. Eso le ha dado una dura caparazón, pero por dentro es una buena mujer. —Es bueno de tu parte defenderla. —Él vaciló como un tipo que sabía que había metido la pata, pero que no sabía cómo ni por qué—. ¿Te recuerda a tu madre? —Dios, no. Mi madre era... —Hannah rió en voz alta—. Si buscaras joie de vivre en el diccionario, habría una foto de mi madre. La vida tampoco fue buena con ella, pero nunca permitió que eso la deprimiera. —Suena estupenda. Él seguía sonando cauteloso. Hannah supuso que lo había pisoteado un poco excesivamente firme, así que siguió conversando. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Ella insistía en que viajáramos, nos divirtiéramos, lo pasáramos bien cuando podíamos. Íbamos al festival de Renacimiento cada año, y ella siempre me compraba un regalo; una bufanda, un anillo o una cara tallada en un nudo de madera. Mamá hablaba francés con fluidez, adoraba la cultura francesa, veneraba la cocina francesa. Así que comíamos afuera una vez por semana en un pequeño café que se especializaba en comida campestre francesa. Siempre compartíamos un postre después: mousse au chocolat, o un éclair, o crèpes à la Normande. Las vacaciones generalmente eran un viaje en auto hasta un hostal en Pennsylvania o algún sitio cerca, pero un año, cuando yo tenía catorce, uno de sus doctores ganó un viaje a Provenza, y dijo que no tenía tiempo para ir, así que se lo regaló a ella. —Así como así, se lo regaló. Había una aspereza en la voz del hombre. Cinismo, supuso Hannah. Pero le aseguró: —Era un buen hombre. Creo que el doctor McAllister lo hizo porque sabía cuánto mamá deseaba ir. Creo que fue el mejor momento de su vida. Sé que fue el mejor momento de la mía. Sin advertencia, Hannah se quedó sin habla. El recuerdo de ese momento destelló con mucha intensidad en su mente: sentada en un pequeño bistró, oliendo la lavanda en flor, observando a su madre con el rostro vuelto hacia el cálido sol y sonriendo... Hannah dejó de correr, se dio vuelta y enfrentó la tormenta que venía, esperó que el aspereza irregular de su respiración sonara como jadeos. Trent esperó lo suficiente para que la opresión en su pecho se aliviara. —¿Qué le sucedió? No sonaba curioso; sonaba amable y como si realmente quisiera saberlo. Esa mano otra vez, acariciando su espalda, aliviando su dolor. Directamente debajo de ella, la delgada franja de playa arenosa se encontraba expuesta a la marea baja. La oscura agitación de las olas llamaba a Hannah, y un sendero estrecho se retorcía entre las rocas y la gayuba. Desafiando a la naturaleza, salió del sendero empedrado y entró en el silvestre. —Sufría de artritis reumatoidea. Hannah resbaló un poquito en la gravilla, se enderezó y siguió adelante. —¿Hannah? —Trent sonaba preocupado—. ¿Sigues corriendo? —Estoy corriendo realmente, de veras. —La playa se acercaba. El viento se aceleró. El océano era más salvaje. Y Hannah seguía hablando—. El último recambio de cadera de mamá fue complicado. Había tenido tantos, ¿sabes?, y siempre estábamos al borde del desastre. Su jefe no era comprensivo… de hecho, el señor Washington hubiese encajado muy bien en una novela de Dickens, y mamá volvió a trabajar demasiado pronto. —El sendero terminaba a un metro sobre la arena. Hannah saltó. Aterrizó. Permitió que el breve triunfo se llevara la amargura de sus palabras—. Estaba haciendo los recados de él, cayó por la escalera y murió. —Buen Dios, eso es horrible. —Trent sonaba rotundamente estupefacto—. ¿Cuántos años tenías? Hannah caminó por la playa, la arena húmeda compacta bajo sus zapatillas. —Dieciséis pero, lo creas o no, era bastante competente y sobreviví muy bien. Estaba orgullosa de eso.
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—¿Cómo? ¿Cómo logra una niña de dieciséis años sin padres conseguir una licenciatura en enfermería? —Con becas, principalmente. El señor Washington fue persuadido de fijar una pequeña suma para mí, también, pero eso apenas cubría mis gastos básicos. Era un abogado respetado, ¿sabes? La espuma le salpicó el rostro. Las nubes seguían creciendo. —Tienes que estar resentida. Debes querer venganza, sino contra él, entonces contra otros hombres que son bastardos indiferentes. A Hannah no le gustó eso. Trent sonaba como una figura de la radio con un título en psicología popular. —Es difícil dejar de esperar que algún día el Karma alcance al señor Washington, pero no me mortifico por eso. Mi madre también tenía sus razones para estar amargada, pero se negaba a eso. Decía: “Tenemos que vivir un poco, hacernos felices, ¿o qué sentido tiene todo el sufrimiento?” Y tenía razón. Sé que la tenía. Delante suyo el acantilado rocoso, abierto en cuevas poco profundas, se desplegaba lejos entre las olas. Hannah no quería tomar el sendero breve y empinado que conducía a la cima, de vuelta a la civilización, a Balfour House, a la señora Manly, sus enfermedades, su exigente pedido y las insoportables responsabilidades de Hannah. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Se estaba quedando sin espacio en la playa. El oleaje tormentoso llevaba la marea más y más arriba. Si se quedaba allí, sería arrastrada. Así que trepó. —Escucho el océano. ¿Sigues en el sendero? —¿Por qué no estaría en él? Levantó la mirada cuando subió al pavimento y alcanzó a ver al observador de aves, parado sobre las rocas en el punto más alto de la propiedad, con sus binoculares recorriendo el área. La encontraron y se detuvieron, casi como si hubiera estado buscándola. Luego siguieron moviéndose. Hannah quería decirle al tonto que con esta tormenta, hasta las aves marinas estaban yendo a tierra. Pero estaba demasiado lejos, y mientras lo miraba, él se sentó otra vez y escudriñó el horizonte. Las primeras gotas de agua fría le salpicaron la frente. Se desató la sudadera con capucha, metió los brazos y empezó a correr incluso antes de haber subido la capucha. A Trent le dijo: —Gracias por preguntar por mi madre. No tengo oportunidad de hablar sobre ella muy seguido. Cuando murió, mis amigos temían decir mucho por miedo a que llorara, y después todos la olvidaron, excepto yo. Así que esto ha sido agradable, aunque un poco unilateral. —Ha sido interesante. Siento que tengo comprensión sobre por qué te convertiste en enfermera. —Sí, no hay ningún misterio en mí. —Eso no es verdad. Muchas mujeres hubiesen supuesto que ya habían hecho su parte y jurado nunca volver a cuidar de otro paciente. —En cambio, yo quiero salvar al mundo. —Una ráfaga de viento la empujó a un costado. Se tambaleó, se enderezó y siguió corriendo—. El doctor McAllister me dijo que tendría que
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superarlo o me agotaría, y tenía razón. Tengo veinticuatro años, mis últimos tres pacientes eran ancianos y fallecieron bajo mi cuidado, y no puedo aguantar mucho más. Mi próximo paciente será más joven, uno a quien pueda enseñar a vivir, no ayudar a morir. —Sí, no puede ser bueno... tener que ayudarlos a morir. —La voz de él sonaba apagada, como si estuviera hablando a través de un trapo—. ¿La señora Manly morirá pronto? —Está en mejor estado que cuando llegué aquí —respondió Hannah cortante. Entonces suspiró—. Pero no, no vivirá para siempre. Ni siquiera lo desea. Estaba lloviendo más fuerte, y no estaba segura de lo que él dijo, pero sonó como: —¿Es eso lo que te dices a ti misma? Con un rugido, los cielos se abrieron. La lluvia caía como en baldes, aporreándola, llenándole las zapatillas de agua, empapando su ropa. —Tengo que irme —gritó. —Hablaremos en otra ocasión —gritó él también. Hannah cerró el teléfono y corrió tan rápido como podía hacia Balfour House. Él podía ser calvo. Podía ser petiso. Podía tener sobrepeso. Pero no había disfrutado tanto de una conversación en años. Por supuesto, era ella quien había hablado. Pese a la lluvia que goteaba de su nariz y mentón, sonrió. La próxima vez que hablaran sería más equilibrado. Ella le haría algunas preguntas. La próxima vez. Con un exceso de buen ánimo, subió saltando los escalones hacia el porche, y se abrazó a sí misma con placer. Él había dicho que hablarían en otra ocasión. Dándose vuelta, miró hacia la propiedad Balfour y vio al amante de pájaros bajando de las rocas de un salto y corriendo hacia el sendero empedrado. Esperaba que lograra entrar antes de que cayeran rayos.
Para regresar dentro de Balfour House sin ser visto, Gabriel tuvo que tomar el camino más largo, permaneciendo fuera de vista de las ventanas hasta su última carrera hasta la puerta trasera y subiendo las escaleras. En su cuarto, se sacudió como un perro y se dirigió al baño. Puso los binoculares sobre el tocador y dejó caer sus ropas empapadas al piso de linóleo agrietado. Dios mío, el norte era deprimente en invierno. Peor, los norteños te miraban a los ojos y te decían que esto no era invierno... era otoño. Abrió la ducha con agua caliente, y cuando el vapor se elevaba en la bañera, se metió. Estaba tan frío que le dolían los dedos de los pies, temblaba tanto que le repiqueteaban los huesos, pero debía decir que había aprendido mucho hoy. Se había enterado por qué Hannah era tan natural con los pacientes artríticos. Se había enterado cómo había aprendido las artimañas de la extorsión, y por qué pensaba que era una manera tan sencilla de ganar dinero. Incluso se había enterado por qué ella suponía que estaba justificada. Si decía la verdad —y por la investigación que había hecho, así era— ese asunto de la muerte de su madre había sido terrible para que una niña de dieciséis años lo manejara. Pero también había aprendido que extrañaba sinceramente a su madre. A Hannah le había Traducido y corregido por ALENA JADEN
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gustado su madre. La había admirado. Su madre, que la había dado a luz sin el beneficio del matrimonio. Su madre, que había aceptado un viaje que le había regalado su doctor. Pero, sin embargo... ¿no significaba su afecto por su madre que tenía más que un alma marchita, desprovista de emoción? Sí. Así era. También había aprendido otra cosa. Había aprendido que le gustaba cómo se movía Hannah. Incluso vista desde una distancia a través de lentes binoculares, mostraba la destreza y resistencia de una atleta. Pero además... había admitido que la señora Manly moriría pronto. Muy bien. Se veía como la mujer de sus sueños. No obstante, no podía confiar en ella. Y no se atrevía a amarla. Pero no podía esperar para volver a hablar con ella.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1133 Hannah había llegado a detestar Balfour House. El viento otoñal arrojaba hojas secas contra las ventanas del estudio y gemía alrededor de los aleros. Una constante lluvia fría goteaba del techo, y mucho más abajo, el océano rugía con el paso de la primera tormenta de la temporada. Las nubes atenuaban cualquier luz del sol del atardecer, y Hannah se estremeció cuando el frío se filtró a través de las paredes de piedra gris y dentro del estudio, donde ella y la señora Manly estudiaban la lista una vez más. Y alguien estaba observándola. Sonó un golpe en la puerta del estudio. —Adelante —dijo la señora Manly. Susan Stevens asomó la cabeza. —Señora Manly, he hecho mi inspección de la casa, y tengo mi informe. —Bien. La señora Manly miró a Hannah, satisfecha y expectante. Seguramente ahora escucharían la verdad: que Carrick tenía cada movimiento de ellas examinado electrónicamente, esperando oír la verdad sobre la fortuna de su padre. —Adelante. Susan Stevens no se parecía en nada a la idea de Hannah de una experta en seguridad. Tenía probablemente treinta y cinco años, era alta y esbelta, con ojos marrones y cabello castaño ondulado que tenía atado en un nudo flojo en la nuca. Tenía el maquillaje tan perfectamente aplicado que a Hannah no le sorprendió descubrir que había sido una antigua participante de concursos de belleza, y aunque llevaba jeans y remeras y, cuando trabajaba afuera en el frío, sudadera, hacía que cada prenda se viera como si la hubiese comprado a un diseñador de primera. La señora Manly giró su silla de ruedas para enfrentar a Susan. —Tome asiento. ¿Le gustaría un poco de café? —Eso sería fabuloso. —La nariz de Susan estaba atractivamente rosada—. Se pone frío pronto aquí arriba. —Hannah, pide una cafetera nueva —ordenó la señora Manly. Mientras Hannah hablaba con el sirviente que daba vueltas, la anciana le dijo a Susan—: Es el final de octubre. Por supuesto que hace frío. —Soy de Houston. No se pondrá frío en Texas hasta Acción de Gracias. Tal vez. —Susan sonrió afectuosamente—. A veces no hiela en todo el invierno. —A mí me agradan las cuatro estaciones —entonó la señora Manly. —El invierno está sobrevalorado —dijo Susan amablemente. Hannah rió. —Yo he pensado lo mismo. Especialmente en febrero, cuando la nieve se convertía en hielo en las calles y el viento le rasgaban la piel. Un golpe discreto sonó en la puerta, y Hannah buscó el café recién preparado. Mientras lo servía, Susan abrió la carpeta que tenía y le entregó a la señora Manly una hoja de papel.
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La señora Manly la aceptó. —¿Qué la trajo aquí arriba a trabajar para Seguridad Sansoucy? —Voy donde me necesitan. Susan aceptó la taza de Hannah y le añadió azúcar y tanta crema que la infusión se convirtió en un canela remolineante. —Pero Maine parece un gran cambio para usted. La señora Manly observaba a Susan con tanta atención que Hannah se preguntó qué vería. —La ventaja de estar soltera otra vez es que puedo ver el país como desee —dijo Susan firmemente—. Pero se lo prometo, estaré aquí para su fiesta. —¿Cómo guardia? —Hannah estaba sorprendida—. Pensé que usted era la experta técnica. —Lo soy. Trabajo cada ángulo que puedo. En este negocio, es mejor ser indispensable. Ahora. —Susan se inclinó hacia delante—. Aquí está mi informe, con tres planes diferentes para incrementar la seguridad aquí en Balfour House. Susan habló con entusiasmo sobre colocar cámaras y micrófonos afuera, en todas las entradas, y en los corredores y las salas públicas, pero la señora Manly no estaba escuchando. Hannah podía notar que no estaba escuchando. La joven tuvo la sensación de que la misma variedad de expresiones cruzaban su rostro que el de la señora Manly: primero expectativa, después desconcierto, y finalmente, cuando Susan continuó sin decir nada sobre haber encontrado cámaras y micrófonos ocultos en los corredores y las habitaciones, desilusión. Cuando la mujer terminó, se recostó y bebió su café. —Por supuesto, sé que nuestros clientes siempre están interesados en opciones, pero en este caso, cuando el hogar es histórico y está lleno de valiosas antigüedades, recomendaría el paquete completo de seguridad. Sinceramente, me asombra que no haya tenido ningún robo. —Yo sólo... pensé que teníamos algunas cámaras de seguridad. ¿No encontró ninguna durante su evaluación? —preguntó la señora Manly. —No. —Susan sonaba amablemente vacilante—. Tiene un sistema de alarma anticuado, pero no ha funcionado en años. —Ya veo. —La señora Manly colocó los planes sobre su escritorio—. Tomaré sus sugerencias en consideración. Muchísimas gracias, Susan, la veré en tres días, si no antes. —Susan la miró en blanco—. En Halloween —le recordó la anciana. —Sí. La fiesta. —Susan dejó su taza y se puso de pie—. Seré la que esté vestida como guardia de seguridad... con un traje oscuro —se rió. —Asegúrese de llevar una máscara —le advirtió la señora Manly—. Los invitados no podrán entrar sin disfraces, y espero que los guardias de seguridad respeten mis deseos hasta donde sea posible. —Susan se veía consternada—. No se preocupe —dijo la señora Manly—. Tendré máscaras extra. —Cuando Susan se marchó, la señora Manly se volvió hacia Hannah—. Algunas personas odian sumarse al espíritu de Halloween. —Algunas personas sí. La señora Manly miró la puerta que Susan había cerrado tras de sí. —¿Qué piensas, Hannah? ¿Es incompetente? ¿No notó las cámaras y micrófonos? —Sin dudas da la impresión de saber lo que está haciendo. —Hannah tomó el papel con los planes, y ojeó la lista—. Esto parece completo. No sé qué otra cosa podría agregar.
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—¿Tiene alguna razón para ocultar el hecho de que estamos siendo vigiladas? —No sé cuál podría ser. Carrick podría haberla sobornado, pero también hubiese tenido que sobornar a Seguridad Sansoucy, y eso parece tan... disparatado. —Previsor —la corrigió la señora Manly—. Además, conozco a Carrick. Él nunca contrataría a una pequeña firma local. Siempre quiere lo mejor, y evidentemente lo mejor nunca podría estar aquí. —Y la verdad del asunto es que... nosotras pensamos que ella está diciendo la verdad. — Cuando la señora Manly la miró inquisitivamente, Hannah dijo—: Estamos hablando libremente, como no lo hemos hecho desde que hablamos por primera vez en el acantilado por encima del mar. La señora Manly suspiró. —Tienes razón. Pero... —Pero, ¿por qué se me puso el vello de la nuca en punta ahora mismo? ¿Por qué siento constantemente como si alguien estuviera observándome? Si no es algún lacayo de Carrick espiándonos... entonces, ¿quién es? ¿El fantasma de algún ancestro Balfour? Hannah pensó que estaba haciendo una broma. Pero se estremeció. No era nada extraño que Halloween se llevara a cabo en el comienzo del invierno. No tenía sentido, pero algo en el sol cayendo hacía que una persona rememorara los recuerdos de los ancestros de demonios, fantasmas y bestias de patas largas. Sin importar lo que dijera Susan, Hannah estaba convencida de que algo oscuro —algún recuerdo encerrado en el ático— dominaba esta casa. —Tonterías. —La señora Manly rió entre dientes—. Realmente eres susceptible a la atmósfera, ¿verdad? Afuera, en el recibidor, la puerta se abrió y se cerró, luego se abrió y se cerró otra vez. Escucharon un murmullo de voces; entonces Nelson entró y anunció: —Ha llegado el señor Manly. —¿El señor Manly? El color desapareció del rostro de la señora Manly. Posó una mano sobre su corazón, y Hannah se dio cuenta de que no era tan inmune como pretendía. Entonces Carrick cruzó el umbral. La señora Manly volvió a desplomarse en su silla. —Oh. Sólo eres tú, Carrick. —Volviéndose contra Nelson como un feroz perro guardián, dijo—: El señor Nathan Manly no está, desapareció Dios sabe dónde. Mi hijo es Carrick. Simplemente Carrick. Recuerda eso. Llámalo así. Nelson también perdió un poquito de color. —Sí, señora Manly. —Tranquilízate, mamá. —Carrick entró paseándose en la sala con semejante aire de autoridad que podría haber sido un comandante entrando en batalla—. No es como si padre fuera a regresar aquí. Está bebiendo champagne en una playa en algún lado, rodeado de bellezas. ¿Cómo había pensado Hannah alguna vez que este imbécil insensible era atractivo? Sus sentimientos debían haberse mostrado en su rostro, porque él dijo: —¿Qué? En una semana, madre tiene que comparecer en la corte federal para declarar que no Traducido y corregido por ALENA JADEN
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tuvo nada que ver con el robo de la fortuna. Bien podría acostumbrarse a que ese escándalo sea puesto a la vista de todos otra vez. Pero nadie superaba a la señora Manly. Mientras él se inclinaba para besarla, ella le pellizcó el mentón y le giró el rostro hacia la luz. Su ojo izquierdo, la mejilla izquierda y la nariz estaban hinchados y amarillo, púrpura y verde por un moretón apagado. —¿A quién enfureciste? —preguntó la señora Manly. —Estuve en una pelea. Él estaba favoreciendo su lado izquierdo. Y Hannah notó que no parecía tan sereno como antes… no se había afeitado en dos días, y sus pantalones se veían como si hubiese dormido con ellos puestos. Yendo hacia la ventana, miró el patio para automóviles. Había un Camry allí, con su pequeño baúl abierto mientras uno de los lacayos sacaba dos maletas y un bolso de viaje. Así que esta vez Carrick no había conducido un Porsche prestado. La señora Manly le giró los nudillos hacia la luz, pero estaban inmaculados. —Qué pena que no asestaras ningún golpe. Un rubor furioso subió a su rostro, y él apartó las manos. Se alejó dos pasos y miró alrededor del estudio, sembrado de pilas bien organizadas de papeles, contratos para quienes prepararían la comida, el decorador, el personal extra, el proveedor de alimentos. —Wow, madre. Estás fuera de tu habitación. No tenía idea de que la señorita Grey sería semejante hacedora de milagros. —Ella ha sido el mejor regalo que jamás me hayas traído. —La señora Manly simuló pensar—. Espera. Creo que ella es el único regalo que me has traído. Y, por supuesto, tengo que pagar su salario. Él ofreció a Hannah un movimiento de hombros y una sonrisa tan amistosa que ella quiso acercarse más a la señora Manly y a la seguridad. —Llegas temprano para la fiesta. No es hasta dentro de tres días. La señora Manly estaba perfectamente quieta, observando a su hijo mientras él se paseaba por la habitación, revisando los contratos. —Pensé que podría ayudar —dijo él. —Tenemos todo bajo control —respondió la señora Manly—. ¿No es así, Hannah querida? —Así es. —Hannah deseaba que la señora Manly no la usara para provocar a su hijo—. Pero estoy segura de que a medida que se acerque el momento, surgirán emergencias, y estaremos agradecidas por la ayuda de Carrick. —No contaría con eso —dijo la señora Manly—. No le gusta el trabajo. Pero le gusta el lujo. De hecho, me arriesgaría a adivinar que es por eso que hoy está aquí. Se quedó sin dinero. ¿No es cierto, Carrick, muchacho mío? Él giró hacia su madre. —No es nada que no pueda recuperar. No es como si fuera a pedirte capital. No cuando estás gastando… —recogió el contrato de decoración—, veinticinco mil dólares para transformar esta vieja pila de rocas en el castillo de la Bella Durmiente. —Es mi dinero —dijo la señora Manly. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—No tienes dinero, al menos no suficiente para realizar esta fiesta y mantener Balfour House el próximo año. —La atacaba como un hombre a punto de perder todo lo que valoraba—. ¿Qué estás pensando? —Estoy pensando que voy a estar viviendo en prisión el próximo año —dijo la señora Manly rotundamente—, y que el destino de Balfour House no estará en mis manos. —No tiene que ser así. —Él se adelantó y se arrodilló a los pies de ella—. Si tan sólo me dijeras dónde está la fortuna de padre... —No lo sé —dijo la señora Manly. —¿Por qué no te creo? —la voz de Carrick se elevó. —No lo sé. La señora Manly lo miraba sin piedad. —No te creo. Sí sabes algo. Carrick se puso de pie, abandonando su súplica, y se impuso sobre su madre, con las manos abriéndose y cerrándose. Hannah no podía soportarlo. Ya era suficiente. Lo empujó con una mano firme. Él se volvió contra ella, con los puños levantados a medias, los moretones en su cara brillantes contra la pálida furia de su tez. Era un matón, y la asustaba. Ella quería retroceder, escapar. Pero no podía. No podía dejar a la señora Manly con él. Así que levantó el mentón y se metió entre ellos. Por un momento prolongado, Carrick se quedó mirándola, con su rostro afeado, y ella pensó... se preguntó si la golpearía. Y si lo hacía, si se detendría. Entonces la expresión de él se aclaró, y actuó herido. Herido y admirablemente incrédulo. —Por el amor de Dios, Hannah, sólo quiero lo mejor para ella. Es mi madre. Hannah tomó la muñeca de la señora Manly. Como esperaba, el pulso de su paciente estaba acelerado. —Carrick, discúlpanos. Necesito llevarla a su habitación. —Nunca la lastimaría —protestó él otra vez. Mientras Hannah la sacaba de la sala, la señora Manly dijo por encima de su hombro: —No hasta haberme sacado esa información.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1144 Gabriel miraba fijo el monitor. No hasta haberme sacado esa información. ¿Qué diablos significaba eso? Carrick salió al recibidor y gritó tras las dos mujeres que se marchaban: —¿Qué diablos significa eso, madre? La señora Manly se rió. Cacareó, en realidad. Carrick masculló una maldición, volvió al estudio y cerró la puerta de un golpe. Era más joven que Gabriel, y había sido malcriado por el dinero, luego había recibido un fuerte golpe con la deserción de su padre, pero... que madurara. Hannah llevó a la señora Manly al ascensor. Cuando las puertas se cerraban, le preguntó: —¿Por qué hizo eso? —¿Hacer qué? —Prácticamente decirle que usted tiene lo que él quiere. La señora Manly rió brevemente. —Él creerá lo que quiera, y de este modo, estará siempre alerta. —O siguiéndome a mí. Las puertas del ascensor se abrieron en el segundo piso, y Hannah llevó a la señora Manly por el corredor hacia su dormitorio. Gabriel había estado escuchando sus conversaciones ya durante doce días, y excepto por las dos llamadas a Hannah, había estado totalmente aburrido. Planear fiestas no era lo suyo, y la discusión de dos horas sobre qué tono de rosado usar en las rosas trepadoras casi lo ponía en coma. Ahora Susan las había tranquilizado, les había dicho que nadie estaba espiándolas, y en diez minutos él había estado más entretenido —y había obtenido más información— que en los doce días previos enteros. Entraron en el dormitorio y realizaron el ritual al que Gabriel se había acostumbrado tanto. La señora Manly usaba el baño. Hannah le tomaba la glucemia y le daba sus medicamentos. La señora Manly subía cansinamente a la cama. Mientras Hannah acomodaba las mantas, la mujer dijo: —Hannah, no decaigas ahora. Hay demasiado en juego aquí. Un billón de dólares. Mil vidas. Gabriel acercó más su silla. ¿Había dicho lo que él creía que había dicho? ¿Estaba la señora Manly insinuando que le había dicho a Hannah Grey dónde estaba el dinero y cómo acceder a él? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Antes de que él hubiese llegado? No. No, porque si así fuera, Hannah habría desaparecido. ¿Verdad? Esa era la suposición con la que había estado trabajando, porque una vez que tuviera la información por la que había venido, ¿qué razón tendría para quedarse? —Si no deja de permitir que Carrick la altere tanto, tendrá un infarto.
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—Siempre y cuando sea fatal, no me importa. —La señora Manly respiró hondo—. Entonces no tendría que ir a la corte. —Sí, pero entonces Carrick ganaría —la provocó Hannah—. Y toda esta planificación de la fiesta será para nada. —Tú, jovencita, eres demasiado inteligente para tu propio bien. —Aferrando los hombros de Hannah, la señora Manly la acercó. La miró a los ojos con tanta sinceridad que Gabriel quedó fascinado—. ¿Lo recuerdas? —Cada palabra. —Hannah era igualmente seria—. No lo olvidaré. —Entonces puedo descansar. La señora Manly la soltó. Las dos mujeres se recostaron, tomaron aire como si hubiesen estado fascinadas por una película excesivamente espectacular... Titanic o la más nueva de Batman. Gabriel pensó mucho en lo que había dicho la señora Manly en realidad. Evidentemente despreciaba al pobre Carrick, y por lo que Gabriel sabía sobre su personalidad, ella se mofaría de su hijo simplemente por el placer que eso le daría. En cuanto a lo que le había dicho a Hannah... en algunos días, la señora Manly se enfrentaba a los agentes federales. Podía estar hablando de la fortuna sin saber nada sobre ella. O... podía saber, y estar planeando confesarle todo al gobierno. Si ese era el caso, los fiscales federales harían un trato, y eso quitaría un peso de la mente de Carrick. Y aparentemente Carrick empezaba a quebrarse bajo presión, porque había sido un perfecto idiota con su madre. Por otro lado, si ella sí sabía cómo acceder a la fortuna, y le había dado los detalles a Hannah, y la muchacha seguía aquí... ¿significaría eso que Hannah había sido víctima de mala prensa de la familia Dresser y de Carrick? —Hannah, quiero que tengas cuidado. Mucho cuidado. —Lo tendré, señora Manly —dijo Hannah con voz tranquilizadora. —Sé que piensas que soy una vieja tonta, pero la rabia de Carrick le llega hasta los huesos. — La señora Manly cerró los ojos como si estuviera cansada y avergonzada—. Es un rasgo que viene de familia. Si piensa que lo has traicionado... —Tendré cuidado. Lo prometo. Gabriel esperó para ver si decían algo más, pero la señora Manly se relajó, y en un minuto un ronquido vibrante sacudió la habitación. Hannah sonrió afectuosamente, como si ese ruido la reconfortara. Tal vez lo hacía. Ella esperaba los momentos en que la señora Manly estaba dormida y quedaba libre para sentarse y leer, o mirar televisión, o hacer lo que estaba haciendo ahora mismo, mirar fija y preocupadamente el espacio. En el negocio de Gabriel, si algo caminaba como un pato y graznaba como un pato, casi siempre era un pato. Peor, sabía muy bien cuánto su deseo por Hannah había hecho que deseara que fuera tan limpia, bonita y honorable como parecía. Era posible. Esa era otra cosa que había aprendido en este negocio. Cualquier cosa era posible. Hubo movimientos en el monitor que vigilaba el pasillo fuera de su dormitorio. Carrick cojeaba hacia la puerta, la irritación irradiaba de él.
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Su hermanito realmente se veía como si le hubiesen pateado el trasero. ¿Qué habría hecho para merecer eso? Gabriel pensó que lo sabía. Había visto los trajes costosos, había sabido sobre el departamento en Manhattan, había sospechado del estilo de vida desenfrenado. El chico estaba aprendiendo por las malas que un hombre debía trabajar por lo que tenía. Bajando el volumen, Gabriel encaró la puerta. Carrick abrió bien la puerta, entró y la cerró de un golpe. —¿Ya has encontrado algo? ¿Lo has hecho? —Nada definitivo. Porque no sabía nada definitivo, y no tenía sentido dar esperanza a Carrick cuando tenía una posibilidad, con la intervención de Susan, de descubrir la verdad. —¿Qué está llevando tanto maldito tiempo? ¿Te has perdido de algo? —Todo está siendo grabado. Carrick seguía atacando. —Nelson dice que eres el único que se sienta aquí a escuchar. Nunca permites que nadie te sustituya… —Es una situación delicada y, en este caso, no confío en nadie más. —No ha habido progresos. —Carrick se paseaba frente a Gabriel—. ¿Cuánto tiempo crees que voy a pagarte por ningún progreso? Gabriel tenía un límite de paciencia, y Carrick acababa de llegar al final de la misma. —No me has pagado en absoluto —dijo con precisión. Carrick se detuvo y se quedó quieto, mirando fijo el espacio, con sus puños abriéndose y cerrándose. —¿Es eso lo único que le importa a todos? Así que Gabriel tenía razón. El muchacho estaba viviendo más allá de sus posibilidades, y alguien había objetado. Refrenando su irritación, le dijo: —Estoy monitoreando la situación. No puedo hacerlas hablar... Carrick se abalanzó sobre eso. —Si provoco un poco más a madre… —… aunque creo que ahora tenemos una oportunidad. Brevemente, Gabriel lo puso al corriente de los cambios que había causado Susan. —Bien. Carrick cojeó hasta una silla y se sentó. —Sí. —Consciente de la preocupación de Hannah, Gabriel continuó—. Pero si le provocas un ataque al corazón a tu madre, estamos perdidos. El doctor Thalmann le dio digoxin a la señorita Grey para administrar en caso de infarto, y un tranquilizante para calmarla en caso de dolor. —¿De veras? —Carrick acercó su silla y lo miró con atención—. Un tranquilizante. Algo en la manera en que observaba el monitor hizo que Gabriel dijera: —Tienes que enfrentar el hecho de que esto podría no resultar como deseas. Carrick lo miró de reojo.
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—No sabes lo que estás diciendo. —Estoy diciendo que no hay nada que puedas hacer, o yo, si tu madre no sabe dónde están la fortuna o tu padre, y realmente no hay nada que podamos hacer si lo sabe y se niega a revelar la información. —Gabriel nunca había dado consejos del tipo de hermano mayor, pero se sintió obligado a hacerlo ahora—. Piensa, Carrick. Nunca te perdonarás si presionas a tu madre y ocurre algo fatal. Por la fría mirada que Carrick le ofreció, Gabriel se dio cuenta de que su consejo no era apreciado. —No respondo ante ti. Eres simplemente un empleado. Pero Gabriel no aguantaba esa mierda de nadie. —Este empleado no tiene que trabajar aquí, y si estás planeando violencia... —¿Violencia? ¿Yo? —Carrick echó atrás la cabeza, y sus ojos destellaron con furia—. Has estado escuchándola. Has estado escuchando a Hannah. ¿Te ha seducido a ti también? ¿Has perdido la cabeza? Muy bien. Era hora de calmar las cosas. —¿Estás seguro de los hechos? No he visto ninguna evidencia de la culpabilidad de Hannah. —¿Hechos? —Carrick se puso de pie con dificultad—. Permíteme recordarte que ella perdió su certificado de enfermería por acostarse con y posiblemente matar a uno de sus pacientes. Ahora está trabajando con mi madre, intentando sacar información para poder tomar la fortuna y escapar, dejando a mi madre para que asuma la culpa. ¿Has estado escuchando sus conversaciones? ¿Debería contratar a alguien más para que se haga cargo? —No. No, Gabriel no permitiría que otro hombre observara a Hannah trabajando, mientras dormía… y mientras se bañaba. ¿Lo había seducido? Sí, sin saber siquiera que él estaba ahí. Y él... se había convertido en el peor tipo de pervertido, observándola y deseándola. Deseando a una mujer que no sabía que él existía. Gabriel miró fijo los ojos de Carrick, imponiendo su voluntad sobre su hermano menor, desconsolado y desesperado, tranquilizándolo, devolviéndolo a la normalidad. —Te aseguro que he estado escuchando y observando, y seguiré escuchando y observando. Si quisieras revisar el video, estaré encantado de transmitirlo a tu computadora. —Hizo una pausa y dejó que Carrick digiriera cuánto tiempo estaba implicado en todos esos días de video—. Mientras tanto, ten en cuenta este hecho. Mientras más nos acerquemos a la fiesta, más cerca estamos de la audiencia en la corte, más presión sentirá tu madre y más probable será que se quiebre. Tienes que ser paciente. Los esfuerzos de Gabriel debían haber funcionado, porque Carrick respiró hondo. —Tienes razón. Sé que tienes razón. —Apoyó una mano en el brazo de Gabriel, y sus dedos se retorcieron—. Yo sólo… si madre va a prisión, no sé qué será de ella. Con una convicción formada de observar a Melinda Manly día y noche, Gabriel dijo: —Es una vieja dura. Si puede evitarlo, no permitirá que llegue tan lejos. —Es una vieja obstinada. Lo llevará tan lejos como pueda. Hasta su muerte, si es necesario. —Nunca nadie lo lleva tan lejos.
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窶年o conoces a mi madre.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1155 El teléfono sonó en el dormitorio de Hannah, y ella se apartó de su libro y miró fijo el anticuado teléfono con cable y disco negro. Nunca sonaba. ¿Quién podía llamarla? Entonces se apresuró a atender. La señora Manly debía necesitar algo. —Hannah. Hola, habla Trent. —¿Trent? Ella alejó el teléfono de su oreja y lo miró. —¿Es un mal momento? Su voz intensa con ese acento particular le erizó el vello en la nuca. —No. ¿Sucedió algo? Con la seguridad, quiero decir. Porque ya estaba acostada para dormir, pero eso no significaba que no pudiera levantarse de un salto y vestirse deprisa. Las enfermeras eran como los policías. Estaban a la altura de las circunstancias. —Todo está bien. —Él sonaba tranquilizador, amable—. Mi trabajo no es la única razón para llamar a una mujer hermosa. —Eso detuvo la carrera precipitada de ella hacia el ropero—. Es un mal momento —dijo él. —No. ¡No! Hannah se arrellanó en la cama y pensó... una mujer hermosa. Hasta donde ella sabía, nunca nadie la había descrito como una mujer hermosa. Tenía sentido que el hombre que lo hacía nunca la hubiese visto. —No sabes cómo me veo. —Estoy en el negocio de seguridad. Conozco tus secretos más profundos. Ahora sonaba gracioso y autocrítico. —Cierto. Lo olvidé. Miró el espejo encima de la cómoda anticuada e hizo una mueca. Se había lavado la cara y quitado el maquillaje, llevaba su camisón más viejo y gastado, y su cabello se veía como si un pájaro hubiera hecho nido en él. Sin embargo, la llamada había puesto un cálido brillo en sus mejillas. —Además, puedo imaginar cómo te ves, ¿o no? —preguntó él. Ya que ella había estado imaginando cómo se veía él cada vez que habían hablado, tuvo que estar de acuerdo. —Supongo que puedes, pero si has imaginado que soy hermosa, vas a estar lamentablemente desilusionado cuando me veas en la fiesta. —Lo dudo. —Su voz se profundizó—. ¿Sabes las fantasías que he tenido sobre las enfermeras? —Puedo imaginarlo, y no son verdad —dijo ella con severa finalidad. —No. Por favor. No aplastes mis sueños. —Ella se rió. A él le pareció bien, esperó hasta que hubiera terminado antes de preguntar—: ¿Qué estás haciendo ahora? —Estaba...
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Hannah miró alrededor. Se sentó en la cama con dosel, rodeada de guías turísticas, mientras la televisión hacía un ruido sordo en el canal del clima. Agarró el control remoto y silenció el sonido. —Estaba intentando conseguir un pronóstico del tiempo para la fiesta mañana a la noche. —La estación local está anunciando frío y vigorizante en Halloween. Eso simplificará mi vida, puedo decirte. Ningún paraguas para tontear, y no hay nada más miserable que estar afuera, viendo los autos llegar, cuando una lluvia fría gotea por tu cuello. Como pretendía lograr, ella sonrió. —No es exactamente la vida glamorosa que hubiese imaginado para un agente de seguridad. —¿Glamorosa? —Trent resopló—. ¿Dirías que es glamoroso hacer de niñera de una niña rica mientras ella se sacude de un club nocturno a otro? —No, eso suena difícil. —Horrendo. ¿Glamoroso? ¿Cómo pasar horas siguiendo a un marido tramposo para conseguir fotos de su última aventura amorosa, sabiendo mientras tanto que él comprará a su esposa contrariada con una joya? ¿Era así como había sido con el padre de ella? —Nunca hicieron una joya lo suficientemente grande para que yo perdone eso. —Tampoco lo entiendo. —Él pareció recordar algo más—. Oh, y no olvidemos los momentos glamorosos pasados intentando meterme en una cuenta cerrada en una computadora. Ella se puso rígida. ¿Eso era un comentario al azar, o estaba a la pesca de información? —¿Por qué harías eso? —Te sorprenderían los criminales que guardan todos sus archivos en sus computadoras. He ayudado a condenar a varios malversadores de ese modo. Trent sonaba divertido y para nada personal. Así que esta era su oportunidad para descubrir los secretos del oficio de él. —¿Cómo te metes en una cuenta cerrada? —Primero probamos las contraseñas habituales que la gente utiliza. Ya sabes, cosas como sus nombres puestos en números o sus cumpleaños tipeados al revés. El código de la señora Manley era mucho más complejo, pero Hannah igualmente necesitaba más detalles. —¿Entonces no debería usar mi fecha de cumpleaños tipeada al revés? —Definitivamente no. Si no es un cumpleaños tipeado al revés, tenemos que usar el decodificador en la computadora. —Él sonaba pagado de sí mismo—. Eso siempre nos permite entrar. —Pero entonces tienen que encontrar los archivos correctos, ¿verdad? Ella se mordió la uña del pulgar mientras esperaba la respuesta. —La mitad de las veces los archivos están ahí mismo en el escritorio, ingeniosamente nombrados con algo como Cuentas o Cifras. —Ella casi podía verlo sacudiendo la cabeza con incredulidad. Entonces él se interrumpió—. Escucha, no quieres oír sobre mi aburrido trabajo. Sí quería. Realmente quería. Pero, ¿cuánta información podía darle Trent? No podía recibir verdadera ayuda aquí. En esta situación, con tanto dinero esperando para ser liberado, sólo podía depender de sí misma.
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—Así que te contaré un secreto. Hannah se inclinó hacia delante, cruzó los brazos sobre sus rodillas levantadas. —¿Sí? —Este trabajo es una tapadera para mi profesión real. —¿Que es? —En realidad soy un agente secreto inglés. Puedes haber escuchado sobre mí. —Hizo una pausa dramática—. Bond. James Bond. Ella se encontró sentada, el libro olvidado en su mano, sonriendo tontamente. —Ese nombre no me suena. —Maldición. Me lo temía. —Él se entusiasmó de forma audible—. Supongo que tendré que llevarte en una de mis emocionantes aventuras antes de que me conozcas. —Adoro las aventuras emocionantes. —Organizaré una. Pero no le digas a nadie la verdad sobre mí, o tendré que matarte. —Mis labios están sellados. —Hannah recogió la Guía Visual de Gran Bretaña—. Pero sólo si nuestra aventura emocionante es en Cornualles. —¿Cornualles? ¿Maine? —No, Cornualles, Inglaterra. ¿No es James Bond de Inglaterra? La voz de él cambió de repente, se volvió tajante y de la flor y nata británica. —Estás en lo correcto. De Inglaterra, ese soy yo. Gallardo, elegante… —¿Pulcro? —No hay necesidad de insultar. —Ella rió tontamente—. ¿Cuál es tu interés en Cornualles? Realmente hacía un acento británico genial. Si no supiera, hubiese jurado que realmente era inglés. —Siempre he querido ir allí: Land’s End, tormentas magníficas y el Rey Arturo. La costa de Maine parece similar a Cornualles. —Me encantaría verte en Cornualles, de pie sobre las rocas, mirando hacia el mar, con el viento soplando tu cabello. Ella levantó la cabeza como si pudiera sentir el tumulto de la tormenta. Se pasó los dedos por el cabello, e imaginó cómo sería estar allí mientras las olas rompían sobre las rocas... y estar allí con él. —Por supuesto —él dejó el acento británico y sonó otra vez como él mismo, muy del noreste— , me encantaría verte en cualquier lugar. Hannah bajó el mentón y se frotó los brazos desnudos, su breve fantasía terminada. Tenía que recordar que, sin importar lo magnífica que fuera la voz de este tipo y lo bien que flirteara, era viejo, calvo, con sobrepeso y usaba medias con estampado búlgaro. Y estaba casado. Probablemente estaba casado. —Supongo que la mejor parte de todo eso de tener que dar vueltas en fiestas es la comida. Quiero decir, los anfitriones te permiten comer, ¿verdad? Sutil. Eso fue sutil, Hannah. La voz de él se puso muy seria.
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—Yo no me permito comer. Cuando se trata del contenido de grasa, la comida que sirven estos proveedores en las fiestas es tan mala como la comida chatarra, y aunque parte de este trabajo es asegurarme de que los tipos malos no entran, la otra parte es ser capaz de perseguirlos si aparecen. El buen estado físico es muy importante para mí y para todos en mi compañía. —La compañía de tu papá —le recordó ella. —Sí. La compañía de mi papá. Y ahí estaba. Trent era musculoso. Pero probablemente era viejo, casado y calvo. Aunque no demasiado viejo, ¿o cómo podría perseguir a los tipos malos? Como si hubiese hecho la pregunta, él dijo: —Tengo treinta y ocho años. Calculo que tengo otros quince años de saber que puedo manejar el trabajo de campo… siempre y cuando no salga herido, quiero decir. Entonces lo reevaluaré. — Su voz se volvió graciosa—. Por supuesto, si me caso, mi esposa podría tener algo que decir respecto a mis horarios. —Oh. ¿No estás casado? Hannah pensó que sonaba suave y despreocupada. En contraste, él sonó muy serio. —No, Hannah, no estoy casado. —Ella levantó el puño en señal de triunfo—. Ni soy calvo. Ella se sobresaltó tanto que dejó caer el teléfono. Revolvió las mantas, lo recuperó y lo llevó a su oído. —¿C—calvo? —¿No es eso por lo que siempre se preocupan las mujeres? ¿Si un tipo es calvo? —No olvides las medias con estampado búlgaro —masculló ella. —¿Qué? —¿Así que tienes un montón de cabello? —Es negro y espeso. Todavía sin canas. —Trent hizo una pausa mientras ella trabajaba en su imagen mental de él—. ¿Qué hay de ti? —Tengo veinticuatro años. Soy rubia. Creo que no tengo canas, pero si las tengo, no se notan. —Me gustan las rubias. —A mí me gustan los chicos con pelo negro. —Lo uso corto… —¿Así cuando forcejeas para derribar a los tipos malos no pueden agarrarlo e incapacitarte? — adivinó. —Eso, y el hecho de que el manual del Servicio Secreto británico dice que tengo que mantenerlo corto. —Olvidé eso. —Ella renunció a la sutileza y simplemente lo interrogó—. ¿De qué color son tus ojos? —¿De qué color crees que son? —Cabello negro, así que... ojos marrones. —Así es.
