El affaire Bütow
En la estación de Paddington, el gran reloj sobre el andén uno indicaba las seis y media sin que Wilhelm Bütow hubiese aparecido. El teniente Pulmer, impresionado por la calma de su superior, vestido de civil igual que él, decidió no volver a mirar las agujas del reloj en un intento por controlar su creciente nerviosismo. —Concéntrese, teniente, y no pida puntualidad a un extranjero que acaba de llegar a Londres. El capitán Despard le hablaba sin apartar la vista de los accesos al andén. Pulmer habría planeado todo de forma diferente: el alemán les había exigido discreción, luego lo último que debían hacer era esperarle como dos policías con intención de arrestarle. Por supuesto, no pensaba expresar su opinión; que el capitán le hubiese escogido para acompañarle en esta misión era suficiente honor para mantener el pico cerrado pasara lo que pasase. Un hombre de mediana estatura y unos treinta años de edad, rubio y repeinado aunque no particularmente bien vestido, se les acercaba desde el vestíbulo. Su andar apresurado no le distinguía de las docenas de pasajeros que se disponían a coger el tren en aquel momento; su aspecto, sin embargo, y sobre todo su mirada, pendiente del gentío arremolinado en el andén, sí le hacían destacar: no era inglés, no tenía equipaje y buscaba a alguien. —Es él —dijo el capitán Despard—. No lleva sombrero para que podamos identificarle.
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Se parecía, en efecto, al hombre retratado en la fotografía remitida por la oficina de Berlín. Pulmer, quizá porque la instantánea mostraba al alemán solo de medio cuerpo, se había imaginado a un hombre más alto. Bütow, con gesto serio, les formuló la pregunta acordada como contraseña: —Disculpen, ¿es este el andén para Plymouth? —No, caballero. Desde aquí parten los trenes a Bristol —respondió el capitán Despard, siguiendo con el diálogo preestablecido. La información era incorrecta para que Bütow no se equivocara con algún otro pasajero. —Gracias por su ayuda. Tengan buen día. —Herr Bütow, bienvenido a Inglaterra —dijo Despard, poniendo fin a la conversación en clave—. Por lo que veo, habla usted muy bien nuestro idioma. Yo soy el capitán Despard y él es el teniente Pulmer. Bütow les saludó con una rápida inclinación de cabeza, sin estrecharles la mano. —Siguiendo sus requerimientos, pertenecemos a Inteligencia Militar — continuó el capitán. —Excelente —aprobó Bütow—. Entenderán que debo tomar precauciones. Se expresaba con una cadencia pausada y rígida, muy germana. La principal condición de Bütow había sido no tratar con personal de la Oficina de Guerra ni de Asuntos Exteriores. Creía que el Gobierno británico había sido infiltrado y temía a sus compatriotas. También había exigido ocuparse él mismo de determinar cada paso a seguir durante su estancia en Londres. Tras leer su plan, aprobado con tan solo una alteración por el Alto Mando del Servicio Secreto, Pulmer consideraba que Bütow era víctima de un miedo paranoico: a ojos del traidor, en cada rincón de la ciudad podía esconderse un agente alemán al tanto de su deserción.
