Atención al cliente, de BenoÎt Duteurtre

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ATENCIÓN AL CLIENTE



BENOร T DUTEURTRE

Atenciรณn al cliente Traducciรณn de Alma Fernรกndez Simรณn


Primera edición: abril de 2012 Título original: Service clientèle (2003) © Benoît Duteurtre, 2003 © Editions Gallimard, 2003 © de la traducción: Alma Fernández Simón, 2012 © de esta edición: Editorial Funambulista, 2012 c/Alberto Aguilera, 8. 28015 Madrid www.funambulista.net BIC: FA ISBN: 978-84-93985-57-8 Depósito legal: M-16139-2012 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi © de la foto de cubierta: En espera, Francisco José Martínez Morán, 2012 Producción gráfica: MFC Artes Gráficas Impreso en España Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.


Atenci贸n al cliente



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La Navidad pasada mis padres me regalaron un teléfono móvil de lo más sofisticado. Independientemente del lugar del mundo en el que me encontrara, a partir de entonces podría distraerme gracias a un montón de juegos electrónicos, pedir un taxi, enviar una foto, informarme del tiempo y acceder a través de Internet a millones de informaciones útiles para no perderse en la existencia. Mis padres se habían dejado los cuartos: el regalo les había costado caro y, sin embargo, yo ganaba más dinero que ellos. Tenían el sentimiento, teñido de orgullo, de que

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apoyaban al cuarentón maduro y dinámico en el que me había convertido, viajando siempre por el mundo, escribiendo reportajes, codeándome con estrellas en las veladas parisinas. Habían recurrido a sus ahorros para contribuir al standing de su hijo querido, y yo se lo agradecí con emoción antes de retomar mi trepidante vida en el mundo de la información. Unos días más tarde encontré en mi buzón una carta enviada por la compañía de telecomunicaciones a la que estaba suscrito. Paso por alto los detalles de esta amable misiva firmada por el «director de Atención al cliente», Dominique Delmare.1 Me daba las gracias por haber elegido la sociedad Cogecaphone; me otorgaba sin dudarlo el estatus de «cliente privilegiado», 1. Delmare es un apellido cómicamente alusivo en francés (el verbo «se marrer» puede significar reírse, pero también «en avoir marre», hartarse); un equivalente de fantasía en español podría ser: señor Delarto o Delturno o señor Guaso.

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me regalaba cinco mil puntos de fidelidad y una suscripción gratuita a la revista Llamadas que recibo por lo tanto cada mes (no entiendo por qué el dinero que invierto en mis comunicaciones telefónicas debe financiar este periódico en cuatricromía, repleto de innumerables artículos publicitarios, ofertas de venta y proyectos de viaje... pero así es). Apenas habían transcurrido dos meses cuando, un maldito día, olvidé mi móvil en un taxi. Todavía me veo a mí mismo en la acera, en ese momento de angustia, introduciendo la mano en mi bolsillo vacío, buscando en vano el teléfono, persiguiendo el coche que ya se estaba alejando. Recuerdo haber entrado, muy nervioso, en la cafetería más cercana y haber marcado cien veces mi propio número con el fin de localizar al conductor, que no contestaba. Regresé a mi casa desamparado. ¿Cuántos amigos, cuántos interlocutores, cuántos empresarios

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potenciales estarían intentando contactarme en ese momento, sorprendidos de no encontrarme? Ni siquiera podía avisarles, ya que mi agenda telefónica se encontraba en el aparato. A las dificultades de la situación se añadía mi culpabilidad por este acto fallido. Intenté calmarme para luchar contra ese sentimiento de fracaso, y fue justo entonces cuando me di cuenta de la magnitud de la catástrofe. Unos días más tarde me iba de vacaciones a América del Norte durante una semana. Contaba con el móvil para permanecer en contacto, en cuerpo y alma, con mis precarias actividades intelectuales al servicio de media docena de redacciones. Gracias a él estaría localizable para los que garantizaban mi subsistencia, y así podrían encargarme un artículo nuevo. Toda aquella buena organización acababa de derrumbarse. No podía seguir así suspendido en el vacío. Sin más dilación, me dirigí rápidamente a una