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—Usas trajes oscuros y camisas blancas, y zapatos buenos porque aunque tienes que estar cómodo cuando estás de pie, también tienes que poder correr con ellos, y tu trabajo requiere que te veas elegante. Había construido la imagen de él en su mente. —Esto me gusta. Vas a reconocerme en cuanto me veas. —La profunda voz de él se volvió casi ronca. Su imagen brillaba tan cerca que casi podía verlo—. Cuéntame sobre ti. ¿Cómo te ves? — Cuando ella dudó, le dijo—: Rubia, lo sé, así que... ¿ojos azules? —Sí. Ojos azules, tez blanca. —¿Pecas? —Oh, sí. La cruz de su vida. —Me gustan las pecas. Ella respiró hondo. El tipo no estaba diciendo nada extraordinario, pero al mismo tiempo... estaba diciendo las cosas correctas. —Todo lo demás es bastante normal. —¿Mejor rasgo? Rápido, no lo pienses. —Tengo labios agradables. —Ah. Besables. —Él lo aprobó. Ella sonrió—. ¿Peor rasgo? —preguntó. Ella suspiró—. Vamos. Dímelo —la persuadió. —Mis orejas sobresalen. —¿Mucho? —No son grandes, y mi cabello es muy espeso y lo mantengo cortado recto, así que la mayor parte del tiempo no pueden verse. —Hannah, ¿sobresalen mucho? —¡Sí! Bien. ¡Así es! —La recompensa por su honestidad fue una risita suave y cálida en su oído—. Cuando era adolescente e iba a mi primer baile, intenté pegarlas hacia atrás. No sabía por qué estaba confesando esto. —¿Cómo resultó? —Usé chicle. Se me pegó al cabello y... —Esperó hasta que él dejó de reírse y dijo remilgadamente—: Tenía el cabello largo, y tuve que cortarlo entero. Fue muy traumático. —Estoy seguro de que lo fue en aquel momento. Pero ya no te importa. Estás sonriendo. Hannah puso los dedos sobre sus labios como para ocultarlos de… del teléfono. —¿Cómo sabes que estoy sonriendo? —Puedo oírlo en tu voz. Él también estaba sonriendo. Podía escucharlo en su voz. —El chico que me llevaba al baile fue un idiota al respecto. —Los adolescentes siempre son idiotas —le aseguró él—. Lo sé. Yo lo era. Ahora estaba tan lejos de la idiotez como era posible para un hombre. Ahora era... dulce y caliente como el cacao. —Muy bien. Ahora es tu turno. ¿Cuál es tu mayor secreto?
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—Era más que un idiota cuando era adolescente. Era un rufián. Sonaba como una broma. Así que ella se la devolvió. —¿De veras? ¿Chaqueta de cuero y todo? —Sí. Robé una chaqueta de cuero. —Excepto que hablaba en serio. Ella se quedó boquiabierta—. ¿Hannah? —Aquí estoy. —Y escandalizada. —Supongo que sí. Es sólo que pareces tan… —¿Respetuoso con las leyes? Te aseguro que lo soy... ahora. Ella imaginó a un joven gamberro de pelo negro con una chaqueta de cuero, caminando con los hombros caídos por una calle dura de la ciudad, con su mirada parpadeando hacia las sombras en el callejón, siempre alerta al ataque y no obstante a salvo… porque era el mejor con un cuchillo, el mejor con sus puños, el más rudo... Contuvo la respiración con un jadeo. El silencio se había prolongado demasiado. —¿Trent? —Pensé que tal vez ahora que sabías lo que he sido, no querrías hablar más conmigo. Seguía hablando en serio. Tan serio. —No, no es eso. Estaba imaginándote como un... —Miembro de una pandilla. Era parte de una pandilla. No es glamoroso. Es malo y feo. Me enviaron al reformatorio por un año, y tuve suerte. Suerte de que me atraparan. Suerte de salir vivo. —No importaba lo que él dijera. La imagen del muchacho moreno encorvado se fortalecía en su mente. Sarcásticamente, él preguntó—: Estás imaginándote West Side Story, ¿cierto? La imagen desapareció con un pequeño estallido y ella rió entre dientes. Tenía razón. Lo veía chasqueando los dedos, preparado para bailar con la música en su cabeza. Y cuando dejó de reír, bostezó. Él dijo de inmediato: —Debería dejarte dormir. Sé que la señora Manly y su fiesta te tienen a los saltos. —Lo disfruto. No quería que él cortara. —Espero con ansias mañana a la noche. —Yo también. —Trent —agregó él. —¿Qué? ¿Por qué decía eso? —Yo también, Trent —insistió—. Me gusta cuando dices mi nombre. Me gusta cómo suena en tus labios. —Ella se mordió el labio inferior, y aunque él no estaba a la vista, no sabía adónde mirar—. ¿Sabes? —la voz de él tenía ese timbre profundo otra vez—, cuando nos veamos, será la primera vez. Pero nos reconoceremos.
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Hannah estaba cada vez más sin aliento. —Puedes buscar a la mujer con orejas que sobresalen. —Buscaré a la rubia tímida con pecas espolvoreadas en la nariz. La hacía emocionar con cada palabra. Ella frotó levemente la piel entre sus pechos, sobre su corazón. —No esperes demasiado —le advirtió débilmente. —Nos reconoceríamos aunque nunca hubiésemos tenido esta conversación. Nuestros ojos se encontrarán y sabremos... simplemente lo sabremos. Ella apretó las piernas, se movió incómoda mientras la excitación zumbaba por sus venas. —¿Estás intentando seducirme? —¿Lo estoy logrando? Ella se rió, y se sintió orgullosa del sonido desenfadado. —No, pero es divertido escucharlo. Él dudó, como si quisiera desafiarla. Entonces dijo: —No puedes decir que no lo intenté. —Buenas noches... Trent. —Y ahí lo tienes. —Él sonaba levemente gracioso—. No podría seducirte con todas las palabras en el diccionario, y tú me seduces con una sola sílaba. —Trent —repitió ella esa única sílaba—. Buenas noches, Trent. Lo escuchó gemir otra vez y colgó el teléfono sonriendo. ¿La había seducido con su conversación? Le había dicho que no. Era la mentirosa más grande del mundo. Gracias a Dios. Si Trent supiera lo fácil que reaccionaba a él... Pensó en él, que lo vería mañana por la noche, y que no podía ser tan apuesto y maravilloso como ella imaginaba. Sin embargo, iba a verlo, así que no podía haber mentido demasiado. Tal vez era bajo… de la altura de ella. Menos. Pero no pudo convencerse de que eso importaba, porque seguía oyendo su gemido cuando ella había dicho su nombre. Había sonado como un hombre en pleno clímax. Y ella... era una mujer que se había excitado con cada palabra que él había pronunciado. Se contoneó hacia abajo, lejos de las almohadas, hasta que quedó de espaldas y mirando el techo. Lo imaginó, no al joven matón rudo, sino al hombre mayor, marcado por la experiencia, con el cuerpo de un luchador y el rostro de un ángel oscuro. Lo imaginó sobre ella, apretándola contra el colchón, besándola con toda la pasión de su naturaleza salvaje, abriéndola para él...
Mientras Hannah se retorcía en la cama, envuelta en sus fantasías, Gabriel estaba encorvado sobre el monitor, respirando con dificultad. Cada vez que ella se tocaba, él gemía otra vez, imaginándose allí encima de ella, sonsacando una respuesta y ofreciéndose a cambio. Ella era todo lo que había deseado en una mujer soñada. Todo lo que había deseado en su
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alma gemela. Hannah Grey lo era todo para él.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1166 —Te ves contenta. La señora Manly descansaba en la cama, vestida con su disfraz, y miraba a Hannah preparando la bandeja de jeringas antisépticas y medicamentos que la señora Manly podría necesitar cuando regresara a su habitación. —Lo estoy. Hannah repasó la lista de posibilidades en su mente. La glucemia de la anciana estaría disparada, estaría exhausta, su presión sanguínea podría estar alta, podría tener angina, podría necesitar un sedante. —¿Porque la fiesta finalmente llegó? —Sí. Eso es. Hannah sonrió a las jeringas antisépticas colocadas con cuidado junto a cada frasco, chequeó las etiquetas otra vez, y se aseguró de que estaban impecablemente organizadas. Estaba contenta. Esa conversación la noche pasada le había hecho recordar lo buena que podía ser la vida cuando uno tenía amigos y... un amante. No porque él supiera que era su amante. Por esa misma razón, las fantasías eran increíblemente inocuas. —Ha sido mucho trabajo para ti —dijo la señora Manly. Satisfecha con la disposición sobre su bandeja, Hannah se volvió hacia la mujer y comenzó un chequeo de último momento de su pulso, su presión sanguínea y su glucemia. —Lo he disfrutado. Ha sido totalmente diferente a cualquier otra de mis tareas. Si el mundo entero de pronto se cura y el trabajo de enfermera fracasa, me meteré en organización de fiestas. —Serías buena en eso. Eres muy eficiente. El color de la señora Manly era bueno; sus ojos estaban brillantes. —Usted también espera ansiosa la fiesta —observó Hannah. Los signos vitales de la mujer eran perfectos; estaba en buen estado para ser una anciana obesa, diabética y con problemas de corazón. —Es mi último hurra antes de ir a juicio por la fortuna de Nathan. Bien podría disfrutarlo. Su voz sonaba tan disgustada como siempre, pero se veía menos amargada. Hannah posó su mano sobre el hombro de la señora Manly. —Cuando vaya a la corte, estaré a su lado. La señora Manly cubrió la mano de la muchacha con su palma. —Eso es un alivio. Me has ayudado, y aprecio cada momento que hemos pasado juntas. —¿Aun cuando la obligué a comer bien? —Incluso entonces. —La señora Manly se incorporó sobre un codo—. De hecho, como recompensa, hice que hicieran un disfraz especialmente para ti. Hannah estaba colgando el puño para tomar la presión, y se detuvo. —¿Qué es? —Está en esa funda en la percha. —La anciana se veía como si fuera a estallar de malicia—. Ve
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a verlo. Hannah fue hacia allí y bajó el cierre para revelar el disfraz en toda su gloria. Era un uniforme blanco, del tipo que las enfermeras usaban en los años cincuenta, con medias blancas, mocasines blancos, y un gorro de enfermera almidonado con insignias y una raya negra en el ala. —¡Señora Manly! Hannah estaba horrorizada. ¿Qué había dicho Trent la noche anterior? ¿Sabes las fantasías que he tenido sobre las enfermeras? —Es perfecto —dijo la señora Manly—. Puedes bailar cómodamente con esos zapatos. Las medias tienen costura en la parte trasera... Hannah levantó el liguero arrugado y las finas medias de nylon blancas, y miró a la señora Manly sorprendida e interrogante. La anciana sonrió con suficiencia. —Serás muy popular. Los hombres sueñan con las enfermeras. —Eso he oído. Hannah puso la angosta máscara blanca alada sobre sus ojos. Se miró al espejo y pensó cuánto habían dicho ella y Trent la noche pasada, y cuánto habían callado. Pensó en verlo esa noche, y que él iba a pensar que se había puesto esto... por él. Y se preguntó si finalmente su suerte habría cambiado para bien. —Gracias, señora Manly. Sé que disfrutaré del disfraz y la fiesta en igual medida. —Bien. —La señora Manly le hizo señas hacia el baño—. Ve a cambiarte. Quiero estar en mi lugar cuando llegue el primero de los invitados.
Gabriel se encontraba afuera, en la escalera de Balfour House, vestido con un traje negro y una máscara negra de terciopelo del Fantasma de la Ópera, y observaba a los invitados que llegaban a la fiesta Balfour de Halloween. Había bastante más de doscientos, gente de todas las edades y orígenes. Todos los que habían recibido una invitación habían traído un amigo, y como muchos de esos amigos eran políticos prominentes, estrellas de Broadway, doctores famosos y escritores que se hacían famosos escribiendo biografías reveladoras o romances escandalosos, no podían ser llamados oficialmente “colados.” En cambio, estaban “dando prestigio a un evento ya rutilante.” Una de las jóvenes damas, vestida con un brevísimo disfraz de Cleopatra, se detuvo y lo miró de arriba abajo. —¿Qué se supone que seas? Tenía una voz sensual que iba bien con el fino atuendo dorado, tan delgado que podía verla a través de él. —Un guardia de seguridad, señora —respondió sin rastro de humor. Detrás de la máscara, los ojos de ella se abrieron mucho, y su busto subió y bajó con tanta excitación que sus pezones se esforzaron por escapar.
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—Es un disfraz maravilloso. ¿Era realmente tan tonta? —Gracias. —Cuando hayas terminado de jugar a la seguridad, entra y baila conmigo. Su padre —no, su novio, porque le rodeó la cintura con el brazo de un modo que decía “mía”— dijo con impaciencia: —Deja de coquetear con los empleados. Su reprimenda hacia ella y Gabriel hubiese sido más efectiva si no hubiera estado vistiendo malla, calzones de seda y una peluca blanca. Él también lo supo, porque plantó sus pies y cuadró los hombros frente a Gabriel. Gabriel le devolvió la mirada sin inmutarse. Cuando el tipo no logró sacarlo de sus casillas, tiró de la muchacha con fuerza suficiente como para hacerla tambalear. Ella cayó contra él y siguió obedientemente hacia la puerta. Pero le ofreció a Gabriel una sonrisa prolongada que le hizo saber que no le importaba si era empleado o no... igualmente bailaría con él. Susan Stevens se alejó de su puesto al otro lado de los escalones. Gabriel se preparó. Con una voz falsa y chillona que iba mal con su figura esbelta, le dijo: —Oh, señor de Seguridad, eres tan alto y fuerte, ¿no harías mis sueños realidad? —Estás celosa de que no intentó seducirte a ti. —No. —Volvió a su voz habitual, grave y sexy—. Glory alterna entre tonta y loca, y no puedo manejar eso. —¿Glory? —Esa chica. Él echó un vistazo a la puerta abierta. —¿La conoces? —¿Tú no? —¿Se supone que la conozca? Susan suspiró profundamente. —Es la cantante de moda du jour, un símbolo sexual desde que tenía trece años… —Qué asco. —… que actualmente vive con su productor discográfico, que es demasiaaado viejo para ella. Gabriel movió la cabeza hacia la casa. —¿Es ese? —Es ese. Steve Chapman. —Por eso debe ser que ella está de compras, y él está preocupado. Miró hacia la hilera de autos que subía serpenteando por el camino de entrada; finalmente podía ver el final. Habían estado llegando durante dos horas, y estaba listo para ir adentro y... ver a Hannah. En cuanto se permitió pensar en ella, el recuerdo de su placer autoinducido inundó su mente.
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La había visto imaginando un amante y, en la cúspide de su clímax, la había oído gemir su nombre. La había observado mucho tiempo después de que hubiera apagado la luz y se hubiera ido a dormir, e incluso ahora, el recuerdo hacía que su cuerpo se tensara con expectativa. Después de la noche anterior, definitivamente quería ver a Hannah. —Parece que ha terminado lo peor —dijo Susan—. ¿Por qué no entras y ves cómo va la fiesta, jefe? Gabriel giró la cabeza y miró a Susan. —¿Por qué? —En primer lugar, no se espera que estés de servicio. Eso es bueno. Pareces distraído. Tal vez adentro hay alguien que atrapó tu interés. Ella sonrió de un modo que le dijo que, a su juicio, no había ningún “tal vez” al respecto. Había estado concentrado en su trabajo... pero Susan tenía un modo de observar a la gente, un don que él respetaba, porque no sólo observaba: ella interpretaba los actos y especulaba, generalmente de manera correcta, sobre sus motivaciones, sus planes, sus intenciones. Esta noche, había visto algo diferente en él. Algo más. Había visto su obsesión con Hannah Grey. Pero no iba a admitir nada. Si ella se enteraba de que él había tomado todos los turnos en este trabajo para poder mirar a su principal sospechosa cepillándose los dientes, Susan nunca dejaría de recordárselo. —Bien. Voy a hacer mis rondas. Adentro. Llama a Mark si lo necesitas. —Seguro. Susan posó sus zapatos Stuart Weitzman negros chatos sobre el escalón, puso las manos tras su espalda y observó cómo otra hermosa jovencita, acompañada por otro vejestorio, bajaba de un auto. —Es un desfile —murmuró. Con un movimiento de cabeza al siempre alerta Nelson, disfrazado como un lacayo del siglo dieciocho, Gabriel atravesó las enormes puertas dobles. No pudo creer cómo había sido transformado el lugar. Cada candelabro de cristal, cada piso de mármol, cada espiral en los muebles antiguos habían sido limpiados, lustrados, encerados. Las decoraciones habían sido creadas por una mano profesional. Cortinados de seda negra y púrpura, inflados bajo el lento suspiro de ventiladores bien ubicados, creaban una entrada similar a una cueva, que conducía a los invitados hacia el salón de baile, donde la banda tocaba melodías big band de los cuarentas, música que atraía a los invitados a la pista de baile, y los camareros circulaban con champagne y aperitivos. Allí los cortinados cambiaban, se volvían de terciopelo pintado para asemejar muros del castillo que ascendían hasta el techo del segundo piso. Rosas reales con espinas reales trepaban por los paneles de terciopelo, y aquí y allá, seda roja y púrpura se mecía como faldas bailarinas. Sip. Este era el castillo de la Bella Durmiente, sin dudas. Aunque Gabriel no lo hubiese reconocido, el disfraz de la señora Manly hubiese proporcionado la pista final. Estaba sentada justo en la mitad de la pared más extensa, sobre un ornamentado trono encima de una tarima elevada, vestida con una capa negra con forro de seda púrpura y un tocado con dos cuernos negros puntiagudos, y sostenía un báculo con una bola de vidrio en la punta y un
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cuervo disecado arriba. El disfraz era una genialidad de camuflaje. La señora Manly había envejecido desde su última aparición en público —no había modo de ocultar eso— pero el trono le daba asiento mientras recibía a sus invitados, el débil tinte verde de su maquillaje ocultaba la palidez de su piel, y sus hombros caídos parecían parte de su maligno personaje. Pensándolo bien, no era tanto un disfraz como una revelación. Gabriel miró de reojo a Carrick, parado a la derecha de su madre, y aprobó su disfraz: una larga capa negra con cuello levantado sobre pantalones oscuros y una camisa blanca con volados. Excepto por los volados, no se veía como un estúpido, y sin importar cómo se dijera, la mayoría de los hombres aquí sí lo parecían. Gabriel vio a un tipo vestido como un condón pasando por ahí. Muy bien, no se veía como un estúpido. Se veía como un pene. Finalmente, Gabriel se permitió mirar a Hannah. Ella se encontraba detrás y a la izquierda del trono de la señora Manly, y aunque era evidente que era la acompañante de la anciana, atraía casi tanto interés como la mismísima y escurridiza señora Manly. Tal vez era porque los comentarios sobre su mala fama la habían precedido. Quizá fuera porque la señora Manly la presentaba a todos a medida que llegaban. Personalmente, Gabriel pensó que era porque era tan sexy que empezaba a sudar simplemente mirándola. Llevaba un disfraz de enfermera, un vestido blanco con cinturón, con una falda a la rodilla, mangas largas ablusadas, y un depresor y una pequeña linterna en el bolsillo de la camisa. Su gorro estaba colocado con desenfado sobre su cabello rubio. Sus medias eran blancas, con una costura en la parte de atrás, y él no pudo imaginar cómo las mantenía levantadas... aquí. Si se quedaba aquí e imaginaba lo que tenía bajo ese vestido, estaría incapacitado para su deber, porque ella llevaba un disfraz de enfermera... sólo para él. Hacía que quisiera fingir una enfermedad para que ella lo metiera en la cama. La miró larga e intensamente, seguro con el conocimiento de que sus ojos estaban ocultos tras su máscara, pero entonces… ella debió haber sentido su mirada, porque miró alrededor. Gabriel no podía ver sus ojos, y ella no podía ver los suyos, pero por primera vez, estaban mirándose directamente. Tal como él había predicho, Hannah lo reconoció. ¿Era esto lo que había esperado? ¿Que la música subiera y los pájaros cantaran? ¿Que se verían al otro lado de una habitación llena de gente y sabrían que habían encontrado el amor verdadero? ¿Que él sabría sin dudas que ella era inocente de todos los pecados de los que había sido acusada? Era condenadamente romántico. También era condenadamente estúpido, desear a una viuda negra que atrapaba a sus víctimas, les chupaba la vida y arrojaba sus cáscaras exánimes a un lado. Sin embargo... él no era una víctima, y estaba advertido. Podía manejar esto. Podía manejarla a ella. La señora Manly miró de uno a otro, luego le habló a Hannah, quien se sobresaltó y devolvió su atención a la anciana. La conexión entre Gabriel y Hannah estaba rota. Bien. Bien, maldita fuera. Tenía trabajo que hacer, y sería mejor dejar que Hannah esperara. Se escabulló al fondo del salón de baile para comprobar cómo estaban sus hombres, Traducido y corregido por ALENA JADEN
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asegurarse de que no hubiera problemas, de que estaban siguiendo las órdenes. Así era. Los invitados estaban confinados al salón de baile, los corredores y los servicios que habían sido reservados para su uso, y aunque algunos habían rezongado al habérseles negado visitas auto—guiadas de Balfour House, eran fácilmente distraídos cuando se los guiaba al comedor, con su mesa de buffet colmada. Satisfecho, Gabriel se detuvo para observar a los invitados, y mientras se encontraba allí, escuchó una y otra vez el tema recurrente. —¿Qué supones que sucederá con la viuda de Nathan Manly? —¿Qué supones que le dirá a los agentes? —¿Realmente crees que todo el dinero sigue dando vueltas por aquí? —Nathan lo gastó. —El gobierno no perdería su tiempo. Saben algo. —Entonces, ¿por qué no la llamaron antes? —Tienen nueva información, por supuesto. Gabriel pensó que el senador que decía eso probablemente tenía un argumento válido, uno que valía la pena investigar. Desde su punto de vista, la fiesta era un éxito. No había incidentes de violencia, ningún uso de drogas evidente, y nadie que necesitara ser expulsado. Pensó que la señora Manly también consideraría que la fiesta era un éxito: jugadores poderosos de todas partes del mundo estaban aquí, pasándola bien, y el vino y los chismes fluían libremente. Por eso fue que se sorprendió cuando Nelson le tocó el brazo. —¿Señor Sansoucy? No Gabriel Prescott, sino Trent Sansoucy. —Sí. —La señora Manly desea hablar con usted. Gabriel miró a través del turbulento salón de baile hacia el trono elevado. Carrick había desaparecido en la multitud, pero la señora Manly seguía allí sentada, con Hannah en un taburete a su lado. —Gracias —le dijo a Nelson, y caminó entre los bailarines hacia ellas. Cuando se acercó, la señora Manly le hizo señas. —¿Eres el muchacho de Eric? —le preguntó. —Sí, señora Manly. Hannah respiró audiblemente, y deslizó su taburete un centímetro hacia atrás. Sí, cariño, soy un tipo que no está enfermo ni es fácil de matar, no soy calvo, ni gordo, ni bajo. Soy tu peor pesadilla. Carrick se aproximó, con un trago en la mano. —¿Puedo traerte algo, madre? —No seas irritante, Carrick. Cuando quiera algo, enviaré a Hannah —dijo la señora Manly con aplastante finalidad. —Correcto. —Sin señales visibles de dolor, él se volvió hacia Gabriel—. ¿Y usted?
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—Está a cargo de la seguridad. —La señora Manly miró a Gabriel rigurosamente—. Aunque nunca hubiese adivinado que eres hijo de Eric. No te pareces a él en nada. —Yo creo que sí —dijo Carrick. Sí, será mejor que intervengas, hermano. —Quizá… —La señora Manly seguía mirándolo con atención—. Sí me recuerda a... alguien. Supongo que debe ser Eric. —La genética es algo gracioso —dijo Gabriel con voz grave y ronca. Había escuchado una grabación de su propia voz como salía por el cambiador. Era más aguda que lo normal, con el acento nasal de la Costa Este, y lo había practicado hasta estar satisfecho de que podría engañar a Hannah... si no decía demasiado. La señora Manly retrocedió. —¿Tienes un resfriado? —Laringitis —respondió él. —No es contagioso, ¿verdad? —No este tipo. Mientras se concentrara, sonaba bastante bien. Como si perteneciera al noreste. —Muy bien entonces. Suficiente de eso. Esta es Hannah. —La señora Manly movió la mano hacia su enfermera—. Has estado hablando con ella por teléfono. Deja de babear y llévala a bailar. —¡Señora Manly! Hannah miraba a todas partes excepto a él. —Gracias, señora Manly. Lo haré —dijo Gabriel al mismo tiempo. Estirándose, le ofreció su palma abierta a Hannah. Ella la miró, luego a él, rechazando su exigencia silenciosa. Él sonrió, un movimiento lento de los labios que se burlaba de su vacilación. —La señora Manly ordena. Nosotros obedecemos. —Dicho de ese modo... Hannah posó la mano sobre la de él. Los dedos de Gabriel se cerraron alrededor de los suyos. Y el aire alrededor de ellos chisporroteó.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1177 Hannah vio que la sonrisa de él desaparecía. Él miró sus manos unidas y luego su rostro. Ella no podía verle los ojos. La máscara le cubría la frente y las mejillas, y se deslizaba sobre su nariz y por un costado hasta el mentón. Sin embargo, sabía que él la veía mejor y de manera más completa que cualquier persona que la hubiera visto antes. Esperó, sin aliento, que él hablara, que flirteara, que dijera las cosas que había estado diciendo toda la semana por teléfono… las cosas que había dicho la noche pasada. —¿Bailas? —preguntó él. Eso era breve. —Sólo porque la señora Manly me lo ordenó —respondió ella. Él rió entre dientes, un lento estruendo de diversión que se burlaba de su vacilación, y tiró de ella, con fuerza y duramente, hacia sus brazos. —Eso te gusta. —¿Qué? —No tener que tomar la decisión, que ella la haya tomado por ti. Su voz sonaba apagada. Apagada, y un poco... rara. Laringitis, se dijo a sí misma. —¿Consideras que bailaría contigo sin la orden de ella? —preguntó Hannah. —No lo sé. —Él la llevó a la pista para un lento foxtrot—. ¿Qué tan cobarde eres? Ella tomó aire rápidamente ante su hábil ofensiva, rápida como una estocada, y entonces se la devolvió. —Es sólo un baile. Hannah esperó, satisfecha con su inteligente respuesta. —Y una explosión nuclear es sólo una gran muestra de fuegos artificiales. Eso era un halago... pero se sentía como la verdad. —Muy bien. Ganaste esa ronda. —Así está mejor —murmuró él hacia algún lugar al norte de su cabeza. —¿Qué está mejor? —Acabas de relajarte. —¿Cómo podrías saberlo? —Has estado tensa durante días. —¿Cómo podrías saberlo? Él la hizo dar medio giro, manteniéndola cerca, llevándola con tanta firmeza que ella lo seguía intuitivamente. —Tu voz. —¿Mi voz estaba tensa? —Umm. La respiración de él le calentaba la coronilla.
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—¿Y ahora no? —Tensa no. Consciente. —La hizo girar despacio en medio círculo—. De mí. Qué gracioso. Ella se sintió muy tensa al preguntar: —¿Y tú? —Muy consciente. Anoche... —Ella intentó apartarse. Él la controló, la mantuvo cerca—. Anoche, después de que hablamos... ¿pensaste en mí? —Fue muy agradable hablar contigo. —Eso sonaba seco y frío—. He disfrutado de todas nuestras conversaciones. Ella sintió que los hombros de él se sacudían, como con una risa reprimida. Se inclinó hacia atrás y lo miró. —¿Qué? —Mi reacción a nuestra charla de anoche fue más que agradable. Estaba... —¿Estabas...? —Deseaba conocer a mi mujer misteriosa más que cualquier cosa que haya deseado en mi vida. El modo en que él dijo desear la hizo estremecer. Él le sonrió, una media sonrisa que le dijo que había sentido su temblor, y que sabía por qué era. —¿Estás…? —Se detuvo. ¿Te agrada lo que ves? Pero no, esa no era la pregunta que quería hacer—. ¿Me describí lo suficientemente bien? —Supe quién eras en cuanto te vi. —Porque me encontraba junto a la señora Manly. —No. —Él volvió a abrazarla, le hizo apoyar la cabeza contra su pecho y dijo la cosa exactamente correcta—. Te reconocería en cualquier lugar. —Y yo a ti. —Hannah escuchó el latido de su corazón, el paso de aire en sus pulmones—. En cualquier lugar. Bajo la apariencia de conversación y movimiento, algo estaba sucediendo… en ellos. Los sonidos de la música, la charla y las risas se fueron apagando, dejándolos solos, juntos, en un lugar donde el calor resplandecía entre ellos y la luz la hacía cerrar los ojos. Hannah posó la cabeza contra el pecho de él. Su olor fresco, salvaje, la mareó, y el ejercicio la dejó sin aliento. Seguramente era el ejercicio. Pero, ¿cómo explicar que parecía estar fundiéndose dentro de él? Todas las partes que lo tocaban se ponían cada vez más calientes y maleables, y todas las partes que tocaban esas partes estaban perdiendo tensión, como acero calentado por una llama. Miró a un lado, temerosa de lo que él vería si ella miraba su rostro enmascarado. Temerosa de que él supiera, de algún modo, lo que había hecho la noche pasada después de haber colgado el teléfono, que supiera lo que había imaginado... Ese baile terminó y empezó otro, una estridencia de movimiento rápido de una melodía de los cincuenta. Ella se alejó de él y se alisó el cabello, casi aliviada de estar lejos de la intensidad de bailar con el hombre que era tanto extraño como amante. Él la había tenido cerca, mucho más de lo que era necesario, y ahora Hannah podía atestiguar que su especulación sobre él era
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completamente errada. No era viejo, calvo ni regordete. No usaba corsé; era todo él bajo ese traje. Pero, al mismo tiempo, todavía no lo había visto. La tenue luz del falso castillo ocultaba demasiados detalles, mientras que su máscara le tapaba la parte superior del rostro e incluso distorsionaba la línea de su mandíbula. Él posó una mano en la parte baja de su espalda para llevarla fuera de la pista de baile, y eso fue demasiado íntimo, demasiado dominante, pero no obstante ella acogió con agrado su guía. Tener alguien propio, alguien en quien apoyarse, y saber que ese alguien caminaría por ella a través de la soledad y el peligro hasta un lugar seguro... eso había sido más de lo que jamás hubiese podido esperar. Apenas se habían conocido, y ya confiaba en él. Ya habían sido amantes... no en realidad, pero el sonido de la voz de él la había llevado al orgasmo. Y él no lo sabía. Gracias a Dios. —Siento como si te conociera. Él tenía una sonrisita, como un tipo que ya hubiese escuchado la broma... una broma que ella no entendía. —Hemos estado hablando algún tiempo —le dijo Hannah. —¿Soy yo lo que tú esperabas? La sonrisita se intensificó. —Exactamente lo que esperaba. En sus mejores y más locos sueños. Él la detuvo en el extremo más alejado de la pista de baile, cerca del comedor. —Voy a llenar un plato para que compartamos. ¿Está bien? —Sí. Me gustaría. Él le rozó la mejilla con la punta de los dedos, levantándole el rostro hacia el suyo. —¿Esperarás aquí? —Aquí estaré. Él se fue, y ella se volvió hacia el trono de la reina, queriendo hacer contacto visual con la señora Manly, para asegurarse de que estaba tan bien como afirmaba estar. La señora Manly no estaba allí. Hannah dio un salto como si alguien le hubiese clavado un alfiler. Caminó hacia el estrado, abriéndose paso entre los bailarines, usando sus codos cuando era necesario para despejar el camino. La multitud se apartó, y Hannah ubicó a la señora Manly, de pie al borde de la pista, agarrando el respaldo de una silla, hablando con su hijo. No, no hablaba con su hijo. Su lenguaje corporal lo dejaba en claro. Estaba cantándole las cuarenta. Hannah se apresuró. ¿Qué había dicho él para sacarla de ese trono y que estuviera de pie por su cuenta? ¿Y sonriendo? La señora Manly le sonreía a su hijo de una manera totalmente desagradable. ¿Qué había dicho él para hacer que lo mirara y sonriera? Para el momento en que Hannah llegó al lado de la señora Manly, respiraba con dificultad por
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el esfuerzo y la preocupación. —Señora Manly, ¿cómo puedo ayudarla? Carrick le echó una mirada de odio y se alejó, dando zancadas como un hombre atrapado en una pasión de furia. La señora Manly se hundió contra la silla. Hannah la tomó debajo del brazo. La señora Manly estaba empapada en sudor y temblando por el esfuerzo de permanecer parada. Hannah susurró: —Permítame llamar a Nelson. Él traerá su silla de ruedas. Está detrás de su salida privada... —No me marcharé de este salón de baile en una silla de ruedas. Caminaré, gracias. La voz de la señora Manly era mordaz. Al menos había aceptado irse, aun si insistía en hacerlo con su orgullo intacto. Hannah calculó la distancia hasta el cortinado de terciopelo negro que ocultaba la puerta. —Doce pasos. Tiene que aguantar doce pasos. La señora Manly asintió afablemente a los invitados que pululaban cerca. —No fallaré. Lo logró, por supuesto, y si Hannah no hubiese estado sosteniéndola del brazo, no hubiese sabido el esfuerzo que hizo la señora Manly. La anciana incluso se detuvo para chismorrear con uno de los columnistas preeminentes de Washington, D.C., sobre el último escándalo del vicepresidente. Pero una vez tras la puerta, sus rodillas colapsaron. Mientras Hannah maniobraba la silla, maldijo el orgullo de la señora Manly, su insistencia en no mostrar ninguna debilidad y, más que nada, el corredor vacío. Hannah le tomó el pulso. Estaba aceleradísimo. —¿Tiene dolor en el pecho? —Sí. —Aguante. —Hannah empujó a la señora Manly dentro del ascensor y apretó el botón para el segundo piso—. La llevaremos a su habitación y le daré una inyección. Y llamaría una ambulancia, aunque Hannah no se lo dijo. —Ese... pequeño... imbécil —jadeó la señora Manly—. Se atrevió... Hannah quería retorcer el aristocrático cuello de Carrick. —¿Qué dijo? Hannah nunca debería haber dejado sola a la señora Manly. ¿Qué estaba pensando, yéndose a bailar y flirtear con un tipo que nunca había conocido? —Carrick dijo que sabía dónde... está… el dinero. Vamos. Vamos. El ascensor nunca había sido tan lento. —No importa. Puede contármelo más tarde. Ahorre el aliento. La señora Manly no le prestó atención. —Dijo que el... gobierno sabía... que yo sabía. —Las puertas se abrieron y Hannah empujó deprisa a la furiosa señora Manly fuera y por el pasillo—. Le pregunté cómo lo habían descubierto, y él... ¡ese pequeño malcriado!
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A Hannah no le costó adivinarlo. —¿Le dijo al gobierno que usted sabía sobre la fortuna? Entraron en el dormitorio de la señora Manly. Hannah miró la cama. Alguien había puesto una rosa roja sobre la almohada de la señora Manly. Un gran gesto. Un mal momento. —Lo hizo para… ponerme en evidencia. La anciana intentó respirar hondo. Hannah corrió hacia la bandeja de medicamentos. —Pero usted no admitió que era verdad. —Cuando la mujer no respondió de inmediato, ella se detuvo y se volvió lentamente—. Señora Manly, no le dijo que sabía. ¿Verdad? —Sí. Se lo dije. Y le dije... que él nunca iba a... conseguirlo. ¡Nunca obtendría un... centavo! —Oh, no. Señora Manly. —Hannah cayó contra el escritorio y miró con horror a la desafiante Melinda Manly—. ¿Cómo pudo? —Es demasiado tarde... para reproches. Está... hecho. La señora Manly seguía lo bastante enojada como para levantarse de la silla y tambalearse hasta la cama. Hannah saltó a ayudarla. Juntas, la hicieron rodar sobre el colchón. La cabeza de la señora Manly aplastó la delicada rosa. Se tumbó allí con su disfraz de reina malvada, y sus manos temblaron mientras se arrancaba el tocado. —Me puso tan... furiosa. Igual... a su padre. Igual a su padre. Traicionándome... a cada… paso. ¿Qué diablos me está pinchando? Sacó la flor debajo de su cabeza, miró los pétalos aplastados, luego la arrojó al piso y chupó la herida en su mano. Hannah le subió la manga y le tomó la presión sanguínea. Estaba en siete once. Chequeó su glucemia. La señora Manly iba camino a una apoplejía o un ataque al corazón. Ahora. Levantando el teléfono, Hannah llamó al 911 para pedir una ambulancia. Que la señora Manly no objetara fue una medida de lo mal que se sentía. Hannah llevó la bandeja con los medicamentos cuidadosamente acomodados y sus jeringas. Le dio a la anciana una tableta de nitroglicerina para estabilizar su corazón. —Tiene que calmarse. Respire hondo. La señora Manly no le hizo caso. Deprisa, dijo: —Hannah, quiero que vayas allá abajo ahora mismo y envíes el dinero. —El gobierno la mandará a la cárcel. Hannah preparó la inyección de insulina y otra del sedante diazepam. —El gobierno me enviará a la cárcel de cualquier modo, gracias a mi hijo Judas. Y además... tienes que hacerlo esta noche. —Por un instante, la señora Manly se vio desafiante y avergonzada... y apenada—. Le dije que sabías. —Hannah se quedó helada, con la jeringa en mano—. Lo sé. Lo sé. Eso fue estúpido. Estaba furiosa. Dije demasiado. Pero es igual a su padre, y no podía... Por Dios, ese tipo de traición dos veces en la vida es demasiado para que cualquier persona lo soporte. Hannah no podía sentir pena por la señora Manly. Estaba demasiado ocupada sintiéndose mal
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por ella misma. Y asustada. Cuando recordó cuánto dinero estaba involucrado, y el modo en que Carrick la había mirado, se sintió muerta de miedo. Pero un vistazo a la señora Manly la convenció de atender el asunto que tenía en mano. —Bajaré y enviaré el dinero, pero primero, ocupémonos de mantenerla viva otro día. Primero la insulina. Hannah le dio la inyección rápida, eficientemente. Como siempre hacía, la señora Manly gimió y se frotó en ese punto. —Puse dinero detrás de la foto en mi escritorio. Dos mil dólares. Podrías necesitarlo. Hannah miró la foto de reojo, una imagen de Nathan y Melinda Manly en su día de boda. —Está bien. —Puedes bajar por el pasadizo secreto detrás de la biblioteca. Recuerda, cualquier biblioteca que esté a cuarenta y cinco grados tendrá una copia de Ulysses, y ese es el libro que abrirá el seguro. La señora Manly estaba hablando con rapidez. —Entendido. —¿Recuerdas los códigos para activar la cuenta? —No se preocupe. Los recuerdo. —Hannah deseaba poder olvidar—. Ahora vamos a darle el diazepam para aliviar el dolor y calmarla lo suficiente para ir al hospital, y tal vez en algún momento esta noche podrá dormir. Limpió el brazo de la señora Manly, le dio otra rápida inyección para calmar sus nervios y tal vez su corazón. Satisfecha por haber hecho todo lo que podía para estabilizar a la señora Manly hasta que llegaran los paramédicos, se dio vuelta para colocar las jeringas en un esterilizador. —No puedo respirar. La señora Manly tironeaba de su cuello. Hannah se volvió para ayudarla. —Está hiperventilando. —Metió una almohada bajo la cabeza de la anciana—. Sólo respire... —No. No puedo... respirar. —Un débil color azul apareció alrededor de los labios de la señora Manly—. Querida muchacha... creo que me has... matado. —¿Qué? Hannah tomó el estetoscopio, apartó el disfraz de la señora Manly, lo puso sobre su pecho y escuchó. El latido de la señora Manly, sus pulmones, iban inexorablemente más despacio. —¡No! Hannah agarró la EpiPen llena con adrenalina. La clavó en el pecho de la señora Manly. —No... sirve —jadeó la señora Manly—. Carrick... —¡Esto es imposible! —Traicionada… —dijo la señora Manly con su último suspiro. —¡No! ¡Esto no está sucediendo! Hannah saltó sobre la cama, junto los puños y los golpeó sobre el esternón de la anciana. Cinco
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presiones sobre el corazón, luego un soplo en sus pulmones, luego cinco presiones sobre el corazón... Detrás de ella, escuchó que alguien abría la puerta. —¡Busque ayuda! —gritó. —¿Qué has hecho? —dijo Carrick con voz alta y pausada—. Hannah Grey, ¿qué has hecho? Y de pronto, todo tuvo sentido. Dejó de hacer la reanimación. Se bajó de la cama y recogió los medicamentos. Estaban etiquetados correctamente. Nitroglicerina, insulina, diazepam... Sus ojos se entrecerraron ante el frasco de diazepam. No era el mismo que había colocado en la bandeja más temprano. Había preparado una inyección para la señora Manly. Lo había hecho segura en el conocimiento de que había controlado y vuelto a controlar el arreglo de los medicamentos sobre la bandeja en caso de que se enfrentara al tipo de emergencia al que acababa de enfrentarse. Y alguien había cambiado los medicamentos. Carrick había cambiado los medicamentos. Tomó el pulso de la anciana. Sintió que el corazón de la mujer daba sus últimos y débiles latidos. Y lo supo... había matado a la señora Manly.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1188 Alguien le gritaba a Hannah. Carrick. Alguien la agarró y la bajó de la cama. Susan Stevens. Aturdida de horror e incredulidad, Hannah miraba alrededor de la habitación. Invitados y guardias de seguridad, sirvientes, Nelson, llenaban el cuarto, mirándola fijo, mirando la quieta figura de la señora Manly. —Le dio una inyección a madre, y madre murió —estaba diciendo Carrick en voz muy alta. Hannah luchó para librarse del agarre de Susan, se inclinó sobre la cama y cerró los ojos de la señora Manly. Su paciente estaba muerta. Su amiga estaba muerta. La señora Manly... estaba muerta. —Hannah Grey es conocida en New Hampshire como el ángel de la muerte. Su certificado de enfermería le fue quitado por conducta inmoral. Una investigación probaría que también mató a sus pacientes allí. Carrick estaba inspirado. Pero, ¿qué intentaba conseguir? Ella nunca había matado a otro paciente... Miró de reojo el rostro tranquilo de la señora Manly. Pero sólo hacía falta una. Un hombre vestido como un zombi se abrió paso a empujones, sacando fotos con su celular. Una mujer con disfraz de gato tomaba fotos con una pequeña cámara digital mientras gritaba preguntas a Carrick y Hannah. Esto era un circo. Dios querido, ayúdame. —Llamaré a la policía —dijo Nelson—. La señorita Grey tiene que ser sacada de esta casa inmediatamente. Hannah era inocente, y ni una sola persona aquí le creería. Porque lo había hecho. Había matado a la señora Manly... con la entusiasta ayuda de Carrick. —Llamaré al señor Sansoucy —dijo Susan Stevens. Hannah respiró rápida, doloridamente. Oh, sí. Llamen a Trent Sansoucy. Porque también quería encontrarse condenada en los ojos de él. Hannah frotó rápidamente una mano sobre su rostro. ¿Qué creía Carrick que iba a lograr? Él pensaba que iba a evitar que ella accediera a la fortuna, por supuesto. Recordó lo rápidamente que él había desaparecido después de que la señora Manly le hubiese dicho la verdad, y maldijo la conversación que la anciana había tenido con el columnista de Washington. Porque eso le había dado tiempo a él para subir aquí y... Miró la bandeja de reojo. Si la señora Manly no hubiese estado en semejante peligro, si Hannah no hubiese estado apurada por darle sus medicamentos, tal vez hubiera visto que uno de los frascos había sido cambiado. Tal vez no. Si tan sólo hubiese estado prestando atención... si tan sólo Carrick no hubiese enfurecido a su madre deliberadamente, tanto que ella necesitaba ser tranquilizada... si
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tan sólo... Carrick se metió entre ella y la bandeja. Inclinándose, puso su rostro frente al de ella. En voz baja, le dijo: —Si me lo dices ahora, te conseguiré los mejores abogados. Te dejaré libre de todos los cargos. Si me lo dices. A ella nunca se le ocurrió hacerse la tonta, o aceptar el trato. En cambio, con la misma suavidad, le dijo: —Puedes pudrirte en el infierno. —Y tú puedes pudrirte en la cárcel. —Levantó la voz—. ¿Tienes algo que decir a tu favor? Le salpicó saliva en la cara. Ella se secó pausadamente. Mirándolo directo a los ojos, respondió: —Soy inocente, y lo sabes. Él se enderezó. —Sáquenla de aquí. Aléjenla de mi pobre madre muerta. ¡Sáquenla de mi vista! Susan Stevens intentó empujarla hacia el corredor. Hannah se resistió lo suficiente como para arrebatar la foto del escritorio. Susan intentó agarrarla. Hannah la apretó contra su pecho y la miró furiosa. —Le pedí una foto, y ella prometió que podía quedármela. —Susan dudó, luego apartó la mano y empujó a Hannah hacia el corredor. Hannah la miró—. No lo hice. —Parece que lo hizo. —Pero Susan no se veía convencida. Aferrando el brazo de Hannah, miró alrededor—. Tengo que meterla en alguna parte. —El teléfono en su cinturón sonó. Lo chequeó e hizo una mueca—. Un mensaje de texto de... de Trent, que quiere saber qué diablos está pasando. Aparentemente ya se ha corrido la voz. Hannah tenía que escapar. Ahora. Antes de que llegaran los policías. Antes de que llegara Trent. Antes de que la policía se organizara. Dijo: —Voy a vomitar. —No hizo falta mucha actuación para verse pálida y desesperada—. Voy a vomitar. Sólo déjeme... Se tambaleó, asegurándose de parecer débil y mareada, dentro del dormitorio vacío y lleno de polvo al lado del de la señora Manly, el que tenía una biblioteca con un ángulo de cuarenta y cinco grados. La biblioteca con su copia de Ulysses. Había una cama, un escritorio, una silla, una enorme y vieja alfombra persa colocada encima de la vieja y gastada moqueta dorada. Susan se quedó en el umbral, claramente insegura sobre qué hacer. —¿Está enferma? ¿También está envenenada? ¿Quiere que llame a alguien? —Carrick. —Hannah se apoyó contra la pared frente a una monstruosidad de lámpara de pie estilo años sesenta—. Necesito hablar con Carrick. Susan no se movió, pero gritó por el pasillo: —¡Hey! ¡Tú! ¡Nelson! ¡Trae a Carrick aquí! Hannah se deslizó por la pared y puso con cuidado el portarretratos en el suelo. Con un gemido Traducido y corregido por ALENA JADEN
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desdichado, se apoyó de costado y desenchufó la lámpara. Con otro gemido, puso la cabeza entre las piernas. No porque estuviera realmente descompuesta, sino porque necesitaba ocultar sus mejillas sonrojadas de furia. Carrick llegó. —¿Qué sucede? Un vistazo fugaz le mostró que él se encontraba en el umbral, con Susan junto a su hombro. —Quiero... quiero... —Hannah gimió lastimosamente—. Quiero confesar. Carrick, haré lo que quieras. Él dio unos pasos ansiosos dentro. —¿Estás lista para hablar? —Sí. Lo que tú digas. Hannah se puso de pie tambaleante, agarró la lámpara y se apoyó sobre ella, con el rostro apartado de él. —¡Tú! ¡Como sea que te llames! —le dijo a Susan—. ¡Déjanos solos! Con tono de disgusto, Susan dijo: —Señor, eso realmente es una mala idea. No sabes ni la mitad. Hannah agarró la lámpara con ambas manos. —Vamos. Vete. —Carrick sonaba violento por la emoción—. Sal de aquí. El teléfono de Susan sonó. Ella maldijo, atendió y dijo: —Apresúrate, jefe. Te necesitamos. Su voz se fue apagando mientras caminaba por el corredor. Se había ido. Trent estaba llegando. Hannah se había quedado sin tiempo. Con un movimiento fluido, levantó la lámpara, se dio vuelta y atacó. Experimentó un momento de satisfacción cuando los ojos de Carrick se ensancharon con terror. Golpeó la base contra el pecho de él. Él salió volando por la puerta abierta hacia el pasillo. Hannah dejó caer la lámpara, y cerró la puerta de un golpe con el pie. La cerró con traba justo a tiempo. Alguien arrojó su cuerpo contra ella. Pero era una casa vieja, con puertas de madera y marcos sólidos. Haría falta un hacha para atravesarla. O la llave. Hannah arrastró la delicada silla del escritorio de madera y la metió bajo el picaporte. Débilmente, a través de la pesada puerta de roble, podía oír gritos en el pasillo, y desde afuera, el aullido de sirenas. El escritorio no fue tan sencillo; era pesado, y cuando se metió detrás de él y empujó, cayó de costado con un ruido sordo que sacudió el piso. Hizo falta toda su fuerza para empujarlo contra el marco, y aun entonces ni siquiera pudo maniobrarlo para que quedara apretado.