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—También según sus instrucciones, hemos seleccionado un tranquilo restaurante a solo unas manzanas de aquí —añadió Despard. Salieron de la estación y Bütow se mantuvo vigilante mientras recorrían las calles cercanas. Contestó con monosílabos a los comentarios del capitán, sin poder reprimir una mirada curiosa a los edificios de Sussex Gardens. Al llegar al restaurante, examinó a las dos parejas que, sentadas por separado, constituían la única clientela del local y eligió una mesa retirada. El dueño les guió hasta su sitio y Bütow tomó asiento de cara a la barra del bar y la puerta de entrada al establecimiento. Despard preguntó al alemán por el par de horas que llevaba en Londres. Pulmer dedujo, por la expresión de Bütow, que la pregunta no le hacía ninguna gracia. La contestó, no obstante: el Expreso Continental había llegado a Victoria con veinte minutos de retraso, preguntó a un porteador de la estación por un hotel económico en las inmediaciones y se hospedaba en una pensión de Victoria Street; cansado tras el largo viaje, había descansado en su habitación antes de acudir a la cita. A su enlace en la embajada de Berlín, un diplomático encargado de transmitir la información a Londres, le había especificado que quería pasar el menor tiempo posible en Victoria Station, por tratarse del lugar más obvio donde tropezarse con un viajero del Continente. La idea de camuflarse entre el bullicio y las prisas de una estación, sin embargo, le gustaba; de ahí que hubiese elegido Paddington como punto de encuentro con los oficiales de Inteligencia. El dueño del restaurante les trajo las cartas del menú y Bütow pidió lo mismo que el capitán Despard. La manera en la que disfrutó de la sopa de guisantes y el bistec hizo pensar a Pulmer que no habría probado bocado en todo el día. La conversación fue entrecortada y tensa. El capitán intentaba ser cordial, pero Bütow insistía en hablar lo menos posible. Solo se extendió al describir el clima político en 3
Berlín. Cuando mencionó brevemente su trabajo en la Oficina Imperial de la Marina Alemana, Pulmer sintió una súbita desconfianza. ¿Por qué le daba la impresión de que Bütow
ocultaba algo? ¿Contestaba acaso con mentiras a las preguntas del
capitán? —Háblenos de mañana —dijo Despard, desistiendo de obtener cualquier otra información del alemán—. ¿Dónde y cuándo? —A las ocho en punto en mi habitación de la pensión Dawes. —Muy bien —convino el capitán—. Usted tendrá el dinero, un nuevo pasaporte y un pasaje en el barco que zarpa a Buenos Aires por la noche. —Y ustedes tendrán los planos —repuso Bütow—. En ese orden: primero el dinero y después los planos. Aunque Pulmer desconocía la cantidad, suponía que no le pagarían menos de dos mil libras. En cuanto al pasaporte, Bütow ya disponía del que se le había facilitado en Berlín; con él había entrado en Inglaterra sin levantar sospechas, pero quería otro: tenía el propósito de comenzar una nueva vida en Argentina y deseaba hacerlo bajo una identidad que fuese imposible de rastrear. Pulmer se había preguntado por los motivos del funcionario para abandonar a su esposa e hijos. Si el dinero justificaba el robo de los planos, únicamente el temor a ser descubierto explicaba su huida de Alemania. Bütow se interesó por la persona que sería su contacto al día siguiente; otra de sus demandas había sido la participación de un alto cargo de Inteligencia. Qué esperaba sacar de aquello, resultaba difícil de saber; probablemente, asegurarse de que la operación contaba con el respaldo de un mando en la cúspide que garantizase una ejecución esmerada. Hasta entonces, el único enlace del alemán había sido el agente Hughes en la embajada británica de Berlín.
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—Tratará usted con el mayor Luxmore —respondió Despard y, adoptando un tono cuidadoso, agregó—: Lamento, no obstante, que el mayor no vaya a acudir solo. Es algo que no podemos permitir. Le acompañaré yo, si no pone usted objeción. Hemos pensado que es lo mejor, puesto que ahora ya me conoce. El semblante de Bütow pasó de la sorpresa al enojo. Era evidente que no había previsto ningún cambio en el plan previsto. Guardó silencio y luego miró a Pulmer de manera inquisitiva. —Entiendo que tienen «procesos» que deben cumplir —dijo, equivocándose de palabra—. Pero no tiene por qué ser usted, capitán. Ahora también conozco al teniente. Que sea él quien acompañe al mayor Luxmore mañana. Despard consultó a Pulmer con la mirada, lo pensó durante un segundo y aceptó la imposición del traidor: —Está bien. No veo inconveniente. —Dann ist ja alles in Ordnung! Bütow se levantó de la mesa y, sin más que añadir, abandonó el restaurante. * * * El teniente Pulmer se encontró con el mayor Luxmore frente a la catedral de Westminster y caminaron juntos hasta el número 26 de Victoria Street. En la pensión Dawes preguntaron por Herr Thomas Hinz justo en el momento en que Bütow bajaba por las escaleras. Thomas Hinz era el nombre supuesto con el que había entrado en Inglaterra. —Son la visita que esperaba —informó Bütow en recepción. Ya en su cuarto, modesto y ruidoso con las ventanas abiertas a la calle, el alemán permaneció de pie con la misma expresión grave de la tarde anterior; estaba, sin embargo, notablemente más nervioso: sus ojos vagaron de Luxmore a Pulmer y 5
