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INDICE La mujer en la filosofía……………3 Poco más que niños grandes………4 Libertad, igualdad y fraternidad……5 La filosofía tiene nombre de mujer...6 Contra el silencio…………………..8 La conquista del voto……...……….9


Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), mujer culta y ampliamente respetada en su tiempo (aunque más tarde fuera olvidada), gran seguidora de los escritos de Montaigne, aseguraba en su obra Sobre la igualdad de hombres y mujeres que “estrictamente hablando, el ser humano no es ni masculino ni femenino: los sexos distintos no están ahí para establecer y señalar una diferencia, sino que sirven solamente para la reproducción. La única característica esencial radica en el alma dotada de inteligencia”. Marie decidió permanecer soltera y, producto de su gran cultura y tesón para el estudio, fue artífice de uno de los salones franceses más eminentes en el que se reunían intelectuales de diverso calado donde se hablaba sobre literatura, política o filosofía. El mismísimo cardenal Richelieu fue un confeso admirador de Marie. Apoyándose en algunas tesis del mencionado Montaigne (que llegó a tratar a nuestra protagonista como a una “hija adoptiva espiritual”), De Gournay centró su pensamiento en la reflexión sobre la muerte y en la necesidad de imprimir un sentido a nuestra vida. Pero, sobre todo, puso sobre el tapete la cuestión del género al afirmar que si bien hombre y mujer se diferencian físicamente, en su interior, sin embargo, albergan una característica idéntica: poseen un alma. Y es que no dudó en denunciar que si las mujeres no alcanzaban puestos más destacados en el panorama cultural de la Francia que le tocó en suerte vivir, era debido a la carencia de posibilidades para formarse. Por esta razón, nunca dejó de animar a sus amigas y conocidas, a través de sus libros y en las reuniones que ella misma organizaba, a emplear su intelecto y a adquirir el aprendizaje necesario para situarse al mismo nivel intelectual que los hombres para, con el tiempo, demostrar la igualdad de los sexos a este respecto. En un breve texto titulado Quejas de las mujeres, harta de las falsas acusaciones que sobre ella se cernían (brujería, prostitución, demencia, “vieja solterona”, etc.) llegó a escribir que “más de uno dice treinta tonterías y todavía triunfa, por su barba o por el orgullo de sus supuestas capacidades”.


“Poco más que niños grandes”


“Libertad, igualdad y fraternidad… para ellos” Es el caso de Olympe de Gouges (1748–1793), autora de la primera declaración de los derechos de la mujer en 1791. En ella acusaba a la Asamblea Nacional de París de haber publicado una Constitución dirigida en exclusiva a los “hombres y ciudadanos”, en la que quedaban excluidas las mujeres. Después de un matrimonio forzado con un viejo empresario, y tras quedar viuda, adujo sin temor que el casamiento supone “la tumba de la confianza y el amor”. En sus escritos, que tuvieron gran repercusión, trataba diversos temas (la religión, el matrimonio, el celibato, la sociedad, etc.). A pesar de que la revolución fuera acogida como un soplo de aire fresco por gran parte del pueblo francés frente a los abusos del Antiguo Régimen, bajo el estandarte del famoso lema revolucionario Libertad, igualdad, fraternidad, Olympe de Gouges pensaba que la situación de las mujeres, a pesar de todo, no había cambiado ni un ápice. Con una voluntad férrea, reclamó un trato de igualdad en cualquier aspecto para hombres y mujeres. Lo importante, pensaba, no es demostrar que la naturaleza de ambos sexos no difieren en lo esencial, sino obligar al Estado a que la ley les sea aplicada de igual forma: los derechos no son un privilegio que puedan dispensarse aleatoriamente. En su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, Olympe llamaba la atención a sus compañeras de esta forma: “Mujer, ¡despierta! La campana que toca la razón resuena por todo el universo; ¡conoce tus derechos! El reino poderoso de la naturaleza ya no está rodeado de prejuicios, fanatismo, escepticismo y mentiras. Solo la ley tiene derecho a poner límites a esta libertad cuando degenera caprichosamente, pero debe ser igual para todo el mundo”. El punto clave de la libertad, aseguraba la enérgica Olympe, reside en que la sociedad admita que cualquier ciudadano, sea cual sea su condición o su sexo, pueda progresar sin impedimentos artificiales mediante la libre ejercitación de sus capacidades. Olympe de Gouges murió ejecutada en defensa de esa misma libertad, tras oponerse frontalmente a la represión jacobina que por aquel entonces comandaban Marat y Roberspierre. La acusación del tribunal revolucionario: reaccionaria.