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tienda especializada para reemplazar el móvil. La dependienta llevaba una gorra con el logo de Cogecaphone. Me escuchó con amabilidad, pero al final de la conversación comprendí que para conseguir un modelo equivalente tendría que pagar una cantidad cuatro veces mayor: resulta que mis padres habían comprado un pack que llevaba aparejadas unas condiciones especiales que no se aplicaban en caso de sustitución. Además, si quería mantener mi número de teléfono, había que encontrar un tipo de chip (la «tarjeta SIM»), perteneciente a una serie que ahora mismo no estaba disponible. Si quería tener un móvil durante el viaje, más me valía suscribir un abono nuevo, con un número nuevo... Aun así, incluso llevando a cabo esta gestión con la misma compañía, debía seguir pagando durante un año el abono del teléfono perdido, según lo estipulado en el contrato. Por supuesto, los puntos de fidelidad no podían traspasarse de

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un contrato a otro. La extorsión era flagrante, aunque la prensa económica lo traducía elegantemente como: crecimiento de las empresas de telecomunicaciones. De regreso a casa, enfadado, decidí contactar con el responsable. ¿Acaso Dominique Delmare no me había dado el trato de «cliente privilegiado»? Así fue como comenzó mi largo periplo —comparable a la Odisea, pero mucho menos pintoresco— cuya primera etapa se desarrolló por los vericuetos de un contestador automático. Tras marcar el número de la compañía, me pareció oír a mi interlocutor descolgar el teléfono y, lleno de un buen humor constructivo, me dispuse a decir: —Hola, buenos días, señor, éste es mi problema... Una voz artificial me interrumpió casi enseguida con su sonoridad nasal algo forzada, yuxtaponiendo de forma metódica las sílabas, sin ningún sentido de la entonación:

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—«La-tarifa-de-esta-llamada-es-de-ochenta-y-tres-céntimos-de-euro-por-minuto.  Porfavor-pulse-la-tecla-asterisco». Odio estas máquinas groseras que reemplazan a los seres humanos casi en todas partes. Está claro que la profesión de telefonista no es de las más alegres pero, en los servicios, garantiza una forma de contacto menos penosa que ese ir dando palos de ciego entre voces sintéticas. Capaz, aun así, de contener mi enfado, sobre todo porque no me quedaba más remedio que hacerlo, obedecí pulsando la tecla asterisco, lo que me permitió llegar a la siguiente etapa: —«Si-desea-un-abono-pulse-1. Información-acerca-de-nuestras-nuevas-tarifas-pulse-2. Para-hablar-con-un-operador-espere-unos-segundos». Esperé varios minutos sentado en la silla, dando pataditas contra el suelo, pero en vez de pasarme con el operador, como me había

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prometido, el Cyborg hizo oír de nuevo su voz para proponerme otra opción: —«Si-es-una-empresa-pulse-1. Si-es-unparticular-pulse-2». Pulsé el 2. Así es como, a lo largo de cada etapa, en cuanto pensaba que por fin el asesor de clientes tomaría el relevo, se interponía un nuevo procedimiento pidiéndome que pulsara una u otra tecla, que marcara mi número de abonado e incluso mi fecha de nacimiento. Y un nuevo intervalo de espera me devolvía a la zona indefinida donde no pasaba nada, excepto una secuencia musical de cuarenta segundos, extraída de una suite para orquesta de Juan Sebastián Bach, que se interrumpía exactamente después del mismo acorde subdominante, tras lo cual regresaba de manera invariable al comienzo, contra toda lógica musical... En el interior de este laberinto, los itinerarios parecían meticulosamente organizados para conducirme una y otra

