Los 27 papas del cardenal Belluga

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Los 27 papas del cardenal Belluga



Luis Belluga y Moncada

Los 27 papas del cardenal Belluga Traducción del latín y edición a cargo de Javier Ruiz Martín Postfacio de Ramon Vilardell Jové


Primera edición: mayo de 2014 Los editores agradecen a Ana Cortils y a Pollux Hernúñez su ayuda en este libro © de la traducción y edición: Javier Ruiz Martín, 2014 © del postfacio: Ramon Vilardell Jové, 2014 © de la presente edición: Editorial Funambulista, 2014 c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid) www.funambulista.net

IBIC: FA ISBN: 978-84-942380-3-1 Dep. Legal: M-14631-2014 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Antonio Gisbert, Los comuneros de Castilla, 1860 Impresión y producción gráfica: AFANIAS Industrias Gráficas

Impreso en España

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.


Los 27 papas del cardenal Belluga



Padre: poeta y dios Hermano: ¡Fuimos inmortales! ... vuestra espuma se quedó quieta y la mar siguió rodando... Pero los sueños están en flor



Aclaración previa

En el Archivo Vaticano uno puede encontrar lo que no encuentra en ningún otro sitio. Esto fue, precisamente, lo que me sucedió. En junio de 2012, rebuscando en la infinita y árida documentación relativa a las relaciones Iglesia-Estado durante los tiempos del rey Borbón Felipe V, di con un curioso escrito de tres líneas que aludía a unas «crónicas». Los otros datos que llamaron mi atención fueron el apellido «Belluga» y el término «salvado». El resto del texto era del todo ilegible debido a su mal estado de conservación. Yo era consciente de que existe una cantidad ingente de documentos y escritos que el cardenal Luis Belluga y Moncada generó durante su larga e intensa carrera eclesiástica, cuyos últimos veinte años se desarrollaron en Roma, y que esa escueta nota probablemente me iba a servir de poco para mi propósito de historiador. Sin embargo, esas tres palabras llegaron a obsesionarme cuando mi imaginación especuló con la posibilidad de que tal vez había algo interesante que merecía la pena indagar. Así pues, metí de 11


nuevo los dedos en la carpeta de legajos que tenía sobre la mesa, y mi sorpresa fue grande cuando de pronto apareció un manuscrito de casi 300 páginas escritas en latín con letra menuda y nerviosa. El inicio rezaba así: Carthago Nova mense Aprili anno Domini MDCCXX Miratus persaepe sum quid mortales inter aures habeamus qui, ut Deo appropinquemus, usque ad eum finem dum optima munera renuntiemus quae benevolens nobis dedit. Tot annis...

Tras este primer vistazo me di cuenta de que aquello se salía de lo corriente. Un latigazo de emoción me sacudió el cuerpo. Me sentí como si hubiera descubierto la Piedra de Rosetta, ya que nunca he dejado de ser un romántico, y me olvidé por completo de las serias razones académicas que me habían llevado a Roma, y durante varios días me dediqué a leer y analizar con dificultad —mi latín no es bueno— lo que pude del manuscrito. Establecí las siguientes conclusiones: 12


1- Manuscrito del primer cuarto del siglo xviii. 276 páginas escritas en latín. Aunque no lleva firma, la autoría del cardenal español Luis Belluga y Moncada es evidente. 2- El manuscrito está dividido en 27 capítulos o «crónicas», precedidas de una «justificación». Cada capítulo lleva la fecha y el lugar donde se escribió. 3- Temática: cada crónica cuenta la historia de un papa de la Iglesia católico-romana desde una perspectiva muy personal, con un fondo de ironía y no pocas dosis de humor. 4- El cardenal Belluga anotó varios posibles títulos (aparecen escritos de manera marginal y perfectamente legibles en los márgenes de las páginas n.º 240 y 241 del manuscrito), que pudieran representar al conjunto de estas crónicas. Son los siguientes: A) Spicilegium pontificale / Pontífices escogidos. B) Chronica pontificum / Crónicas pontificias. C) [D]omini [sic] caelorum terrarumque / Señores del cielo y de la Tierra.

