Ada
Bebimos y cantamos. Bailamos la hora hasta caer al suelo, riéndonos, para levantarnos de nuevo y seguir bailando. El Estado de Israel, nuestro sueño, se había hecho realidad. Vi llorar a mi madre y a otros muchos. Podía haber pasado aquel día en Tel Aviv con mis compañeros de armas, porque allí era donde la Historia iba a producirse; pero preferí celebrarlo en Ashdot Yaakov con los míos. Hacía apenas unas semanas que mi hermano Revah había regresado a casa, libre al fin de su cautiverio en África. Todos los sacrificios y el dolor por los caídos cobraban sentido al cabo de tanto tiempo. Como dijo mi padre en la sinagoga días más tarde: las palabras de Ben Gurión en la radio, «El pueblo judío nunca dejó de rezar ni de tener fe en el regreso a esta tierra para restablecer su libertad», fueron lo más cercano en nuestra época a la voz de Dios en boca de los profetas. Ente mis vecinos y amigos, al lado de mi familia, noté la presencia de mis hermanos desaparecidos, Ari y Eliyahu; les sentí compartiendo la alegría alrededor de aquella gran hoguera de perdón y esperanza. Cuando llegue el Reino Celestial, creo que lo reconoceré como una multiplicación eterna de aquella noche. Muy a nuestro pesar, sin embargo, la realidad se impuso a la mañana siguiente. Incluso en aquel clima de victoria, un profundo temor seguía atenazándonos. Sabíamos que los árabes nos invadirían al unísono por todos los costados. Egipto tenía un ejército numeroso y bien equipado. Siria aprovecharía su ventaja geográfica para atacarnos desde el Golán. La Legión Transjordana, si bien de tamaño más reducido que sus aliados, contaba con armamento moderno y tropas
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