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vez al principio de una nueva serie de preguntas numeradas, retrasando cada vez más la intervención del telefonista, sepultado probablemente por un número de llamadas demasiado elevado. Pero lo que más me fastidiaba de esta pérdida de tiempo era su precio, extremadamente elevado. Porque, por supuesto, el número de «Atención al cliente» estaba pensado para teléfonos móviles, con sus tarifas especiales. La consulta me habría salido por lo tanto prácticamente gratis si la hubiese realizado desde mi móvil Cogecaphone (algo imposible puesto que lo había perdido). En cambio, si lo hacía desde un fijo (seguía teniendo mi antiguo contrato con la compañía nacional de telecomunicaciones), tenía que pagar el exorbitante precio de casi un euro por minuto. Así que, mientras el contestador automático soltaba sus indicaciones y su truncada melodía de Bach, yo visualizaba otro contador que iba corriendo, en el que se

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alineaban las sumas cifradas; oía ese ruido de dinero contante y sonante deslizándose desde mi cuenta bancaria hasta la del operador. Mi mente, atormentada por los complots del capital, se percataba muy bien de esta organización maquiavélica. Por un lado, las empresas seducían al público con el mejor precio, gracias a tentadoras ofertas, folletos publicitarios, precios hiperrebajados, meses de conexión gratuita (incluso había llegado a leer en un cartel que se regalaba un móvil por la compra de una hamburguesa). Por otro lado, tras haber firmado, el consumidor debía obedecer a unas reglas draconianas y pagar penalizaciones en cuanto cometiera el más mínimo error. Atado por un contrato de un año como mínimo, se convertía en el instrumento de esa empresa cuyo servicio posventa se reducía prácticamente a nada, con el fin de mejorar la rentabilidad. A la más mínima reclamación, el tiempo de espera era interminable y la factura-

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ción por esa espera contribuía a su vez al aumento de los beneficios. Una mente ingenua hubiera pensado que se trataba de falta de personal. El verdadero mecanismo era más cínico: el tiempo de espera se había convertido en actor económico y en fuente de ingresos. Bien entrada la tarde, tras mucha perseverancia, conseguí contactar con un telefonista. Aliviado, empecé a contarle mi desventura, pero me interrumpió con un sonoro: —Me presento, soy Kevin Malandain... Cortándome la palabra de esta forma (como ya lo había hecho el contestador automático), me hacía ver que yo era un maleducado por no haberme presentado. Sin embargo, noté por el tono de su voz que estaba aplicando de forma escrupulosa las instrucciones que le habían dado. Incluso me dio la impresión, con algo de tristeza, de que se trataba de un hombre joven, sencillo, criado en la angustia del paro, que había

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hecho estudios de comunicación que no tenían ninguna salida. Después de haber vislumbrado tal vacío, había encontrado un trabajillo en esta empresa en la que le habían enseñado apresuradamente algunas reglas comerciales. Para ganar un salario miserable, debía presentarse de una forma concreta, emplear algunas frases de repertorio, parecer implicado en el desarrollo de la empresa que le estaba explotando y considerar este empleo una suerte. Entonces me presenté, llegado mi turno, antes de retomar el relato detallado de mis desventuras, recordándole que disfrutaba del estatus de «cliente privilegiado». Por su parte, Kevin se esforzaba por comprenderme, pero se veía claramente que no tenía ningún poder, ninguna capacidad de decisión, ninguna opción más que teclear mi número de cuenta en su ordenador, leer lo que veía y repetirme lo que ya me habían dicho en la tienda: que debía pagar mi antiguo

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abono durante un año, y el nuevo también, si quería viajar con un móvil. Como ya estaba empezando a ponerme nervioso (afirmándole al mismo tiempo que no tenía nada «personal» contra él), me indicó el único procedimiento eficaz para este tipo de casos: dirigir una reclamación por escrito al jefe del servicio de Atención al cliente, quien, por cierto, no atendía nunca a nadie por teléfono. Todavía me quedaba algo de energía cuando encendí mi ordenador para redactar esa carta tan amable como indignada. En ella recordaba para empezar las ventajas que se me habían prometido, adjuntando una copia de la carta de bienvenida firmada por Dominique Delmare. Insistía en mis ventajas objetivas como consumidor: cuarentón, soltero, en la cima de mi carrera profesional, persona que viajaba mucho y que llamaba muchísimo por teléfono sin preocuparse por el gasto, y que la empresa no

