Revista Forjando

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ERNESTO SALAS GUSTAVO CASTAGNOLA GABRIEL DI MEGLIO M. GONZÁLEZ ALEMÁN NICOLÁS SILLITTI

MATÍAS GODIO DANIEL SAZBÓN KARINA RAMACIOTTI A. MARÍA VALOBRA SERGIO WISCHÑEVSKY

HORACIO B. ROBLES PABLO VOMMARO ANA NATALUCCI MAURICIO SCHUTTENBERG

FORJANDO

REVISTA CENTRO DE ESTUDIOS E INVESTIGACIONES ARTURO JAURETCHE

Año 01 - Número 01

ISSN 2313-9021

ESCRIBEN




Forjando

AÑO 01 - NÚMERO 01 JULIO DE 2012 Dirección: Mauro Amorosino Secretarios de Redacción: Juan Manuel Romero Lucía Paolucci Diseño Gráfico: Nicolás Henrichsen Ilustraciones: Diana Park

Banco de la Provincia de Buenos Aires Presidente: Lic. Gustavo Marangoni Vicepresidente: Dr. José Pampuro Director Secretario: Lic. Daniel Tillard Director: Sra. Marta Helguero Director: Dr. Rafael Perelmiter Director: Lic. Carlos Fernández Director: Dr. Diego Rodrigo Director: Cdor. Omar Galdurralde Director: Dr. Javier Mouriño

Forjando es una publicación del Centro de Estudios e Investigaciones Arturo Jauretche del Banco de la Provincia de Buenos Aires. San Martin 137 /C1004AAG / Ciudad de Buenos Aires / Argentina. Las notas publicadas no representan necesariamente el criterio del Editor.

RNPI: En trámite ISSN 2313-9021 PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN PARCIAL O TOTAL POR CUALQUIER MEDIO SIN PERMISO DEL CENTRO.


Nº01 La participación popular en la política de la Provincia de Buenos Aires.


ÍNDICE

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08 Editorial Gustavo Marangoni

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Identidad y política Ernesto Salas

Repensando la tradición y el proyecto socialistas Gustavo Castagnola

Conflictos con protagonismo popular en el siglo XVIII rioplatense Gabriel Di Meglio

La “Marcha sobre Buenos Aires” de 1935 Marianne González Alemán

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Hipólito Yrigoyen, de “caudillo” bonaerense a Presidente de la Nación Nicolás Gabriel Sillitti

Fútbol y política

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Matías Godio & Daniel Sazbón

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Mujeres, política y profesionalización Karina Ramacciotti & Adriana María Valobra

Resistencia obrera a la dictadura militar Sergio Wischñevsky

“Los fortines Montoneros” Horacio Baltazar Robles

2001 antes y después: la consolidación de la territorialidad Pablo Vommaro

Los movimientos populares en la Argentina reciente Ana Natalucci & Mauricio Schuttenberg


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EDITORIAL por Gustavo Marangoni

Forjar el primer paso Los nuevos proyectos encierran en sí mismos una multiplicidad de sentimientos y variables que se contraponen y se complementan por partes iguales. Se generan expectativas, ilusiones y esperanzas que conviven con una realidad cuyo desenvolvimiento no siempre coincide con nuestras aspiraciones. Pero a medida que las ideas comienzan a materializarse, se avanza con los borradores, llegan los primeros artículos y el proyecto genera una cálida recepción en colegas y amigos, las dudas se disipan ante el ímpetu de la acción y el contagio por sentirnos parte de un fin que vale la pena intentar alcanzar. Ya con la enorme satisfacción del trabajo concluido, cuyo resultado hoy tiene en sus manos, sólo queda la obligación de redoblar esfuerzos para mejorar, pero ya sobre un hecho consumado. Cuando comenzamos con Forjando teníamos apenas un par de certezas. La primera era que este proyecto editorial debía ser un espacio que pudiera ofrecer aportes a la discusión de algunos temas destacados de la historia, la política y la gente de la Provincia de Buenos Aires. En los últimos años, muchas investigaciones provenientes de la historia y las ciencias sociales han enriquecido el conocimiento disponible sobre la Provincia. Sin embargo, en la mayoría de los casos, esos avances sólo son conocidos y debatidos por el pequeño grupo de académicos que los producen, manteniéndose lejos del alcance de públicos más amplios. Allí radica nuestro segundo objetivo: poder acercar los trabajos de estos investigadores y especialistas a todo aquel que se muestre interesado y que no necesariamente forma parte de los claustros universitarios. Pretendemos la utopía de ofrecer lo mejor de los dos mundos para que un lector especializado encuentre un ancla de referencia y aquel que no esté familiarizado con en la materia no se pierda en un mar de citas sobreentendidas. Para todos aquellos interesados en profundizar los tópicos tratados les solicitamos a los autores que aconsejen una pequeña bibliografía como guía para continuar la lectura.

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Aspiramos a que cada número tenga una orientación temática definida, articulada a través de estudios especializados que puedan aportar diferentes enfoques y puntos de vista a problemas y reflexiones de índole general. Para eso contarán con un dossier central, además de artículos orientados a la presentación de problemas y discusiones de interés general. Desde Forjando pretendemos establecer puentes. Deseamos que esta renovación en las investigaciones históricas llegue a nuestros lectores, que encontrarán en los artículos aquí presentados, ideas y miradas novedosas y polémicas, con las que, esperamos, pueda enriquecerse el debate histórico y político. Esta primera edición se abre así con dos ensayos que reflexionan, cada uno, sobre la utilidad de algunos conceptos de la teoría política contemporánea y los modos de pensar y abordar las características de la identidad y la experiencia populares. “Identidad y política”, de Ernesto Salas, propone el análisis de esos elementos de la cultura popular que adquieren una importancia singular en algunas coyunturas políticas decisivas. Por su parte, Gustavo Castagnola, plantea en su artículo una lectura de la obra del teórico argentino Ernesto Laclau, en diálogo con la tradición del marxismo. Allí resalta su uso del concepto de “hegemonía”, que devino clave para el desarrollo de los proyectos políticos en esta nueva época. Luego del cuerpo central ocupado por el dossier, la revista finaliza con otros dos artículos dedicados a interpretar la historia argentina más reciente. Ambos analizan aspectos la crisis del año 2001, entendida como un momento de quiebre importante, el hito fundacional de un nuevo orden social y político. Pablo Vommaro presenta una mirada territorial de la política llevada adelante por los movimientos sociales que emergieron durante la década de 1990, formulando entonces métodos alternativos de protesta y acción política. Mauricio Schuttenberg y Ana Natalucci, por su parte, analizan el recorrido posterior y las transformaciones de esas organizaciones a partir de los cambios políticos de la etapa iniciada en el año 2003. El dossier: la participación popular en la política de Buenos Aires. La cuestión de los vínculos entre la política y los sectores populares aparece en este horizonte de temáticas como un área de especial interés sobre la cual los investigadores han desarrollado una multiplicidad de trabajos en los últimos años. Esa es la razón por la cual para este número inicial propusimos el armado de un dossier cuyo tópico troncal fuera la participación popular en la política de Buenos Aires. Partir de conceptos tan amplios como imprecisos como es lo popular otorga tantas ventajas como desventajas. Ante esto, elegimos abordar la temática


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desde diversas perspectivas para alcanzar nuevas reflexiones que no necesariamente deban estar encerradas bajo estancamientos conceptuales inmóviles. A mediados del siglo XIX, la historia comenzó a desarrollarse en Europa como una disciplina profesional, diferenciada de la crónica, la literatura y la filosofía, con las que había compartido hasta entonces un recorrido común. Los relatos de aquellos historiadores versaban esencialmente acerca de los “grandes hombres”, los príncipes, quienes dictaban el curso de los acontecimientos según su pensamiento y voluntad. Se trataba de una historia cronológica, orientada a la narración de batallas y grandes acciones de estado. Las mayorías, las masas, quedaban fuera de esos relatos, o en el mejor de los casos ocupaban un lugar secundario y superfluo. Ese modo de escribir historia fue discutido y transformado desde mediados del siglo XX por otras corrientes que incorporaron nuevas dimensiones a las preocupaciones de los investigadores. Los historiadores argentinos siguieron a esos movimientos más generales. Los acontecimientos políticos y los grandes nombres fueron durante mucho tiempo protagonistas de una historia contada “desde arriba”. Pero a tono con una tendencia historiográfica que cuenta ya con varias décadas de desarrollo, una zona de la producción más reciente intentó rescatar del olvido a aquellos grupos -conceptualizados según el enfoque y el período como “sectores populares”, “clases populares”, “sectores subalternos”- devolviéndoles el rol fundamental que tuvieron en el desarrollo histórico nacional. Los artículos de nuestro dossier sirven así de muestrario de las diversas posibilidades que la historia de esos actores ofrece a la comprensión de la historia nacional, poniendo el foco, en esta ocasión, en su participación en diversos momentos de la rica historia de la provincia de Buenos Aires. En primer lugar, Gabriel Di Meglio reseña un conjunto de conflictos que tuvieron lugar en el período colonial virreinal, en el espacio del entonces Virreinato del Río de la Plata. En esos conflictos menos conocidos tuvieron un notable protagonismo diversos grupos subalternos, identificados como “plebe” en el lenguaje de la época. El artículo permite así establecer algunas líneas de continuidad entre las agitaciones del período colonial y la Revolución de Mayo, para la que sirvieron de antecedente. Una perspectiva diferente aparece en el artículo de Nicolás Sillitti, quien se detiene en tres momentos claves de la construcción del liderazgo de Hipólito Yrigoyen. Desde fines del siglo XIX, el “caudillo” radical se destacó como figura principal de la política bonaerense, estableciendo en la provincia la base para la proyección del su liderazgo en el partido. El recorrido propuesto permite así una mirada a un cambio de época, en el que la política de notables comenzó a convertirse en política de masas.

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Ese mismo proceso se encuentra analizado por Marianne González Alemán, que se detiene esta vez en la “Marcha de la Victoria”. Ésta fue una imponente movilización popular organizada por el Partido Conservador de la provincia. Cerca de 100.000 personas de distintos pueblos de Buenos Aires marcharon a la Capital Federal en apoyo a la candidatura de Manuel Fresco para la gobernación. Daniel Sazbón y Matías Godio abordan una zona que todavía se encuentra poco explorada: los vínculos entre el fútbol, que desde los años de entreguerras se convirtió en uno de los entretenimientos populares por excelencia, y la política. Lo hacen a través del recorrido institucional de Gimnasia y Esgrima de La Plata y de Estudiantes de La Plata, clubes en los que los conflictos y cambios políticos dejaron una importante marca. También desde el escenario platense, Karina Ramaciotti y Adriana Valobra presentan una mirada a las transformaciones que implicó el avance de las mujeres en tiempos del primer peronismo, cuando adquirieron un protagonismo político hasta entonces inédito. Ese cambio se analiza a través del observatorio ofrecido por el proceso de profesionalización que tuvo lugar en el mundo de las enfermeras. El artículo de Horacio Robles trabaja sobre la política territorial de la Juventud Peronista y Montoneros en algunos barrios periféricos de La Plata, en la primera parte de la década de 1970. Se trata de un ámbito poco abordado por las investigaciones dedicadas a estas organizaciones, mayormente orientadas al problema de la política armada y la violencia. Su aporte revela así la complejidad de los vínculos establecidos por actores políticos muy diversos. También desde una perspectiva original, la intervención de Sergio Wischñevsky explora los años de dictadura. Lo hace poniendo de relieve la acción de las organizaciones sindicales en el período, blanco privilegiado de las políticas represivas del gobierno militar. 1979 aparece allí como un momento clave para el inicio de un nuevo ciclo de protesta y resistencia obrera. Recuperar historias, indagar sobre procesos que nos permitan entender la contemporaneidad de nuestra realidad política, social y cultural, rememorar gestas y causas notables, escudriñar sobre los actores sociales que forjaron nuestra nación y sobre todo nuestra Provincia, conocer el devenir de las historias locales, profundizar conocimientos sobre el desenvolvimiento de quienes nos precedieron, fomentar el estudio y la investigación de las particularidades de nuestro entorno social, éstos son algunos de los objetivos que el Centro de Estudios Arturo Jauretche del Banco de la Provincia de Buenos Aires se ha planteado como líneas de trabajo, intentando que una publicación de estas características permita poner en debate todo aquello que consideramos importante para conocernos.


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IDENTIDAD Y POLÍTICA por Ernesto Salas Es Licenciado en Historia, graduado en la Universidad de Buenos Aires. Ejerció la docencia en la cátedra de Historia Argentina Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras – U.B.A. Es investigador de la historia argentina reciente en el campo de los conflictos sociales y políticos de las décadas del cincuenta y sesenta del siglo XX. Ha publicado los libros La Resistencia Peronista: La toma del frigorífico Lisandro de la Torre y Uturuncos. El origen de la guerrilla peronista; y numerosos artículos en revistas y libros especializados en el tema

Cuando el gran señor pasa, el campesino sabio hace una gran reverencia y silenciosamente se echa un pedo. Proverbio etíope, citado en James C. Scott: Los dominados y el arte de la resistencia

RESUMEN Las formas de configuración de las identidades colectivas, de la resistencia silenciosa de las mayorías populares, se expresan en el contexto de conflictos y experiencia. A lo largo de la historia argentina el surgimiento de identidades de resistencia, vinculadas con movimientos políticos de reivindicación de las demandas acumuladas socialmente, han dado paso a fracturas culturales, de sentido, que hacen visible las opciones políticas, culturales y sociales enfrentadas y antagónicas de conjuntos opuestos de argentinos. En síntesis, cuando las mayorías populares imponen y se sienten representadas en un programa de cambios efectivos de la sociedad tradicional, la impugnación,

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el desprecio y el anatema de autoritarismo convocan a un debate moral e intelectual que se expresa a modo de representaciones –teatro social- en el que las identidades se refuerzan en un juego de espejos. Desde el punto de vista de los pueblos los conceptos de indignación/dignidad, experiencia y memoria son los elementos de un pasado que pueden ser convocados desde las luchas del presente. Este artículo desarrolla estos conceptos para mostrar que aunque los trayectos de las experiencias del pasado parecen cortarse y no ligarse con el debate contemporáneo, un análisis de los elementos de la cultura popular y de las formas de transmisión de la memoria revelan estructuras de una racionalidad popular que las ciencias sociales junto con los proyectos de dominación parecen haberle negado hasta el presente. El presente artículo tiene por objeto señalar algunas observaciones sobre los procesos de politización de los movimientos sociales en diferentes etapas de la historia argentina. Desde siempre, ha existido entre nosotros una red amplia y diversa de grupos organizados de la sociedad civil. La organización solidaria y colectiva para lograr algún tipo de demanda insatisfecha o para presionar sobre las áreas de los gobiernos en cuanto a políticas específicas surge y se desarrolla en la llamada sociedad civil. El sentido común del término sociedad civil alude al conjunto de los ciudadanos comunes no implicados en la sociedad política. Sin embargo, para Antonio Gramsci la “sociedad civil” era vista como portadora de aparatos de hegemonía que no habían sido suficientemente tenidos en cuenta a la hora de entender el por qué y el cómo de la hegemonía política de los sectores económicamente


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dominantes. Efectivamente, lo que Gramsci propuso fue que muchas de las organizaciones de la sociedad civil se hallaban implicadas en el mantenimiento de la hegemonía de la burguesía. Aun cuando no aparecieran a simple vista como estructuras de hegemonía, en verdad lo eran. Hoy, sin embargo, entendemos en sentido amplio a la sociedad civil como opuesta a la sociedad política. Hecha esta salvedad, lo que aquí nos importa es la relevancia de algunos aspectos de la cultura de los sectores populares a la hora de su politización en determinadas coyunturas históricas, como veremos. Llamamos cultura al contexto dentro del cual los seres humanos dan un significado a sus acciones y experiencias y dan un sentido a sus vidas. Me baso aquí en el concepto de experiencia. La experiencia alude a la percepción de un hecho material que al mismo tiempo se dota de un significado. De todas maneras, no es meramente un significado subjetivo sino que al mismo tiempo alude a la actividad práctica (acciones y experiencias) en la cual se constituye y se modifica significado y sentido. Experiencia Desde ya que la experiencia no es igual para todos los sectores sociales por lo que el relato cultural de una sociedad determinada forma parte indisoluble de la hegemonía. De todas maneras, ese “consenso” que obtienen los poderosos sobre el relato, deja fuera de él una serie de discursos ocultos, privados, subterráneos. Estos no sólo son producidos por los sectores populares, también son patrimonio de significados y convicciones de sectores que no los pueden hacer públicos. Pongo un ejemplo: no sólo bastantes argentinos se sintieron aliviados por la irrupción del poder militar en 1976 sino que muchos de ellos han sostenido hasta el presente su apoyo (en distintas gradaciones) a la dictadura militar sin que les importaran los graves crímenes cometidos. Sin embargo, como la difusión pública de la masacre que desplegaron para corregir el cuerpo social ha impedido en el presente una reivindicación abierta de la dictadura, la memoria se transforma en un hecho privado que retorna a las vías de la oralidad, propias de la intimidad. No es un dato menor la comprobación de la efectividad de las redes orales mediante las cuales se preservan en el tiempo este tipo de relatos. Con la cultura de resistencia ocurre un proceso similar. Las experiencias traumáticas o exitosas de las luchas populares en el transcurso de las cuales se desarrollan saberes sociales, autodefensas; tanto como las marcas de la humillación, discriminación y desprecio grabadas en los cuerpos individuales y sociales, constituyen el discurso oculto de los pobres, fragmentos dispersos de una cultura de resistencia no siempre plenamente visibles debido al desplazamiento de la oralidad por la primacía de la palabra escrita.

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Indignación La palabra dignidad y su correlato -la indignación-, tiene un significado importante entre los sectores populares. Sólo aquellos que no la tienen o la han perdido se apropian plenamente de su sentido; a la inversa no es relevante entre otros sectores. En mi caso, aparecía en mis entrevistas a obreros y militantes, frecuente y recurrentemente. Esos hombres y esas mujeres marcaban como un punto de inflexión en sus vidas las mejoras que habían obtenido durante los dos primeros gobiernos de Perón. Esta experiencia fue percibida en las décadas siguientes con un significado clave, la dignidad, y también el derecho resultante cuando ella peligrara: la indignación. Me viene a la memoria la pantalla de mi televisor la noche del 19 de diciembre de 2001. De la Rúa intentaba mostrarse firme. Mientras anunciaba al país que estaba imponiendo el “estado de sitio”, para controlar los saqueos a comercios y el desborde popular, ya sabía que había varios muertos. Como en tantas otras ocasiones el hombre no parecía entender lo que desencadenaba. En un país, cuya experiencia reciente asociaba el estado de sitio a dictaduras sangrientas, con la represión ilegal, con imágenes de personas arrancadas de sus casas en la noche, apagar el fuego con nafta no podía sino terminar en tragedia. Arrinconado y temeroso pretendió que la represión salvara su gobierno. Cuando todavía no había terminado el mensaje presidencial, el ruido de las cacerolas se expandió por todas las ciudades del país y, en Buenos Aires, miles de hombres y mujeres al unísono se lanzaron hacia la Plaza de Mayo a realizar una de las puebladas más importantes y trágicas de la historia argentina contemporánea. Al día siguiente, y cuando los muertos ya sumaban más de treinta, De la Rúa renunció. Lo que me interesa remarcar es el fenómeno de indignación colectiva que acompañó el final de su discurso. Resulta un acontecimiento que, aunque relativamente frecuente a lo largo de la historia, no deja de ser curioso, dado que no siempre es tan visible como en el caso de la pueblada de diciembre de 2001. De todas maneras, la indignación colectiva no es la única causa de la insurrección popular, la que depende de múltiples factores, sino sólo una de sus manifestaciones visibles. Pero sin el componente de la indignación moral, la percepción colectiva de que los poderosos han cruzado un límite, tales cosas no suceden. Generalmente la indignación se asocia a la idea de la espontaneidad de la acción. La cuestión de la espontaneidad que se atribuye a las acciones colectivas me parece que debe ser revisada. Muchas veces se señala dicho carácter “espontáneo” como oposición al de “organizado”. Cuando la movilización es “organizada” las masas -se supone- responden a las


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directivas del partido o de sus organizaciones. Aunque ello no siempre ha sido planteado en un sentido peyorativo, dado que a veces se trata de resaltar cierta independencia propia de la acción colectiva callejera, el concepto de espontaneidad así explicado presupone, en primera instancia, una separación entre las organizaciones sociales y las masas en el momento de su despliegue espacial. El prejuicio que supone oponer espontaneidad a organización frecuentemente reside en la valoración positiva de la espontaneidad en contra de la rigidez de la organización. Sin embargo, la consecuencia de esta valoración ha sido suponer que los colectivos populares actúan por impulsos coyunturales similares a los estímulos de acción-reacción, mientras lo que se oculta es la capacidad organizativa, las redes en las cuales se apoya la demanda, aun cuando esta parezca en algunas ocasiones una acción unísona, sin coordinación. El debate sobre el papel que jugó la Confederación General del Trabajo en la jornada del 17 de octubre de 1945 es un buen ejemplo de esto. La dirección de la central obrera se reunió el 16 de octubre para tratar la respuesta de los trabajadores a la reciente prisión del coronel Perón. Después de un intenso debate sobre su conveniencia y oportunidad, se decidió la huelga general para el día 18. Como se sabe, al día siguiente miles de trabajadores decidieron abandonar sus trabajos y movilizarse hacia el centro de la ciudad. Mientras algunos historiadores han puesto en cuestión el rol jugado por la central en la pueblada del 17, otros han planteado que sin el llamado al paro que habilitaba la movilización y la referencia de los obreros con sus gremios ella no hubiera sido posible. Negar el potencial acumulado de saberes y los marcos de referencia de las acciones colectivas, sólo puede ser explicado como una mirada externa a la dinámica de las mismas. ¿Por qué suceden las puebladas, las insurrecciones, los estallidos de la ira popular?, o dicho de otra manera, ¿por qué los hombres y las mujeres se rebelan en un momento determinado? Lo que parece una pregunta sencilla, en realidad no lo es. En verdad, ha dado lugar a un extenso debate del que vienen participando antropólogos, sociólogos, politólogos e historiadores sin ponerse aun del todo de acuerdo con el asunto. Las respuestas más estructurales aluden a las causas generales del conflicto en los distintos tipos de sociedades a través de la historia, sociedades de clase, injustas y desiguales, con estructuras de poder dominantes y altos grados de rigidez política. Podríamos quedarnos con la respuesta que explica la capacidad de reacción de los dominados frente al agravamiento material coyuntural de su situación (crisis, hambrunas, aumento de los impuestos, rebajas de salarios, etc.). El problema reside en que el estudio de los conflictos sociales a través de la historia desmiente todas las explicaciones lineales que universalizan, a través de alguna variable definitoria, el conjunto de la protesta social. En primer lugar, la pregunta debería subdividirse en varias otras, complementarias entre sí: ¿Cuál situación económica, social, política,

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favorece o propicia la rebelión? ¿En qué sentido la protesta se produce como una reacción espontánea de los afectados frente a una agresión? ¿Existe una relación proporcional entre la protesta y los grados de organización de un colectivo social? ¿Existe un momento específico en el cual las demandas acumuladas en una sociedad determinada encuentran un movimiento político que las reúne e interpreta? ¿Existe una apelación “externa” que unifica al colectivo social? Las masas populares ¿actúan de manera racional o son manipulables? La acción colectiva, ¿es reactiva y espontánea, o proactiva y organizada? Todos los conflictos ¿son parte de un antagonismo social general, por ejemplo burguesía vs proletariado? ¿O existen conflictos parciales, independientes de aquella contradicción estructural? Por la coca y por el chori Este es un sentido bastante extendido en amplios conjuntos sociales. Los pobres son manipulables. No es nuevo aunque ha cambiado de forma. En octubre de 1945 los periódicos describieron a los manifestantes como delincuentes arreados por la policía; mientras la izquierda -comunistas y socialistas- los diferenciaban de los verdaderos obreros señalándolos como “lúmpenes proletarios”, o sea, marginales. Años después, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en el cuento “La fiesta del monstruo” retrataron una movilización peronista en la forma de un grupo de marginales arreados en un camión con el mismo denigrante significado. Son elementos de una cultura del desprecio por las masas populares que, si no siempre se expresan en público, sobreviven subterráneamente como dadores de sentido de lo que Bourdieu ha llamado la “distinción”. Lo que nos dicen estos relatos y la oralidad que los repite no es sólo que hay un argumento clasista que rebaja al adversario a su condición instintiva, animal. Lo que llama la atención es la coincidencia de ese sentido común con el de gran parte de las teorías sociales durante casi todo el siglo XX como concepto pretendidamente científico. En nuestro país, refiriéndose a la irrupción del peronismo, las opciones históricas de ese colectivo social obrero fueron declaradas como provenientes de masas “disponibles”, “cooptables”, “atrasadas” o, como quien dice de los locos o de los niños: no en pleno uso de la razón y, por ello mismo, manipulables. Es verdad que el crecimiento exponencial de la miseria alentó la expansión de diversas prácticas de intercambio material por favores políticos. Sin embargo, las prácticas clientelísticas pasadas y presentes –como ha demostrado Javier Auyero- constituyen un fenómeno de diferente evaluación si la mirada se enfoca desde los sectores más necesitados de una sociedad fraccionada y hambreada, que desde la buena conciencia que los medios de comunicación proponen a los sectores consumidores de la población. Las prácticas clientelísticas también se explican por la centralidad


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del fraccionamiento social y el desinterés por la política a la vez que la incorporación de nuevos saberes, en este caso estrategias de supervivencia de los sectores excluidos. Al reintegrar esos intercambios en forma de resistencia, muchos movimientos sociales han aprovechado de esta relación sin por ello perder la razón de su conflicto general. De lo que se trata es de la mirada estigmatizante que circula como información sobre la vida y las costumbres de los sectores populares, plena de imágenes de violencia y, las más de las veces, condenados a las páginas y notas policiales. La influencia de los medios de comunicación de masas en estos estereotipos es desde todo punto de vista evidente. Ernesto Laclau ha descripto en La razón populista el origen y desarrollo en las ciencias sociales contemporáneas de este carácter “irracional” de las acciones populares en contraste con las racionalidad de los sectores medios y altos. En este caso, poco ha cambiado de la ya clásica concepción sarmientina “civilización o barbarie”. Identidad Vuelvo al relato “común” que funda la hegemonía, al que podemos considerar el relato de la identidad nacional. Somos argentinos porque nos diferenciamos de otros pueblos, esa es nuestra identidad; no solo por lo que afirmamos sino por lo que no somos. Pero hay momentos históricos en que observamos el despliegue de otras identidades que se terminan equiparando en importancia con esta y que tienen que ver con todo lo que estoy diciendo. La identidad se construye en un juego de espejos, no somos tanto lo que somos sino lo que nos diferencia de otros. La identidad popular, plena de experiencia (acción y sentido) toma de la cultura de resistencia, de las marcas y estigmas del pasado elementos que combinados con nuevas acciones y sentidos vuelven a configurar una fabulosa herramienta política de afirmación. Lo que también denota que las identidades fuertes y pasadas (p.ej. peronismo-antiperonismo) no han persistido en una línea continua, pero que las luchas políticas del presente convocan sus elementos dispersos y los articulan en proyectos, demandas y aspiraciones nuevas. Lo que en nuestro abollado sistema de ideas parecía prescripto vuelve a aparecer cada vez que el pueblo retoma su voluntad de intervención. La línea divisoria entre las clases, a veces difusa, a veces imperceptible, vuelve a marcar los ideales y aspiraciones enfrentados de un conjunto social que hasta aquí parecía naturalmente indiferenciado en el relato del bloque de poder. Política En los primeros tiempos de la posdictadura, la prioridad de la construcción de un orden democrático estable, que se pensaba como la vía de resolución de los problemas de los argentinos, dio paso a una franca desilusión popular sobre las posibilidades de la política como herramienta de cambio. El tiempo

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PARA SEGUIR LEYENDO

Javier Auyero: La política de los pobres, Buenos Aires, Manantial, 2001 Ernesto Laclau:Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Madrid, Siglo XXI, 1978 La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005 Adolfo Gilly: “Huellas, presagios, historias, Carta al subcomandante”, en: Adolfo Gilly, Subcomandante Marcos, Carlo Ginzburg: Discusión sobre la historia, México, Taurus, 1995. Denis Merklen: Pobres ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Argentina, 1983-2003), Buenos Aires, Gorla, 2005

demostró que las nuevas relaciones de fuerza económicas, sociales y políticas impuestas a sangre y fuego por la dictadura eran una estructura en la que se asentaba la construcción democrática en favor de los poderosos. Las consecuencias trágicas de la aplicación de los planes neoliberales hizo el resto. En una parte significativa de la población se instaló un rechazo a la política y a la clase política como responsables de haber provocado en su propio interés la miseria y la desesperación de millones de compatriotas. Alentados por el mensaje de los medios de comunicación, el desprestigio no alcanzó a los responsables del poder económico sino que fue circunscripto a los representantes políticos quienes, efectivamente fueron, en general, cooptados para la imposición del nuevo orden económico global. Cerradas las oportunidades de cambio a través de la política partidaria, esta se multiplicó en la organización de la demanda de los afectados. En todo el período se produjo una intensa movilización organizativa asentada en múltiples conflictos sociales, económicos y culturales, no solo irresueltos sino agravados hasta el límite por la aplicación de programas antipopulares. Para la Argentina fue la época de la construcción de movimientos sociales diferentes a los conocidos anteriormente, entre los que destacaron los movimientos de asentamientos barriales, la organización de los desocupados (que crecieron exponencialmente) y el reclamo por justicia de los afectados por el terrorismo estatal. Sin embargo, pese al esfuerzo de muchos grupos militantes, la salida individual como producto de una amplia despolitización extendió un modo de percibir el mundo desde un sentido anticomunitario y de rechazo de lo colectivo. Uno de los aspectos que se han estudiado de los movimientos sociales es el mecanismo por el cual la oclusión de la vida democrática traslada la actividad política a la sociedad civil como reemplazo. En efecto, una de las consecuencias no deseadas de las dictaduras ha sido el desarrollo de conflictos a través de movimientos organizados en la sociedad civil. Estos crecen en ámbitos no controlados por la represión y su movilización colabora a profundizar los momentos de crisis del régimen dictatorial. Sin embargo, la salida institucional que sobreviene con el fin de la dictadura, vuelve a otorgar un papel preponderante a los partidos políticos por sobre los movimientos de la sociedad. Por lo general, las propuestas de los partidos en el momento de la recuperación democrática incorporan las demandas organizadas previamente desde la sociedad civil. Sin embargo, muchas de dichos reclamos quedaron pendientes porque los gobiernos democráticos no sólo no resolvieron (aunque pretendieron que lo hacían) las demandas previas, sino que con su accionar las agravaron. Así, la crisis de 2001 incorporó nuevos afectados y nuevos problemas a una serie de protestas insatisfechas de viejo cuño: la falta de justicia respecto del terrorismo de Estado, el crecimiento exponencial de la desocupación, el


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agravamiento de la pobreza y la indigencia, el atraso en la legislación de derechos de tercera categoría, etc. La crisis política y económica resultante de la insurrección generó una coyuntura que permitió la llegada al gobierno de Néstor Kirchner, otro gobierno peronista que se atrevió a la herejía de rebelarse al destino que el poder le tenía señalado. Allí -en la interpelación del imaginario popular- obtuvo el gobierno sus mejores resultados. Pero fue en 2008 que se reabrió, en forma de teatro social, el debate entre dos corrientes de pensamiento que invocan las memorias del pasado argentino. Seguramente, aquella “fuerza antigua”, aquellos sueños de dignidad que la experiencia arrastra, tendrán mucho que decir en el debate del presente. Como afirma Michel Foucault en El orden del discurso: “El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio del cual se lucha.”