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D) Humani pontifices, reges divini / Papas humanos, reyes divinos. E) Sancta pontificum humanitas / La sagrada humanidad de los pontífices.

Pero la conclusión fundamental que saqué era la certeza de que Belluga había escrito aquello sencillamente para entretenerse —aunque él no fue consciente de ello— en sus ratos libres, que eran pocos. Esta feliz evidencia me animó a intentar dar a conocer las «crónicas». Seguro de los impedimentos que me pondrían los funcionarios del Archivo para conseguirlo, opté por no informarles de mi hallazgo y copié letra a letra con paciencia de amanuense el manuscrito entero. Esta labor me ayudó a conocerlo en profundidad y a valorarlo en su justo sentido. Cuando regresé a España hablé con José Luis Calvo, gran latinista, además de amigo de confianza, que me ayudó a verter el 14


manuscrito al castellano haciendo lo posible por conservar el estilo literario del cardenal, dentro de un lenguaje actual que permita leerlo de un tirón. El resultado es este libro. Javier Ruiz Madrid, abril de 2014

P. S.: Dado que había varios títulos pensados por el propio Belluga para estas crónicas, la solución ha sido de tipo salomónica: el título de la obra lo han puesto los editores y, haciendo uso de sus prerrogativas, han optado por un título, digamos, más comercial; he de decir que no me ha parecido del todo mal la elección.

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A modo de justificación

Cartagena. Abril de 1720 Muchas veces me he preguntado qué tendremos en la cabeza algunos hombres si para conseguir estar más cerca de Dios llegamos al extremo de renunciar a las mejores dádivas que Él en Su bondad nos entregó. Tantos años rumiando lo mismo me ha llevado a albergar ciertos recelos que hoy, en el estado de agotamiento en que me encuentro, se me hacen insoportables como el peso de la cruz. Qué valores ve en mí el santo padre, Clemente XI, para imponerme la obediencia. Mi única virtud es la duda, y he sembrado su semilla tan profunda en la tierra de mi espíritu que ya no es posible arrancar esta enredadera de confusiones que va trepando por mi cuerpo. El mismo poder que Cristo entregó a Pedro, ahora Clemente lo utiliza para forzarme a aceptar el capelo cardenalicio, que ni deseo ni necesito. 17


Mis sentimientos oscilan con el péndulo del tiempo, y sé que en el futuro se hablará de mí en los libros y se dirán cosas como esta: Luis Belluga y Moncada, el obispo guerrero, el que ayudó a los Borbones en la Guerra de Sucesión del Reino de España. O bien: mirad ese birrete, debajo se esconde una cabeza racional de cardenal meticuloso y eficaz a quien el papa reclamó a su vera para que llevara sus asuntos... los turbios y los limpios, porque de todos hay, hubo y habrá en la morada del sucesor de Pedro, en la fastuosa casa del representante de Dios en la Tierra. No lo busco, no lo aprecio, me incomoda este color purpurado que he de vestir y llevar a mi tumba. A partir de ahora viviré cardenal y moriré cardenal, rodeado de riquezas que me ofenden y hombres intrigantes que visten como yo y a quienes habré de hacer una reverencia y besar la mano, como ellos a mí. Dejaré mi país por un trozo del pastel que nuestro papa reparte consagrado por él mismo —qué gran privilegio—, elaborado con la harina inmaculada que nos da el trigo de los campos de Roma, los huevos puestos sobre la paja dorada de la santidad y ese azúcar exquisito cultivado por las manos de los pobres brutos que bautizamos a la fuerza más allá del océano y a quienes tanto defiendo en mis escritos y quisiera consolar con mi beso de obispo, perdón, de cardenal. Qué es lo que ha descubierto, insisto, en mí el juicioso Clemente —si juicioso se le puede llamar por el hecho de acordarse de mí— para que ocupe un puesto en el colegio cardenalicio. Por qué me destina inoportunamente a la curia romana justo cuando mi único deseo es retirarme a la tranquilidad de un claustro para pensar y orar. Mi vida ha sido tan ajetreada. Mis oídos han escuchado tantas cosas. Mis manos han tocado los asuntos de este mundo y el de arriba —si es eso posible—, y mis ojos han visto la miseria, la 18