de Pulmer a Luxmore, sin detenerse en ninguno de los dos, y después se desviaron hacia la maleta abierta sobre la cama. —Bien, caballeros… —dijo al fin. El mayor Luxmore sacó dos sobres abultados de los bolsillos de su abrigo y un tercero del interior de la chaqueta. Los oficiales de Inteligencia vestían de paisano como en la cita del día anterior. —Ahí tiene el dinero —dijo el mayor, tirando los sobres de uno en uno sobre la cama. Bütow los rasgó y contó su contenido. Cuando hubo terminado, apiló los fajos de billetes dentro de la maleta. Luxmore hizo una seña a su acompañante y Pulmer entregó a Bütow los documentos. El alemán no se entretuvo demasiado comprobándolos: leyó por encima la primera página del pasaporte y después echó un vistazo somero al pasaje del barco. Los guardó al lado del dinero y cerró la maleta. —Los planos del acorazado están justo detrás de ustedes —dijo de un modo algo teatral. Pulmer continuó vigilando al alemán mientras el mayor se giraba hacia la pared. El viejo bastón que recogió, de calidad mediocre y muy rayado, no les habría llamado la atención de haberlo tenido enfrente. Luxmore desenroscó la empuñadura, puso el bastón boca abajo y extrajo el papel enrollado, que asomó por la abertura de la caña. Lo desplegó en el aire y estudió con detenimiento la leyenda impresa en el borde superior. —Es una copia original —afirmó Bütow—. Las hay en el Ministerio, los astilleros de Kiel y la Escuela de Marina. La que tiene en sus manos, en concreto, tardarán en echarla de menos: es la que tenemos en el archivo del Reichsmarineamt.
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El mayor se mostró conforme. Enrolló el pliego y lo introdujo de nuevo en el bastón. Pulmer pensó entonces en los secretos que aquellos planos pondrían al alcance de los ingenieros del Almirantazgo. La superioridad naval de la que se vanagloriaba el Kaiser acababa de ser anulada. —Muchas gracias, Herr Bütow —dijo con cierta ironía. —¡Vayámonos! —ordenó Luxmore, cortante, y salieron de la habitación sin que mediase una despedida con el alemán. Una vez en la calle, Luxmore se cercioró de que nadie podía oírles y dijo a Pulmer: —Teniente, no le dé nunca las gracias a un traidor. ¿Entiende lo que le digo? Ese sujeto de ahí arriba no ha hecho nada por Inglaterra. Lo único que le ha movido es querer llegar a viejo con el riñón bien cubierto. —¡Sí, señor! ¡Lo siento, señor! —repuso Pulmer. Un sudor repentino le heló la frente. * * * Dos días más tarde, en la sede de la Inteligencia Militar británica, Pulmer recibió la orden de presentarse en el despacho del mayor Luxmore. Apenas un momento después, acudió también el capitán Despard. Luxmore fue directo al grano: —Hemos recibido alarmantes noticias de Berlín. Algo increíble ha sucedido. La familia de Wilhelm Bütow denunció su desaparición el pasado lunes, el día que supuestamente llegó a Londres. Digo supuestamente, porque la policía lo encontró ayer... muerto —Luxmore se detuvo para que sus hombres pudieran digerir la noticia—. Alastair Hughes —prosiguió—, el diplomático que servía como enlace de Bütow en Berlín, comunicó el sábado a la embajada que había enfermado de gripe y 7
permanecería en casa hasta recuperarse. Al parecer, también pidió a la mujer que limpia su casa que no lo hiciese esta semana. Pero esa buena señora decidió hacerle una visita para prepararle algo de comer y, cuando entró ayer por la mañana en el apartamento con sus propias llaves, halló en el suelo el cuerpo sin vida de un desconocido y ni rastro de Hughes. Nuestro amigo Bütow tenía un cuchillo clavado en el corazón. Pulmer y el capitán Despard se miraron, perplejos. —¿Hicimos el trato con Hughes y no con Bütow? —preguntó el capitán. —Es evidente que se hizo pasar por el alemán —señaló Luxmore—. Un plan bien urdido. —¡Maldito perro! ¡Nos ha engañado como a idiotas…! —exclamó Despard—. ¿Son falsos los planos? —A mí no me lo parecieron —respondió el mayor—. Lo más probable es que provengan del verdadero Bütow, ¿no les parece? Por la cabeza del teniente Pulmer desfilaron imágenes de su encuentro con el alemán (o el tipo que creían que era alemán) y fragmentos de la conversación que habían mantenido en el restaurante de Sussex Gardens. Algo de lo dicho por el falso Bütow le había inspirado recelo, pero no había vuelto a pensar en ello desde el intercambio en la pensión. —Ahora entiendo por qué hablaba tan poco —dijo Despard. —Su acento era impecable y su parecido, asombroso —apuntó Pulmer—. No tenía miedo de los agentes alemanes en Londres, sino de que algún inglés pudiera reconocerle. —¿Va a dar orden de que se le busque en Argentina, señor? —preguntó Despard.