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Auyero, J., La política de los pobres, Buenos Aires, Manantial, 2001

Bibliografía

Laclau, E., Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Madrid, Siglo XXI, 1978 -----------,La razón populista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005 Gilly, A., “Huellas, presagios, historias, Carta al subcomandante”, en: AA.VV., Discusión sobre la historia, México, Taurus, 1995 Merklen, D., Pobres ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Argentina, 1983-2003), Buenos Aires, Gorla, 2005 Foucault, M., El Orden del Discurso, Barcelona, Tusquets Editores, 2004. Bordieu, P., La Distinción. Criterio y bases sociales del gusto, Madrid, Taurus, 2000.


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REPENSANDO LA TRADICIÓN Y EL PROYECTO SOCIALISTAS HEGEMONÍA Y POSMARXISMO EN LA OBRA DE ERNESTO LACLAU. por Gustavo Castagnola Licenciado en Historia (UBA), completó el Programa de Capacitación en Historia (Instituto Di Tella) y es Doctor en Ideología & Análisis del Discurso (por el Departamento de Gobierno de la Universidad de Essex). Fue becario del Instituto Di Tella, del Centro de Estudios de Estado y Sociedad, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, becario externo del CONICET, del Departamento de Gobierno de la Universidad de Essex y del Esquema de Premios para Estudiantes de Investigación Extranjeros de la Gran Bretaña. Se desempeñó como docente en la Universidad de Buenos Aires (entre 1986 y 1996) y, en Inglaterra, en la City of London University y en la Universidad de Essex (entre 1998 y 2000). Actualmente, es miembro del Instituto de Estudios Históricos de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, como Profesor Titular (interino) en la misma universidad y como Profesor Asociado en la Universidad Argentina de la Empresa. Sus investigaciones y publicaciones, que han aparecido en Europa y en América Latina, se han concentrado en el área de los estudios de la ideología y de la autoridad política desde la perspectiva del análisis retórico y del discurso; en particular, del desarrollismo frondizista y de Juan Perón durante su exilio.

RESUMEN El artículo propone un análisis de algunos aspectos de la obra del teórico argentino Ernesto Laclau, quien propuso un provechoso diálogo con la tradición marxista. Para ello, dicho autor intentó identificar la complejidad de las transformaciones que se han experimentando en el mundo en las últimas décadas, y comenzó una lectura crítica de las ideas marxistas con fin a la renovación de la tradición socialista. Ésta se articula en torno de una redefinición de antiguos conceptos, y de la elaboración de una nueva

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teoría de la hegemonía. Laclau emprende así una crítica profunda de la tradición marxista siguiendo el camino en el que ella tenía dificultades para pensar la evolución de los fenómenos histórico-políticos que le eran contemporáneos. Introducción Al principio examinando fenómenos y conceptos que el marxismo tenía dificultades para analizar, luego con Chantal Mouffe y, posteriormente, en una empresa individual (aunque sin perder contacto con ella y con otros esfuerzos de intelectuales que apuntaron en la misma dirección), Ernesto Laclau ha buscado repensar teóricamente el proyecto socialista. Este autor ha indicado repetidas veces las razones que hacían necesaria esta empresa: “La realidad histórica a partir de la cual el proyecto socialista es hoy reformulado es muy diferente de aquella de hace tan sólo unas pocas décadas, y sólo cumpliremos con nuestras obligaciones de socialistas y de intelectuales si somos plenamente conscientes de esos cambios y persistimos en el esfuerzo de extraer todas sus consecuencias al nivel de la teoría” (Laclau, 1990: 111). Para Laclau, reexaminar al socialismo exigió dar dos pasos. En primer lugar, identificar y reconocer en toda su novedad y complejidad el conjunto de transformaciones que ha venido experimentando el mundo en las


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últimas décadas. En segundo lugar, y a partir de aquella identificación y reconocimiento, examinar el pasado teórico marxista (que es el lugar donde reside el pasado del propio Laclau) e interrogarlo críticamente para detectar en él cesuras y continuidades desde donde seguir constituyendo la tradición socialista. Respecto del primer paso, este autor enumera y recorta como particularmente significativas tres órdenes de circunstancias: en primer lugar, la paulatina declinación de la clase obrera “clásica” en el marco del capitalismo posindutrial; en segundo término, la aparición de nuevas formas de protesta social (generadas por los efectos traumáticos que ha provocado la profundización de la penetración de las relaciones sociales capitalistas en nuevas áreas de la vida de las sociedades); por último (y este fenómeno ha resultado particularmente relevante en el marco de una tradición como la socialista), el establecimiento de nuevas formas de dominación “en nombre de la dictadura del proletariado” en los países del llamado “socialismo realmente existente” que terminarían contribuyendo a gestar su desprestigio, primero, y su colapso, después. En relación al segundo paso, Ernesto Laclau ha llevado adelante su proyecto intelectual en dos tiempos sucesivos. Inicialmente, ha procedido a examinar críticamente la serie de transformaciones que ha recibido el concepto de hegemonía. Posteriormente, ha redefinido este mismo concepto para elaborar una nueva teoría de la hegemonía y, desde ella, una del populismo. En este texto examinemos brevemente el derrotero seguido por Laclau en su análisis crítico del término hegemonía, la conclusión general a la que ha llegado a este respecto y, finalmente, haremos una rápida presentación de su teoría de la hegemonía y del tipo de implicancias teórico-políticas que de ella se derivan. Más allá de la necesidad histórica: la contingencia y la emergencia del concepto de hegemonía en el marxismo En los dos primeros capítulos de Hegemonía y estrategia socialista Laclau (junto a Mouffe) realiza una arqueología del concepto de hegemonía. En este texto se indica que esta noción no nace con una positividad plena. Por el contrario, ella se inserta en la tradición marxista en el marco de un esfuerzo por pensar la emergencia de la contingencia: esto es, “un hiato que se había abierto en la cadena de la necesidad histórica.”(Laclau & Mouffe, 1987: 3). De este examen se extraen los siguientes cinco corolarios. El primero: el marxismo clásico apoyó su estrategia en la convicción de que la clase obrera adquiriría una creciente centralidad política que sería resultante del proceso de homogeinización y pauperización generado por las leyes de la infraestructura del capitalismo. El segundo: ya hacia finales del siglo XIX existió evidencia de que la convicción señalada en el corolario anterior era falsa; aparece aquí, precisamente, la contingencia: la evolución del

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desarrollo capitalista iba en la dirección de una creciente fragmentación de los sectores explotados (fragmentación que penetraba hasta en el interior de la misma clase obrera). Esta circunstancia obligó al marxismo de la Segunda Internacional a hallar respuestas teóricas que permitieran integrar, siquiera parcialmente, el nuevo escenario que ofrecía el capitalismo (la contingencia) con el marco teórico (necesario) propuesto por el marxismo clásico. Estas respuestas fueron tres: la ortodoxia observó que este escenario (que contradecía las predicciones marxistas originarias) era transitorio y, en consecuencia, la dirección que tomaría el desarrollo capitalista sería finalmente aquel que el marxismo había postulado; la segunda respuesta fue la revisionista: que afirmó que las tendencias efectivamente observables en el capitalismo eran permanentes y que la socialdemocracia debía dejar de ser un partido revolucionario y pasar a ser uno reformista; finalmente, la tercera respuesta fue la del sindicalismo revolucionario: que compartió la lectura revisionista respecto de la evolución del desarrollo capitalista, pero que buscó reafirmar la postura revolucionaria de la clase obrera aglutinándola en torno a un mito: el de la huelga general. El tercer corolario: en el contexto de este nuevo y más complejo universo (el llamado por Trotsky “desarrollo desigual y combinado” del capitalismo), los teóricos y políticos socialistas (comenzando por la socialdemocracia rusa) empezaron a pensar en la necesidad de que la clase obrera (o el partido que era su portavoz) asumiera tareas que no le eran específicas; aquí se introduce por vez primera el término “hegemonía”: concretamente, para señalar que, en un país relativamente atrasado como Rusia, la clase obrera debía hegemonizar las tareas democrático-burguesas (tareas que, en principio, le estaban asignadas a la burguesía –sin embargo débil e ineficaz en el régimen zarista-). El cuarto: desde la idea de Lenin de “alianza de clases” hasta la de dirección “intelectual y moral” de Antonio Gramsci, el concepto de hegemonía va expandiendo su campo de acción. El quinto: dentro del pensamiento marxista hay un movimiento desde las formulaciones esencialistas extremas (que no pueden pensar la contingencia) hasta la concepción gramsciana de las prácticas sociales como hegemónicas en las que aquel esencialismo empieza a desintegrarse y nuevas lógicas y argumentos políticos vienen a ocupar su lugar. Así, el concepto de hegemonía que, y de modo creciente, viene a ser empleado para pensar la contingencia sin eliminar el universo de necesidad postulado por el marxismo no puede coexistir con éste. Porque: “detrás del concepto de “hegemonía” se esconde algo más que un tipo de relación política complementario de las categorías básicas de la teoría marxista; con él se introduce, en efecto, una lógica de lo social que es incompatible con estas últimas.” (Laclau & Mouffe, 1987: 3; subrayado en el original)


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Construyendo el posmarxismo: Gramsci, Althusser y una nueva teoría de la hegemonía De modo que Laclau elaborará un nuevo concepto de hegemonía posmarxista. Esto es que, y por un lado, recupere y explore críticamente ciertos conceptos contenidos en la tradición marxista; y, por otro lado, promueva una reelaboración y radicalización de esos mismos conceptos que los emancipe de sus dificultades para analizar la política tal y como se ha venido desarrollando en las últimas décadas. En palabras de Laclau (y Mouffe): “[…] es la expansión y determinación de la lógica social implícita en el concepto de “hegemonía” –en una dirección que va, ciertamente, mucho más allá de Gramsci- la que nos provee de un anclaje a partir del cual las luchas sociales contemporáneas son pensables en su especificidad, a la vez que nos permite bosquejar una nueva política para la izquierda, fundada en el proyecto de una radicalización de la democracia” (Laclau & Mouffe, 1987: 3; subrayado en el original) Como ya fuera indicado, Laclau encuentra sobre todo en la obra teórica de Antonio Gramsci (aunque, como veremos, no sólo de él) elementos para construir un nuevo concepto de hegemonía. El político y teórico italiano indicó que “la hegemonía es el gobierno mediante el consenso permanentemente organizado” y, más precisamente, observó que “en política, la guerra de posición es hegemonía.” (Gramsci, 1998: 134) Con esta expresión, Gramsci quería indicar que, en las sociedades capitalistas avanzadas, los grupos interesados en la revolución debían, para ganar su apoyo, hegemonizar las “superestructuras de la sociedad civil que son como el sistema de trincheras de la guerra moderna.” (Gramsci, 1998: 94). Ahora bien, siguiendo a Laclau, el concepto de “guerra de posición” gramsciano (tanto como el de, por ejemplo, “bloque histórico”) “introduce una complejidad radical y profunda en la teorización de lo social” (1987: 101). Sin embargo, y como ha indicado Perry Anderson: “Gramsci nunca abandonó los principios fundamentales del marxismo clásico sobre la necesidad final de una toma violenta del poder del estado, pero al mismo tiempo su fórmula estratégica para Occidente [se refiere al sendero político que debía seguir un partido revolucionario en Europa Occidental] no logra integrarlos. La mera contraposición entre “guerra de posición” y “guerra de maniobra” se convierte al final, en cualquier estrategia marxista, en una oposición entre aventurerismo y reformismo.” (Anderson, 1981: 111; comillas en el original) Así, y pese a su novedad y profundidad, el pensamiento gramsciano no consigue disolver por completo varios de los supuestos básicos de la teoría

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marxista. Y esto es así en, al menos, cuatro instancias. En primer lugar, sigue considerando a la sociedad (o, si empleamos la terminología marxista, a la “formación social”) como una totalidad estable; en segundo lugar, supone a ésta atravesada por desniveles, por fracturas, por fronteras (que serían la condición de posibilidad del ejercicio de la “guerra de posición” en que la hegemonía consiste); en tercer lugar, hace residir los centros o polos hegemónicos en las dos “clases fundamentales” del capitalismo (la burguesía y la clase obrera); por último, estas clases reciben su identidad última del lugar que ocupan en la esfera de la producción. Para radicalizar el concepto de hegemonía de Gramsci, Laclau (junto a Chantal Mouffe) emplea (llevándolo hasta sus últimas consecuencias teóricas) otro concepto utilizado por un teórico marxista: es el de “sobredeterminación” de Louis Althusser (quien, a su vez, lo ha tomado de la lingüística y del psicoanálisis). En la acepción empleada por este autor (y retomada por Laclau), la sobredeterminación hace referencia al hecho de que, por ejemplo, una consigna (en el caso que nos interesa a nosotros una de tipo político) jamás es el signo unívoco de un contenido particular; por el contrario, y a través de constantes deslizamientos y superposiciones de sentido, aparece vinculada a toda una serie de cadenas asociativas que le permiten poseer las significaciones más diversas (pensemos, por ejemplo, en el “Perón Vuelve”). De este modo: “El concepto de sobredeterminación se constituye en el campo de lo simbólico, y carece de toda significación al margen del mismo. Por consiguiente, el sentido potencial más profundo que tiene la afirmación althusseriana de que no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado, es la aserción de que lo social se constituye como orden simbólico. El carácter simbólico –es decir, sobredeterminado- de las relaciones sociales implica, por tanto, que éstas carecen de una literalidad última que las reduciría a momentos necesarios de una ley inmanente.” (Laclau & Mouffe, 1987: 110; subrayado en el original) Si lo social y la política en general (y las identidades políticas construidas a partir de la hegemonía en particular) son pensados a partir del concepto de sobredeterminación, entonces los objetos del universo social y político pueden concebirse como elementos de configuraciones significativas que no poseen ni una literalidad última y ni siquiera una significación estable. Así la sociedad deja de ser un referente empírico y pasa a ser una construcción política: resultante, precisamente, de una práctica hegemónica. La hegemonía es, para Laclau, una práctica articulatoria que, a partir de la existencia de fuerzas antagónicas y de la inestabilidad de las fronteras que separan a estas fuerzas, instituye “puntos nodales” que fijan parcialmente


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el sentido del conjunto de los elementos que integran la construcción hegemónica. En una articulación hegemónica la identidad política se define a partir de lo que no es (de ahí la importancia central del antagonismo) y uno de los elementos (precisamente el que hegemoniza) define, le da un nombre (es el punto nodal) al conjunto de demandas (elementos) que articula. Sin embargo, la fijación de un conjunto de demandas en torno a un único sentido político (y, consecuentemente, el trazado de las fronteras políticas que aquella fijación supone) no es nunca estable. Para volver al ejemplo ya utilizado, el retorno de Perón se transformaría a finales de los sesenta y principios de los setenta en la Argentina en el objetivo político que le daría un único nombre al conjunto de demandas que se oponían (antagonizaban) al establishment político de entonces (demandas que iban desde el retorno al régimen justicialista anterior a 1955 hasta la construcción del así llamado “socialismo nacional”). Y, producida la vuelta de Perón, el nombre del viejo líder dejó de articular algunas de las demandas que antes había hegemonizado. Pero entonces, a partir de esta teoría de la hegemonía, se desprenden un conjunto de conclusiones que radicalizan el pensamiento de autores como Gramsci. En primer lugar, y como ya se ha señalado al pasar, la sociedad deja de ser concebida como una totalidad fundante de sus procesos parciales. En palabras de Laclau y Mouffe: “Toda “sociedad” constituye sus propias formas de racionalidad e inteligibilidad dividiéndose: es decir, expulsando fuera de sí todo exceso de sentido que la subvierta.” (Laclau & Mouffe, 1987: 157; comillas en el original) En segundo lugar, la existencia de fronteras políticas no es el supuesto sino el efecto de la articulación hegemónica. La hegemonía no es posible en virtud de la existencia “grietas” o “fracturas” en la “sociedad”; por el contrario, las fronteras políticas son producidas por la práctica hegemónica misma. Por lo tanto, y en tercer lugar, ya no es necesario remitir la articulación hegemónica a un anclaje último de clase; el plano de constitución de los “blocs” (en el sentido de Sorel) o de las “voluntades colectivas” (en el sentido de Gramsci) no reposa, en última instancia, en ninguna “clase fundamental”. De esta última conclusión, pueden derivarse dos corolarios. El primero: no existe en lo social ningún punto o región que pueda ser considerada a priori como lugar privilegiado para funcionar como centro hegemónico. Laclau y Mouffe han indicado esto en estos términos: “El punto importante es que toda forma de poder se construye en forma pragmática e internamente a lo social […]; el poder no es nunca fundacional. Por tanto, el problema del poder no puede plantearse en términos de la búsqueda de la clase o del sector dominante que constituye el centro de

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una formación hegemónica, ya que, por definición, dicho centro nos eludirá siempre.” (Laclau & Mouffe, 1987:164; subrayado en el original). El segundo: las identidades de los sujetos sociales y políticos no pueden ser ya concebidas como reflejo (ajustado o distorsionado) del lugar que ellos ocupan en las relaciones sociales: ya no se trata, entonces, de pensar la identidad política teniendo como referente del análisis la identidad económica. Por el contrario, es la práctica hegemónica misma la que construye los intereses que representa. Y pensar en estos términos tiene importantes consecuencias:

PARA SEGUIR LEYENDO

Critchley, Simon & Marchant, Oliver (2008): Laclau: aproximaciones críticas a su obra, Buenos Aires, F.C.E. Laclau, Ernesto (1990): “La construcción de una nueva izquierda” en: Ernesto Laclau: Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, pp. 187-206. Laclau, Ernesto (1990): “Teoría, democracia y socialismo” en: Ernesto Laclau: Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, pp. 207-254. .

“Pero si observamos bien veremos que esto, lejos de consolidar la separación entre lo político y lo económico, la elimina, ya que la lectura en términos socialistas de las luchas económicas inmediatas articula discursivamente lo político y lo económico y, de tal modo, disuelve la exterioridad de niveles existentes entre ambos.” (Laclau & Mouffe, 1987: 139; subrayado en el original) A modo de conclusión: una nueva filosofía de la praxis En suma, para Ernesto Laclau las nuevas condiciones económicas, sociales y políticas generadas por el capitalismo posindustrial exigían (aún antes de la caída del Muro de Berlín) que la teoría marxista y el proyecto socialista fueran revisados críticamente. Aunque ya con anterioridad a su trabajo con Chantal Mouffe puede detectarse claramente esta orientación, es sobre todo a partir de Hegemonía y estrategia socialista que Laclau emprende una crítica profunda de la tradición marxista siguiendo el camino en el que ella tenía dificultades para pensar la evolución de los fenómenos históricopolíticos que le eran contemporáneos. El análisis del modo en el que el marxismo trató de integrar la contingencia al universo de la necesidad planteada por la teoría clásica y, particularmente, las diversas mutaciones que en este esfuerzo tuvo el concepto de hegemonía, convencieron a Laclau no sólo de la centralidad que este concepto debía poseer en una reformulación de la teoría marxista si no también de la necesidad de radicalizar (a partir del concepto althusseriano de sobredeterminación) sus efectos teóricos y, desde allí, extraer las conclusiones teóricas y políticas que se desprendían de aquella radicalización. Mucho se ha debatido (y se discute todavía) respecto tanto de la eficacia explicativa de sus abordajes teóricos cuanto del lugar que Laclau ocupa en relación a la tradición marxista. No entraremos a considerar la primera cuestión (que merecería otro artículo). En cuanto a la segunda, Laclau (junto a Mouffe) ha explícitamente indicado que su posmarxismo debe ser visto como una empresa intelectual que se inserta en la tradición marxista: “Nuestra aproximación a los textos marxistas ha sido […] un intento de


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rescatar su pluralidad, las numerosas secuencias discursivas –en buena medida heterogéneas y contradictorias- que constituyen su trama y su riqueza, y que son la garantía de su perduración como punto de referencia del análisis político.” (Laclau & Mouffe, 1987: 5) En cualquier caso, y en la mejor tradición iniciada por Karl Marx y Friedrich Engels, Ernesto Laclau ha planteado, a su modo, la inescindible unidad de teoría y práctica política (lo que, según Gramsci, hacía del marxismo una “filosofía de la praxis”): porque, y cualquiera que sea el juicio que sus análisis merezcan, está muy claro que para Laclau ésta no podía reformularse sin examinar críticamente aquélla.

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Anderson, P., Las antinomias de Antonio Gramsci. Estado y revolución en Occidente, Barcelona, Fontamara, 1981

Bibliografía Gramsci, A., Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el estado moderno, México, Juan Pablos, 1994 Laclau, E. & Mouffe, C., Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Madrid, Siglo XXI, 1987 Laclau, E., Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990


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CONFLICTOS CON PROTAGONISMO POPULAR EN EL SIGLO XVIII RIOPLATENSE por Gabriel Di Meglio Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Es investigador del CONICET y docente de Historia Argentina 1776-1862 de la UBA. Ha publicado: ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo. (2006); ¡Mueran los salvajes unitarios! La Mazorca y la política en tiempos de Rosas (2007); y participó en: Buenos Aires tiene historia. Once itinerarios guiados por la ciudad (2008). Coordina los ciclos televisivos: Historia de un país. Argentina siglo XX, Efemérides, La Historia en el cine y Bio.ar (Canal Encuentro).

RESUMEN Este artículo explora la participación popular en los conflictos que tuvieron lugar en el territorio del Virreinato del Río de la Plata, durante el período colonial, en el siglo XVIII. En él fueron corrientes los problemas territoriales y religiosos, como la “Guerra Guaranítica”, y otros alzamientos menores que involucraron a buena parte de la población campesina de la región. Hacia finales de ese siglo, un ciclo de grandes rebeliones indígenas eclipsó, por su importancia, los conflictos anteriores. Las clases populares tendrían también un rol decisivo en el proceso revolucionario que comenzó a gestarse comienzos del siglo siguiente.

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Me centraré solamente en el siglo XVIII, en el cual por un lado la mayoría de los territorios que hoy forman Argentina mantuvieron enfrentamientos fronterizos periódicos; sólo Catamarca, La Rioja, San Miguel de Tucumán y San Juan carecían de un límite con los grupos indígenas independientes del Chaco o de la región pampeana, aunque los habitantes de las tres primeras también eran obligados a hacer servicios en la frontera chaqueña. Del lado hispano-criollo esos conflictos significaron un problema grande para los campesinos, que eran arrastrados a las expediciones en territorio indígena o a los fortines, o que sufrían los ataques de los grupos independientes. Para éstos, a la vez, la lucha armada defensiva u ofensiva con los hispano-criollos o con otros independientes era una posibilidad siempre latente. Al mismo tiempo, los dominios coloniales del Litoral llevaron adelante una intermitente disputa con los portugueses, que implicó cinco episodios bélicos en la Banda Oriental entre 1680 y 1762. En los primeros cuatro el peso de las operaciones recayó sobre todo en las milicias formadas por los guaraníes de las misiones ubicadas en la llamada Provincia Jesuítica –en torno de los ríos Paraná y Uruguay–, que constituyeron el grueso de las


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tropas españolas. En el último fue la sociedad hispano-criolla, en particular la de Buenos Aires, la que afrontó el esfuerzo bélico. Por eso, cuando se produjo un sexto choque en 1776 y la Corona envió desde España un poderoso ejército que atacó a los portugueses sin afectar demasiado a la sociedad local, hubo alivio tanto en la elite como en la plebe, que además se beneficiaron con el reparto del cuantioso botín tomado tras la captura y destrucción de Colonia del Sacramento. El otro gran enfrentamiento de la época fue la “Guerra Guaranítica”, desencadenada cuando España y Portugal firmaron un tratado por el cual el territorio al este del río Uruguay, donde se encontraban siete de las reducciones jesuitas, pasaba a control portugués a cambio de Colonia del Sacramento. Pese a su oposición a la medida, los jesuitas acataron la orden y empezaron a dirigir el traslado de las poblaciones para que se relocalizaran al oeste. Pero pronto empezó a forjarse una resistencia entre los indios del común y entre varios caciques. Para los guaraníes el rey de España o había sido engañado por los portugueses o había roto el pacto de vasallaje con ellos al realizar un despojo violento y por eso creían que su resistencia era legítima. Cuando llegó la comisión demarcatoria los afectados no la dejaron actuar y ante la insistencia cuatro de los pueblos se levantaron en armas, para ser pronto seguidos por casi todas las reducciones del río Uruguay, a las que se sumaron algunos grupos de indígenas independientes, “infieles” (guenoas, minuanos y charrúas), gracias a lo cual se reunió una fuerza importante bajo el mando de caciques como Sepé Tiarajú y Nicolás Ñeenguirú. En 1754 los rebeldes consiguieron hostilizar exitosamente tanto al ejército español como al portugués, pero en 1756 los ibéricos regresaron, esta vez actuando unificadamente, y tras varios enfrentamientos vencieron completamente a los misioneros. Así terminó el conflicto, cuyos efectos fueron despiadados: la pérdida de población se acentuó y los pueblos del Uruguay quedaron arruinados. Y finalmente los cambios territoriales no se efectuaron porque cinco años más tarde la Corona española denunció el tratado y mantuvo su soberanía sobre las reducciones orientales. Junto a estos grandes episodios hubo diversos conflictos de menor alcance que involucraron a las clases populares, como las acciones de partidas de bandidos, presentes en todo el territorio en distintos momentos, o las resistencias a marchar a la frontera, tarea que recaía casi exclusivamente en los pobres. En 1724, la milicia de Catamarca se disolvió antes de partir hacia el Chaco por el rumor de que el gobernador que se los había ordenado había sido removido de su puesto. Diez años más tarde, milicianos santiagueños enviados como refuerzo a la frontera se apoderaron de un fuerte y desde allí atacaron el territorio controlado por San Miguel de Tucumán, donde fueron vencidos; pocos de los 100 alzados conservaron la vida. En 1752 miembros de las milicias riojanas y catamarqueñas se opusieron a dirigirse hacia el

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Chaco y presentaron un escrito en el que se quejaban de que “los quedados son los caballeros y los que caminan a la defensa son los plebeyos”. A la vez, era habitual que en las ciudades existieran facciones y clanes familiares que pugnaban, a veces violentamente, por motivos que hoy parecen menores, como la elección de un monje para un convento. Los que dirigían las facciones contaban con clientelas plebeyas, que así se veían inmersas en las luchas políticas. Ocasionalmente esto podía lugar a levantamientos, como ocurrió en Corrientes en 1764, cuando se produjo el alzamiento “comunero”. Una facción se rebeló contra el teniente gobernador –máxima autoridad local– con participación de miembros de la “plebe irritada” (los opositores al movimiento decían que ningún rebelde sabía leer ni escribir). El componente popular le ganó al inicial carácter localista y las facciones de la elite acordaron la intervención de tropas de Buenos Aires para vencer a la “plebe sublevada”, que tras un año y medio de conflicto fue vencida. También en Traslasierra, Córdoba, hubo un alzamiento en nombre de la “voluntad del común” en 1774. El episodio empezó con la oposición a un cambio del cura local por parte de los feligreses y siguió cuando un maestre de campo –importante cargo militar– convocó a los pobladores a ir hacia el sur para correr la frontera. Los milicianos no querían ir y cuando el oficial hizo el anuncio, un soldado “de mote Piquilín” saltó sobre su caballo, le quitó las armas y lo apresó. Después de esta desobediencia se hicieron reuniones donde se tomaron decisiones en nombre del común: protestar contra las autoridades nombradas por el Cabildo cordobés, pedir la incorporación a la jurisdicción de San Luis, solicitar que no hubiera más maestres de campo en la zona y “que no ha de gobernar este valle ningún hombre europeo”. Entre los alzados había algunos vecinos de importancia, más varios campesinos y artesanos, muchos de ellos mestizos. El movimiento, finalmente, fue desarticulado y algunos de sus protagonistas fueron remitidos presos, y lo mismo ocurrió con otro que estalló el mismo año –según las autoridades por “contagio”– en Ischilín, en el norte cordobés. Un grupo de milicianos (analfabetos) apresó allí al juez pedáneo –el que se ocupaba de las causas judiciales menores– y presentó denuncias por abusos. El descontento se debía a que poco antes varios de ellos habían sido expulsados de las tierras que ocupaban. En este episodio se perciben entonces algunas de las razones de la actuación popular en la época. Para otros faltan más estudios al respecto, pero se pueden hacer algunas conjeturas. En las luchas facciosas el impulso inicial provenía de los dirigentes de la elite, pero era habitual que los seguidores adoptaran una causa como propia porque suponían que su triunfo les daría beneficios o por identificación con sus líderes. Con respecto a las campañas militares, las acciones de desobediencia descriptas correspondieron a tropas


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milicianas. La milicia era una antigua tradición europea: armarse en defensa de la propia ciudad o región, con lo cual sus integrantes eran vecinos u otros residentes de menor estatus social. Ser miliciano era un deber de cualquier hombre adulto con un domicilio fijo y por eso mismo se trataba de una institución fundamental: quienes pertenecían a ella estaban integrados en la comunidad local; era el signo de la inclusión y por lo tanto daba derechos. La milicia era, entonces, la sociedad local armada y no un ejército. Éste, llamado “regular” en la época e integrado por soldados denominados “veteranos” que trabajaban de militares, estaba formado sobre todo por efectivos enviados desde España pero era en general poco numeroso. Por su parte, los milicianos estaban mal armados, peor entrenados y aunque se preveían reuniones periódicas los regimientos o tercios prácticamente sólo existían cuando se los necesitaba para algo concreto. Los miembros de la elite trataban de evitar el servicio y era corriente que pagaran “personeros” que cubrían su tarea. Ahora bien, más allá de su mala organización, todos sabían que el objetivo primordial de la milicia era la defensa. Por eso, cuando se procuraba enviarla a un frente de batalla fuera del propio territorio podían generarse resistencias, al igual que si les pagaban mal o si sufrían maltratos de los oficiales. Los jefes milicianos debían ser hábiles e influyentes para lograr guiar a sus tropas al combate, o al menos ellas debían estar convencidas del motivo de la lucha o tener alicientes materiales, tal como ocurría en algunas expediciones a tierras de indígenas donde esperaban encontrar un botín o cautivos. Al mismo tiempo, las intervenciones plebeyas canalizaban coyunturalmente la conflictividad social de la época, servían de expresión de los descontentos que poblaban la sociedad colonial. Existía, a la vez, una extendida animadversión hacia los españoles. Todos estos conflictos puntuales iban a quedar eclipsados por uno de mucho más alcance. En 1780 se desencadenó un conjunto de rebeliones en la región andina del sur del Perú y del Alto Perú. El cacique José Gabriel Condorcanqui, cuyo linaje se remontaba a la nobleza inca, se puso al frente de un levantamiento contra los abusos locales que intentó integrar a criollos e indígenas en la protesta; su postura se fue radicalizando y se proclamó rey inca con el nombre de Túpac Amaru II. Llegó a sitiar Cuzco pero la preocupación que generó en los criollos, pronto apartados de su lado, y el hecho de que varios caciques lucharan junto con las autoridades coloniales contra él llevaron a su derrota y su terrible ejecución. En simultaneidad con este estallido quechua se dio uno entre los aymara del área ubicada al norte de Potosí. Allí no se trató de un levantamiento súbito como el antes descripto sino que fue el resultado de un largo desarrollo a partir de una serie de reclamos llevada adelante por el cacique Tomás Katari; cuando éste fue apresado por las autoridades se inició el alzamiento, conducido por sus hermanos, que llegó a sitiar La Plata (Chuquisaca) antes de ser vencido. Finalmente, Julián Apaza, un campesino del Altiplano, dirigió un

