Ada
Bebimos y cantamos. Bailamos la hora hasta caer al suelo, riéndonos, para levantarnos de nuevo y seguir bailando. El Estado de Israel, nuestro sueño, se había hecho realidad. Vi llorar a mi madre y a otros muchos. Podía haber pasado aquel día en Tel Aviv con mis compañeros de armas, porque allí era donde la Historia iba a producirse; pero preferí celebrarlo en Ashdot Yaakov con los míos. Hacía apenas unas semanas que mi hermano Revah había regresado a casa, libre al fin de su cautiverio en África. Todos los sacrificios y el dolor por los caídos cobraban sentido al cabo de tanto tiempo. Como dijo mi padre en la sinagoga días más tarde: las palabras de Ben Gurión en la radio, «El pueblo judío nunca dejó de rezar ni de tener fe en el regreso a esta tierra para restablecer su libertad», fueron lo más cercano en nuestra época a la voz de Dios en boca de los profetas. Ente mis vecinos y amigos, al lado de mi familia, noté la presencia de mis hermanos desaparecidos, Ari y Eliyahu; les sentí compartiendo la alegría alrededor de aquella gran hoguera de perdón y esperanza. Cuando llegue el Reino Celestial, creo que lo reconoceré como una multiplicación eterna de aquella noche. Muy a nuestro pesar, sin embargo, la realidad se impuso a la mañana siguiente. Incluso en aquel clima de victoria, un profundo temor seguía atenazándonos. Sabíamos que los árabes nos invadirían al unísono por todos los costados. Egipto tenía un ejército numeroso y bien equipado. Siria aprovecharía su ventaja geográfica para atacarnos desde el Golán. La Legión Transjordana, si bien de tamaño más reducido que sus aliados, contaba con armamento moderno y tropas
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entrenadas por los británicos. Nosotros, en cambio, ¿qué teníamos? Una milicia desorganizada, oficiales sin experiencia y armas obsoletas. Los líderes árabes hablaban de barrer el sionismo y aniquilar a los judíos de Palestina. Nos preparábamos para otro holocausto. En previsión de la guerra, mi brigada en el Haganah, la Levanoni, quedó dividido en dos. La nueva Primera Brigada, a la que pasé a pertenecer dentro de su segundo batallón, tomó el nombre de Golani por su emplazamiento en la frontera con Siria. La otra brigada recién creada, la Carmeli, con base en Haifa, permaneció en la Galilea occidental. A mi unidad se le asignó la defensa del kibbutz Degania Bet, situado, al igual que su colonia hermana Degania Alef, cerca de la desembocadura del Jordán. Yo conocía bien las Deganias, ya que están tan solo un par de millas al norte de Ashdot Yaakov. Aunque se fomentaba la rivalidad entre los kibbutzim en aras de una mayor productividad, los jóvenes de la zona solíamos divertirnos juntos y apenas había diferencias entre unos asentamientos y otros. El pueblo de Tzemah, o Samakh, como se le llamaba entonces en árabe, constituía la primera línea del frente; las Deganias venían a continuación. Si no lográbamos detener allí a los sirios, su avance por todo el valle sería imparable. Llegué a Degania Bet el mismo día que se decretó el estado de emergencia. Nuestra primera misión fue la requisa de armamento en los kibbutzim vecinos, incluido Ashdot Yaakov. Nos hicimos con gran cantidad de subfusiles Sten y varios rifles vz. 24; necesarios para levantar la moral de los colonos, pero inútiles contra los tanques sirios. Todavía hoy, cuando cuento que sólo disponíamos de un mortero Davidka y un lanzagranadas semidefectuoso, encuentro que algunas personas tienen dificultades para creerlo. En Degania Alef no estaban mejor equipados que nosotros ni disponían de muchos más combatientes: ellos eran unos ochenta y nosotros, 2