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Dos hombres de buen tamaño podrían empujarlo a un lado. Sudando y maldiciendo, tiró la alfombra persa sobre el suelo y la enredó en las patas de la silla. Eso los demoraría. Corrió a la biblioteca y buscó la distintiva encuadernación de cuero habano de Ulysses. La primera vez no lo encontró, respiró largamente y se aseguró a sí misma que la señora Manly había prometido que estaría allí. Estaba en el segundo estante de la izquierda, al lado de la pared. Tiró con fuerza, se tambaleó hacia atrás. La biblioteca se abrió con un chirrido. Atrapada en una fiebre de miedo y emoción, corrió dentro del oscuro agujero cavernoso... y se detuvo de un resbalón. El portarretratos. No podía dejarlo atrás. Necesitaba ese dinero. Quería esa foto. Afuera, en el corredor, estaban aporreando la puerta con algo grande. Con cada golpe, el revoque de la pared se desmoronaba alrededor del marco. Hannah recogió la foto y volvió al pasadizo secreto. Estaba tan oscuro y silencioso como una tumba… que era exactamente donde estaría si la alcanzaban. Intentó cerrar la biblioteca detrás de sí, pero el viejo mecanismo chirriante resistía sus intentos. La traba en la puerta del dormitorio hizo un ruido metálico al ser abierta. La puerta se abrió una fracción de centímetro y golpeó contra la silla y la mesa. —¡Hannah! Sonaba como Trent... pero no del todo. Su voz era más dura, más profunda, con un acento que no podía identificar. Quien quiera que fuera, apaleó la puerta con su cuerpo. —¡Hannah, abre esta puerta! Pronto estarían dentro de la habitación. Dejó caer el portarretratos. El vidrio se hizo pedazos. Hannah apretó los dientes y tiró con todas sus fuerzas. El pestillo hizo un clic al entrar en su sitio. Respiró con pequeños jadeos llenos de pánico que le hacían doler los pulmones. Estaba sola, desesperada, sin amigos. Tenía la palabra de la señora Manly de que este pasadizo secreto la llevaría, desapercibida, a la playa. Pero Hannah nunca había puesto más que un pie dentro, y durante años, la señora Manly apenas había abandonado su cuarto. Era posible que Carrick hubiese encontrado los caminos secretos a través de Balfour House, y si así fuera, esta huida no era más que una trampa; una trampa que la llevaría a la prisión... o la muerte. Sacando la pequeña linterna de su bolsillo, la encendió. Funcionaba. Levantó el portarretratos del piso, movió el estrecho haz de luz alrededor y encontró el borde de la escalera. Gracias a Dios por las pilas doble A. Comenzó a bajar en la oscuridad.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 1199 Gabriel subió corriendo las escaleras, pasó empujando a invitados y sirvientes, con sus pies golpeando contra la madera, escuchando los gritos a través de su altavoz y deseando no haber permitido jamás que Hannah saliera de su vista. Porque algo había sucedido —no podía entender del todo lo que Susan estaba diciendo— pero escuchaba palabras como asesinato, Carrick y Hannah. Llegó al corredor afuera del dormitorio de la señora Manly y vio a Susan corriendo hacia él. —¿Qué? —le preguntó—. ¿Qué? Ella lo agarró del brazo. —Hannah mató a la señora Manly. Carrick la atrapó. Ella me convenció de que estaba descompuesta, que le permitiera entrar en el dormitorio junto al de la señora Manly, y una vez que estaba allí, sacó a Carrick de un golpe. —Gabriel vio a su hermano retorciéndose en el suelo, tomándose del pecho y jadeando. Susan siguió hablando—. Ella se atrincheró dentro. No sé qué está pensando. Está atrapada. —¿Mató a la señora Manly? Gabriel ni siquiera había procesado la primera oración. Susan comprendió demasiado. —A mí tampoco se me ocurrió jamás. Pensé que era... Hombre, Gabriel, lo siento tanto. Ella posó una mano sobre su brazo, y nada que pudiera haber hecho hizo tan real esto como su incredulidad, su compasión. Gabriel miró dentro del dormitorio de la señora Manly, vio un surtido variado de invitados y sirvientes pululando. Los oyó exclamar palabras como asesinada y envenenada. Un reportero tomaba foto tras foto del cuerpo inmóvil y pálido sobre la cama. Un tipo vestido como zombi usaba su teléfono celular para capturar cada aspecto de la escena. Alguna mujer vestida como un gato estaba encima de la bandeja de medicamentos, sacando fotos, y mientras Gabriel miraba, ella movió una jeringa en una posición más fotogénica. Con un volumen que captó la atención de cada persona en la habitación, Gabriel gritó: —¡A menos que tengan motivos oficiales aquí, salgan! —A la mujer le dijo directamente—: Y no toquen nada. Los sirvientes parecieron asustados, los invitados indignados. La mujer dijo: —Soy reportera del Bangor Free Press y tengo el derecho… —¡Afuera! Él señaló la salida. Ella dio un salto, y algo en él debe haberla convencido de que hablaba en serio. Comenzó a retroceder hacia la puerta farfullando: —¡La gente tiene derecho a saber! —Y usted tiene derecho a ir a la cárcel por contaminar una escena de crimen —dijo él con frialdad. A los policías iba a darles un ataque. Ella también lo sabía, porque se marchó deprisa, probablemente para enviar sus fotos.
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Nelson asumió el control, empujando afuera a la gente. En el pasillo, llegó uno de los hombres de Gabriel y los condujo rápidamente escaleras abajo. Volviéndose hacia Susan, Gabriel preguntó en voz baja: —¿Estás segura de que Hannah lo hizo? —Carrick presenció el acto. —Susan señaló a Carrick, que seguía gimiendo—. Tenemos el video. ¿Quieres ir a ver...? —Más tarde. Pero primero... Fue hasta el dormitorio donde Hannah estaba escondiéndose. Giró el picaporte. Estaba cerrado con llave. Golpeó la puerta con su hombro. Era roble sólido. No le importó. Golpeó la puerta una y otra vez, poniendo la fuerza de sus ilusiones destrozadas detrás. —Basta. —Susan le agarró el brazo y le hizo perder el equilibrio—. Déjame abrir la cerradura. Él se apartó, respirando con dificultad, y la vio arrodillarse frente a la puerta y sacar un cuchillo largo, delgado y afilado del bolsillo de su chaqueta. Un arma y, en este caso, una ganzúa. —Gabriel. Gabriel, llama... ambulancia —dijo Carrick débilmente. Nelson salió corriendo del dormitorio de la señora Manly. —¡Señor! —Fue rápidamente al lado de Carrick—. ¿Qué pasó? —Ella me golpeó... con una lámpara. —Nelson ayudó a Carrick a incorporarse contra la pared— . Costillas rotas. Otra vez. Peor. Gabriel pasó su atención a Carrick, lo examinó visualmente, decidió que tenía razón. Tenía una o dos costillas rotas. Viviría. —Diría que tus costillas son el menor de tus problemas. —Y ella mató a mi madre. La voz de Carrick salió entrecortada, y una lágrima se le escurrió por el rabillo de un ojo. —Ya hay una ambulancia en camino. Gabriel podía oír las sirenas, chillando desenfrenadamente. Susan giró el picaporte. —Está abierta. Empujó la puerta. Golpeó contra algo. Algo grande. Gabriel volvió al ataque, golpeando la puerta con el hombro. —¡Hannah! ¡Hannah, abre esta puerta! Nada. Hannah no decía nada. Y traidoramente, su sensación de rabia y traición se convirtieron en preocupación. —¡Susan! Pon a alguien bajo esa ventana en caso de que decida saltar. Susan empezó a decir algo, probablemente para señalar que un salto desde el segundo piso no mataría a Hannah. Él la desafió con una mirada.
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—O en caso de que haya un árbol por el que pueda bajar. —Correcto. Susan pidió refuerzos afuera y allí arriba. —No se atrevería a saltar —dijo Carrick—. Será mejor que no lo haga. Gabriel notó que Carrick hablaba bastante bien cuando estaba enojado. —Nelson, busca un par de tus hombres más fornidos. Una mujer cerró con barricada esta puerta. Seguro que podemos abrirla. Lo lograron, pero hicieron falta cuatro hombres. Gabriel se metió primero, preparado para un golpe en la cabeza, un disparo, preparado para una emboscada, cualquier cosa... excepto una habitación vacía. Miró alrededor, notando que la ventana estaba cerrada de adentro. —Hannah. Sal —llamó. No hubo respuesta. Con creciente incredulidad, miró en el baño, el armario. No estaba ahí. Susan entró a continuación, apartando el mueble y la alfombra de la puerta. Carrick entró, sostenido por Nelson de un lado y uno de los lacayos del otro. —¿Dónde está esa perra? Quiero ver su cara cuando yo... ¿Dónde está? —No se muevan —dijo Gabriel. Carrick siguió caminando—. Dije no se muevan. Carrick se quedó paralizado. Gabriel estaba en medio de la habitación, mirando los dibujos en la alfombra. Antes de la fiesta, alguna doncella le había pasado la aspiradora, y desde ese momento, nadie más que Hannah había estado aquí. Vio sus pisadas de la puerta a la pared, la marca que había dejado al estar sentada en el suelo. Vio la lámpara que había utilizado contra Carrick como un ariete, y luego... había marcas junto a la biblioteca. Algo había sido abierto allí. Fue hacia ese lugar y tiró de un estante. Nada se movió. La cosa era sólida. Dándose vuelta, taladró a Carrick con su mirada. —¿Hay escondites en las paredes? —No. No que yo encontrara. Supuestamente hay pasadizos secretos, pero tampoco los encontré jamás. —Carrick elevó la voz—. Gabriel, ¿estás intentando decirme que la perdiste? ¿Perdiste a la mujer que asesinó a mi madre? ¿De algún modo ella escapó a través de algún mítico pasadizo secreto y nunca veré que la lleven a la justicia? Con una fría mirada, Gabriel examinó a Carrick. —Como no soy yo quien permitió que me golpeara con una lámpara, tendré que decir que no, no la perdí. Tú lo hiciste. Ahora… Nelson, busca alguien que rompa esa biblioteca para abrirla. Llámame en cuanto lo hayan hecho. —Se volvió hacia Susan—. Vamos. Iremos a mirar el video. Pasaron junto a su hermano que maldecía hacia un corredor ahora vigilado por los hombres de Gabriel, y con médicos y personal de emergencias que iban y venían. —¿Hay video para esa habitación? ¿La de la biblioteca? —preguntó Susan. —No. No las instalé en los cuartos vacíos. Soy más idiota aun. Gabriel fue a zancadas hacia su oficina cubierta de monitores y equipo de vigilancia digital. Le llevó sólo un segundo encontrar el video de la última hora de vida de la señora Manly. Pasó el
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salón de baile, los corredores, el ascensor y el dormitorio de ella simultáneamente, y casi de inmediato vieron a Carrick en el dormitorio de la señora Manly. Susan preguntó de inmediato: —¿Qué diablos está haciendo ahí? La cama estaba abierta, y Carrick alisó la almohada, luego colocó una rosa roja en el centro. Susan suspiró y se relajó. —Pobre tipo. Al mismo tiempo, captaron la imagen de la señora Manly y Hannah entrando en el ascensor. La señora Manly rugía: —Ese pequeño imbécil. Se atrevió... Gabriel subió el volumen. Susan señaló el rostro sonrojado de la señora Manly. —Ahí ya se ve enferma. —Sí —acordó Gabriel. La mujer había tenido mala salud, y el más mínimo empujón la hubiese enviado al otro lado. ¿Y quién lo sabía mejor que Hannah? La señora Manly continuó: —Carrick dijo que sabía dónde está el dinero. Dijo que el gobierno sabía que yo sabía. —Las dos mujeres salieron del ascensor. Hannah hacía algunos sonidos consoladores—. Le pregunté cómo lo habían descubierto, y él… ¡ese pequeño malcriado! —¿Le dijo al gobierno que usted sabía sobre la fortuna? —preguntó Hannah. —Ey. ¿Supones que eso es verdad? —preguntó Susan. —No. No lo sé. Gabriel no quería pensar en eso. Necesitaba escuchar, ver. En el dormitorio de la señora Manly... —Lo hizo para ponerme en evidencia —dijo la señora Manly. Hannah fue hacia los medicamentos y jeringas, colocados cuidadosamente sobre una bandeja. —Pero usted no admitió que era verdad. —¿Acaba de decir lo que creo que acaba de decir? —preguntó Susan. —La señora Manly sabía dónde está la fortuna, y se lo dijo a Hannah. Gabriel lo entendía, pero apenas podía creerlo. Todo lo que había observado, escuchado, para descubrir ahora que estas dos mujeres siempre habían... La voz de Hannah se elevó. —Señora Manly, no le dijo que lo sabía. ¿Verdad? —Sí. Se lo dije. Y le dije que él nunca iba a conseguirlo. ¡Nunca obtendría un centavo! —Mira su rostro. —Susan señaló a Hannah—. Está horrorizada. Debe haber temido que Carrick la hiciera declarar sobre la fortuna y que la perdería. —Es demasiado tarde para reproches. Está hecho. —La señora Manly subió a la cama, se arrancó el tocado—. Me puso tan furiosa. Igual a su padre. Igual a su padre. Traicionándome a cada paso. ¿Qué diablos me está pinchando? Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Sacó una flor de abajo de su cabeza, la arrojó al suelo. —Escucha cómo habla. Está resollando —dijo Susan. —Lo sé. Gabriel deseaba no saberlo. Hannah tomó la presión sanguínea de la señora Manly y su glucemia. Llamó al 911. Susan lo comentó: —Eso fue un error táctico. El jurado va a notar que llamó a la ambulancia antes de necesitarla. Hannah llevó la bandeja con los medicamentos y jeringas. Le dio una tableta a la señora Manly y le dijo que se tranquilizara. La señora Manly le dijo que fuera a enviar el dinero. —El gobierno la mandará a la cárcel. Hannah preparó dos inyecciones. —El gobierno me enviará a la cárcel de cualquier modo, gracias a mi hijo Judas. Además, tienes que hacerlo esta noche. —La señora Manly se veía apenada—. Le dije que sabías. Jeringa en mano, Hannah miró fijo a la señora Manly, y la expresión en su rostro... —Se ve como si estuviera lista para gritarle a la señora Manly —dijo Susan—. La señora Manly también lo sabe. ¿Supones que Hannah maltrató a esa anciana? —Nunca vi evidencia de eso. Pero, ¿había visto Gabriel sólo lo que quería ver? ¿Había pasado por alto intencionadamente algún tipo de maltrato, todo porque se había encariñado demasiado con Hannah Grey? La señora Manly seguía hablando. —Lo sé. Eso fue estúpido. Estaba furiosa. Dije demasiado. Pero es igual a su padre, y no podía... Por Dios, ese tipo de traición dos veces en la vida es demasiado para que cualquier persona lo soporte. —Realmente no tiene buena opinión de Carrick, ¿cierto? —preguntó Susan pensativamente—. Ninguna de ellas. —Carrick dijo que Hannah estaba influenciando negativamente a su madre. Gabriel estaba escuchando el video y respondiendo a los comentarios de Susan. Sabía que estaba siendo coherente. Sin embargo, nunca se había sentido así en su vida, como si hubiera una enorme piedra sobre su pecho y lo aplastara, quitándole el aire. No, no el aire… la esperanza. Porque sabía lo que venía. Tenía que mirar, pero no podía soportarlo. No podía soportarlo si Hannah realmente había matado a la señora Manly. Y sabía que ella lo había hecho. Cada palabra de esta conversación la condenaba. —Enviaré el dinero, pero primero, ocupémonos de mantenerla viva otro día. Primero la insulina. Hannah le dio la inyección rápida, eficientemente. Susan señaló mientras la señora Manly gemía y se frotaba ese punto. —Claramente, ya estaba dolorida. La señora Manly dijo: —Puse dinero detrás de la foto en mi escritorio. Dos mil dólares. Podrías necesitarlo. —¡No me extraña que agarrara ese portarretratos! —dijo Susan. Cuando la señora Manly le dio instrucciones específicas sobre cómo entrar en el pasadizo Traducido y corregido por ALENA JADEN
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secreto, Susan le pasó la información sin demora a Mark. La señora Manly preguntó si Hannah recordaba los códigos para activar la cuenta, y Hannah lo afirmó fríamente. Entonces comenzó el horror. Hannah le dio otra inyección a la señora Manly. —No puedo respirar. La anciana se arañó la garganta. —Está hiperventilando. —Hannah colocó una almohada bajo la cabeza de la señora Manly—. Sólo respire despacio. —Querida muchacha, creo que me has matado. —Luego—: No sirve —jadeó la señora Manly, y llamó a su hijo—. Carrick... Mientras Hannah le auscultaba el corazón, le daba otra inyección y le hacía CPR frenéticamente, Susan observaba con intensidad. —Hannah está haciendo todo bien, todo lo necesario. —Hasta se ve apenada. Tal vez no sabía que haría efecto antes de que pudiera escapar. Gabriel estaba orgulloso de lo tranquilo que sonaba, analítico. Con su último suspiro, la señora Manly suspiró: “Traicionada...” Y estaba muerta. Gabriel se levantó con rigidez, impulsado a ponerse de pie por la angustia y la furia. —He visto suficiente. Bajaré para sumarme a la búsqueda. La encontraré. Susan lo vio alejarse a zancadas y susurró: —Entonces, que Dios ayude a Hannah Grey, porque no tiene oportunidad.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2200 Hannah bajó corriendo los escalones del pasadizo secreto, con el corazón palpitando en sus oídos. Odiaba el silencio, tan profundo, tan solitario. Odiaba esa oscuridad, tan densa y vieja. Al mismo tiempo, temía el ruido, temía la luz, temía el momento en que sus perseguidores destrozaran las paredes buscándola, encontraran la biblioteca y el pasadizo secreto, y partieran en una persecución implacable, aullando como una jauría de sabuesos. Las escaleras seguían girando, zigzagueando a través de las partes ocultas de Balfour House. Las escaleras se nivelaban en la planta principal, y mientras caminaba a lo largo de la extensa pared, pudo oír débilmente la música y las voces. El salón de baile. Algunas pasos más, y había silencio otra vez. Pasó una entrada, la parte trasera de una biblioteca. Luego volvió a caer por los escalones serpenteantes, después se niveló, retorciéndose, luego se niveló otra vez. Supo que estaba en el sótano cuando vio otra vez el contorno de una biblioteca. Allí dudó, con la mano en el pasador. Si fuera una buena persona, haría lo que le había prometido a la señora Manly. Saldría de su escondite, iría a la computadora en la oficina del mayordomo, abriría el programa, metería el código y devolvería la fortuna de Nathan Manly a la gente. Pero Hannah no era una buena persona. Quería vivir, ser libre y, si la capturaban, sabía sin dudas que sería condenada por asesinato y sentenciada a prisión... o incluso ejecutada. Los jueces y jurados eran notoriamente duros con enfermeras que traicionaban la confianza de sus pacientes. No iba a hacer lo correcto. Era una cobarde. Pero la culpa la azotaba. Sacando la fina lapicera del bolsillo de la camisa, escribió en letras diminutas sobre la madera en la parte trasera de la biblioteca. Cuentas de la Casa. Vajilla de plata, Inventario. B mayúscula. H mayúscula. N minúscula. M mayúscula. C minúscula. Asterisco. 1898. En caso de que lo olvidara. En caso de que muriera y alguien encontrara el código algún día. No Carrick, sino... alguien. Entonces corrió. Las escaleras volvían a caer, nivelarse, y las paredes y el suelo pasaron repentinamente de madera a piedra. Se detuvo e iluminó alrededor. Estaba en una cueva. Era seca pero fría. El suelo descendía. El techo era más bajo. Y en el extremo más alejado, pudo ver una pared. La señora Manly no la había metido en una trampa, ¿verdad? Hannah siguió caminando, agradecida por sus zapatos de suela de goma. Le daban el agarre que necesitaba para cruzar la piedra rugosa... hasta la pared al final del túnel. La pared con una gruesa puerta de metal. Las bisagras y la cerradura mostraban puntos de óxido, y la palanca chilló cuando la presionó hacia abajo. No abría. La empujó hacia arriba. No abrió. Se mojó los labios secos, y disparó frenéticamente la linterna alrededor de la cueva. Ahí. Ahí en el piso. Un apagado destello de metal. Una llave en un aro.
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La agarró, la metió en la cerradura y giró. Dentro del mecanismo de la cerradura, sintió un chirrido mientras años de herrumbre eran desplazados. Los pestillos y pines rasparon uno contra otro, moviéndose despacio cuando ella necesitaba apresurarse. Deprisa. Empujó contra la llave. El eje empezó a torcerse, a combarse. Justo cuando temía que fuera a romperse en la traba, el mecanismo entró en su sitio con un clic. Presionó una mano contra la puerta. Estaba fría. Helada contra su palma. ¿Qué había al otro lado? ¿La policía? ¿Un Carrick furioso y asesino? ¿O un Trent de ojos fríos, acusador? No obstante, tenía que seguir adelante. Se arrodilló sobre el duro piso de piedra, dejó el portarretratos y abrió la tapa. Tal como la señora Manly había prometido, había dinero. De cien, cincuenta y veinte. Le salvaría la vida… si su vida podía ser salvada. Si podía escapar de Balfour House y el estado sin ser detectada. Metió el dinero en los amplios bolsillos de su falda, después levantó la foto del vidrio. Mostraba a una Melinda radiante, vestida con su traje de novia, colgada del brazo del apuesto Nathan. Hannah no tenía tiempo, pero no podía dejar la foto aquí para que la encontraran los buscadores o, peor, que nunca fuera encontrada. La dobló con cuidado al medio, luego la partió en dos y metió la imagen de la señora Manly en su bolsillo. Con una violencia que decía mucho, arrugó a Nathan y lo arrojó a un lado. De pie, sacó la llave de la cerradura. Apagó su linterna y la puso en el bolsillo. Bajando la palanca, se apoyó contra la puerta. Algo luchaba contra ella, algo más poderoso que viejas bisagras oxidadas. Abrió la puerta un centímetro. El viento sopló a través de la abertura con todo el vigor de una tormenta de invierno entrante. Se aferró al picaporte, desesperada por que la puerta no se cerrara de un golpe y alertara a ningún buscador de su paradero. Tomando aire, salió de la fría cueva hacia el viento aplastante. Cerró la puerta con cuidado. La cerró con llave. Los buscadores dentro no podrían seguirla con facilidad. Se quedó en la extensión de la cueva. A la distancia, podía ver un débil despeje de la noche. La entrada. Y más allá de esa entrada, podía oír el rugido del océano. No era nada raro que el mecanismo de metal en la puerta estuviera oxidado. Día y noche, noche y día, el viento soplaba espuma salada por el pasaje de quince metros hacia la puerta. Prendió brevemente su linterna y alumbró alrededor. Las paredes se estrechaban. Aquí y allá el techo de roca había colapsado. Apagó la luz… y caminó. Aumentaba el olor del mar, las rocas estaban resbaladizas por la espuma. Mientras más se acercaba, más fuerte era el viento, más segura estaba de estar metida en graves problemas. La señora Manly le había prometido la playa. Estaba metiéndose entre las olas. Apoyó una mano contra la pared, y no se detuvo. No se detuvo cuando el agua helada llenó sus zapatos. No se detuvo cuando las olas brutalmente frías subieron hasta sus muslos. Contuvo la respiración con agonía cuando una ola rompió contra su estómago. Le castañeteaban los dientes, y lágrimas de dolor helado caían por sus mejillas. Siguió constantemente hacia adelante, esperando que el agua no sacara el dinero de sus bolsillos, percatándose de que no importaba porque no iba a sobrevivir a esto. Justo cuando estaba lista para morir de hipotermia, la pared bajo su mano de pronto giró abruptamente a la izquierda. La cueva se abrió y ella caminó a lo largo de la base del acantilado,
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donde las olas habían cortado el granito. Con un suspiro de alivio, se dio cuenta de que estaba oculta de los buscadores arriba. Lenta, lentamente, el suelo bajo sus pies subía en pendiente fuera del océano. Nubes cubrían la luna llena, apagando su luz pura, pero Hannah podía ver lo suficiente para saber que estaba en un sendero, un sendero estrecho que se retorcía e iba siempre hacia arriba, llevándola a la cima. El viento seguía azotándola, y se estremeció con agonía helada mientras la arena y el agua se metían en sus zapatos. Tenía miedo. Tanto miedo. Miedo de que sus pies entumecidos resbalaran y cayera sobre las rocas y entre las olas abajo. Miedo de que en algún lugar arriba, la muchedumbre esperara... Carrick esperara... Trent esperara... Pero aunque la luz brillaba desde la casa todavía no visible, no vio ningún rastro de figuras humanas en la cima del acantilado. ¿Creían que ella seguía dentro de Balfour House? Probablemente. Probablemente no creían lo que ella había hecho para escapar. Por Dios, ella no creía haber hecho lo que había hecho para escapar. Llegó a la cima del acantilado y se agachó allí, calculando su ubicación. La casa estaba lejos a la izquierda y abajo. Había logrado salir cerca del punto donde la señora Manly le había contado por primera vez sobre la fortuna y le había encomendado que la distribuyera a su muerte. Con manos llenas de arena, Hannah secó las lágrimas de sus mejillas. Sí, como si eso fuera a suceder algún día. A través del aullido creciente del viento, pudo oír sirenas chillando. En la casa, vehículos de emergencias y autos policiales, con luces azules y rojas brillando, se alineaban frente a la puerta principal. Una multitud de gente daba vueltas por el patio y pisoteaba los lechos de flores. Con una sonrisa salvaje, Hannah se dio cuenta de que la señora Manly había conseguido su deseo: su fiesta se había convertido en el evento más comentado del año. Parándose, tomó un atajo por la elevación y miró al otro lado… y se dio cuenta de que había encontrado la tierra prometida. Autos. Cien autos estaban estacionados en el llano abajo. Limusinas. Mercedes. BMWs. Un par de SUVs de lujo. En algún lugar, de algún modo, seguramente uno de ellos tenía las llaves puestas en el encendido. Bajó la cuesta tambaleándose, temblando por el frío, diciéndose que si tan sólo se apuraba entraría en calor, y sabiendo que eso eran estupideces, con la temperatura que descendía y el viento frío a punto de helar o peor. Sin embargo, caminó. No podía darse por vencida ahora, no cuando podía ver las filas y filas de autos, desprotegidos por nada más que su aislamiento en un campo en el extremo rocoso del Océano Atlántico. Desprotegidos porque... ¿porque los conductores y los aparcacoches habían ido corriendo a la casa para ser parte del alboroto? Sí. Probablemente. Sin dudas. Llegó al primer auto y miró dentro. Las llaves destellaron sobre el asiento.
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Su corazón dio un salto ante este primer giro de buena suerte. Pero ese auto estaba bloqueado. No podría sacarlo. Tenía que encontrar un auto en el borde exterior. Alentada, se tambaleó hacia delante, mirando de vez en cuando dentro de un vehículo, y viendo siempre llaves. Llaves en los asientos, llaves en los encendidos. Con la seguridad en la propiedad, no se suponía que nadie robara estos autos. Llegó al círculo exterior de autos y se detuvo, indecisa. ¿Qué debería robar? Una limusina sería demasiado evidente, pero este Mercedes SL 600 Roadster no parecía de su clase... La puerta abrió bajo su mano, y un olor embriagador a auto nuevo y cuero costoso le llenó la cabeza. Atraída por el calor dentro del auto, se deslizó en el asiento del conductor y miró alrededor en busca de las llaves. No estaban a la vista. Pero sí un abrigo de piel. Un abrigo de piel arrojado descuidadamente en el asiento del acompañante. Hannah lo agarró y se lo puso alrededor de los hombros. El frío forro de seda se calentó rápidamente alrededor de su cuerpo. Metió los brazos dentro de las mangas. Puso la lujosa piel bajo su trasero y alrededor de sus muslos. Cerró la puerta y se desató los zapatos. Los arrojó en la parte trasera, movió sus dedos congelados y pensó lo arrepentida que debería sentirse, arruinando el visón de alguna mujer con su cuerpo mojado y lleno de sal. Soltó una risa chisporroteante. El abrigo era lo de menos. Estaba a punto de robar un auto. Este auto, si tan sólo pudiera deducir dónde estaban escondidas las llaves. Chequeó la guantera y la consola, buscó atrás. Se quedó allí, desalentada y desesperada, y metió las manos heladas en los bolsillos del abrigo. Y ahí estaban las llaves. Las sacó y se quedó mirándolas. Las miró y se dio cuenta de que era un encendido sin llave. Aquí estaban, y podría haber arrancado el auto en cualquier momento. Así que lo hizo. Salió de la fila de autos, conteniendo la respiración, temiendo un grito de descubrimiento. Pero el motor era caro y silencioso. Nadie se dio cuenta de que se iba un auto, y si lo hicieron, pensaron que el dueño, el chofer del dueño o un aparcacoches conducía. Con las luces apagadas, condujo laboriosamente alrededor de las ruinas de la vieja cochera y bajó por el estrecho camino serpenteante... Finalmente, el auto se calentó y ella encendió la calefacción. Finalmente, el diminuto camino se encontró con la autopista principal, y Hannah giró al norte, lejos de Balfour House. Finalmente, condujo al oeste. Y finalmente, pretendía abandonar Maine por completo. Esperaba no regresar jamás. Aunque... Hizo una sonrisa que parecía más un gruñido. Nunca, mientras viviera, olvidaría el sonido que Carrick había hecho cuando lo golpeó con la lámpara y lo dejó sin aire. Era lo mejor que le había sucedido aquel día. Se negaba a pensar en Trent. Era mejor que lo olvidara.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2211 Gabriel entró en B’wiched en Nueva York y se dirigió directo a la mesa donde, casi un año atrás, Carrick le había mostrado la foto de Hannah por primera vez. Gabriel no se sentó allí porque tuviera algún apego sentimental a Hannah. Más bien lo opuesto. Se sentó allí porque prefería estar con la espalda contra la pared. De ese modo, nadie podía acercarse sigilosamente detrás suyo y tomarlo por sorpresa. Una vez era suficiente. La camarera se acercó apresuradamente. —Soy Asta. Era nueva, joven, con cabello teñido de negro azabache, y estaba mirándolo de arriba abajo. No le importó. Se había quemado. No estaba a punto de meterse en ese fuego otra vez. —Quiero té helado; negro, sin azúcar, sin sabor. Por favor. Agregó el “por favor” porque cuando había vivido con los Prescott, había aprendido buenos modales, aunque últimamente hasta la más escueta cortesía había parecido demasiado inconveniente. —Enseguida. —Asta se inclinó para dejar un menú sobre la mesa, dándole una clara imagen por el frente de su blusa negra hasta un par de senos tersos, firmes—. Si necesita algo más, cualquier cosa... —Seremos dos para almorzar. Él tomó otro menú y la despidió con un movimiento de la mano. Eso era lo que conseguía con la cortesía. Una camarera que quería charlar cuando Gabriel quería terminar finalmente con este asunto con Carrick. Carrick entró por la puerta. Era la primera vez que Gabriel lo veía desde aquella espantosa noche el año pasado. Carrick no había cambiado; su apariencia era tan refinada como siempre... aunque tal vez estaba un poco más delgado. Ciertamente, una expresión angustiada había marcado algunas líneas alrededor de su boca. Pero bueno, su madre había sido asesinada el año anterior en circunstancias que habían llevado a Gabriel a un furor de angustia y dolor. Gabriel había pasado cuatro meses siguiendo la pista de Hannah Grey a través de doce estados. En Becket, Massachusetts, había encontrado al estúpido que, basado en su creencia de que cualquiera que usara un abrigo de piel y condujera un Mercedes no podía mentir, le había renovado una tarjeta para su cuenta, aunque ella no había tenido identificación. En Philadelphia, Gabriel había encontrado ese mismo abrigo de piel con una mujer sin techo. En Chicago, había encontrado los restos desmantelados del Mercedes. Entonces, en Minneapolis, había perdido el olor de Hannah. Todo rastro de ella había desaparecido. No se había dado por vencido. Nunca se daría por vencido. La encontraría y la llevaría ante la justicia por lo que le había hecho a la señora Manly, a Carrick... y a él. Porque por unos breves y gloriosos momentos, había olvidado que ella era una sospechosa, y había confiado en ella. La había amado. Había amado la ilusión de quien ella era. Ella lo había convertido en un fracaso, lo había hecho quedar como un tonto, y le había roto el corazón. No, no el corazón… sus sueños. Nunca la perdonaría.
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Ahora estaba nuevamente sentado en esta silla, en este restaurante, para decir lo que ya no podía posponer más. Soy tu hermano. Soy tu medio hermano. Soy uno de los bastardos de tu padre. —Hola, Gabriel. —Carrick le ofreció la mano y dijo, con voz sombría—: Me alegra que llamaras. Espero que esto signifique que finalmente has superado lo que sucedió el otoño pasado. Nadie podría haber sospechado las profundidades de la infamia de Hannah Grey, y nadie te culpa por... Gabriel ya no podía soportar la compasión y la seriedad. Se puso de pie. —Carrick, soy tu medio hermano, uno de los bastardos de tu padre. La mano de Carrick se agitó nerviosamente contra su costado. Por una fracción de segundo, su rostro quedó en blanco por la sorpresa y una fea consternación. Entonces una sonrisa dividió su cara. —¡Por Dios, me engañaste! —Lo hice. Gabriel se sentó. Era mejor darle la posición dominante a Carrick. A él no le costaba nada, y eso lo tranquilizaría. —Entonces no fue un accidente que aparecieras cuando necesitaba a alguien para encontrar a mis hermanos. Carrick se veía como si estuviese bajo control, pero su voz temblaba un poco. Gabriel abrió las manos en un modesto rechazo. —Al principio no tenía nada más que sospechas, así que cuando apareció el caso contra tu madre y necesitabas ayuda... —Te ubicaste en tu sitio. Muy astuto. —Carrick acercó una silla, y sus ojos brillaron con honesta admiración—. Nunca lo vi venir. Gabriel se recostó, aliviado. Debía admitirlo, había estado preocupado. A ningún hombre le gustaba que lo engañaran, sin importar lo buena que fuera la razón. Tal vez era el lazo sanguíneo, quizás era la actitud de “la vida es un juego” de Carrick, pero el tipo parecía admirar honestamente el engaño de Gabriel. La camarera apareció otra vez. —Hola, soy Asta, y estoy aquí para atenderlos. ¿Qué puedo traerles, caballeros? Gabriel empujó un menú hacia Carrick, ordenó un sándwich de cerdo con batatas fritas, y para cuando terminó, Carrick estaba listo para pedir su ensalada caprese y chardonnay. —Traeré esa comida enseguida —trinó Asta. Mientras ella se alejaba brincando, Carrick dijo: —Wow. —Sí. No sólo sus senos son firmes. Sin importar lo que hubiese sucedido en su vida, Gabriel nunca había sido tan cínico. Ahora su hermana Pepper le decía que había pasado de cínico e ido directo a imbécil amargado. Gabriel levantó la mirada del menú para encontrar a Carrick estudiándolo. La mirada del hombre se entretuvo en las duras líneas de la estructura ósea de Gabriel, la piel bronceada, el
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cabello negro lacio, la nariz como una hoja de cuchillo. —Debería haber reconocido los ojos. Tu madre tenía que ser... ¿qué? ¿Hispana? ¿India americana? ¿Azteca? ¿Maya? Gabriel cerró el menú. —Todo eso, quizá. Ella me abandonó cuando tenía cuatro años, así que no tengo los detalles. Los detalles estaban perdidos en los gritos de un niño aterrado y la mancha oxidada de vieja sangre seca. —¿Padre no te sustentaba? Quiero decir, ¿hasta que se marchó? Pensé que siempre había sido bueno en eso. —Aparentemente yo me perdí en el camino. Por así decir. —Gabriel podía bromear al respecto. Simplemente no pensaba que fuera gracioso—. Hizo falta adn para convertir mi sospecha en certeza, y han llegado todos los resultados. Somos una gran familia feliz. Cinco hermanos. Cinco mujeres a las que Nathan Manly sedujo y embarazó. —Oops. Gabriel había olvidado nuevamente ese asunto del tacto—. Excepto tu madre. No podemos decir que la sedujo. Se casó con ella. —Se casó con ella por su dinero, así que voy a suponer que sí, hubo una seducción involucrada. Gabriel se preguntó por la falta de preocupación de Carrick. La mayoría de los tipos eran un poco sensibles cuando hablaban sobre la vida sexual de sus madres. Pero Carrick estaba hablando sobre su padre en matrimonio, así que tal vez eso hacía una diferencia. O tal vez había pasado tantos años siendo golpeado por la corrupción de su padre, que había perdido la habilidad para ser sensible. O quizá simplemente ocultaba bien sus sentimientos. Todas teorías interesantes, e importantes cuando se trataba de comprender a este complejo hombre que era su hermano. —¿Engendró más hijos? —preguntó Carrick—. ¿Tendré más... sorpresas apareciendo cada maldita vez que me dé vuelta? Así que Gabriel no era el único al que le fallaba el tacto. —Ese es un misterio que nunca resolveremos por completo. He hecho la investigación. He revisado los diarios de viaje de tu padre, nuestro padre, y sus registros financieros personales. Tal vez haya otros hijos como yo, hijos que concibió en sus viajes, hijos a los que les perdió el rastro, pero no lo creo. Parecía muy concienzudo con su pequeño hábito. —Uno se pregunta qué estaba pensando. —Lo he visto antes. Tipos que siembran su esperma por toda la tierra. —No era un salmón —dijo Carrick irritado. —Supongo que no. Nunca lo conocí. Asta colocó los platos frente a ellos, ofreciéndoles otro buen vistazo de sus senos, y cuando no le prestaron atención, se fue indignada a una mesa más apreciativa. —Mi padre era un buen padre. Generoso, amable, muy divertido cuando estaba cerca. —La boca de Carrick cayó en las comisuras—. Pero nunca hubo un momento en que no supiera que él tenía otros hijos. —¿Tu madre te lo dijo? Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Parecía raro en ella. —No. Hasta que él se fue y estalló el escándalo, ella nunca admitió que lo sabía. Los sirvientes me contaron sobre mi padre y sus... preferencias. Y mis compañeros de clase se burlaban de eso. Cuando padre estaba lejos, haciendo “negocios” —Carrick usó comillas en el aire—, solía imaginarlo hablando con los otros muchachos, jugando a la pelota con ellos, ayudándolos con sus tareas, del modo en que lo hacía cuando estaba en casa, conmigo. Me sentía engañado. De algún modo, mi infancia fue tan difícil como la tuya. Gabriel resopló. —No. Con una altanera indiferencia de los hechos, Carrick dijo: —Padre me enseñó una cosa con seguridad. Cuando te encaminas a la lluvia, ponte siempre un piloto. —Oh, también yo. Aunque desde el momento que Carrick le había mostrado la foto de Hannah, a Gabriel no le habían importado otras mujeres. Hannah... bueno, deseaba a Hannah, simplemente a Hannah, y ella era una puta, una ladrona y una asesina. Un baile, y ella había hecho un trabajo bastante bueno arruinando el sexo para él. Esperaba condenadamente que no fuera para siempre. Pero no aceptaba apuestas. —Entonces. Eres mi hermano. —Carrick golpeteó el tenedor sobre la mesa—. ¿Sigues trabajando para mí? —No. Estoy trabajando en este caso por mí mismo ahora. —Eres bastante intenso respecto a esto. Eso pareció poner incómodo a Carrick. —Sí. —Gabriel intentó bromear—. Además, no ofrezco descuento familiar. —Qué visión para los negocios. Papá estaría impresionado. La boca de Carrick se torció, colocando su hoyuelo en posición. Desde una mesa cercana, Gabriel oyó a una mujer gemir suavemente. Sí, Carrick todavía tenía el efecto casanova. —No aprecio ser comparado con papá. Ahora Gabriel no bromeaba. —Es inevitable, hombre. No hay modo de escapar a la herencia. La herencia es la perra reina del destino. Pero Gabriel había pasado tiempo con sus otros medio hermanos, Roberto Bertolini, Devlin FitzWilliam y Mac MacNaught. Los hermanos eran más que meramente hijos de su padre. Sus madres habían dejado su marca sobre sus hijos, y los hombres, cada uno de ellos, habían usado sus propias mentes, sus propios corazones, sus propios espíritus para dar forma a sus vidas. Gabriel los admiraba. Eran hombres buenos, y Carrick, si dejaba la tendencia al melodrama, también sería un buen hombre. —La herencia no es una trampa, y creer lo contrario es una excusa para la debilidad. Como si todo ese tema le diera dolor de cabeza, Carrick apoyó un puño contra su frente. —Es una trampa para mí —masculló.
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Carrick se compadecía de sí mismo. Pobre niñito rico. Aunque tenía pocos fondos ahora. ¿Correcto? Sin advertencia, Gabriel se lanzó. —¿Hannah ha accedido a la fortuna de tu padre? —No. La cuenta sigue intacta. —Entonces ahora sabes dónde está la cuenta. Carrick dudó. —Es tanto dinero, y la gente ha empezado a interesarse. —Gente. —A Gabriel no le gustó cómo sonaba eso—. ¿Como en gente aparte del gobierno? Carrick miró de un lado al otro y dijo en voz muy baja: —Sólo... no digas nada, ¿eh? Gabriel se inclinó hacia delante. —¿Estás en problemas? —Nada con lo que puedas ayudar. —¿Necesitas dinero? Gabriel siempre se había preguntado cómo Carrick había mantenido semejante estilo de vida fastuoso. ¿Tal vez viviendo más allá de sus posibilidades? —No. —Carrick levantó el mentón—. Hice un dineral vendiendo entrevistas sobre la muerte de madre. —Lo vi. Gabriel no lo había aprobado. Según su experiencia, hablar con los medios sensacionalistas siempre era problemas, y en este caso, sórdido y cruel. —Supongo que no debería haber aprovechado todo ese lío truculento —dijo Carrick desafiante—, pero los programas de noticias iban a obtener su información de alguien, y supuse que bien podía ser de mí. Muy bien, bueno. Tenían filosofías diferentes sobre la prensa. —Entonces, ¿cuál es el problema? —Nada. —Carrick levantó la voz—. Jesús, ¿qué te hace pensar que tiene que haber un problema? Gabriel mantuvo la voz desapasionada. Baja. —Porque Hannah Grey sí sabe cómo acceder a la fortuna. He mirado lo grabado cientos de veces. Las cosas que tu madre le dijo, las cosas que ella respondió, lo dejan en claro. —¿Entonces? —Entonces, ¿por qué todavía no lo ha hecho? —¿Hay una época especial del año en la que se puede acceder a ella? O... ¿o necesita algún tipo de software sofisticado que no puede conseguir mientras esté en fuga? Carrick hizo las mismas suposiciones que Gabriel había hecho. —Algo así. Lo seguro es que, en algún punto, limpiará la cuenta. Encontrar a Hannah es mi prioridad. Por más razones de las que quería decir.