Si viajamos por un momento hasta la actualidad descubrimos, tras la aparición de los grandes grupos feministas del siglo XX, que lo que llamamos “masculinidad” y “feminidad” no son notas esenciales de la naturaleza humana, como pensaban Kant, Rousseau o Schopenhauer, sino constructos sociales o culturales que pueden ser modificados con el esfuerzo de una sociedad. Aquella expulsión premeditada de las mujeres del mundo de la cultura, afirma la profesora Rubí de María Gómez, “se expresa como omisión histórica que ha borrado los rastros dejados por mujeres. Afirmarse como mujer no significa dejar de ser parte de la humanidad”. Desde muy pronto, en mitos difíciles de fechar, el Sol fue identificado con el varón, junto a las

características de la fuerza, la actividad y la responsabilidad, mientras que a la mujer se le adscribían notas más oscuras (Luna), como la falta de creatividad o la irracionalidad. Hasta bien entrado el siglo XX, escribe María Rosa Palazón, “el principal negocio femenino fue, pues, seducir para engendrar”. Para evitar estridencias que pudieran afectar al tranquilo devenir masculino de la historia de la filosofía, la estrategia a seguir fue clara: silenciar el ejercicio intelectual de las mujeres. “Ha llegado el momento –continúa Palazón– de no seguir esgrimiendo la igualdad abstracta, inmersa en los marcos teóricos y la praxis en uso. Poco habremos avanzado si nuestro único objetivo es que las mujeres ocupen los oficios y los puestos de mando antes reservados para los

hombres, respetando el mismo estatus opresor, injusto, enajenante y enajenado”. Ya en el siglo XIX existieron algunas mujeres que, tras la aventura ilustrada en la que la filosofía prosiguió su recorrido eminentemente masculino, fueron conscientes de su condición y decidieron tomar parte activa en ella a través de la política y la filosofía. Hedwig Dohm (1831–1919), que vivió cerca y conoció de primera mano la élite intelectual de Berlín, fue una de ellas. Es necesario que se escriba menos teoría sobre las mujeres; ya era hora de que los postulados que quedaban expuestos en los libros se pusieran en práctica: lo relevante es examinar la vida cotidiana de cualquier mujer para darse cuenta de que su situación no es comparable a la de los


“la conquista del voto” El período de la Ilustración no debía pasar en balde. Sus principios debían aplicarse sin excepción a todos los seres humanos: el derecho a la educación solo puede ser universal, la desigualdad es producto de la diferencia existente en el proceso de socialización entre mujeres y hombres. Solo de este modo, a través del desarrollo intelectual, pueden aquellas interesarse por la política e intervenir, así, en los temas que incumben a los miembros de cualquier sociedad. Para ello, sin embargo, era necesario el sufragio universal. A este respecto, Dohm escribía en uno de sus tratados, titulado La naturaleza y el derecho de las mujeres: “Exigimos el derecho al voto como nuestro derecho. Pero ¿por qué tengo que demostrar primero que tengo este derecho? Soy un ser humano, pienso, siento, soy ciudadana del Estado. ¿Por qué se equipara a la mujer con los idiotas y los criminales? No, con los criminales no. Al criminal se le priva de sus derechos políticos solo temporalmente; de modo que tan solo la mujer y el idiota pertenecen a la misma categoría política”. No fue hasta finales del siglo XVII cuando se publicó por vez primera un libro bajo el título de Historia de las mujeres filósofas (en la actualidad se puede encontrar en la editorial Herder), escrito por Gilles Ménage y dedicado, según el autor, a “la más sabia de las mujeres actuales y del pasado”: Anne Lefebvre Dacier, una intelectual francesa, editora y traductora de clásicos griegos y latinos. Cuando Umberto Eco echó un vistazo a la obra, explicó que, tras haber hojeado al menos tres enciclopedias actuales sobre filosofía, no encontró ninguno de los nombres que cita Ménage en su llamativo libro. El autor italiano aseguró tras este análisis que “no es que no hayan existido mujeres que filosofaran; es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez después de haberse apropiado de sus ideas”.



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