sesenta y cuatro. Los niños, ancianos y enfermos de todos los asentamientos próximos a la frontera ya habían sido evacuados; a Kinneret primero y, desde allí, en autobuses, a Tiberiades. Degania Alef estaba, al menos, cubierto por los cañones desplegados media milla a su espalda, entre Poria y Amulot; aunque es cierto que precisaba de más protección que nosotros, por ser el primer emplazamiento judío en la ruta del avance árabe. No nos engañábamos: nuestra plaza era la ficha más débil en aquel endeble dominó; los verdaderos muros de contención no se habían levantado en Galilea, sino entorno a Jerusalén y en el frente egipcio. Los refuerzos llegaron al atardecer del primer día, mientras cavábamos las trincheras y desalojábamos los sótanos que nos servirían de refugios. Dejamos nuestras tareas para darles la bienvenida y fue entonces cuando la vi por primera vez. Ada se bajó de la camioneta y miró a su alrededor con expresión seria y ojos escrutadores. Al estrecharle la mano, se presentó como la teniente Naor. La acompañaba otra chica, la sargento Deborah Shapira, y tres hombres con el aspecto rudo que uno espera de los integrantes de las fuerzas de asalto. Los miembros del comando provenían de dos unidades diferentes de la Decimotercera del Palmach. Les ayudamos a descargar el vehículo y pospusimos las conversaciones para la cena. Sin tiempo que perder, Ada y sus camaradas viajaron a Tiberiades y regresaron con cuarenta galones de gasolina y decenas de cajas con botellas vacías. Las dos palmachniks impartieron un curso rápido a las mujeres de la colonia y comenzaron a fabricar cócteles Molotov con sábanas rasgadas y el saco de serrín que habían traído en la camioneta. Justo antes del anochecer, llegó nuestro último refuerzo: un destacamento del Cuerpo de Guardia procedente de Samakh. Nos contaron que el pueblo había sido evacuado y tres pelotones de la Carmeli defendían ahora el cuartel de la Policía, una maciza construcción cuadrangular con aspecto de búnker. El Palmach sembraría de minas la carretera de acceso a Samakh por el Este y 3
los edificios susceptibles de convertirse en bases sirias si eran tomados; la experiencia de Ada y sus camaradas como zapadores se limitaba a la semana de instrucción que acababan de recibir en Ramat Yohanan. Durante la cena intimé con Mordechai Rubestein. «Rubi», como le gustaba que le llamásemos, era un americano alto y fuerte, orgulloso de su barba desaliñada y su firme compromiso con el sionismo. Aunque no llevaba en Israel treinta días, nos superaba a todos en ganas de combatir. Nada más arribar a Haifa, se había alistado en el Haganah; pero, desilusionado con su primer destino en la unidad de Señales de la Séptima Brigada, había pedido el traslado a los pocos días. Al no obtenerlo, «simple y llanamente», como él mismo decía, había «salido por patas en busca de acción». —Me largué a Tel Aviv y me presenté en la oficina central de reclutamiento del Palmach —me contó entre risas—. Respondí con mentiras a todo lo que me preguntaron. No tengo ni idea de si me dieron por desertor en la Séptima o qué. No creo que me echasen siquiera en falta. ¡No he visto cosa peor organizada que aquel campamento! ¡Bendito desastre! —su hebreo era rudimentario, así que nos entendíamos en inglés. Aquella noche de luna menguante, previa a la tormenta, cada frase intercambiada era un lazo de amistad. Debíamos terminar las trincheras, de modo que nos levantamos antes del alba. Nos disponíamos a retomar el trabajo, cuando un colono, de repente, lanzó un grito y extendió el brazo hacia el horizonte. Puntos de luz brillaban como estrellas que hubiesen caído a la tierra: el ejército sirio descendía hacia nosotros por la sierra del Golán. —¿A qué distancia están? —preguntó la sargento Shapira.