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levantamiento con el nombre de Túpac Katari en 1781; se inició de repente, sin una escalada previa, y tuvo un carácter indigenista y radical, contrario a la integración con otros grupos. Los rebeldes reunieron una fuerza considerable y sitiaron La Paz, pero también fueron derrotados y sus líderes duramente ajusticiados. El actual territorio argentino no fue tan conmovido por esa Gran Rebelión, la principal del período colonial en América, pero las elites de Jujuy y Salta tuvieron una lógica preocupación debida a la cercanía geográfica y al hecho de que la primera contaba con una gran cantidad de indígenas (el 82% de los jujeños fueron censados como tales en 1778). La rebelión aumentó el traslado de altoperuanos a la región y las autoridades temían que esparcieran la insurrección. De hecho, en los Valles Calchaquíes hubo rumores de sublevación en algunas haciendas. En la Puna jujeña la situación fue más grave: ante la noticia de que existían allí adeptos a los rebeldes las milicias salteñas reprimieron a los sospechados. La única rebelión efectiva en la zona, que tuvo un fuerte componente anticolonial, comenzó en febrero de 1781 en la frontera oriental de Jujuy. Lo encabezó José Quiroga, un mestizo cristiano criado en la reducción jesuita de San Ignacio de los Tobas, quien anunció en la zona que “ya tenemos Rey Inca”, aunque los españoles impedían que se supiese la noticia. De allí se esparció una consigna: “los pobres quieren defenderse de la tiranía del español y que muriendo estos todos, sin reserva de criaturas de pecho, solo gobernarán los indios por disposición de su rey inca”. Los que siguieron a Quiroga y a otros líderes como el “mestizo amulatado” Basilio Rezaz, el criollo santiagueño Gregorio Juárez o el indio Antonio Umacata, fueron una combinación de habitantes de la zona fronteriza: tobas, criollos, soldados y arrieros; probablemente pocos de ellos descendían de pueblos que hubieran sido parte efectiva del imperio inca, con lo cual es notable cómo en la imagen del retorno del Inca se había forjado la expectativa de una liberación general. Los alzados atacaron el fuerte de la reducción de San Ignacio y mataron a su capitán. Incorporaron a los soldados que servían allí y avanzaron sobre el fuerte del Río Negro, pero como no pudieron tomarlo le pusieron sitio. Algunos campesinos se les agregaron y decidieron marchar sobre San Salvador de Jujuy, donde hubo preocupación entre la elite por la actitud que podía tomar “la mucha gente plebeya de que se compone esta ciudad”, aunque finalmente varios de sus integrantes se aprestaron a luchar contra los rebeldes, quienes ante el poco apoyo recibido se replegaron. En el camino fueron atacados y dispersados por el comandante de la frontera: los criollos y mestizos se desperdigaron hacia “adentro” de Jujuy, mientras los tobas y wichis se internaron en el Chaco. Sin embargo, poco más tarde,


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entre el 6 y el 10 de julio, hubo una “rebelión de indios tobas y alborotos ocasionados por los indios tobas y sus parciales” en la hacienda de Cuchi, a seis leguas de Jujuy. “Los indios y la plebe estaban impresionados del eco que les ha hecho el nombre de Tupamaro”, sostuvo el gobernador Mestre, que dirigió la represión. Informó al virrey que capturó 65 matacos (wichi), “una vieja que traían por adivina”, 12 mujeres y otros tantos niños; a todos “los mandé pasar por las armas, y dejarlos pendientes de los árboles en caminos, para que sirva de terror y escarmiento a los demás, y se ha visto el fruto, pues los Tobas han dado muestras de arrepentimiento y se han vuelto la mayor parte de ellos a su reducción”. Además juzgó a “30 cristianos criollos y avecindados de esta jurisdicción”, todos pertenecientes a la “gente ordinaria”, por cómplices, haciendo ejecutar a 17 de ellos. El temor de las autoridades alcanzó a todo el Virreinato. En Santiago del Estero aparecieron pasquines tupamaristas, que fueron confiscados y en Mendoza corrió el rumor de que querían quemar un retrato del rey Carlos III en la plaza principal. De todos modos, para el resto de la sociedad en las regiones no tan cercanas al estallido andino la cuestión no parece haber sido acuciante y a la administración le costó movilizar a las tropas milicianas, en las cuales eran mayoría los miembros de las clases populares, para auxiliar a la represión en el Alto Perú (que pertenecía desde hacía cinco años a la jurisdicción del Río de la Plata). Durante 1781, milicianos enviados al Alto Perú desde San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero y Belén (Catamarca) desertaron “escandalosamente” en el camino hacia el norte. En abril, en La Rioja, las autoridades quisieron trasladar a un grupo de milicianos, pero la agitación plebeya lo evitó. El episodio terminó con una multitud en la plaza, que se dirigió a los almacenes de tabaco y los “allanó”, exigiendo que se bajaran las tarifas recientemente elevadas por el aumento de los impuestos. Al año siguiente, un grupo de esclavos del convento de San Agustín en Mendoza protagonizó una breve rebelión para negarse al traslado de algunos de ellos. El principio de obediencia mostraba fisuras de más o menos alcance en todo el espacio colonial. También Entre Ríos fue escenario de una conmoción en esos años. En 1783 se habían fundado en esa zona de poblamiento tardío las villas de Gualeguaychú, Gualeguay y Concepción del Uruguay. En ellas muchos labradores criollos empezaron a hacer valer las diferencias de casta (la superioridad jurídica de los blancos sobre negros, pardos, mestizos e indígenas), que hasta entonces no se aplicaban en esa región de frontera, para presionar sobre los indígenas avecindados en las mismas villas. Los obligaban a trabajar sin remuneración, los maltrataban, no respetaban delimitaciones de tierra acordadas previamente; hicieron recaer sobre ellos el peso de la construcción

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de los nuevos pueblos y dejaron de reconocer la forma guaraní de trabajar la tierra. Representantes indígenas de las tres villas se reunieron en el monte a fines de 1785 para organizar su defensa. Intentaron crear cuerpos milicianos integrados exclusivamente por “naturales” y nombraron “protector” a un campesino correntino blanco llamado Francisco Méndez, de destacada trayectoria local, fluida relación con los indígenas y manejo de la lengua guaraní. Como acudieron al encuentro armados, las autoridades de los pueblos los acusaron de “sedición”, teniendo en cuenta lo ocurrido en Perú y el Alto Perú, y mandaron apresar a varios de los presentes; incluso uno de ellos fue torturado para arrancarle una confesión. También Méndez fue enviado a prisión, donde se suicidó (o lo mataron). Los indígenas debieron aceptar el avasallamiento, algunos se integraron en el lugar inferior que les reservaba la sociedad colonial, mientras que otros decidieron volver a migrar, abandonando ese nuevo sur entrerriano que se les había vuelto hostil.

PARA SEGUIR LEYENDO

Gabriel Di Meglio, Historia de las clases populares en la Argentina desde 1516 hasta 1880, Buenos Aires, Sudamericana, 2012. Gabriel Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rusismo, Buenos Aires, Prometeo, 2006. Raúl Fradkin y Juan Carlos Garavaglia, La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires, SXXI, 2009.

Una vez que los ecos de la Gran Rebelión andina parecieron apagarse en el Virreinato, un acontecimiento político externo impactó en otro sector de las clases populares, la esclavatura, y provocó un nuevo temor en las clases altas. En 1791, los esclavos de la colonia francesa de Saint Domingue, en el Caribe, se levantaron en armas contra sus amos, los vencieron y masacraron (en la única rebelión de esclavos triunfante de la historia, que daría lugar en 1804 a la independencia de un nuevo país, Haití). Además, los líderes revolucionarios franceses, cuyas medidas desde 1789 habían influido en la acción de Saint Domingue, abolieron la esclavitud en 1794, tras haber protagonizado otro hecho de altísimo impacto internacional: ejecutar a su rey. Ese mismo año en Buenos Aires circularon pasquines con la inscripción “Viva la libertad”, que avivaron el temor al efecto francés. Como los precios del pan aumentaron significativamente, hubo rumores populares de que la culpa la tenían los codiciosos panaderos franceses, que eran varios en la ciudad. Los panaderos utilizaban mucha mano de obra esclava y muchos temieron la combinación entre franceses y esclavos rebeldes, que remitía a Saint Domingue. Algunos propietarios denunciaron que los esclavos estaban más irreverentes y agresivos, que no mostraban la acostumbrada deferencia; incluso una mujer advirtió que cuando reprendió a su esclava por un mal comportamiento ésta le contestó “pronto tendré el poder”. Hubo también conversaciones sobre la rebelión caribeña en los bailes de la colectividad negra, donde aparentemente algunos sostuvieron que tenían que hacer algo similar. Pronto el temor de los propietarios dio paso al rumor de que se preparaba una insurrección y el cabildo comenzó a indagar al respecto. Se denunció que un pequeño comerciante francés llamado Juan Barbarín había dicho que en su país existieron buenas razones para ejecutar a Luis XVI y lanzó un elogio al líder jacobino Robespierre; como además tenía muy buena relación con esclavos propios y ajenos, y había propiciado


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que uno de los suyos aprendiera a leer y escribir (según el esclavo para que lo ayudara en la contabilidad de su negocio), terminó en la cárcel. Al mismo tiempo, los investigadores, liderados por el alcalde Martín de Álzaga, llegaron a través de un esclavo a la figura de un viejo correntino, el pardo José Díaz, que fue acusado de haber afirmado que todas las propiedades de los españoles pasarían a los negros y los indios; se dijo también que más de una década antes había defendido a Tupac Amaru. Álzaga encontró otra pista: un esclavo llamado Juan Pedro denunció que su amo, un panadero francés, conspiraba con varios de sus compatriotas para capturar las armas del Fuerte y desencadenar una revuelta contra los españoles el viernes de Semana Santa, a cambio de lo cual se les daría la libertad a los esclavos, que antes debían auxiliarlos en la acción. Álzaga no pudo establecer relaciones entre las diferentes líneas y entonces decidió acudir a la tortura, para lo cual fue autorizado por la audiencia. Díaz y un relojero llamado Santiago Antonini, a quien se le encontraron pasquines, fueron interrogados con saña en dos ocasiones cada uno, pero no se les pudo atribuir nada (fue la última vez que se torturó legalmente en Buenos Aires). Todos los incriminados fueron liberados y se dijo que Juan Pedro había acusado a su amor porque éste lo había castigado varias veces por sus indisciplinas. Las autoridades prohibieron la entrada de esclavos provenientes de colonias francesas. La llamada “conspiración de los franceses” fue sobre todo un producto del miedo de las elites, pero las palabras enunciadas por los plebeyos en el episodio muestran que las novedades y los discursos revolucionarios corrían con rapidez por los puertos, los mercados, las pulperías y las postas de los caminos; estaban presentes en el mundo popular y podían usarse para cuestionar situaciones concretas. Por lo tanto, aunque al final del siglo las autoridades coloniales habían conseguido eliminar los conflictos abiertos, tanto ellas como las elites habían experimentado el temor, la gran amenaza de un levantamiento indígena, de una rebelión de esclavos y el fantasma de la guillotina. Toda la sociedad colonial estaba en ascuas en ese cambio de siglo; los esquemas de obediencia tradicional empezaron a ser más cuestionados y resistidos. Esto se acentuaría en el caso de Buenos Aires con los efectos de las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Luego, todo el territorio rioplatense se vería conmocionado por la revolución iniciada en mayo de 1810, en la cual las clases populares jugarían un papel central. [Adaptado de Gabriel Di Meglio, Historia de las clases populares en la Argentina desde 1516 hasta 1880, Buenos Aires, Sudamericana, 2012]

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Fradkin, R. y Garavaglia, J.C., La Argentina colonial. El Río de la Plata entre los siglos XVI y XIX, Buenos Aires, SXXI, 2009.

Bibliografía Fradkin, R. y Gelman, J. (coord.), Desafíos al Orden. Política y sociedades rurales durante la Revolución de Independencia, Rosario, Prohistoria Ediciones, 2008 Serulnikov, S., Conflictos sociales e insurrección en el mundo colonial tardío. El norte de Potosí en el siglo XVII, Buenos Aires, FCE, 2006 Stern, S. (comp.), Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes. Siglo XVIII al XX., Lima, IEP, 1990. Ternavasio, M., Gobernar la Revolución. Poderes en disputa en el Río de la Plata, 1810-1816, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.


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LA “MARCHA SOBRE BUENOS AIRES” DE 1935 por Marianne González Alemán Doctora en Historia de la Universidad de Paris Panthéon-Sorbonne y de la Universidad de Buenos Aires (cotutela de tesis). Licenciada y Magíster en Historia de la Universidad de Paris. Docente del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Tres de Febrero e Investigadora del Centro de Estudios de Historia Política de la Universidad Nacional de San Martín. Es autora de varios trabajos sobre los usos políticos de la calle y el derecho de reunión en Buenos Aires en la entreguerras.

Resumen El presente artículo propone explorar el contexto y el desarrollo de “la Marcha de la Victoria”, una gran movilización organizada, en octubre de 1935, por el Partido Conservador de la Provincia de Buenos Aires, en apoyo de la candidatura de Manuel Fresco para gobernador. La Marcha representaba un cambio importante en los modos de participación habituales para los conservadores bonaerenses, tanto como para su manera de entender la contienda política. Además de relatar el modo en que la movilización fue orquestada, el artículo analiza los nuevos sentidos otorgados a esos nuevos rituales públicos en una época de cambio para la política bonaerense.

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Introducción El domingo 13 de octubre de 1935, los porteños presenciaron un espectáculo singular que provocó gran impacto en la prensa nacional: el desfile multitudinario de unos 100.000 ciudadanos de la provincia de Buenos Aires que convergieron en la Plaza de Mayo para apoyar la candidatura a gobernador de Manuel Fresco. Según el diario La Nación, la “masa popular” que desfiló ese día tenía características típicas que delataban su proveniencia de “la campaña: obreros, empleados, estudiantes estancieros, peones y labriegos de las ciudades y villas, de las estancias y chacras de esa pampa fecunda que rodea a la urbe”. La “Marcha sobre Buenos Aires”, como la denominaron los organizadores, constituía un hecho inédito. El Partido Conservador Bonaerense, denominado Partido Demócrata Nacional (PDN) desde 1931, no solía realizar manifestaciones callejeras tan masivas, y nunca había trasladado una campaña electoral local al espacio de la Capital Federal. Por lo tanto, el acontecimiento (cuyas resonancias remitía a la “Marcha sobre Roma”


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de Mussolini en 1922) daba cuenta de un cambio notable en las formas organizativas partidarias y en la manera de concebir la contienda política. La exploración del contexto y del desarrollo de esta gran movilización permite desentrañar estos nuevos sentidos, en un momento en que la política de la provincia estaba entrando en la era de las movilizaciones de masas. La política en la provincia y la candidatura de Manuel Fresco Las elecciones a gobernador de noviembre de 1935 son conocidas por el nivel que alcanzó el fraude en la Provincia de Buenos Aires. Desde el golpe de estado de 1930, la provincia estaba manejada por los conservadores que aseguraban sus triunfos a través del uso sistematizado de prácticas fraudulentas. En gran medida, la abstención electoral de la Unión Cívica Radical, a partir de 1931, había facilitado al PDN mantener su control sobre el gobierno provincial sin que la producción ilegal del sufragio asumiese un grado alto de violencia. En 1935, el regreso del partido radical a las urnas venía a cuestionar ese sistema. Nuevamente, los conservadores tenían que competir con sus peores enemigos (los radicales) y la reproducción del partido en el poder provincial se convertía en una tarea más dificultosa. En abril de 1931, la última elección con participación del radicalismo y sin que el fraude afectara el desenvolvimiento de la jornada, había dado la mayoría a la UCR bonaerense. Sin embargo, frente a la probable victoria del candidato radical Honorio Pueyrredón como gobernador, el gobierno de facto de José F. Uriburu había optado por anular los comicios. Además, en octubre del mismo año, a un mes de las elecciones presidenciales, el Poder Ejecutivo Nacional había vetado oficialmente la fórmula radical Marcelo T. de Alvear y Adolfo Güemes. En consecuencia, el radicalismo había resuelto no participar en las elecciones hasta que no hubiese garantías de que se respetaría la voluntad del electorado. En los comicios de noviembre de 1931, la ausencia del radicalismo había hecho cómoda la victoria del candidato a gobernador conservador, Federico Martínez de Hoz, más allá del recurso puntual al fraude. Si bien a partir de 1931 los conservadores habían garantizado su hegemonía sobre la provincia, tuvieron que enfrentar varios problemas en su gestión del poder. Primero porque la abstención del radicalismo, el fraude y el abandono consecuente de las urnas por parte de los ciudadanos restaba legitimidad a las autoridades electas. Así, por ejemplo, las elecciones legislativas de 1934 presentaron el nivel más bajo de participación con el 46,7% del electorado concurriendo a las urnas, de modo que el 56,3% de los votos asignados al conservadurismo sólo representó al 26,3% de los ciudadanos. Por otro lado, la ausencia de un contundente político de envergadura favoreció las

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luchas facciosas en el seno mismo del conservadorismo bonaerense. A nivel local, las disputas entre diferentes camarillas por el control de espacios de poder y las divisiones en la cúpula del PDN estuvieron signadas por la recurrente violación de las normas partidarias y el ejercicio de la violencia. Esta situación contribuyó fuertemente a afectar el desenvolvimiento de los ejecutivos y la organización del estado provincial. También desgataba la imagen pública del partido, pues ponía en evidencia su incapacidad a garantizar el funcionamiento de las instituciones. A principios de 1935, la destitución del gobernador Martínez de Hoz fue la expresión más evidente de la dinámica facciosa que imperaba en el partido. En medio de una disputa entre sectores de la dirigencia por la proclamación del futuro candidato a la gobernación, un “golpe” institucional lo obligó a presentar su renuncia. A fines de febrero, el PDN designó finalmente la fórmula Fresco-Amoedo, avalada por el presidente Justo. Manuel Fresco encarnaba la figura del futuro régimen en su persona. Proclamaba el voto cantado, justificaba la necesidad de la práctica del fraude, y sentía una fuerte inclinación por los sistemas autoritarios europeos. En ese contexto conflictivo, las elecciones de noviembre de 1935 y el retorno de los radicales a las urnas suponían un gran desafío. En realidad, la posible victoria de los radicales no sólo peligraba el futuro del PDN en la provincia, sino que también constituía una amenaza para la coalición oficialista que el partido integraba a nivel nacional: la Concordancia. A su cabeza, el presidente Justo no tenía la seguridad de obtener la mayoría necesaria para tener el control sobre su propia sucesión. En consecuencia, la elección bonaerense, el distrito electoral más importante del país, representaba una instancia decisiva. Además, estaba en juego la candidatura a gobernador y quien la obtuviese estaría en buena posición para postularse a la presidencia de la Nación dos años más tarde. Por otro lado, para los dirigentes conservadores, el radicalismo representaba los peores vicios que pudieran afectar la República. En particular, el yrigoyenismo era asociado al “personalismo”, a la “demagogia”, a la “chusma”, al “mal gobierno” y, por lo tanto, los resultados de la revolución de 1930 no podían quedar en letra muerta. De hecho, la necesidad de impedir la victoria de la UCR fue expresada por los candidatos del conservadorismo en términos de un enfrentamiento militar: el “no pasarán” fue una de las consignas reiteradamente esgrimidas por Manuel Fresco durante la campaña. Para no dejar pasar al enemigo, el sector mayoritario del conservadurismo bonaerense se encaminó hacia la reforma de la legislación electoral provincial. Una nueva ley electoral sancionada a mediados de 1935 y calificada como “Ley Trampa” otorgó al gobierno local un poder total sobre la designación


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de los presidentes de mesa y restringió las competencias de los fiscales. De esta manera, el partido garantizaba su control sobre la producción y los resultados del sufragio. Si bien tenía un objetivo directamente estratégico, la nueva ley se insertaba también en el marco de un pensamiento más profundo sobre la cuestión electoral y la representación democrática. Para Manuel Fresco en particular, gran admirador del fascismo de Mussolini, la ley Sáenz Peña de 1912 había dado lugar a que ciudadanos ineptos eligieran gobiernos radicales incompetentes, y “esa deformidad” debía ser corregida. Había que modificar las reglas del juego político para producir un sistema de representación de las masas diferente que no necesariamente pusiera en el centro el sufragio. Así, la manipulación del ejercicio del voto y de sus resultados no fue el único instrumento utilizado por el oficialismo. Aunque pueda parecer contradictorio, pese a saber que todo estaba jugado de antemano, Manuel Fresco desplegó en todo el distrito un amplio y costoso esfuerzo propagandístico que incluyó grandes actos, envío de trenes especiales para aumentar el caudal de asistentes, bandas de música, organización de asados, etc. La “Marcha sobre Buenos Aires” fue la culminación de ese proceso. Su organización y su desarrollo reflejan los conflictos y los desafíos que se plantearon a los conservadores frente el fin de la abstención radical. También revelan las concepciones nuevas sobre la sociedad y la política que el candidato Fresco intentó promover: paralelamente al fraude, había que manifestar que la participación popular podía pasar por otros carriles que la vía electoral. La Marcha de la Victoria: una demostración de fuerza popular La “Marcha sobre Buenos Aires” o “Marcha de la Victoria” fue concebida por sus organizadores como una demostración de fuerza que debía ser multitudinaria e impactante. En una carta dirigida al presidente Justo, Manuel Fresco afirmaba que el “gran desfile cívico” tenía que ser el “más trascendental” a celebrarse durante la campaña. A ese efecto, el candidato del PDN redobló los esfuerzos organizativos y anunció en los diarios que su candidatura era capaz de reunir en la Capital Federal 60 comités de la provincia, es decir a unos 100.000 partidarios. En ese entonces, la cifra era particularmente notable y eran poco comunes las manifestaciones que reunieran semejante cantidad de militantes. La organización del evento fue particularmente detallista. Esta fue centralizada por un “Comando” integrado por Manuel Fresco y Daniel Videla Dorna. El Comando envió instrucciones muy estrictas al Presidente del Partido y a los diferentes comités locales, con el fin de movilizar a

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la mayor cantidad de correligionarios en un sentido bien preciso. Los comités conservadores bonaerenses fueron reunidos en tres grupos. La Agrupación Oeste, primero, reunía las localidades de Seis de Septiembre, La Matanza, Luján, Lincoln, Nueve de Julio, Alberti, Mercedes, Moreno, Merlo, General Rodríguez, Suipacha, General Pinto, Bragado, Las Heras, Marcos Paz, Marcelino Ugarte, Carmen de Areco, San Andrés de Giles, Chivilcoy, Veinticinco de Mayo, Saladillo, Roque Pérez y Lobos. Se preveía que unos 36.000 hombres de la zona fueran a concurrir a la Marcha. La Agrupación Norte, por su parte, convocaba a 26.400 afiliados de Vicente López, San Isidro, Las Conchas, San Fernando, San Martín, Pergamino, General Sarmiento, Rojas, San Nicolás, Ramallo, Leandro N. Alem, Chacabuco, Pilar, San Pedro, Baradero, Junín, Bartolomé Mitre, San Antonio de Areco, Exaltación de la Cruz, General Uriburu y Campana. Finalmente, de la Agrupación Sur, tenían que concurrir 35.700 partidarios de Avellaneda, Lomas de Zamora, Quilmes, Florencio Varela, Almirante Brown, Brandsen, San Vicente, La Plata, Azul, General Belgrano, General Paz, Las Flores, Cañuelas, Monte y Echeverría. El comité más imponente era el de Avellaneda, liderado por Alberto Barceló, que prometía llevar a la movilización a unos 12.000 hombres. Para asegurar la afluencia de tanta gente, se pusieron automóviles, grandes vehículos y sobre todo trenes especiales a disposición de las Agrupaciones. De hecho, la Agrupación Oeste tenía que iniciar su marcha desde la Estación Once, la Norte desde Retiro y la Sur desde Constitución. Las tres columnas debían recorrer las calles del centro, hasta converger en la Plaza del Congreso, y luego seguir avanzando conjuntamente por Avenida de Mayo hasta la Plaza de Mayo. El 13 de octubre, la Marcha fue un éxito. Se hicieron presentes unos 58 distritos sobre los 110 que existían en la Provincia. Según las autoridades del PDN, esto correspondía a unos 120.000 partidarios movilizados en las calles porteñas. En este sentido, el partido alcanzó su objetivo: demostrar su capacidad de movilización masiva. En su discurso desde el palco de la Plaza de Mayo, Manuel Fresco, afirmó que se había hecho tangible que el partido conservador bonaerense era una “fuerza eminentemente popular y democrática”, no sólo de la provincia sino del país. Esta afirmación revestía una serie de sentidos que merecen ser develados. Primero, frente a su competidor directo, el radicalismo, el PDN se veía obligado a redoblar la apuesta. La UCR era la primera fuerza electoral en la provincia y tenía una larga tradición de movilización popular en las calles. Por otra parte, la imagen pública del conservadorismo bonaerense quedaba asociada al fraude y a la “Ley Trampa”. En las semanas anteriores a la Marcha, varias movilizaciones callejeras organizadas por el Partido Socialista y la UCR en la Capital Federal habían repudiado la nueva legislación provincial y


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las irregularidades a las que ésta iba a dar lugar el día de la elección. Por lo tanto, los conservadores tenían la necesidad de revertir esa imagen negativa, demostrando que, a pesar del potencial fraude, el PDN tenía una capacidad de convocación amplia y popular. El acto multitudinario funcionaba como la prueba tangible de la fuerza electoral que el partido pretendía representar. Es así que los afiliados de los comités conservadores que desfilaron en las calles eran hombres “con derecho a votar” que llevaban en forma visible sus libretas cívicas. Se trataba de escenificar en el espacio urbano de la capital que la voluntad del auténtico pueblo de Buenos Aires estaba del lado de los candidatos conservadores. Así, afirmaba Fresco, la leyenda de la mayoría radical se esfumaría. La marcha de los hombres “cultos” Además de celebrar el volumen numérico de la Marcha, los candidatos se felicitaron también de la “cultura”, del “entusiasmo cívico”, del “orden” y del “fervor patriótico” de los concurrentes. Frente a las acusaciones de prácticas ilegales y de violencia, formuladas por los otros partidos, el PDN procuraba mostrarse como un partido de hombres respetables y “civilizados”. La organización puntillosa del acto cuidó particularmente este aspecto. Las circulares enviadas previamente a los distintos comités habían impartido instrucciones estrictas: los manifestantes tenían que desfilar en perfecto orden, “evitando daños, gritos insultantes”, y obedecer estrictamente a las instrucciones de los Comisarios de Columna. Además, se prohibió terminantemente que los afiliados concurrieran al acto alcoholizados o provistos de armas. Se estableció que cada afiliado entregara su cuchillo o revolver antes de subirse al tren. Las armas confiscadas fueron etiquetadas, conservadas en cartones y devueltas al regreso del evento. “Sin esa disciplina –decía una de las notas– no podríamos demostrar que somos un partido culto, fuerte y bien organizado”. La insistencia en que los manifestantes observaran una conducta moderada se explicaba por varias razones. En primer lugar, en la década del treinta, era muy común que la población civil masculina portara un arma. Este hábito formaba parte de ciertos códigos de violencia varonil relativamente arraigados en la sociedad. En segundo lugar, reflejaba cierta realidad de la práctica política en la provincia donde las facciones conservadoras (pero también las radicales) no descartaban la posibilidad de usar la violencia para dirimir sus disputas internas. Inclusive, algunos caudillos del Gran Buenos Aires no dudaban en hacer alianzas con pistoleros conocidos para constituir la fuerza de choque capaz de organizar el control territorial del distrito. El caso más famoso es el de la asociación entre Alberto Barceló y “Ruggierito”, jefe de una red de prostíbulos en Avellaneda y matón político del dirigente local.

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PARA SEGUIR LEYENDO

Béjar, María Dolores, El régimen fraudulento: la política en la provincia de Buenos Aires, 1930-1943, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005 Hilda Sabato, Marcela Ternavasio, Luciano de Privitellio, Ana Virginia Persello, Historia de las elecciones en la Argentina, 1805-2011, Buenos Aires, El Ateneo, 2011. Mirta Zaida Lobato, Buenos Aires. Manifestaciones, fiestas y rituales en el siglo XX, Buenos Aires, Biblos, 2011.

A través de la Marcha, Manuel Fresco buscaba proyectar otro tipo de perfil. Para poder constituirse como una alternativa al radicalismo, había que aparecer como un partido ordenado. No era posible aceptar que los afiliados reprodujeran las mismas prácticas que los dirigentes solían atribuir a la “chusma” radical. En este sentido, la elección de desfilar en la ciudad de Buenos Aires era significativa. En el imaginario político de aquel entonces, la Capital tendía a ser asociada a un territorio de excepción, “civilizado y moderno”, donde los comportamientos de los habitantes correspondían a un alto nivel de cultura cívica. La insistencia de los organizadores en el carácter “culto” de la manifestación revelaba la voluntad de mostrarse dignos del espacio de la capital. Al finalizar el acto, Manuel Fresco no dudo en declarar a su correligionario reunidos en la Plaza de Mayo: “La Capital ha visto con sus ojos propios que constituimos una fuerza respetable”. Un combate más allá de las elecciones La referencia constante de los organizadores a la necesidad de mantener la disciplina de la Marcha remitía además a una concepción particular de la participación popular, fuertemente impregnada de valores militares. De hecho, la Comisión organizadora del acto se autodenominó Comando General. Varios días antes del evento, el Comando mandó a cada comité las instrucciones a seguir y se reiteró la obligación absoluta de obedecer a cualquier consigna del “Comandante” Videla Dorna. Durante el acto, éste impartió sus órdenes a los 500 Comisarios de Columna que llevaban un distintivo azul y blanco en el brazo derecho y a los 3.500 jefes de núcleos. Los primeros fueron los encargados de formar las filas de manifestantes, cuidando las distancias, para que el desfile adquiriera un aspecto ordenado. Los jefes de núcleos por su lado, tenían bajo su mando a grupos de treinta concurrentes y se encargaban de canalizar la movilización. Cada comité iba precedido de una banda de música y de banderas argentinas, avanzando al son de marchas militares. Encabezaba el presidente, acompañándolo un metro atrás y a cada lado, dos Secretarios ayudantes. Seguía el estandarte del partido, acompañado de un abanderado de cada lado. Detrás de la música, iban los afiliados del comité, formando filas estrictas de diez hombres. También se repartieron 58 carteles con 116 leyendas oficiales, imponiendo así un mensaje unificado a los participantes. Así, la marcha dejaba aparecer una concepción fundamentalmente jerárquica de la participación política. No sólo reservaba un lugar destacado y superior a los dirigentes, sino que exigía disciplina y obediencia a los afiliados comunes. Como lo afirmó Fresco en su discurso final, los correligionarios de la marcha habían de cumplir su deber de “soldados y jefes en el ejército pacífico que recorrió las calles de la capital”. En este sentido, la “Marcha de la Victoria” se refería a algo más que a un mero triunfo electoral. Suponía


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un combate más general a librar contra el radicalismo. De hecho, uno de los carteles exhibidos por los manifestantes llevaba la siguiente frase: “venimos a la capital para decirle que todos los argentinos debemos unirnos contra la demagogia”. Para los organizadores, la demostración de fuerza no sólo tenía que ver con la elección provincial. La necesidad de conservar el gobierno bonaerense era una causa nacional; la de la lucha contra el retorno de los radicales en el poder. Para Fresco, se trataba de defender por cualquier medio los principios que habían motivado la “revolución” del 6 de septiembre y la destitución de Yrigoyen. Esto explica en gran medida su decisión de movilizar en la Capital Federal: las columnas de partidarios regimentados del PDN teatralizaban el “¡No pasaran!” en el corazón de la República. Al finalizar el desfile en la Plaza de Mayo, el Comandante Videla Dorna leyó la siguiente orden del día a la multitud allí reunida: “¡No olvidéis, vosotros, pues, el ominoso pasado de la demagogia en el Gobierno! ¡Recordad el jubiloso despertar del 6 de septiembre y renovemos todos, en una aspiración patriótica, el solemne juramento de luchar y vencer. ¡Viva la patria! Hombre, mujeres y niños de Buenos Aires: ¡a la acción!”. La lucha contra el regreso del radicalismo al poder era presentada por Fresco como una cuestión de salvación nacional. El candidato usaba la misma retórica que la que había imperado el día del golpe cívico-militar del 1930. Según esta lógica, torcer los resultados electorales estaba perfectamente justificado, por cuanto el candidato reivindicaba la revolución de septiembre (y no los comicios) como fuente de legitimidad “de su futuro gobierno”. Conclusión La “Marcha de la Victoria” es reveladora de situación de crisis política en la que se encontraba la Argentina desde en golpe de Uriburu. Para las elites políticas que habían apoyado la destitución de Yrigoyen, el sufragio universal, masculino, obligatorio y secreto, tenía consecuencias negativas, ya que había llevado, con el triunfo del radicalismo, hacia la “tiranía del populacho”. Manuel Fresco era de los que no escondía ni su impugnación del sistema electoral establecido en 1912, ni su admiración por los sistemas autoritarios europeos. Por lo tanto, su campaña electoral en 1935, no apuntó a movilizar y convencer al electorado de que votara por él. Por el contrario, buscó un establecer nuevo modo de participación popular y un nuevo modo de legitimación del poder político: el plebiscito de las masas estrictamente y jerárquicamente encuadradas en la calle. La “Marcha de la Victoria” fue la traducción de esa concepción. Para los organizadores, ésta tenía la función de sancionar físicamente en el espacio

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urbano de la Capital el inevitable triunfo electoral del líder del PDN: Fresco. Ese triunfo era inevitable por la perspectiva del fraude y el mismo fraude no era ocultado: se justificaba porque el partido había hecho la demostración masiva en la calle de su dimensión “popular”. También había dado la prueba de que los ciudadanos que apoyaban su candidatura eran los verdaderos ciudadanos “cultos”, en contraste con la “chusma radical”. Ante todo, la UCR no debía “pasar”. Por lo tanto, la cuestión de la transparencia del proceso electoral no era lo importante, lo importante era ganar.