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—¿Estás seguro de que la encontrarás? —Tengo vigilancia colocada para controlar su cuenta bancaria. Si intenta acceder a su dinero, la tendremos. —Todavía no lo había hecho, ni había aportado a su cuenta de seguridad social. Entonces, ¿qué estaba haciendo para vivir?—. Tengo buenas fuentes por todo el país —Gabriel esperaba condenadamente que no hubiese cruzado la frontera hacia Canadá o México—, y pago bien. En casos como este, lo único que hace falta es una persona codiciosa y observadora que la entregue. —Tal vez esté muerta. —No. —No. Hannah no podía estar muerta. Gabriel no permitiría que eso fuera cierto—. Estamos investigando una pista ahora mismo. —¿Una pista? Carrick parecía desgarrado entre la emoción y la consternación. —Una pista remota. En Houston. De una mujer sin techo. Que está loca. Literalmente. — Gabriel había pasado demasiado tiempo siguiendo pistas falsas, y sin embargo su instinto le decía que esta vez habían sacado la lotería—. A veces, la oferta de una recompensa es lo único que hace falta para aclarar la mente. —Me mantendrás informado de todo progreso. —Eres la primera persona a la que le contaré. Pero hay más. —Gabriel odiaba decirle esto—. He desarrollado contactos en el gobierno, y sé por qué se abrió la investigación en primer lugar. —¿Lo sabes? Carrick se estremeció como si alguien acabara de caminar por encima de su tumba. Gabriel apartó el sándwich. La conversación le había hecho perder el apetito. —Tres años y medio atrás, un informante presentó una denuncia. —¿Quién? —Alguien cercano a tu madre. —Hannah —dijo Carrick inmediatamente. —No, esto sucedió mucho antes de que Hannah apareciera en escena. —Claro. Claro. Por supuesto. Lo olvidé. El gobierno abrió la investigación algún tiempo atrás. — Carrick se secó las palmas con la servilleta—. Entonces... Torres. El viejo mayordomo. Murió casi dos años atrás, pero madre le contaba todo. —Es posible, pero no probable. —¿Por qué no? —Torres murió demasiado pronto, y quien sea que lo hizo estaba esperando presionar a la señora Manly, atraparla en el acto de recuperar el dinero, y obtener su tajada. —O tomarlo todo —dijo Carrick. —Exacto. —El muchacho demostró que también tenía idea de la logística de la situación. Eso enorgulleció a Gabriel—. No creo en las coincidencias. Quien sea que le haya dicho al gobierno que tu madre sabía sobre la fortuna, probablemente también puso a Hannah en su lugar para intentar sacarle la información antes de la audiencia con el gobierno. —Claro. Eso tiene sentido. —Carrick asintió como si sólo ahora se diera cuenta de que Gabriel resolvería el caso—. Entonces estás buscando a dos personas. Una desconocida, y Hannah Grey.
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—Para el momento en que termine mi investigación, sabremos quién es nuestro ladrón misterioso, y haremos que lo lamente. —¿Supones que es el amante de Hannah? —Es posible —dijo Gabriel ásperamente. —Más que posible, diría yo. ¡Tal vez necesiten encontrarse antes de poder acceder a la cuenta! Carrick sonaba entusiasmado, como si hubiese descubierto la clave del rompecabezas. —Tal vez. Lo único que sé es que voy a encontrar a Hannah Grey, y que le sacaré hasta el último pedacito de información. Gabriel sonrió con un poco de placer mientras evaluaba los tormentos que utilizaría con ella. Esperaba que Hannah se resistiera mucho, mucho tiempo.
Carrick se encontraba en la acera, sonriendo como un tonto y saludando a Gabriel dentro de un taxi y marchándose al aeropuerto para volver a las remotas tierras de Texas. Entonces sacó el celular de su bolsillo y buscó el único número que había ingresado, pero nunca llamado. Una voz odiosa y familiar atendió después de un repique. —Señor Manly, qué bueno escuchar de usted finalmente. Espero que tenga novedades para mí sobre la fortuna. —Creo que querrá ocuparse de algo antes de que llegue a ser un problema. Parece que mi hombre de seguridad está seguro de que Hannah Grey sabe cómo acceder a la cuenta en el exterior. Va tras ella ahora, cree que está en Houston, y una vez que consiga esa información... —No creo que pudiera ir lejos con esa cantidad de dinero antes de ser, digamos, ¿privado de ella? La voz sonaba casi divertida. —Usted no entiende. Carrick realmente necesitaba que se ocuparan de esto. Había tenido suficiente de hermanos dando vueltas, hablando sobre negocios y preguntándose qué hacía para ganarse la vida. Querrían sus propias tajadas cuando descifrara el código para acceder a la fortuna de padre, lo sabía. Todos querrían una tajada, especialmente... —Gabriel Prescott lo entregará al gobierno. Es ese tipo de hombre. La voz al otro lado de la línea se endureció. —¿Está seguro? —Muy seguro. —Bien, entonces, Gabriel Prescott se ha convertido oficialmente en una peste a ser eliminada, y Hannah Grey se ha convertido en un recurso por descubrir. —Lo que usted crea mejor, Osgood. —Carrick colgó y le dijo a nadie en particular—: Estaba esperando que dijera eso.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2222 Hannah salió de la comodidad del aire acondicionado del Wal—Mart en Houston, Texas, y el calor de septiembre la golpeó como una fiebre. Era otoño en casa, en New Hampshire, pero aquí el pavimento estaba tan caliente que quemaba a través de la fina suela de sus zapatos, y el calor subía en oleadas que olían a aceite de motor, un cucurucho de helado derritiéndose sobre el hormigón, y el contenedor detrás de la tienda. No muy lejos, los autos pasaban rugiendo por la curva 610. Caminó junto a la hilera de autos hacia el tranquilo vecindario detrás de la tienda, hacia la parada del autobús, y odió Texas. Odiaba la humedad, odiaba las cucarachas gigantes que poblaban el baño por la noche, odiaba su trabajo como cajera en Wal—Mart, odiaba la variedad de acentos: el fluido hindú oriental, el rápido español, la tonalidad del vietnamita, y más que nada, ese gangoso acento de Texas que escuchaba en todos lados. Acomodó la mochila que cargaba con ella a todas partes, la que contenía todas sus posesiones terrenales, y sintió las familiares gotas de sudor que comenzaban a bajar por su columna. Pero no era realmente Texas lo que odiaba. Extrañaba su hogar. Quería vivir en New Hampshire, en un pueblo donde conocía a la gente. Quería arrastrar los pies entre las hojas caídas, sentir el primer golpe del invierno en el aire. Quería trabajar como enfermera, en un hospital, no como cajera... Quería saber que no tendría que mudarse nuevamente pronto. Si pudiera ahorrar lo suficiente, iría a California. Pero, ¿a quién estaba engañando? No se atrevía a acceder a su propia cuenta. El dinero que le había dejado la señora Manly se le había terminado cuatro meses atrás, en San Antonio, y nunca podría ahorrar dinero trabajando por un salario mínimo. Apenas podía alimentarse. Vivía en la miseria de una residencia en un hostal en la zona de museos. La gente que dirigía el lugar se había compadecido de ella y le había permitido quedarse como una de sus residentes permanentes, pero los otros residentes permanentes eran extraños, como mínimo, y una vieja la miraba con un brillo en los ojos que ponía muy incómoda a Hannah. Pero la anciana estaba medio senil. Seguramente no recordaba los noticieros del invierno pasado... y Hannah había cambiado su apariencia, había teñido su cabello de un marrón claro y lo había dejado crecer, y había perforado sus orejas varias veces. Se vestía como una adolescente, se aseguraba de parecer menor que sus veinticinco años. Se sentía mayor. Mucho mayor. Ese era el problema. El asesinato de la señora Manly había tocado una fibra sensible en la prensa. La historia había sido cubierta por cada canal de televisión, en Internet, en los periódicos. Melinda Manly, Esposa de Empresario Tristemente Célebre, el Mujeriego y Ladrón Nathan Manly, ¡Asesinada por Enfermera en la que Confiaba! Carrick había sido entrevistado una y otra vez, su expresión trágica mientras relataba la historia de cómo había contratado a Hannah para que ayudara a su madre... y en cambio ella la había matado. Con esa última frase, su voz siempre temblaba teatralmente. Los invitados de la fiesta habían contado sus versiones, cada una más fantástica que la anterior. Hasta Jeff Dresser había tenido su momento de gloria mientras revelaba cómo ella había jodido a su pobre padre anciano
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hasta la muerte y, en la misma oración, amenazaba con hacer exhumar el cuerpo y examinarlo en busca de un acto criminal. Lo peor de todo era que el video de Hannah inyectando a la señora Manly con la dosis fatal de curare había sido exhibido en pantallas y monitores una y otra vez. Nunca mostraban lo desesperadamente que había intentado salvarla con CPR. No, eso nunca. Pero repetían una y otra vez que el curare era un antiguo veneno paralizador sudamericano conocido como “flecha envenenada”, y describían lo cruelmente que había matado a la señora Manly, ralentizando y luego deteniendo su corazón y pulmones. ¿Quién había tomado el video? ¿Cómo? Susan Stevens les había dicho que no había videos ni micrófonos. Sin embargo, el video existía, así que Susan había mentido y Hannah había fallado. Fallado en una larga línea de fracasos. Ahora vivía su vida con miedo y pobreza, mirando por encima de su hombro, siempre temerosa de que la policía la encontrara y la arrestara, o peor, que Carrick Manly la localizara y... Bueno, no sabía qué haría él, pero ella nunca volvería a cometer el error de subestimarlo. Ella había dado la inyección, pero él había reemplazado el medicamento, sabiendo totalmente bien qué sucedería. Había matado a su propia madre. Giró hacia la calle rodeada de autos y casas, viejos chalés protegidos por setos altos y densos, mezclados con algunas McMansiones nuevísimas que se veían dominantes y fuera de lugar. El vecindario estaba en transición, venido a menos y no obstante popular debido a su proximidad al centro. Se detuvo bajo un enorme y viejo roble vivo, tomándose un momento para saborear la sombra y la paz de estar lejos de clientes exigentes y su imbécil supervisor. Pero casi en cuanto se detuvo, alcanzó a ver a un hombre caminando por la acera hacia ella. En un instante, y con la habilidad ganada por once meses de fuga, lo evaluó: treinta y tantos, alto, en forma, hispano, vestido con jeans ajustados y una costosa camisa de mangas cortas. Su corazón comenzó el ruido sordo, grave y firme que había llegado a asociar con el peligro. Quería correr. En cambio, comenzó a andar hacia él; mejor pasar a su lado que hacer que la siguiera. Hannah mantuvo la mirada apartada de la de él, pero lo observó con su visión periférica. Tenía llamativos ojos verdes, y estaba mirándola, sonriéndole de manera agradable como un hombre al que le gustaba lo que veía. Ese no era el problema. Ella era atractiva. Los hombres todavía la miraban. Y este tipo parecía ser bastante decente... pero, ¿qué estaba haciendo aquí? ¿Cerca de Wal—Mart, de la parada de colectivo? Estaba fuera de lugar. Él se encontraba a la distancia de dos autos de ella, todavía observándola, todavía sonriendo, cuando seis metros detrás de él otro hombre abrió la puerta de un auto estacionado, se inclinó hacia fuera y apuntó con una pistola pequeña de aspecto letal. Hannah reaccionó puramente por instinto. Gritó: “¡Abajo!” y se arrojó hacia el peatón. Al mismo tiempo, él saltó hacia ella. El disparo sonó, un estallido en la tarde tranquila. El hombre chocó de cara sobre el hormigón. Algo golpeó la muñeca izquierda de Hannah: un rebote, una piedra, haciéndola girar de costado, tambalear contra el seto. Furiosa y asustada, se recuperó y se arrojó encima del desconocido. Sus manos resbalaron sobre el pavimento abrasador, y supo que iba a sentirlo más tarde.
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Pero ahora no. Ahora lo único que podía sentir era al tipo debajo de ella. Seguía caliente pero inmóvil. Inconsciente. ¿Muerto? Tal vez muerto. Por favor, Dios, no muerto. El hombre en el auto cerró la puerta con fuerza, aceleró el motor y se alejó rápidamente del cordón. Volvería. Cuando se diera cuenta de que ella seguía viva, volvería.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2233 Agarrando al hombre herido —no muerto, por favor, no estés muerto— de abajo de las axilas, Hannah tiró. Fuerte. Le dolió. Le hizo doler tanto la muñeca que las lágrimas cayeron por sus mejillas. Lo arrastró hacia el patio de alguien, detrás de un seto alto y espeso. Miró alrededor, esperando escuchar a alguien gritando o chillando, que viniera en su ayuda. La casa estaba inerte. Si había alguien en esta calle, estaba resguardado, aterrorizado por el disparo, igual que ella. Bien. Lo haría por su cuenta. Deslizó una mano alrededor del cuello del hombre y apretó los dedos contra su arteria carótida. Su corazón latía con fuerza. Verdaderamente no estaba muerto. Era lo mejor que le había pasado en casi un año. —Y a ti también, supongo —murmuró. Quería desplomarse de alivio, pero él estaba boca abajo sobre el césped con sangre goteando debajo de la cadera. Hannah se sacó la mochila y revolvió dentro de ella, agarrando el primer trozo de tela que encontró. Hombre, estaba sangrando por todos lados. —¿Puedes escucharme? —le preguntó—. Voy a presionar sobre tu herida. Dio un salto cuando el tipo le respondió. —¿El atacante se fue? —Sí. Él levantó la cabeza. —¿Ves algún otro personaje sospechoso? —Sólo tú. Él se dio vuelta con los brazos y la pierna buena, y la miró. —¿Puedes detener el sangrado? Hablaba con rapidez, lacónicamente, como un tipo que estaba familiarizado con situaciones como esta. Con tiroteos y violencia. Tal vez los lindos jeans y la camisa de mangas cortas de marca eran simplemente una tapadera. O tal vez podía permitirse vestirse así porque era un traficante de drogas. Quizá le habían disparado en una guerra de territorio. Y tal vez no importaba. Mientras fuera posible que le hubieran disparado en lugar de ella, Hannah se ocuparía de él. Diablos, era una enfermera hasta los huesos. Se ocuparía de él sin importar las circunstancias. —¿Tienes un teléfono? —le preguntó. Él hizo una mueca de dolor mientras buscaba en el bolsillo de sus jeans y sacaba un celular—. Llama al 911. Yo te vendaré y detendré la sangre. Ella apretó la tela —maldición, era su camiseta de Usher— bajo la cadera de él, y se dio cuenta de que la sangre que le cubría los muslos provenía de la herida de salida en el frente. Hurgó en su mochila otra vez, agarró otra prenda y la apretó contra la herida de adelante, luego sacó su ovillo de cordel. —¿Puedes levantarte? Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Sí. —El hombre lo hizo, y mientras ella le rodeaba las caderas con cordón, le preguntó—: ¿Llevas cordel en la mochila? —Nunca sabes cuándo vas a necesitarlo. —Cuando estás de fuga, quiso decir. También tenía un botiquín de primeros auxilios, pero nada que pudiera atender una herida de bala—. 911 —le recordó—. Vas a estar bien, pero no si te desangras aquí en la hierba. Mientras ella ataba las dos camisetas —la otra era una blanca simple; este incidente había afectado seriamente su guardarropas— él hizo la llamada. —Me han disparado —lo escuchó decir—. Recógeme en —miró hacia la casa—, 323 de Wisteria. Casa verde, pintura saltada. Estamos detrás del seto de ligustro. Ligustro. Hannah miró las espesas hojas verdes. No había sabido qué era. Así que él debía ser de Houston. Pero no había llamado a emergencias... ¿verdad? ¿Era un policía designado para encontrarla y entregarla? Él debió leerle la mente, porque cortó la llamada y la tomó de la muñeca con un firme agarre. —Una ambulancia llevaría demasiado tiempo. Llamé a mi chofer. Estará aquí en menos de un minuto. ¿Su chofer? Ella miró con atención sus ojos verdes. No sabía qué decir. ¿Entonces eres un traficante de drogas? ¿Entonces eres rico? ¿Entonces eres un traficante de drogas rico? —No te he agradecido —dijo él—. Salvaste mi vida. —No. De veras, no, lo siento. Yo... —Lo siento. Ese tipo estaba apuntándome a mí y te dio a ti. No debía decir eso—. Sé que duele, pero estarás bien. Realmente le ardía la muñeca, pero no podía apartar la mirada de los hipnóticos ojos de él. El hombre la sostenía con su mirada con tanta seguridad como la sostenía con su mano. —Si no hubieses gritado, podría haberme matado. —No, de veras, porque... No lo digas. No le digas a quién le estaban apuntando. —Luego me protegiste con tu cuerpo. —La otra mano de él le agarró los dedos, manteniéndola exactamente en su sitio—. Eres la persona más valiente que jamás haya conocido. —No. No, no lo soy. Tenía una responsabilidad porque... En la calle, un auto se detuvo. Una puerta se abrió. Ella se puso tensa. —Es mi auto. —Él sonrió con tensión, un hombre dolorido, pero decidido a tranquilizarla—. Reconozco el sonido del motor. Pasos sonaron sobre la acera de hormigón rota. Un hombre negro de hombros anchos vestido con un traje oscuro entró en el patio. Miró al hombre herido, y en tono de disgusto dijo: —Hey, jefe, ¿te dejo solo por diez minutos y te disparan? —Daniel, no rezongues —dijo el paciente de Hannah. —No estoy rezongando. Estoy exponiendo los hechos. Pero, mientras Daniel hablaba, se inclinó encima del paciente de Hannah, pasándole las manos sobre los huesos, observando los jeans manchados de sangre. Con voz amable, le dijo a ella: —Voy a levantarlo ahora. No le haré más daño del necesario, pero tiene que ir al hospital.
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Ella contuvo la respiración mientras él tomaba a su paciente en brazos. El paciente gimió, con agonía evidente, y entonces dijo: —Vamos, muchacha. ¡Tenemos que salir de aquí antes de que regresen! Muy bien. Buen punto. Hannah no quería que le dispararan. No quería morir. No sabía quién era este tipo, pero si él podía esconderla de Carrick, sus mentiras y sus asesinos, no le importaba. Ya no tenía ningún escrúpulo. No podía permitírselo. —Gracias a Dios, señorita, usted estaba en el lugar correcto, en el momento adecuado —dijo el chofer. La puerta trasera del auto estaba abierta. Apoyándose dentro, colocó con cuidado a su paciente sobre el asiento de cuero—. Gracias a Dios que usted pudo ocuparse de él. La ayudó a entrar al lado de… el tipo. Tenía que descubrir su nombre. Él debía haber estado pensando lo mismo, porque dijo: —¿Quién eres? El chofer cerró la puerta detrás de ellos. Se ubicó en el asiento delantero y arrancó el auto con tanta facilidad que ella ni siquiera notó que estaban moviéndose. Se sentó en el piso al lado de su hombre. —Soy Grace. Había estado usando ese seudónimo el último año, porque en hebreo, Hannah significaba Gracia, y cada vez que decía ese nombre, era como una plegaria de agradecimiento. Agradecimiento porque, por la gracia de Dios, Hannah seguía viva y en libertad. —Soy Gabriel. Su hombre le ofreció la mano. Ella puso sus dedos en la amplia palma de él y la estrechó, luego jadeó y dio un respingo. Él la sostuvo con firmeza, suavemente, y le giró la mano hacia la luz. —También estás herida. Sonaba como si le importara. —No me di cuenta. Ella frunció el ceño ante los rasguños que había hecho el pavimento. No eran serios, pero su otra muñeca... Dios mío. El dolor. En estas circunstancias, con Carrick tras ella... esto era un desastre absoluto. —Hey —dijo Gabriel—, está bien. Nos ocuparemos de eso. Ella metió la muñeca bajo el brazo, y miró alrededor como loca. Había tanta sangre. No había esperado tanta sangre. No había esperado sentirse atontada por el dolor y la conmoción. ¿Quizá él iba a morir? ¿Por la pérdida de sangre? Debería tranquilizarlo, e insistir al chofer para que se apresurara porque —se concentró en la sangre que manchaba su ropa—, porque había tanta sangre. —Sólo tengo algunos rasguños. Nada importante. —Su voz era más débil de lo que debería haber sido—. Es a ti a quien tenemos que llevar a un hospital. —Estamos yendo a un hospital. —Él era quien tenía el disparo, y quien estaba haciendo los sonidos tranquilizadores—. Es un hospital privado donde trabaja mi amigo. Es doctor, y él contactará a la policía porque es la ley, y todo estará mejor.
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—Oh. Hannah ni siquiera había pensado en eso. Una herida de bala tenía que ser informada a los policías. Y eso significaba... que no podía quedarse con él. No podía confiar en que él la mantendría a salvo de Carrick. Tenía que escapar en cuanto pudiera. —Creo que tal vez será mejor que te recuestes. —Gabriel la miraba con ojos verdes entrecerrados—. Te ves mal. —Estoy bien. De veras. Estoy bien. Yo sólo... Ahora que el trauma había terminado, se sentía débil y descompuesta, y quería apoyar la cabeza en el amplio pecho de Gabriel y llorar con todo su corazón. Eso iría bien. Pero como había hecho con tanta frecuencia durante los últimos once meses, parpadeó para alejar las lágrimas. —Será un alivio ingresarte en el hospital y saber que van a atenderte. —¿Ingresarme? No, no van a ingresarme. —Sí, lo harán. —Este tipo evidentemente estaba confuso con el concepto—. Te han disparado, y no es una herida menor. Es grave. —No me importa. No van a retenerme. Así que voy a necesitar una enfermera. —Mira… Su primer viaje en una limusina y lo único que podía pensar era que esperaba no vomitar sobre los asientos de cuero. Él hizo caso omiso de su objeción. —Necesitaré una enfermera. Alguien que vaya a mi casa y se quede conmigo, me administre calmantes... —Ella dio un respingo—. Y se asegure de que mi fiebre no suba demasiado. — Mientras la observaba, ya se veía afiebrado—. Tú eres enfermera. —No, no lo soy —dijo ella automáticamente. —Hiciste una tremenda imitación allí atrás. —Curso de primeros auxilios. —Entonces tú, la experta con el curso de primeros auxilios... podrías ir conmigo a casa y cuidarme. Hannah nunca volvería a trabajar como enfermera a domicilio. Jamás. Le había llevado demasiado tiempo, pero había aprendido su lección. —No. —Si no quieres hacerlo, entonces iré a casa por mi cuenta. —Bien. La limusina desaceleró y se detuvo. Daniel bajó de un salto, dio la vuelta y se inclinó para levantar a Gabriel del asiento. Gabriel gimió lastimosamente y se quedó sin fuerzas. —Maldición, jefe, esto está mal. Daniel corrió hacia la entrada de emergencia. Sin pensarlo dos veces, Hannah agarró su mochila, salió del auto con dificultad y los siguió.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2244 Mientras Hannah seguía a Gabriel adentro, el pequeño hospital entró en acción. Las enfermeras de Emergencias hicieron aparecer una camilla, colocaron a Gabriel sobre ella y lo empujaron dentro de una sala de examen privada. Hannah estaba en el umbral. —Han llamado al doctor Bellota —le informó una de las enfermeras, como si ella tuviera derecho a saber, y la condujo hacia una silla de metal de respaldo recto. Hannah puso su mochila encima y se quedó allí parada, queriendo irse, necesitando salir antes de quedar atrapada, pero desesperada por ver que Gabriel estaría bien, que alguien más no había sido atrapado en esta enredada telaraña Manly... y asesinado. El doctor apareció con un andar tranquilo. Era bajo, gordo, de aproximadamente sesenta años, con una mata de cabello blanco ondulado y agudos ojos marrones, y una presencia imponente que proclamaba que estaba al mando. —¿Qué hiciste ahora, Gabriel? —preguntó cordialmente. —Me metí frente a una bala. —Para un hombre que había sido disparado media hora antes y que colgaba sin fuerzas en los brazos de su chofer cinco minutos atrás, Gabriel sonaba fuerte y racional—. Si Grace no hubiera gritado una advertencia, la bala hubiese ido mucho más arriba y hubiese sido ligeramente más fatal. —Sólo ligeramente, ¿eh? —Mientras el doctor Bellota se lavaba las manos, echó una mirada repentina a las manos y ropas ensangrentadas de ella—. Grace, ¿le dieron? Hannah se había entrenado en un hospital como este, y los sonidos, olores e imágenes familiares la llevaron de regreso e hicieron que diera su informe con enérgica eficiencia. —No, doctor, él recibió la bala. Es limpia, con pérdida de sangre pero sin huesos ni órganos vitales tocados. Mientras se secaba las manos y se ponía guantes, el doctor Bellota la contempló pensativamente, luego miró a las enfermeras que cortaban el cordel y las remeras manchadas de sangre, y quitaban los pantalones de Gabriel. —Buen trabajo —le dijo a Hannah—. ¿Entrenamiento médico? —Sí. —Respuesta incorrecta—. No. Curso de primeros auxilios. —Buen curso de primeros auxilios. Desearía que todos fueran tan exhaustivos. —Se inclinó sobre la herida de Gabriel—. Un disparo limpio. Eso facilita mi trabajo. —¿Algún daño permanente? —preguntó Gabriel. —No parece, pero sólo el tiempo dirá. Hannah se relajó contra la pared, mareada de alivio. —Había mucha sangre. —Siempre la hay. —El doctor Bellota se inclinó otra vez sobre Gabriel—. Tenemos a alguien de la policía de Houston en camino. —Hannah se encogió en un rincón. El doctor continuó—. Si puedes soportarlo, me gustaría postergar los calmantes hasta que hayas hablado con la oficial. Gabriel miró a Hannah mientras decía: —Aguantaré sin los calmantes hasta que esté en casa.
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El doctor Bellota gruñó. —No puedes ir a casa. A juzgar por la ropa de ella y los vendajes que te quitamos, tienes una pinta de sangre menos. Te retendré para observaciones. —No, no lo harás. Gabriel fue terminante. —Maldita sea, Gabriel... —Déjalo, Dean. No me quedaré aquí. —Necesitarás una enfermera. —Grace puede hacerlo. El doctor Bellota la miró de reojo otra vez. —Ella dice que no es enfermera. Gabriel le habló en voz baja. Mantuvieron una rápida conferencia, del tipo que hizo que Hannah se fuera moviendo hacia la puerta. El doctor Bellota pidió a una de las enfermeras que se acercara. Ella fue hacia Hannah, y con la sonrisa pulida de una sanadora profesional, dijo: —Grace, soy Zoe, y soy médica asistente. El doctor Bellota quiere que la lleve para que le revisen el brazo. Hannah lo metió más apretadamente bajo su axila. —Está bien. Zoe se lo soltó con suavidad. Una mirada, y habló con severidad. —No está bien. Doctor, venga a ver esto. Hannah se concentró en su muñeca. Esperaba ver un rasguño. En cambio, algo le había desgarrado la piel, dejando al descubierto músculo y hueso... y sangre. Montones de sangre. No era sólo Gabriel a quien le habían disparado. La bala había atravesado la pierna de él y la muñeca de ella, y la sangre que tenía encima... no era toda de él. Las luces se atenuaron. Un zumbido apareció en sus oídos. Y con un débil gemido de humillación, se desplomó.
Gabriel se apoyó en un codo y vio al doctor Bellota revisando a la mujer inconsciente en el piso. Revisando a Hannah Grey. Su tez estaba blanca como un papel, sus labios y párpados casi azules. La sangre manchaba su ropa barata y formaba un charco bajo su mano. Estaba delgada, demasiado delgada, casi muerta por la terrible experiencia de haber matado a la señora Manly y huido... de él. Zoe envolvió gasa alrededor de la frágil muñeca. Bellota levantó el párpado de Hannah. —¿Cuánto tiempo ha pasado desde que comió? —No lo sé. La conocí en la calle cuando se arrojó encima de mí.
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Un punto que estaba molestando bastante a Gabriel. Hubiese preferido que ella hubiera gritado y escapado. Eso estaría más de acuerdo con una asesina. Por otro lado, ya sabía que ella era una criatura compleja, un estudio en contradicciones. —Le dispararon, pero el mayor problema es que está desnutrida. ¿Puedes firmar un formulario de tratamiento para ella? —Bellota miró a Gabriel con severidad—. Eres su hermano o esposo, ¿verdad? —Seguro que sí. También soy el tipo que pagará por su tratamiento. Hannah Grey no iba a morírsele ahora. No cuando la tenía firmemente en su agarre. —Correcto. —Bellota se puso de pie mientras Zoe llevaba una camilla a la rastra—. Conéctala a un suero salino. —¿Con dextrosa? —preguntó Zoe. —Sí, subamos su glucemia. Luego hazle una resonancia magnética en la muñeca. No permitas que el laboratorio te diga que no tienen tiempo. —Bellota frunció el ceño mirando a Zoe—. Lo quiero ahora. —Entonces, doctor, pídala usted. Zoe montó la bolsa para goteo, luego metió la aguja en el brazo de Hannah. Hannah se movió. Sus párpados temblaron. Gabriel soltó un lento suspiro de alivio. Estaba respondiendo. No mucho, pero seguía aquí. Bellota gruñó, pero hizo lo que Zoe le indicó. Cuando cortó el teléfono, dijo: —El laboratorio la tomará ahora. Hagas lo que hagas, no dejes que se levante. —No dejes que se vaya —agregó Gabriel. Cuando Zoe levantó las cejas, le dijo—: Mantenla vigilada. Y a la policía lejos. —Bien —dijo Zoe. Gabriel había tratado antes con ella; Bellota la respetaba, y era una mujer inteligente, que entendía demasiado sin que se dijera una palabra. Ella asintió mirándolo y luego empujó la camilla hacia el corredor. Gabriel se desplomó sobre la maldita e incómoda cama. —Ahora tienes que permanecer en el hospital —dijo Bellota con satisfacción—, porque ella necesitará quedarse. —Ella escapará si puede, y he pasado un infierno buscándola. Así que prepárame para partir, porque nos marchamos. De todas las maneras que había imaginado que podía ocurrir la captura, esta posibilidad nunca había cruzado por su mente. Había evaluado convencerla para que se entregara. Había evaluado calmarla para que confiara en él, luego anunciar quién era y ponerle las esposas. Había pensado en seducirla y después... Bueno, nunca había ido más allá de seducirla. Ciertamente no había pensado que se sentiría agradecido, y apenado por ella. —Haz pasar a Daniel, por favor. Necesito hablar con él. Bellota movió la cabeza hacia una de las enfermeras y volvió a trabajar sobre Gabriel, husmeando, pinchando y haciéndolo gruñir. —¿En qué diablos te has metido esta vez? —No estoy exactamente seguro. Sobre eso quiero hablar con Daniel.
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Porque Gabriel no creía en coincidencias, así que… ¿por qué alguien le había disparado?
Hannah despertó sobre una camilla que estaba siendo arrastrada a través de pasillos del hospital. Miró las luces fluorescentes que pasaban en el techo y deseó no sentirse tan desdichada. También le habían disparado. La policía querría su declaración. Tenía que marcharse… y si se ponía de pie, iba a vomitar. Y desmayarse. Esta era su pesadilla. Estaba viviendo su pesadilla. Nada escapaba a la aguda mirada de Zoe, y desde atrás de la cabeza de Hannah, dijo: —El doctor ordenó una resonancia magnética para su muñeca. —No puedo pagarlo. Aunque Zoe probablemente lo había deducido. —El señor Prescott se ocupará de eso —dijo Zoe, y cuando Hannah hubiese objetado, agregó— : Usted salvó su vida. Es lo menos que puede hacer. —Bien. Hannah tuvo que resignarse a eso. No tenía opción. Carrick la había encontrado, así que tenía que escapar otra vez, y si quería lograrlo, necesitaba estar sana. También necesitaba dinero, pero resolvería eso más tarde. La manera en que el doctor y las enfermeras trataban a Gabriel le dijo algo. —Asumo que no es un traficante de drogas. Zoe echó atrás la cabeza y rió. —No. No, es un hombre de negocios bastante respetable. Entonces, ¿qué estaba haciendo en ese vecindario? ¿Haciendo compras en Wal—Mart? Pero no era como si estuviese buscando prostitutas —era el lugar incorrecto para eso— y Hannah supuso que podía haber estado visitando una de las McMansiones. Lo que significaba que le habían disparado en su lugar, y si él lo supiera, no estaría tan agradecido. El equipo médico era rápido y eficiente, realizaron la resonancia y le permitieron mirar los resultados sin comprometerse a una opinión. Pero Hannah tenía una. La herida necesitaba puntos, una costura hábil para corregir el daño a músculos y tendones, pero en general se veía bastante bien. Y ahora mismo, ella se sentía bastante bien. Sabía que era una ilusión fomentada por el suero salino, pero si pudiera descubrir un modo de salir de aquí... —Las placas irán al doctor Bellota para que las vea, y él podrá derivarla a un especialista —dijo Zoe. —Para chequear el daño en los nervios. Zoe miró cómo Hannah flexionaba la mano izquierda con cuidado, y luego llevaba cada uno de sus dedos al pulgar. —¿Está segura de que no está en la profesión médica? Claro que Zoe reconocía a otra enfermera, y esa era otra pieza del rompecabezas de su identidad que Hannah no podía permitir que fuera puesta en su sitio. Así que ignoró la acusación
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indirecta de Zoe, diciendo únicamente: —La buena noticia es que mi mano hace lo que quiero que haga. La mala noticia es que imagino que necesitaré puntos. ¿Usted hace eso? —La bala provocó daño. El doctor Bellota querrá que vea a un cirujano plástico. Hannah posó su mano buena sobre la de Zoe, la miró a los ojos y tomó ventaja de la hermandad de la enfermería. —Ayúdeme a salir de aquí. Zoe se mordió el labio y tomó su decisión. —No puedo hacer los puntos, pero... —Llevó a Hannah de vuelta a Emergencias y dentro de una sala de examen. Rápida, eficientemente, le vendó la muñeca—. Le llevaré las placas al doctor Bellota ahora. Enseguida regreso. Salió de la sala y se encaminó por el corredor. Hannah no iba a tener una mejor posibilidad. Se desconectó del suero, maldijo el hecho de haber perdido su mochila, y se dirigió a la salida. Casi lo había logrado cuando Daniel se colocó frente a ella, bloqueándole fácilmente el camino. —Señorita Grace, el señor Prescott está saliendo, y me pidió que la acompañara a la limusina. Ella se quedó en la sala de espera, levantó la mirada hacia el hombre negro grandote y dijo: —No iré a la limusina. Con una voz tranquila y persuasiva, él dijo: —Vamos, señorita Grace, si usted no va a casa con el señor Prescott, el doctor Bellota tendrá un ataque ahí mismo en la sala de emergencias. Si necesita ir a algún lugar primero, estaré encantado de llevarla a cualquier sitio, esperaré que recoja sus cosas... Él levantó su mochila. Hannah contuvo la respiración. Todas sus cosas estaban dentro de la mochila, y él la tenía justo fuera de su alcance. —¿Puede darme eso? —Por supuesto, señorita. La pondré en el auto por usted. —Le sonrió de una manera que podría haber sido reconfortante en un hombre más pequeño, menos tonificado y decidido—. El señor Prescott tiene un lindo penthouse privado ubicado en la Galería, donde ambos pueden recuperarse en paz y tranquilidad. —Si yo tengo que recuperarme, ¿de qué le serviré al señor Prescott? —Yo estaré allí para ayudar a transportar su perezoso trasero hasta el baño y demás. No se preocupe. No se lastimará la muñeca para atenderlo. —Ella intentó rodear a Daniel. Él se movió para impedírselo—. Tampoco se preocupe por que el señor Prescott se propase con usted. Él nunca haría daño a una mujer, y de cualquier modo, sospecho que esa herida de bala va a ralentizarlo un poco. Deseaba que Daniel la dejara ir. Que le permitiera salir a la luz del sol de finales de la tarde y desaparecer en la ciudad, y deducir cómo esconderse de los hombres de Carrick. Porque no fallarían dos veces. Oh, Dios, ¿qué iba a hacer? ¿Ir y venir de un lugar a otro como una bola de flipper mientras peatones inocentes recibían disparos de los asesinos baratos de Carrick? —Espere a ver ese penthouse, señorita Grace. Es hermoso y más que grande para los dos, y claro que yo estaré allí para cuidar de ustedes, así que tendrán un acompañante. —Daniel miró Traducido y corregido por ALENA JADEN
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por encima del hombro de ella—. Aquí viene, viéndose todo irritado por si pude hacer mi trabajo y alcanzarla. Hannah se volvió para ver a Gabriel, sentado en una silla de ruedas empujada por el mismísimo doctor Bellota. Gabriel se veía pálido y acalorado. El doctor Bellota se veía adusto. Llevó a Gabriel junto a ella. —Dejaré que Gabriel vaya a casa aunque sepa que es un error. —No tienes opción —dijo Gabriel. —Por eso lo estoy haciendo. —El doctor Bellota tomó la muñeca de Hannah y le chequeó el pulso—. No sé cómo logró convencer a Zoe, la mejor médica asistente con la que jamás haya trabajado, de que la dejara ir... —Ella no me dejó ir. ¡La engañé! —Claro. —Evidentemente el doctor Bellota no lo creía, pero al menos Zoe estaba libre de culpa—. Daniel, cuento contigo para que los tengas a ambos en cama, en cama, durante siete días. Si hubiesen permanecido en el hospital, serían sólo cinco días, pero no… —se llenó de sarcasmo—, Gabriel tiene que ir a casa. —Gruñón —masculló Gabriel. —Y Grace tiene una cita importante con la Parca. —El doctor Bellota le puso una mano sobre la frente—. Daniel, ayúdala a subir al auto. Daniel le rodeó la cintura con el brazo y, con su breve oleada de energía desaparecida, ella se apoyó contra él. El doctor Bellota llevó a Gabriel hacia el calor tranquilo y húmedo y hacia la larga limusina negra estacionada en la zona de entrada de pacientes. —Pasaré por la mañana para ver cómo están —dijo el doctor Bellota. Un doctor que hacía visitas a domicilio. Gabriel Prescott realmente debía tener mucho dinero. —Pedí las recetas en la farmacia. Se las entregarán en una hora. Daniel, sigue las instrucciones de dosis con exactitud. —Sí, doctor. Daniel metió a Hannah en el auto y sobre el suave asiento de cuero y luego puso la mochila a sus pies. —No se preocupe, Grace. Ese penthouse es un lugar magnífico para recuperarse —le aseguró el doctor Bellota. —Sí, eso fue lo que yo le dije. Gabriel dio un respingo mientras Daniel lo levantaba y lo depositaba en el asiento al lado de ella. —No me causen problemas o los haré internar en la sala psiquiátrica, que es lo que debería hacer para mantenerlos aquí. —El doctor Bellota se pasó las manos por el espeso cabello blanco— . Llamen por cualquier razón, si no, los veré a ambos por la mañana. Daniel cerró la puerta y los dejó en el interior sereno, fresco, caro y oh—tan—cómodo, luego subió y condujo con callada habilidad en medio de la luz tenue hacia el penthouse que todos
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decían que sería tan perfectamente seguro y cómodo. —Apoya la cabeza en mi hombro antes de que te desmayes. Gabriel tenía algo especial. No sugería, más bien ordenaba. —Estás en peor estado que yo. —Sí, me siento como la mierda, pero tener una muchacha bonita contra mi pecho me curará más rápido que las prescripciones de Bellota. —La rodeó con un brazo—. Vamos. Lo hizo. Como una tonta, lo hizo. Había estado sola durante casi un año, sin tocar, sin confiar, sin decir nunca la verdad, alerta, siempre alerta, siempre con miedo. Ahora tenía la nariz apretada contra el amplio pecho de un hombre, y se sentía... a salvo. Él olía bien, a jabón de la ropa y hombre limpio, y bajo su mejilla, sentía el pecho firme, musculoso. Él emanaba la ilusión de un refugio, y ahora mismo, eso era exactamente lo que necesitaba. Porque no había sentido nada como esto desde… Jadeó y se incorporó. Desde Trent Sansoucy. Gabriel levantó las manos. —¿Qué hice? —No eres tú. No puedo creer lo que sucedió. No puedo creer... Hannah no podía creer que la habían encontrado. Se pasó la mano sobre los ojos repentinamente mojados. —Lo sé. Lo sé. Hannah miró mientras pasaban dentro de la Galería, el centro comercial de lujo con cuatro tiendas principales, una pista de patinaje sobre hielo y tantas tiendas costosas que la gente venía desde México y de todo Estados Unidos para comprar ahí. Nunca había estado dentro. En el extremo sur de la Galería, un alto edificio surgía por encima del centro comercial. Allí la limusina entró en una cochera cubierta en sombras y subió una rampa. Un portón se abrió hacia el estacionamiento privado, y se cerró detrás de ellos. Se detuvieron en un lugar designado para el penthouse, y Daniel dijo: —Quédense quietos un segundo mientras saco la silla de ruedas del baúl y la traigo. Ella se inclinó hacia delante para tocar la frente de Gabriel. Estaba caliente, pero no febril. Él la agarró de la muñeca sana. —Escucha. No hablamos del salario. Ella se apartó. —¿Qué? —Averiguaré cuál es la tarifa actual para atención privada, y te pagaré el doble. Ella quería abofetearlo. —Yo también estoy herida, e importunándote. Entonces, ¿qué estás pagando? Él soltó una ráfaga de risa. —No pago por mis placeres, si es lo que estás pensando. Pero sé que va a llevarme más tiempo recuperarme que a ti, y para el momento en que te sientas mejor, seré el paciente más malhumorado que hayas tenido. Odio estar herido. —Sí. Podía creer eso. La mayoría de los pacientes, especialmente los hombres, tenían un límite de Traducido y corregido por ALENA JADEN
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tolerancia antes de empezar a arrojarse contra las limitaciones requeridas para su cuidado. —Además, estoy agradecido porque gritaste por el pistolero, impresionado porque te arrojaste encima mío para protegerme, y en deuda por tu cuidado. Pagarte un buen salario es la única manera en que puedo saldar mi deuda. Hannah lo pensó. —Está bien. Está bien, eso tenía sentido. Y necesitaba el dinero. Si este tipo era honesto, y tanto su doctor como su chofer se habían esforzado por asegurarle que lo era, entonces quedarse en su penthouse la sacaría un tiempo de las calles y le daría tiempo a la persecución de Carrick para calmarse, e indudablemente parecía que no podría entrar aquí con facilidad. —Está bien. Daniel abrió la puerta y se estiró en busca de Gabriel, ayudándolo a bajar del auto y ubicarse en la silla de ruedas. Hannah lo siguió, y cuando Daniel vio su mochila, intentó quitársela. —No la dejaré caer, señorita, y podrá recuperarla en cuanto hayamos subido. —Muy bien —masculló ella, y se la entregó. No porque importara. Lo único que tenía que valiera algo era el código de acceso de la señora Manly, y lo llevaba en la cabeza, no en la mochila. Pero cuando uno podía llevar todo lo que le pertenecía en una mochila, se apegaba a ella. Daniel metió una tarjeta en el panel de control del ascensor, enviándolo a la cima del rascacielos en un ascenso tan rápido y silencioso, que Hannah tuvo que destaparse los oídos. Las puertas se abrieron al penthouse de Gabriel Prescott, y ella entró en otro mundo.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2255 El disparo evidentemente había dejado a Gabriel medio loco de dolor, porque vio a su mujer entrar en su penthouse y experimentó una satisfacción que le llegaba a los huesos. No importaba que Hannah no fuese realmente su mujer, o que hubiese asesinado por una ganancia, o que él mismo quisiera matarla por destruir su última, pequeña y vital chispa de fe en la humanidad. En algún lugar, esa parte primitiva suya que no respondía a la lógica o el buen juicio le dijo que estaba bien tener a Hannah en su hogar, donde pertenecía. Si podía consolarse con algo, era la evidente preocupación de ella mientras miraba alrededor. —Esto es, eh, realmente agradable. —Gracias. Era realmente agradable. En cuanto una de las personas de Gabriel había llamado para informar que una mujer loca que vivía en un hospicio en Houston se había contactado con ellos por la recompensa, y la foto que había presentado era una identificación positiva en su programa en la computadora, Gabriel había enviado a Daniel a buscar un lugar agradable, amueblado, con buena seguridad. —He tomado el piso superior entero. Porque de ese modo, el ascensor era el único camino de entrada, y él tenía control total de quién iba y venía. Tenía control total de ella. Hannah buscó a tientas su mochila, quitándola de las manos de Daniel como si fuese una mantita. Pero estaba demasiado cansada como para levantarla, porque la arrastró por las baldosas pulidas y las alfombras orientales hasta las ventanas que iban del techo al piso con vista al sur. Miró mientras el sol se ponía, y las luces se encendían por toda la autopista 59 hacia Sugar Land. —Espectacular. Daniel no le había preguntado por qué no estaba entregándola inmediatamente a la policía o a Carrick. Gabriel había estado de tan pésimo humor durante los últimos once meses, que no tenía que preguntar. Lo sabía. El jefe se había obsesionado con una despiadada asesina. —El dormitorio principal está a la izquierda —dijo Gabriel—. Es mío. Ella fue hacia allí y miró dentro. Él sabía lo que estaba viendo. Una habitación enorme con una cama de dos plazas y media en el centro, un diván y mesa ratona junto a la ventana, un escritorio de trabajo con una laptop y una silla cerca del baño. Dormitorio y oficina combinados. —Los dormitorios de huéspedes están a la derecha. Escoge el que quieras. Ella miró las puertas que conducían a los cuartos de invitados y luego a él. No lo reconocía. Para nada. Ni su voz real, ni su rostro desenmascarado. El software para cambio de voz, la máscara del Fantasma, y la tenue luz en la fiesta Balfour de Halloween habían hecho su trabajo. Sin embargo, ella seguía estando inquieta, probablemente debido a la situación, pero tal vez porque percibía el interés de él. Su interés... sí, en el viaje aquí apenas había podido guardarse su interés. Lo único que lo había mantenido bajo control era el conocimiento absoluto de que Traducido y corregido por ALENA JADEN
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necesitaba traerla aquí arriba para retenerla … y si ella intentaba escapar, no podría detenerla. Eso también lo irritaba. —Daniel se ocupará de mí. Su voz fue compulsivamente dura. Ella captó su tono correctamente, y retrocedió como si él la hubiese rechazado. La irritación de Gabriel aumentó. ¿Cómo se atrevía a simular ser tan sensible? Afortunadamente, antes de que hablara, Daniel intervino. —No le preste atención. El señor Prescott se pone irritable cuando está herido. Él le hablaba con amabilidad, aparentemente tan seducido por la inocencia superficial de Hannah como Gabriel había estado... alguna vez. Y tenía razón. Gabriel la quería aquí, sin que pidiera ayuda, sin que intentara escabullirse. —Ve a la cama, Grace. Daniel te llevará algo para comer y tus calmantes. —Si estás seguro... Ella se tambaleó como si sus rodillas ya no pudieran sostenerla. —Estoy seguro. Buenas noches, Grace. Gabriel y Daniel esperaron hasta saber que ella había encontrado un dormitorio y había cerrado la puerta tras de sí. —La cámara allí funciona, ¿verdad? —dijo Gabriel. —Seguro que sí. Yo mismo la controlé. —Daniel sonrió sin humor—. ¿Cuál es el problema, jefe? ¿No la querías cerca tuyo cuando estás indefenso? ¿Eres un cobarde? —Eso no es cobardía. Es inteligencia. —Supongo. —Daniel, tan cínico como cualquier persona que trabajaba para Gabriel podía ser, se quedó mirando por donde ella se había ido—. Parece tan auténticamente agradable. Volviéndose hacia Daniel, su chofer, guardaespaldas y amigo, Gabriel preguntó: —¿Quieres ver el video otra vez? ¿Ese donde la enfermera que demostraba tanta preocupación por la señora Manly la llenó deliberadamente de veneno para detenerle la respiración y el corazón… mientras ella estaba totalmente consciente? —No. Y tú tampoco. Hubo un momento en que lo mirabas con tanta frecuencia que pensé que habías perdido la cabeza. —Estaba buscándola. Ella se veía diferente a como la recordaba, diferente a como se veía en el video. Cualquier dejo de suavidad había desaparecido; estaba demasiado delgada, con mejillas enjutas y labios finos que mantenía fuertemente apretados. Su ropa barata colgaba de su cuerpo, sus jeans estaban tan gastados que podía ver el aire a través de ellos, y sus zapatillas estaban pegadas con cinta. Sus grandes ojos azules parecían más pequeños, entrecerrados, y observaban todo y a todos con sospecha. La vida no había sido fácil para Hannah Grey. Bien. —Pero sí gritó cuando alguien iba a dispararte —dijo Daniel. —O a ella.