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—Tenemos un día —contesté, dando por sentado que el enemigo cruzaría la frontera sin oposición y se establecería en el poblado árabe de Tel-al-Qasr. —No perdamos tiempo entonces —dijo Ada con voz marcial. La noche anterior, durante la cena, se había sentado con las mujeres del kibbutz. Yo la había observado y me había dado la impresión de que hablaba más que escuchaba; su mente no parecía estar enteramente en el comedor comunitario. Habíamos sido abastecidos con tan pocos proyectiles que no podíamos hacer pruebas de tiro. Expusimos nuestras quejas al oficial de enlace con el Alto Mando cuando nos visitó aquella tarde. Por supuesto, conocía nuestra situación y sabíamos que nada iba a cambiar. Recibimos sus órdenes y, tras su marcha, celebramos una asamblea para discutirlas, sin jerarquía ni protocolo, muy al estilo del Haganah. Decidimos enviar a Tel Aviv al más veterano de nuestros colonos, Nathan Birnbaum, un hombre con contactos en la Agencia Judía. Birnbaum presentaría nuestro caso directamente ante el general Yadin del Estado Mayor; emprendió viaje en cuanto concluimos la reunión. Aquella la noche el ambiente fue muy diferente. Todos sentíamos un malestar interior que nos impedía distraernos con otras cosas. Hablábamos poco y nadie bromeaba salvo «Rubi», inmune a la tensión. Fue el único de los palmachniks que no se retiró pronto, a pesar de que sólo unas horas después intentarían minar la entrada a la estación ferroviaria de Samakh y los alrededores de una nave de la Oficina Agropecuaria con animales en cuarentena. Me desperté de madrugada al oír el vehículo de los zapadores abandonar el kibbutz. De inmediato pensé en Ada y le pedí al Todopoderoso que regresara sana y salva. Consciente de mi egoísmo, rectifiqué y recé para que todo el comando volviese ileso.
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Retornaron antes de lo que esperábamos, ya que les fue imposible aproximarse a los objetivos de la misión. Los sirios dominaban ya el este de Samakh, donde habían establecido posiciones para emprender el ataque a nuestra base. Desalentada por el fracaso, Ada desapareció nada más llegar. Recorrí la colonia en su busca, con la excusa de querer asegurarme de que todo el mundo se hubiese levantado, y la encontré limpiando los rifles en el almacén que utilizábamos como arsenal. Al verme, me recibió con una mirada hostil y continuó con los Mauser. —Aquí cogen mucho menos polvo que en el desierto —dije. Supongo que mi intención era hablarle de mis acciones contra los ingleses, saber también de su pasado. Pero ella siguió atareada, como si yo no hubiese dicho nada, así que la dejé sola. Al amanecer comenzó la ofensiva. Recibimos fuego enemigo durante las siguientes veinticuatro horas. Atacaron todos los asentamientos del valle con cañones y morteros de largo alcance. Desde el tejado del granero, el edificio más alto del kibbutz, el vigía comprobó que la artillería siria llegaba hasta Beit Zera, una milla al sur de nosotros. Me inquieté al saberlo, ya que desde Beit Zera sólo hay otra milla hasta Ashdot Yaakov. Desconocía cuál era la situación en casa. Mi sobrino Meir habría sido evacuado y mi hermano combatía en la frontera con Transjordania, pero el resto de la familia aguardaba, impotente, el desarrollo de los acontecimientos. Permanecimos a resguardo durante todo el día y gran parte de la noche. Irremediablemente, el bombardeo afectó a nuestra moral. Ada y los palmachniks se ocultaron en el otro refugio. El fuego sirio se detuvo antes de la aurora. Con los primeros rayos del sol, el vigía subió al tejado del granero y contempló los tentáculos del monstruo extendiéndose sobre Samakh. La infantería árabe avanzaba en dos columnas: una en paralelo a la orilla del lago y otra