Béjar, M., El régimen fraudulento: la política en la provincia de Buenos Aires, 1930-1943, Buenos Aires, Siglo XXI, 2005.

Bibliografía

Pirro M., César J., Legislación y práctica electoral en la década de 1930. La “ley trampa” y el “fraude patriótico”, en Melón Pirro J. C., Pastoriza E.(eds.), en Los caminos de la democracia, Alternativas y prácticas políticas (19001943), Buenos Aires, Biblos, 1996, p. 163-179. Pirro, J.C. y Pastoriza, E., (eds.), en Los caminos de la democracia, Alternativas y prácticas políticas (1900-1943), Buenos Aires, Biblos, 1996 Reitano, E., Manuel Antonio Fresco: entre la renovación y el fraude, Provincia de Buenos Aires, Instituto Cultural, Dirección Provincial de Patrimonio Cultural, Archivo Histórico “Dr. Ricardo Levene”, 2005 Walter, R., La provincia de Buenos Aires en la política argentina 1912- 1943, Buenos Aires, Emecé, 1987


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HIPÓLITO YRIGOYEN, DE “CAUDILLO” BONAERENSE A PRESIDENTE DE LA NACIÓN NOTAS SOBRE LA CONSTRUCCIÓN DE UN LIDERAZGO POPULAR. por Nicolás Gabriel Sillitti. Profesor de Historia por la UBA. Docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y de la Escuela de Política y Gobierno de la UNSAM. Autor de trabajos sobre las revoluciones militares y radicales de principios del SXX.

Resumen Este artículo se propone explorar algunas características del liderazgo político de Hipólito Yrigoyen durante los años en que fue jefe del comité de la provincia de Buenos Aires de la UCR. Para ello, se analizan tres momentos diferentes en la actuación de Yrigoyen. Nos dedicaremos a su participación en la revolución de 1893, continuaremos con la postura “intransigente” adoptada por el sector yrigoyenista en 1898 frente a las elecciones para gobernador y presidente, y finalizaremos con la “reorganización” partidaria emprendida en 1903 y los eventos de 1905. El recorrido permite observar las transformaciones de un partido como la UCR y su proyección territorial en la provincia, en una época de la Argentina caracterizada por el tránsito de la “política de notables” a la “política de masas”.

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Introducción Numerosos interrogantes persisten en torno de la figura de Hipólito Yrigoyen. Los historiadores que se han dedicado a estudiar su vida y obra se han referido a él como a un enigma. El halo de intriga que rodea al personaje había sido cultivado en gran medida por él mismo. Uno de sus primeros biógrafos, el escritor Manuel Gálvez, quien lo definió como “el hombre del misterio”, dijo: “nunca habló de si mismo. Ni una palabra sobre su pasado, ni sobre su propio carácter ni sobre su vida íntima. Ocultó su morada interior como ocultó sus debilidades. Nadie le oyó palabra sobre las mujeres que le amaron. Todo ha sido ignorado de Yrigoyen...” Reacio a dirigirse a las multitudes y poco amigo de la exposición pública -de hecho, nunca pronunció un discurso ante auditorio alguno- Yirgoyen construyó un sólido liderazgo que lo llevó de dirigente bonaerense al sillón de primer mandatario de la República en 1916. Su ascenso no fue irrelevante, terminó con treinta años de hegemonía política del Partido Autonomista Nacional y dio inicio a un período de presidencias radicales que se extendió hasta 1930 cuando el propio Yrigoyen –entonces presidente por segunda


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vez- fue derrocado por un golpe de estado encabezado por José Félix Uriburu y Agustín P Justo. En este artículo intentaremos explorar algunas de las formas que caracterizaron la construcción de poder de Yrigoyen en un período poco investigado de su carrera, los años en que fue jefe del partido radical en la provincia de Buenos Aires. Para eso, nos concentraremos en tres momentos puntuales de su trayectoria que consideramos representativos. Primero, atenderemos a su actuación durante las revoluciones radicales de 1893. Estos acontecimientos resultan interesantes puesto que en estos levantamientos convivieron los dos principales líderes de la UCR de entonces, el fundador del partido Leandro N. Alem, y su sobrino, Yrigoyen, quien manejaba la rama bonaerense del radicalismo. Allí puede verse a este último actuando en su territorio y como principal articulador de una extensa trama de lealtades y apoyos que logró movilizar en su favor en diversos pueblos de la provincia. Luego, indagaremos el conflicto suscitado en 1897, entre Bernardo de Irigoyen e Hipólito Yrigoyen, en torno de la posición del radicalismo frente a las candidaturas a gobernador de la provincia y presidente de la Nación. Este fue un momento muy particular de la historia de la UCR, ya que fue el primer desafío electoral que debieron enfrentar los radicales tras la muerte de Alem, quien hasta entonces había sido su máxima figura. La desaparición de Alem avivó las diferencias entre las variadas facciones que componían la UCR de finales del siglo XIX. Los dos grupos principales estaban dirigidos por Bernardo de Irigoyen -presidente del comité nacional del partido- y por Hipólito Yrigoyen -presidente del comité de Provincia de Buenos Aires-. Ambos competían intensamente por el control de la estructura partidaria. Los primeros sostenían que era pertinente realizar acuerdos con diferentes fuerzas políticas -incluyendo a los mitristas- en vistas a las elecciones de gobernador y presidente de 1898. Los yrigoyenistas, en cambio, mantenían una postura que denominaban “intransigente” y rechazaban de plano cualquier acercamiento con otros grupos políticos. Estas diferencias se tornaron irreconciliables y provocaron la desaparición de la UCR del escenario de la época. El tercer momento en el que haremos foco es el período que va de 1903 a 1905, que señala la reaparición del radicalismo como actor de la arena política protagonizando nuevamente una insurrección. En aquellos años, Yrigoyen emprendió la llamada “reorganización” partidaria. Fue entonces, cuando

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se convirtió en la figura excluyente del radicalismo. Su persona se volvió insoslayable, eje de simpatías y enconos en las filas radicales. Sin embargo, no todo fue obra de su liderazgo carismático sino que también se desarrolló en la UCR una estructura institucional de características particulares que le otorgaron el tono de un partido moderno organizado sobre la base de comités permanentes a lo largo y a lo ancho del país dedicados a la propagación del ideario del partido y a la construcción de redes de poder locales con fuerte capacidad de movilización. Algunos datos biográficos La propia biografía de Yrigoyen ofrece algunos indicios para pensar su acción política. Nació en Buenos Aires el 12 de julio de 1852. Era hijo de Marcelina Alem y un inmigrante vasco llamado Martín Yrigoyen. Al igual que su tío Leandro Alem, creció en un ambiente de profundas pasiones políticas. Sus años infantiles transcurrieron en la Buenos Aires posterior al derrocamiento de Juan Manuel de Rosas. En su juventud, presenció los conflictos entre Buenos Aires y la Confederación. En este escenario dio sus primeros pasos en política. Con tan solo veinte años fue nombrado comisario de Balvanera, barrio en el que se había criado. Este cargo le permitió conocer el día a día de los eventos políticos. Lo convirtió en un hombre de acción, con un gusto marcado por la práctica concreta y callejera de la política antes más que por las teorizaciones y los debates. Junto con Alem, ingresó a la militancia en el bando de los seguidores de Adolfo Alsina, donde fue compañero de muchos hombres que luego enfrentaría, como Carlos Pellegrini o Roque Sáenz Peña. Aunque irreductible en sus diferencias, mantuvo con algunos de ellos una relación personal de cierta cordialidad. La federalización de Buenos Aires en 1880, lo decidió a abandonar el Alsinismo, y junto con su tío se escindió del Partido Autonomista, adhiriendo entonces a la figura de Aristóbulo del Valle. Ellos tres, además, compartieron durante un tiempo un estudio jurídico. La llegada de Roca al poder lo desilusionó; abandonó la política y se dedicó a la enseñanza de filosofía en escuelas secundarias. En el ejercicio de esta profesión entró en contacto con algunas corrientes ideológicas que lo influyeron notablemente, como el Krausismo, una corriente de pensamiento nacida en Alemania, pero de gran arraigo en el medio hispano. De allí extrajo alguno de sus modos más característicos, tales como la sobriedad y la marcada austeridad. Luego, en la década del noventa optó por regresar a la vida política. En claro contraste con el estilo encendido y tribunero de Alem, Yirigoyen rara vez aparecía en público y nunca daba discursos. Prefería actuar en


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las sombras, convencer y persuadir personalmente sin tener que hablar directamente a las multitudes. Así, desde el silencio, cultivó las formas que lo distinguieron. Su tarea principal en esos años fue la de organizar pacientemente el radicalismo de la provincia de Buenos Aires. Se destacó por sus habilidades de revolucionario, y fue el ejecutor de las rebeliones del radicalismo bonaerense. Para mediados de los noventa era ya, sin dudas, el hombre fuerte de la UCR provincial. Aún con su reticencia a las apariciones públicas, había logrado ganarse un sólido prestigio popular. Este ascenso lo distanció de Alem, ya que no siempre acordaban acerca del rumbo que debía tomar el partido. 1893: Revoluciones En 1893 los radicales lanzaron un movimiento armado cuyo objetivo era tomar el poder y acabar con lo que consideraban un “régimen” fraudulento sostenido por el gobierno. Los principales reclamos del radicalismo estaban dirigidos a garantizar la “pureza” del sufragio y el respeto por la constitución. Alem se ocupó de los detalles nacionales de la rebelión. La sublevación debía alcanzar varias provincias para ser efectiva. Hipólito Yrigoyen en cambio fue el encargado del levantamiento en Buenos Aires. Tomar la Provincia era crucial para triunfar. La organización de la revolución bonaerense fue una tarea ardua y compleja que precisó de vínculos con los dirigentes y personajes más importantes de las diferentes localidades. El estallido tuvo lugar en la Provincia los últimos días del mes de julio. Al mando de Yrigoyen, los radicales -civiles y militares-, junto a otros grupos políticos como los “cívicos”, lograron apoderarse de setenta y nueve pueblos bonaerenses, como Ayacucho, Chivilcoy, Las Heras, Marcos Paz, Mercedes Merlo y Pilar, entre otros. Los más importantes fueron los de la zona sur, como Lomas de Zamora, Lanús y Temperley. En este último, Marcelo Torcuato de Alvear y Fernando Saguier aseguraron el control de la estación ferroviaria y establecieron allí un campamento revolucionario. En el mismo, se dirigió un manifiesto “al pueblo de la Provincia” y se proclamó un gobierno provisorio encabezado por Juan Carlos Belgrano. Inicialmente, el cargo de gobernador había sido ofrecido a Yrigoyen, quien lo declinó. También ese gesto de rechazar ofrecimientos y candidaturas fue una constante durante toda su carrera política. Era una manera de fortalecer su autoridad, alentando la insistencia a su alrededor y generando unanimidad a favor de su figura. Desde la estación de Temperley, importantes contingentes de militantes se dirigieron en tren hacia la ciudad de La Plata. La llegada a la capital provincial

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fue acompañada por simpatizantes que vivaban a Yrigoyen, quien había organizado el levantamiento personalmente, y al líder principal, Alem. Sin embargo, ante los graves sucesos, el gobierno del presidente Luis Sáenz Peña envió una partida de tropas nacionales dirigidas por el general Bosch, que logró reconquistar la provincia a sangre y fuego. La revolución también resultó derrotada en el resto de las provincias en que se había desatado. No obstante, la magnitud de estos episodios evidenció un fuerte apoyo popular al radicalismo y sus dirigentes más importantes. A su vez, dio muestras de la capacidad de organización que habían demostrado estos dirigentes, logrando enlazar y coordinar posiciones políticas entre diferentes provincias, municipios y pueblos. 1897: El quiebre El suicidio de Alem en 1896 provocó una profunda conmoción dentro del radicalismo. El partido, que no atravesaba sus mejores tiempos, vio agudizarse sus conflictos internos. En 1898 se realizarían nuevas elecciones para renovar autoridades ejecutivas, tanto en la provincia de Buenos Aires como en la Nación. En 1897, Julio Argentino Roca hizo público lo que entonces ya era evidente: competiría por un nuevo mandato presidencial. Para la UCR y otras fuerzas de la oposición, la figura de Roca representaba lo peor del “régimen” que gobernaba la Argentina. Su regreso implicaba que la “reparación moral” del país no tendría lugar sino que persistiría el fraude y la corrupción. Por ello, entre varios grupos opositores comenzó a circular la idea de unirse para hacer frente al PAN. Esta política fue denominada la “política de las paralelas”, en referencia al armado de listas que llevarían los mismos candidatos a gobernador y presidente, pero distintos candidatos a los cargos legislativos según cada partido. El oficialista Carlos Pellegrini se refirió burlonamente a esta política de la oposición, declarando que “paralelas quiere decir deseos de acercarse e imposibilidad de unirse”. El sector “Bernardista” del radicalismo, que controlaba el comité nacional, veía con buenos ojos esta propuesta de convergencia. Además de posicionar a Bernardo de Irigoyen como candidato a gobernador provincial, una alianza con otros partidos ayudaría a neutralizar el poder creciente de Yrigoyen en el interior de la UCR. Los Yrigoyenistas, en cambio, rechazaron de plano cualquier acuerdo con otros grupos. Argumentando que los principios que habían dado vida a la UCR estaban en contra de componendas electorales, Yrigoyen se opuso a las propuestas del comité nacional, proclamó la abstención a los comicios del radicalismo bonaerense y disolvió el comité provincial. Esta maniobra


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buscaba privar, a las autoridades nacionales del partido, de la importante base de apoyo que constituía la provincia de Buenos Aires. La crisis no pudo ser resuelta y marcó el inicio de años de dispersión para la UCR. 1903-05: La “reorganización” En los primeros años del nuevo siglo, Hipólito Yrigoyen se decidió a “reorganizar” el partido, esta vez haciéndose fuerte en la Capital Federal. Consideraba necesario reflotar a la UCR para enfrentar al “régimen” que aún no había abandonado el poder. Para emprender esta tarea convocó a los antiguos militantes y sumó otros nuevos. Nuevamente, Yrigoyen se dedicó a conversar con dirigentes, militantes y militares, uno por uno, en confiterías y lobbies de hotel. El líder radical recurría a los modos que le habían sido útiles una década atrás en la organización de la revolución en Buenos Aires. Otro punto clave de la reorganización consistía en construir símbolos identitarios que generasen adhesión al radicalismo. Para ello realizó mítines en homenaje al fallecido Leandro Alem. Pese a las diferencias que habían tenido en vida, Yrigoyen juzgó oportuno enarbolar la figura del fundador del partido. Convirtió también en mito la memoria de la revolución del ’90, y de los levantamientos del ‘93. Precisamente, fue una manifestación, en julio de 1903, recordando la revolución del parque, la que señaló el retorno definitivo de la UCR a la contienda política. Yrigoyen mantenía la convicción de que no existían las garantías para presentarse a los comicios por lo que eligió mantener la abstención y echar mano al recurso revolucionario. Desde el mismo momento en que emprendió la reorganización partidaria comenzó a planificar un nuevo levantamiento. Nuevamente activó contactos en todas las provincias y comisionó a sus hombres de confianza los preparativos en los diferentes territorios. Delfor del Valle y Ricardo Caballero se ocuparon de Santa Fe, Elpidio González y los hermanos Molina de Córdoba, Fernando Saguier y José Camilo Crotto de la capital. La sublevación estalló en febrero de 1905. Realizado en conjunto con algunos sectores del ejército, el movimiento aspiraba a la “purificación” electoral. El presidente Quintana fue inflexible y reprimió con dureza el levantamiento. No obstante, a lo largo de los años siguientes y siempre bajo el liderazgo de Yrigoyen, los radicales insistieron en la necesidad de una nueva ley electoral que acabase con el fraude. La presión radical se sumó a un clima de creciente conflictividad social y política. El temor a nuevas revoluciones y la necesidad de integrar a la UCR al juego político

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PARA SEGUIR LEYENDO

Alonso Paula: Entre la revolución y as urnas. Los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política en los años noventa. Bs As, Sudamericana-Editorial San Andrés, 2000. Gallo, Ezquiel, Alem. Federalismo y radicalismo. Buenos Aires, Edhasa, 2009. Luna, Félix. Yrigoyen. Buenos Aires, Hyspamérica, 1985 (1ra ed1954).

contribuyeron para que en 1912, Roque Sáenz Peña sancionase una ley que establecía el sufragio secreto y obligatorio. Para ese entonces, Yrigoyen era el líder de la oposición. Su estilo había creado un intenso culto a su personalidad que parecía oponerse al carácter impersonal de los partidos que Alem consideraba necesario. Junto a su círculo cercano, Yrigoyen había logrado fundar comités políticos a lo largo de todo el país, sumando seguidores a lo que llamaba la “causa” radical, de la que era un “apóstol”. La ley electoral de 1912 satisfizo al radicalismo que desde entonces abandonó la abstención y retornó a la lucha en los comicios. Así se inició el camino que acabó con la UCR en el gobierno en 1916. Yrigoyen se transformó en el primer presidente radical, apoyado en el partido al que Alem y él mismo, cada uno con sus estilos particulares, habían dado vida. Conclusiones Si bien hemos optado por no detenernos en la época presidencial de Yrigoyen, en estas tres coyunturas que hemos elegido se hace evidente el modo en que éste forjó muchas de sus ideas y prácticas que sostuvieron su accionar político y lo convirtieron en un referente popular de primera línea. Su evasiva a las multitudes, sus maneras austeras, y el gusto por la persuasión personal, son algunos rasgos que marcaron el estilo político de Yrigoyen, incluso en los años posteriores, cuando ocupó el cargo de primer mandatario. También vemos, en los períodos que hemos detallado, un Yrigoyen “conspirador” y organizador de levantamientos, férreo defensor de la abstención electoral como herramienta de lucha política. Observamos, además, un aspecto territorial de la política de Yrigoyen, que consistió en la construcción de una base de poder en la UCR bonaerense, desde donde logró proyectarse al nivel nacional. Al mismo tiempo, este recorrido nos permite observar las transformaciones de un partido como la UCR -en particular el radicalismo provincial-, que se fue estructurando sobre la base de comités que funcionaron de forma permanente y se convirtieron en ámbitos de sociabilidad local entre dirigentes y militantes. Además, distinguió al radicalismo -al igual que ocurría en el Partido Socialista- la realización de congresos y convenciones periódicas con el objetivo de decidir los lineamientos partidarios. Estos cambios son representativos de una época de la Argentina en que las negociaciones de pequeños grupos de notables fueron dejando paso a la llamada “política de masas”.


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Alonso, P., Entre la revolución y as urnas. Los orígenes de la Unión Cívica Radical y la política en los años noventa, Bs As, Sudamericana-Editorial San Andrés, 2000 Botana, N., El orden conservador. La política Argentina entre 1880 y 1916, Bs. As., Sudamericana, 1977 Etchepareborda, R., Yrigoyen, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983 Galvez, M., Vida de Hipólito Yrigoyen. El hombre del misterio, Buenos Aires, Editorial Tor, 1943 Gallo, E., Alem. Federalismo y radicalismo, Buenos Aires, Edhasa, 2009 Gallo, E. y Botana, N., De la República posible a la república a la República verdadera, Bs. As., Ariel, 1996 Halperin Donghi, T., “El enigma Yrigoyen”, en: Revista Prismas, N°2, Bernal, UNQUI, 1998 Luna, F., Yrigoyen, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985 Padoan, M., Jesús, el templo y los viles mercaderes. Un examen de la discursividad Yrigoyenista, Bernal, UNQUI, 2002 Persello, A.V., Historia del radicalismo, Buenos Aires, Edhasa, 2007

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FÚTBOL Y POLÍTICA HISTORIAS, TRAYECTOS E IDENTIDADES ENTRE LOS DIRIGENTES DE LOS CLUBES PLATENSES. por Matías Godio y Daniel Sazbón. Matías Godio Sociólogo, Doctor en Antropología Social. Es investigador del Núcleo de Antropología Visual y el Grupo de Antropología Urbana y Marítima ((NAVI-GAUM) de la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC), Brasil y de la Universidad Nacional Tres de Febrero (UNTREF), donde también se desempeña como Profesor Titular. Es autor del libro “Operación Sarli. Una crónica del conurbano bailantero” (1999, Corregidor), compilador de “Pesca y Turismo. Etnografias da globalização no litotl sul” (2006, UFSC) y de “Fútbol y Sociedad. Prácticas locales e imaginarios globales” (2011, EDUNTRED). Daniel Sazbón Historiador, Master en Sociología. Investigador del Centro de Estudios del Deporte (UNSaM). Docente de Historia del Deporte en la Universidad de La Plata, y en otras cátedras de la UBA y la Universidad Arturo Jauretche.

Resumen A partir de un recorrido por la historia de los principales clubes de la ciudad de La Plata, Gimnasia y Esgrima y Estudiantes, el artículo intenta ver desde una perspectiva histórica algunos rasgos de la compleja y cambiante relación que se establece en general entre el mundo deportivo y el de la política de partidos. En particular, nos interesa señalar cómo la aparición al interior

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de la vida de los clubes de discursos y prácticas que valoran el estilo de conducción tomado del mundo empresarial constituye, en este sentido, un rasgo histórico vinculado a cambios culturales experimentados en nuestro país desde hace ya varias décadas. Así, a través de estos elementos —la relación entre dirigencia de los clubes y la vida política, la aparición del modelo empresarial de administración, las transformaciones en las identidades míticas asociadas a algunos equipos— el artículo intenta mostrar que los clubes, lejos de constituir plataformas desde las que los dirigentes “saltan” a la arena política, son espacios eminentemente “políticos”, ya que están atravesados por los cambios que cruzan a las sociedades de las que forman parte, y por lo tanto, por las cambiantes posiciones políticas que marcan cada etapa histórica. Los clubes de fútbol, al igual que otras instituciones pertenecientes a la sociedad civil, son espacios privilegiados para observar modelos y valores de gestión y dirección del poder que están presentes en el contexto político de cada época. Si bien están provistos de una dinámica interna propia, por lo que no pueden ser reducidos a meros “espejos” de lo que ocurre por fuera de ellos, es claro que los cambios históricos no dejan de tener su impacto en su interior.


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Introducción La caracterización de la relación entre la actividad dirigencial y la política partidaria, o sobre la cultura empresarial como irrupción reciente en el espacio clubístico, ha dado lugar la idea de una supuesta pérdida de la “identidad” asociada a los clubes de fútbol. Esta percepción, si bien no es del todo incorrecta, contiene elementos que conviene matizar con una mirada histórica. Por un lado, el “salto” de la administración de un club a la arena política partidaria es muchas veces presentado como un ejemplo de la actual “crisis de representatividad” de los partidos, por la cual la popularidad obtenida en el terreno deportivo reemplazaría la participación en las estructuras tradicionales. La deriva del deporte a la política supondría una novedad reciente respecto al funcionamiento “normal” de la vida de los clubes de fútbol argentinos. Sin embargo, la relación entre dirigentes de fútbol y “política” es muy antigua, siendo casi constitutiva de la vida interna de los clubes desde la propia fundación de estas instituciones deportivas. El club deportivo —ocurre con otro tipo de espacios similares— se ubican en una intersección entre el espacio de la “sociedad civil” y el de la “política”. Por otro lado, el modelo de gestión empresarial —cuyo emblema en los últimos años es Mauricio Macri— ha representado un ejemplo a seguir durante los últimos años, siendo al parecer exitoso en la introducción de la lógica de administración propia de las empresas en la dinámica de los clubes deportivos, históricamente asociada al funcionamiento de las sociedades sin fines de lucro. Pero aquí, nuevamente, es necesario resaltar que en la historia del fútbol argentino es posible encontrar desde hace varias décadas elementos que muestran la tensión entre distintas modalidades de gestión de los clubes, una de ellas más ligada a la administración empresarial, con valores como la “eficiencia” en el manejo de los recursos y la “modernidad” de las técnicas para lograrlo, y otra más vinculada a la tradicional concepción de los clubes como espacios de sociabilidad para el tiempo libre, sin finalidad de lucro, y cuyos dirigentes llevaban adelante una tarea vocacional y no especializada. También es cierto que las identidades colectivas en las que se basa la pertenencia a los clubes tampoco escapan a esta dimensión histórica. En efecto, aunque sus rasgos característicos se presenten ante propios y extraños como eternos e inmodificables, lo cierto es que una revisión por el pasado de muchos equipos de fútbol deja en evidencia los fuertes cambios que han sufrido a lo largo del tiempo. En este trabajo nos gustaría mostrar estos 3 elementos —la relación entre

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dirigencia de los clubes y la vida política, la aparición del modelo empresarial de administración, las transformaciones en las identidades míticas asociadas a algunos equipos— con un ejemplo particular. Tomaremos aquí el caso de los clubes más importantes de la ciudad capital de la provincia de Buenos Aires: Estudiantes de La Plata y Gimnasia y Esgrima de La Plata. A través de algunos ejemplos tomados de su historia, quisiéramos mostrar cómo los clubes deportivos constituyen un espacio particularmente interesante para observar las transformaciones culturales, sociales y políticas que atraviesa una sociedad. Si bien están provistos de una dinámica interna propia, por lo que no pueden ser reducidos a meros “espejos” de lo que ocurre por fuera de ellos, es claro que los cambios históricos no dejan de tener su impacto en su interior. Lo que nos interesa mostrar aquí es la forma particular en que se da la génesis de este proceso de fundación y de incorporación de la práctica futbolística, y la forma en que la construcción de sus respectivos imaginarios re-interpretan los debates políticos de la época. Los clubes y la construcción de ciudadanía En la Argentina de los primeros años del siglo XX, los clubes sociales y deportivos jugaron un papel fundamental en la construcción de las identidades colectivas como ámbitos de sociabilidad y espacios de participación comunitaria. La asimilación migratoria, la urbanización y la integración social y política eran procesos que condicionaban el lugar de los clubes deportivos. Como parte de dichos procesos, el deporte irá perdiendo paulatinamente sus rasgos originales, asociados a la colectividad británica y a las prácticas de la elite local, para transformarse en una actividad cada vez más ligada a las costumbres populares. El fútbol será un caso ejemplar de este proceso de simultánea nacionalización y popularización de las actividades deportivas. En paralelo a este proceso de “plebeyización” del deporte, se puede observar una similar ruptura de las fronteras que separaban actividades ligadas a los sectores altos del resto del conjunto social en el terreno de la política. Desde 1890, con la creación de la Unión Cívica Radical, el reclamo por la ampliación de las formas de representación política será una constante, que terminará encontrando finalmente una respuesta positiva en 1912, con la sanción de la Ley Sáenz Peña, que permitió por primera vez la llegada al gobierno de una fuerza popular, con el triunfo de Hipólito Yrigoyen en 1916. Ambos terrenos nunca fueron excluyentes. El caso de Leopoldo Bard, uno de los fundadores del club River Plate (y su primer presidente), así como importante dirigente de la UCR (llegó a ser el presidente del bloque de di-


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putados), recientemente analizado por el sociólogo Rodrigo Daskal, refleja bien los lazos existentes entre estos espacios, el de la sociabilidad deportiva y la participación en partidos políticos populares. La Plata En ese panorama general, la ciudad de La Plata tiene rasgos específicos. Creada por decreto en 1882, la gran mayoría de las instituciones de su vida social y cultural fueron creadas simultáneamente. Una de ellas será Gimnasia y Esgrima, fundada en 1887 como un club para sectores de la elite local. Aunque ya por entonces existía en el país una liga oficial de fútbol, no será hasta 1901 que se incorpore oficialmente su práctica a la flamante institución platense. Aún cuando el fútbol ya era practicado por algunos integrantes del club, hasta entonces, los deportes reconocidos eran disciplinas típicas de los sectores altos de la época, como la esgrima, la natación o el atletismo. Sin embargo, en 1905 la dirigencia del club decide eliminar el fútbol como disciplina. Aunque formalmente la resistencia al fútbol se debía a la falta de un espacio físico adecuado, la realidad es que este deporte concentraba cada vez más la atención de las camadas populares y obreras. Algunos socios influyentes rechazaban situaciones de violencia física, la identificación de las camadas populares y la creciente espectacularización de los partidos de fútbol involucrando el escudo del club. Esta situación será la que dará origen a Estudiantes, ya que en 1905 un grupo de dirigentes, algunos salidos de Gimnasia, deciden crear otro club por disidencias con relación a las prácticas deportivas, entre ellas el fútbol. Su fundación se produce en el marco de una ciudad movilizada por la recién creada Universidad Nacional de La Plata. Este es el comienzo del proceso de identificación clubística que irá a oponer a ambos clubes en relación a ciudad de La Plata. A pesar de que los miembros fundadores de Gimnasia eran parte de la elite estatal que poblaba la ciudad por aquellos años —como el gobernador Dardo Rocha—, la negativa de dar continuidad la práctica del fútbol mostraba un marcado cariz conservador y una resistencia al surgimiento de los sectores populares industriales en la escena asociativa local. Por el contrario, Estudiantes aparecerá como respuesta a una demanda de un grupo profesional con orientación moderna e integradora, que ve en la práctica del futbol una función socializadora de las camadas populares. Así, Estudiantes defiende la práctica del fútbol y se presenta como parte de una pedagogía integradora de los sectores populares, identificando sus dirigentes su nacimiento con las actitudes elitistas y excluyentes de los de Gimna-