mezquindad y mucho más entre los hombres corrientes y los más altos, campesinos y guerreros, ciudadanos y mercaderes, filósofos y artistas, marginados y santos. Yo nunca quise ser como estos últimos, tan solo un hombre bueno y pío; pero me temo que a partir de ahora recibiré tantas zancadillas de otros purpurados que habré de defenderme, y en eso nadie me iguala, todavía mi espíritu guerrero conserva su coraza, y el que ose pisarme un pie tendrá que vérselas conmigo. Parece que me estoy calentando un poco, debo serenarme, porque sé tantas cosas de los papas que han pasado... y pasarán por Roma —los papas nunca cambian ni podrán cambiar—, de sus virtudes y vicios, que escandalizarían hasta al hombre más ruin y miserable y que a mí me avergüenzan. Acaso Dios sabrá perdonarme por pensar así de sus representantes en este mundo, por lo que estoy pensando ahora. Mi mente da vueltas y detrás de ella la pluma corre ligera sobre el papel cuando una obsesión me acorrala. Sí, eso es, tal vez Dios alivie el lastre de mis pecados si registro fielmente lo que sé y lo que veré, si me convierto en el testigo mudo de los dudosos acontecimientos pasados, presentes y futuros que los papas mueven y remueven siguiendo sus impulsos humanos y divinos. Podría comenzar por Albani, aunque aún me espera en Roma y no debo precipitarme a juzgarle sin conocerle bien porque podría perjudicarme. Veamos. Lo más lógico entonces sería hablar primero de san Pedro, porque fue el primer papa, según nos lo enseña la santa tradición apostólica, el origen de la transmisión mágica del poder místico que va saltando de papa en papa como las abejas, y también de otras cosas no tan místicas, por qué negarlo, si a fin de cuentas Pedro fue antes que nada un sencillo pescador, un hombre como todos cuyos actos le recompensó Dios otorgándole un buen puesto en las puertas del cielo, aunque, bien mirado, en 19


vista de su cargo de sacristán divino y de su poder allá arriba, no parece el más apropiado para empezar mi crónica, es mejor dejarle tranquilo, no vaya a ser que algún día no me quiera abrir la puerta. Repasemos la lista de papas y vayamos por otro. En mi biblioteca conservo un viejo volumen que podría guiarme, me lo legó mi tío D. Luis Belluga, que me crio con amor y buen consejo, pero esa ya es otra cuestión. En este libro se habla de todos los papas habidos hasta hace algunos lustros; han sido tantos, dejaré que el azar me ilumine. Subido en el reloj de la Historia me dejaré llevar por el tiempo... y que Dios me perdone.

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Porque es el más listo además de rico

Murcia. Abril de 1720 Mi conciencia como hombre y clérigo y lo que considero la verdad histórica me obligan, con la humildad propia de mi espíritu, a iniciar estas crónicas de los santos padres hablando del primer vicario de Cristo en la Tierra después de Pedro. Muchos dicen que poco o nada se sabe de él, pero la autenticidad de la historia que se esconde en los escritos que nos informan de su persona y la luz de Dios mi Señor guiarán mis pasos para evitar posibles tropiezos por la oscuridad del pasado. Yo pienso por lo tanto que decir nada es caer en un exceso de arrogancia humana, sobre todo cuando se dispone de datos más o menos suficientes que permiten reconstruir lo esencial de la vida de este papa y, además, se tiene la especial ayuda de Dios, que todo lo ve. Indagar en la vida de Lino es como meterse en una cueva donde a cada paso te encuentras con insospechadas sorpresas, siempre 21