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flanqueando el pueblo. En conjunto, entre carros de combate, camiones y ametralladoras, el vigía calculó unos cuarenta vehículos. Por lo que supimos más tarde, la batalla en Samakh fue encarnizada y los nuestros aguantaron la embestida con heroicidad. Poco a poco, no obstante, cedieron terreno y acabaron abandonando las fortificaciones en las calles centrales para concentrar toda la resistencia en el cuartel de policía. Quizá porque la defensa de Samakh se prolongó más de lo que el Alto Mando había previsto, el coronel Moshe Cohen, mi comandante en Degania Alef, se presentó en nuestro kibbutz con la orden de reunir una fuerza de apoyo. Seleccioné a cinco soldados y regresamos con Cohen a Alef, donde recibimos instrucciones y partimos sin demora en un camión junto a diez de sus hombres. —Capitán Lieberman, hemos de ser optimistas —me dijo el coronel mientras descendíamos hacia Samakh—. Los sirios se asustan fácilmente. Agradecí aquellas palabras y quise tomarlas como ciertas. Pero apenas unos minutos después nos topamos con la retirada de nuestras tropas. Dimos media vuelta y les condujimos hasta Degania Alef. El oficial al mando del contingente se lamentó de no haber podido evitar un repliegue tan caótico y pronosticó un elevado número de bajas. Con los ojos húmedos, nos contó que habían tenido que dejar atrás a los heridos. De regreso a Degania Bet, congregué a militares y colonos para informarles de la caída de Samakh. Nosotros éramos ahora el frente; todo Israel esperaba que resistiésemos. —Lo único que debemos hacer —les dije— es lo que hemos hecho cada día desde que llegamos a esta tierra: ¡defenderla! Mi breve arenga tuvo, por desgracia, un efecto limitado. Nathan Birnbaum regresó de Tel Aviv con noticias contradictorias. Había sido recibido por Yigael 7
Yadin, el general en jefe del Haganah, quien le había prometido la movilización de los cuatro cañones Napoleón que obraban en poder de nuestro ejército; pero se había entrevistado también con un asesor de Ben Gurion y los planes del primer ministro eran otros: los Napoleones se reservarían para la defensa de Jerusalén. —Esos cañones son una reliquia del pasado —opinó un oficial del Cuerpo de Guardia. —Mejor eso que nada —dije yo, señalando lo obvio. —Y nada es lo que vamos a tener —concluyó Birnbaum. Había motivos, sin embargo, para no caer en el abatimiento. Degania Alef estaba ahora mejor protegida, gracias a los combatientes llegados de Samakh. Además, las tropas sirias necesitarían reorganizarse antes de atacarnos. Acerté en que no nos atacarían de inmediato, pero me equivoqué al suponer que los sirios se tomarían un tiempo para reorganizarse. A media mañana del día siguiente, divisamos columnas de humo al pie de las montañas al sureste del valle. No me hacían falta los prismáticos para saber que lo que ardía en la distancia era Shaar HaGolan, el primer kibbutz en la carretera que conducía por nuestra retaguardia hasta Beit Zera: los sirios acababan de abrir una nueva brecha para tratar de emboscarnos. Por la tarde, mientras el sol se ponía al otro lado del Jordán, pensé que estábamos en las manos de Dios y sólo un milagro podría salvarnos. Aquella fue nuestra hora más oscura. Me ofrecí voluntario para efectuar el primer turno de guardia. ¿Quién podía dormir, en cualquier caso, cuando nos aguardaba la batalla? Por momentos, cien pensamientos ocupaban mi mente, que luego parecía vaciarse por completo. El miedo me paralizaba para, sólo un minuto después, sentir un torrente de valor circulándome por las venas. Llegué a imaginarme la rendición, una larga caminata bajo el sol abrasador con destino a una mugrienta prisión siria; pero enseguida 8
renegaba de mi desánimo y sabía que ganaríamos la guerra y te la contaría a ti, mi hijo; aunque entonces no fueses más que un vago proyecto en un porvenir incierto. Lo que no podía imaginarme es que te relataría todo esto al inicio de otra guerra; la primera para ti y tu generación, la tercera para este país y la mía. También Ada ocupó mis pensamientos durante aquella vigilia. Me habían bastado unos días para conocer su rostro tan bien como la orografía del valle. Sus labios eran carnosos como una ciruela madura; su piel, morena y suave. Tenía una cicatriz reciente junto a la ceja izquierda. La nariz era recta y daba carácter a una cara fina y ovalada. Los bucles de su cabello eran lana sobre las mejillas. En sus ojos había una noche sefardí. Las estrellas lucían en lo alto, bellas y frías, mientras nuestros corazones ardían. El de Rubistein, siempre encendido, me contagió su calidez cuando nos sentamos a charlar tras el cambio de guardia. Ningún centinela tenía prisa por irse a la cama al terminar su turno. —¿Se ha dado cuenta, capitán, de que las mujeres duermen a pierna suelta? — me preguntó «Rubi». —No hay mujeres en nuestro dormitorio —contesté. —¡Ah! ¡No sabe cómo lo siento! —me guiñó un ojo—. Mis dos chicas, se lo aseguro, durmieron como troncos durante el bombardeo. No le creí, pero hizo que me riera. Aproveché la ocasión para preguntarle por «sus chicas»; por timidez, procuré que mi curiosidad pareciese casual. Las dos, Ada y Deborah, eran de Haifa. Habían estudiado en la misma escuela femenina, donde una entrenadora deportiva las reclutó para las fuerzas de asalto. Las palmachniks tenían fama de aguerridas: las pruebas físicas que debían pasar no eran menos duras que las de los hombres, transportaban armas y munición en largas travesías nocturnas y llevaban a cabo misiones de reconocimiento sobre cualquier 9