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sia marcadas por los acontecimientos de 1905. Identidades cambiantes Durante ese primer decenio del siglo, Estudiantes se trasformará en sinónimo de club popular y “futbolero” de la ciudad. Sin embargo, estas identificaciones tomaran una nueva dirección cuando en 1914, Gimnasia, vuelve a oficializar el fútbol y a transformarlo en su principal práctica deportiva. Durante los años en que Estudiantes domina la escena futbolística de la ciudad comienzan a aparecer tensiones y disidencias en el seno de la Comisión Directiva. Algunos episodios de violencia llegan a provocar una crisis en el club. En 1912, bajo la presidencia del abogado conservador Dr. Agustín Gambier (luego concejal e intendente platense), se presentaron dos posturas con relación a “qué hacer con el futbol” y el club. La mayoría de los dirigentes de Estudiantes proponían restringir las posibilidades de asociarse al club a aquellas personas que pudieran comprobar residencia dentro del casco urbano de la ciudad. Indirectamente, se argumentaba que la responsabilidad de la violencia correspondía a los sectores populares y plebeyos de los barrios obreros de la ciudad (como Berisso y Ensenada). De esta forma, Estudiantes resignará su condición de club integrador y popular. Sus jóvenes dirigentes, en su mayoría profesionales, expulsan del club a los “incivilizados”, que se sumarán a otros clubes y, finalmente, en 1914, se fusionan con Gimnasia retomando la práctica del fútbol. La renuncia de los dirigentes de Estudiantes a integrar a los sectores obreros y populares representó una inversión conservadora de dimensiones sociales concretas, lo que posteriormente se tradujo en una marca que acompañó al club a lo largo de su historia, Este carácter popular quedará ahora en manos de su clásico rival platense. Entre partidos Como se ha dicho, ambos clubes fueron escenario de disputas similares a las que se verificaron en el resto del país: el enfrentamiento entre las élites tradicionales y los sectores sociales en ascenso, como parte de las transformaciones que se producían en el período. Mientras Gimnasia y Esgrima se fue constituyendo en un club popular e inclusivo, Estudiantes será al comienzo un espacio más asociado a los sectores letrados, los ciudadanos “decentes”. Estos distintos perfiles también tendrán su expresión distintiva en el escenario de la política partidaria nacional, sometido por su parte a una dinámica


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particular que también estará marcada por los cambios y rupturas. La referencia a “lo popular”, elemento central en ambos campos —el de los partidos políticos y el de las identidades de los clubes deportivos— es también víctima de estos movimientos. En la historia política argentina, un ejemplo claro en este sentido lo constituye la trayectoria de partidos como la UCR. La identificación del radicalismo con los sectores populares, elemento distintivo desde su origen, se vio dificultada después de la irrupción del peronismo en 1945, y sus posiciones y discursos tenderán a desplazarse hacia lugares más conservadores. Por ello, no será de extrañar que en los años de las primeras presidencias radicales la dirigencia de Gimnasia y Esgrima incorpore a políticos de ese partido, como Horacio Casco, concejal e Intendente Municipal de Buenos Aires, que dirigió el club entre 1920 y 1925, o Augusto Lidiedal y Juan Carlos Zerillo, diputados nacionales por la UCR y presidentes de Gimnasia en 192527 y 1929-31 respectivamente. El vínculo permaneció en pie aún después de la caída de Yrigoyen, con la presidencia de Plácido Seara (1932-34), presidente del comité radical platense. Por su parte, los dirigentes de Estudiantes tendrán una relación más distante con el radicalismo, lo que se reflejará en sus avances institucionales en la década del ‘30, después del golpe conservador de Uriburu. En esos años se sucedieron las presidencias de Jorge Hirschi (intendente de La Plata en 1932), José Ernesto Rozas (diputado nacional y senador provincial por el Partido Socialista), y un socio y ex jugador del club como Raúl Díaz llegó a ser gobernador de la provincia de Buenos Aires, acompañando al caudillo conservador Manuel Fresco. Las transformaciones en la política nacional luego del golpe de 1943, y sobre todo con la llegada al poder del peronismo, no dejaron de tener su impacto en las vinculaciones entre los clubes platenses y la política nacional. La centralidad, simbólica y real, de los sectores obreros en cuanto actores sociales dotados de visibilidad y protagonismo, tendrá respuestas distintas en cada uno de estos espacios sociales, en función de sus trayectorias respectivas, la distinta vinculación con los partidos tradicionales y con los sectores populares. Desde luego, estas diferencias no se tradujeron en forma mecánica en un rechazo o aceptación automática de la novedad que supuso el fenómeno peronista. El 17 de octubre de 1945, las columnas de obreros venidas de Berisso y Ensenada cruzaron el centro de La Plata, marchando desafiantes frente a espacios de sociabilidad tradicional de la ciudad, como la universidad, el Jockey Club, redacciones de diarios como El Día y La Prensa, en algunos casos produciendo destrozos. Las sedes sociales de Gimnasia y

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PARA SEGUIR LEYENDO

Frydenberg, Julio y Rodrigo Daskal (comps.), Fútbol, historia y política, 2010, Aurelia Rivera. Godio, Matías y Santiago Uliana (comps.), Fútbol y Sociedad. Prácticas locales e imaginarios globales, 2011, EDUNTREF

Esgrima y Estudiantes no escaparon a esta furia iconoclasta, que no hizo diferencias entre ambos. Sin embargo, los distintos modos de posicionamiento de cada club frente al peronismo no tardaron en aparecer con nitidez. Gimnasia, que tendió a integrar a cargos dirigenciales a sindicalistas y funcionarios públicos del gobierno peronista, estuvo presidido durante casi todo el período por Carlos Insúa, quien renunciaría con la Revolución Libertadora de 1955, para convertirse en dirigente de la Unión Popular, el lema “neoperonista” por el que fue elegido diputado en 1965. Por esos años el club estaba presidido por el Dr. Laureano Duran, también peronista y abogado de sindicatos en épocas de proscripción de esa fuerza política. Por su parte, la historia de Estudiantes de La Plata en la década del ’50 exhibe el episodio más significativo de las relaciones entre el universo del fútbol y la política partidaria en nuestro país. Luego de las presidencias de Pedro Osácar y Luis Maria Cánepa, con rasgos más bien profesionales y apolíticos, en 1952 asumió el radical César Ferri, de fuerte perfil antiperonista. Al poco tiempo de su asunción el club fue intervenido por el gobierno, por su supuesta negativa a distribuir el libro de Eva Perón La razón de mi vida, y sufrió la partida de varios de sus jugadores, lo que lo llevó a perder la categoría. Ferri volverá a ocupar el cargo luego de la caída del peronismo, en 1955. A partir de los años ’60, cuando lleguen las conquistas deportivas de Estudiantes, se irán delineando los rasgos que aún forman parte de las identificaciones míticas de los clubes en el universo platense, en relación con lo popular (Gimnasia) y lo exitoso (Estudiantes). Es también en esta época que comenzará a tener importancia el modelo empresarial como forma de gestión de las instituciones sociales. La cultura de empresa Los cambios culturales producidos en el país durante la década del ’60 incluyen, entre otras cosas, una valoración crecientemente positiva de las modalidades de administración propias de la economía privada. Al mismo tiempo, ciertos elementos característicos de la sociedad argentina pasaron a ser considerados como obstáculos para el desarrollo y símbolos del “atraso” en el que seguía atrapado el país. Estas caracterizaciones incluían el funcionamiento de los partidos políticos, particularmente luego del golpe de 1966, pero abarcaban también otros aspectos de la vida social. La conmoción que significó el fracaso deportivo del mundial de 1958, por ejemplo, se tradujo en la fuerte impugnación de las formas tradicionales de funcionamiento del fútbol nacional, que supuso la introducción de discursos y prácticas innovadoras, basadas en las ideas de


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modernidad y eficiencia. De la mano de estos cambios será que comiencen a tener una participación cada vez más importante los dirigentes deportivos venidos del mundo de las empresas, introduciéndose en un mundo anteriormente dominado por médicos y abogados. La tendencia modernizadora del fútbol afecta a todos los clubes por igual, haciendo de la incorporación de los empresarios a cargos dirigenciales una constante. En el caso de los clubes platenses, un antecedente notable lo constituye el caso de Pedro Osácar, empresario fúnebre y presidente de Estudiantes en dos ocasiones (1940-46 y 1949-51), a quien se considera como quien edificó los cimientos de la época dorada del club. Posteriormente, Mariano Mangano, empresario de la construcción, ocupó la presidencia durante toda la década del ’60, la más gloriosa de la historia “pincharrata”. Con las diferencias del caso, una figura también significativa en la historia de Gimnasia es la de Héctor Delmar, empresario textil y presidente del club en varias ocasiones desde los años ’80 hasta la actualidad. Durante sus muchos mandatos el club logró volver a la primera división y obtener la Copa Centenario, y fue en 3 ocasiones subcampeón de la máxima categoría. Conclusión El caso de los clubes de la ciudad de La Plata nos permite ver desde una perspectiva histórica algunos rasgos de la compleja y cambiante relación que se establece entre el mundo deportivo y el de la política de partidos. Lejos de constituir plataformas desde las que los dirigentes “saltan” a la arena política, los clubes están atravesados por los cambios que cruzan a las sociedades de las que forman parte, y por lo tanto, por las cambiantes posiciones políticas que marcan cada etapa histórica. Además de las identidades políticas colectivas, siempre fluctuantes, dichas transformaciones incluyen los distintos modelos de gestión y administración de las instituciones deportivas. Los clubes, por así decirlo, son “laboratorios” en los que se traducen y experimentan modelos y valores de gestión y dirección del poder que están presentes en el contexto político de cada época. La aparición al interior de la vida de los clubes de discursos y prácticas que valoran positivamente el estilo de conducción tomado del mundo empresarial constituye, en este sentido, un rasgo histórico vinculado a cambios culturales experimentados en nuestro país desde hace varias décadas.

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Daskal, R., “Leopoldo Bard, entre Hipólito Yrigoyen y River Plate”, en: Lecturas. Educación Física y Deportes, Revista Digital (www.efdeportes.com)

Bibliografía Frydenberg, J., Historia social del fútbol: del amateurismo a la profesionalización, Siglo XXI, Buenos Aires, 2011 Godio, M., “Somos hombre de platea. A sociedade dos dirigentes e as formas experimentáis do poder e da política nos futebol Professional na Argentina”, tesis doctoral (disponible online en: http://www.tede.ufsc.br/ teses/PASO0253-T.pdf). -----------, “Con una mano lo acaricias y con la otra lo abofeteas”. El club de fútbol y sus dirigentes en el imaginario de las profesiones: un campo de fuerzas en las formas experimentales del poder y la política en Argentina, en: Vibrant – Virtual Brazilian Anthropology, 6: 2. julio-diciembre 2009 Brasília, ABA. (disponible online en: http://www.vibrant.org.br) Pontoriero, N., Dirigentes para el Deporte, Buenos Aires, Plus Ultra, 1991Bibliografía


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MUJERES, POLÍTICA Y PROFESIONALIZACIÓN por Karina Ramacciotti y Adriana María Valobra Karina Ramacciotti, Doctora en Ciencias Sociales por la UBA. Es Investigadora Adjunta del CONICET en el Instituto Interdisciplinario de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y es autora de La política sanitaria del peronismo (2009). Ha publicado artículos de su especialidad en revistas nacionales e internacionales. Adriana María Valobra, Docente en la UNLP e Investigadora Adjunta CINIG/IDIHCSFAHCE/UNLP/CONICET. Áreas de interés: historia política y género. Cuenta con numerosas publicaciones en revistas y libros nacionales e internacionales. Es autora de Del hogar a las urnas. Recorridos de la ciudadanía política femenina. Argentina, 19461955 (2010) y compiló Mujeres en espacios bonaerenses ( 2009). Ambas autoras co-compilaron, Generando el peronismo. Estudios de cultura, política y género, (Proyecto Editorial, 2004) y La Fundación Eva Perón y las mujeres: entre la provocación y la inclusión (Biblos, 2008).

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Resumen Este artículo apunta a señalar el doble proceso de esa inserción de las mujeres en la política y en las profesiones. Si bien esos procesos no necesariamente son excluyentes de otros ámbitos regionales, nos interesa puntualmente la provincia de Buenos Aires pues es un ámbito privilegiado para observar ambos. Recorreremos los orígenes de las mujeres bonaerenses en la política y analizaremos si lograron profesionalizarse en ese rubro y, a la vez, la politización de la profesionalización de la enfermería.


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La política no es profesión para mujeres Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX surgieron movimientos de mujeres de distinto tipo que solas o junto con sus compañeros de militancia, reclamaron por derechos sociales y políticos. Incluso las anarquistas, que descreían de la ciudadanía política formal de la democracia burguesa, fueron pioneras con sus intervenciones públicas en algunas ciudades de la provincia de Buenos Aires como Bahía Blanca, Mar del Plata o Necochea caracterizándose por un alto componente proletario entre sus integrantes. Por otro lado, surgen grupos de feministas sufragistas nucleadas en torno a la profesión dominante y aceptada socialmente para las mujeres en ese entonces, el magisterio. Las feministas sufragistas se encontraron entre los más dinámicos en el despertar del siglo y las ciudades de La Plata y Bahía Blanca fueron escenarios privilegiados de este accionar en el que se destacaron María Abella de Ramírez y Luisa Gladel. Asimismo, además de la experiencia política de las feministas, cabe mencionar la actuación partidaria. Algunos partidos, como el radicalismo, contaron con nutridas filas femeninas, pero los estatutos partidarios reprodujeron normativas excluyentes de las decisiones. Otros partidos, como el socialista, no tuvieron inconveniente para que ellas participaran en los puestos de decisión partidarios e, incluso, tuvieron la posibilidad de ser incluidas en las listas electorales provinciales. Luego de sancionada la ley Sáenz Peña (1912), las mujeres reclamaron que se les permitiera ingresar al servicio militar pues, con aquella normativa, el padrón electoral se conformó sobre la base del militar y no a través del registro de los ciudadanos. Dos bonaerenses Adela García Salaberry y Clarisa Gaviola de Diego Arbó imitaron la de Julieta Lanteri e intetaron ser incluídas en el padrón militar para poder tener derecho al votor, pero les fue denegado el pedido. La participación política de las mujeres tuvo como estrategia lo que la historiadora Marcela Nari denominó la politización de la maternidad. Las mujeres, por su condición real o potencial de ser madres, debían obtener un derecho a ese aporte a la nación que era parir y criar hijos. La contrapartida a ese deber que, por otra parte, el Estado exigía, fueron los derechos políticos femeninos. Mientras que en la ciudad de Buenos Aires se agitaron las demandas sufragistas y se potenció la dimensión representativa de la ciudadanía política a través de los simulacros electorales y de la postulación de Julieta Lanteri por el Partido Feminista Nacional –que logró ser votada por los varones electores en tres ocasiones (1920, 1924 y 1926)–, en la provincia

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de Buenos Aires, en cambio, hubo un decrecimiento de las empresas del feminismo. Asimismo, se aprecian corrientes que critican al feminismo sufragista desde distintas y extremas posturas ideológicas que van desde las impulsadas desde Necochea por las páginas de la publicación anarquista Nuestra Tribuna dirigida por Juana Rouco Buela hasta las de Herminia Brumana que desde Pigüé escribía contra toda efervescencia sufragista. Ambas, se acercaban a las corrientes más reactivas respecto de cualquier forma de intervención política de las mujeres. La década de 1930 será un momento peculiar de mixtura y coexistencia de posturas respecto de los derechos políticos femeninos. Buenos Aires era considerada el bastión del fraude y la violencia. En ese contexto, la vinculación con la vida electoral y las movilizaciones políticas se hicieron dificultosas para los varones, sin embargo, parece haber acicateado a las mujeres en pos de la lucha partidaria. Las socialistas escribieron desde su prensa, Vida Femenina, críticas al sistema electoral imperante en la provincia. El movimiento de mujeres radicales organizó comités que se desperdigaron por toda la provincia y tuvieron, asimismo, una contundente prédica feminista tal como la que se propición desde el Comité Feminista 5 de Abril con María Luisa Coutouné de Butiérrez en su presidencia. Cabe mencionar que también se movilizaron las mujeres que alentaban al conservadurismo tanto en el ámbito urbano como rural. Algunas eran refractarias al voto o, al menos, no hacían alusión explícita; pero otras, eran favorables a esos derechos con cierto grado de calificación. Tal el caso de la Asociación Argentina del Sufragio Femenino, impulsada en 1932 por Carmela Horne de Burmeister, apoyada por la Iglesia Católica y que contó con numerosos comités en la provincia. La sanción de la ley de derechos políticos en 1947 (tanto en el nivel nacional como provincial) conllevó una construcción simbólica, significó una importante transformación normativa y requirió, además, de tareas específicas para incorporar a las mujeres formalmente a la vida cívica entre las que cabe computarse el rediseño de la estructura partidaria. El sufragio se probó en las elecciones de 1951, primeras en las que votaron las bonaerenses (que formaban el 49.4% del padrón). La Provincia de Buenos Aires era un distrito especialmente importante en la lógica política de entonces y cada partido encaró con distintas estrategias la forma de organizar a las mujeres que ya contaban con el derecho al voto y, además, podían acceder a puestos representativos. A consecuencia de esas elecciones, un conjunto de mujeres peronistas accedieron a un importante número de bancas legislativas (en 1952; un 18% del cuerpo legislativo se conformó de bancas de la Cámara Baja y


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17%, en la Alta). La reconstrucción de las trayectorias previas de un tercio de las que accedieron a las legislaturas provinciales permite establecer algunas características. Un grupo nutrido era docente de distintas ramas y especialidades; el resto, empleadas administrativas y amas de casa, y en menor medida, comerciantes y obreras. Es decir, su perfil socioeconómico las ubicaba activas en el mercado de trabajo. La mayoría había templado su militancia en el Partido Peronista Femenino (1949) como delegadas, subdelegadas, secretarias e inspectoras del mismo, resultando el censo de afiliación al peronismo su mayor entrenamiento político. Eran nuevas en la acción política, pero se habían fogueado intensamente desde el surgimiento del peronismo. Esa intervención potenció algunas características propias de esa militancia femenina, fundamentalmente, la vinculada a la vocación de servicio, condición que puede inscribirse en el discurso del maternalismo político. Sin embargo, ello no debe confundirse con la ausencia de una carrera política o de pretensiones en ese campo. La politización de la profesionalización Las desigualdades entre varones y mujeres no se originan en el mercado de trabajo sino en otros espacios de la vida social, preexisten al momento de su inserción laboral. La socialización diferencial que tienen varones y mujeres contribuye a delinear la visión que tienen de sí mismos, de sus posibilidades de acceder al mundo del trabajo, de qué tipo de empleos pueden incluir dentro de sus expectativas y cuáles son inalcanzables (impensables). A su vez, las trayectorias laborales condicionarán y serán condicionadas por esta relación. Hacia fines del siglo XIX, la mayor demanda de servicios sanitarios y asistenciales sirvió como acicate para requerir un mayor número de personal de enfermería. Si bien en el siglo XVIII el cuidado hacia los enfermos estuvo en su gran mayoría en manos de los varones, esta situación se fue modificando con el paso del tiempo ya que durante el transcurso del siglo XX tendió a ser una actividad feminizada. Se suponía que las mujeres poseían condiciones naturales de abnegación, suavidad, paciencia, minuciosidad, esmero y orden. Estas cualidades las convertían en privilegiadas para la actividad y permitía pagarles menos que a los varones, considerados como proveedores por lo que se entendía que debían recibir más salario para cubrir la función social impuesta. La formación de enfermeras en la Argentina tomó como referente el sistema creado en 1860 por la inglesa Florence Nightingale quien fundó una escuela basada en tres pilares: la dirección estaría dirigida por una enfermera y no por un médico; la selección de las candidatas tendría que centrarse en aspectos físicos, morales, intelectuales y profesionales y se debería impartir enseñanza metódica y constante tanto desde el punto de vista práctico como teórico. Este sistema se expandió y encontró, en los años 20, el impulso

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en América Latina de la empresa sanitaria de la Fundación Rockefeller. Un referente obligado en la formación de enfermeras y en el proceso de feminización de la enfermería fue la Escuela Cecilia Grierson (1892), dependiente de la Asistencia Pública de la Ciudad de Buenos Aires. Durante el peronismo se renovaron los bríos para el proceso de feminización. La ampliación de la infraestructura sanitaria, a partir de 1946, requirió personal idóneo para cubrir los distintos servicios habilitados y crear un soporte técnico y administrativo que permitiera satisfacer las demandas de la acción sanitaria y perfeccionar los equipos que ya ocupaban cargos. La política de profesionalización fue encarada en el ámbito nacional por la Escuela Superior de la Secretaría de Salud Pública (1947) y por la Escuela de Enfermeras de la Fundación Eva Perón (1948). En la provincia, la situación era distinta que en la capital nacional. Dirigida por el gobernador peronista Domigno Mercante, tuvo inconvenientes mayores respecto de esa organización. La historia sanitaria venía con altibajos que no permitían generar una propuesta sostenida desde las directivas ideológico institucionales y, además, contaba con escasos recursos para la gestión. Sin embargo, algunas reformas involucraron el establecimiento de áreas específicas de intervención profesional y un sistema de escalafones para la administración pública en la que se contemplarían la antigüedad y los niveles formativos alcanzados. Se esperaba que los trabajadores estatales del área sanitaria alcanzaran estabilidad laboral y una remuneración adecuada según categoría. Respecto de la enfermería, una ley obligaba a inscribirse en un registro público a médicos y auxiliares, pero sólo había dos inscriptos que ostentaban títulos. En la práctica, desempeñaban funciones auxiliares más de doscientas personas. Dado que las necesidades aumentaban, en noviembre de 1941, se creó una Escuela de Enfermeros y Preparadores de Farmacias y Laboratorios bajo la dependencia de la Dirección General de Higiene de la provincia de Buenos Aires. Asimismo, se propuso que quienes no tuvieran título habilitante, constataran la antigüedad de servicios y, luego, rindieran un examen práctico para lograr la habilitación. Resepcto de las primeras promociones egresadas de la nueva Escuela, se pretendía que fueran privilegiados por el Estado a la hora de cubrir puestos en instituciones oficiales. A partir de 1943, se vieron las primeras promociones regulares y las de aspirantes a títulos habilitantes. Ya se apreciaba entonces una marcada feminización que se vio favorecida en el ámbito platense con la creación de la Escuela de Enfermeras y Samaritanas de la Cruz Roja Argentina de La Plata (1942), que no contemplaba el ingreso de varones. La feminización, no obstante, no se registraba en los puestos directivos, contrariamente a la propuesta Nightingale, un varón fue el primer director de la Escuela platense: el médico católico Roberto Bogliano. La iniciativa


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fue enmarcada por la religiosidad cristiana pues fue apoyada por el Hogar de la Empleada de La Plata. Así, se colocaba en la órbita de las iniciativas católicas de organización sindical de las mujeres impulsadas por Monseñor Miguel de Andrea. Quienes enseñaban en las aulas de la Escuela debían hacerlo ad honorem, como vocación de servicio, con lo cual debía contarse con ingresos ajenos a esa tarea para sostenerse. Acorde a las nuevas exigencias, el Estado amplió la variedad de disciplinas ofrecidas por la Escuela de Enfermeros y Preparadores de Farmacias y Laboratorios la que, merced a esos cambios, pasó a denominarse en 1947 Escuela de Auxiliares Técnicos. Las nuevas disciplinas eran: auxiliar sanitario menor, general y especializado (radiólogo higienista, dietista, etc.); visitadora sanitaria general y especializada, asistente social; ayudante vacunador; enfermeros generales y especializados y mucamos enfermeros. Para 1949, la filial platense de la Cruz Roja planificó el Primer Congreso de Enfermería con auspicio oficial. Bogliano organizó el evento e impulsó la idea de que sólo pudieran participar egresados de Escuelas de Enfermeras que tuvieran un plan de estudio de tres años lectivos o dos años con sistema de internado obligatorio, médicos y educadores especializados. Ésta era una pauta excluyente de un sinnúmero de escuelas que pululaban en el país. Dicha exclusión, se amparaba en la propuesta que demandaba la unificación de todos los espacios formativos. La propuesta de Bogliano era una clara pauta de exclusión que intentaba evitar la competencia que representaban quienes acreditaban pocos años de estudio. Estuvieron presentes delegaciones de enfermeras de países vecinos y de la ciudad de Buenos Aires así como autoridades nacionales y locales. Entre ellas, se destacaban algunas figuras que, por entonces, ya impulsaban la profesionalización de la enfermería en nuestro país a través de sus gestiones en puestos directivos sanitarios nacionales y provinciales, de la Cruz Roja Argentina y otras entidades civiles. Margarita Basomba, una empeñosa enfermera, ocupó un rol protagónico ya que fue designada en la presidencia del Comité Ejecutivo del Primer Congreso de Enfermería. Los votos del Congreso reafirmaron la necesidad de elevar el nivel requerido para los aspirantes, la reglamentación de la Enfermería en el Código Sanitario como profesión liberal así como la elaboración de una ley Orgánica y la solicitud de Escuelas Universitarias de Enfermería. Entre las recomendaciones, se insistió sobre la propuesta de que las Escuelas de Enfermeras estuvieran dirigidas por enfermeras que acreditaran idoneidad y experiencia y, a su vez, que fueran éstas las encargadas de las dependencias estatales o privadas que tuvieran relación con el área. Aconsejaban que se incluyera en cada escuela un espacio para demostraciones de “Arte de la Enfermería” y que se incorporaran al plan

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PARA SEGUIR LEYENDO

Wainerman, Catalina y Gisela Binstock, “El nacimiento de una ocupación femenina: La enfermería en Buenos Aires”, en Desarrollo Económico, 126, 1992, pp.271-284. Gómez Rodríguez, Amparo; “Ciencia y valores en los estudios del cerebro”, en Arbor CLXXXI Nº 716, pp.478-492. Ramacciotti, Karina y Adriana Valobra ,“Profesión, vocación y lealtad en la enfermería peronista”, en Carolina Barry, Karina Ramacciotti y Adriana Valobra (Editoras), La Fundación Eva Perón y las mujeres en Buenos Aires: entre la provocación y la inclusión, Biblos, Buenos Aires, 2008. Ramacciotti, Karina y Valobra, Adriana, “Nuestra meta no es el premio sino la lucha> Itinerarios de una enfermera bonaerense”, en Adriana Valobra (Editora), Mujeres en espacios bonaerenses, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 2010. Stepan Gould, El Pulgar del Panda. Reflexiones sobre historia natural, Crítica Barcelona, 2002, pp. 131-136.

de estudios materias humanísticas tales como Historia de la Enfermería, Ética profesional, Salud Pública y que se intensificara Fisiología Humana. Asimismo recomendaba que se derogaran los decretos que habilitaban enfermeros sin haberse diplomados como tales y, en ese sentido, exigía que el uso del uniforme de enfermería no pudiera ser utilizado por quienes no se habían formado como tales. Se demandaba que las escuelas fueran de tipo escuela hospital con internado obligatorio y que no se reconociera a las que no se adaptaban a esa norma. Se exhortaba a que se abrieran becas para perfeccionamiento de posgrado y que esa instancia contara con especializaciones en odontología, que las enfermeras fueran formadas como educadoras sanitarias y que, para ejercer el rol docente, tuvieran título de Instructora. Se pidió que se privilegiara la adjudicación de becas a jóvenes de los distritos rurales para la educación en la enfermería, a las que debía asegurarse a posteriori, un puesto “dignamente remunerado en las zonas rurales” así como facilidades para acceder al perfeccionamiento en estas zonas. También, se sugería el intercambio internacional. Finalmente, se invocaba la realización de una campaña que atrajera a las mujeres jóvenes a la formación y ejercicio profesional en la enfermería. Así, las principales consideraciones del Congreso se centraron en la profesionalización y ahondaron menos en la vocación y en el espíritu de sacrificio. Consideraciones finales Un largo derrotero en la lucha por los derechos atravesó la historia provincial en la que es posible distinguir figuras y movimientos femeninos de singular relevancia que dieron cuenta del potencial de la participación política como dimensión de ciudadanía. En el ámbito de la representación, la elección de las legisladoras dio cuenta de un proceso de ruptura en la masculinización que había caracterizado a la política hasta entonces al reducto representativo. Recién en los años ’80 verían los bonerenses a una mujer en un cargo ejecutivo, la vicegobernadora Elva Roulet quien, llamativamente, ingresó a él a través de un partido poco afecto a la inclusión femenina. Si bien las actuaciones de aquellos primeros años no se caracterizaron por su despliegue político, es el derecho de las mujeres a participar en aquellos ámbitos lo que resulta relevante no sólo para ellas, sino para el conjunto social. Cabe mencionar, finalmente, que estas mujeres que ocuparon lugares políticos, así como las simples militantes, no fueron profesionales de la política –salvo alguna excepción– sino que vivieron de sus profesiones y empleos antes y después de su actividad política. Las cargas exigidas a ellas revelan la exigencia de la doble o triple jornada que implicó su inserción en el ámbito político. Durante los años peronistas no se quebraron modelos anteriores de feminización en el campo de la enfermería, sino que se reforzaron los moldes jerárquicos y binarios de género aún cuando muchas mujeres


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habían, tácita o explícitamente, violado las normas que regían las comunidades en donde vivían al abandonar los roles tradicionales de madre y esposa, para ejercer esta profesión –noción que defendemos contra quienes la descalifican como una disciplina subsidiaria pues consideramos que la categoría de profesionales está construida con base a la situación masculina en el mercado de trabajo–. Si bien su independencia económica era relativa pues los salarios eran magros, tenían potencialmente el poder de dicha autonomía y abría perspectivas de posiciones de prestigio social –como cargos directivos en la estructura burocrática del Estado y de los centros hospitalarios–. Por ello, el Primer Congreso de Enfermería cobra relevancia pues puso de relieve la necesidad de considerar esta tarea no sólo una vocación de servicio y profesionalismo, sino un empleo que exigía retribución justa. Esa demanda fue muestra de una incipiente politización de la lucha gremial de las enfermeras por sus derechos que continúa hasta los tiempos recientes.