con el temor de caer en un hoyo o golpearte con un saliente y terminar desistiendo. Es por esto que lo más importante es moverse con cautela y precisión, y parar cuando sea estrictamente necesario para meditar y valorar los pocos datos con que se cuenta. Encuentro una interesante similitud en algún aspecto entre el papa Lino y los filósofos anteriores a Sócrates, cuyas personalidades desconozco pero imagino gracias a lo poco que dejaron y a las enseñanzas del mismo Sócrates que nos dejó su amado discípulo Platón y nos siguieron legando filósofos posteriores. Por ejemplo, el filósofo Anaxímenes es para mí como un ser irreal, inaprensible, y, sin embargo, sé que existió. Lino parece otro fantasma de tan lejano en el tiempo como le veo, si es que se le ve. Yo me ajusto pues las lentes y bebo despacio en las fuentes y confío en la tradición para escribir sobre él. Aunque todo puede parecer al principio confuso si me atengo a lo anteriormente expuesto, lo que sí está claro es que los propios Pablo y Pedro nombraron papa a Lino en el año 67 d. C. No quiero poner en duda la presencia de estos dos apóstoles en Roma, aunque alguien lo haya hecho con cierto fundamento, si he de ser sincero. También uso con reserva el término papa, porque no comenzó a aplicarse hasta muchísimo tiempo después para referirse a los príncipes de la Iglesia. Pero yo me serviré de él en esta crónica de partida y en todas las que vendrán para no inducir a equívoco y para que aquellos que tengan a bien leerla me comprendan. Una vez que Pedro y Pablo levantaron y pusieron en orden la Iglesia en Roma, necesitaron echar mano de personas de confianza para continuar su obra, y el propio Pedro vio en Lino un valor seguro. Lo más probable es que fuera el más listo, y a esta cualidad se sumaba otra nada desdeñable: era rico. 22


Las necesidades de todo tipo de las comunidades cristianas en proceso de formación se cubrían con el reclutamiento de personas, no solo desheredadas, sino también con gentes procedentes de otros estratos de la sociedad, unos más pudientes y otros menos. La nueva religión tenía sus gastos, y los que llegaban tenían que aportar su granito de arena, voluntariamente, por supuesto. Lino dio mucho más de lo que se pueda llegar a pensar. Pero no quiero insinuar que su actitud generosa o manirrota guarde relación con la simonía. Habría de pasar todavía mucho tiempo, o eso creo, para que esta aberración se hiciera común en nuestra Iglesia, y, además, en tiempos de los primeros papas, la pureza del alma quedaba fuera de toda duda. Lino nació en fecha desconocida en Volterra, un pueblo cerca de Pisa, en el Gran Ducado de Toscana. Su familia llevaba la nobleza en la sangre y disfrutaba de una inmensa fortuna que era la envidia de los vecinos. Motivo de orgullo para Lino desde niño fueron también los cargos que sus antepasados habían ejercido en muchas regiones de la Península Itálica. Desde muy temprana edad comprendió con claridad el poder y los privilegios que las riquezas y el nacimiento conferían a las personas, es decir, el contraste entre ricos y pobres. Tal vez fuera lo palmario de esta injusticia manifiesta una de las razones que le llevarían a abrazar el cristianismo, o a lo mejor fue otra, quién sabe. Pero no quiero desviarme ahora analizando las razones íntimas que llevan a una conversión, de modo que continúo la crónica por donde pensaba ir. Es más que probable que Pedro, en sus largos e incansables recorridos, parase en Volterra, y que allí se alojara en casa de Herculano y Claudia, los padres del futuro papa. Es evidente pues que habló con ellos de todas las cosas de este y del otro mundo con 23


convicción y sentimiento, y de Cristo como única verdad. Fue tal la impresión causada por este hombre santo en el niño Lino, que ya más crecido y en cuanto tuvo oportunidad, se marchó a Roma para cumplir su misión y andar los primeros pasos en su ascendente carrera; el padre le despidió con un abrazo y buen augurio quizás, porque no iba precisamente con la bolsa vacía, y la madre llorando como todas las madres, porque en aquellos tiempos de zozobra y persecución a los cristianos era difícil comprender para una madre de familia acaudalada que un hijo desperdiciara así su vida, lanzándose de cabeza al mar tempestuoso sin saber en qué acabaría todo y despreciando el ejemplo de sus antepasados que supieron situarse bien en la vida ocupando importantes cargos que daban lustre a sus títulos de nobleza. En cuanto Lino se instaló en Roma, pronto comenzó a gozar de un prestigio fuera de lo común. Según descripciones del propio Pedro, su piedad era del todo inmaculada, y firme como una roca, y tan destacable como su belleza exterior que a todos deslumbraba. Pedro le consideraba un hombre sensato, de gran capacidad, generoso y lleno de ideas nuevas que bien podrían aportar cierta frescura a la Iglesia incipiente que ya comenzaba a tener algunos vicios comprensibles pero evitables. Una noche se reunieron Pablo y Pedro en la mansión privada de un patricio romano ganado para la fe. Fueron llegando también la mayoría de los hermanos que celebraban juntos el culto y la eucaristía, gente común, viudas, huérfanos, familias enteras convertidas a través de la acción cristiana cada vez más presente en las entrañas de Roma. Por supuesto no faltaban los presbíteros y los diáconos, y la presencia de los ancianos en pleno hacía pensar que la velada era de especial importancia. Después del culto y los cánticos, Pedro llamó al presbítero Lino a la mesa del 24