terreno. En las semanas previas a la retira británica, ambas habían participado en el robo de automóviles del ejército saliente; según «Rubi», Ada se jactaba de haberse hecho con un jeep aparcado a la puerta de los cuarteles Allenby sin que los ingleses se hubieran percatado. Pensé, al fin, que era mejor descansar un poco y me fui a dormir. No me avergüenza reconocer que llegué a olvidarme del peligro que nos acechaba. Creo, por lo demás, que es un instinto natural: recrearnos en lo más bonito de la vida antes de afrontar la muerte. Soñé que Ada se acostaba a mi lado, su nuca junto a mis labios, y que yo la abrazaba por la espalda y besaba su cuello. Nada más despertar, tuve el presentimiento de que el ataque sirio ya estaba en marcha. Mientras me vestía, sentí el impacto de las primeras explosiones. Eran las cuatro y empezaba a amanecer. Corrí hasta la posición del vigía, subí al tejado y comprobé por mí mismo cómo la artillería siria cubría el avance de sus tanques y varios batallones de infantería. El fuego de mortero se cebaba especialmente con Degania Alef, pero nosotros también recibíamos lo nuestro. Aquello despejó la principal duda que había tenido hasta entonces: si los sirios realizarían una ofensiva conjunta sobre los dos kibbutzim o irían primero a por Alef y después a por nosotros. Los tanques árabes avanzaban, en una única columna, tanto por la carretera como por el campo. Presenciamos el ataque a nuestros vecinos desde los puestos de disparo que habíamos levantado en las trincheras. Yo no lo vi, pero mis compañeros aseguraron que los morteros lanzados desde la planicie de Alumot habían destruido un carro de combate sirio. Me cambié de lugar para tener un mejor panorama y, a lo largo de las horas siguientes, observé cómo el avance enemigo encallaba a unos escasos doscientos metros de Degania Alef. Alrededor de las nueve, sin poder creerlo, vimos a los tanques retroceder. 10
Lo celebramos con gritos de júbilo y disparos al aire. No sabíamos cuánto iba a durar nuestra alegría. Con un poco de suerte, permaneceríamos a salvo durante el resto del día; pero el vigía no tardó en volver a dar la voz de alarma. Subí de nuevo al tejado y tomé sus prismáticos: los carros se abrían paso a través de los campos, dejaban Degania Alef a su derecha y, lentamente, se aproximaban a nosotros. Grité con todo el aire de mis pulmones que cada soldado y colono regresase a sus puestos. Cuando bajé del tejado, me sorprendí de encontrar a Ada al pie de la escalera. —Capitán —me dijo—, ¡podremos con ellos! ¡Esta noche bailaremos sobre uno de esos tanques! Por la forma en que me miraba, interpreté que se refería a ella y a mí, solos. —Que Dios la oiga, teniente —contesté y, en un brevísimo lapso, el segundo que necesitó para reaccionar con una sonrisa, creí saber lo que estaba pensando. Ada, como la mayoría de los palmachniks, no era en absoluto religiosa. No había más que ver cómo convivían en barracones mixtos o se entrenaban durante el Sabbath. Por mucho que me gustasen sus piernas, una parte de mí seguía rechazando el modo indecoroso en que vestían las chicas soldado, con aquellos pantalones extremadamente cortos y las camisas desabotonadas. Tras los días que llevábamos juntos, Ada sabía que yo no aludía a Dios en vano. Creo que pensó en lo diferentes que éramos, pero sonrió como si careciese de importancia. Ocupé mi posición y ella ayudó a sacar del almacén los cócteles Molotov que habían elaborado. Di orden de que los artilleros cargaran las baterías antitanque y aguardaran mi señal para disparar. Fue la media hora más larga de mi vida. No lo he contado hasta ahora, pero habrás inferido que no contábamos con ninguna radio con la que poder comunicarnos con el resto de nuestras tropas. De 11