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Bibliografía

Barrancos, D., “Itinerarios científicos femeninos a principios del siglo XX”, en: Montserrat, M. (comp.), La ciencia en la argentina entre siglos. Textos, contextos e instituciones, Buenos Aires, Manantial, 2000 ----------------, Inclusión/Exclusión. Historia con mujeres, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2001 ----------------, Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos,Sudamericana, Buenos Aires, 2008 Barry, C., Ramacciotti, K. y Valobra, A., (eds), La Fundación Eva Perón y las mujeres en Buenos Aires: entre la provocación y la integración, Biblos, Buenos Aires, 2008 Gallo, E., Las mujeres en el radicalismo argentino. 1890-1991, Buenos Aires, Eudeba, 2001. Nari, M., Políticas de maternidad y maternalismo político. Buenos Aires 18901940, Biblos, Buenos Aires, 2004 Palermo, S., “El sufragio femenino en el Congreso Nacional: ideologías de género y ciudadanía en la Argentina” (1916-1955)”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, 3ª serie, N° 16-17, 1998. Panella, C., (comp.), El gobierno de Domingo Mercante. Un caso de peronismo provincial, La Plata, Instituto Cultural y Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Tomo I al V, 2005 al 2011. Ramacciotti, K., La política sanitaria del peronismo, Biblos, Buenos Aires, 2009 Valobra, A. (ed.), Mujeres en espacios bonaerenses, EDULP, 2009 --------------, Del hogar a las urnas. Recorridos de la ciudadanía política femenina. Argentina, 1946-1955, Prohistoria, Rosario, 2010 -------------, Acción política y representación femenina en la provincia de Buenos Aires, 1934-1955, Archivo histórico de la Provincia de Buenos Aires, La Plata, (en prensa)


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RESISTENCIA OBRERA A LA DICTADURA MILITAR por Sergio Wischñevsky Historiador: Licenciado y Profesor Facultad de FFyLL, UBA. Profesor en la Cátedra de Historia Social General, FF y LL, UBA. Columnista del Programa Gente de a Pie en Radio Nacional. Colaborador en Página 12. Rector del colegio secundario: Escuela del Caminante años 2000 a 2008. Encargado en capacitaciones en la Sec. de DDHH de la Nación

RESUMEN Desarticular la organización y las conquistas de la clase trabajadora argentina fue un objetivo estratégico y central de la última dictadura militar argentina. Para ello contó con la complicidad de grandes grupos empresarios que se involucraron de manera directa en la represión y persecución de activistas y delegados y en algunos casos las fábricas funcionaron como centros clandestinos de detención. En estos objetivos, más que en la proclamada lucha contra las organizaciones armadas, la dictadura puso el peso principal de la represión. Sin embargo, a pesar del enorme daño sufrido, de la pérdida

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sin precedentes de vidas, de los derechos arrancados y del aislamiento; los trabajadores llevaron adelante una resistencia progresiva e ininterrumpida, que se materializó en un in crescendo que va desde el trabajo a desgano en los primeros meses dictatoriales hasta alcanzar a partir de 1979 niveles de organización y lucha sumamente complejos. El camino de la organización sindical fue crecindo desde los bordes aislados de los trabajadores aislados en sus lugares cotidianos a un movimiento concéntrico de reencuentro de las distintas ramas y geografías. El gobierno detectó el peligro y realizó un trabajo de seducción sobre algunos dirigentes gremiales a los que logró cooptar como aliados. Simultáneamente la llamada comisión de los 25 nuclea a los sindicatos que expresan el descontento y la rebeldía que irradia desde las bases obreras. En un primer momento fundamentan su accionar en reclamos meramente laborales pero la dinámica de los hechos los lleva a cuestionar directamente a la dictadura en su conjunto. El año 1979 marca el inicio de una nueva etapa al lograrse la madurez necesaria para llevar a cabo la primera huelga general. Desde ese momento la conflictividad laboral logra encauzarse por carriles más sólidos, los dirigentes muestran representatividad y audacia al crear la CGT Brasil en abierto desafío a las normativas


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vigentes y al clima de terror omnipresente. El 30 de marzo de 1982 este proceso lento e irreversible alcanza su climax cuando se decide un paro general y movilización a Plaza de Mayo potenciado por ostensible y activo apoyo del resto de la sociedad. A partir de ese momento la dictadura intenta esquivar su evidente declive con la invasión a las Islas Malvinas. La aventura termina catastróficamente y sella el final estrepitoso del proceso iniciado en 1976. Huelgas, movilizaciones, tomas de fábrica y reconstrucción de las instituciones sindicales encuentran en su efervescencia a la clase trabajadora luchando palmo a palmo con sectores de clase media y el amplio marco de las organizaciones políticas y de derechos humanos una fuerza popular que sirvió de escenografía para el espectáculo del fin de la dictadura. Vendrán los tiempos de la democracia y de la reconstrucción. En el análisis y balance de siete años de terrorismo de Estado, en la búsqueda de sus causas será necesario considerar que los trabajadores constituyen el 60% de los desaparecidos y el sector social que más fue castigado como colectivo. La historia de la última dictadura militar argentina ha sido contada, discutida y revisada de múltiples maneras en los últimos años. Mucho énfasis se ha puesto en el tema de la violación de los DDHH y la persecución a los militantes políticos en sus diversas manifestaciones. Sin embargo un aspecto muy puntual y central para entender la lógica del terrorismo de estado instalado con el golpe de 1976 es el accionar con respecto a los trabajadores. Más allá de lo que declaran los protagonistas históricos; la consabida lucha contra la subversión funcionó más como una excusa legitimadora que como una realidad que sustentó la instalación de la dictadura. Lo que se buscó fue un cambio histórico más profundo: liquidar el cúmulo de conquistas laborales que distinguían a la Argentina del resto de los países latinoamericanos y dificultaban el establecimiento de pautas salariales y condiciones laborales acordes con las ambiciones del proyecto neoliberal en ciernes. Revisemos brevemente los hechos previos Para marzo de 1976 las organizaciones armadas como Montoneros y el ERP (Ejercito Revolucionario del Pueblo) estaban prácticamente aniquiladas. De hecho la modalidad represiva de búsqueda y secuestro en la vía pública o en las casas particulares de las víctimas dan cuenta de una cacería de militantes más que de guerra o una confrontación con organizaciones con poder de fuego. Los llamados sindicalistas combativos como Agustín Tosco o Raimundo Ongaro ya no estaban al frente de sus sindicatos. Habían pasado a la clandestinidad o estaban detenidos. Ningún peligro inminente de crecimiento de la izquierda existía como posibilidad política concreta. Por lo tanto la pregunta que se impone es ¿Entonces por qué el golpe y la sanguinaria represión?

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La hipótesis que propone este artículo apunta a considerar el proceso liderado por Videla y Martínez de Hoz como un plan elaborado y racional de quebrar la resistencia del movimiento obrero organizado. La participación de los trabajadores en las ganancias estaba en su pico más alto histórico alrededor del 50%, las condiciones laborales obtenidas en convenios colectivos mirados desde hoy parecen un cuento utópico, la participación de los delegados de base en las negociaciones en cada fábrica y lugar de trabajo constituían un poder paralelo insoportable para los empresarios. El nivel de sindicalización de los trabajadores argentinos era uno de los más altos del mundo y sin duda el más extendido de Latinoamérica. Este conjunto de conquistas sociales es el que se pretendió desarticular. En junio de 1981 tras cinco años de dictadura, datos oficiales reconocían que el salario industrial había caído un 60 % comparado con 1975 el año previo al golpe. Por otro lado el 60% de los desaparecidos eran trabajadores. Militares y empresarios Resulta muy ilustrativo para entender el accionar de la dictadura repasar la complicidad entre los militares y los grandes empresarios, se puede ver claramente en algunos ejemplos muy característicos el modo de trabajo conjunto. Veamos los casos de tres empresas muy significativas del ámbito de la provincia de Buenos Aires: Astarsa, Dálmine Siderca y Ford. ASTARSA Las primeras instalaciones del astillero y establecimiento metalúrgico se establecieron en el Tigre durante la década de 1920, aunque la empresa se constituyó como sociedad anónima bajo el nombre Astarsa en los años ´40. De acuerdo a las estimaciones disponibles, la empresa empleaba a mediados de la década del ´70 alrededor de 1.500 obreros, de los cuales aproximadamente 800 eran trabajadores metalúrgicos, y 700 eran navales. Entre 1973 y 1975 se logran muchas conquistas sindicales, entre las que se destacó la creación de la Comisión Obrera de Higiene y Seguridad, relacionada con el Instituto de Medicina del Trabajo y con la Universidad Tecnológica Nacional. El día del golpe militar, el 24 de marzo de 1976, fuerzas del ejército acordonaron la entrada a Astarsa con tanques de guerra, carros de asalto y helicópteros, en un operativo que se extendió hasta el día siguiente. Con la anuencia de la empresa, que permitió de buen grado su presencia y colaboró en su identificación, detuvieron a alrededor de 60 obreros, a quienes condujeron a la Comisaría 1ª de Tigre. De acuerdo a los testimonios de trabajadores que sobrevivieron, los militares poseían instrucciones precisas, la primera de las cuales era desmantelar el cuerpo de delegados y la comisión interna. Además de los asesinados y secuestrados, se calcula que 16 de los


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obreros y delegados continúan desaparecidos hasta la actualidad. Dálmine Siderca La empresa Dálmine Siderca, propiedad del grupo económico Techint y hoy integrante de la alianza comercial TenarisSiderca, se estableció en la localidad de Campana, Provincia de Buenos Aires, en 1954. Constituye uno de los casos menos conocidos de participación empresaria en el proceso represivo, debido a dos factores principales. Por un lado, la campaña por parte de la dirección de la empresa y del grupo Techint tendiente a deslindar responsabilidades por las desapariciones y asesinatos de sus trabajadores, y a atribuir la responsabilidad exclusivamente a las fuerzas militares, lo que ha vuelto más difícil la tarea de encontrar pruebas de la complicidad entre la empresa y las fuerzas represivas. Por otro lado, el papel central de la empresa en la ciudad de Campana en términos económicos, comunitarios y sociales, así como el poderío económico del grupo Techint, han servido como factor de disuasión tanto para trabajadores de la empresa como para los familiares de las víctimas y los vecinos en general que fueron testigos de la connivencia de la empresa. Sin embargo, es posible rescatar una serie de elementos que prueban de manera contundente la colaboración de la empresa en el proceso represivo. Testimonios de trabajadores de la fábrica indican que muchas de las características presentes en otros de los casos también se dieron en Dálmine Siderca, como la presencia de personal del ejército en la puerta de la fábrica con listados de personas “marcadas”, la contratación, a partir del golpe militar de supuestos nuevos trabajadores que eran en realidad agentes de las fuerzas represivas, y la detención e intento de detención de trabajadores en la propia fábrica. Ford Motors Argentina La actual planta de General Pacheco, provincia de Buenos Aires, fue inaugurada en 1961. La investigación sobre la actuación de la empresa durante la última dictadura dio lugar a una causa penal y a una causa civil contra personal directivo de la empresa, impulsada por algunos de los obreros sobrevivientes. Entre marzo y mayo de 1976, hubo 25 delegados secuestrados. Todos pertenecían a la comisión interna, que se encontraba conformada por 200 delegados, en una planta con alrededor de 5.000 obreros. Los 25 trabajadores estuvieron técnicamente desaparecidos de 30 a 60 días. La mitad de ellos fue secuestrado en sus casas y llevada a la comisaría de Tigre, dispuesta como centro clandestino de detención, mientras que la otra mitad fue detenido directamente en la planta de General Pacheco. La relación entre la empresa y las fuerzas militares se puso de manifiesto de diversas maneras en el caso de Ford. Por un lado, trabajadores secuestrados testimonian que sus detenciones se efectuaron en camionetas F100 que

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eran proporcionadas a las fuerzas represivas por la empresa. Por otro lado, existen numerosos testimonios que indican que, lejos de limitarse a apoyar a las fuerzas represivas, la empresa reclamó el secuestro de trabajadores y delegados gremiales a las fuerzas armadas. ¿Cuáles fueron los motivos por los que estas empresas se involucraron, hasta el extremo de volverse co-responsables, en la política represiva? Un primer objetivo tiene que ver con la transformación de las condiciones de trabajo, sociabilidad y organización en el ámbito de la fábrica. La represión, además de incluir los asesinatos, las desapariciones y las torturas de un grupo de trabajadores, implicó para la totalidad de los obreros una ruptura de los lazos afectivos y de solidaridad que habían constituido el punto de partida para la militancia sindical. Esto fue reemplazado, desde mediados de los años ´70, por un aislamiento total entre los trabajadores y una prohibición de toda actividad colectiva. Al respecto, resulta ilustrativo el testimonio de un obrero de Astarsa, que continuó trabajando en la fábrica hasta 1978, que declaró: “no hablaba con nadie ( ) De los muchachos no quedaba nadie, de los chicos con los cuales jugábamos al fútbol, nos juntábamos para Navidad, para Año Nuevo, no quedaba nadie ( ) Después me entró a pasar algo cuando iba a laburar a Astarsa. Cuando ya no estaban los muchachos cruzaba la barrera para adentro y me entraba a doler la cabeza.” Cabe destacar que aún en un contexto de aislamiento y represión, que en muchos casos implicó constante presencia militar dentro de la fábrica, muchos trabajadores continuaron organizándose aunque varios de estos obreros pagaron esta “osadía” con su vida. La resistencia Sin embargo, a pesar de los horrores que hemos narrado y en medio de circunstancias represivas tan agudas, los trabajadores resistieron. Está claro que prácticamente la totalidad de los conflictos sindicales que existieron durante este período no tuvieron como objetivo ampliar el horizonte de conquistas laborales sino conservar las ya existentes. Por ello es que caracterizarlas como resistencia es lo más apropiado. A lo largo de toda la dictadura podemos distinguir claramente dos etapas de luchas: la primera es la que va desde el mismo momento del golpe el 24 de marzo de 1976 hasta la huelga general de 1979. La segunda hasta la movilización del 30 de marzo de 1982 y el inicio de la Guerra de Malvinas, a partir de la cual el régimen dictatorial se diluye entre el oprobio de la derrota y el auge de las luchas populares. El gobierno militar en una de sus primeras medidas anuló las comisiones paritarias lo que tuvo como primera consecuencia que los conflictos al no poder expresarse por las vías naturales se concentraron en los lugares de


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trabajo. Por lo tanto las luchas se atomizan. Durante un largo tiempo se creyó que en los primeros años de dictadura la resistencia de los trabajadores había desaparecido. Sin embargo algunas investigaciones más recientes han demostrado que los trabajadores recurrieron a métodos de lucha no convencionales. En lo que se refiere a cantidad de conflictos laborales, los datos agregados disponibles, provenientes del procesamiento de la información de prensa de la época confirman la impresión del incremento progresivo de las protestas obreras, con la excepción del año 1978 en el que se realizó en Argentina el mundial de fútbol, en el que se evidencia un retroceso en términos de la lucha sindical: mientras en 1976 se habrían desarrollado 89 conflictos, en 1977 habrían sido 100, de los que se habrían bajado a 40 en 1978, para culminar, en 1979, con un pico de 188 conflictos. Del total de medidas de fuerza reflejadas en los medios de comunicación masiva del país, la mayor parte fueron, hasta 1979, paros y quites de colaboración, y tuvieron como principal demanda el aumento de los salarios Los conflictos Desde 1976 se produjeron conflictos significativos en grandes fábricas. Algunos ejemplos son los conflictos de IKA Renault de Córdoba en marzo, General Motors en el barrio de Barracas en abril, Mercedes Benz, Chrysler de Monte Chingolo y Avellaneda y Di Carlo en mayo. A partir de octubre de 1976 entraron en conflicto los trabajadores del gremio de Luz y Fuerza, que aglutinaba a trabajadores de las empresas SEGBA, Agua y Energía, DEBA y Compañía Italo Argentina de Electricidad. El conflicto se extendió a varias ciudades del país e involucró a centenares de afiliados. Durante 1976 se desarrollan una serie de conflictos en fábricas y sectores que contaban con una fuerte organización y experiencia de lucha previa acumulada. Metalúrgicos, portuarios, trabajadores de Luz y Fuerza y los de la industria automotriz llevaron adelante una serie de conflictos importantes. El mismo 24 de marzo se intensificó el trabajo a reglamento en la fábrica IKA Renault instalada en Córdoba, se bajaba paulatinamente la producción de automóviles como forma de protesta. El ejército acudió a la fábrica para intimidar a los trabajadores que lo enfrentaron resueltamente. Ese mismo día era secuestrado, y continúa hoy detenido desaparecido el dirigente de la Smata Córdoba, René Salamanca. En la General Motors de Barracas se genera un conflicto, la empresa echó a un grupo de huelguistas que son reincorporados tras la reacción de los trabajadores. Un caso emblemático ocurrió en Luz y Fuerza entre octubre de 1976 y marzo de 1977 se extendió un período de fuerte conflictividad en varias seccionales del país. En abril de 1976 había sido intervenido el gremio. Segba despidió a casi 300 trabajadores, entre ellos muchos delegados y el dirigente de la Capital Federal Oscar Smith. La Junta Militar aprobó una ley que derogaba muchos beneficios de los trabajadores de empresas del Estado. Se incrementaba de este modo la jornada

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laboral. En octubre comenzó una huelga de brazos caídos por despidos; hubo abandono de tareas, intentos de movilización y también apagones. En varios distritos interviene el ejército y se producen nuevas detenciones. En el sur del Gran Buenos Aires se realiza una intensa ola de sabotajes con apagones, sobrecarga de tensión y otros trastornos. Las fuerzas de seguridad se ven obligadas a intervenir en varias plantas para impedir que el personal interrumpa las tareas. El conflicto se extendió al interior del país: Córdoba, Tucumán, Catamarca y Salta y se prolongó durante varios meses. Durante el conflicto fueron secuestrados y torturados varios trabajadores, sin embargo el reclamo por la continuidad del régimen de trabajo continuaba. Durante 1977 la herramienta predominante de lucha de los trabajadores sería el “trabajo a tristeza o a desgano”. En junio de 1977, más de 6000 trabajadores agrícolas se sumaron a medidas de obreros industriales en la zona de Rosario y San Lorenzo, mientras que en agosto los transportistas petroleros desarrollaron protestas contra las empresas Shell y Exxon. En octubre, los obreros de IKA Renault de Córdoba reclamaron un aumento salarial del cincuenta por ciento, y la intervención de las fuerzas armadas dejó el saldo de cuatro obreros muertos. También en octubre, los ferroviarios entraron en huelga, mientras que en noviembre se declaró una medida de fuerza en la planta de Alpargatas de Florencio Varela que se prolongó por días, y que fue seguida por un lockout patronal, despidos y represión contra varios de los trabajadores involucrados. A partir del año 1979 se notó una aceleración en el proceso de acumulación de fuerzas del movimiento obrero. El “paro sorpresivo” cuyas características son: corta duración, y niveles de organización muy altos que permiten conseguir desde la base una gran efectividad. Ante el paro sorpresivo, la fuerza represora se siente impotente, los conflictos no le dan tiempo para actuar. Cuando se enteran del hecho, ya no hay margen de acción porque éste ha concluido. Además, los trabajadores se mantienen en sus lugares de trabajo, lo que les permite obrar con rapidez y aprovechar al máximo el factor sorpresa. El mismo año se registró la primera toma de fábrica desde la instauración de la dictadura: la de la planta de aceros Ohler. Poco más tarde se produjo la toma de las también metalúrgicas IME y La Cantábrica. En un contexto de agitación creciente uno de los conflictos más resonantes fue el de Alpargatas: los 3.800 obreros de la planta de Barracas decretaron en asamblea en la puerta de la fábrica un paro por tiempo indeterminado, desoyendo las amenazas oficiales. Pero junto al incremento de las luchas los trabajadores avanzaron en organización y desafiaron a la dictadura que intentó ganarse a un sector de diri-


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gentes. Este accionar político generó una división interna entre el movimiento sindical. El primer sector, de tendencia “participacionista,”proporcionó el grupo de dirigentes obreros que concurrió a la conferencia de la Organización Internacional del Trabajo en mayo de 1976, a sólo dos meses del golpe militar. Por otro lado, un segundo grupo, crecientemente “confrontacionista,” concretó en este primer período la creación de la Comisión Nacional de las 25 organizaciones (denominada “Comisión de los 25”), que propuso desconocer la presencia de los interventores militares o civiles en los gremios. En 1978, en un contexto de estabilización del plan económico y el auge de la propaganda dictatorial por el Campeonato Mundial de Fútbol, el gobierno militar logró acercamientos mayores con dirigentes “participacionistas,” que terminaron conformando la base principal de la Comisión Nacional de Trabajo (CNT). Por su parte, el ala “confrontacionista” fundó en junio de 1978 el Movimiento Sindical Peronista (MSP), que organizó la convocatoria al primer paro nacional, que se llevó a cabo en abril de 1979. Los sindicatos de taxistas, obreros navales, camioneros, mineros, cerveceros, entre otros, se organizaron en lo que se dio en llamar La Comisión de los 25 que incluyó entre sus reivindicaciones la liberación de dirigentes y delegados presos, la restauración de la legislación laboral y sindical, al tiempo que luchaba contra la política económica de la dictadura y por el regreso de la democracia. La formación del grupo de los 25 es un momento muy importante en el proceso de lucha. Las divergencias de las dos corrientes principales en términos de proyectos de vinculación del sindicalismo con el Estado se plasmaron aún más claramente cuando los sectores “confrontacionistas” decidieron reconstituir la CGT. Estas tentativas culminaron a fines de noviembre de 1980, cuando se constituyó, bajo el signo de la explícita hostilidad oficial, la CGT Brasil (denominada como la calle donde tenía su sede). En abierto desafío al decreto especial de la Junta Militar que declaraba a la CGT disuelta, y a la Ley 22.105, vigente desde noviembre de 1979, que vetaba la existencia de entidades sindicales de tercer grado. El 12 de diciembre el dirigente cervecero Saúl Ubaldini fue electo Secretario General. El nuevo protagonismo de los sectores “confrontacionistas” del sindicalismo argentino quedó claro en la 67ª Asamblea de la OIT en Ginebra, en julio de 1981, Saúl Ubaldini comenzó su mensaje como cabeza de la delegación paralela: “la situación política, económica y social del país no puede ser más crítica. Han pasado más de cinco años desde el 24 de marzo de 1976 y nada ha cambiado en cuanto a las restricciones a la actividad gremial, pero todo ha empeorado en cuanto a las condiciones de vida de nuestro pueblo”.

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PARA SEGUIR LEYENDO

Pozzi, Pablo. Oposición obrera a la dictadura. (1976-1982) Buenos Aires, Contrapunto, 1988. Palomino, Héctor, “Los cambios en el mundo del trabajo y los dilemas sindicales”, en: Suriano, Juan, dir., Nueva Historia Argentina. Dictadura y Democracia (1976-2001)., Tomo X, Buenos Aires, Sudamericana, 2005. Torre, Juan Carlos. El gigante invertebrado. Los sindicatos en el gobierno, Argentina 1973-1976, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.

En 1979 la Comisión de los 25 se había convertido claramente en el núcleo opositor y anunció el primer paro a nivel nacional desde el inicio de la dictadura. La huelga general se realizó días previos a la conmemoración del 1º de Mayo de 1979. Una vez anunciado el paro, fueron detenidos varios dirigentes, pero los sindicalistas de “los 25” ratificaron la decisión de parar. El acatamiento al paro fue muy desparejo dependiendo de las regiones y los lugares de trabajo. Según el Ministerio de Gobierno de la Provincia de Santa Fe, los datos del ausentismo fueron en los Talleres del Ferrocarril Mitre del 98%, en la Planta de Celulosa Argentina en Capitán Bermúdez del 98%, en Electroclor fue del 100%, y en empresas más chicas como Calzado Arroyito del 16%. Pero si tenemos en cuenta que ocurrió en medio de la dictadura más brutal que haya tenido la historia argentina es indudable que la convocatoria fue un éxito. Esta huelga constituye un punto de inflexión en las luchas porque a partir de este momento los trabajadores logran salir del aislamiento que tenían entre sí, los conflictos empiezan a estructurarse por ramas de producción y se reinician las actividades sindicales de una manera más abierta y de cara a la sociedad en su conjunto. Desde 1981 la resistencia obrera pasa a la ofensiva, el 22 de julio el paro general convocado por la CGT por la “plena vigencia del estado de derecho”, la recuperación del aparato productivo y de los niveles de los salarios” marcan claramente que las consignas se han politizado y que no sólo se lucha por aumentos de sueldos sino por el fin de la dictadura. Las protestas continuaron con la huelga general del 22 de julio de 1981 convocada por la CGT Brasil. Fueron reprimidas manifestaciones en Mendoza, San Miguel de Tucumán, Rosario, Córdoba y Avellaneda. Pero claramente el clima era de crecimiento de la protesta. El 7 de noviembre de 1981 una manifestación por las calles de Liniers convocada por la CGT y apoyada por la Iglesia Católica culminó con un acto de más de 20 mil personas frente a la Iglesia de San Cayetano, donde también hubo una gran represión con cientos de detenidos. EL PARO DEL 30 DE MARZO DE 1982 El 30 de marzo de 1982, los trabajadores nucleados en la CGT Brasil convocaron a una jornada de protesta en todo el país, bajo las consignas “Paz, Pan y Trabajo”, “Abajo la dictadura militar”. En un desafío directo y frontal al gobierno. La posible movilización de amplios sectores de la población motivó que el Ministerio del Interior presionara para que la marcha no se hiciera. El día de la protesta, Buenos Aires amaneció con carros de asalto, carros hidrantes, la montada de la Policía Federal, militares en traje de fajina, armas largas y cortas, por todo el centro porteño. Desde horas tempranas los obreros y trabajadores de todas las especialidades se fueron agrupando


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para marchar hacia el centro. Los dirigentes llegaron abrazados por Av. de Mayo hasta la avenida 9 de julio y detrás, cientos de activistas. La marcha pretendía entregar un documento en Casa Rosada. Se cantaba “El Pueblo Unido jamás será vencido”, “Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar” y “Luche luche que se van”. Hubo al menos tres horas de violentos enfrentamientos entre los manifestantes, que intentaron llegar hasta la Plaza de Mayo, y centenares de policías. Se reprimió duramente a las concentraciones que se efectuaron en los alrededores de Tribunales y en el puerto; por primera vez, empleados y funcionarios de la zona céntrica de Buenos Aires arrojaron desde balcones y ventanas todo tipo de proyectiles contra los elementos de la represión. Hubo gran cantidad de detenidos y la masividad alcanzada por la jornada sorprendió al Gobierno y consolidó el amplio espectro de la oposición que se había formado bajo la dictadura. Por la noche los noticieros informaron del asesinato en Mendoza, de José Benedicto Ortiz, trabajador y sindicalista textil. La jornada arrojó más de 2500 heridos y unos 4000 detenidos en todo el país. Los diarios reflejaron en sus tapas los “importantes disturbios” y la sensación de que la estabilidad de la Junta Militar estaba seriamente amenazada. Sin embargo, tres días después, tropas argentinas tomaron las Islas Malvinas. Ante un clima social de descontento, entre otros factores de descomposición del régimen, la dictadura militar decidió lanzar una operación para intentar conservar el poder. Finalmente cuando se produjo la derrota en la guerra de Malvinas fue posible imaginar la retirada de los militares del poder. La lucha de muchos de los sindicatos junto a otros actores sociales como los organismos de derechos humanos se nucleó en torno a la recuperación de la democracia y en particular, la normalización de los sindicatos intervenidos. El 22 de diciembre de 1982, 30.000 personas se movilizaron a Plaza de Mayo y entregaron un petitorio con demandas en Casa de Gobierno. La transición a la democracia ya era irreversible. Los trabajadores pagaron un alto precio en el camino.

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De Riz, L., Retorno y derrumbe. El último gobierno peronista, Buenos Aires, Hyspamerica, 1987

Bibliografía Falcón, R.,, “La resistencia obrera a la dictadura militar (Una reescritura de un texto contemporáneo a los acontecimientos)”, en: Quiroga, H. y Tcach, C., (comps.), A veinte años del golpe. Con memoria democrática, Rosario, 1996 Jelin, E., “Conflictos laborales en la Argentina, 1973-1976”, en: Revista Mexicana de Sociología, Vol. 40, No. 2, (Apr. - Jun., 1978). Pucciarelli, A. (ed.), La primacía de la política, Buenos Aires, Eudeba, 1999 Torre, J.C., El gigante invertebrado. Los sindicatos en el gobierno, Argentina 1973-1976, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004 Novaro, M. y Palermo, V., La dictadura militar (19761983): del golpe de Estado a la restauración democrática, Buenos Aires, Paidós, 2003 Pozzi, P., Oposición obrera a la dictadura. (1976-1982), Buenos Aires, Contrapunto, 1988 Palomino, H., “Los cambios en el mundo del trabajo y los dilemas sindicales”, en: Suriano, J. (dir), Nueva Historia Argentina, Tomo X, Dictadura y Democracia (1976-2001), Buenos Aires, Sudamericana, 2005 Basualdo, V., “Complicidad patronal-militar en la última dictadura argentina: los casos de Acindar, Astarsa, Dálmine Siderca, Ford, Ledesma y Mercedes Benz”, Revista Engranajes de la Federación deTrabajadores de la Industria y Afines (FETIA), Nº 5 (edición especial), marzo 2006 Página web de la Conadep. Sobre gremialistas secuestrados, detenidos desaparecidos: http://www.nuncamas.org/investig/articulo/nuncamas/nmas2h01.htm


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“LOS FORTINES MONTONEROS”: UN ACERCAMIENTO AL SISTEMA DE UNIDADES BÁSICAS CONTROLADAS POR JUVENTUD PERONISTA Y MONTONEROS EN LOS BARRIOS POPULARES DE LA CIUDAD DE LA PLATA. por Horacio Baltazar Robles Profesor en Historia, Licenciado en Sociología y Magíster en Ciencias Sociales de la Facultad de Humanidades Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata (FaHCE/UNLP)

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Resumen El artículo trata sobre el “frente barrial” controlado por la Juventud Peronista (JP) y Montoneros en los barrios periféricos de la ciudad de La Plata y conformado por más de treinta unidades básicas. Para su descripción comenzamos con una breve mención a los antecedentes de la JP platense, útil para comprender la experiencia posterior. Luego el trabajo se centra en los actores principales: la militancia y las unidades básicas. Posteriormente en sus prácticas más significativas, estableciendo un diferencia entre las reivindicativas y políticas. Finalmente, a nivel de las representaciones, se esbozan los debates que tuvieron lugar en el seno de las UB, a partir de la difusión de un conjunto de ideas asociadas a la crítica a Perón y las nociones de socialismo y de lucha armada. Introducción El propósito del trabajo es presentar una reconstrucción del sistema de unidades básicas (UB) organizado por la Juventud Peronista (JP) de La Plata articulada con Montoneros en los barrios de la periferia platense entre 1972/74. Para abordar este conjunto se describe, por un lado, a los actores centrales: las formas que adoptó la militancia barrial y, la localización, cuantificación y funcionamiento básico del actor colectivo: la UB; por otro,


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a las prácticas que identificaron el accionar barrial montonero, presentadas como “acciones reivindicativas” y “acciones políticas”. Finalmente, nos ocupamos de las representaciones, de decir, de los debates producidos a partir de la difusión, en el seno de las UB, de tres conjuntos de ideas: la crítica a Perón, el socialismo y la lucha armada. Resulta esencial mencionar, ya que no será tratado en el trabajo, la preexistente trayectoria autónoma de la JP platense. Desde sus orígenes, fines de los ’50, si bien contó con apoyo gremial, su base de crecimiento fueron los ámbitos barriales y familiares. A lo largo de la década del ’60 condensó una serie de influencias provenientes de corrientes de izquierda y una importante renovación por la incorporación de contingentes estudiantiles. A comienzo de los ’70 la agrupación platense se perfiló como un actor central en los procesos de normalización partidaria, las campañas electorales y las grandes movilizaciones que procedieron a la vuelta de Perón. En ese marco, los pronunciamientos juveniles a favor de las organizaciones armadas peronistas se conjugaron con la “estrategia de masas” de Montoneros, para que fines de 1972 se concretara la articulación. La nueva organización, JP/M, mantendrá dos características muy significativas para nuestra reconstrucción: un importante grado de autonomía de los jóvenes peronistas platenses y a las unidades básicas como centros de su crecimiento político. El momento de consolidación y auge del sistema de UB montoneras se extendió entre fines del ’72 y los primeros meses del ’74; con la caída del gobierno de Bidegain, en enero, y los primeros asesinatos de militantes barriales platenses entre junio y agosto del ’74. Con el “pasaje a la clandestinidad” de Montoneros en setiembre , comenzó el cierre generalizado de los locales de las UB y la retracción de las actividades. Durante el ’75 la actividad se centró en las necesidades operativas de Montoneros, contando con algunas casas de los vecinos como resguardo de recursos de la organización. Hacia fines de ese año y primeros meses del ’76 los barrios, en lugares muy selectivos y clandestinos, se transformaron en refugio de la militancia perseguida y eventualmente en territorio hostil con operaciones de inteligencia por parte de vecinos policías. Hacía mediados del ’76 sólo quedaba algunas “casas operativas” y a fines de ese año cesó toda actividad. Los actores: los militantes y las unidades básicas En primer lugar analizamos al actor militante, estableciendo una diferenciación entre una militancia orientada hacia el barrio y otra orientada desde el barrio. La militancia orientada hacia el barrio era fundamentalmente de los estudiantes. Justamente la voz militante, desde la “perspectiva nativa”,