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No obstante, aunque Gabriel recordaba la letanía de sus crímenes, todavía recordaba cómo ella se había apretado sobre su cuerpo sangrante, escudándolo de la posibilidad de balas volando, y el modo en que lo había arrastrado detrás del seto cuando a ella le habían disparado en la muñeca... esa era la dicotomía de Hannah Grey. En Balfour House, durante las semanas que él había monitoreado cada movimiento suyo, ella había sido una enfermera amable, bondadosa... excepto por ese momento decisivo de asesinato. Así que esta noche dormiría y sanaría, y por la mañana, iban a hablar. Pronto sabría todo lo que era posible saber sobre Hannah Grey. Pronto lo entendería todo. —Ella no te conoce —dijo Daniel. —Apenas oyó mi voz real. Nunca me vio la cara —le recordó amargamente a Daniel... y a sí mismo—. Pero es la mejor actriz que jamás haya visto. Podría conseguir un premio por inocencia jadeante en la categoría de saludable. —Lo sé. Tienes razón. —Averigua quién hizo ese disparo hoy y por qué. Porque Gabriel había pensado que simplemente iba a tomar el primer contacto con Hannah. De seguro no había esperado que le dispararan. —Ya estoy en eso. —Y averigua a cuál de nosotros estaba intentando darle. —Correcto. —¿Daniel? —¿Sí, jefe? —Más importante… no permitas que escape. De un modo u otro, obtendré una confesión completa, y entonces... la entregaré.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2266 Cuando Hannah despertó, el reloj de mesa marcaba las dos y media de la mañana. Tenía la boca seca; la muñeca le daba punzadas y ardía. Lo más interesante era que no estaba hirviendo. No estaba congelada. El colchón no estaba lleno de bultos, tampoco era duro, sino firme en los lugares adecuados, suave en los lugares correctos. Ella olía bien, como el jabón que había usado en la ducha que había tomado antes de acostarse. Tenía puesto un limpio pijama a rayas de hombre. Y tenía comida en la panza. Estaba, por primera vez en once meses, cómoda. Poco a poco se incorporó a una postura sentada. Encendió la lámpara, bajó sus pies por el costado de la cama y esperó. No se sentía demasiado mal. Le ardía la muñeca, y estaba empeorando, pero no estaba descompuesta ni mareada. Se puso de pie y esperó otra vez. Para nada mal. Fue al baño —cada dormitorio en este elegante penthouse tenía su propio baño—, tomó un poco de agua y usó las instalaciones. Cuando salió, contuvo el aliento con sorpresa. Allí, en la silla junto a su cama, estaba sentado Gabriel, envuelto en una bata, con una muleta apoyada contra la pared detrás de él. Horrorizada, le preguntó: —¿Qué estás haciendo levantado? —Daniel está dormido, y pensé que querrías tu analgésico. Antes de haberse acostado a las ocho, después de una cena de sopa minestrone y pan integral enviada por el restaurante italiano de abajo, Daniel le había dado sus antibióticos y un solo sedante. Con la seguridad de que estaría aquí por si la necesitara, había ido a ocuparse de Gabriel. Ahora... —¿Daniel está dormido? —Él no tiene una herida de disparo que lo mantenga despierto —dijo Gabriel. Tal vez fueran las altas horas de la madrugada, tal vez fuera estar en el territorio de Gabriel, pero él la ponía incómoda, como si pudiera tocarla con su mirada... y lo hubiera hecho. Estaba mirándola ahora. Ella estaba totalmente tapada; el pijama era demasiado grande, las mangas le colgaban sobre las muñecas, las piernas se fruncían alrededor de sus pies, y el cordón estaba atado alrededor de su cintura para mantener los pantalones arriba. Tal vez él no, pero ella estaba totalmente respetable. Sin embargo, había sido contratada para actuar como su enfermera, y podía simular ser inexperta, pero por su propia paz mental, necesitaba ver si él estaba bien. Y para hacerlo, tenía que tocarlo. Los once meses pasados habían sido duros con ella; realmente tuvo que armarse de valor antes de acercarse y posar una mano en su frente. —No pareces tener fiebre. ¿Cómo sientes los vendajes? ¿Apretados? ¿Sientes la herida caliente? —Me duele la pierna como un hijo de puta, pero es un dolor normal... no infectado. Creo que esquivé esa bala, si me disculpas la expresión. Él sonrió, una cuchilla afilada y de dientes blancos de diversión que le pedía que compartiera. Sorprendida, ella le devolvió la sonrisa y se dio cuenta… este tipo era apuesto. Lo había reconocido antes, por supuesto, esa primera vez que lo había visto, pero su reacción entonces
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había estado dominada por la cautela de una mujer que había vivido en las calles. Ahora sabía que él era respetable, y rico, y sentía una obligación hacia ella. Y era la mitad de la noche, las luces estaban bajas, y él parecía —Hannah no lo sabía— casi similar a Valentino en su apariencia e intensidad. Sus ojos eran hundidos, crudos, salvajes. La piel de su rostro estaba demasiado tensa sobre sus pómulos altos y una nariz orgullosa y dominante. Le pasó la mano por la frente. Sus labios... Bueno, sus labios eran perfectos para besar. Ese era un pensamiento peligroso. Dio un paso atrás. —Grace. —Ella se volvió hacia él, esperando que le pidiera algo para comer o beber—. ¿Cómo está tu herida? —le preguntó. Ella miró la venda que Zoe había puesto en su sitio. Los bordes blancos ya estaban sucios y húmedos; había intentado lavarse los dedos y salpicado demasiado arriba. —Está bien. —Déjame ver. Estirándose, él la agarró de la muñeca sana y la hizo acercar. El calor de su agarre, la sensación de estar encadenada, la dejaron sin aliento. Pero él no estaba haciendo nada en realidad. Invadiendo un poco sus límites personales, pero probablemente él no lo veía de ese modo. Algunas personas tenían definiciones diferentes sobre lo que era aceptable y qué tan pronto. Él la ponía muy incómoda, y ella no lo entendía, nunca entendería, cómo un hombre que estaba en tal pésimo estado podía irradiar un peligro tan impasible, humeante. Sin un gramo de respeto por el trabajo de Zoe, él desenvolvió la gasa, aflojándola con cuidado de la herida. —¡Maldición! —Pensé que se veía bastante bien. Ella no pensaba eso, pero ver su herida, inflamada, cubierta de sangre seca, pareció enfurecerlo. —No debería haberte sacado del hospital. Pero no te hubieses quedado, ¿verdad? —Él evaluó su silencio correctamente—. Muy bien. Mañana traeremos a alguien para que arregle esto. — Levantó la otra mano y le tocó levemente los rasguños en sus palmas—. Debes haberte resbalado por la acera. —Sinceramente, no lo recuerdo. Lo único que recuerdo es estar muy asustada de que él siguiera disparando. Ante el recuerdo, sus latidos se aceleraron. Gabriel sostenía sus dos manos en las suyas, y examinaba el daño como si viera algo más que palmas rasguñadas y nudillos hinchados. Con prudencia, ella se apartó de su agarre. —Tuve suerte. Tuvimos suerte. Estamos vivos y no gravemente heridos. Eso es bueno, ¿cierto? —Cierto. —Él tomó el frasco recetado de la mesa y leyó—: “Un comprimido cada cuatro horas”. ¿Han pasado cuatro horas desde el último? Hannah volvió a enrollar la gasa sobre su muñeca. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Han pasado al menos seis. Él sacó una sobre su palma y se la ofreció. —Entonces será mejor que tomes esto y vuelvas a la cama. Ella la tomó con cuidado, sin tocarle la piel. Gabriel señaló la botella de agua —una que ella no había notado antes— sobre la mesa de luz. Se puso la pastilla en la boca y dudó. —¿Qué pasa? ¿Crees que te envenenaré? Él sonaba serenamente peligroso, el ronroneo de un león antes de abalanzarse. Ella lo miró parpadeando, sobresaltada. —No. No, me preguntaba cuándo te toca una pastilla, y si quieres que la busque por ti. Se supone que esté... —Ocupándote de mí. Lo sé. Pero tengo otra hora antes de poder tomar las drogas otra vez. Las líneas marcadas alrededor de su boca decían con demasiada claridad lo difícil que iba a ser esa hora. Ella tragó la pastilla. Subió a la cama, se acostó y levantó las mantas. —¿Entonces no crees que fuera a envenenarte? —insistió él. —No sé qué ganarías con eso si lo hicieras. —Hannah bostezó y se puso de costado para enfrentarlo. Él era más que meramente intenso. Era extraño—. Además, ¿no es ese el frasco que mandó el farmacéutico? Sí que lo parece. —Así es. —Eso no es veneno… es alivio para el dolor. —¿Es así como lo ves? Ella levantó la cabeza de la almohada y lo miró con atención. —¿Eh? La expresión de él se torció como si estuviese angustiado. Como si estuviera dolorido. Muy bien. Ella sabía qué hacer. —¿De dónde eres? —¿Por qué? —él disparó la pregunta. —Pensé que podríamos hablar un rato, distraernos de lo mal que nos sentimos. Era una táctica que había utilizado antes con sus pacientes, muchas veces. —Ah. Bueno. —Gabriel pareció tener que pensar su respuesta—. Soy originariamente del sur de Texas. Ella no creyó que estuviera mintiendo, pero no estaba siendo muy detallado. —Tienes el más leve acento. ¿Tu familia sigue allí? —Estuve en el sistema de acogida hasta los once años. Entonces me adoptaron. Los padres fueron asesinados y me quedé solo otra vez. Su recitación era lacónica. —¡Lo siento tanto! —Eso explicaba la dura expresión de su rostro; el cuerpo que era tanto sólido como delgado. Este hombre era un luchador—. ¡Pero, mírate! ¡Mira este lugar! Creciste y lograste algo con tu vida. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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—Supongo. ¿Qué hay de ti? ¿Eres de Texas? —No, soy de la Costa Este y, al igual que tú, no tengo familia. —Pretendía detenerse allí, pero él se movió con incomodidad, y la directiva de enfermera Distrae al paciente hizo que siguiera parloteando—. Mi madre me crió sola. No me dijo mucho sobre mi padre, sólo que él estaba en las fuerzas armadas cuando conoció a mi mamá, y que una vez que ella quedó embarazada de mí, él se marchó. Gabriel había estado sereno mientras contaba su historia. Ahora sus ojos verdes estaban encendidos de enojo. —Qué imbécil. —Sí. Vivíamos en un pueblo chico y los otros niños se burlaban de mí. —Puedo identificarme con eso. Hannah empezaba a pensar que su inquietud anterior era simplemente nervios de medianoche, porque Gabriel era realmente agradable. Claro, a medida que la pastilla hacía efecto, se estaba volviendo más sociable y el mundo parecía un lugar más optimista... —Así que solía imaginar que él era un espía internacional que había tenido que irse en una misión y había quedado atrapado tras líneas enemigas. Solía estar en ciencias sociales y soñar que él entraría por la puerta, y que todos los chicos malos estarían asombrados, y que mamá, él y yo seríamos una familia. —Los niños tienen imaginación. Aunque evidentemente él no sabía qué pensar de la de ella. —Crecí y me gradué de la secundaria, y él nunca apareció. Mi madre murió más o menos en esa época... La voz de Hannah titubeó. Se aclaró la garganta y deseó no haber empezado esta historia, porque estaba avergonzándose con recuerdos que había creído largamente olvidados y sentimientos que Gabriel no quería compartir. Pero las drogas debían haber hecho efecto, porque las palabras no dejaban de borbotear de ella como agua de una fuente. —Fui a escuelas de enfermería en todo el estado. Hasta donde sabía, mi padre estaba en un universo diferente. Entonces, un día, cuando estaba estudiando en el hospital, entré en la habitación de un veterano de la marina para hablar con él sobre su fisioterapia, y su esposa e hija vieron algo que yo no podía ver. El tipo en la cama, recuperándose de cirugía en el hombro... era mi padre. Entonces reconocí el rostro. Y las orejas. —Se rió casi sin temblor—. Eran mi rostro y mis orejas. —No podían haber sido tan bonitas en él. Gabriel se inclinó y atenuó la lámpara junto a la cama. Eso hizo más fácil seguir hablando. —Su esposa no dejaba de decir cosas como “¿Cómo te atreves?”, como si yo hubiera aparecido a propósito, y me empujó fuera de la habitación, mientras el paciente, mi padre, se veía avergonzado. Enojado. Hannah cerró la boca de golpe. Listo. Estaba decidida. Ni una palabra más. —¿Volviste a verlo? Hasta ahí llegó su decisión. —Después de que su esposa se fue a casa, me quedé por ahí, esperando que me llamara. No lo
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hizo. Era nacido y criado en dos pueblos más allá, sus padres seguían viviendo allí, y él había vuelto para retirarse. No quería conocerme. Mi existencia no era más que una molestia y todas los alegres desvaríos de mi infancia murieron ese día. —Oh, Dios mío, eso sonaba tan poético y patético, y peor, las lágrimas estaban corriendo por la almohada—. ¿Podría ser más estúpida? Llorando por un padre que nunca estuvo ahí y nunca quiso estar. —Estás llorando porque es una tragedia. —No es de ningún modo una tragedia nueva. —Pero es tu tragedia. Él sacó un pañuelo de la caja sobre la mesa de luz y se lo alcanzó. —Gracias. Se secó la cara y cerró los ojos para no tener que mirarlo. Gabriel Prescott era un tipo interesante. Su voz sonaba familiar, pero no podía ubicarlo del todo... Si tan sólo se concentrara lo suficiente... Y se quedó dormida.
Gabriel se levantó con mucho dolor y la miró. Suponía que la historia era cierta. Eso era lo interesante en ella: no mentía ni engañaba. No tenía ningún defecto excepto una tendencia a ganar dinero suciamente. Oh, y asesinar a sus pacientes. Acercándose más, escuchó su respiración. Le puso una mano en el hombro y la hizo rodar. Los calmantes la habían dormido. Metiendo la muleta bajo su brazo, cojeó hasta la mochila que ella protegía tan celosamente. Llevándola a la sala de estar, la dejó caer sobre la mesa ratona. Desde el umbral del dormitorio principal, Daniel preguntó: —¿Encontraste algo interesante? —Todavía no. —Gabriel le echó una mirada aguda—. ¿Dormiste un poco? —Mi alarma acaba de sonar. Te toca tu medicamento en quince minutos. —Daniel se acercó y revisó la mezcolanza de cosas que llevaba Hannah—. Debería ser una boy scout. Está siempre preparada. Un segundo par de jeans raídos, tres pares de calzones, cinco pares de medias, cordel, cinta de embalar, unas tijeras pequeñas, una cantimplora. —¿Qué tiene dentro? —preguntó Daniel. Gabriel sacó la tapa y olisqueó con cautela. —Agua. Vendas, un tubo de pomada antibiótica genérica, un cuchillo largo y afilado... Gabriel se lo pasó a Daniel. —Mantengámoslo fuera de sus manos. Una zapatilla usada, sola. Gabriel la levantó y miró a Daniel, luego metió la mano dentro. La tela en la suela interior estaba vieja y gastada, y cuando la apretó, sintió el contorno de algo debajo. Sacó el forro… y encontró la tarjeta de Hannah, la que había conseguido sacarle a ese idiota banquero en Becket, Massachusetts. Gabriel la pesó en la mano.
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—¿Qué piensas? —Deja que se la quede —dijo Daniel de inmediato—. Si escapa… —Podemos rastrearla. Correcto. Gabriel la devolvió, metió la suela dentro y terminaron la búsqueda. Había un anotador pequeño y barato y una lapicera metidos en un bolsillo externo. Gabriel pasó las páginas. Estaba en blanco. Lo único que tenía era una foto de bodas, cortada para quitar al novio, dejando sólo a una joven señora Manly, su rostro brillando de esperanza y felicidad. Gabriel cerró los ojos con dolor. —Diría que está coleccionando recuerdos de sus presas, excepto que no tiene nada de nadie más. A la defensiva por reflejo, Gabriel dijo: —La familia Dresser exhumó el cuerpo del viejo señor Dresser, y él murió sólo de vejez. —Lo sé. Excepto por ese video, la señorita Hannah Grey está totalmente limpia. Daniel dio vuelta la mochila y examinó la lona. No había nada aquí que diera información sobre dónde y cómo acceder a la fortuna Manly perdida. Daniel acomodó la mochila. —¿Vas a llamar a tu hermano Carrick para decirle que la tienes? —No. Él preguntaría si tengo el código, y por qué no, y cuando le dijera que me dispararon, quedaría en blanco, como si no entendiera qué tiene que ver eso con la situación. —Estás poniéndote un poco escéptico respecto a tu hermano. La voz de Daniel era totalmente neutra, lo cual a su modo le dijo a Gabriel todo lo que necesitaba saber. —Es sólo un niño. Gabriel le pasó el cordel y la cinta. —Tiene veintisiete años. ¿Cómo eras tú a los veintisiete? ¿Cuántos trabajos habías tenido? ¿Cuántos millones habías ganado? Como si no pudiera seguir callado, Daniel le disparó esas preguntas a Gabriel. —Ha tenido desafíos especiales. —Todos tus otros hermanos han tenido que enfrentarse a los desafíos de ser ilegítimos, de perder a su padre, y de aprender a convertirse en hombres en un mundo que si pudiera los aplastaría bajo su tacón. Todos son el tipo de hombre que hace que me enorgullezca de ser hombre. Tienen moral, respeto por sí mismos y esposas que los adoran y a quienes ellos adoran. Este tipo de honestidad era lo que obtenía por tener un chofer y guardaespaldas que también era un amigo. Así que Gabriel ignoró la crítica tácita a Carrick, y se concentró en las alabanzas de Daniel para los otros hijos de Nathan Manly. —Son geniales, ¿verdad? —Sí, y verlos unirse este verano, y llevar a todas sus familias, el señor Roberto de Italia, el señor Mac del este y el Dev de Carolina del Sur... bueno, eso le hizo bien a mi corazón. Es lo que has querido desde que te conozco, encontrar tus parientes de sangre y ser una familia con ellos.
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Recordando su picnic del Cuatro de Julio en su rancho, y cuánto se habían divertido, Gabriel se relajó. —Era como una familia enorme, bulliciosa y ampliada. —No era como eso. Eso es lo que fue. —Daniel provocó a Gabriel—. ¿Y dónde estaba el señor Carrick? —Estaba... ocupado. Lo cual Gabriel sabía que era un código para no interesado. —Ahá. Daniel tenía razón. Carrick no era un niño, y sin embargo Gabriel pensaba en él de ese modo. Iba a clubes, se trataba con celebridades, su único ingreso parecía provenir de entrevistas sobre la muerte de su madre, y eso mostraba una morbosa falta de corazón. Gabriel sabía todo eso, pero... Carrick era su hermano. En su tono más confiado, dijo: —Le haré saber a Carrick lo que está pasando cuando tenga todas las respuestas.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2277 Gabriel despertó con la brillante luz del día, con un termómetro metido en el oído y la voz del doctor Bellota tronando: —Prescott, eres el hijo de puta más afortunado que jamás haya conocido. Gabriel abrió los ojos una rendija. —Lo era, hasta que apareciste. Dean Bellota bramó de risa. —Dirías que estás arisco porque estás convaleciente, pero en estos días siempre estás arisco. Daniel también se rió. A Gabriel no le hizo gracia. Desde la cabecera de la cama y a un costado, Hannah dijo: —Caballeros, están alterando al paciente. Bajo la fría reprimenda, los hombres cambiaron sus risas a toses. Hannah. Hannah estaba aquí. Gabriel se incorporó a una postura sentada y se volvió para mirarla. Ella estaba con pijama y bata, sosteniendo un montón de almohadas, viéndose como el demonio. Estaba pálida, su boca tensa, sus ojos empañados. Sin embargo, con una sonrisa tranquilizadora, ella se inclinó sobre el colchón y apiló las almohadas detrás de él. —El doctor Bellota está aquí para revisarte, pero tu temperatura es normal y tu color es bueno. Estoy segura de que esto es simplemente una formalidad. —Por el amor de Dios, Grace —gruñó Gabriel—, siéntate antes de que te caigas. Ante sus palabras, ella pasó de pálida a más pálida. Apoyándose contra la cabecera, dijo: —Estoy bien. El doctor Bellota la tomó del brazo. —Esto es lo que pasa cuando no escucha a su médico. Le dije que se sentara. Gabriel hizo una mueca de dolor pero se movió a un costado. —Acuéstala aquí. —Estoy bien —repitió Hannah. Nadie le prestó atención. Daniel puso una almohada. El doctor Bellota la hizo acostar sobre el colchón. Todos miraron su figura tendida con preocupación. —¡Estoy bien! —dijo bruscamente con finalidad. —Permítame decidir eso. El doctor Bellota chequeó su pulso, presión sanguínea y la temperatura. Revisó sus pupilas y escuchó sus pulmones. Finalmente le quitó la venda de la muñeca y la revisó, con el ceño fruncido. Le echó una mirada significativa a Gabriel. Gabriel asintió.
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—Tiene razón, Grace —dijo el doctor Bellota—. Está bien. —Se lo dije. Ella empezó a incorporarse. El doctor Bellota la hizo bajar otra vez. —Excepto que está sufriendo de agotamiento y desnutrición, y enviaré un cirujano plástico para que mire esa muñeca. Necesitará puntos, antibióticos, calmantes, sin mencionar reposo absoluto y tres comidas por día. —Ella intentó objetar. El doctor Bellota siguió hablando encima de ella—. Además de algunas meriendas. Daniel salió de la habitación y regresó enseguida con una bandeja con dos cuencos humeantes. —Iba a servirles esto cuando el doctor se marchara, pero que sea ahora. Ella lo vio organizar la comida. —Estoy dando trabajo extra a Daniel. —Es pollo y masa. Daniel le apoyó la bandeja sobre el regazo. Ella aspiró profundamente el caldo rico, con carne, olor a tomillo, y su tez se sonrojó. Gabriel quería maldecir. Había estado en fuga. Había estado muriéndose de hambre. Y aunque sabía que ella merecía cada aflicción que se hubiese auto—infligido, no soportaba pensar en ella sufriendo. —No se preocupe, señorita Grace. —Daniel le puso una cuchara en el puño—. Mientras esté aquí, cuidar a dos inválidos malhumorados no debería ser muy diferente a cuidar uno. —¿Aquí mismo? —Ella rió débilmente y tomó la primera cucharada. Sus ojos se cerraron a medias por el placer—. Quiere decir en este apartamento. Con buen humor y un brillo casi imperceptible de diablura, Daniel dijo: —Si estuviese al otro lado de esa enorme sala de estar, sería un inconveniente, pero siempre y cuando comparta esta cama enorme con el señor Prescott, puedo mantenerlos vigilados a ambos. Gabriel le echó una mirada de admiración. Daniel era un genio diabólico. Ahora ella estaba confinada a su cama. Con Daniel para vigilar cualquier “incidente” homicida, la intimidad obligada de dos personas en una cama de dos plazas y media, y un poco de halagos hábilmente aplicados de su parte, ella pronto estaría contándole lo que él quería saber. Hannah miró horrorizada a Gabriel. —No, yo... ¡no puedo dormir con el señor Prescott! —Vamos, señorita Grace. —La voz de Daniel retumbó con consuelo—. Con lo hecho polvo que están los dos, nadie pensará que están haciendo el tango horizontal. Diablos, el señor Prescott está demasiado débil para tararear la canción siquiera. —Daniel —dijo Gabriel amenazadoramente. El rostro pálido de Hannah se puso de un rojo rosado. —Daniel, no querrás preparar veinte comidas por día para mí. —Tres comidas y dos meriendas —dijo el doctor Bellota. —Daniel no cocina. Pide comida para llevar —dijo Gabriel. —Como esto seguirá adelante por algún tiempo, llamaré a uno de esos servicios que entregan comidas en la casa. —Daniel se encaminó hacia la puerta—. De ese modo, podemos controlar la
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nutrición. —Buen plan, Daniel —lo aprobó Gabriel. Entre los tres, estaban cerrando la puerta de la prisión de Hannah. Ella frunció el ceño e intentó duramente sonar autoritaria... difícil mientras comía. —Debería regresar a mi trabajo en Wal—Mart. —Puede cuidar de Gabriel después de que se sienta mejor —dijo el doctor Bellota. —Él también se sentirá mejor entonces. Bajó la mirada sorprendida cuando la cuchara repiqueteó en el cuenco vacío. El doctor Bellota le quitó la bandeja, luego sacudió las pastillas y se las dio con un vaso de agua. —Es una herida de bala. No estaré al cien por ciento por otros seis meses —le aseguró Gabriel. Como si eso resolviera todo, el doctor Bellota sacó sus tijeras y dijo: —Gabriel, veamos esa pierna y asegurémonos de que esta tontería de venir a casa no provocó un retraso que te dejará de cama por mucho más que seis meses. Se puso a trabajar cortando la venda, y para el momento en que había limpiado la herida, vuelto a vendarla y regañado a Gabriel otra vez por abandonar el hospital... Hannah estaba dormida. No sólo ligeramente dormida… profundamente dormida, con la mano bajo la mejilla y la boca levemente abierta, como una niña. El doctor Bellota le tomó el pulso nuevamente y, con la familiaridad de mucho tiempo de conocidos, dijo: —Espero que sepas lo que estás haciendo, Gabriel Prescott, teniendo a esta mujer de rehén. —Antes de venir aquí, vivía en un hospicio. Seguramente esto es mejor que eso. El doctor Bellota siguió adelante como si Gabriel no hubiese hablado. —Ha sido enfermera, no hay dudas. No sé por qué mentiría, pero no puede ser bueno. —Tengo el sueño liviano. No se dará vuelta sin que yo lo sepa. —¿Tienes el sueño liviano? Estabas apagado como una luz cuando yo... oh. —El doctor Bellota suspiró—. Dejarás los analgésicos. —Sí. —Eres un tonto, pero siempre y cuando sigas tomando tus antibióticos, estarás bien —dijo el doctor Bellota—. Enviaré al doctor Holloway esta tarde para que trabaje con su muñeca, y volveré mañana para ver cómo se encuentran. —Lo esperaremos ansiosos. No hay nada que me guste tanto como tener un tipo con dedos como jamones hurgando en una herida abierta. —Podría ser peor. Podría ser un examen de próstata. El doctor Bellota sonaba bastante alegre, pero frunció el ceño mientras empacaba su maletín. —Dean, sé lo que estoy haciendo. —Gabriel se relajó contra las almohadas—. ¿Conoces el dicho “Ten a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca”? La tendré cerca. —¿Qué es, amiga o enemiga? Gabriel sonrió amargamente. —Es peor que un enemigo. Es una vieja amante... y todavía no he terminado con ella.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2288 Hannah se desperezó al despertar, sintiéndose perezosa, pensando que pasaría el día entero leyendo historietas y mirando béisbol. Era domingo, ¿verdad? Sin prisa, abrió los ojos… y Gabriel estaba observándola. Instantáneamente se despertó por completo, rígida y quieta como un conejo bajo el escrutinio de un puma. —Hola. Gran manera de empezar una conversación. —Te ves mejor. Él se apoyó sobre su codo, metido en el espacio personal de ella otra vez. —Gracias, supongo. Ella subió las mantas hasta su mentón y se incorporó. —No tiene sentido ser modesta. Has estado durmiendo a mi lado durante tres días. —Una media sonrisa tiró de sus labios—. Si hay algo para ver, lo he visto. —Hannah lo miró enojada, ofendida, mientras él se estiraba en la mitad de la cama de ella—. No hay nada para ver —le recordó—. Estás usando mi pijama. Es aburrido. —Claro. Él no la miraba como si fuera aburrido. —Además, si hubiese tenido alguna idea de retozar, los ronquidos me hubiesen disuadido. Ella apretó los dientes. —Así que eres un alma sensible. —No lo creo, pero las mujeres generalmente no duermen mientras están en mi cama, así que no lo sé con certeza. Gabriel se rió. Pero probablemente era verdad. —Realmente eres un imbécil. ¡Y vete a tu propio lado de la cama! Con la mano buena, ella lo empujó por el pecho. Él se dio vuelta, todavía riendo, y cuando ella fue a darle una palmada, por las dudas, la agarró de la muñeca. La irritación de Hannah desapareció. La diversión de Gabriel murió. Mientras se miraban, ella se quedó sin respiración, y sintió algo que no había sentido desde... bueno, desde Halloween el año anterior. El recuerdo de Trent, y la fiesta, y ese breve y mágico baile, tuvo el efecto de hacerla apartar la mano. —Yo... necesito... usar... las instalaciones. Bajó lentamente de la cama, sin quitar sus ojos de Gabriel. Porque él nunca apartó sus ojos de ella, ni siquiera cuando Hannah le dio la espalda y corrió hacia el baño. Lo supo, porque sentía su mirada.