Señor, y cogiéndole de un brazo le volvió hacia los presentes con delicadeza, le dijo que se arrodillara, impuso las manos sobre su cabeza y le ordenó obispo así, sin más. La sorpresa del recién ordenado no fue mayúscula porque acaso la esperaba. Pero le causó extrañeza que le nombrara vicario de él y de Pablo, porque esa decisión sentaba un precedente de previsibles consecuencias que el mismo Lino vislumbró en el momento, en especial porque los dos santos apóstoles pensaban marcharse pronto para continuar sus correrías evangelizadoras dejando vía libre a las decisiones episcopales, y porque además Lino habría de compartir el cargo con Clemente, otro obispo recién nombrado. Tal vez esta bicefalia era una maniobra de Pedro y Pablo para evitar veleidades. Aunque esta última apreciación no tiene mucho fundamento, vista la gran estima que Lino disfrutaba en su comunidad. Puede que lo hicieran para que él vigilara a Clemente, de quien tal vez no se fiaban demasiado; es mera conjetura. Para alcanzar esta situación envidiable, Lino tuvo que pasar por duras pruebas. No le había sido nada fácil ganarse un puesto a la diestra de los apóstoles. Tiempo antes, cuando apenas era un recién llegado a quien los hermanos cristianos en Roma miraban con cierta distancia por su dignidad aristocrática, Lino entendió que tendría que buscar el modo de demostrar su fe, que lo suyo no era una pose, un capricho pasajero, que su conversión databa de su niñez más profunda, allá en la Toscana. Fue el mismo Pedro quien decidió cuál habría de ser esa muestra de adhesión a Cristo y a su causa justa. Pero aquí me meto en un territorio donde la luz de Dios, aunque poderosa y eterna, tiembla como el pábilo de una vela que no da más de sí, y corro el riesgo de perderme. Me aferraré con una mano a la razón y con la otra, más fuerte si cabe, al Señor. Estas serán mis dos guías. Los 25


libros que respaldan mi crónica no aclaran si lo que a continuación voy a contar lo vivió Lino antes de ser obispo o después. Yo creo que antes, y su importancia radica en que gracias a esta experiencia —y a otras no demostradas— consiguió la santificación, un título que no todos los papas alcanzan. Como decía, Pedro buscó un modo de poner a prueba a Lino, y le mandó fuera de Roma para convertir a personas duras de corazón. El apóstol sabía que la Galia era una tierra llena de paganos peligrosos y que allí la vida valía menos que un as de cobre. Pero Lino iba bien pertrechado, porque llevaba un considerable equipaje compuesto por algunos hermanos —ninguna mujer, por supuesto— expertos en conversiones, gran impedimenta y la Verdad inmutable como escudo protector. Es importante no idealizar los hechos para comprenderlos, y yo los relato como creo que sucedieron. Así que con toda esta organización, Lino cruzó los Alpes infernales y penetró en las regiones de la idolatría. Cuando se aproximaba a Vesontio, célebre ciudad nombrada por Julio César en sus escritos y conocida hoy como Besançon, decidió que allí habrían de parar para repostar. Pero en el camino se cruzó con un famoso oficial y tribuno llamado Onosio, quien, lleno de interés al ver la parafernalia que traían aquellos hombres, comenzó a preguntar, ya porque les confundió con mercaderes y entrevió la posibilidad de hacer buen negocio con ellos, ya por la simple curiosidad humana que parece empuja a uno a meterse en los asuntos de los demás. Lino vio rápido la ocasión de practicar una conversión y soltó un discurso que omito porque es tan largo que fatigaría al mismo Job. Al principio Onosio se rio de aquellas palabras tan extrañas, pero ese hombre que hablaba con la mirada perdida en un horizonte inexistente y con convicción no le cayó mal, así que le ofreció su casa en Vesontio para descansar. Lino fue instalado en una lumi26