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estaba reservada a aquellos designados a los contingentes de jóvenes estudiantes, miembros de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) o de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) que en su carácter de “aspirantes” a Montoneros vivían la llegada al barrio como un ascenso en su carrera militante. Esto les daba ciertos rasgos de exterioridad y diferenciación, generando un fuerte impacto entre los vecinos y la militancia autóctona, quienes les atribuían algunas imposturas, producto de su afán de superar las distancias sociales y políticas con respecto a los habitantes del barrio. En general, se incorporaban al grupo de base de la UB y muchos de ellos, gracias sobre todo a características personales, lograron establecer fuertes vínculos con todos los que frecuentaban las UB. Dentro de la militancia orientada desde el barrio, es posible establecer una serie de subtipos según un criterio de participación decreciente en las actividades de las UB. En primer lugar estaban los jóvenes peronistas habitantes del barrio, que en el último tramo del proceso se incorporaron a Montoneros. Se trataba de jóvenes trabajadores, identificados con un peronismo arraigado en los ámbitos familiares, impregnado de anécdotas de la época fundacional, relatadas por sus padres, y vivencias del período de la proscripción, experimentadas durante su infancia y adolescencia. Se incorporaron a la militancia activa entre fines del ’72 y a lo largo del ’73, motivados por la vuelta de Perón y la apertura electoral. Unidos por fuertes lazos afectivos con los vecinos, alcanzaron un importante prestigio en el barrio, por su constancia militante, su carácter de trabajadores peronistas y su protagonismo en las decisivas actividades reivindicativas. Un dato central en estos jóvenes fue haber experimentado una intensa formación política. Los hechos de Ezeiza impulsaron sus preguntas, lecturas de documentos y revistas, charlas y vínculos personales con universitarios y figuras de la conducción de Montoneros. Como miembros de los grupos de base de las UB tuvieron una participación protagónica en la organización de las movilizaciones, las asambleas barriales y las decisiones internas. No obstante, de los testimonios también se desprende, que a pesar de la alta estimación que tuvieron entre los vecinos, no pudieron superar una evaluación global que los conceptualizaba como un voluntariado inexperto en términos políticos. En segundo lugar, se encontraba el referente. Según los testimonios era la “llave” de entrada al barrio, en la medida en que contaba con dos recursos estratégicos para abrir la UB: una casa donde hacerla funcionar y una familia numerosa y participativa. Se trataba de un “peronista natural” de edad madura, que aparecía como un líder social con un trabajo regular u oficio, una gestión familiar responsable y con experiencia en conflictos sindicales y políticos. Un rasgo que también lo identificaba, y hacía la adhesión a Montoneros inestable, era que podía ser captable por la ortodoxia partidaria


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e incluso la derecha peronista. En tercer lugar, fue posible identificar la figura del allegado. De edad más variada, le daba el carácter multitudinario a la UB. Cada UB contaba con un grupo de allegados más estable que variaba entre 14 a 20 y que con las grandes movilizaciones podía alcanzar el número de 50 a 100. Un elemento específico, que se mantuvo a largo del proceso, fue su apego a la legalidad, consistente en mantener el domicilio y el trabajo, evitando que una gran mayoría se incorporara oficialmente a Montoneros. Sin embargo, cobraron un rol central para la organización en la difícil tarea de dar protección a los jóvenes montoneros perseguidos que se refugiaban en los barrios. En términos generales, y como era perfectamente conocido por los grupos de base, en la medida en que el enfrentamiento con Perón crecía el apoyo de esta franja decrecía proporcionalmente. Casi afuera de la categoría de militante, se encontraban diferentes figuras del universo lumpen que participaron en la experiencia barrial montonera. Una contribución central de esta fracción, fue el rasgo iconoclasta y carnavalesco del peronismo que supieron aportar. Particularmente, muy presente en la burla a la autoridad, sobre todo en los grandes actos y movilizaciones, encarnada en la policía. Los testimonios subrayan el desafío que implicó para la militancia disciplinar y encuadrar a este sector, del que partieron las primeras muestras de hostilidad barrial hacia los jóvenes montoneros. La UB puede ser definida como el actor colectivo que buscaba agrupar al activismo. Un elemento que las identificó, particularmente de las UB de la ortodoxia partidaria, fue su expresividad en línea con el proceso de radicalización, en la medida en que todas adoptaron nombres de “combatientes caídos” o de hechos vinculados a la “lucha revolucionaria”. En el inicio del proceso, fueron decisivos los vínculos que establecieron un pequeño grupo de militantes montoneros con los fundadores de la JP platense para crear las primeras UB en la estratégica zona de Los Hornos. Según nuestros testimonios, fuentes periodísticas y otros recursos de la investigación, fue posible identificar y localizar treinta y dos UB montoneras establecidas en las secciones electorales de mayor arraigo peronista que incluían, a comienzos de los setenta, las delegaciones municipales de Tolosa, Los Hornos, Melchor Romero y Villa Elvira. Cada UB contaba con un grupo de base, de cinco a seis miembros, cuya composición variaba entre estudiantes, universitarios y secundarios, y los nativos del barrio, en su mayoría jóvenes trabajadores, de donde salía el “responsable político”, aunque muchas veces podía venir de afuera el ámbito barrial. El cuadro se completaba con el referente barrial, los allegados y los vecinos movilizados, un conjunto que podía llegar, como dijimos, a los

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cien miembros en los actos y movilizaciones. El funcionamiento horario estaba articulado con la actividad laboral de los habitantes del barrio. La UB comenzaba sus actividades a partir de las 18 horas y podía extenderse no más de las 22. A medida que se acercaba el fin de semana la actividad crecía y durante los sábados y domingos podía incrementarse, siempre y cuando las tareas estuvieran orientadas a la solución de problemas infraestructurales del barrio. Las prácticas: la acción social y la acción política Puede afirmarse que en los ’70 la militancia, no sólo la montonera, comenzó a divulgar la expresión “trabajo territorial” para referirse a un amplio abanico de acciones que se desarrollaban en los barrios, destacando que se trataba de un tipo de actividad eminentemente política, es decir cargada de mensajes y acciones del proceso de radicalización en pleno desarrollo. En ese sentido, lo territorial buscaba captar voluntades para la “revolución” y en su formulación más elaborada era parte de un proceso que se articulaba con otras organizaciones y con las distintas instituciones barriales, como las escuelas, los centros culturales, los clubes, las parroquias, etc. y eventualmente, con centros productivos que pudieran estar contiguos a los barrios obreros. Ahora bien, la estrategia supuso un esfuerzo para diferenciar entre una tipo de acción reivindicativa o social, y un tipo de acción política. En torno de la “acción social” existieron dos grandes líneas que denominamos como políticas públicas y sistema de prestaciones. Las políticas públicas fueron impulsadas en la zona por la militancia JP/M y organismos del estado provincial. Las más relevantes y de mayor impacto en los barrios fueron organizadas por los representantes de las distintas unidades básicas y funcionarios del Ministerio de Obras y Servicios Públicos provincial. En ese Ministerio se creo, durante la gobernación de Bidegain, la Comisión Ejecutiva de Respuesta Inmediata (CERI) para atender los reclamos barriales. Desde allí se proveía de materiales y asesoramiento técnico, lo que produjo un círculo virtuoso entre el reclamo, la movilización popular y el logro de la mejora. Por otra parte, el sistema de prestaciones se consolidó gracias a la voluntad militante y consistió en un amplio mecanismo de intercambios, basado en el principio estructurante del dar y recibir. Abarcó una diversidad de acciones, que incluían la educación, la salud, el cuidado de los niños, la seguridad barrial, el asesoramiento jurídico y burocrático, el reparto de mercaderías y el esparcimiento popular. En cuanto a la “acción política”, es posible entenderla como las formas que adquirió la politización de las UB, teniendo en cuenta que se presentaban como ejecutoras de un programa político que buscaba transformar el orden


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social establecido. En este sentido, dicha politización transcurrió por dos etapas. La primera la denominamos como orientada a influir en el poder político estatal peronista, por medio de movilizaciones, actos y “tomas”; prácticas políticas caracterizadas por una amplia e irrestricta participación. La segunda la llamamos como orientada a la creación y formación de poder político propio. El punto de inflexión fue Ezeiza, “bautismo de fuego” para la novel militancia barrial. En la zona comienza una transición que se extendió por lo menos hasta los primeros meses del ’74, con la caída de Bidegain y el sostenimiento de algunas áreas estatales filomontoneras. Las tres prácticas que identificaron esta nueva etapa de politización barrial fueron, las “charlas políticas”, los campamentos y la formación del “militante integral. Todas estas prácticas implicaron selección, clandestinidad, expectativas de promoción y estratificación militante. Las representaciones: cultura peronista, socialismo y lucha armada En este punto abordamos las disputas entre la cultura política peronista, resignificada durante el período de la proscripción, que portaban los militantes fundadores de la JP y los jóvenes autóctonos, y las propuestas radicalizadas impulsadas por el programa montonero, encarnadas en los responsables políticos y la militancia estudiantil en general. Concretamente, enfocados en la militancia orientada desde el barrio –jóvenes nativos, referentes, allegados y vecinos movilizados- exploramos la recepción que tuvieron tres conjuntos de ideas promovidas por Montoneros: la crítica a Perón y las concepciones sobre el socialismo y la lucha armada. Comenzando con la crítica a Perón, los testimonios demuestran que para los jóvenes oriundos del barrio, y los demás “tipos barriales”, Perón tenía dos rasgos definitorios. Por un lado, la gran eficacia ejecutiva de sus gobiernos, y por otro, haber dado muestras de ser un estratega político insuperable. Desde esas visiones los más jóvenes se consideraban personalmente capacitados para entender ciertas sutilezas del pensamiento político del líder. En ese marco, luego de Ezeiza y en la medida en que el enfrentamiento por la conducción del movimiento entre Montoneros y Perón crecía, para muchos fue posible aceptar la idea de que Perón estaba “mal asesorado”. Así, la denominada “teoría del cerco” –considerada por ciertos analistas como una extravagancia política de Montoneros- , por su sencillez, y porque dejaba a salvo al líder, pudo avanzar en gran parte de la militancia barrial. En contrapartida, el “evitismo”, entendido como la estrategia discursiva más compleja de Montoneros para heredar a Perón, tuvo una recepción dispar en las UB. Los testimonios permiten comprobar que el militante estudiantil fue entusiasta difusor, mientras que los viejos dirigentes de la JP, con mucho predicamento entre los jóvenes y los vecinos, se opusieron desde

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el comienzo. Por último, la crítica a Perón presentaba el problema de la legitimidad del crítico. En efecto, en el ámbito de influencia de las unidades básicas el que alzaba la voz contra el jefe del movimiento debía ser un “peronista verdadero”, no alguien que proveniente de las clases medias, tradicionalmente antiperonistas, se “peronizaba”. De esta manera, había una suerte de autolimitación en hacer pública las críticas a Perón, y al peronismo en general, que operaba principalmente entre los militantes estudiantiles y los responsable políticos.

PARA SEGUIR LEYENDO

Salcedo, J. (2011). Los montoneros del barrio. Buenos Aires: EDUNTREF. Un riguroso trabajo académico, de fácil lectura, sobre la experiencia barrial montonera en la localidad de Moreno Asuaje, J. P. (2004). Por algo habrá sido. El fútbol, el amor y la guerra. Buenos Aires: Nuestra América. Un libro testimonial sobre la militancia barrial montonera platense Maneiro, M. (2005). Como el árbol talado. Memoria del Genocidio en La Plata, Berisso y Ensenada. La Plata: Al Margen. Una investigación que describe la relevancia que tuvo la ciudad de La Plata y su zona de influencia en los proceso Lorenz, F. (2006). Los zapatos de Carlito. Buenos Aires: Norma.

En relación a la noción de socialismo, estaba diseminado en los grupos que constituían las UB una concepción de sentido común predominante en la época. Se trataba de un tipo de conocimiento fragmentado, personal, naturalizado y evolucionista, marcado por algunas formulaciones, cargadas de ambigüedades, hechas Perón . Sin embargo, los testimonios demuestran que no prosperaron, en las UB, discusiones, lecturas y formulaciones teóricas clásicas sobre el socialismo que pudieran cuestionar e ir más allá de ese sentido común. Sí dejaron huellas en el recuerdo de los entrevistados, una serie de prácticas que los actores englobaron bajo la categoría nativa de “socialización”. Acaso vinculada a la conocida noción peronista de distribucionismo y justicia social, la socialización de cosas materiales, de los sueldos de los funcionarios en algunos casos, y de las responsabilidades, fue una de las conductas de la militancia orgánica que más impactó positivamente entre los jóvenes militantes barriales, los referentes y allegados. Con respecto a la concepción de la lucha armada y la violencia política, si se toma el período mayor, se comprueba que la opción por el uso de las armas estuvo legitimada, para el conjunto de la militancia barrial, por los hechos originarios del ‘55 y el ‘56. Era la violencia del “resistente” cuya conocida fórmula fue: “la violencia de arriba engendra la violencia de abajo”. Este elemento, de largo alcance, se combinó con nuevos ingredientes, vinculados a la dinámica de la radicalización nacional y local. Entre los que sobresalen estaban el crecimiento del culto al combatiente caído –muchos aspiraban, si les tocaba morir en combate, que alguna UB tuviera su nombre- y el avance del “esponatenismo” como producto de las primeras muertes locales a mediados del ’74: algunos allegados exigieron respuestas proporcionales a los responsables políticos de las UB. Pero la indagación muestra también que estos elementos –legitimidad de la violencia popular, motivaciones transcendentes y brotes de violencia espontánea-, no necesariamente compatibilizaron con el programa montonero de “racionalización de la violencia”. En primer lugar, las “muertes políticas” no pudieron ser satisfactoriamente procesadas en el seno de las UB.


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En efecto, un caso emblemático como el “ajusticiamiento” de Jose I. Rucci, puede ser entendido según la lógica racional de la guerra. Como muchos militantes lo admitían se trató de un intento de agudizar las contradicciones, desestabilizando el Pacto Social y eliminando a una de las figuras que obstaculizaba la formación de las “condiciones subjetivas” revolucionarias en la conciencia de la clase obrera. Siguiendo los testimonios barriales, en la órbita de las UB generó desconcierto y retraimiento, no obstante que, Montoneros, sin haber reconocido oficialmente la autoría, promovió en el seno de los grupos de base, una importante discusión sobre los alcances del atentado. Por último el adiestramiento militar en los ámbitos barriales, el otro aspecto central de la racionalización de la violencia, no superó una serie de prácticas muy básicas reducida, en la mayoría de las veces, a dos o tres allegados. Según Carlos, un oficial montonero y responsable político de cinco unidades básicas, se identificaba a quienes podían estar para la acción directa, pero “sin ninguna organicidad, ni sistematización”. El entrenamiento era mínimo, “sólo para tareas de autodefensa del barrio”, de manera que, en el ámbito de su influencia, una amplia zona de la localidad de Tolosa y Ringuelet, sólo fue posible dar ese exiguo adiestramiento militar “a uno o dos compañeros”. Algunas conclusiones El sistema de unidades básicas organizado por JP/M en los barrios populares de ciudad de La Plata tuvo antecedentes durante los ’60 con los procesos de constitución, renovación e influencias radicalizadas de la JP local. Por otra parte, durante los ’70, la JP se masificó y radicalizó en base a tres fenómenos de la política que interactuaron: la apertura electoral, la vuelta de Perón y la identificación con las organizaciones armadas, desembocando en la articulación con la Montoneros. Contando con más de 30 unidades básicas, capaces de movilizar entre 50 a 100 personas cada una, la mayoría de ellas pudieron mantener su carácter público y expresivo por casi un año, hasta los primeros meses del ’74, por las rasgos locales que tuvo el enfrentamiento con Perón - Bidegain caen en enero, las primeras muertes de militantes barriales fueron entre julio y agosto y el cierre oficial de las unidades básicas en septiembre- . Como características centrales de este “frente barrial” observamos: En un contexto socioeconómico de pleno empleo y en reducidos espacios de pobreza extrema, tuvieron lugar variados y complejos vínculos entre la militancia que llegaba al barrio y la que se activó en el barrio. Este activismo, con un escaso aporte del movimiento católico, se abasteció principalmente del movimiento estudiantil y de las masas peronistas. Por otra parte la amplia gama de actividades sociales, políticas y culturales que tuvieron lugar,

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impulsaron la acción comunitaria, la participación política y la consolidación de trayectorias formativas entre los miembros de la comunidad barrial. En ese marco tuvo lugar un incipiente debate de ideas que intento avanzar críticamente sobre los fundamentos de la dominación e incluso plantear formas alternativas de organización social. Como debe de la experiencia hay que destacar: las imposturas estudiantiles, la inmadurez política de los jóvenes y el apoyo condicionado del universo barrial. Todos estos aspectos limitantes cobraron mayor centralidad en la medida en que la capacidad de prestación de la JP/M disminuía y se acentuaba el enfrentamiento con Perón. Muchos de los que habían apoyado empiezan a percibir una fuerte “irresponsabilidad política” en los actores militantes, de manera que la crítica a Perón no pudo avanzar, las consignas socialistas pierden eficacia y, finalmente, el avance de la racionalización de la violencia dejo a la JP/M sin política barrial. Proyectando un poco más nuestras conclusiones, creemos que la investigación, que buscó describir los alcances y los límites que tuvo la implementación del programa montoneros en el poco conocido ámbito barrial, pudo a la vez mostrar un tipo particular de sociabilidad política caracterizado por el fuerte intercambio entre actores y estratos sociales diferenciados. Este último aspecto, es un legado de época que debemos seguir indagando.


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2001 ANTES Y DESPUÉS: LA CONSOLIDACIÓN DE LA TERRITORIALIDAD por Pablo Vommaro Doctor en Ciencias Sociales y Profesor de Historia por la Universidad de Buenos Aires. Investigador del CONICET. Co-coordinador del Equipo de Estudios de Políticas y Juventudes (EPoJu, IIGG-UBA). Investigador del Grupo de Estudios sobre la Protesta Social y la Acción Colectiva (GEPSAC, IIGG-UBA) y del Programa de Historia Oral (FFyL - UBA). Co-coordinador del Grupo de Trabajo CLACSO Juventud y prácticas políticas en América Latina. Docente de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

Resumen Diciembre de 2001 es un quiebre clave de la historia argentina reciente que involucró diversas dimensiones de la vida privada y pública de los argentinos y que aún no está suficientemente estudiado. En este artículo abordaremos este momento partiendo de las transformaciones sucedidas a nivel económico, político y social, basándonos en las realidades de los barrios de la zona sur del Gran Buenos Aires que hemos estudiado en diversas investigaciones. Lo que trataremos de ver es cómo, además de la aplicación de políticas neoliberales; esos años fueron también el momento de despliegue de organizaciones sociales a nivel territorial que adquirirían visibilidad sobre el final del período. Por último, presentaremos algunas características del proceso histórico posterior a 2001 identificando los rasgos de ese momento que todavía persisten.

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Diciembre de 2001 constituyó un hito en la historia argentina reciente. Más allá de la profundidad que le asignemos a los cambios que se produjeron, de las explicaciones que encontremos o de los ecos que identifiquemos en el proceso histórico posterior, el consenso social, político y académico sostiene que en ese momento se produjo un quiebre que involucró diversas 1 dimensiones de la vida privada y pública de los argentinos. Durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 una movilización popular que ocupó las calles de la Ciudad de Buenos Aires, el Conurbano Bonaerense y las grandes ciudades de varias provincias desalojó del gobierno a De la Rúa obligándolo a renunciar a la presidencia de la República que ejercía desde diciembre de 1999. Durante los días previos el Partido Justicialista le había quitado el sustento parlamentario al gobierno de la Alianza. Muchas son las caracterizaciones que se elaboraron sobre este momento.

1. Ante la falta de consensos bibliográficos y teóricos al respecto, se utilizarán las palabras en masculino en forma genérica para hacer referencia a mujeres y varones. Esto no significa desconocer las implicancias de género y sexistas del lenguaje.

Pérez se refiere a este período como “quilombo” definido por la “pérdida de referencias” sociales (Pérez, 2008). Otros autores hablan de “Argentinazo” para aludir al carácter de rebelión popular e impugnación del orden dominante de los sucesos de aquellos días. La noción de “momento constitutivo” o “momento original” que acuñó el autor boliviano Zavaleta Mercado para interpretar períodos de conmoción y cambio acelerado en Bolivia, también puede ser útil para entender lo ocurrido en diciembre de 2001 en la Argentina. Este autor sostiene que


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en la historia de cada país existen momentos constitutivos u originales que prefiguran los principales rasgos del proceso histórico posterior y sus elementos fundamentales permanecen aunque el tiempo de su gestación haya pasado. Si seguimos esta propuesta, los ecos de 2001 persistirían a más de diez años de aquellos hechos. Por último, el filósofo francés Alain Badiou propuso la noción de “acontecimiento” para designar momentos de gran creación y producción política. Para él, un acontecimiento es algo imprevisto, que rompe con el estado de cosas dominante, que va más allá de la situación existente; y que en este movimiento de disrupción, crea una acción social y política. Es decir, un acontecimiento es a la vez disruptivo y creador, subvierte e instituye. A partir de estos planteos, muchos investigadores argentinos analizaron los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en esta clave. Más allá de las diversas posiciones y de los debates que aún existen al respecto, diciembre de 2001 constituyó un acontecimiento político de enormes dimensiones, un punto de inflexión en el proceso histórico cuyas resonancias aún se perciben. Para acercarnos a una comprensión lo más integral y profunda posible de este momento es necesario volver a pensar lo que ocurrió en los años anteriores, es decir, en los años noventa, esa larga década neoliberal que comenzó en 1989 y encontró su límite abrupto en el primer año del nuevo milenio. En este artículo abordaremos estos años partiendo de las transformaciones sucedidas a nivel económico, político y social, basándonos en las realidades de los barrios de la zona sur del Conurbano Bonaerense, que hemos estudiado en diversas investigaciones. Lo que trataremos de ver es cómo, además del desguase del Estado, el cierre de industrias y el aumento del desempleo y la pobreza; esos años fueron también el momento de despliegue de organizaciones sociales a nivel barrial o territorial que adquirirían visibilidad sobre el final del período. Los años noventa desde una mirada política y territorial La restauración de la democracia sucedida en el año 1983 presentó un panorama ambiguo a nivel social y político. Por un lado, se vivía un momento de auge de la participación popular y de crecimiento de diferentes organizaciones políticas y sociales. Por otro, se presentaba el desafío de encausar esa participación en las formas reconocidas por la naciente democracia, lo que implicaba repensar y resituar la política en términos institucionales.

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Las múltiples expectativas que generó el regreso al sistema constitucional contribuyeron a la definición de los contornos de lo que sería la “buena política”: el actor principal era el ciudadano, el acto político por excelencia la participación electoral a través del voto, y la representación se realizaría a través de los partidos políticos. De esta manera, podemos comprender la intensa participación política en partidos que se desarrolló durante los primeros años de la democracia Sin embargo, la idea de que la democracia pondría “la política en su lugar” (Merklen, 2005), mostró rápidamente sus limitaciones. Esto se evidenció en lo que Novaro denomina “abismo creciente entre las opiniones e intereses de las personas y las instituciones políticas, la muy baja estima en que se tenía a los políticos y la política, y en especial a los procedimientos partidarios para seleccionar candidatos y tomar decisiones y a cierta sensación general de que las expectativas depositadas en los representantes habían sido, y volverían a ser una y otra vez, defraudadas” (Novaro, 1995). Este fue uno de los elementos que anticipó lo que se desplegaría en los años noventa. En efecto, en la larga década neoliberal (1989-2001) se gestaron modalidades de compromiso y de participación política por fuera y en directo cuestionamiento a las vías institucionales y representativas. La defraudación de las expectativas que muchos habían depositado en la democracia representativa se profundizó frente a los procesos hiperinflacionarios y las sucesivas crisis económicas que terminaron en los saqueos y estallidos sociales que signaron los meses finales de la presidencia de Raúl Alfonsín (1983-1989). El año 1989, simboliza entonces un momento de agotamiento y ruptura. Este es el año que expresa más claramente el cierre de la etapa de transición hacia la democracia y la frustración de las expectativas ligadas con aquélla, especialmente en cuanto a la posibilidad de que se asentaran las bases para la formación de una democracia de partidos estable que sea capaz de asegurar el bienestar para el conjunto de los ciudadanos. A este agotamiento político siguió un colapso económico. Se impuso entonces el mensaje neoliberal que enfatizaba que la intervención estatal era la causa de los problemas sociales y económicos y que era necesario reducir las dimensiones del estado y su capacidad de incidir en la vida económica y social. Sobre esto, Frederic plantea que “las reformas neoliberales de Menem atacarían el corazón de las políticas de intervención del estado consolidadas en su mayoría durante el primer gobierno de Perón en 1945 […]. Así, el ‘giro’ de Menem […] desafió las concepciones que habían dominado el pensamiento político y económico argentino del último medio siglo, las clasificaciones


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sociales y políticas existentes hasta entonces y, fundamentalmente, las prácticas que sustentaban esas concepciones” (Frederic, 2003). Que las políticas neoliberales y neoconservadoras hayan sido implementadas por un gobierno que pertenecía al Partido Justicialista fue una muestra de los cambios que habían sucedido en el sistema político argentino. Para varios autores esto explica que haya sido posible profundizar un modelo económico excluyente manteniendo una fuerte legitimidad que tenía como soporte la existencia de una cultura política vinculada al peronismo. Estas transformaciones del peronismo estuvieron estrechamente vinculadas con cambios sucedidos entre los trabajadores –los ocupados y ahora también los desocupados- que se expresaron a nivel territorial a partir de dos procesos. Por un lado, el crecimiento de las redes sociales de organización social situadas en el territorio. Por otro, la implementación de diferentes dispositivos de control a nivel barrial que fueran capaces de contrarrestar la organización popular que podía canalizar el descontento en ascenso. Los primeros planes sociales focalizados y el fortalecimiento de la figura de los punteros y las manzaneras en el Conurbano Bonaerense fueron parte de este proceso. Llegamos entonces al proceso de territorialización que se desplegó durante la década del noventa. El doble proceso de politización de lo cotidiano y territorialización de la política produjo la ampliación de las fronteras de lo político y la creación de formas políticas o militantes innovadoras. Esto es, modalidades de militancias territoriales y comunitarias que denominamos político-sociales y que se presentaron como alternativas a la lógica políticopartidaria, más ligada a lo estatal. Antes que el reemplazo de una por otra, debemos reconocer las relaciones de tensión, conflicto y contradicción entre estas dos lógicas políticas. Así, desde nuestra perspectiva, más que fragmentación y desafiliación, lo que se produjo durante la década del noventa fue el fortalecimiento y la reactualización de formas alternativas de expresión de la política en los barrios, que resignificaron elementos que se habían esbozado en las décadas pasadas, y anticiparon algunos de los rasgos que se visibilizarían en 2001. Estas otras formas políticas se constituyeron a partir de la territorialización y la creación de espacios comunitarios. Así, la política se resituó en clave territorial y las organizaciones que expresaron estos cambios –las denominadas piqueteras entre las principales- ocuparon un lugar de creciente visibilidad e incidencia en las definiciones públicas del conflicto social. A partir de estos cambios el territorio cobró un lugar de centralidad y

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se convirtió en una dimensión explicativa para entender las dinámicas económicas, políticas y sociales en un plano más general. En cierto sentido, la lógica del sistema devino territorial. Esta territorialización expresó varias redefiniciones. El barrio se transformó en espacio de producción –y no sólo en espacio producido- y la política se difundió hasta los ámbitos antes considerados privados e íntimos. Esta politización de las relaciones y la vida cotidiana se produjo sobre todo a partir del carácter político que adquirieron las redes sociales de organización que instituyeron vínculos comunitarios en base a la lógica territorial. El proceso de territorialización que mencionamos, lejos de ser analizado como reclusión o retraimiento, potenció y fortaleció la capacidad de los colectivos para desplegar proyectos alternativos. El territorio se transformó en un espacio de pertenencia, de identificación y también de realización, creación e innovación social. Zibechi (2008) analiza este proceso concibiendo al año 1989 como el inicio de lo que denomina “un período de ofensiva de los sectores populares urbanos”. Entonces, el 2001 fue irrupción repentina, pero también fue expresión de un proceso que se venía gestando desde los años anteriores. Los piqueteros en el Conurbano Bonaerense Luego de 1998 se aceleró la crisis económica y social del gobierno menemista. Así también, crecieron las movilizaciones sociales tanto en las provincias, como en el Gran Buenos Aires. Allí, en 1997, se produjeron los primeros cortes de ruta que luego se convirtieron en la modalidad habitual de manifestación de la protesta. Estos cortes o piquetes constituyeron la cara visible de organizaciones sociales de trabajadores desocupados que se estaban consolidando en distintas zonas del Conurbano. Se inició entonces un ciclo de luchas populares o un ciclo de protestas que se prolongaría al menos hasta 2006, encontrando en 2001 y 2002 un punto de inflexión. Sin embargo, podemos resaltar un hecho que desafía la mayoría de las impresiones que aún persisten sobre el 2001. Este no fue el año con más 2 cantidad de protestas del ciclo. Un informe elaborado en 2006 por el GEPSAC

2. Grupo de Estudios de la Protesta Social y la Acción Colectiva (Instituto Gino Germani, UBA).

releva 7263 protestas entre 1989 y 2006, lo que equivale a un promedio de 403 protestas por año. De ese total, solo 294 acciones se produjeron en 2001, lo que coloca a este año por debajo del promedio anual. Para explicar esto, Schuster postula una hipótesis que se concentra más en la integración o articulación de las protestas, que en su cantidad. Según esa hipótesis que compartimos, es el nivel de integración o articulación de las acciones de protesta, más que su cantidad, lo que define su impacto y capacidad de


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incidencia política. Entonces, en 2001 hubo menos cantidad de protestas que en los años anteriores y posteriores, pero estas protestas estuvieron más articuladas entre sí, lo que multiplicó su impacto político y social. En efecto, no sólo los desocupados se movilizaron en diciembre de 2001 y los meses posteriores. Lo singular de aquel momento fue la confluencia en la práctica política y el espacio público de las organizaciones de trabajadores desocupados, con los trabajadores que ocuparon sus lugares de trabajo para recuperarlos, y con los sectores medios organizados en las llamadas asambleas barriales y los movimientos de ahorristas. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola” se convirtió en una consigna popular con un significado político tan profundo como efímero. La articulación en la acción de estos tres sectores –si bien se diluyó luego de la represión del Puente Pueyerredón en junio de 2002 y la paulatina recuperación de una parte de los ahorros incautados- produjo un acontecimiento político de escasos precedentes en la Argentina que generó efectos profundos en las distintas dimensiones de la sociedad. El sur del Conurbano Bonaerense En la zona sur del Conurbano Bonaerense, el proceso histórico descripto se expresó en el surgimiento de diversas organizaciones de trabajadores desocupados a partir de la segunda mitad de la década del noventa. Por ejemplo, en 1997 nació el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de Solano, que fue una de las organizaciones piqueteras más visibles al menos hasta 2003. En forma similar a otras zonas del Gran Buenos Aires como La Matanza, la formación y el crecimiento del MTD de Solano estuvo ligado a dos elementos, que se actualizaron ante la coyuntura de pobreza y desempleo. Por un lado, la participación de ciertos sectores de la Iglesia católica local. Por otro, las pervivencias del proceso de tomas de tierras y construcción de asentamientos que se desarrolló allí a partir de 1981, impulsado por las Comunidades Eclesiales de Base, entre otros espacios. Así, la formación de los MTDs (como el de Solano), puede ubicarse dentro de un proceso de organización social y política barrial, cuya densa trama de espacios asociativos territoriales podemos rastrear históricamente. Al igual que sucedió con otras organizaciones territoriales del Conurbano Bonaerense, para el MTD de Solano fueron significativos tanto los quiebres que se produjeron hacia fines de 2001, como el proceso de transformaciones desplegado a partir de la fuerte represión del 26 de junio de 2002 en el Puente Pueyrredón. Luego de junio de 2002 el Movimiento inició un paulatino proceso de disminución de las acciones directas de protesta, retirándose del protagonismo que había tenido en los escenarios callejeros de los cortes

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de ruta. Como parte del mismo proceso, intensificó el trabajo territorial concentrándose en el despliegue de proyectos comunitarios. Por otra parte, el número de integrantes de la organización disminuyó sensiblemente a partir de junio de 2002, en un proceso que se intensificó después de 2003. Estos cambios pueden ser explicados por distintos elementos entre los que destacamos: la generalización de los planes sociales como una herramienta de reinstitucionalización del conflicto social; la creciente represión que cobró visibilidad en junio de 2002; el cambio en el discurso mediático que contribuyó a deslegitimar los cortes de ruta y los grupos piqueteros; y el crecimiento económico, la recuperación del empleo y el mejoramiento de las condiciones de vida en muchos barrios del Gran Buenos Aires. 2001 y después… o lo que nos queda de 2001 Luego de una sucesión de designaciones y renuncias de tres presidentes, Eduardo Duhalde fue nombrado por el Congreso para ocupar ese cargo. Su política hacia el conflicto social en aumento consistió en un doble mecanismo. Por un lado, se masificaron los planes sociales. Por el otro, se incrementó la represión. Como parte de este segundo aspecto el 26 de junio de 2002 se produjo lo que se conoció como la Masacre del Puente Pueyrredón, en la que murieron dos miembros de organizaciones de trabajadores desocupados: Darío Santillán (del MTD de Lanús) y Maximiliano Kosteki (del MTD de Guernica). Este hecho marcó un punto de inflexión tanto para la dinámica del conflicto social –implicó que algunas organizaciones se retirasen de la acción directa callejera como práctica constante-, como para el sistema político, ya que obligó al adelantamiento de las elecciones. Así, en 2003 Néstor Kirchner asumió como presidente, nuevamente electo por el sufragio ciudadano. Podemos afirmar que la llamada crisis de 2001 tuvo múltiples significados para las organizaciones de trabajadores desocupados y los movimientos territoriales del Conurbano Bonaerense en general. Por un lado, les otorgó un marco de visibilidad y legitimidad para la ocupación del espacio público que las acercó a algunas organizaciones que agruparon a sectores medios y a iniciativas obreras como las mencionadas empresas recuperadas por sus trabajadores. Por otro, incrementó la diversidad que había caracterizado a estos grupos desde su surgimiento, multiplicando las divisiones y reagrupamientos de distintas vertientes, frentes y coordinadoras que se conformaron a nivel local, regional y nacional. En tercer término, no siempre el aumento de la presencia en el espacio público fortaleció los trabajos territoriales de las denominadas organizaciones


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piqueteras. Por diferentes elementos que no analizaremos en este artículo, muchos grupos de desocupados se diluyeron a partir de 2003-2004. Sin embargo, este proceso tuvo su envés de trama ya que muchas de las organizaciones que persistieron encontraron una posibilidad, alejados de la ruta, para consolidar su trabajo a nivel territorial y comunitario y potenciar la construcción de proyectos alternativos basados en lógicas distintas a las dominantes. En cuarto lugar, se produjeron transformaciones en la política social. Continuaron los planes de empleo y los subsidios que se habían gestado en la segunda mitad de los años noventa y se generalizaron en 2002. Asimismo, las organizaciones siguieron siendo un actor importante en la gestión territorial de los planes sociales. Sin embargo, el Estado retomó el control integral de la política social y los municipios y dirigentes políticos locales volvieron a cobrar protagonismo en la distribución de estos recursos. Por último, algunas agrupaciones se acercaron al estado y ocuparon distintos lugares en su administración expresando un reposicionamiento político que inclinó a muchos grupos piqueteros hacia el apoyo al gobierno de Kirchner. Según Fornillo (2008), estas adhesiones estuvieron basadas en una reinterpretación del peronismo en clave nacional-popular. Esto fue acompañado de una relativa revitalización de la participación electoral por parte de las organizaciones territoriales, que se revalorizó luego de la profunda deslegitimación de 2001 simbolizada en el “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. En cambio, otras agrupaciones radicalizaron sus posturas haciendo de la oposición al gobierno su principal consigna. Además, algunos movimientos reconstituyeron instancias de coordinación buscando mantener la independencia respecto del Estado. Pérez define las “huellas” o improntas que proyectó diciembre de 2001 sobre los años posteriores. Por un lado, “el fin del miedo” que había sustentado “la transición democrática” –miedo a los golpes militares, a las escaladas hiperinflacionarias, a la aceleración del proceso de “destrucción de ciudadanía”, a la “desestabilización”-. Por otro, la instauración de un “protagonismo novedoso” que aspiraba a una “democracia participativa y no tutelada”. En tercer término, “la autoorganización comunitaria y la autogestión obrera” como “formas de enfocar el trabajo en el capitalismo posfordista”. Por otra parte, “la dinámica asamblearia como cuestionamiento a las formas delegativas del vínculo político”. Por último, “un despliegue pluralista del sujeto popular que promovió la multiplicación y articulación de las luchas más que su fusión e integración corporativa”. En definitiva, se condensaron “rasgos de horizontalidad y multiplicidad” que estaban presentes en la situación anterior y se actualizaron y resignificaron en una nueva composición que los potenció (Pérez, 2008).