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Cerró la puerta tras de sí. La cerró con llave, aunque no sabía por qué. Probablemente él tenía una llave. Pero también daba la sensación de que, al más mínimo pretexto, se uniría a ella en la ducha. Hannah creía en enviar un mensaje, y ese mensaje era no. Se ocupó de los asuntos más urgentes, luego vio un nuevo par de pantalones de algodón gris de mujer y una musculosa deportiva azul aciano sobre el tocador. Una bolsa de plástico, del tamaño perfecto para envolver su muñeca, y una bandita elástica habían sido colocadas encima de la ropa. ¿Gabriel estaba intentando enviarle un mensaje a ella? Se miró al espejo. Probablemente. Ella había estado durmiendo durante días, despertando sólo para comer, mucho, y cepillarse los dientes, y ahora se parecía a Rip Van Winkle sin la barba. Abrió la ducha, se cubrió el yeso, y se metió en la enorme ducha. Era genial. Más que genial, con flores que la rociaban en todos los lugares correctos y algunos de los incorrectos, una tormenta sobre su cabeza que caía en momentos al azar, y una docena de champús y jabones diferentes. Estaba enamorada... de una ducha. También, por primera vez en un año, se sentía como ella misma. No estaba exhausta. No estaba hambrienta. No estaba asustada. Era Hannah Grey, y allí de pie en la ducha de Gabriel Prescott, se dio cuenta de que tenía que hacer planes para hacer algo más que escapar. Se quedó quieta y se estrujó las neuronas. No podía escabullirse por la extensión de Estados Unidos para siempre. Aun si Carrick no la había encontrado, estaba agotándose lentamente, convirtiéndose en alguien impulsado por el miedo y la pena, siempre corriendo y sin llegar a ninguna parte. Tenía que formar un plan. Tenía que hacer algo que detuviera esta locura. Tenía que ir con la policía, o los agentes federales o... alguien. Respiró profundo el aire húmedo. Y lo haría. Pero primero, iba a disfrutar de su ducha —olisqueó todos los champús y se decidió por naranja amarga— y se tomaría un instante para regocijarse en este momento de seguridad. Ni siquiera la molesta venda podía disminuir su placer mientras se enjabonaba, refregaba y finalmente permanecía allí, en éxtasis. Un pensamiento perturbó su paz. ¿Qué iba a hacer respecto a la inoportuna sensación de cercanía que sentía por Gabriel? Durante tres días, había dormido con ese hombre. En las poco frecuentes ocasiones en que despertaba, él siempre estaba despierto, y le metía comida por la garganta personalmente, como si fuese un águila y ella su pichón. No lo conocía, pero al mismo tiempo... la noche anterior, algún instinto la había llevado a la consciencia. Estaba acostada de lado, dándole la espalda, acurrucada contra el cuerpo de él, con sus brazos rodeándola. Él había estado respirando profundamente, como si estuviera dormido pero, al mismo tiempo, una erección presionaba contra su trasero. Ella sabía que los hombres tenían erecciones involuntarias por la noche. Más importante, ella llevaba el pijama de él y Gabriel tenía ropa interior y una camiseta, así que estaban bien vestidos. Y él nunca la había tocado íntimamente; nunca había movido un dedo hacia el acoso sexual. Pero esa erección la hizo comprender un par de cosas que había estado ignorando categóricamente. Él era un tipo fuerte, sano, normal, con apetitos fuertes, sanos y normales, que ninguna herida
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de bala iba a dificultar. Ella era una mujer fuerte, sana y normal, con apetitos fuertes, sanos y normales que, sinceramente, nunca en su vida habían sido mitigados. No porque se hubiera esforzado, porque en la secundaria y la universidad los chicos eran una decepción, y aunque las pilas podían satisfacer los impulsos básicos, dejaban mucho que desear cuando se trataba del afecto posterior. Y aunque ella y Gabriel no tenían nada en común excepto que les habían disparado, igualmente compartían esa humeante conciencia sexual que tiraba como una cadena pulida entre ellos. Era algo de lo que tendrían que ocuparse. Simplemente no sabía cómo. Cuando finalmente salió de la ducha, pudo oír a Gabriel hablando con alguien. Nadie le respondía, así que supuso que estaba al teléfono. Se secó y se vistió, luego abrió apenas la puerta y se quedó escuchándolo, no las palabras, porque eso hubiese sido espiar a hurtadillas, sino el tono afectuoso y bromista que hizo que le doliera un poco el corazón con envidia. Cuando él colgó, ella entró en la habitación. —Tienes una familia. Él pareció sorprendido; entonces se retrajo, y Hannah se percató de que no había querido hacerlo pero, en lo que a él concernía, había invadido su privacidad. Entonces Gabriel se relajó contra la pila de almohadas tras su espalda. —Tengo tres hermanas adoptivas. Esa era Pepper, y de algún modo se enteró de que me habían disparado. Su boca se torció con arrepentimiento. Hannah dio otro paso hacia él. —No estaba contenta. —Me despellejó. —Cuando decía cosas así, ella podía oír el eco de su crianza texana en su voz—. Le dije que no le contara a las otras dos, pero imagino que es demasiado tarde para eso. Recibiré más llamadas telefónicas. —Entonces hizo una mueca—. Detesto cuando me gritan. —Podrías haberlas llamado. —Hannah se acercó más—. Ya sabes, mientras yo estaba roncando. —No quería interrumpirte. Además, me dirían que necesito un trabajo más seguro. —Hannah abrió la boca para preguntar cuál era su trabajo en realidad. Él no le dio oportunidad—. El asunto es que tienen fobia a perderme otra vez. —¿Otra vez? Esto sí que era interesante. Hannah se sentó en el costado de la cama. —¿Recuerdas que te conté que los Prescott me acogieron cuando tenía once años? El señor Prescott era un pastor. —¿Fuiste criado por un pastor? Hannah pensó en todas sus sospechas sobre él, y se preguntó si eso significaba que debería descartar sus sospechas o considerarlas confirmadas. —En un pueblito de Texas. Sí. Su esposa me llevó a casa como a un gato callejero y anunció que se quedarían conmigo. Y lo hicieron, lo cual fue un gran escándalo en ese pueblo. “Mitad mexicano, mitad Dios sabe qué, todo problemas” era como me describían los viejos chismosos. A Gabriel no le gustaban los viejos chismosos. Ella pudo notarlo por el modo en que sus labios, Traducido y corregido por ALENA JADEN
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generalmente llenos y atractivos, se volvieron delgados y caídos en las comisuras. —¿Qué tipo de problemas? —No tenía origen. Pasé la primera parte de mi vida siendo llevado de un lado a otro en el sistema de acogida, sabiendo que nadie me quería y sabiendo por qué… porque gritaba enfurecido todo el día y por pesadillas toda la noche. Pesadillas. Hannah iba a preguntárselo... pero todavía no. No mientras estuviera hablando. —Entonces los Prescotts me acogieron, y estuve en mi hogar. Si gritaba enfurecido, ellos me llevaban a un lado hasta que podía controlarme. Si gritaba por la noche, estaban ahí para abrazarme. Me dijeron... el señor y la señora Prescott me dijeron que Dios siempre estaba ahí para mí, y cuando llegaran las pesadillas, yo podía rezar y Dios me consolaría. Me dijeron que Dios me valoraba tanto como a los niños blancos que vivían en sus grandes casas con sus padres, que estaban casados, y me dijeron que mirara alrededor. Me preguntaron si pensaba que esos niños que tenían padres que los presionaban para que fueran los mejores en el béisbol o gimnasia eran felices. Si los niños cuyos padres estaban divorciados eran felices. Si esos niños que se burlaban de mí por ser nadie realmente pensaban que eran mejores que yo, o si estaban compensando por algo. —Gabriel se rió—. El señor Prescott dijo eso, serio, y la señora Prescott lo regañó, y él dijo que yo no entendía a qué se refería, y yo le aseguré que sí. —Ups. Hannah luchó por contener su diversión. —Claro. Él me echó una mirada, y más tarde, me dijo que a veces decir la verdad no significa que tienes que decir todo lo que sabes. —Gabriel volvió a reír—. Entonces me di cuenta de que le gustaba tenerme allí. Tenía tres hijas y una esposa. Yo era el otro hombre en su vida. Me llevaba a cazar, me enseñó a disparar. Me llevaba cuando tenía que comprar un regalo para su esposa. Me llevó a la fuerza al grupo de hombres en la iglesia. Algunas partes apestaban, pero al final, sabía que era genial. Yo pertenecía allí. —Eso es genial. —Hasta que tuve trece años. —Un repentino comienzo de dolor lo hizo palidecer, y Hannah no creyó que fuera su herida lo que lo estaba molestando—. El señor y la señora Prescott fueron asesinados. —¿Asesinados? —No le había sorprendido escuchar que él había estado en guarda. Tenía el aire autosuficiente de un hombre que había estado por su cuenta toda su vida. Pero esto...—. ¿Por qué? Los ojos de él se cerraron a medias como si estuviese cansado, y de pronto Hannah se sintió culpable. Sus heridas eran mucho peores que las suyas, y ella se sentía tan fuerte ahora. Egoístamente, lo había mantenido despierto y hablando. —Te diré algo —dijo él—. Si cenas conmigo esta noche, te contaré la historia entera. —¿Con quién más podría cenar? Quiero decir, estamos atascados juntos aquí en el departamento... Él la miraba bajo esos párpados caídos, y ella comprendió... no se refería a cenar. Quería decir cenar. Se quedó muy quieta. Gabriel estaba colgando una carnada atractiva, pero según su experiencia, la carnada siempre ocultaba un anzuelo. En este caso, ella sabía muy bien cuál era el anzuelo... pero la carnada era tan, tan atractiva. Respiró despacio, con cautela, con la intención de
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decir lo correcto, decir que no, mantener esta relación en una posición segura. Sin embargo, en cambio soltó: —Me encantaría cenar contigo.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 2299 Hannah tenía una cita. Se había trasladado al dormitorio donde había dormido primero, y ahora tenía las manos apoyadas sobre el frío tocador de granito en el baño. Miró sus propios ojos brillantes en el espejo, y se dijo que debía calmarse. Era sólo una cita, y era estúpida por estar tan emocionada, especialmente cuando había dormido con el tipo con el que iba a salir. Muy bien, técnicamente sólo había dormido con él, nada más. Pero lo deseaba, y él a ella, y ahora mismo estaba haciendo equilibrio en ese filo entre la excitación y el miedo, entre esperar que hicieran el amor y saber que si lo hacían, ella pagaría el precio. Tomando un peine, lo pasó por su cabello, deseó ser rubia otra vez, deseó poder hacerse un peinado, deseó que no le doliera la muñeca... Dejó caer el peine sobre el tocador. La herida del disparo le dolía todo el tiempo, y cuando torcía la muñeca, el dolor se disparaba por su brazo. No obstante, se negaba a tomar nada más potente que una aspirina. No ahora. No esta noche. Esta noche, necesitaba estar atenta. Gabriel Prescott era un hombre poderoso, con apetitos poderosos y una personalidad y presencia que impresionaban aun cuando estaba callado. Si ella cedía al impulso de tener sexo, sabía en sus huesos que la experiencia afectaría todo lo que creía y deseaba... y no necesariamente en un buen sentido. Si sumaba el lío físico y emocional a sus problemas legales, preveía problemas. Se puso una rápida y leve capa de maquillaje. Pero lo deseaba. Como mínimo, quería escuchar el resto de su historia. Se vistió con el pijama simplemente fabuloso de Gabriel, se puso la bata de tejido de rizo que Daniel le había traído, giró frente al espejo y suspiró. El pijama era demasiado grande. De color verde claro, holgada y larga hasta las pantorrillas, la bata no era un buen modelo. Pero no tenía nada más para ponerse, así que... Entró en el dormitorio… y se detuvo. La puerta a la sala de estar estaba cerrada. Pero alguien había estado ahí dentro, probablemente un enorme hado padrino afroamericano, porque sobre la cama estaba desplegado un vestido, y no cualquier vestido. Este era el tipo de vestido que las modelos usaban en los estrenos de películas. Con manos reverentes, lo recogió y lo sostuvo frente a ella. Caía hasta sus tobillos; una caída larga y sencilla de seda roja con tiras de seda retorcida y una espalda baja. Un costado de la falda estrecha era abierto hasta el muslo. Nunca había tenido nada así en su vida, y deseó muchísimo que le quedara bien. Con una prisa repentina, lo dejó caer sobre la cama y se arrancó el pijama y la bata. Recogiendo el vestido, se lo puso y lo levantó. La seda subió deslizándose por sus muslos, sobre sus caderas y senos. Metió los brazos en las tiras. Le quedaba. Le quedaba como si alguien le hubiera tomado las medidas. Recordando el modo en que Gabriel la miraba, pensó que tal vez lo había hecho. La había
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medido con su mirada y en sus brazos cuando habían dormido juntos. Era un hombre que sabía casi demasiado sobre las mujeres. Hannah entró al vestidor. Se paseó, en realidad, porque con este vestido se movía diferente, toda elegancia fluida y serena, y cuando lo hacía, su pierna se deslizaba a través del atrevido corte en la seda, una sexy invitación para cualquier hombre que la viera. Para Gabriel. La figura en el espejo del vestidor se veía larga y delgada. La fina seda se moldeaba a sus senos y caderas, y cuando se giró y miró, vio que envolvía su trasero tan amorosamente como las manos de un hombre. La espalda era baja, con una sexy caída hasta la base de su columna, y las tiras colgaban de sus hombros. El vestido era absolutamente magnífico… y absolutamente requería de ropa interior. Miró atrás hacia la cama. Un minúsculo par de pantaletas a juego habían caído al piso. No había sostén a juego. Levantó la ropa interior y la examinó, adelante y atrás. Tendría que categorizarla como una tanga atrevida. —¿Cómo pude haberlas pasado por alto? —preguntó sarcásticamente. La habitación vacía no respondió, así que se las puso. Volvió a mirarse al espejo, luego buscó un sostén. No, nada de sostén. Sus pezones simplemente estaban... ahí afuera. Usando las horquillas que encontró dentro de una caja en el vestidor, se recogió el cabello en un rodete flojo. En el suelo, al lado de la cama, había zapatos, un par de tacones bajos rojos. Le quedaban, pero obtuvo un placer perverso al saber que eran demasiado estrechos. Así que no todo le salía bien al señor Gabriel Prescott. Un leve golpe en la puerta la sobresaltó. —¿Sí? Daniel dijo: —Señorita Grace, me marcharé por esta noche, pero si quisiera tomar la cena con el señor Gabriel, la he servido en una mesa junto a la ventana. —Muy bien. Gracias. Una pausa, y entonces él preguntó: —¿Todo le anduvo? ¿Le gusta? —Sí, y sí. ¿Lo escogió usted? —No. —Daniel rió entre dientes—. Yo no. El señor Gabriel sabía exactamente qué quería. Simplemente tuve que encontrarlo. Por supuesto. Lo había sabido antes de preguntarlo. Esperó, tímida, algunos minutos más, luego caminó —no, se paseó— hasta la puerta. La abrió y salió a la sala de estar. Las luces estaban bajas. La música era con ritmo de jazz y lenta. La mesa con mantel blanco estaba junto a la ventana. Gabriel estaba encendiendo las velas sobre esa mesa. Estaba perfilado contra la noche, una forma masculina sólida, fuerte, con traje oscuro y corbata, y por un momento, le recordó tanto a Trent Sansoucy, que las lágrimas escocieron sus
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ojos. Entonces él miró alrededor y se enderezó, y era Gabriel Prescott otra vez. —Dios mío —susurró—. Dios mío. Eres un sueño andante, hablante, hecho realidad. Ella se sonrojó ante el modo en que la miraba. —Es el vestido. —No es el vestido, de ninguna manera. Su voz ronca era una seducción de aprecio. —Bueno, no es la ropa interior —masculló ella. —¿Qué? —Nada. —Caminó —no, se paseó— para detenerse a su lado—. Realmente es el vestido. Me hace ver más alta, más delgada y más… —Agitó las manos—. Simplemente más. —No. Eres tú. —Inclinándose, él posó sus labios en la frente de ella—. Definitivamente eres tú. Eso fue todo, pero la hizo sentir aturdida y coqueta. Gracias a Dios por los zapatos incómodos que la mantenían cuerda, o se hubiese arrojado encima de él ahora mismo. —También te ves bien. —Gracias. Esto no es tan cómodo como mi pijama, pero es un poco más formal. —Apartó una de las sillas de la mesa—. El doctor no nos permite tomar vino, pero nos dejará tomar té helado. —Hizo una mueca. Ella se rió—. Y Daniel nos trajo una cena fabulosa de Café Annie. Deberíamos disfrutarla mientras está caliente. Hannah se hundió en la silla, y bajo la tapa de la mesa, se quitó los zapatos. Gabriel se sentó frente a ella. Levantó las primeras dos tapas de la comida y consultó la lista junto a su codo, diciéndole: —Como aperitivo, tenemos terrina de frijol negro con queso de cabra y una ensalada de atún dorado a la inglesa con remolachas asadas y escarola rizada. Los olores sabrosos llegaron a la nariz de Hannah, y su apetito mejoró por primera vez en un año. Él levantó más tapas. —Para el plato principal, tenemos langostinos grillados a la parrilla con enchiladas de papa y queso, chuletas de cordero a la parrilla con aceitunas negras y menta, y medallón de lomo a la parrilla con cheddar ahumado y chile verde molido. Cada plato presentaba una obra maestra apetecible de color y textura, y a ella le rugió el estómago. Gabriel señaló las últimas tres tapas colocadas en la mesa ratona. —Y para el postre... Ella lo interrumpió con una risa. —¿Quién comerá todo esto? —No sabíamos qué preferirías. —Él se veía divertido y solemne—. No queríamos que pasaras hambre. La luz baja pintaba sombras en los huecos de sus mejillas y justo bajo sus cejas. La luz de las velas danzaba sobre los mechones individuales de su lustroso cabello negro. Sus labios se veían suaves, sus ojos eran irresistibles, pero lo que realmente captaba la atención de Hannah eran sus manos: grandes, capaces, con dedos largos, anchos y diestros que untaron manteca en un bollo y
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se lo ofrecieron. —No creo que vaya a pasar hambre —le dijo con suavidad. La sonrisa de él prometía una comida, y mucho más. Comieron despacio, entretenidos con la intensa mezcla de sabores, su conversación era desganada, centrada en el tráfico de Houston, las compras en la Galería, y los excelentes restaurantes de la zona. Sin embargo, decían una cosa y significaba otra, diciendo banalidades mientras se alimentaban en un ritual primitivo de festejo y satisfacción. Él habló de los sabores únicos del lomo y el chile verde molido, e insistió en que ella probara un bocado de su tenedor. Ella exclamó por el langostino y las enchiladas, puso un poco en el plato de él y observó cómo masticaba, con sus fuertes dientes blancos asomando. Mientras hablaban, estaban esperando. Esperando a medida que la tensión entre ellos crecía. Cuando sus apetitos se redujeron, Gabriel se estiró por encima la mesa y le tomó la mano, su toque cálido y apremiante. Pasó los nudillos sobre los de ella. —Pasemos al sofá. Ella lo miró a los ojos. La atraían como esmeraldas, llenos de misterio y promesa. ¿Se daba cuenta de que podía seducirla con una sonrisa, una mirada? Claro que sí. Era el tipo de hombre al que debería temer: rico, poderoso, implacable. Como Carrick Manly. Ante el pensamiento, dio un respingo y apartó la mano. —¿Qué pasa? —dijo Gabriel. Pero él era completamente diferente. No era apuesto como una estrella de cine. No mostraba su riqueza y encanto para impresionar. Sus rasgos eran severos, como las imperturbables cabezas de piedra talladas por los mayas mucho tiempo atrás. Rara vez sonreía. Rara vez fruncía el ceño. Sus emociones, cuando las mostraba, brillaban en sus ojos y sus palabras. Era un hombre con profundidades que ella no podía esperar a sondear. No tenía nada que ver con Carrick Manly. —¿Vemos qué nos trajo Daniel para el postre? Hannah dejó su servilleta y se paró, consciente una vez más de la mirada de Gabriel que acariciaba la esbelta línea de su cuerpo. La hacía sentir como si perteneciera a este vestido. Fue hacia el sofá y se acurrucó en la esquina, muy consciente de que su muslo estaba expuesto por el corte en la falda. Consciente y satisfecha, porque Gabriel no podía apartar la mirada. Hannah acarició el sofá de suave cuero marrón y vio cómo él se deshacía casualmente de su chaqueta y corbata, dejándolas caer en el respaldo de su silla. La camisa blanca hacía que su piel pareciera tostada, y la fila de botones llevó la mirada de ella hasta su cinturón. —Buscaré el café —dijo Gabriel. Ella lo vio entrar en la cocina. Le gustaba su físico; hombros poderosos, pecho amplio, y un trasero prieto que se veía bien con pantalón de vestir. Él volvió con una bandeja cargada con un termo de acero inoxidable, edulcorante y crema. Dejó la bandeja sobre la mesa, y cuando ella iba a incorporarse, le hizo señas para que se quedara. —Yo lo serviré. Te ves bien ahí. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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¿Bien? Su expresión no decía bien. Tenía los labios apretados y sus ojos destellaban con posesividad; estaba extremada, posesivamente contento de tenerla en sus garras. Y si ella fuera inteligente, debería sentirse precavida. En cambio, se sentía como si, después de un viaje largo y espantoso, hubiese llegado a casa. Él sirvió los postres en la mesa ratona: tarta texana de pacana con helado de vainilla y salsa de naranja caramelizada, tamal de plátano dulce con ananá caramelizada y helado de coco, y un plato de queso... después de probar un trocito de cada uno, ella no pudo comer más. Porque quería besarlo, abrazarlo, pero primero había cosas que necesitaban ser dichas. Así que, a regañadientes, lo enfrentó y le recordó: —Prometiste contarme sobre tu familia. —Sí. —Él se veía como si lamentara esa promesa, pero no faltó a su acuerdo—. Es una fea historia. Mis padres adoptivos fueron asesinados por uno de los ciudadanos destacados del pueblo. Él hizo que pareciera que habían robado los fondos de la iglesia, abandonado a su familia, escapado hacia la frontera y destrozado su auto. Los policías estuvieron de acuerdo, porque era fácil y excitante o porque el hijo de puta que los mató los sobornó. Gabriel apretaba los dientes con cada palabra. Hannah quería hacer algo por él, algo que le ofreciera un poco de consuelo. Así que puso su mano sobre la de Gabriel. Él cerró los dedos alrededor de los suyos, la sostuvo sobre su rodilla. —La familia fue dividida, nos enviaron a todos en guarda a varios lugares del país. Sólo que yo no me quedé. Estaba furioso. Igual que antes. —¿Y asustado, igual que antes? —Él la miró, sorprendido—. Las pesadillas, ¿recuerdas? —Me comprendes casi demasiado bien. —Ella estaba halagada, pero al mismo tiempo, supo que apenas había arañado la superficie de este hombre complejo, multidimensional—. Las pesadillas... soñaba que estaba parado en medio de la autopista muy transitada, contra la barrera de hormigón, gritando de miedo mientras los autos pasaban rápidamente. Sus ojos eran de un verde muy, muy oscuro, que miraban a un lugar que ella no podía ver. Con cuidado de no hacer un movimiento repentino, ella acercó la cadera a él. —¿Por qué soñabas eso? La atención de él volvió bruscamente a ella, y dijo con dureza: —Porque no era un sueño. Cuando tenía cuatro años, mi madre me abandonó en medio de la autopista, y cuando la policía vino a recogerme no quería ir. Decía que mi mamá me había dicho que me quedara allí. —El hombre que era hacía eco de la angustia del niño—. Tuve que ser sacado a la fuerza. Las lágrimas llenaron los ojos de Hannah y rodaron por su cara. —Lo siento. Tal vez todavía no estaba cien por ciento sana, porque normalmente no lloraba por una tragedia antigua. Él le dio su pañuelo. Ella intentó evitar que se le corriera el maquillaje, intentó calmarse. —Lo siento. Estoy siendo tonta, lo sé, pero cuando pienso en ese pequeñito aterrado,
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simplemente... Me duele el corazón —su voz se quebró en la última palabra. Sus lágrimas no parecieron ponerlo incómodo. En cambio, la observaba con atención, como si evaluara su sinceridad. Y ese cinismo tan desarrollado hizo que le doliera más el corazón. —Lo siento. Qué tonta —repitió ella. —Todo salió bien. —Él movió la mano como para distraerla con su espléndida vista, sus muebles de cuero y su ascensor personal—. Como puedes ver. —Tu madre... ¿nunca fue a buscarte? La voz de ella estaba ronca por la tensión. —Los noticieros divulgaron el incidente, pero... no. Una mujer que abandona a su hijo en la autopista no está interesada en su bienestar. —Gabriel sonrió con un duro dejo de desdén—. Nunca le había contado a nadie sobre mi madre y mis pesadillas. No sé por qué te lo conté a ti. Ella le devolvió la sonrisa, burlándose de su irrisión. —Porque yo te conté sobre mi padre, y nunca antes le dije eso a nadie. Porque tenemos mucho en común… los dos superamos el tener padres fracasados e hicimos algo de nuestra vida. —Así que no nos delataremos, porque tenemos suficiente información vergonzosa para poder chantajearnos. La diversión de ella murió; a veces el cinismo de Gabriel iba demasiado lejos. —No —le dijo con firmeza—. No se lo diremos a nadie porque confiamos en el otro. —¿Sí? —Parece que sí. —Entonces... —La voz de él bajó a un tono cálido, profundo, seductor—. Espero que confíes en mí para que te haga el amor. Como había hecho tantas veces antes, le tomó la muñeca sana con la mano... pero esta vez, todo era diferente. Su piel bronce estaba sonrojada, sus ojos verdes calientes, y le frotó los nudillos con el pulgar, un roce cálido y suave de deseo. Llevándose su mano a los labios, la besó, su aliento tibio y con olor a café. El deseo entre ellos se volvió tirante. El corazón de Hannah comenzó un grave palpitar, se ruborizó y se inclinó hacia él. Gabriel la tomó de la nuca y la besó, una lenta unión de sus labios y lenguas... y almas. La otra mano le acariciaba el brazo desnudo, el hombro, y entonces, como si fuera naturalmente el siguiente paso, encontró la curva de su pecho y apretó el suave montículo en su palma, luego capturó el pezón entre su pulgar e índice. Exploró la forma, frotó la tela sobre ella, atormentándola con el tirón y la fricción de la seda. La respiración de Hannah era más acelerada, su sangre corría por las venas, y profundo en su interior, el deseo que sentía por él creció hasta convertirse en un dolor y una necesidad. Besándola todo el tiempo, sosteniéndole la cabeza con la mano, se colocó encima de ella, deslizándola sobre el sofá hasta que ella tuvo la cabeza apoyada en un almohadón. Su trasero resbaló contra la seda, el ruedo se levantó hasta sus rodillas. Una de las piernas de él estaba sobre el piso. La otra rodilla descansaba junto a su cadera. La mano libre rozaba su muslo desnudo, y Gabriel le murmuró contra los labios:
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—Has estado volviéndome loco toda la noche. Lo sabes, ¿verdad? —Tú escogiste el vestido —le recordó ella. Él se apartó y la miró fijo a la cara. Su palma le acarició la pierna. —No es el vestido —le dijo ferozmente—. Eres tú. Eres tan fuerte, tan resistente... semejante enigma. Quiero conocerte, ahondar en todas tus verdades. Ella tomó aire rápidamente. —Mis verdades son demasiado… —¿Peligrosas? ¿Como tú? —¿Por qué pensarías eso? Él la asustaba. La excitaba. Cuando la miraba, veía demasiado. Ella temía que viera la verdad. Hacía que quisiera huir... y hacía que necesitara quedarse. —Porque eres peligrosa para mí. Los dedos de él se flexionaron en su nuca, masajeándola y manteniéndola en su sitio. Su cuerpo la aprisionaba, y sin embargo... esta prisión era correcta. En esta prisión no tenía nada que temer. Estirándose, ella le sacó los faldones del cinturón y le abrió la camisa, un botón a la vez. Él esperó, la única señal de impaciencia era su pecho que subía y bajaba. Cuando la camisa colgaba suelta en sus hombros, ella pasó una palma plana por su pecho, sin vello y tenso de fuerza. —Eres tan hermoso —dijo guturalmente. La mirada de Gabriel se volvió más dura, más caliente, más intensa, un imán que exigía su atención. Le levantó la rodilla contra el respaldo del sofá, abriéndola. Sus dedos la tomaron de muslo, luego se deslizaron hacia sus pantaletas. Sus pantaletas diminutas, apenas existentes. Las hizo a un lado. Su pulgar se deslizó a lo largo del pliegue. Ella jadeó, con los labios apenas abiertos. Deseaba que él se detuviera, deseaba que se apresurara, deseaba... El toque de él la azotó como un rayo, caliente, rápido, buscándola, entrando en ella. Sorprendida, Hannah se arqueó del sofá. —Ya estás húmeda. —Su voz era caliente y grave, una suave excitación que acompañaba todo el resto—. Toda la noche he estado mirando tus senos mientras se mecían, tus pezones que se endurecían y relajaban, y me preguntaba cómo te sentías por dentro. —Su dedo volvió a hundirse en ella—. Me he preguntado si reaccionarías a mí como yo reacciono a ti, con cada fibra de mi ser, o si era todo una farsa para atraerme a tu llama. Hannah quería objetar. ¿Por qué pensaría que era una farsante? ¿Cómo podía siquiera imaginar una cosa semejante? ¿Estaba viendo demasiado de la verdad? Entonces el pulgar de él encontró su clítoris. Incapaz de contenerse, ella gimió. —Sí —susurró Gabriel. La frotó en un círculo lento, suave. Su dedo salió y entró profundo otra vez. El orgasmo la alcanzó, cegándola a su entorno, a sus recuerdos, a todo… excepto él. Mientras la frotaba y le daba sensación tras sensación, ella estaba siempre consciente del cuerpo de Gabriel
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sobre el suyo, de los ojos de Gabriel observándola, del olor de Gabriel envolviéndola, de la mano de Gabriel dentro suyo. Persuasivo, convincente, irresistible, Gabriel era todo lo que siempre había deseado. Gabriel era suyo. Cuando acabó y yacía jadeando debajo de él, se percató de algunas cosas. Él se había deslizado sobre el sofá a su lado, le había rodeado los hombros con el brazo y la tenía cerca de su cuerpo. Sus dedos todavía la sostenían por dentro y por fuera. Y la miraba como si el orgasmo de Hannah hubiera sido suyo. —Eso no fue una farsa —le dijo—. Sentí cada pulsación y cada temblor. Ella apenas podía respirar, pero logró preguntarle: —¿Cómo sé que... tú no eres un farsante? En un movimiento tranquilo, él retiró la mano. Se quitó el cinturón, bajó el cierre de sus pantalones. Se elevó nuevamente sobre ella. Tomándole la mano, la puso sobre su vientre y la deslizó dentro de sus calzoncillos. Los dedos de ella se cerraron alrededor de su erección. Estaba caliente. Estaba duro. Era grande y glorioso, y por dentro, ella se apretó con un deseo renovado. Encima de Hannah, el rostro de él estaba tirante por la tensión. —Cuando te miro, cuando te toco, cuando estoy contigo, no puedo pensar en nada excepto cómo sería estar en tus brazos y mostrarte... —¿Qué? —El color del placer.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3300 Gabriel contuvo la respiración mientras Hannah tomaba su decisión. Poniéndose de pie, se alejó de él hacia la puerta del dormitorio… y él se percató de que ella no tenía intención de convertirse en su amante. Estaba bien. Por ninguna razón que pudiera deducir, había compartido demasiado sobre su pasado. Excepto que tal vez Hannah tuviera razón; ella le había contado sus secretos, y él se sentía a salvo contándole los suyos. Pero pese a toda la charla de ella sobre experiencias en común y haber perdido a sus padres y hacer algo de sus vidas, lo que realmente lo hacía sentir seguro era saber que ella iría a prisión, y que no tendría tiempo ni ganas de contar chismes sobre sus pesadillas. Estaría demasiado ocupada viviendo su propia pesadilla. Qué mal que ese hecho lo hiciera sentir como la mierda, como un hijo de puta asqueroso y traidor que intentaba seducir a una mujer a la que no quería desear. Qué mal que la idea de ella en prisión hiciera que quisiese llevarla a México, darle un poco de dinero y dejarla libre, que sus principios y su hermano se fueran al infierno. Qué mal que el mero pensamiento de toda esa pureza de dulce olor detrás de los barrotes le doliera en el cuerpo y el cerebro. Qué mal que el primer día que había visto su foto fuera el día que había perdido la cabeza. Entonces... Hannah cruzó la puerta del dormitorio. Y le hizo señas. Y se dio cuenta… ella estaba dentro del dormitorio principal. Se quedó sin aire. Olvidó sus escrúpulos, por patéticos que fueran. Lo único que podía ver, lo único que podía pensar, era: Hannah. Mi sueño. Mi amor. Cojeó hacia ella, con su mirada pegada al brillo liso del vestido, el resplandor de sus hombros, la peligrosa chispa en sus ojos. Ella retrocedió para dejarlo entrar, y cerró la puerta detrás de él. Con llave. —Con esa herida, no deberías estar haciendo esto en absoluto —le dijo guturalmente—. Así que… sube a la cama. Gabriel dudó, atrapado entre el deseo de dominar y el deseo de ser amado. El amor triunfó, y retrocedió hacia la mesa ratona, se apoyó contra ella, se deshizo de sus zapatos y medias... Ella se apoyó contra la puerta, con las palmas planas contra la madera lustrada. —Bien podrías quitártelo todo. —Levantó su brazo vendado—. Lo haría por ti pero, ya sabes, mi muñeca... La camisa de él se deslizó fluidamente de sus hombros. Se sintió tonto cuando probó torpemente el cierre, preguntándose adónde habían ido sus habituales movimientos fluidos. Estaban evaporados, aparentemente, bajo la acalorada mirada de esa enfermera sirena de ojos muy abiertos. Cuando se quitó la ropa interior, esos ojos se abrieron aun más. —Eso es... impresionante. Gabriel rió entre dientes, halagado contra su voluntad. —¿El vendaje en mi muslo o la erección? —He visto vendajes mucho más grandes que ese —le aseguró ella. —¿Qué hay de ti? También estás herida. Deberías estar en la cama conmigo. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Gabriel apartó las mantas y señaló la lisa y limpia extensión de las sábanas. Por primera vez desde que había comenzado la noche, ella estaba insegura. Sus párpados se cerraron sobre sus ojos azules, y se pasó la lengua por los labios. —Sí. Supongo que debería. Levantando el brazo, jugueteó con las tiras retorcidas de su vestido. Cuando dejó caer una del hombro, las rodillas de Gabriel cedieron, y tuvo que sentarse en la cama. Cuando dejó caer la otra, contuvo un gemido. Ella estiró los brazos con cuidado. Por un momento precario, la tela sedosa se pegó a sus senos, y luego se deslizó hasta la cintura. El vestido quedó atrapado en sus caderas. Hizo un meneo que elevó la presión sanguínea de él hasta el techo. Y el vestido cayó al piso. Hannah estaba desnuda. Casi desnuda. Excepto por el trocito de seda roja que algún diseñador era lo bastante tonto como para llamar calzones. Había estado mirando la forma de sus pezones bajo ese glorioso vestido rojo. Siendo el tipo de hombre que podía hacer varias cosas al mismo tiempo, había estado desahogándose sobre sus pesadillas y, al mismo tiempo, especulando sobre la forma y el color exacto de los pezones. Ahora podía verlos, redondos, color durazno, perfectos, esos mismos pezones posados en la cresta de dos de los senos más hermosos que jamás hubiera visto. Por primera vez desde que la bala le había desgarrado el muslo, estaba libre de dolor. Era cierto. Había visto desnuda a Hannah antes. Cuando estaban en Balfour House, la había visto duchándose, poniéndose maquillaje, depilándose las cejas. Lo que debería haberle repugnado porque, según su experiencia, no había nada como esa porción de la vida real para quitar el rubor a la rosa. Pero no. No había funcionado de ese modo con Hannah. Lo había visto todo, deseado todo, y había estado frustrado como el infierno por no poder tocar, sentir, oler, amar... Ahora comprendía la verdad. La diferencia entre verla en un monitor de computadora y verla en persona era impresionante, como ver una foto de las montañas y luego las Rocosas en persona. Y esa diminuta tanga de seda daba un sabor especial a toda la experiencia visual, como si estuviera recibiendo un paseo guiado en una limusina. Respiró largamente para tranquilizarse. Pero antes de que hubiese logrado siquiera darle su aprecio total a los pechos, ella dejó caer las pantaletas y se hizo a un costado. Y caminó hacia él. La forma del cuerpo superaba la belleza del vestido. Las montañas se convirtieron en el parque nacional entero. La mujer era totalmente rubia. Y él estaba casi mareado por la falta de oxígeno. Hannah se reclinó hacia él. Gabriel se recostó. Ella sonrió, una sonrisa lenta e incitante que hizo que él se preguntara quién estaba seduciendo a quién. En cámara lenta, levantó la mano y la deslizó por la clavícula de ella. El contraste de sus dedos cobre bronceados contra la piel pálida y sedosa lo desesperaba por agarrarla, tomarla.
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Pero le había prometido todos los colores del placer. Siempre cumplía con sus promesas. Tomándola de la cintura, la guió encima suyo y la instó a bajar, a recostarse de espaldas sobre las sábanas blancas como la nieve. Miró esos grandes ojos azules aprensivos. —Veamos si podemos hacer tus sueños realidad. —¿Qué hay de los tuyos? La voz de ella tembló un poco. Tenía miedo. Estaba arriesgándose con él, y Gabriel la besó cálida, profundamente, saboreando su boca y encontrándola tan voluptuosamente sensible como había imaginado. Cuando levantó la cabeza, ella contuvo la respiración y, lentamente, sus ojos azules se abrieron parpadeando. Esperó hasta que estuviera enfocada y le dijo: —Mientras te tenga en mis brazos, todos mis sueños ya se han hecho realidad.
Hannah estaba acostada con la cabeza sobre el pecho de Gabriel, que subía y bajaba, escuchando el trueno de su corazón y exultante al saber que, aun mientras él había manejado su cuerpo con todas las habilidades conocidas por el hombre, ella lo había llevado a una locura dulce e igual. Aun ahora, cuando el frenesí había acabado, la rodeaba con ambos brazos, como si ella fuera un tesoro que temía que fuera a escapar. No podía engañarse a sí misma. No se conocían. Pero él cumplía con sus requisitos para un hombre. Nunca la había utilizado. Más bien lo opuesto. Cuando ella hizo lo que no era más que lo correcto —gritar cuando alguien les disparó— él insistió en devolvérselo con su hospitalidad y su cuidado. No le había mentido. Ella sabía quién era Gabriel, y sabía que cumplía con sus promesas. No sabía si se quedaría cerca, pero... le acarició el pecho. Él cumplía muy bien sus promesas. Durante su prolongada y pausada unión, la había tocado con manos llenas de magia. Había sonreído mientras le besaba el vientre, y no se detuvo allí. La besó íntimamente, su lengua acariciándole el clítoris, hasta que el orgasmo la había levantado en una marejada y la había llevado a la orilla. Entonces... entonces había entrado en ella, despacio, con cuidado, llenándola consigo mismo hasta que ella estaba desesperada de necesidad. Sólo cuando lo alentó a seguir con gemidos desesperados y manos firmes él se había permitido el éxtasis final. Más importante, no la había despreciado por ser ilegítima o por compartir sus tontas fantasías paternas, o por hablar sobre ese encuentro humillante, espantoso con el hombre que se había acostado con su madre. En cambio, Gabriel había hecho lo que podía para tranquilizarla. A cambio, había compartido algo muy especial, muy real, muy personal. Hoy, en la ducha, ella había enfrentado los hechos. Tenía que hacer algo respecto a Carrick Manly y su codiciosa búsqueda de la fortuna. Tenía que buscar ayuda, o moriría y la señora Manly nunca sería vengada. Conocía a un solo hombre en quien podía confiar.
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Gabriel Prescott. Respirando hondo, se apartó de sus brazos. Apoyó los codos contra el colchón y miró el rostro inquieto de él. Y dijo: —Tengo algo que contarte.
La mañana siguiente Hannah seguía dormida cuando Gabriel abrió la puerta y fue cojeando hasta la sala de estar. Daniel estaba sentado ante la mesa ratona, comiendo y mirando CNN en su laptop. Al ver a Gabriel, su apuesto rostro oscuro se iluminó con una sonrisa. —¿Conseguiste algo? —Cállate. —Porque ha sido una larga sequía por aquí, y has estado lo bastante gruñón como para que le pongan tu nombre a un enano. Gabriel se sentó, se sirvió un trozo de pizza con doble carne, doble queso, todos los vegetales, de masa fina, y repitió: —Cállate. —Será mejor que comas. Necesitarás tu energía para cuando vuelvas allí adentro. —Cálla... te. —Dime por qué debería hacerlo. —Porque necesito que descubras quién mierda nos disparó. Daniel se enderezó, ofendido. —Tengo a la organización trabajando en eso, pero sea quien sea, no está soltando ninguna información. —Mira. Ella me contó algunas cosas que... Que Gabriel no sabía si creer. Que no quería creer, pero que explicaban tanto. —¿Qué te dijo, jefe? Daniel sonaba más que curioso. Sonaba tan desolado como Gabriel se sentía. Gabriel sentía como si le hubieran desgarrado el alma al medio. ¿Era Carrick el villano que Hannah describía? ¿Un hombre que mataría a su propia madre por una fortuna? ¿O era Hannah la grandilocuente manipuladora, contando la historia para alegar su inocencia? De cualquier modo, Gabriel perdía algo muy preciado para él. —Es buena, ¿verdad? Sabía que no era culpable. Daniel sonaba satisfecho. Gabriel quería que Carrick fuera un buen hombre. Necesitaba que Carrick fuera parte de su familia. Y quería que Hannah fuera la mujer de sus sueños. No podía tener ambos. ¿Creía en su hermano, Carrick, o creía en su amante, Hannah? Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Uno de ellos era un mentiroso y un asesino. El otro estaba muy agraviado. Terminando su porción, se limpió la cara y manos y se puso de pie. —Si quieres estar seguro respecto a Hannah, tenemos que saber quién disparó y por qué. Ahora. Daniel abrió su programa de correo electrónico. —Lo convertiré en código uno. —Hazlo. Gabriel se dirigió de regreso al dormitorio.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3311 Hannah estaba corriendo, corriendo por su vida, pero no podía correr lo suficientemente rápido porque estaba empujando a la señora Manly. Alguien estaba persiguiéndola, apuntando un arma y disparando. Pero no era la señora Manly en la silla de ruedas. Era Gabriel. Ella hacía CPR, pero la sangre se derramaba de él, y moría allí en sus brazos. Levantó la mirada hacia el ojo negro de la pistola, luego el cuerpo en sus brazos. Pero ya no era Gabriel. Era Carrick, y la miraba fijo. Apuntándole el arma y mirándola... los ojos verdes de Carrick... ojos verdes... Estaba a punto de saber algo, algo muy importante... El clic de la puerta la sacó de la pesadilla. Se incorporó, cubierta en sudor, con el corazón martilleando. Gabriel estaba allí, con la espalda contra la puerta, vestido con un par de jeans y, hasta donde ella podía ver, nada más. Él pasó la mirada sobre ella y sonrió como si le gustara desnuda y despeinada. —Voy a tomar una ducha. ¿Quieres ayudarme? —Creo que será mejor que despierte un poco más. Se frotó la cabeza impacientemente. Quería quedarse aquí y pensar sobre lo que el sueño estaba intentando decirle. Algo importante... algo tan espantoso... —¿Te agoté? —Estoy bien. Él se acercó despacio y se sentó a su lado, una engreída bestia de hombre. Sus dedos bajaron por el esternón, y él observó como si estuviera fascinado por el contraste de colores y texturas. —Siempre dices eso cuando en realidad... —Respiró hondo y pasó la mirada al rostro de ella—. El doctor Bellota tenía razón. Estabas exhausta, y pasé toda la noche haciéndote el amor. Realmente te agoté. Ella tironeó las mantas hacia arriba. —Fuiste tú a quien le dispararon a través del muslo. A mí sólo… apenas me dispararon. —Bellota dice que soy un animal asquerosamente sano, y que desearía que todos sus pacientes se recuperaran tan rápido como yo. —Inclinándose, le besó la frente—. Vuelve a dormir. —Estoy bien. Hombre, era irritante. —Saldré en cinco minutos —prometió él. —No te mojes la pierna. Debería ayudarlo a envolverla, pero su sueño... algo sobre los ojos de Carrick... Gabriel hizo una mueca. —Diez minutos. Saldré en diez minutos. Entonces podemos dormir juntos una siesta. Ella no quería una siesta. Quería recordar ese sueño; el sueño que incluso ahora estaba alejándose de ella... Él se dirigió al baño y ella lo miró, el hombre a quien le había confiado la verdad. Se veía fuerte, sano. Caminaba casi sin renguera. Su recuperación había sido prácticamente milagrosa y, sin embargo, ella había soñado que él moría, que se había convertido en Carrick. Entonces...
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entonces... —¡Maldición! —masculló. La cosa entera era confusa en su mente, el mensaje perdido con la llegada de Gabriel. Pero tal vez era una advertencia. Ciertamente debería averiguar dónde estaba Carrick, descubrir qué estaba haciendo. Debería asegurarse de que él no podía encontrarla y lastimar a Gabriel, porque... porque su subconsciente de repente zumbó con preocupación. Apartando las mantas, fue de un salto al escritorio. Abrió la laptop de Gabriel y tipeó Carrick Manly en el buscador. Obtuvo una respuesta enseguida, una nueva entrevista en la revista Oui-Gee, un periódico dirigido a la gente interesada en el ocultismo. Cliqueó sobre el artículo y se encontró mirando una foto artísticamente posada de Carrick con sus hoyuelos en flor. Era apuesto; tenía que admitirlo. Por eso era que había logrado extender sus quince minutos de fama a una hora. Y, en cierto modo, eso le alegraba, porque mientras estuviera bajo la mirada pública, ella podría seguir sus movimientos. Podría estar a salvo. Ojeó la entrevista. Él hablaba sobre perder a su madre, por supuesto, y cómo todas las señales habían apuntado al peligro de tener una celebración en esa casa en particular, ese Halloween en particular. Como siempre, era una figura de tragedia y gran dramatismo, contando otra vez la historia de Nathan Manly y la fortuna perdida. Pero esta vez, al final, el entrevistador le preguntaba sobre la buena suerte de haber encontrado a sus medio hermanos. Él le aseguraba al entrevistador que la familia era tan importante para él, que había contratado a una empresa de seguridad para ubicarlos. No era sorprendente que el presentimiento lo hubiera hecho contratar a un hombre muy especial, Gabriel Prescott, ¡y Gabriel también había resultado ser su hermano! Aturdida, sin aliento, Hannah leyó la entrevista otra vez. Y otra vez. Y en caso de que no creyera la palabra impresa, había una pequeña foto de Carrick y Gabriel, sentados a la mesa en un restaurante, con sándwiches frente a ellos, hablando intensamente. La imagen se grabó en la retina de Hannah. Cerró la laptop de un golpe. No era posible. No podía ser posible. Pero lo era. Eso era lo que había estado soñando. Gabriel se había convertido en Carrick… porque tenía los mismos ojos verdes.
Mientras se aseaba, Gabriel maldijo el envoltorio plástico y la cinta de embalar que mantenía seco su vendaje. Le llevaba demasiado tiempo ponerse toda esa cosa, y demasiado quitarla, y mientras tanto, Hannah estaba acostada en la cama sola y preocupada por su confesión. Esa era la verdadera razón por la que no había ido a la ducha con él. Tenía miedo de que él no le creyera. La mano que sostenía la toalla enjabonada se movió más despacio. Tenía miedo por una buena razón. Él no le creía. ¿O sí? ¿Estaba dispuesto a condenar a Carrick sin pedir la verdad? Si pedía la verdad, ¿se lo diría Carrick? ¿Sabía Carrick siquiera cuál era la verdad? ¿Admitiría Carrick que había matado a su propia madre? No, nunca.
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Pero lo había hecho. Maldición. Gabriel golpeó el puño contra la pared de la ducha. Él lo había hecho todo. Porque Carrick haría cualquier cosa por dinero, y una vez que Gabriel había sugerido que Hannah probablemente sabía el código para acceder a la fortuna, Carrick había necesitado una sola cosa: confirmación. Conociendo a la señora Manly, sabiendo con qué facilidad se irritaba... ella se la había dado. Gabriel vio el video en su mente. Carrick había estado en la fiesta. Había ido al dormitorio de su madre, vestido con la larga capa de vampiro, y colocado una rosa roja sobre la almohada. Después, se había detenido junto a la bandeja donde habían sido dispuestos los medicamentos y jeringas, y por unos pocos segundos vitales, su capa había cubierto la bandeja. Ahí era cuando había hecho el cambio. Ya no había necesitado más a su madre, excepto como el medio para un fin. Excepto como un medio para presionar a Hannah para que le diera el código. No había funcionado, porque Hannah escapó. Aun si no lo hubiera hecho, nunca hubiese traicionado la confianza de la señora Manly. No era nada raro que Carrick hubiese parecido un poco preocupado en Nueva York. Necesitaba ese dinero. ¿Había sabido todo esto antes? Había visto ese video cientos de veces, pero nunca se había permitido pensar que Carrick lo había hecho. Gabriel podría haber mejorado el video para ver detalles; ahora lo haría, para ver si Carrick llevaba guantes o si había una posibilidad de que hubiese dejado una huella en la botella de medicina. Pero Gabriel no había querido admitir ante sí mismo la posible culpabilidad de su hermano. ¿Qué había cambiado? Hannah. Hannah había cambiado todo. La señora Manly no había sido tonta. Había confiado en Hannah, porque Hannah era tan genuina como parecía. Él era el tonto. Con prisa ahora, se enjuagó y salió de la ducha. Necesitaba hablar con Daniel sobre Carrick, evaluar cuál era el mejor modo de actuar para atraparlo sin dañar a nadie más. Necesitaba hablar con Hannah sobre permanecer dentro y fuera de vista. Necesitaba decirle... quien era él en realidad.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3322 Gabriel entró al dormitorio, esperando que Hannah no estuviese ya dormida. Necesitaba decirle la verdad lo antes posible. Necesitaba abrazarla, convencerla de que realmente creía su historia, discutir la estrategia para atrapar a Carrick en el acto, y qué tipo de trato harían con los agentes antes de que ella les diera acceso a la fortuna de Nathan Manly. Necesitaba decirle que la amaba. Pero ella se había ido. Fue corriendo a la sala de estar y se detuvo de un resbalón. Ella estaba dando vueltas por el perímetro de la enorme sala, vestida con los pantalones y la musculosa deportiva de Gabriel, caminando tan rápido como podía. La miró boquiabierto. —¿Qué estás haciendo? Ella hizo una mueca y movió una mano hacia Daniel. —Dice que necesita ejercicio. Nordstrom enviará algo de ropa de ejercicio, y le estaba diciendo que hay un gimnasio en el quinto piso. Gabriel lo miró enojado. Daniel se encogió de hombros, como diciendo: “¿Qué hay de malo?” —¿Estás lo suficientemente bien para ejercitarte? —Cuando ella no respondió, Gabriel dijo—: ¿Grace? —¡Oh! Seguro. Dormí bastante. Y tú me hiciste entrar en calor. —Le ofreció una sonrisa reluciente—. En realidad me estoy poniendo un poquito nerviosa estando en cama. No estoy acostumbrada a estar sin hacer nada. Sin hacer nada. Bien. Eso los ponía a él y su forma de hacer el amor en su sitio. —Me pondré mi ropa de ejercicio. Daniel se dirigió a su cuarto. Le encantaba hacer ejercicio, y aparentemente Hannah no era la única que se estaba poniendo nerviosa. —También me cambiaré. —Gabriel intentó captar su mirada—. ¿Quieres venir a ayudarme? Ella le disparó otra de esas sonrisas de un millón de voltios. —Si lo hiciera, nunca llegaríamos al gimnasio, y me estoy poniendo un poquito loca, estando aquí arriba. No porque no sea un lugar precioso. ¡Una sala de estar grande! —Seguía caminando— . Pero, ¿estás seguro de que deberías hacer ejercicio? El doctor Bellota dijo que debías permanecer en la cama siete días. —El doctor Bellota es un molesto viejo conservador. Ella rió. —Ve a cambiarte. Esperaré la ropa. No quería dejarla sola para que aceptara el paquete, pero se recordó a sí mismo que confiaba en ella. Se retiró al dormitorio. Era que ahora mismo ella parecía estar actuando... de manera extraña.
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Se puso un par de pantalones cortos y una remera, y estaba atando sus zapatillas cuando oyó el timbre. Se detuvo y escuchó, listo y preparado en caso. En caso de qué, no lo sabía, pero por alguna razón que no podía definir, esa impresión de que algo era incorrecto lo fastidiaba. La oyó hablar, escuchó que alguien respondía, oyó que la puerta del ascensor se cerraba. Se obligó a terminar de atar la zapatilla, se paró y entró en la sala de estar. Ella estaba sentada en el sofá, metiendo sus nuevas zapatillas y ropas en un bolso. Hubiese jurado que ella lo había escuchado entrar, pero no levantó la mirada. —Necesito decirte algo. Tal vez este no era el mejor momento para confesar la verdad, pero una sensación de urgencia lo impulsaba. —¿Hmm? Hannah lo miró como si la hubiese sorprendido. —Es complicado, pero no soy quien... Daniel entró dando saltos en la sala. —¿Estamos listos? —¡Sí! —Bolso en mano, Hannah se paró—. No del todo. Si me dan un minuto en privado... no tardaré mucho. Se dirigió al dormitorio y cerró la puerta tras de sí. —Lo siento, jefe. —Daniel agachó la cabeza y pareció apenado—. No me di cuenta de que estaban teniendo un momento. —Iba a decirle que le creo. —¿En todo? —En todo. —Ya era hora. Daniel era inteligente, intuitivo y un amigo, y su bendición significaba mucho. —Probablemente no era el momento correcto, de cualquier modo. —Gabriel frotó la barba en su mentón y deseó haberse tomado un momento para afeitarse—. Cuando le diga quién soy realmente y qué he hecho, ella va a... —Explotar. —Hannah no es así. —Estás engañándote. La espiaste. Te acostaste con ella, y ni siquiera sabe quién eres realmente. —Daniel contó la lista de los pecados de Gabriel con los dedos—. Será mejor que ruedes sobre tu espalda como un cachorrito, porque ella va a golpearte con una pantufla. El picaporte giró. —Shh —dijo Gabriel. Hannah salió, todavía con los pantalones, y dijo: —¿Estamos listos, caballeros? Daniel sacó su llave—tarjeta de la billetera, la metió en el panel del ascensor y apretó el botón para bajar. —Vamos.
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Hannah entró en el ascensor delante de ellos, mirando al frente, y se apoyó contra la pared. Golpeó el bolso contra la barandilla e hizo un ruido metálico. Se puso rígida con culpa y preocupación, pero ellos no dijeron nada. No lo notaron. Muy bien. Sólo actúa con calma. Gabriel se puso a su lado y la rodeó con el brazo. Ella tenía que actuar natural; no podía arruinar esto ahora. Así que apoyó la cabeza sobre el hombro de él e intentó simular que era otro hombre. Un tipo honesto y sincero, aunque en su experiencia los hombres así no existían. Estaba fuera del penthouse y, si jugaba bien sus cartas, se iría de tal modo que Gabriel Prescott nunca volvería a encontrarla. El hábil y embustero bastardo. El ascensor descendió rápidamente. Él le besó la coronilla. Ella intentó no hacer arcadas. Él intentó hacerle levantar el rostro para besarle la boca. Ella se apartó y susurró: —¡No frente a Daniel! —Las puertas se abrieron y salió de un salto. Miró a ambos lados, luego a los hombres y preguntó—: ¿Por dónde? —A la izquierda —dijo Daniel. —¡Vamos! Caminaba con el exceso de energía que sólo la pura llama de rabia absoluta podía darle. El gimnasio estaba señalado con un cartelito discreto, y Daniel usó su llave—tarjeta para permitirles la entrada. Ella inspeccionó el campo de batalla. Era un gimnasio magnífico. Era un gimnasio perfecto. Era limpio. Los espejos cubrían una pared y una ventana enorme cubría la otra. Una máquina expendía botellas de agua y bebidas energizantes. Había cuatro trotadoras, cuatro cintas para caminar, cuatro bicicletas fijas. Había un área para levantar pesas y hacer abdominales, y ocho enormes máquinas profesionales de pesas, negras y sólidas. Había dos mujeres en las trotadoras, conversando, sudorosas y con la cara roja, así que esperaba que terminaran pronto. La vida era buena. —Adelántense. Iré a cambiarme. Hannah se dirigió al cuarto de damas, y antes de que la puerta se cerrara detrás de ella, oyó su murmullo grave y preocupado. No estaba logrando totalmente la actuación despreocupada, pero ellos no estaban alarmados. Todavía. Entrando en uno de los pequeños vestidores, puso el bolso sobre el banco, con cuidado de no hacer ruido. Abrió el cierre y sacó la ropa de ejercicio. Perfecto. Un par de pantalones capri negros, una sudadera negra con capucha y una remera con dibujos en rosa. No demasiado llamativa, simplemente adecuada. Las zapatillas también estaban bien. De hecho, las zapatillas eran... Suspiró con placer. No había podido comprarse unas como estas en casi un año. Para correr, blancas y rosadas, con buen apoyo. Estaba en el cielo.