nosa y amplia habitación de la inmensa mansión del tribuno, y sus hermanos en la Verdad, en el pajar con los dos mulos de viaje. Es probable que este diferente trato entre unos y otros le hiciera recordar a Lino aquellos injustos contrastes entre las personas que en su niñez le torturaron un poco, pero dejó correr este recuerdo inoportuno como una corriente pasajera, porque lo importante era el objetivo, y no los medios para conseguirlo. A los pocos días el tribuno cayó rendido ante los argumentos constantes de Lino en favor de Cristo, se convirtió y juró que algún día iría a Roma para conocer a los dos apóstoles y entregarles la ofrenda que merecían por su celo en la propagación de la fe cristiana, aun a riesgo de sus vidas. Recordando otra vez ese instante en que Lino fue nombrado obispo vicario y vigilante de algún otro obispo, puedo afirmar que la actitud y confianza de Pedro y Pablo hacia él demuestran que algo más grande le reservaban para el futuro, esto es, la jefatura suprema de la Iglesia cuando ellos ya no estuvieran. En cuanto los dos apóstoles regresaron de sus viajes y supieron que Lino había administrado con gran celo y virtud a la comunidad cristiana romana, hablaron y tomaron la decisión de consuno, la cual tuvieron ocasión de poner en práctica en el año 67 con sus martirios. Esta fecha es la de la crucifixión de Pedro, y cercana también a la decapitación de Pablo. En el momento en que Pedro murió, Lino ya era papa, y así comenzó su auténtico gobierno. El contexto histórico en el que se desarrolló el papado de Lino no deja de ser turbulento. La misma desaparición violenta de los dos apóstoles hacía presagiar que los malos tiempos iban a continuar. Sin embargo, el nuevo papa no eludió sus obligaciones a pesar de la continua amenaza del emperador Nerón hacia 27


los cristianos. Comenzó Lino promulgando un decreto que, con seguridad, estaba muy en consonancia con la mentalidad judía de Pedro, quien dejó todo bien atado con nudo gordiano antes de marchar con el Señor. Era una normativa referida a la obligación que tenían las mujeres de cubrirse la cabeza para asistir al culto, probablemente para que los hombres no desviaran su atención hacia cosas sucias durante los oficios divinos, es decir, para evitar pensamientos pecaminosos en un lugar sagrado. Es significativo que las mujeres, desde bastante tiempo antes, estaban siendo cada vez más alejadas de las actividades eclesiásticas que venían realizando con solicitud y amor. Yo me pregunto: si Cristo llamó a la mujer para que le siguiera en igualdad de condiciones, ¿por qué apartarla después así, sin justificación? A esta marginación progresiva se sumaba ahora la obligada prenda para ocultar el cabello. Parece que a Lino este asunto le obsesionó —como a mí, lo reconozco— sobremanera, lo mismo que a Nerón y después al emperador Galba y a otros más les obsesionaban las trazas y las rarezas de los cristianos. Quiero resaltar con lo dicho, y que Dios me perdone, que en este asunto de la mujer se desvirtuó muy pronto la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo, máxime cuando el mismo Lino estaba casado como el resto de los obispos y no tenía razón alguna para imponer a su esposa y a las de los demás acudir al culto como él quisiera; aunque sé perfectamente que esta reflexión se contradice con muchas de las decisiones que durante años tuve que tomar en mi diócesis de Cartagena para eliminar la lascivia entre mis parroquianos. Pero no deseo que la mención de asuntos de esta índole empañen la labor de Lino como sucesor de Pedro. También tuvo sus cosas positivas en favor del buen funcionamiento de la Iglesia. Es sabido que nombró a los primeros quince obispos, y les dio órdenes 28