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PARA SEGUIR LEYENDO

Merklen, D. (2005). Pobres ciudadanos. Ed. Gorla, Buenos Aires. Pereyra, B. y Vommaro, P. (editores) (2010). Movimientos sociales y Derechos humanos en la Argentina contemporánea: debates, estudios de caso y perspectivas. Ciccus-SIT, Buenos Aires. Schuster, F., Pereyra, S. y Pérez, G. (comps.). (2008). La huella piquetera. Avatares de las organizaciones de desocupados postcrisis de 2001. Al margen, Buenos Aires. Svampa, M. (2005). La sociedad excluyente. Taurus, Buenos Aires. Svampa, M. y Pereyra, S. (2003). Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras. Biblos, Buenos Aires.

Para concluir, identificaremos algunos ecos de 2001 que aún persisten y delimitan la política argentina. En primer lugar, podemos decir que la restauración de la dominación fue difícultosa, llevó varios años recomponer el sistema político y generar las condiciones para lograr un crecimiento económico que atenúe la pobreza y mejore las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad respetando sus diversidades. En segundo término, lo público se colocó en el centro del debate. Por un lado, emergió con fuerza y de múltiples formas lo público no estatal, los espacios comunitarios y barriales. Por otro, el estado recompuso su lugar social como promotor de políticas públicas. Además, el espacio público se constituyó en el ámbito privilegiado en donde se dirimía la disputa política y gran parte de la vida social. El tercer rasgo que podemos destacar es que la acción directa se presentó como la modalidad más efectiva de acción política de los diversos sectores movilizados. Las instancias institucionales de mediación con el estado se demostraron insuficientes para canalizar los conflictos y las formas de acción directa ganaron terreno en las protestas. Como cuarto elemento, destacamos la constitución del territorio y la comunidad como ámbitos social y políticamente significativos, que adquirieron creciente centralidad. El territorio –como espacio socialmente construido y significado- se convirtió en lugar de producción política de las organizaciones sociales, así como de legitimación de la política estatal y partidaria. En quinto lugar, se multiplicaron las experiencias de autogestión y autoorganización social, tanto sea expresadas en las fábricas recuperadas por sus trabajadores, en los espacios barriales con diversos emprendimientos productivos, y en ámbitos rurales con las organizaciones campesinas, indígenas y la producción comunitaria. El último punto que señalamos es el ya mencionado proceso de recomposición del Estado, que fue paulatino pero no menos constante. El espacio ganado por el Estado como diseñador, promotor y ejecutor de políticas públicas -si bien el agotamiento de las modalidades clásicas de representación y legitimación políticas no está superado-, es reconocido por todos los sectores, a pesar de las resistencias que persisten por parte de los grupos más concentrados y privilegiados de la sociedad. Así, la legitimidad política resquebrajada fue de difícil y lento –aunque constanterestablecimiento. Pero la política post 2001 no es igual a la anterior, para ser exitosa requiere asumir la mayoría de los cambios que destacamos.


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Entonces ya nada volverĂĄ a ser como era. Diciembre de 2001 constituye una huella perenne en la historia argentina y tanto quienes quieran estudiarla como aquellos que se propongan construir polĂ­tica transformadora, deberĂĄn asumirla.

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Amato, F. y Boyanovsky Bazán, C., Setentistas. De La Plata a La Casa Rosada, Buenos Aires, Sudamericana, 2008

Bibliografía Anzorena, O., JP. Historia de la Juventud Peronista (1955/1988), Buenos Aires, Ediciones del Cordón, 1989 Baschetti, R., Documentos 1973-1976, Volumen I. De Cámpora a la ruptura, La Plata, De la Campana, 1996 Castro, F. y Salas, E., Norberto Habegger. Cristiano, Descamisado, Montonero, Buenos Aires, Colihue, 2011 Cavarozzi, M., Autoritarismo y democracia (1955-1983), Buenos Aires, CEAL, 1992 Chama, M., “Peronización y radicalización de grupos de abogados en los años sesenta y principios de los setenta. La labor defensista como práctica militante”, Cuestiones De Sociología, N°3, 2006 Chaves, G. L., y Lewinger, J. O., Los del 73. Memoria Montonera, Buenos Aires, De la Campana, 1999 Sigal, S. y Verón, E., Perón o muerte. Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Buenos Aires, Eudeba, 2006


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LOS MOVIMIENTOS POPULARES EN LA ARGENTINA RECIENTE por Ana Natalucci y Mauricio Schuttenberg Ana Natalucci es Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Magister en Investigación en Ciencias Sociales (UBA). Investigadora Asistente de CONICET. Docente en la Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Instituto de Investigaciones Gino Germani y Coordinadora del Colectivo de Sociología Política de la Universidad de Buenos Aires. Mauricio Schuttenberg es Doctor en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Argentina) y Magíster en Ciencia Política (Universidad Nacional de La Plata). Investigador Asistente de CONICET. Profesor Adjunto de Problemas de Historia Argentina en la Universidad Nacional Arturo Jauretche y de Historia de las Ideas y los procesos políticos en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. Integrante de los centros CPS e IdIHCS en la UNLP.)

Introducción Hace 10 años Argentina era un país distinto en términos políticos, económicos y sociales. La crisis de 2001 se constituyó en una bisagra, una transición entre el cierre de un ciclo de mediano aliento iniciado en la última dictadura militar y la apertura de otro que aún vivimos. En esta década, se han transformado

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los regímenes de dominación política y de acumulación económica, es decir, el modo en que se gobierna y la manera en la que se produce la riqueza y la forma de distribuirla. Esas transformaciones tuvieron implicancias en el espacio de las organizaciones y las tradiciones políticas. En este contexto, emergieron nuevas organizaciones, otras se reconfiguraron, se elaboraron nuevas demandas y problemas públicos, se trastocaron los alineamientos entre las organizaciones entre otras novedades. En diciembre de 2001, el modelo neoliberal de valorización financiera que implicaba la subordinación del trabajo al capital, manifestado en la distribución regresiva del ingreso y en niveles de exclusión social sin precedentes históricos colapsó. Luego de luchas y resistencia se quebró la hegemonía construida, al mismo tiempo resurgieron reclamos sociales colectivos en torno a dos grandes ejes: la democratización de la vida social y política y una distribución equitativa de la riqueza generada. Tales demandas se articularon desde la denominada “crisis de representación”. Si bien mucho se ha discutido sobre su naturaleza, en principio podríamos decir que consistió en el descrédito por parte de la ciudadanía hacia las estructuras políticas de representación. Indudablemente, esta crisis constituyó un punto de inflexión de la historia


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reciente, donde se condensó un período previo de cuestionamiento al sistema político por parte de diversos actores políticos. La característica distintiva de la etapa abierta en 2003 es la recuperación del Estado como actor clave, con la suficiente legitimidad para dialogar y negociar con actores con intereses sectoriales muchas veces enfrentados entre sí. En ese marco, la propuesta de este artículo se orienta a reconstruir la mutación del espacio organizacional, en especial aquel que adhirió al kirchnerismo. Complementariamente, se cuestionarán algunas premisas instaladas sobre ese proceso. Una de ellas es la que indica que el período abierto pos 2003 se caracterizó por la desmovilización de los sujetos colectivos como consecuencia de la cooptación del gobierno nacional. Por el contrario, se mostrará que en efecto lo que se produjo fue un cambio en la orientación de la movilización que trastocó sus modalidades de intervención en el espacio y en la relación con el estado. El 2001 como bisagra Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre hicieron visible la crisis de legitimidad, en tanto cuestionamiento a las disposiciones que orientan la acción hacia la obediencia frente a un régimen de acumulación y de dominación política. Esa crisis suponía un distanciamiento frente a una dinámica política que asentada sobre la tradición liberal instalada en 1983 relegaba los componentes democráticos, principalmente la deliberación y participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, en aquello que es de todos. Este modelo político era el blanco de todas las críticas, a ella se dirigía la consigna “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Ahora bien, esos acontecimientos no surgieron repentinamente, sino que condensaron años de incomodidades con un régimen económico –el neoliberal–, con uno político –delegativo y autorreferencial– y de movilizaciones que empezaban a cuestionarlos. Algunos ejemplos fueron el “Santiagueñazo” (diciembre de 1993), los sucesos de 1995 en las ciudades de Córdoba, San Juan y Jujuy; las puebladas en Tartagal, General Mosconi, Cutral-Có, Plaza Huincul y Cruz del Eje, (mayo de 1997), el “Corrientazo” (diciembre de 1999) y los masivos cortes de La Matanza (mayo de 2000). Dichas movilizaciones marcaban el descontento con la situación económica y política, pero de un modo localizado. Incluso hasta 1997 los actores movilizados no usaban, por lo general, un lenguaje de derechos en sus reclamos. La particularidad de 2001 entonces puede identificarse en principio como la confluencia de luchas diferentes, como el pedido de reestatización de Aerolíneas Argentinas, reclamos de trabajo y de ayuda alimentaria, contra los recortes en los salarios y haberes jubilatorios, etc. Asimismo,

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como las demandas se reformularon en la clave de derechos permitieron la generalización a sectores no afectados directamente, por un lado, y la articulación entre organizaciones por el otro. Tal vez una experiencia que refleje esa coordinación sea el Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), que pedía la implementación de un seguro universal a los desocupados que reconociera su carácter estructural. En ese proceso se reformularon también los problemas públicos: si en el segundo lustro de los noventa, el tema más mencionado era “la desocupación”, a principio del nuevo siglo lo fue el de “los costos del modelo”. Este desplazamiento no fue sólo discursivo, sino que permitió la reformulación en una clave de derechos del horizonte de expectativas de los actores movilizados, y con ella, el trastocamiento de su intervención pública. Estas cuestiones hicieron posible la coordinación entre clases medias y sectores populares manifestada en la consigna “piquete y cacerola la lucha es una sola”. Otro corolario de ese proceso acelerado de cambios fue la constitución de un nuevo espíritu participativo conformado por la organización comunitaria, la dinámica asamblearia y la utilización de un lenguaje de derechos. En este sentido, esas formas políticas innovaron la cultura política. Lo cierto es que esa movilización, aún con el nivel de articulación logrado en 2001, dejaba traslucir varias novedades respecto de la historia reciente argentina. Una fue la heterogeneización de los sectores populares, con el impacto correspondiente en la movilización social, en términos de demandas, organizaciones y repertorios de acción. Recapitulando, en los noventa se conformó un espacio militante de tipo multisectorial donde los sindicatos compartían el protagonismo con organizaciones territoriales, de derechos humanos y piqueteras, perdiendo así la gravitación que tuvieran otrora. Si bien la formulación de reclamos en clave de derechos y los baluartes de este espíritu participativo puso entre paréntesis esa heterogeneidad y facilitó la articulación entre clases medias y sectores populares, de ninguna manera implicó la disolución de las diferencias. En efecto, en 2002 se hizo visible que la sociedad argentina había cambiado al calor del neoliberalismo y que esa heterogeneidad no era circunstancial. En un marco económico complejo y sumamente represivo, la movilización volvió a fragmentarse, quebrando esos vínculos entre las cacerolas y los piquetes. Pese a la ruptura con el pasado inmediato, las acciones contenciosas orientadas a desbaratar los pilares políticos construidos desde 1983 resaltaron el carácter destituyente, es decir aquella dimensión de la política consistente en cuestionar el orden instituido. Las interpretaciones sobre los acontecimientos de diciembre de 2001 que los definían como la antesala


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de una revolución contribuyeron a dimensionar aquel estatuto por el cual se reclamaba la revisión de todo lo actuado en el pasado reciente. Por el movimiento inverso, y la expectativa fundacional, los comicios en 2003 y la significativa participación desconcertaron a muchos actores. Resumiendo, la crisis de 2001 fue decisiva para el trastocamiento del régimen político, del económico, y de un modo de hacerse presente en el espacio público. En este sentido, puede sostenerse que ese año marcó un quiebre. No obstante, por las características de la movilización encontró también un límite: aquel que señala que la actividad política implica el cuestionamiento al orden dado, esto es su carácter destituyente, pero también la capacidad de recrear uno nuevo. En este debate se encontraban principalmente las organizaciones sociales y piqueteras a principios de 2003. 2003 y después… Las elecciones nacionales no hubiesen tenido lugar sino fuera por la masacre del Puente Pueyrredón ocurrida el 26 de junio de 2002. Ésta implicó el punto cúlmine de un proceso sostenido de represión a las organizaciones piqueteras. Recapitulando, a partir su asunción como presidente provisional el 1º de enero de 2002, Eduardo Duhalde se esforzó por estabilizar la situación política y económica. En principio, la devaluación asimétrica permitió la recuperación de la moneda nacional y progresivamente de la economía, a costa de un monumental incremento de la pobreza. Por ello, una política prioritaria fue la implementación del ambicioso plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados. Si bien este era un plan focalizado como los anteriores, su novedad radicaba en el discurso que lo legitimaba que indicaba se trataba de un derecho a todo aquel que estaba desocupado. Este desplazamiento fue significativo no sólo porque revisaba el supuesto que el problema de la desocupación era individual, sino al quitar la contraprestación requerida por otros programas. Más allá de este plan, lo cierto es que la situación era crítica en lo económico, pero también en lo político, ya que la designación de Duhalde no había pasado por ninguna instancia de legitimación popular; por el contrario había sido una decisión de la misma clase política que había sido fuertemente cuestionada poco antes. En este sentido, y pese a los esfuerzos del gobierno, el conflicto social no declinaba. Su respuesta fue la represión sistemática a aquellas organizaciones que no aceptaban el declarado “Pacto Social” promovido por la Iglesia Católica, el empresariado y algunas organizaciones como la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat y la Corriente Clasista y Combativa. De esta manera, la represión recayó sobre los Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD).

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Cuando Néstor Kirchner asumió como presidente el 25 de mayo de 2003 el espacio multiorganizacional ya estaba fracturado, sin embargo el nivel de conflictividad seguía siendo alto. El nuevo gobierno se encontró en medio de un proceso de fragmentación política, de crisis de representación y legitimidad de los partidos políticos “tradicionales” que habían estructurado un sistema bipartidario durante gran parte del siglo XX. El desafío que afrontaba era el de atenuar el antagonismo que había surgido del pueblo contra la clase política ¿Cómo romper con ese antagonismo para desplazarlo, transformarlo y articularlo en beneficio de la construcción política propia? Esta coyuntura y la precaria legitimidad de origen por la imposibilidad de concretar el ballotage permiten explicar las primeras medidas tomadas por el flamante presidente, que a priori contradecían el sector del Partido Justicialista que lo había consagrado como tal –el duhaldismo–, así como la campaña electoral cuya principal consigna rezaba “Argentina: un país normal”. Mientras Duhalde se había apoyado en la dirigencia tradicional, Kirchner inició un acercamiento con distintas corrientes del movimiento piquetero y otros sectores sociales que habían participado de la resistencia al modelo neoliberal, también como un modo de ampliar las bases de sustentación de la gestión presidencial. Entre las primeras decisiones encontramos la resolución de un conflicto docente, el recambio de la cúpula militar, la renovación de los jueces de la Corte Suprema, la supresión de las leyes de impunidad –que permitieron el enjuiciamiento de los responsables de crímenes de lesa humanidad–, la decisión de renegociación de la deuda externa con una quita extraordinaria. Estas medidas fueron acompañadas por un discurso que reivindicaba la militancia, en especial la setentista, resaltando valores como el compromiso y la participación por sobre los saberes técnicos. Por último, se convocó a las organizaciones piqueteras y con desarrollo territorial –principalmente en el conurbano bonaerense– a integrarse al Gobierno, participar de la implementación de la política pública y a trabajar conjuntamente su agenda de demandas. De esta forma, el Gobierno construyó rápidamente su legitimidad de ejercicio en oposición al modelo neoliberal a través de políticas intervencionistas que recuperaban buena parte de las demandas que habían permitido la articulación de la protesta, absorbiendo demandas circulantes en el entramado social. Así, el relativo crecimiento económico, la estabilidad política e institucional ratificada con la llegada del nuevo presidente Kirchner, el realineamiento del Partido Justicialista, modificaron la percepción de importantes sectores de la población sobre la situación y condujeron a un proceso generalizado de desmovilización de la clase media. En efecto, pasada la efímera movilización en torno al problema del corralito, los depósitos y la impugnación a la clase política, hacia mediados de 2004,


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la clase media se retrotrajo de las calles y abandonó aquellas banderas que la habían acercado a los movimientos sociales y algunos otros movimientos piqueteros. Esto implicó, a su vez, que las organizaciones piqueteras se encontraran en las calles con un importante nivel de aislamiento social, en un marco político bien diferente al de los años anteriores. Otro proceso de importancia fue el corrimiento de los conflictos sociales hacia la matriz sindical que recuperó un lugar importante como institución representativa de los intereses del movimiento obrero y la explosión de conflictos socioambientales. Estos últimos también organizaban a partir de consignas e identidades distintas a las propuestas por las organizaciones piqueteras, por ejemplo. En general, esta situación fue caracterizada como de desmovilización de los sectores organizaciones, sea por medio de la cooptación de dirigentes o por la criminalización de la protesta social. Sin embargo, datos proporcionados por el Grupo de Estudios sobre Protesta Social y Acción Colectiva (Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA) demuestran que mientras en el período 2001-2002 el promedio de protestas anual fue de 306 eventos, entre 2003-2007 fue de 519. Es decir, que se observa un incremento de la movilización. Este puede ser explicado a partir de varios factores. Uno vinculado a las oportunidades políticas, la decisión anunciada por Kirchner de no reprimir la protesta callejera redujo los costos de la movilización constituyendo un incentivo extra. Un segundo factor se relacionó con la entrega de concesiones selectivas. Por un lado, se reorganizó la implementación de la política social, entre otras cuestiones la cantidad de recursos distribuidos en los territorios tuvo una incidencia significativa en la dinámica de las organizaciones que pasaron de estar preocupados por alternar protestas con el trabajo territorial a abocarse en este último. De esta manera, además de la modificación de aquellas lo hicieron también las demandas, repertorios de acción y posicionamientos públicos de las organizaciones. Por otro, con respecto a las organizaciones sindicales se definió la apertura de las negociaciones paritarias y con ellas la posibilidad de rediscutir salarios y condiciones de trabajo. Así se reactivó su movilización, incrementando el volumen al tratarse de protestas sectoriales. El último factor es de tipo identitario, esto es muchas organizaciones interpretaron las palabras y medidas de Kirchner en la clave de las banderas históricas del peronismo: soberanía política, independencia económica y justicia social. Esto abrió una discusión en torno al peronismo y a lo nacional popular. Este proceso relatado de modo sucinto contrariamente a aparejar la desmovilización de los sectores populares lo que hizo fue reorientar su acción política, esto es que ya no fuera de presencia callejera sino de participación creciente en la esfera estatal.

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Este proceso definitivamente modificó los alineamientos en el espacio multiorganizacional, entre las organizaciones sindicales, piqueteras, de derechos humanos y partidarias. Una de las consecuencias fue la conformación, entre 2004 y 2006, de frentes políticos cuyo propósito en palabras de las organizaciones se orientaba en un marco de ofensiva popular a la reconstrucción del movimiento nacional. Esto permitiría la incorporación de la dimensión política al trabajo territorial que venían desarrollando. Durante 2004 se conformaron el Frente de Organizaciones Populares (constituido principalmente por la Federación de Tierra, Vivienda y Hábitat, Barrios de Pie, Movimiento de Trabajadores Desocupados y Frente Transversal Nacional y Popular) y el Frente Patria para Todos, donde no sólo participaban las organizaciones sociales tales como Memoria y Movilización, Partido de la Revolución Democrática, Partido Comunista Congreso Extraordinario así como dirigentes políticos o bien que adherían al kirchnerismo o bien que por su pertenencia y vínculos con el Grupo Calafate habían accedido a puestos de gestión gubernamental y buscaban un espacio de militancia. Las dificultades que enfrentaron dichos espacios fueron grandes, algunas estaban relacionadas con las diferencias ideológicas que las organizaciones tenían respecto del gobierno, del peronismo y de las características de la construcción política a la que aspiraban. En este sentido, dichos frentes se desarticularon conformándose otros dos: el Movimiento Evita (2005) y Libres del Sur (2006), para establecer una diferencia a grandes rasgos podría indicarse que mientras el primero reunía a las organizaciones con mayor afinidad con el peronismo y aceptaban el movimentismo como construcción política, los segundos estaban más cercanos a la izquierda nacional. Como es sabido, estos dos también sufrieron desprendimientos por diferencias surgidas al calor de la coyuntura política. La decisión de Néstor Kirchner de asumir en la dirección del P.J. aparejó que Libres del Sur –básicamente Patria Libre y Barrios de Pie– se retirara del kirchnerismo, mientras que la fracción D`Elía de la F.T.V., pese a su desacuerdo, mantuvo su pertenencia al espacio sobre todo en el marco del conflictos con los patronales agropecuarias desatado en marzo de 2008. En algún sentido, lo que estaba en discusión era la construcción un nuevo espacio político, por un lado, y la posibilidad de que tuvieran la incidencia significativa en ese esquema que las organizaciones denominaban el salto a la política, por el otro. Como se mencionó las organizaciones sindicales fueron parte de esta dinámica de reposicionamiento. Por un lado, la C.T.A. tuvo un acercamiento inicial al gobierno, no sólo por coincidencia programática sino también con la expectativa de obtener la personería gremial. Su nivel de confianza en que


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ésto podía suceder fue decreciendo a medida que el gobierno reforzaba sus relaciones con la C.G.T., llevándola en principio a su distanciamiento y luego de 2008 a la oposición política. Por su parte, la C.G.T. atravesó un proceso de reunificación en 2004 a partir de la conformación de un gobierno tripartito integrado por los tres sectores dominantes: los conocidos “gordos”, los ·independientes· y el Movimiento de Trabajadores Argentinos. La alianza entre estos dos últimos le permitió a Moyano alcanzar la secretaría general durante dos períodos consecutivos (2004-2008 y 2008-2012); no obstante debido la serie de reclamos gremiales que impulsaba (como la discusión sobre la cuarta categoría del impuesto a las ganancias y las asignaciones familiares) y su intención de convertirse en un actor político superando lo sectorial la C.G.T. se fracturó en dos. Por un lado, el moyanismo y por el otro, un gran abanico que reunía a los “gordos”, “independientes” y ex moyanistas. De esta sucinta descripción, pueden extraerse dos conclusiones. La primera está vinculada a que dicho proceso no estimuló la desmovilización de las organizaciones, sino que reorientó su sentido. Mientras las piqueteras se volcaron al trabajo territorial y a la posibilidad de acceder a la esfera estatal, dejando las movilizaciones para las instancias de legitimación del régimen; las sindicales recobraron la dinámica contenciosa para plantear sus reclamos sectoriales. La segunda conclusión es que en ambos tipos de organizaciones, y aún con sus diferentes trayectorias, emergió un debate en torno a la representación política, es decir: ¿qué constituye una instancia de representación? ¿cuál es el objeto de representación y en consecuencia como se decide el sujeto de representación? Estas preguntas fueron planteadas por las organizaciones en consignas, tales como el “salto a la política”, “constituirse en un puente entre el estado y los sectores populares”. Reflexiones finales Por la magnitud de la crisis del 2001 aún queda mucho por discutir respecto de su sentido y corolarios. Lo cierto es que en tiempos históricos es aún reciente, por lo que probablemente sus huellas aún no hayan sedimentado lo necesario. Sin embargo, como todo proceso de inflexión marcó continuidades y rupturas, novedades y recurrencias que trastocaron los modos en que se hace y piensa la política. Una característica que no sólo viene a colación de procesos anteriores, sino que se reforzó en el marco de ofensiva popular: la heterogeneidad de los sectores populares. A diferencia de lo que sucedía con el peronismo clásico, no es posible la constitución de una identidad que agrupe –y contenga– la enorme diversidad de las organizaciones que pertenecen al espacio kirchnerista. De ahí pueden comprenderse los esfuerzos de articulación que se han realizado; más allá de su éxito o fracaso, estos han intentado por lo

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PARA SEGUIR LEYENDO

Svampa, Maristella y Pereyra Sebastián, Entre la ruta y el barrio: la experiencia de las organizaciones piqueteras, Biblos, Buenos Aires, 2004. Biglieri Paula y Perelló Gloria En el nombre del pueblo. La emergencia del populismo kirchnerista, UNSAM Editora, Buenos Aires, 2007. Villanueva Ernesto y Massetti Astor (comp), Movimientos sociales en la Argentina de hoy, Prometeo, Buenos Aires, 2007.

menos la construcción de una identidad que sin suprimir las originarias les permita coordinar acciones. Sobre las novedades se mencionaron varias cuestiones: el cambio de orientación de la movilización y en las modalidades de participación y la discusión acerca de la representación política. Estas no hubiesen sido posibles sino fuera por otra: la resignificación del horizonte de expectativas. Este contiene los deseos, las motivaciones colectivas por lo que habilita la acción al mismo tiempo que delimita otras. Esta mutación puede observarse en las consignas que signaron cada temporalidad, a saber, mientras las consignas de la crisis del 2001 remitían a la necesidad de cerrar un ciclo por ejemplo “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”; una más reciente rezaba “nunca menos, ni un paso atrás” señalando que los cambios ocurridos no eran reactivos a la crisis de principio de siglo sino que efectivamente habían transformado la cultura política nacional y con ella las formas de hacer política, de intervenir en el espacio público y en los procesos de legitimación que los afectaban. A partir de ello podemos afirmar que la dinámica política iniciada en 2003 no implicó necesariamente para las organizaciones populares una ruptura con sus experiencias contestatarias pasadas, la cooptación por parte del Estado y el abandono de prédicas revolucionarias, sino que se trató de un proceso de construcción y reconstrucción de las identidades “nacional populares” en un nuevo contexto. El debate acerca de los alcances y transformaciones que se operaron en la sociedad argentina continúa abierto, constituyendo otra marca de la superación del orden neoliberal que denostaba la política. Indudablemente la recuperación de esta como herramienta de transformación social es uno de los hechos más salientes de la etapa posterior a la de ese orden.


FORJANDO

Caetano, G. (comp.), Sujetos sociales y nuevas formas de protesta en la historia reciente de América Latina, CLACSO, Buenos Aires, 2006

Bibliografía Gómez, M. y Massetti, A., Los movimientos sociales dicen. Conversaciones con dirigentes piqueteros sobre el proyecto nacional y Latinoamericano, Trilce, Buenos Aires, 2009 Natalucci, A., “Aportes para la discusión sobre la autonomía o heteronomía de las organizaciones sociales. La experiencia del Movimiento de Barrios de Pie, 2002-2008”, en: Lavboratorio. Revista de Estudios sobre Cambio Estructural y Desigualdad Social, Año XI, Nº 23, Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Mar del Plata, Buenos Aires, 2010 Pérez, G., “Genealogía del quilombo. Una exploración profana por algunos significados del 2001”, en Pereyra, S., Pérez, G. y Schuster, F. (comps.), La huella piquetera. Avatares de las organizaciones de mdesocupados después de 2001, Al Margen, La Plata, 2008 Rinesi, E., Vommaro, G. y Muraca, M. (Comp), Si éste no es el pueblo. Hegemonía, populismo y democracia en Argentina, Buenos Aires, IECUNGS, 2008 Schuttenberg, M., “La reconfiguración de las identidades nacional populares. Los puentes discursivos para el pasaje de tres tradiciones políticas al espacio transversal kirchnerista”, en: Sociohistórica, 2011

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