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No perdió tiempo —no quería que los hombres se pusieran nerviosos— pero se cambió, maldiciendo el vendaje en su muñeca cuando quedó atrapado en las mangas que entraban y salían. Todavía le dolía el brazo. Pero había tenido desafíos mayores en su vida, y este no iba a detenerla ahora. Arrojó los pantalones y remera en la basura. Iba a lograr salir de aquí, o no, pero sin importar cómo fuera, nunca volvería a usar esa maldita ropa. Estaba contaminada de recuerdos. Doblando la sudadera, la puso en el fondo del bolso, acomodó todo hasta quedar satisfecha, y cerró el cierre del bolso casi del todo. Salió a tiempo de ver a las dos mujeres preparándose para salir. Las observó con cautela, lo único que hicieron fue empujar y la puerta se abrió. Genial. No se necesitaba tarjeta. Miró a los chicos. —Estamos solos. Ellos le sonrieron, gruñeron y siguieron trabajando con las pesas. Había sugerido lo correcto. Los dos estaban dichosos, haciendo cosas de hombres, alardeando. Daniel se detuvo para quitarse la remera. El tipo era un dios de piel negra, su pecho y brazos acordonados con músculos y brillantes por el sudor, sus piernas torneadas como las de un corredor olímpico. Gabriel se dejó la camiseta, pero ella sabía cómo se veía, y el recuerdo de ese cuerpo la hizo sudar sin levantar un gramo. Por un momento, su corazón se acobardó. Esto iba a requerir oportunidad y suerte, y últimamente su suerte había sido inexistente. Levantó el mentón. Era hora de que su suerte cambiara. Dejó el bolso al lado de una bicicleta fija, se sentó y puso la resistencia en cero. Podía haberle dicho a los hombres que quería hacer ejercicio, pero a decir verdad, necesitaría todas sus fuerzas para lo que había planeado. Empezó a pedalear, inspeccionó la sala y concretó su estrategia. En tono informal, dijo: —Así que, ¿cuándo celebran sus cumpleaños? —Un hombre tan viejo como el jefe nunca celebra el suyo —dijo Daniel, y esquivó y se rió cuando Gabriel le arrojó una toalla. —Fui abandonado, así que no estoy seguro de cuándo es mi cumpleaños. —Gabriel hablaba con naturalidad, sin autocompasión... un hombre que simplemente exponía los hechos—. Los Prescott decidieron que había nacido el cuatro de julio, el día de la Independencia, y mis hermanas siempre se aseguran de que haya una torta junto con los fuegos artificiales. —Fantástico. —Sus hermanas sonaban agradables. Qué pena que eso no se le hubiese pegado. Enfocándose en su objetivo real, preguntó—: ¿Qué hay de ti, Daniel? ¿Cuándo es tu cumpleaños? —¿Va a comprarme un regalo? Él le sonrió. —Sí, algo para apuntalar tu pobre ego marchito —le dijo con brusquedad. Ahora Gabriel reía.
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—Debe estar mejorando. —Daniel no le hablaba a nadie en particular—. Está malhumorada. —No lo estoy. Sólo quiero saber... —Tomó aire y se calmó—. Oh, bueno, si no quieres decírmelo, no podré hornear mi tarta especial para ti. —Sí me encantan las tartas —dijo Daniel—. ¿De qué tipo? —Tarta Boston de crema. Una torta amarilla rellena con crema de vainilla y cubierta con glaseado de chocolate. Lo tentó con su carnada más sabrosa. Daniel frunció el ceño como si pensara que ella estaba tomándole el pelo. —No me suena como una tarta. —La he probado. Esa crema es dulce y el chocolate cae por el costado y se junta en el plato... —Gabriel chasqueó los labios. —Pero, Daniel, si no la quieres... Vamos, pensó Hannah. ¡Vamos, vamos! —¡Muy bien! Mi cumpleaños es el veintidós de abril. —¿De qué año? —Mil novecientos ochenta y ocho. Con eso, ella tuvo todo lo que quería. Daniel bajó su pesa y la miró con el ceño fruncido. —Pero falta mucho para abril. ¿Cómo voy a esperar? —Cuando suba —lo cual, si todo salía como ella pretendía, no iba a suceder jamás—, podrías ser capaz de convencerme para que haga un poco de repostería pre—cumpleaños. —¿Yo también recibo una tarta Boston de crema? —preguntó Gabriel. Ella sonrió alegremente y bromeó: —Será mejor que creas que los dos obtendrán su merecido. Excepto, claro, que no estaba bromeando. Después de eso, pasó aproximadamente media hora —treinta largos y desesperantes minutos de esperar y observar— antes de que pudiera decirle a Gabriel: —Tienes que parar. —¿Por qué? Era una reacción reflejo, de tipo duro. —Porque te dispararon cuatro días atrás, y te ves como si fueras a desmayarte. Era un hecho. Se veía rendido. Por supuesto, ella lo había alentado, pero su primera y mayor esperanza había sido que él se quedara en el penthouse y descansara. Después de todo, no quería realmente que el tipo se muriera por excederse. En cambio, quería matarlo. Daniel dejó su pesa y estudió a Gabriel. —Tiene razón. Te ves mal. —Estoy bien —dijo Gabriel irritado. Ella rió entre dientes.
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—Eso es lo que también digo cuando me siento como el demonio. Gabriel estuvo enojado un minuto más. Entonces, con un suspiro, se rindió a lo inevitable. —Supongo que estoy cansado. Una asquerosa herida de bala y estoy en la lona. —Será mejor que todos subamos. Pero Daniel miró las trotadoras con añoranza. Evidentemente le gustaba su entrenamiento. —Quédense aquí. Puedo llegar arriba por mi cuenta. No estoy tan destruido. —Gabriel usó una toalla para secar su rostro sudado—. ¿Vienes, Grace? Evidentemente, estaba esperando que su respuesta fuera sí. Cómo no. —Oh. Esperaba... —Puso su cara de desilusión—. Sólo unos minutos en la cinta… veinte minutos, lo juro, y subiré. —Yo también estaría feliz con veinte minutos más —dijo Daniel—. No te preocupes. No la dejaré subir sola. Por su brazo, ya sabes. —Lo sé —dijo ella. Los hombres la miraron. Debía haber sonado un poco sarcástica, así que sonrió con todas sus fuerzas. —Muy bien. Yo, eh, los veré allá arriba. —Gabriel sacó su llave—tarjeta del bolsillo—. Podemos ducharnos juntos. Su voz se volvió profunda, caliente y vibrante. Dios mío. No era extraño que pensara que él sonaba conocido. Era Trent Sansoucy. Era Gabriel Prescott. Era el mentiroso más grande del mundo. —Sí, podemos ducharnos juntos. Jamás, mientras viva. Lo saludó con la mano mientras él salía por la puerta y luego bajó de la bicicleta de un salto. —Daniel, ¿tienes dinero encima? Me gustaría un agua. —Seguro. El tipo era bondadoso para un carcelero, y confiado también, porque entró en el vestidor de los hombres, dejándola sola. Agarrando su bolso, ella lo llevó hasta la hilera de máquinas de pesas. Necesitaba una alta, con una base ancha y pesada y sólidos montantes de metal. Necesitaba una que pareciera compleja. Y necesitaba una cerca de la puerta. La segunda desde allí se veía ideal. Colocó la bolsa sobre el asiento y la abrió de par en par. —¡Hey! —dijo cuando Daniel volvió a salir, llevando su billetera—. No sé si pueda descubrir cómo usar esta cosa, y aunque pueda, con esta muñeca, no puedo cambiar el peso. —Espera un segundo. Te ayudaré. No te lastimes. El jefe me matará. Él metió un billete en el expendedor, compró una botella de agua para Hannah y una bebida energizante para él, y fue enseguida hacia ella, listo para ayudar a la débil mujercita. —Ven, deja que las tenga.
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Ella tomó las botellas y la billetera de él. —Gracias. Él se apoyó en el montante y se inclinó para cambiar las pesas. La máquina ni siquiera se movió. Perfecto. —Está demasiado pesado. —Hannah dejó todo cerca de la puerta y buscó dentro de su bolso— . Quien quiera que haya estado trabajando en esto debe haber estado en excelente forma. —El peso no es tanto. La masa muscular de los hombres es mucho mayor que la de las mujeres. Por eso es que cuando nos ejercitamos... Ella se tambaleó contra él, dejándolo de rodillas. —Epa. Lo siento. Me tropecé con el... —Está bien. Él intentó levantar la mirada. Ella le golpeó la cabeza contra el poste. —Me estoy sintiendo débil... Hannah sujetó una de las esposas al montante. Él sacudió la cabeza para aclararla. Ella le agarró la muñeca y la metió en la otra esposa. —Maldición, supongo que no estoy tan bien como pensaba… Ella cerró la traba, agarró su bolso y corrió… justo a tiempo. Rápido como una serpiente, Daniel se arrojó hacia ella. Las esposas de metal lo contuvieron con un tirón. La máquina sonó como una campana. La estupefacción en su rostro le hizo bien al corazón de ella. —Ahora, escuche, señorita Grace, escuche. —La sangre goteaba de un corte en su frente—. No querrá hacer esto. Él hablaba suave, dulcemente, pero todo el tiempo luchaba contra la esposa. Ella tomó las botellas y la billetera de él y las metió en su bolso. —Sí que quiero hacer esto. —El señor Prescott se enojará conmigo. Usted es una dama agradable. No querrá que el jefe se enoje conmigo. Daniel retorcía la esposa dándola vueltas, esforzándose por liberarse, y seguía usando esa voz suave, bondadosa, que rogaba comprensión. —No me importa un comino si se enoja contigo. —Hannah puso una mano en la puerta. Necesitaba salir de aquí antes de que alguien más entrara, pero no pudo resistirse a un último comentario—. ¿Realmente crees que vas a romper esa esposa? Es buena. La saqué del cajón de la mesa de luz del lado del señor Prescott. Daniel se quedó quieto. —Oh, no. La voz de ella se llenó de furia. —¿Qué iba a hacer? ¿Arrestarme y esposarme cuando hubiera terminado de joderme? —No, señorita Grace... —Daniel se frenó y entonces usó su verdadero nombre—. Señorita Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Hannah, él cree en usted. Realmente cree, y si usted tan sólo... —No me importa si él cree en mí. Estoy harta de Gabriel Prescott. Salió por la puerta, bajó las escaleras y entró en el bullicioso centro comercial de la Galería.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3333 Habían estado demasiado tiempo en el gimnasio. Gabriel estaba sentado en el sofá en la sala de estar, mirando fijo la puerta del ascensor, e intentando decidir si estaba siendo paranoico o no. Pero Daniel y Hannah habían estado en el gimnasio durante casi cuarenta minutos. Y habían prometido veinte. Probablemente estaban conversando con alguien que había aparecido, o Daniel estaba metido en sus pesas y Hannah era demasiado amable como para decir que quería subir, o... o el ejercicio había sido demasiado para Hannah, y estaba inconsciente, o el tipo que le había disparado a Gabriel había logrado traspasar la seguridad del edificio y los había matado a ambos. Gabriel se levantó y cojeó hasta el ascensor y de regreso. Si bajaba y nada iba mal, Daniel le diría que era una anciana. Y si amenazaba el peligro, no había nadie que Gabriel quisiera a su lado más que a Daniel. El hombre era rápido, fuerte y peligroso, cinturón negro de cuarto dan en karate y segundo dan en kung—fu. Si tan sólo Gabriel no se sintiera tan inquieto. Su instinto estaba diciéndole algo. Algo que tenía que ver con Hannah. Ella había empezado a actuar de manera extraña… ¿cuándo? Cuando él estaba en la ducha. ¿Qué había sucedido para hacer que tuviera esa sonrisa forzada y ojos que centelleaban tan duros como zafiros? Había escuchado algo. Había hablado con alguien. Chequeó el teléfono, el historial de entradas y salidas. No había nada allí. Había visto algo. Miró alrededor, pero no había dejado nada incriminador por ahí. Había encontrado algo en la computadora. Entró en el dormitorio, fue hasta su escritorio. Abrió la laptop. Salió del modo de suspensión. Y ahí estaba. Una entrevista con Carrick y una foto de... —¡Mierda! Gabriel voló de la silla. Se dirigió a la puerta. Sonó el teléfono. Lo recogió al pasar, no reconoció el número y casi lo arrojó a un lado. Pero sólo llevaba un segundo apretar el botón para atender. Daniel estaba gritando en su oído de inmediato. —¡Se ha ido! ¡Escapó! Por el amor de Dios, jefe, envíe a los sabuesos. ¡Tenemos que encontrarla!
En el dormitorio principal del penthouse, Gabriel empacó una camisa y un par de jeans limpios en su bolso de mano, y escuchó mientras Daniel daba su informe. —Los chicos y yo hemos revisado cada cinta. —Daniel estaba ronco por todo lo que había
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gritado en el gimnasio ayer, intentando llamar la atención de alguien para poder librarse de las esposas—. Lo primero que hizo fue ponerse la chaqueta y levantar la capucha. Una buena movida. La encontramos cuando salió de la escalera a la Galería. Entonces entró en los ascensores y la perdimos. La próxima vez que la encontramos, fue diez minutos más tarde. Va a un cajero automático en el primer piso, accede a su tarjeta, y saca mil dólares. —Su tarjeta. —Gabriel deseaba como el diablo haberla tomado cuando la había encontrado—. Debe haberla agarrado mientras estábamos cambiándonos. —Es bastante hábil para una amateur. —Daniel se percató de que sonaba admirativo, y cambió de actitud—. Lo siguiente es que está usando mi tarjeta para sacar mil dólares de mi cuenta corriente. —¿Cómo obtuvo tu número PIN? —No lo sé. Observando el puchero de Daniel, y recordando las preguntas directas de ella, Gabriel preguntó: —Por el amor de Dios, Daniel, no usas tu fecha de cumpleaños al revés, ¿verdad? —No. —Daniel. Gabriel le echó una mirada severa. Daniel levantó las manos exasperado. —¡Muy bien! ¡Así es! Pero nadie sabe mi fecha de cumpleaños, excepto… —Excepto una mujer bonita que se ofrece a hacerte una tarta Boston de crema. —Sí. —Daniel estaba tan disgustado como cualquier tipo que hubiera sido embaucado—. Sólo los criminales saben ese truco del cumpleaños al revés. —La gente de seguridad también lo sabe. —Gabriel recordó su conversación telefónica un año atrás, la noche antes de la fatídica fiesta de Halloween—. Yo se lo dije. —Jefe, ¿cómo pudiste? —Nunca preví que robara tu billetera —dijo Gabriel cortante—. Así que te derribó por un poco de dinero para pasear. —Sí. Genial. Daniel sostenía una compresa fría contra su frente vendada. Si Gabriel estuviera de humor para reírse, estaría haciéndolo entre dientes, porque Daniel era notoriamente tacaño. —Puede ir donde quiera con dos mil dólares. Entró en el baño. —Donde quiso ir fue al spa de Saks. Gabriel salió otra vez, sosteniendo su equipo de afeitar guardado a medias, preguntándose si había escuchado bien. —¿El spa? —Ahí fue donde la perdimos por un largo, largo tiempo. —Daniel se veía fatal, como si hubiese estado levantado toda la noche. Y así había sido—. Estábamos hablando a las compañías de taxis. Movilizamos gente en las calles, que se desplegaron en todas direcciones. Hablamos con la policía.
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No pensamos en chequear las mesas de masaje. —¿Tomó un masaje? Gabriel no pudo evitar sentirse un poco orgulloso. El spa era pura genialidad. —Tomó un masaje. Se hizo la manicura y pedicura. Recibió una limpieza facial. En alguna parte allí, le llevaron el almuerzo. —Daniel consultó su lista—. Un sándwich de ensalada de pollo con uvas y pacanas sobre un lecho de ensalada fresca de hojas verdes, un panecillo de trigo integral y una copa de champagne. —¿Qué diablos? —Yo también dije eso, sólo que usé una palabra diferente. —Daniel le pasó una foto tomada desde arriba, de una rubia con un corte de cabello corto y de punta, vestida con jeans oscuros, una camisa de seda blanca abotonada, y un sobretodo negro, saliendo del spa—. Por último, si bien no menos importante, hizo que la maquillaran y que le colorearan y cortaran el cabello. —Ah. —Eso daba un cariz totalmente diferente a la experiencia en el spa. Gabriel estudió la foto—. ¿Estás seguro de que es ella? —Es ella. El programa de identificación lo confirmó, y cuando entrevistamos a la esteticista, ella también la identificó. Debe haber hecho la compra de la ropa la primera vez que la perdimos. —Se ve magnífica. —Gabriel metió la foto en su chaqueta y volvió a llenar su equipo de afeitar—. ¿Qué sigue? Daniel fue hasta la puerta. —Un taxi la recogió en la entrada de Nordstrom y la llevó al Wal—Mart donde trabajaba. —Eso sí que es interesante. Gabriel regresó al dormitorio. Daniel se hizo a un lado. Arrojando su equipo de afeitar dentro de la maleta, Gabriel preguntó: —¿Qué hizo en Wal—Mart? —Fue al baño de damas, se metió en un compartimiento, y salió aproximadamente cinco minutos después. Una de sus compañeras de trabajo estaba en otro compartimiento, e informa haber visto a alguien arrodillada en el piso... —Hannah debe haber estado desesperada para hacer eso. Esos pisos son asquerosos. —Y la empleada escuchó a la dama hurgando detrás del inodoro. Chequeamos por residuo de cinta. Dio positivo. —Hannah tenía una identificación falsa. Gabriel cerró su bolso de mano. —Por supuesto que sí. Para poder alquilar un auto en el aeropuerto Sugar Land y conducir a Dios sabe dónde. —Daniel tomó tres aspirinas y frunció el ceño. Gabriel soltó una suave carcajada—. ¿Qué? —le preguntó bruscamente. —Ella te esposó a la máquina. Esa dulce y pequeña mujer dejó atontado al grandote y duro Daniel. Te esposó a la máquina. —¡Me engañó! Daniel tocó con cuidado el corte en su frente. —Necesitaste cinco puntos —le recordó Gabriel. —¿Crees que no lo sé? ¿No crees que todos en el negocio se están riendo? —Como el
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estratega experto que era, Daniel cambió de tema—. ¿Para qué vas a Maine? Ella no irá a Maine. Está huyendo hacia México como el demonio y nunca volverá. Gabriel también sabía cómo cambiar de tema. —¿Se sabe algo de quién me disparó? Daniel se removió incómodo. —Un rumor. No, ni siquiera un rumor... un susurro de rumor. Algo sobre Nueva York. —Nueva York. Así que es Carrick. Gabriel tomó la maleta. —Si es cierto, entonces... sí, probablemente. Daniel movió la cabeza con incertidumbre, luego se la agarró e hizo una mueca de dolor. —¿El avión está preparado para volar? Gabriel cojeó hacia la puerta. Daniel tomó las llaves del auto y lo siguió. —Sigo diciendo que estás cometiendo un error. Ella no irá a Maine. Gabriel siguió caminando. —¿El plan de vuelo está archivado? ¿El piloto listo? Daniel suspiró. —Hasta lavamos el parabrisas. Sabes que el doctor Bellota gritará cuando no aparezcas para tu control semanal, ¿cierto? —Debería haber regresado para entonces. —Si no estás muerto. —Mi pierna está bien. —Me refería a un nuevo agujero de bala. —Qué bueno saber que confías en mí. Gabriel sabía adónde se dirigía Daniel. Con tono adulador, el muchacho dijo: —Déjame ir contigo. —Apestas en allanamientos de morada. —Soy genial como refuerzo. Gabriel se detuvo y lo evaluó. —¿Te quedarás atrás a menos que te llame? Daniel se animó. —Sí, jefe. —Y si es que te llamo para que me ayudes, ¿no permitirás que una muchacha te de una paliza y te espose? —Dame un segundo para empacar. —Daniel se dirigió a su dormitorio—. Mientras tú sigues soltando esa mierda. Gabriel sonrió. Y entonces su sonrisa desapareció. Carrick había enviado un asesino.
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¿Para Hannah? A menos que Carrick hubiera descubierto el modo de acceder a la fortuna de su padre, no tenía sentido matar a la única persona que lo sabía. Así que... ¿para él? Pero, ¿por qué? ¿Pensaba que él sabía demasiado? Lo único que Gabriel quería era mantener a Hannah a salvo, y para hacerlo, tenía que encontrarla. Había pasado la noche intentando deducir qué estaba pensando ella, qué había planeado. De algún modo, pretendía hacer lo que había prometido a la señora Manly y transferir el dinero a las cuentas de las personas que habían perdido tanto cuando Nathan Manly destruyó su compañía y desapareció. Para hacerlo, tenía que regresar a Balfour House. Allí, se temía, ella iba a morir. Y Gabriel se preguntó… en su búsqueda para descubrir su pasado, ¿habría perdido su esperanza de un futuro?
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3344 Ante una mirada al pasar, Balfour House estaba desierta. El césped estaba lleno de malezas, las hojas marchitas yacían donde habían caído. Las ventanas estaban vacías y heladas, sin cortinas ni calidez. Pero mientras Gabriel caminaba alrededor de la casa, reconoció las señales de que alguien había estado aquí. Vio marcas de auto que conducían a la cochera —más de un auto— y pisadas a través de la hierba helada —más de un par. Impulsado por una urgencia terrible, sacó el control remoto de su chaqueta de cuero negra y lo sintonizó para acceder al sistema de vigilancia que seguía colocado. Si la electricidad estaba cortada, estaba jodido, pero si estaba en marcha... —Ahh. La pantalla de mano titiló. La computadora arriba, en su antigua oficina, había cobrado vida. Ahora, mientras esperaba que el programa de vigilancia se iniciara, sacó su equipo de ganzúas y se preparó para abrir la puerta principal. Pero la primera regla del allanamiento era chequear para asegurarse de que la puerta estaba cerrada con llave… y esta se abrió con un giro de la mano. Alguien estaba dentro. Oscureció el monitor de mano, sacó la pistola de la funda a su costado, abrió la puerta de par en par y esperó. No pasó nada. Escuchó y luego entró. Pisadas nuevas deambulaban por el polvo que cubría el suelo de mármol. Pero el silencio lo puso nervioso. Era demasiado, demasiado profundo. Se fundió en las sombras bajo las escaleras, esperando que la computadora respondiera. Algunos de los muebles y cuadros más valiosos habían ido a subasta, dejando espacios en blanco en el piso y cuadrados descoloridos en el empapelado. La temperatura rondaba alrededor de los diez grados, y Gabriel supuso que otro invierno de Maine destruiría cualquier cosa que quedara aquí. ¿Acaso Carrick no pretendía vender la casa y su contenido? Este abandono disminuiría el valor de una mansión invaluable del siglo diecinueve. Perder dinero en una venta segura... no parecía típico de Carrick. Entonces... ¿qué estaba haciendo? Un bip apagado alertó a Gabriel de que la computadora había concretado los pasos, y había empezado a hacer funcionar el programa que activaba cada cámara en las instalaciones para un vistazo de diez segundos de cada corredor y habitación. Pero la casa tenía demasiadas habitaciones, y Gabriel no tenía diez segundos para perder, así que aceleró la ronda a dos segundos. Sin embargo, llevó dos minutos enteros hasta que ubicó a Hannah. Gabriel detuvo la ronda y observó la escena en la oficina del mayordomo en el sótano. Allí, Carrick estaba sentado frente al escritorio en una silla de respaldo recto. Miraba atentamente la vieja computadora chirriante. Hannah estaba sentada en la vieja silla de cuero del escritorio. Llevaba su ropa nueva y su nuevo corte de cabello con orgullo. Tenía el mentón en alto.
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Sonreía desdeñosamente. Y Nelson, el mayordomo, sostenía una Beretta apuntada a su corazón. Gabriel le mandó un texto a Daniel con 911, y se echó a correr.
Hannah dividía su atención entre esa asquerosa y pequeña rata de Nelson y esa asquerosa y enorme rata, Carrick. —¿Realmente creíste que no te tendría vigilada? Carrick miraba fijo la computadora, con el rostro radiante… acababa de ver el monto total en la cuenta de Nathan Manly. —¿Creer? No. ¿Esperar? Sí. Hannah mecía la vieja silla atrás y adelante. Los resortes diezmados chirriaban. Cric, cric. Cric, cric. —Sabía que la clave para la fortuna de padre tenía que estar aquí, o te hubieses salido con la tuya mucho tiempo atrás. Tenías que volver aquí. Carrick no la miraba. No podía apartar su mirada de la pantalla. —Sí tenía que regresar. Para cumplir una promesa. Cric, cric. Cric, cric. —A mi madre. ¿No es conmovedor? —Carrick frotó una mano sobre su pecho como para calmar el latido de su corazón—. Lo admito, esperaba más. —¿Esperabas más? —La voz de ella se elevó involuntariamente—. ¿Dinero? ¿Más que eso? —¿Cuánto es? —preguntó Nelson en un susurro muy bajo. —Más o menos un billón —dijo Carrick. Hannah lo corrigió. —Un billón y medio. —Carrick la miró con furia—. ¿Qué? ¿Él no recibe un porcentaje? —Meció la silla atrás y adelante. Cric, cric. Cric, cric—. ¿Qué te desilusiona respecto a un billón y medio? —No es la cantidad. Este programa es tan primitivo. La pantalla se ve como la introducción a un programa de aprendizaje para niños. —Carrick movía el mouse de arriba abajo, de un lado a otro—. ¿Qué tenemos que hacer a continuación? —Probablemente sea bastante simple. Lo único que estás haciendo es transferir dinero de un lugar a otro. —En realidad, a aproximadamente otros miles de lugares, pero no iba a decirle eso—. Hasta ahora, está funcionando como la señora Manly dijo que sería. Cric, cric. Cric, cric. Carrick se volvió hacia ella, con los ojos muy abiertos y desenfrenados. —¿Dejarías de hacer eso? —¿Qué? ¿Esto? —Ella se meció una última vez. Cric, cric. Cric, cric—. Seguro. Él tomó aire y se tranquilizó. —¿Qué sigue? ¿Cómo transfiero el dinero a mi cuenta? —¿Qué te hace pensar que te diría eso? Hannah inyectó todo el desprecio que sentía a su voz. Él se dio vuelta y la miró directamente.
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—Si no lo haces, haré que Nelson te dispare en un pie, luego el otro, y luego... Ella levantó la mano con el vendaje en la muñeca. —Muy bien. Lo entiendo. El desastre la miraba a la cara, y realmente no sabía cómo evitarlo. No tenía la información que él quería. Lo único que podía hacer era realizar la transferencia a las cuentas de los accionistas. Lo que significaba que, cuando lo hubiera hecho, Carrick probablemente iba a dispararle de cualquier modo, por rencor y frustración. —Entonces, ¿cómo doy el siguiente paso? —le exigió Carrick. Ella empujó la silla por el suelo, y los resortes chillaron y gimieron. Cric, cric. Cric, cric. Cuando ella y la silla llegaron a su lado, Hannah pudo ver que él tenía los dientes apretados. Eso le dio un poco de satisfacción. —Estás dentro del programa base. Ahora ve a Cuentas de la casa. —Él ubicó el ícono en el escritorio y lo abrió—. Busca Vajilla de plata, Inventario. El cursor tembló en la pantalla. La mano de Carrick temblaba sobre el mouse. A Hannah le gustó saber que estaba nervioso. —Ahora… yo ingresaré la contraseña. Intentó apartarlo a un lado. Él se negó a moverse. —¿Qué contraseña? —¿Qué diferencia hay? —No confío en que lo hagas bien. Podría tener que volver a hacerlo. Ella lo golpeó con el codo, usando el extremo huesudo como una espada. —Si eso es lo que piensas, ¿qué impediría que te mintiera? Nelson disparó la Beretta. El estallido le hizo zumbar los oídos. La rueda de su silla voló en trocitos de plástico. Hannah fue arrojada al piso y aterrizó sobre la muñeca, y se retorció de dolor. Cuando los puntos escarlata habían dejado de flotar ante sus ojos, levantó la mirada para encontrar no una, sino dos Berettas apuntándole. Carrick sostenía una de las pistolas compactas, y la manejaba como un hombre que sabía cómo disparar. —Ven a sentarte en tu silla chirriante. —Palmeó el asiento—. Y dime lo que quiero saber. Él no era, como había pensado antes, un mal tipo. Estaba loco. Miró de reojo a Nelson. Él también lo sabía, pero la codicia lo mantenía en servidumbre. Buena suerte para obtener algo de tu tajada. Moviéndose con un exceso de cautela, se levantó del piso y se posó sobre la silla, inclinada y temblorosa por el disparo. Cric, cric. Cric, cric. Esta vez intentó contener el ruido; no quería irritar más a Carrick. No cuando la vida ahora se medía en segundos. Susurró: —La contraseña es B mayúscula, como en Balfour, H mayúscula, como en House, N minúscula, como en Nathan, M mayúscula, como en Melinda, C minúscula, como en Carrick... —Esa arpía madre mía. Carrick tipeó cada letra, y a medida que lo hacía, se mecía atrás y adelante sobre sus talones.
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Hannah tomó aire. —La mataste. ¿Eso no es suficiente? —Lo merecía. —Wow. —Hannah no podía creerlo—. Lo confesaste. —¿Cuál es la diferencia? Nunca nadie lo sabrá. —Pero estaba molesto, como si no hubiese tenido intención de decir la verdad, ni siquiera a las personas que planeaba matar—. La contraseña. ¿Qué más? Ella repitió, palabra por palabra, las instrucciones de la señora Manly. —Asterisco, 1898, como el año que Balfour House fue completada. No empezada, completada. Carrick señaló la pantalla verde. —Muy bien. Lo he hecho todo. ¿Ya está? —Eso es todo hasta aquí. Si me permites vivir y me das una parte, te daré el código final. Nelson gruñó. Carrick le hizo una seña para que hiciera silencio y volvió el arma hacia ella otra vez. —No estás en una situación para hacer un trato conmigo. —Mira. La voz de Hannah temblaba, pero tenía que entretenerlo con la esperanza de que... de que Gabriel de algún modo la hubiera seguido aquí. Porque podía no amarla —suponía que ella ni siquiera le agradaba— pero amaba la justicia, y no permitiría que su hermano se saliera con la suya en esto. —Tienes que prometerme por todo lo que valoras… prométeme por esta fortuna, que podré salir viva de aquí. Porque, de otro modo, vas a dispararme de cualquier manera, y he guardado este secreto demasiado tiempo como para morir sin mi parte del botín. Carrick resopló suavemente. —Seguro. Seguro, te dejaré vivir y te daré... la mitad del billón. —La mitad del billón y medio —lo corrigió ella. —Seguro. —Eso no es justo. Es más de lo que obtendré yo. Nelson, el idiota, sonaba sinceramente molesto. ¿Podía mirar los ojos dementes de Carrick y pensar realmente que viviría para cobrar? —Muy bien. —Ella apuntó un dedo tembloroso hacia la caja vacía en la pantalla—. Pon el cursor allí, y tipea Mishijos, una sola palabra, M mayúscula. —Tú. —Carrick apuntó a Nelson—. Mantenla vigilada. Puso su arma en la pistolera sujeta alrededor de su pecho. Se inclinó, puso las manos sobre el teclado, y sus dedos también temblaron mientras tipeaba las letras. Mishijos. El código quedó allí en los píxeles. Ella pudo oír la computadora trabajando, trabajando, transfiriendo, cambiando la vida de mil personas. Si no sobrevivía a esto, podía morir sabiendo que había hecho algo bueno en este mundo. Poco consuelo para una mujer que quería vivir.
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—Después de esto, estaré dentro de la cuenta y podré transferir el dinero como desee, ¿verdad? Carrick sacó un pedazo de papel arrugado de su bolsillo y lo colocó arriba del teclado. Era el número de una cuenta bancaria. —¿Es en Suiza? —preguntó ella. —No seas tonta. Ya nadie usa Suiza. Muy bien. Hannah supuso que debería recordar que Identidad desconocida era sólo una película. Finalmente el programa mostró progreso. En un momento la pantalla mostraba la parte verde con la cantidad en letras pequeñas. Entonces... los píxeles verdes se encogieron desde los bordes. El verde se convirtió en gris y el gris en negro. Hubo una última mancha brillante de verde, y entonces... desapareció. Todo desapareció. —¿Q—qué está pasando? —Carrick golpeteó la pantalla—. ¿Eso es lo que se supone que haga? —Eso creo. —Ella se recostó. La silla se tambaleó y se meció, pero antes de que cayera, Hannah se contuvo y se apoyó con cuidado en el borde, ubicándose con cuidado—. Ese código envió el dinero a las cuentas adecuadas para pagar a los inversionistas y empleados Manly. —¿Qué? Carrick se puso de pie. —¿Qué? —repitió Nelson. —No sólo eso, sino que si el gobierno decide procesar por la pérdida de la fortuna, yo no soy responsable. Fuiste tú quien tipeó el código. Hannah no se rió; estaba demasiado asustada. Pero quería hacerlo. —¿Qué? —gritó Carrick. Ella tiró la silla contra su cadera, golpeándolo de costado, haciéndolo dar contra la pared. Se alejó con dificultad, preparada para esquivar, preparada para correr. Nelson la agarró de la cintura. Y en el umbral, alguien se rió. Gabriel se rió. Todos se quedaron helados. Excepto Gabriel. Se apoyó contra el marco de la puerta, sacudiendo la cabeza con sorpresa. —De veras, Carrick, ¿realmente pensaste que Hannah Grey iba a ayudarte a robar la fortuna de nuestro padre? No la conoces en absoluto. Gabriel había venido. La había seguido. Hannah experimentó un pináculo brillante y glorioso de pura alegría. Y entonces... —¡No te atrevas a reírte de mí! Carrick sacó su pistola. Gabriel sacó la suya. Carrick apuntó a Gabriel.
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A Gabriel. Con un grito de furia, Hannah golpe贸 la nariz de Nelson con la palma de su mano y salt贸 hacia Carrick.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3355 Hannah se metió en la línea de fuego. Gabriel giró su arma. El disparo salió sin control. Las placas de yeso llovieron desde el techo. La pistola de Carrick rugió. Su bala le dio a Hannah. Ella voló hacia atrás, golpeó contra la pared y se desplomó. Carrick se paró, boquiabierto por la sorpresa. Nelson bajó su arma y se quedó mirando. —Carrick, ¿qué hiciste? Gabriel no podía oír más que el sonido de la respiración discordante de alguien. La suya. Era la suya, mientras intentaba comprender... ¿Muerta? ¿Hannah estaba muerta? No. Muerta no. Muerta no. Pero sus ojos estaban cerrados. Su cabeza caída a un costado. Se veía como una muñeca de trapo rota. Más importante, había estado a menos de un metro de Carrick. Nadie podía sobrevivir a un disparo desde una distancia tan cerca. Muerta. Hannah estaba muerta. ¿Cómo podía haberlo arruinado tanto? Apartó la mirada del cuerpo de ella. La levantó hacia Carrick. Sabía que en algún lugar cerca, una agonía de dolor esperaba para abalanzarse. Pero la contuvo con un escudo de furia. Como un hombre que acababa de echar un vistazo a su muerte, Carrick se tambaleó hacia atrás contra el escritorio; entonces, rápidamente y con determinación, levantó su arma otra vez. Gabriel podría haberle disparado. Era más rápido. Era mejor. Pero no era así como quería hacerlo. Agarrando a Nelson del brazo, lo arrojó hacia Carrick. La Beretta de Carrick rugió otra vez. Cuando la bala le dio, Nelson se sacudió. Su pecho estalló. La sangre salpicó las paredes, el piso, a Gabriel. Cayó como una roca. Muerto. Antes de que Nelson hubiese llegado al suelo, Gabriel agachó la cabeza y cargó como un toro furioso. Atrapó a Carrick por la cintura. Le golpeó el pecho con el cráneo. La Beretta salió volando, y Carrick soltó un gruñido cuando todo el aire abandonó sus pulmones. Gabriel se levantó y le dio debajo del mentón con un gancho de derecha, luego usó ambos puños para reacomodarle la nariz. Carrick chocó contra la computadora, rompiendo el monitor. El vidrio se hizo pedazos. Gabriel levantó a Carrick por la camisa y cinturón y lo arrojó sobre los fragmentos. Quería lastimarlo. Pretendía matarlo. Carrick debió haber visto el asesinato en su rostro, porque finalmente contraatacó. Era bueno. Gracias a Dios, alguien le había dado a este muchacho lecciones de defensa personal. Porque Gabriel no quería que fuera fácil. Quería que Carrick creyera que había tenido una esperanza de sobrevivir, y quería saber que Carrick vería esa esperanza menguar. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Carrick asestó el borde de su mano contra la garganta de Gabriel, haciéndolo dar arcadas y caer hacia atrás. Gabriel le pateó la rótula y sintió que el peroné se partía. Carrick cayó, y el grito de su agonía no curó el corazón de Gabriel, sino que se sintió bien, como la venganza... por Hannah. Ese momento de angustia por su amor perdido fue su perdición. Con la pierna sana, Carrick pateó, dándole en el muslo, justo sobre la herida de bala que estaba curándose. Durante unos segundos vitales, la visión de Gabriel quedó en negro. Cuando despertó, Carrick había desaparecido.
Carrick se arrastraba a través de los pasillos del sótano. Tenía que salir. Tenía que esconderse. Nunca antes se había enfrentado a la muerte, pero ahora la había visto, en los ojos de Gabriel. La fortuna había desaparecido. Su madre estaba muerta. Nelson estaba muerto... ¡Oh, Dios mío, la sangre! Su hermano Gabriel pretendía matarlo. Osgood esperaba en la ciudad su parte de la fortuna. Esperaba, y cuando descubriera que Carrick había fracasado en obtener el dinero, lo despedazaría, pedazo a pedazo, y sonreiría mientras Carrick gritaba. No podía huir rápido ni lejos. Ese bastardo de Gabriel lo había pateado lo bastante fuerte como para quebrarle la pierna. Así que tenía que esconderse. ¿Esconderse dónde? Cuando era pequeño, solía jugar en el sótano, pero después de que su padre se marchara, su madre se había puesto rara respecto a dónde podía ir dentro de la casa. El sótano había estado vedado para él y los sirvientes. Sólo Torres había tenido una oficina aquí abajo. Madre incluso había cerrado la cocina y construido una nueva en la planta baja... pero Carrick recordaba dónde estaba la vieja habitación. Si pudiera encontrar el modo de entrar, podría esconderse hasta que Gabriel se marchara, hasta que la policía dejara de buscarlo, hasta que Osgood... Dios. Osgood nunca dejaría de buscar. Tuvo que hacer un alto en su caminata. Estaba quejándose con pequeños jadeos, y sentía que la consciencia se le escapaba. Entonces los sonidos distantes de pies corriendo, de hombres gritando, lo hizo enfocar. Venían por él. Comenzó a recorrer el corredor hacia la vieja cocina. Allí en el rincón, en la pared... parecía el contorno de una puerta. Y había una manija insertada en la placa de yeso. Apresuradamente, metió los dedos y giró el pomo. La puerta se abrió sobre bisagras chirriantes. Se escabulló dentro, se encerró y buscó a tientas una tecla de luz. No pudo encontrarla. Estaba oscuro. Tan oscuro. Ni una chispa de luz, y el único sonido era el zumbido de un viejo refrigerador. Se movió por la pared, buscando, buscando... Encontró otra puerta, una de metal, y otra manija, una palanca. La abrió y estalló una ráfaga de aire helado. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Había encontrado el congelador, una gigantesca cámara frigorífica de 1950. Aquí habían traído sus animales de caza los cazadores de la familia —su venado, su caribú— luego de haber sido carneados. Cuando era pequeño, había estado en esta cosa con la vieja cocinera, y recordaba... había una luz allí dentro, una cadena que colgaba de un foco en medio del espacio de dos metros y medio por tres. Entró. La puerta se cerró de un golpe detrás de él. En el freezer. Estaba atrapado en el freezer. Con pánico, en el aire congelado y la oscuridad absoluta, agarró la palanca y la giró. No pasó nada. La puerta no abría. Estaba respirando con jadeos, el aire frío quemaba sus pulmones. Pero tenía que tranquilizarse. Tenía que haber una forma de salir. Un pasador seguro de algún tipo. ¿verdad? Muy bien. Muy bien. Tenía que encontrar la luz. Estaba aquí. Él sabía que estaba. Una vez que la encendiera, deduciría cómo abrir la puerta. Mientras tanto, no había razón para tener de punta el vello de la nuca, y la única razón por la que tenía escalofríos era debido al frío cortante. Estiró el brazo hacia el centro de la cámara. Lo movió de lado a lado, intentando encontrar la cadena. Algo helado rozó sus dedos, como una telaraña congelada. Soltó un grito ahogado de horror, y se dio cuenta... la había encontrado. Era la cadena. Buscó otra vez, la encontró, la agarró bien y tiró. La luz inundó la cámara vacía. Vacía excepto por... su padre. Nathan Manly estaba sentado, acurrucado en un rincón, vestido de traje, cubierto en escarcha y sólidamente congelado, con los ojos bien abiertos y mirándolo directamente. Así que Carrick hizo lo único que podía hacer. Gritó, gritó y gritó.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3366 Quebrado en cuerpo y espíritu, Gabriel se apoyó contra la pared y le envió un mensaje de texto a Daniel con su posición. No podía creer que Carrick hubiese logrado escapar arrastrándose. Gabriel realmente debía haber aterrorizado a ese muchacho. Sólo esperaba haberlo enviado directo al infierno... porque Carrick ya le había devuelto el favor. Hannah estaba muerta. Miró su cuerpo quieto acurrucado contra la pared del fondo. Había pasado su vida sin imaginar jamás que una mujer como ella aparecería, y cuando lo hizo... él la había despreciado. Había dudado de ella. Y entonces, finalmente, cuando debería haber estado salvándola, Hannah lo había salvado a él. Se había colocado frente a una bala destinada a él. Lo había hecho no una vez, sino dos. Un mundo sin Hannah Grey... eso era el infierno. El disparo que había matado a Nelson había rociado a Gabriel con sangre, pero ese lío no lo preocupaba. Más bien, era la sangre que se filtraba de su herida de bala a un ritmo firme, empapando sus jeans y dejando un charco escarlata en el piso debajo suyo. Si Daniel no llegaba aquí pronto, si no aparecía una ambulancia de inmediato, Gabriel finalmente iba a morir. Que lo dejaran morir con Hannah en sus brazos. Doloridamente, se arrastró hacia ella. Tiernamente, la levantó del piso. Ella gimió. Él se asustó tanto que se golpeó la cabeza contra la pared. —Hannah. —Apretó la mano contra la carótida de ella—. ¡Hannah! El corazón latía contra la punta de sus dedos. Estaba viva. ¡Viva! Por supuesto. Cuando Carrick le disparó, no hubo sangre. Debería haber estado cubierta de sangre, litros. ¿Dónde estaba? Gabriel buscó su teléfono con una mano. En cuanto Daniel atendió, le dijo: —Envía una ambulancia. Daniel ya debía haber consultado su propio monitor de mano, porque dijo: —Ya lo hice. Estoy en camino. Gabriel cerró el teléfono bruscamente. Agarró cada lado de la camisa de Hannah y la desgarró. Los botones volaron, y cuando todo quedó revelado... no pudo creer lo que veía. Hannah llevaba un chaleco antibalas. —Qué astuta, astuta muchacha. Era la mujer más brillante, valiente y honorable del mundo, y estaba viva. Loco de alegría, la envolvió en sus brazos y la abrazó. La abrazó fuerte. Ella cobró vida de inmediato en sus brazos. Luchó locamente, jadeando, abofeteándolo. —Para. ¡Eso duele! —Claro. Rápida, suavemente, él la puso en el suelo.