estrictas para que actuaran con celo cristiano cumpliendo todas las normas emanadas de su cabeza primacial, forjando de este modo una estructura eficaz controlada por él mismo a través de su gente de confianza. Aquí es donde veo el embrión de ese dominio que los papas posteriores ejercerán sin pestañear en el seno de nuestra Iglesia. No solo se transmite de papa a papa el poder divino, sino también el terrenal. Tuvo Lino serios problemas con un tal Menandro, originario de Capadocia, seguidor del famoso Simón el Mago. Era aquel un hombre de gran personalidad que robaba fieles a la Iglesia porque ofrecía con elocuencia la inmortalidad y la perpetua juventud a través del bautismo. De hecho él se conservaba siempre joven y era el principal reclamo de su doctrina, que bebía de la gnosis como si fuera un elixir. No se sabe si el mismo Menandro anduvo por Roma —más que probable, si era inmortal— o si fueron sus discípulos quienes apartaban a las gentes de la Verdad para llevarlas a su propio redil, donde nadie padecía los achaques de la vejez. El papa llegó a reconocer que esa doctrina era tentadora incluso para él, pues ya se sentía viejo y la responsabilidad pesaba lo suyo. También tuvo Lino que vérselas con las oleadas de hostigamiento hacia los cristianos por parte de las autoridades imperiales que andaban enloquecidas con sus luchas intestinas. Cuando Vespasiano recogió la corona imperial tras las sangrientas guerras civiles parecía que las cosas se iban a calmar, pero los nuevos mártires de Cristo alargaron aún más la lista porque no se avenían de ningún modo a rendir culto al emperador. Los evangelistas Marcos y Lucas también fueron víctimas de la represión. Acogidos por el buen Lino, llevaban algún tiempo merodeando por Roma, hablando con los pobres de espíritu, captando a las gentes humildes, ofreciendo a los esclavos sin esperanza un lugar en el cielo donde 29


estaba la verdadera vida. Cuando regresaban a la mansión de Lino ya de noche, agotados y dichosos, cenaban con él y recordaban las palabras del Señor con lágrimas en los ojos mientras apaciguaban sus estómagos. También aprovecharían para hablar de Clemente y Anacleto, los otros obispos que le hacían un poco de sombra a Lino y esperaban pacientes turno para tomar el relevo del gobierno de la Iglesia algún día. Pero lo importante aquí es que una noche Marcos y Lucas no aparecieron, y al poco llegó la noticia de su prendimiento y martirio. Un asunto triste y oscuro cuyo esclarecimiento Lino dejó pasar, por si acaso. Si me atengo a la realidad de los hechos, he de admitir que este papa tenía ciertas cualidades, algunas de los cuales ya he expuesto con largueza. Si me escudo en la leyenda, temo caer en el ridículo. Sin embargo, mi obligación como clérigo es hablar de algunos dones que se le han atribuido porque forman parte de la tradición de nuestra Santa Madre Iglesia y porque, bien mirado, siempre hay que dejar un margen a la duda. Se cuenta que Lino tenía el don de los milagros, que hizo en algún momento lo mismo que Jesús con Lázaro, y con el mudo y el ciego y la mujer poseída. De modo que no desaprovechó la ocasión que se le presentó de sacar el demonio a la hija de un rico cónsul romano llamado Saturnino. Rápido se puso manos a la obra haciendo espectaculares demostraciones de poder sobrenatural, cosa que espantó a todos los presentes, incluida la niña. Fue tan bochornosa la escena que Saturnino, en vez de pagar a Lino con su conversión y aportación voluntaria a la Iglesia, le ofreció al papa educadamente la posibilidad de ser mártir de su propia fe. Lino declinó con dignidad la invitación, así que el cónsul recurrió a la fuerza, le encarceló y más tarde le ejecutó. Corría el año 76. 30


Tras este excurso legendario, regreso a la Historia, pues, aunque ambigua en esta crĂłnica, ha sido mĂĄs fiable. Muerto Lino tal y como he contado, o como fuera, el caso es que le enterraron no sin temor sus allegados una noche sin luna en las catacumbas de la colina Vaticana junto a san Pedro. AmĂŠn.

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