haberla tenido, habríamos sabido que Tel Aviv había aceptado nuestra petición y los cañones de montaña Napoleón ya estaban instalados en la meseta de Amulot. Imagina mi sorpresa cuando el terreno delante de los tanques sirios comenzó a reventarse. Los primeros impactos me cortaron la respiración; fue como ver derrumbarse los muros de Jericó frente al ejército de Josué. Un tanque, alcanzado de pleno, saltó por los aires. Pocos proyectiles acertaban en la blanco, pero su efecto fue demoledor. Se erigieron cortinas de humor y ardió la planicie reseca. Supuse que los carros sirios continuarían avanzando hasta tener el kibbutz a distancia de tiro. Su progresión, sin embargo, era tan dificultosa que desistieron. En apenas diez minutos, los viejos Napoleones detuvieron el ataque. Los tanques empezaron a dar media vuelta antes de que pudiésemos lanzar una sola granada. ¡Lo habíamos logrado! ¡Alabado sea el Creador! Cuando estuve seguro de que el fuego enemigo había cesado, ordené a dos de mis hombres que vinieran conmigo y nos trasladamos a Degania Alef. Deseaba comprobar de cerca la huida siria; mejor que huida debería decir desbandada, ya que las unidades enemigas se replegaban entorpeciéndose unas a otras. Conté cuatro tanques abandonados en el escenario de la batalla. Mientras departía con el coronel Cohen, llegó el oficial de enlace con el Alto Mando. Nos informó de que pronto se iniciaría una contraofensiva con el objetivo de expulsar al enemigo de Samakh. Cené en Alef, festejando la victoria con el fuerte tinto de sus viñas; mi pensamiento, no obstante, estaba con los compañeros de Degania Bet y, sobre todo, con Ada. Cuando regresé, todos bailaban en torno a un gran fuego. Nos recibieron con abrazos y, cogidos de la mano en un único corro, cantamos la Hatikvah. Quería compartir mi júbilo con Ada; tomar una linterna, descender a la planicie y auparla a uno de los tanques. Pero la encontré, apartada del resto, en los 12
brazos de Rubestein. Reían y se miraban con chispas en los ojos; nada existía a su alrededor. Ella le acarició la barba y él le dijo algo al oído. Recordé que habíamos derrotado a los sirios y sentí que todo había sido en balde. Tal vez había luchado por ella. Es ahora, veinticinco años después, cuando recuerdo lo mucho que aquella chica me gustaba y me doy cuenta de la insensatez de mis sentimientos, de lo precipitado del afecto que en ocasiones sentimos hacia personas que en realidad no conocemos. No odié a «Rubi»; me caía bien, con sus virtudes y sus defectos. Comprendía que Ada se sintiese atraída por él: con la edad he aprendido que a muchas mujeres les fascinan los tipos masculinos e infantiles. Galilea sobrevivió aquella noche y «Rubi» besó a Ada como si no hubiese nadie más en el mundo. Me pregunto por qué me esperó al pie de la escalera al bajar del tejado. La respuesta que me doy es que pretendió ser una buena soldado. Creo que intentó infundirme valor, a sabiendas de lo que yo sentía hacía ella o, quizás, movida por una generosidad inconsciente. El ejército sirio se retiró de Samakh, dejando un contingente de artillería en la estación de cuarentena para cubrir su defensa. La brigada Carmeli contraatacó desde Beit Zera y en pocos días reconquistamos todo el valle. Los fallecidos en la batalla de las Deganias, militares y civiles, hombres y mujeres, murieron por Israel. Les dimos sepultura en Alef y descansan en esta tierra por la que todavía hoy luchamos. Quizá tengamos que hacerlo hasta la llegada del Juicio Final, pero se lo debemos a todos los que perecieron defendiéndola. Yo no soy diferente a mis compañeros de aquellos días, ni a mi amigo Ariel y su hermano Eliyahu, ni tu eres distinto a los que van a combatir a tu lado. Volví a ver a Ada cinco años después en un acto conmemorativo. Apenas había cambiado. Reconocí en ella a una mujer bella, pero no más que muchas otras. Se 13
había casado y vivía en un kibbutz al sur de Tel Aviv. Le pregunté por «Rubi», puesto que no asistió a la ceremonia o yo no le vio, y me contó que había sabido por alguien de su muerte en la campaña de Suez. Le hablé de ti y de tu madre; tu hermano Ari aún no había nacido. Ella me dijo que tenía una niña. Nos despedimos y no había vuelto a pensar en ella hasta hoy, cuando he escuchado el nombre de esa chica de tu escuadrón: Bina Naor. Si tienes oportunidad, pregúntale cómo se llama su madre.
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