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se arrepentiría si me otorgara algunas satisfacciones. Incluso le decía que estaba dispuesto a comprar mi nuevo móvil a precio de oro. Pero exigía la anulación de mi antiguo contrato (en teoría me quedaban por pagar once meses) y su mera sustitución por el nuevo contrato que estaba dispuesto a firmar inmediatamente. Añadí unas líneas acerca de los puntos de fidelidad y de mi deseo de conservarlos (en el catálogo de regalos había visto una licuadora de frutas y verduras que me interesaba). Era un toma y daca. Una semana más tarde, justo antes de irme a Norteamérica, Dominique Delmare me envió una respuesta decepcionante. Su carta, estándar y muy tajante, no contestaba a ninguna pregunta. Tal y como estaba estipulado en el contrato, yo debía pagar mi antiguo abono durante once meses más, y los puntos de fidelidad no se podían traspasar. Yo esperaba que el equipo del servicio de Atención al cliente me brindase una

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solución personalizada en respuesta a mi correo tan bien expresado. Como era obvio, no habían examinado ninguno de mis argumentos. Lo único que podía denotar que se me había prestado una atención particular era la firma, con arabesco y hecha en tinta azul. Pero cualquier ordenador podía imitar una firma personal con tinta azul. Mi ira aumentó un grado más. Sin desanimarme, volví a entrar en el laberinto telefónico. Tras haber pulsado varias veces la tecla asterisco, tras haber esperado con paciencia a pesar de la tarifa alta, tras varias peleas verbales con empleados que, uno tras otro, me explicaban que ellos no podían hacer nada (y yo quería creerles, pues todos parecían pertenecer a la misma categoría de estudiantes analfabetos, obligados a recitar frases hechas), fui ascendiendo furioso por la jerarquía de la empresa. Al más mínimo bloqueo, me impacientaba, gritaba; recordaba que

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era periodista y que todo este tema podría llegar muy lejos. Para deshacerse de mí, un asesor de clientes agotado acabó por rogarme que esperara y me pasó con su superior. Pero este subjefe de grupo apenas parecía más responsable que los jóvenes empleados del primer nivel. No solté el teléfono, hablé de escándalo mediático, seguí trepando por la jerarquía y terminé encontrando a una responsable: una mujer bastante amable y paciente que me escuchó mientras recapitulaba mis argumentos. Cuando terminé, añadí que lo más sencillo sería que me pasara con Dominique Delmare, porque esto ya se había convertido en algo personal entre él y yo. Llegado a este tercer grado de la pirámide empresarial, comprendí que no podría llegar más arriba: la empleada intermediaria intentó eludir mi petición, y cuando se dio cuenta de que no iba a rendirme, me explicó con una voz paciente que Dominique Delmare, responsable

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del servicio de Atención al cliente, no existía. Era un nombre inventado para firmar. La única persona que podía solucionar mi problema era ficticia. Mi interlocutora me reenviaba, como de rebote, hacia todas las categorías de telefonistas impotentes, incapaces de tomar la más mínima decisión, y a quienes tan sólo se les pedía que repitieran las frases que les habían enseñado. Dominique Delmare no existía. El servicio de Atención al cliente no tenía jefe. Sus empleados no podían tomar ninguna decisión; como mucho podían remitir los asuntos a los servicios jurídicos (si lo que quería era entrar en un largo procedimiento a través de un abogado). No había ninguna otra respuesta posible. Más me valía renunciar a esa lucha absurda y perdida de antemano. Le di las gracias a mi interlocutora cambiando de repente el tono y terminé aceptando las condiciones que me imponía; porque, a pesar de todo (ésta fue la principal consecuencia de las

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horas perdidas), me sentía ligado a esta compañía a la que me iba acostumbrando. No me cabía ninguna duda de que el sistema sería igual de infernal en cualquier otra compañía. Debía por lo tanto estar más atento, evitar cometer errores, permanecer siempre en el estricto marco del contrato que había aceptado, aunque lo había aceptado equivocándome, en un momento de excitación, tras una oferta publicitaria destinada a hacerme perder el juicio.

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