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Ella rodó de costado, abrazándose a sí misma, respirando con dificultad. Él volvió a observar la escena fatal en su mente… ella había saltado sobre Carrick, Carrick había disparado, y ella había volado hacia atrás, impulsada por la fuerza de la bala. La bala le había dado con impacto suficiente para hacer daño. Le acarició la frente y preguntó con urgencia: —¿Dónde te golpeó la bala? ¿Rompió alguna costilla? —Me dio justo en el esternón. —Respiró hondo—. Y duele como el demonio. Así que sí, algo probablemente esté roto. —Abrió los ojos, vio el cuerpo empapado en sangre de Nelson y apartó la mirada—. ¿Qué le sucedió? —Se metió en el medio. Con manos cuidadosas, Gabriel la ayudó a darse vuelta, lejos de la imagen truculenta. Quería abrazarla otra vez, consolarla, ayudarla a olvidar. Pero estaba colgado en apartarle el cabello de la frente con caricias y estar feliz, tan feliz de que ella estuviera viva. —¿Qué te hizo...? Gracias a Dios que te pusiste el chaleco. —¿Qué me hizo usar el chaleco? —Ella hizo la pregunta que él no había querido pronunciar—. Fui lo bastante tonta como para regresar a Maine para cumplir con mi promesa a la señora Manly, pero no fui imprudente. Temía que Carrick estuviera esperándome. Hannah intentó colocarse en una postura sentada. Gabriel saltó para ayudarla, sosteniéndole el brazo, los hombros. Ella respiró largamente, despacio, probando los límites de su dolor. —Si no hubieses venido, él me habría matado, con o sin chaleco. Así que… gracias. —De nada. Gabriel intentó rodearla con el brazo. Ella lo apartó de un empujón. Así que estaba enojada. Tenía derecho a estarlo. Sin embargo, él podía solucionar esto. Lo único que tenía que hacer era hacerle saber lo que había hecho por él, cuánto la apreciaba... que la amaba. —No hice más que devolverte el favor. En Houston, me salvaste, en más de un sentido. Salvaste mi vida, y salvaste mi alma. —Sí. Seguro. —Ella lo contemplaba calculadoramente—. ¿Entonces estamos a mano? —Nunca estaremos a mano. —¿No lo entendía?—. Tú me enseñaste qué es el amor. Hannah bufó. —Sigue tomándome el pelo y verás qué consigues. —¿Qué? El júbilo de Gabriel comenzó a desaparecer. —¿Sólo porque viniste y me rescataste crees que he olvidado quién eres y lo que hiciste? — Parecía que esto no iba tan bien como él había esperado—. Me mentiste. Me mentiste en todas las maneras posibles. Me mentiste aquí en Balfour House. Me mentiste en Houston. Pensaste que yo era cada pecado del Antiguo Testamento envuelto en un perverso paquete. —Habló rápidamente, luego se aferró el pecho e hizo una mueca. En un tono más suave, dijo—: Así que digamos que estamos a mano, y sigamos cada uno por su lado. —No podemos hacerlo. Puede que haya dudado de ti una vez, pero me di cuenta de que no
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eras tan terrible como pensaba. —Una mala elección de palabras, pero se estaba poniendo nervioso—. Lo que quiero decir es que, en la ducha me di cuenta de que te amo. —Yo no te amo. Hannah articuló claramente cada breve palabra. ¿Cómo podía ser tan deliberadamente ciega, tan exasperante? —Sí me amas. —No seas ridículo. Ella se puso de pie con dificultad, sin una señal del dolor que debía estar sintiendo. —Por supuesto que me amas. Te arrojaste frente a una bala por mí. Él también intentó ponerse de pie, pero su pierna no lo aguantaba, y le zumbaba la cabeza por la falta de sangre. —¿Qué hiciste? —Él pensó que era imposible, pero la voz de Hannah era más cortante de lo que había sido cuando estaba desollándolo vivo—. Gabriel, idiota, esta vez te has matado. Y, mientras su consciencia se apagaba, él oyó la voz de Daniel decir: —No se inquiete, señorita Hannah. Tengo el botiquín de primeros auxilios, y la ambulancia está en camino. Pero cuando Gabriel volvió en sí en el hospital, Hannah no estaba en ninguna parte.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3377 El sol de diciembre era frío y brillante cuando Hannah entró al edificio federal en Bude, Maine, para la audiencia que iba a decidir si sería imputada por obstrucción de la justicia y cooperación y encubrimiento de un criminal en intento de latrocinio. Se había negado a contratar un abogado. Sólo le quedaban poco más de veinte mil dólares del legado del señor Dresser, tenía planes para ese dinero, y no iba a gastarlo pagando a alguien para que la defendiera por algo que no había hecho y de lo que no había querido formar parte. Además, la audiencia para absolverla de la acusación de homicidio había sido rápida y sin incidentes, dada la confesión balbuceante de Carrick y la nueva evidencia ofrecida en el video. Supuso que esto sería más de lo mismo. Entró en la sala del tribunal, llena de elegante madera lustrada esmeradamente creada por artesanos de comienzos del siglo veinte. La sala estaba llena —ella era noticia— pero entró sin mirar a izquierda ni derecha, le dio su nombre al alguacil y se sentó en el frente. Estaba sola, pero lo prefería de ese modo. Un hombre de traje fue a pararse frente a ella y le ofreció la mano. Ella la estrechó y levantó la mirada, sobresaltada, hacia el rostro más apuesto que jamás hubiese visto. Con una voz teñida con el más débil toque de acento italiano, él dijo: —Mi nombre es Roberto Bartolini. Soy abogado, y con su permiso, actuaré como su defensa. Hannah se sintió un poco aturdida mirando esa cara y los hombros y, wow, esa cara. —Gracias, pero tengo intención de defenderme sola. —¿Me permite explicarlo? —Él echó un vistazo al abogado del gobierno federal—. Debo decirle que el señor Moore es joven, ansioso por llevar su título en derecho a un cargo político, y este es su primer caso notable. Ha declarado su intención de dejar huella, y no podrá hacerlo si usted sale de aquí como una mujer libre. Ella miró a Bert Moore, luego otra vez a Roberto Bartolini. —¿Cómo lo sabe? —Estuvo hablando en el bar local. Abogados. —Roberto se encogió de hombros expresivamente—. Alguien nos compra un par de tragos. Nos embriagamos y decimos cosas que no deberíamos. —Él sonrió con un exceso de encanto—. Tal como la gente real. Ella quería devolverle la sonrisa, pero había aprendido a recelar de los hombres que se ofrecían a hacerle un favor. En el pasado, había pagado muy caro esos favores. —Aunque agradezco su oferta, no creo que pueda pagarle. Porque el traje que llevaba le quedaba como un guante, y sus puños franceses estaban unidos por gemelos de oro con pedazos de piedras que se veían como diamantes reales. Diamantes grandes. Él seguía tomándole la mano, entonces se inclinó y le besó los dedos. —No busco pago. Mis hermanos y yo… hemos tomado un interés en su caso. Él movió una mano hacia los bancos. Hannah se dio vuelta para ver a qué se refería, y allí estaban, dos hombres más, altos y de hombros amplios, sentados detrás de ella. El parecido familiar era leve. Probablemente nunca Traducido y corregido por ALENA JADEN
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hubiese adivinado que eran hermanos. Excepto por los... —Oh. —Sacó de un tirón su mano del agarre de Roberto—. Son los hijos de Nathan Manly. Roberto se sentó en la silla a su lado. —¿Cómo lo adivinó? Ella lo miró, luego a los otros dos hombres. Ellos le sonrieron. —Los ojos. Esos malditos ojos verdes. —Sí. —Los labios de Roberto se fruncieron con desdén—. Nuestro padre no nos dio nada más que los peculiares ojos verdes. —Mire, no quiero… —Shh. —Roberto se llevó un dedo a los labios—. Entra el juez.
La audiencia llevó una hora, y pareció que Roberto tenía razón. Bert Moore pretendía usar el caso para colocarse en el ojo público. Gracias a Roberto, hizo justamente eso, pero no en un buen sentido. En cambio, quedó como un tonto frente a un enorme contingente de periodistas. Y aunque ella debería haber estado prestando atención a los procedimientos, preocupada por la posibilidad de la prisión, en cambio se preguntaba qué le había contado Gabriel a sus hermanos sobre ella, por qué habían venido en realidad... si el propio Gabriel merodeaba cerca en alguna parte. Quería examinar a los espectadores, ver el rostro que rondaba sus noches. Quería interrogar a Roberto sobre Gabriel: su salud, su paradero, y su historia familiar entera. Más que nada, quería que no le importara. Fue absuelta de todos los cargos, y la prensa clamaba por entrevistarla. Nunca tuvieron la oportunidad, porque abandonó la sala en el centro del triángulo formado por los tres hermanos. Afuera, en la acera, Roberto metió a Hannah en el asiento delantero de un enorme Cadillac Escalade negro. Un fugaz vistazo alrededor comprobó que Gabriel no estaba dentro. El hermano más grande se ubicó en el asiento del conductor; los otros dos saltaron a la parte trasera. Mientras derrapaba al alejarse del cordón, Roberto habló desde atrás de ella. —Señorita Grey, permítame presentarlos. Mac MacNaught conduce. Es banquero. —Un gusto conocerla, Hannah. Mac nunca quitó los ojos del camino. —Un gusto conocerlo a usted. Ella buscó su cinturón de seguridad y lo abrochó. Roberto continuó. —A mi lado, Dev Fitzwilliam. Es hotelero. —Es un placer. Dev sonrió, evidentemente disfrutando la velocidad.
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—Un placer. Estos tipos estaban dementes, para nada como su hermano, que era fría, intensamente cuerdo. De hecho, al recordar el modo en que él la había engañado, tendría que decir que era frío. Excepto cuando él... Bien. No. Era frío, duro y ella lo odiaba. Roberto completó: —A mí me conoce, soy abogado. —De los buenos. Ella se agarró mientras se acercaban a una esquina a toda velocidad. —Esperábamos que quisiera ir a almorzar. —Mac miró por el espejo retrovisor y dobló—. Hay un salón de té al otro lado de la ciudad con, ya sabe, scones, empapelado de flores y cosas. —Una vez que pierda a la prensa, la dejaremos —dijo Dev. —¿Dejarme? Les convenía perder pronto a la prensa, porque se estaba mareando. —Las esposas querían conocerla. —Roberto se inclinó hacia delante y dijo—: Mac, no deberías conducir sobre la acera. Hannah giró la cabeza para mirar a los hombres. —¿Las esposas? —Nuestras esposas. Y las hermanas de Gabriel. Es toda una gran… —Dev agitó los brazos—, familia extensa. —¿Qué si no quiero conocerlas? —preguntó Hannah. Excepto por las ruedas chirriantes, el auto quedó en silencio. —Supongo que podemos dejarla en su hotel, pero... —Mac respiró hondo—. Hombre, odio disgustar a Nessa. Está embarazada, ¿sabe? Viéndose como una jauría de grandes y dulces cachorritos de San Bernardo, los hombres miraron suplicantes a Hannah. —No lo sabía. Ni siquiera sabía quién era Nessa. La esposa embarazada de Mac, aparentemente. —El asunto con las chicas Prescott es que son todas tan ferozmente protectoras con Gabriel. — Dev señaló—. Mac, gira aquí. —Doblaron la esquina sobre dos ruedas—. Ahora gira aquí —Dev volvió a señalar. Mac dobló igualmente rápido. Roberto miró detrás de ellos. —Los perdiste. La gente sin dudas mira rudamente en esta ciudad, ¿verdad? —¡Cuando uno maneja como maníaco, sí! —dijo Hannah. —Maníaco es una palabra tan extrema. Mac bajó a diez kilómetros sobre el límite de velocidad. —Y también están nuestras esposas. No embarazadas, pero se tomaron semejantes molestias, y cuando no se salen con la suya son infelices. Dev hizo una mueca. Habían vuelto a eso.
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—Y cuando ellas son infelices... —comenzó Roberto. —Nosotros somos infelices —terminó Mac—. No porque deba sentir ninguna obligación porque la sacamos de los cargos federales y de la corte sin tener que tratar con los periodistas. Hannah no podía decir si estaba exasperada o encantada. —Ustedes no sólo son dominados por las mujeres… son expertos en repartir culpa. —No nos gusta llamarlo dominados por las mujeres —dijo Dev—. Nos gusta llamarlo Entrenados en Compromiso y Negociación. Puso la mano, con la palma hacia arriba, sobre el asiento. Mac la chocó, felicitándolo. —En cuanto a ser expertos en repartir culpa… la desesperación se sale con la suya. ¡Y aquí estamos! Se detuvo frente a un encantador chalé de principios del siglo veinte con tejas colocadas en olas sobre el techo y un exterior pintado en varios tonos de rosa suave y azul claro. Los hombres realmente se estremecieron al mirarlo, como si las cortinas de encaje en las ventanas amenazaran su masculinidad. Hey, al menos Hannah ahora estaba segura de que Gabriel no estaría adentro. Dev se bajó y le abrió la puerta. Bajó del auto y se dio cuenta de que Roberto y Mac estaban de pie en la acera de ladrillos, esperando para acompañarla adentro. Pero primero… Roberto la abrazó y le besó cada mejilla. —Fue un honor representarla hoy, cara. —Gracias. Agradezco todo lo que usted... Mac empujó a Roberto a un costado. —Sí, sí, es un magnífico abogado. Yo soy un magnífico conductor. —Gracias por conducir —dijo ella. Él también la abrazó, muy suavemente, como si temiera quebrarla. Dev esperó su turno para abrazarla. —Y yo soy el magnífico copiloto. Me llaman la Grandiosa Paloma Mensajera. —Podríamos haber usado el GPS —dijo Mac con la boca torcida. Dev ni siquiera se dio vuelta para responder. —No a la velocidad que ibas. —Le sonrió con dulzura a Hannah—. Me alegro de conocerla, Hannah. Hemos escuchado tanto sobre usted. Parece que todo es verdad. —Bueno... gracias. Quiso preguntar si eso era bueno o no, pero decidió no hacerlo. Levantó la mirada hacia la puerta azul del frente, pintada con rosas rosadas, y tomó aire. Subió las escaleras y posó la mano en el picaporte, y se dio vuelta para mirar a los hombres. Todos sonreían. Mac le hizo movimientos para que fuera. Bien. Pero preferiría haberse enfrentado a una sala entera llena de fiscales federales que a las hermanas de Gabriel.
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Abri贸 la puerta y entr贸.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3388 Una dama con un delantal con volados y gorra esperaba a Hannah. —¿Está aquí para el grupo Prescott? —Eso creo. Miró por la ventana. Los hombres estaban parados en la acera, esperando, como oficiales militares listos para detener una retirada. Estaba atrapadísima. —Por aquí —dijo la anfitriona. El primer pensamiento de Hannah cuando entró en la sala de mujeres parloteando era que le alegraba haberse puesto un buen traje. Todas estas mujeres se veían magníficas… y todas eran completas extrañas. Excepto la dama embarazada. Esa debía ser Nessa. La charla se detuvo. Cada mirada se volvió hacia ella. Seis. Había seis de ellas. El vocerío siguiente le hizo dar un salto. —¡Hannah! —¡Nos alegra tanto que vinieras! —¡Nos alegra tanto que los chicos lo hicieran bien! —¡Nos alegra tanto que ese fiscal obtuviera lo que merecía! Se alinearon en una imitación femenina de la fila masculina afuera. Una mujer sonriente con cabello castaño y grandes ojos azules la abrazó y dijo: —Soy Hope. Estas son mis hermanas, Pepper y Kate. Somos las hermanas Prescott. Hannah abrazó a cada una, preguntándose qué pensarían las hermanas de ella y su relación con Gabriel, pensando que nunca se había sentido tan incómoda socialmente en su vida. Hope continuó: —Esta es Brandi Bartolini. Su esposo fue tu abogado. Brandi tuvo que inclinarse para abrazar a Hannah; la mujer era alta, bien formada y preciosa. Aterradora. —Meadow Fitzwilliam. Una bonita mujer con rostro alegre cuyo esposo era la Grandiosa Paloma Mensajera. —Nessa MacNaught. La esposa de Mac. Nessa tuvo que doblarse sobre su panza para abrazar a Hannah, y su voz con dulce acento sureño murmuró: —Lo siento si el pequeño Mac te patea. Ha sido un día muy activo. —Está bien. Hannah nunca se había sentido tan desprevenida, tan extraña, en su vida. Hope pasó la mano por el brazo de Hannah.
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—Hemos pedido un té formal: scones, crema inglesa, sándwiches de pepino y berro, y crema de limón. No podemos esperar para celebrar tu victoria. —Se refieren a la corte —dijo Hannah. —Eso también —sonrió Pepper. —Principalmente por echarle el lazo a Gabriel —dijo Kate. Hannah se puso rígida. —Yo no eché el lazo a Gabriel. —Deberías estar alardeando. —Meadow palmeó el hombro de Hannah—. No creíamos que nadie pudiera hacerlo suspirar y cavilar, pero tú lo lograste. Hannah permitió que la ubicaran en la cabecera de una larga mesa, y nadie la oyó preguntar: —Él... ¿suspira? Al menos, nadie pareció escucharla. Hope se sentó a un lado de Hannah. Brandi en el otro. Las otras mujeres tomaron sus asientos con una seguridad que le demostró que el arreglo había sido discutido de antemano. La camarera colocó bandejas de tres pisos con masas y sándwiches hábilmente colocados. —Primero. —Hope puso un álbum de fotos sobre la mesa junto al codo de Hannah—. Pensamos que te gustaría ver algunas fotos de Gabriel. Hannah deslizó la mirada hacia el álbum, luego hacia el rostro de Hope otra vez. Pepper se inclinó hacia delante y clavó su mirada en Hannah. —Tenemos algunas fotos de cuando era adolescente, perdimos la mayoría cuando perdimos a nuestros padres, pero incluimos varias imágenes de él a los veinte, y cuando compró el rancho, y aquellas cuando le entregaron un galardón del gobernador de Texas. Hannah tomó la servilleta de la mesa y la puso en su regazo, sin tocar deliberadamente el álbum. —Hay un par en su oficina central en Houston, con Daniel y parte de su personal. —Brandi le sonrió—. Sabes, ha creado la compañía de seguridad más exitosa en Estados Unidos, pero tiene otros negocios florecientes. —Tiene el rancho cerca de Hobart, Texas. Esa es la ciudad donde Hope, Pepper y yo nacimos — dijo Kate. —Además es un rancho activo. Claro que tiene los asuntos ganaderos arrendados a un vecino, y los pozos de petróleo están bombeando —dijo Pepper resplandeciendo de orgullo. —No olvides mencionar el lugar que compró cerca del nuestro en Carolina del Sur. —Meadow sirvió té en su taza de porcelana con flores y pasó la tetera—. Es encantador. Pequeño, pero tan cómodo, y a los niños les encanta ir allí y jugar en la playa. —También compró el penthouse en Houston, que es conveniente para su trabajo —dijo Nessa. —He estado ahí. Hannah soltó las palabras entre dientes. Nessa fijó a Hannah con su mirada. —Tiene todos esos lugares para relajarse, y sabe cómo hacerlo, pero al mismo tiempo es un jefe realmente involucrado. Trabaja con sus hombres de seguridad. Le gustan las exigencias físicas de estar afuera, en el campo. A veces es peligroso, así que esperamos que tú lo frenes.
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La conversación llegó a un alto. Todas miraban a Hannah y esperaban. Pero ella sabía qué debía hacer. No iba a permitir que ninguno de sus parientes, por más encantadores que fueran, la acosaran para que hablara con Gabriel Prescott. En cambio, fijó su mirada en Kate. —Así que… creo que te he visto informando en GMA. —Correcto —dijo Kate—. Hago un informe político para la cadena de vez en cuando, pero la mayoría de mi trabajo es en Texas. Con determinación, Hannah condujo la conversación a temas menos personales. Las mujeres la siguieron de más o menos buena gana. Sólo Meadow tuvo que ser reprimida, en una discusión en voz baja con Brandi, de interrogar a Hannah respecto a sus intenciones.
Los sándwiches habían sido consumidos, habían exclamado ante los scones, y sacado todas las sutilezas sociales, cuando finalmente Nessa se puso de pie sin prisa. Se paró con la palma de la mano apretada contra su espalda y le habló al grupo entero. —Odio tener que terminar esta encantadora reunión, pero Mac está aquí para recogerme. Es hora de mi siesta. —Fue hacia Hannah y le tomó la mano—. Ha sido un placer enorme conocerte. Espero que volvamos a vernos. Hannah se paró y aceptó otro abrazo. —Ha sido un placer. Gracias por tu amabilidad. —Ese también es mi viaje —dijo Brandi. —Tengo un avión que tomar. —Pepper hizo una mueca y le confesó a Hannah—: Vivo en Idaho, e intentar llegar allí desde cualquier lugar es más difícil de lo que puedas imaginar. Siguió un éxodo generalizado, con cada dama comunicándole a Hannah el placer de conocerla, y luego marchándose. Cuando se había asentado el polvo, sólo quedaba Hope, sentada a su lado. Una mirada a su expresión y Hannah tuvo la misma sensación de enfermedad que había tenido en tercer grado cuando le dijeron que se quedara después de clases. Se hundió en la silla, tomó el toro por los cuernos y dijo: —No estoy interesada en el dinero de Gabriel. No estoy interesada en sus negocios. Cuando me involucre con un hombre, si es que lo hago, quiero saber algunas cosas desde el principio. Quiero saber que no va a mentirme, y quiero saber que no va a usarme. Quiero saber que va a quedarse conmigo, y más que nada, quiero saber que no va a echarme encima a su familia para que me convenza de casarme con él. Hope fijó una mirada tranquila en Hannah. —Él no nos echó encima tuyo. Vinimos por nuestra cuenta. —Oh, vamos. ¿Hope realmente esperaba que creyera eso? —Él no sabe que estamos aquí. Sí. Parecía que esperaba que Hannah lo creyera. Hope no podía haberse visto más sincera… o más severa.
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—Oh —dijo Hannah con considerable menos pasión. Hope continuó. —Vinimos porque lo queremos, y porque está abatido. —¿Está abatido? —Hannah reflexionó un momento—. Bien. —Estamos de acuerdo. Nos contó lo que te hizo, y merece estar triste. Sólo que... no para siempre. —Hope se inclinó sobre la mesa—. Conozco a Gabriel desde que mi madre lo trajo a casa, viéndose como un perro callejero muerto de hambre, y es un buen hombre. —¿Te contó lo que me hizo y sigues diciendo que es un buen hombre? —No dije que siempre hiciera bien las cosas. Es, después de todo, un hombre. —Hannah apenas podía discutir eso—. Pero lo intenta. Si tiene un defecto, es ser demasiado leal con sus amigos y familia… y Carrick era su familia. —Espero que se pudra —masculló Hannah. —¿Carrick? —preguntó Hope. El resentimiento inundó a Hannah. Resentimiento porque Hope imaginara que se refería a cualquier otra cosa, y que se atreviera a cuestionarla. —Sí. Carrick. Hope se relajó contra la silla. —Sospecho que Carrick se pudrirá, aunque en un manicomio en lugar de una prisión. Su encuentro con su padre no resultó bien. Hannah sonrió tensamente. Esa había sido la mejor parte de ver las noticias, ver la repetición del rescate de Carrick de la cámara frigorífica, su parloteo con los ojos desorbitados, y la comprensión de que la señora Manly se había convertido en una ermitaña para proteger su secreto... después de todo, no había permitido que su esposo la abandonara. Cuando lo intentó, ella lo había encerrado en el freezer. Su cuerpo había estado en Balfour House todo el tiempo. —Gabriel haría cualquier cosa por la gente a la que ama. Cuando mi familia fue separada, él utilizó todos sus recursos para buscar a Pepper y Kate, y nunca nos hubiésemos reunido sin su pericia. Él ayudó a unir a Meadow y Dev, a Ness y Mac, y su mayor felicidad es cuando estamos todos juntos en su rancho para una barbacoa. —Hope miró a Hannah con severidad—. Ha tenido una vida dura. Hannah la enfrentó sin acobardarse. —Bienvenido al club. —Sí, es verdad. —Hope sonrió a medias—. Todos hemos tenido nuestros duros comienzos. En el caso de Gabriel, lo han hecho más amable de lo normal con nosotros, y más sospechoso de lo normal... contigo. Lamento eso pero, al igual que tú, él ha visto la peor parte de la vida. La peor parte de la humanidad. Su fortaleza es ser un hombre que sabe lo que quiere… un hogar y una familia con la mujer a la que ama. —Eso es tan conmovedor. —Hannah no intentó atenuar su sarcasmo—. ¿Sabes lo que dijo antes de desplomarse en el sótano de Balfour House? —Oh, no. —Hope se llevó una mano a la frente—. Esto no va a gustarme, ¿verdad? —Dijo, “Por supuesto que me amas. Te arrojaste frente a una bala por mí”. —¿Realmente te dijo que por supuesto que lo amabas? —Así es. Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Hannah se reclinó, segura de que Hope finalmente lo entendía. Y pareció hacerlo. Respiró profundo, exasperada. —Como dije, no siempre hace bien las cosas. Pero es gracioso. Con la mayoría de sus novias es muy hábil, muy zalamero, y no hay suficientes os en meloooso para describirlo. Es evidente que si está metiendo tanto la pata contigo, eres diferente. La única mujer que le importa. —Hope se paró y le ofreció la mano—. A nosotros, todos nosotros, nos gustaría que tenga la vida que desea. Espero volver a verte muy pronto. Hannah le tomó la mano y la estrechó. —Eso sería encantador. —Habrá un auto esperándote cuando desees partir. —Hope le sonrió amablemente—. Adiós, Hannah. —Adiós. —Hannah observó la salida de Hope. Entonces... no pudo soportarlo más. Le gritó—: Su herida… ¿ha tenido más problemas con ella? Hope volvió. —Cojea un poco, pero me asegura que está mejorando más cada día. —Bien. Hope dio un paso adelante. —¿Sabes?, si te casas con Gabriel, obtendrás toda su familia como parte del paquete. Para alguien que no tiene a nadie, eso podría valer que lo aceptaras. —¿Realmente crees que eso sea bueno para tu hermano? ¿Casarse con una mujer que sólo lo quiera por su familia? —Nunca dije que pensara que sólo lo quieres por su familia. Simplemente pensé que sería una excusa conveniente para ti. —Hope sonrió como una mujer que comprendía los gestos para salvar la dignidad—. Indudablemente es algo para pensar. Hannah esperó hasta que Hope se hubo marchado, hasta que la puerta de calle se abrió y cerró, hasta saber sin dudas que estaba sola. Entonces se sentó. Secó sus manos repentinamente sudadas con la servilleta de lino. Tomó aire profunda, temblorosamente. Corriendo el álbum de fotos hacia ella, lo abrió en la primera página… y miró los profundos ojos verdes de un joven Gabriel.
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CCAAPPÍÍTTU ULLO O 3399 —Creo que querrá ver esto. La secretaria de Gabriel puso una carta sobre el escritorio, bajo su nariz. Él miró el encabezamiento y luego a la señora Martinez. —¿Por qué querría leer alguna petición de dinero de la Universidad de Texas? —No es una petición de dinero. Es una solicitud de recomendación personal para una de sus estudiantes. Él frunció el ceño. —¿Una recomendación? ¿Para quién? —Léalo y verá. —La señora Martinez, normalmente severa y adusta, casi bailaba con júbilo—. Esta inteligente jovencita se presentó y ha sido aceptada en su programa de maestría para convertirse en médica asistente. Tomando la carta, Gabriel la leyó. Las palabras tenían sentido, pero no se atrevía a creer la verdad. Así que leyó otra vez. Y por primera vez en meses, respiró totalmente, profundamente. Miró a su asistente administrativa, una mujer que había estado con él durante seis años, que era lo bastante vieja para ser su abuela, que lo había mantenido en el buen camino los últimos cuatro meses. Con una intensidad que generalmente reservaba para situaciones difíciles de seguridad, le dijo: —Si puede decirme dónde se encuentra ahora, duplicaré su salario. —Según tengo entendido, la señorita Grey está mudándose a los apartamentos Archwood en South Brasswood. —Gracias. —Levantándose, hizo girar a la señora Martinez en un amplio círculo, le besó ambas mejillas, tomó su chaqueta del respaldo de la silla y salió por la puerta—. ¡Gracias!
Hannah leyó el garabato de marcador negro —cocina—, llevó la caja de mudanza al diminuto apartamento, la colocó sobre la mesada y se dirigió de vuelta al camión estacionado abajo, en el cordón. Había estado trabajando más de una hora, preguntándose si estaba haciendo lo correcto, regresando a Houston, preguntándose si Gabriel habría recibido la carta de la Universidad de Texas, preguntándose si lo notaría siquiera, o si ella realmente tendría que juntar valor, ir a su oficina y explicarle que él podía tener razón, que ella podía amarlo, pero que era poco atractivo que un hombre diera por sentado algo así... Un tipo subía las escaleras, con el rostro oculto a medias por la caja que llevaba en los brazos. Hannah se detuvo. Se hizo a un lado. Lo dejó pasar. Lo vio subir. Y se dio cuenta de que era su caja, y que él se veía muy conocido. Muy conocido. Muy querido. Y muy... suyo. Así que había recibido la carta, y esta era su respuesta. Gracias a Dios. —¡Gabriel! —Lo siguió arriba—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Ayudándote a mudar. Él abrió la puerta con el pie y entró en su apartamento. Ella se quedó en el umbral y levantó el mentón, aunque él no podía verla.
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Se veía bien. Sano. Realmente bien. Él dejó la caja en la mesa ratona y empezó a volverse hacia ella. Y Hannah se dio cuenta de que todavía no estaba preparada para esta confrontación. No porque fuera una cobarde, pero necesitaba algunos minutos para poner sus ideas en orden. Se dio vuelta y corrió de regreso al camión. Cierto, había tenido meses para poner sus pensamientos en orden, pero ahora que él estaba aquí, ella estaba... no asustada, exactamente, sino nerviosa. Emocionada. Llena de esperanza cuando, durante tanto tiempo, la esperanza había sido un gasto que no se atrevía a comprar. Cargar cajas llenas con sus cosas tenía que ser una mejor idea que correr escaleras arriba y besarlo hasta que lo único que sintiera fuera su olor, su toque, la sensación de su piel bajo la punta de los dedos, la embestida de su cuerpo en el de ella... No. No pienses en eso. Mala idea. Porque primero tenían que hablar. Gabriel tenía que explicar algunas cosas. Un tipo negro enorme y robusto estaba dentro de la camioneta de mudanza, cargando cajas y muebles hacia el frente. —Daniel. Veo que Gabriel trajo al equipo entero. Hannah se paró con las manos en las caderas y lo observó con falsa severidad. Él no se sintió impresionado. —Hola, señorita Hannah. Bienvenida a Houston. —Señaló la caja en el frente—. Tome esa. Es ropa blanca. Desempáquela y haga la cama para tener dónde caer esta noche cuando haya terminado. —Ella lo miró enojada—. Créame —dijo él—. Me lo agradecerá. Levantando la caja, ella volvió a subir. Pasó junto a Gabriel que bajaba. Él había perdido peso, probablemente siete kilos, en las caderas y los muslos, aunque sus hombros se veían más grandes. Se veía como si hubiese pasado el tiempo esperando que su pierna sanara levantando pesas. Tenía sentido. Ella había pasado su tiempo mientras se curaba la quebradura de su esternón caminando ocho kilómetros por día y comiendo su peso en hamburguesas y papas fritas. En consecuencia, estaba más pesada y más musculosa. Gabriel no lo sabía, pero podía aplastar a un hombre entre sus muslos. Probablemente eso no le molestaría. Hizo la cama, pero no porque quisiera rodar sobre el colchón con Gabriel, sino porque, le gustara o no, Daniel tenía razón. Cuando hubiera terminado el día de mudanza, estaría exhausta y necesitando un lugar para dormir. Antes de que pudiera bajar otra vez, tuvo que esperar mientras Daniel y Gabriel subían trabajosamente su nueva mesa de Ikea en la curva y por encima de la barandilla por la escalera. Gabriel estaba cojeando. Apenas. Casi imperceptiblemente. Pero igualmente cojeaba. Hombre estúpido. Era un hombre tan estúpido. Porque si estaba mostrando cualquier señal de debilidad, ella sabía que sentía mucho dolor. Así que se detuvo en la cocina, buscó su tetera y la puso a hervir. Él también se detuvo en el umbral, y la observó. Su rostro esculpido era familiar, más querido de lo que ella deseaba admitir, y el hambre en sus ojos verdes la hizo contener la respiración. Pero él sonó prosaico al preguntar: —¿Estás preparando té helado? Porque podría matar por un buen vaso de té helado.
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Ella miró la cocina. Había planeado hacer una tetera de té caliente, pero... —Podría hacer té helado. No lo había pensado, pero el té helado tenía más sentido en este día cálido y pesado de enero. Con cansancio, él se hundió en la silla contra el aparador. —La próxima vez que me prepares té helado, deberías usar Luzianne. Es el mejor. —¿La próxima vez? —La próxima vez —repitió él. —Me aseguraré de recordarlo. —Gracias. Si él notó el sarcasmo, no dio señas. Hannah encontró los saquitos de té sin problema. Una jarra resultó ser más difícil de ubicar, y finalmente puso los saquitos en una taza medidora de vidrio de un cuarto. Mientras miraba el té, se dio cuenta de que los únicos sonidos en la cocina eran el agua que comenzaba a calentarse y su propia respiración. Gabriel estaba observándola, y sintió su mirada tan claramente como aquellos días en Balfour House cuando él la había espiado con sus cámaras de video. Se había inmiscuido en su privacidad. La había aprendido demasiado bien. Él esperaba y observaba, y ella también estaba esperando. Había demasiado que decir, y era todo tan difícil, y tenían que hacerlo bien. Si no, la consecuencia era demasiado grande para soportar. Esto era todo. Esta era su oportunidad. —Escucha… —comenzó ella. —Aquí estamos... —dijo él al mismo tiempo. Sus ojos se encontraron. Y Hannah sintió que la magia chispeaba como champagne en su sangre. —Empieza tú —le dijo. Él inclinó la cabeza y su voz fue cálida y profunda. Seria. Y levemente vacilante. —Aquí estamos, finalmente. No tenemos nada más que hacer que hablar. Así que... ¿hablarías conmigo? —Sólo si, por favor, me explicas algo. No había querido sonar beligerante. Pero así había sido. —Quieres saber por qué le creí a Carrick sobre ti. Era espeluznante la exactitud con que sabía lo que más la fastidiaba. —Sí. ¡Sí! —Su irritación y desconcierto la inundaron nuevamente, y se volvió contra él—. ¿Por qué un hombre como tú, que eres tan inteligente respecto a las personas, aceptaría su palabra antes que la mía? Gabriel se paró y cojeó hacia ella. La miró desde arriba, insistiendo sin palabras para que ella le devolviera la mirada, lo oyera y escuchara. —Sé lo que es el amor. Lo sé. Lo he visto. Lo he sentido. Tengo una familia adoptiva, y me quieren y los quiero. Veo a mis hermanas con sus maridos y sus hijos, y casi puedo entibiarme con
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su amor. Casi. Pero no es el tipo de amor que siento cuando te miro, cuando pienso en ti. Sabes, la primera vez que Carrick me mostró tu foto, sentí un puñetazo en las entrañas. La mujer que él me decía que era una ladrona y una p... —se detuvo. —Oh, no pares ahora. —Hannah hizo un gesto grandilocuente con la mano—. Una puta. Él te dijo que era una puta, y le creíste. —Sí. —Gabriel mantuvo la voz baja, ofreciendo su explicación sin disculpa ni insistencia... y por esa razón, ella escuchó—. Le creí porque era mi hermano. Yo había pasado mi vida adulta enfocado en encontrar a mi padre y mi familia, no porque estuviera descontento con mi familia adoptiva y su amor, sino porque estaba obsesionado por el recuerdo de mi madre y lo... espantosa... que era. Rota. Ella estaba rota. Pensaba... soñaba que tal vez ella me había alejado de un buen hombre que estaría feliz de tenerme como hijo. Pensaba que si su familia era buena, había una oportunidad para mí. Horrorizada, Hannah preguntó: —¿Qué creías que iba a suceder si venías de una mala familia? ¿Pensabas que de repente te volverías loco, tomarías una Uzi y le dispararías a la gente? —Ahora suena estúpido, ¿verdad? Él se alejó cojeando otra vez, para mirar por la ventana la vista de la siguiente unidad de apartamentos de ladrillo. Ella lo siguió, enojándose más mientras hablaba. —Piensa en esto, Gabriel… ¿qué tan estúpido es contratar a una enfermera para que te cuide cuando estás gravemente herido, una enfermera que crees que mató a uno de sus pacientes? ¿Uno o más? Eso es lo más ridículo que haya escuchado jamás. Hannah no sabía qué idea la enfurecía más: que él realmente hubiese creído que había matado a la señora Manly, o que hubiese sido lo bastante tonto como para contratarla aunque lo creía. —Normalmente no soy un hombre estúpido. —Fuiste estúpido esta vez. —¿Lo fui? —Ella no lo vio moverse, pero de pronto, se volvió contra ella, se alzó sobre ella—. ¿Lo fui? —Si creías... —¿Lo creía? La había atrapado. La hacía enfrentar un hecho que ella, en su furia, no quería enfrentar. Gabriel nunca la hubiese contratado si realmente creyera que había cometido asesinato. La hubiese metido en su auto, llevado a la estación de policía y entregado. Tomándola de la muñeca, la acercó hacia él. —Sin importar con cuánta frecuencia Carrick me dijera que eras la villana, sin importar lo condenatoria que fuera la evidencia contra ti, no podía creerlo del todo. Te vi con la señora Manly. Ella tampoco era una mujer estúpida, y vi cómo la tratabas, y cómo te trataba ella. Y vi cómo despreciaba a su propio hijo. —Ahora tenía a Hannah totalmente envuelta en sus brazos, y la miraba, tan serio, luchando por la redención—. La primera vez que vi tu foto, supe que estaba mirando a la mujer de mis sueños. Todo en ti era perfecto para mí. Pero mis sueños se han hecho polvo demasiadas veces, y dudé. Miraba a Carrick y veía lo que quería ver. Mi deseo de tener la familia perfecta contaminó mis instintos y mis observaciones.
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—No olvides usar la pérdida de mi permiso de enfermera como excusa también. Ella se burló de él y luego se dio cuenta de que estaba convenciéndose a sí misma. Estar tan cerca de él derretía su irritación… y eso nunca serviría. Intentó arrancarse de sus brazos. Él la sujetó. —Déjame terminar. Entonces, si quieres que me vaya, te dejaré. Pero sólo... deja que me disculpe. —Los hombres no se disculpan —declaró rotundamente—. He trabajado para y con suficientes hombres como para saberlo… un hombre no se disculpa. Sin importar lo equivocado que esté, o lo imbécil que haya sido. —Entonces deberías quedarte, mirar y escuchar. Este momento podría no volver a suceder jamás. Maldición. Era bueno. —Adelante —le dijo a regañadientes. —Quieres un hombre que no te mienta, y te he mentido de todas las maneras posibles. Mentí sobre quién soy. Mentí sobre lo que quería de ti. Mentí con mi cuerpo y mis palabras. —¿Cómo sabes lo que quiero en un hombre? Gabriel no respondió a eso. Claro que no. Lo sabía porque la había espiado. Se sonrojó con furia una vez más. Él siguió hablando. —Quieres un hombre que no te use para sus propios fines. Lo he hecho. Te usé para descubrir la verdad, y casi conseguí que te mataran. Sus brazos temblaron levemente. La miró, sus ojos verdes sombríos de dolor y remordimiento. No apresuró sus palabras. Salieron despacio, con cautela, como si hubiese elaborado este discurso mil veces, y el rastro del acento lento de Texas hizo que se ablandara al hombre... mientras que estar abrazada tan fuerte por él ya la ponía lo bastante caliente. Y sonrojada. Y jadeante. —Cuando Carrick te disparó... He pasado mi vida pensando que la rabia dentro mío era un enemigo al que controlar, que purgar. Pero en ese momento, me di cuenta de que mi furia había sido puesta en mí por una razón… para poder liberarla y matar al hombre que te había asesinado. En algún lugar en lo más recóndito de su mente inconsciente, Hannah había oído el ruido de los puños de Gabriel golpeando el rostro de Carrick, y ahora dio un respingo ante el recuerdo. —No está muerto —dijo Gabriel—, y lo lamento. —Es tu hermano. —También lamento eso. —El temblor en sus brazos disminuyó, pero sus ojos seguían atormentados—. Por las noches, revivo ese momento en que levantó el arma y yo intenté meterme entre ustedes, y cada noche, no soy lo bastante rápido y tú caes... —Sus manos se flexionaron contra las costillas de ella—. Ninguna de mis pesadillas se compara con eso. Ninguna de ellas se acerca siquiera. Hannah no había pensado que sus pesadillas serían iguales a las de ella. Pero las suyas eran de un tiroteo diferente, en una calle cerca de Wal—Mart, donde el seto de ligustro crecía denso, y allí resonaba un disparo, y ella nunca era lo bastante rápida como para salvar a Gabriel... Traducido y corregido por ALENA JADEN
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Las manos de él se deslizaron para tomar las suyas, y su voz profunda era ronca y tierna al decir: —Hannah, desearía que te casaras conmigo y me permitieras pasar mi vida compensándote todas las cosas tontas que he hecho. —¿Eso es una proposición? Porque sonaba aterradoramente real. —No, es sólo una sugerencia. Cuando realmente lo proponga, pretendo arrastrarme. —Eso me gustará. —Pensé que así sería, y la práctica, dicen mis hermanos, me hará bien. Hannah rió vacilante y se preguntó si Gabriel estaba bromeando. —Tus hermanas me dijeron que me casara contigo por tu dinero. —Mis hermanas son un montón de entrometidas. Apoyando la nariz contra el cabello de ella, respiró hondo, como si estuviera volviendo a aprender su olor después de meses de privación. —Son entrometidas muy agradables. Hannah apoyó la cabeza sobre su hombro, la inclinó hacia su cuello y también respiró hondo. Él no era el único necesitado. —Sí, y tengo mucho dinero. Claramente, tampoco le daba pánico la idea de casarse por eso. —Hope también sugirió que me casara contigo para poder ser parte de tu enorme familia. —A veces una familia grande es agradable. A veces... no tanto. Como cuando están siendo entrometidos. —Él sonaba irónicamente gracioso—. ¿Quieres saber por qué pienso que deberías casarte conmigo? Ella levantó la mirada bruscamente. Las manos de él se doblaron alrededor de las suyas, y la miró con el ardiente calor de la pava que hervía despacio. —¿Por qué? —ella sólo articuló las palabras. —Porque cuando rezo, digo tu nombre primero, y digo tu nombre al final. Cuando respiro, respiro por ti. Cada cosa amable que digo, cada cosa buena que hago, es porque sé que estás en el mundo, y yo... te amo. Le sonreía con la boca, con los ojos… con el alma. La hacía sentir como si el corazón le hubiese crecido hasta llenarle el pecho, entibiándola, sanándola. Hannah levantó la cabeza. Él la agachó. Sus labios se tocaron... La pava silbó estridentemente. Se apartaron, y Hannah quiso chillar tan fuerte como la pava. —No se moleste, señorita Hannah. Ella dio un salto ante el sonido de la voz de Daniel en el umbral.
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Gabriel la apretó más fuerte, y miró enojado a su empleado y amigo. Daniel entró tan rápido y sonrió tan afable y satisfecho, que fue evidente que había estado escuchando en la puerta. —Me ocuparé de eso. Gabriel lo vio verter el agua sobre el té. —Daniel está emparentado con la familia entrometida. —Puedo verlo. Hannah estaba divertida... y frustrada. —Sólo quería detener el agua antes de que se evaporara. —Daniel abrió el freezer. Estaba vacío—. Iré a la tienda a buscar hielo. ¿Necesita algo más, señorita Hannah? —Leche —dijo Hannah enseguida—. Pan. Bananas... ¿Debería hacerte una lista? —Podría ser una buena idea. —Daniel miró de reojo a Gabriel y se acobardó—. O tal vez eso pueda esperar hasta más tarde. Hielo, leche, pan, bananas. Cualquier otra cosa que se me ocurra que pueda necesitar. —Consultó su reloj—. ¡Volveré en treinta minutos! —No te apresures —le dijo Gabriel. Daniel rió y cerró la puerta tras de sí. —Es un buen chico. Hannah se relajó en el abrazo de Gabriel. —Aun mejor, no guarda rencor. —¿Rencor? —Nunca dejarán de recordarle cómo lo esposaste. Los otros guardias lo molestan por eso todo el tiempo. —Gabriel apretó sus brazos alrededor de ella—. Yo los aliento. —Eso fue bastante increíble de mi parte, ¿verdad? Miró a Gabriel a la cara, le apartó el cabello de las sienes y deseó poder besarlo ahora mismo. —Eres una leyenda. —El orgullo se notaba en sus pómulos anchos, brillaba en su pelo negro. El orgullo tiraba de las comisuras de su boca, resplandecía en sus ojos verdes—. Esposaste a Daniel Howard, y me echaste el lazo a mí. —¿Qué tienen ustedes, texanos, con esa palabra? —Se puso dura—. ¡No te eché el lazo! —Me enlazaste como a un ternero de patas largas. —Le rodeó el cuello con una mano y apoyó la frente contra la de ella—. Afortunadamente, cuando tienes el otro extremo del lazo, los dos estamos bien atrapados. ¿Cierto? Ella cedió. —Cierto. —Porque te amo, ¿y tú…? —Te amo. —Dilo otra vez. Hannah rió un poco y secó una bruma de lágrimas sentimentales. —Te amo. Él la besó, caliente y mojado, una prueba de toda la pasión en los años por delante. —¿Y te casarás conmigo?
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CHRISTINA DODD Peligro en un Vestido Rojo 4° de la Serie Corazones Perdidos de Texas
Ella contuvo la respiración, y se aferró a su buen juicio que desaparecía rápidamente. —En algún momento el año que viene, después de haberme asentado en el programa de maestría, nos escaparemos y nos casaremos... Gabriel la besó y la contradijo. —Te casarás conmigo este verano en el rancho con toda mi familia presente. —No te saldrás con la tuya en todo, ¿sabes? Ella lo miró con el ceño fruncido. —Claro que no. —Él le apartó el cabello de la frente. Le besó la mejilla, la nariz, los labios—. Una vez que esté casado, seré un esposo sumiso y obediente. —Recordando a sus hermanos y las esposas, Hannah no supo si creer cada palabra o bufar con incredulidad—. Hey. —Gabriel la abrazó más fuerte—. Eché un vistazo al dormitorio. Parece que hiciste la cama. —Gabriel, no tengo tiempo para tontear. Necesito mudarme. —Mis entrometidos parientes estarán felices de ayudar a cargar cajas. Los llamaré... más tarde. La hizo retroceder hacia el dormitorio, deteniéndose sólo para besarla una y otra vez. —Gabriel —cedió, suspiró y le devolvió el beso.
Cuando Daniel llegó con su bolsa de compras, abrió la puerta principal con mucho cuidado. Escuchó y luego, con una sonrisa, volvió a cerrarla, y se hizo cargo de la guardia. Hasta esa noche, cuando llegaran las hermanas Prescott y los hermanos Manly, con todos sus cónyuges e hijos, Gabriel y Hannah no serían molestados.
FFIIN N
Traducido y corregido por ALENA JADEN
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