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—Por supuesto que no —respondió el mayor Luxmore—. Ese pobre diablo solo quería ser rico, cambiar de vida. Examinen lo que ha hecho: matar a un traidor alemán y quedarse con el dinero que íbamos a pagarle. —¿Podemos estar seguros de eso, señor? —¿De qué, teniente? —De que Bütow pedía dinero a cambio de los planos —se explicó Pulmer—. A fin de cuentas, todo lo que sabemos de él es a través del impostor, Hughes. —Correcto —admitió Luxmore—, pero no importa. No deben perder el tiempo haciendo cábalas sobre este asunto. Los planos del acorazado Luitpold están en nuestro poder. En lo que a Inglaterra concierne, Alastair Hughes ha abandonado la carrera diplomática y no nos consta su paradero. Los alemanes descubrirán pronto el robo de los planos, si no lo han hecho ya, y silenciarán la muerte de Bütow. Fin de la historia. Averiguar si Hughes se había embarcado o no con rumbo a Argentina era tan sencillo como comprobar la lista de pasajeros. A Pulmer se le ocurrió que el mayor encargaría la pesquisa a otro agente antes de dar por zanjada definitivamente la implicación de su departamento en aquel turbio asunto. Pero Luxmore no podía pretender en serio que dejasen de cavilar sobre lo ocurrido. Al final del día, Pulmer se alegró de llegar a casa y que su mujer tuviese cosas que contarle. Deseoso de distraer su mente, la escuchó mientras tomaban un jerez y hasta se interesó por el curioso arreglo alcanzado por un matrimonio amigo para evitar el divorcio. Encantada por la atención que le prestaba, su mujer amplió el relato, incorporando nuevos personajes que nada tenían que ver con la crisis de la pareja. Pasaron al comedor para cenar y Pulmer perdió pronto el hilo de la historia. Continuó observando a su esposa, maravillado por su contagiosa sonrisa y sus
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vivaces ojos negros: Philippa llevaba puestos los pendientes de plata que le había regalado por su primer aniversario. Al verla hundir la cuchara en la crema de espárragos, de pronto Pulmer se dio cuenta del error cometido por Hughes. ¡No era lo que había dicho, sino lo que había hecho! En el restaurante de Sussex Gardens, el impostor había tomado la sopa llenando la cuchara por el lado más alejado a él y sorbiéndola por el más cercano, como un inglés; no por la punta, como es costumbre en el Continente. ¡Qué lástima no haberse percatado en el momento o mientras aún estaban a tiempo de haber hecho algo! Hughes se acordó de mirar hacia la izquierda al cruzar las calles; se equivocó a propósito en algunas palabras difíciles. Interpretó su papel a la perfección y, sin embargo, el hambre le hizo cometer un pequeño descuido que bien podía haber arruinado toda su farsa. —Cariño, ¿te ocurre algo? Te has puesto lívido de repente. Philippa le miraba con expresión asustada. —Es la sopa. Me está sentando mal. —La crema, querrás decir… ¡Pero si apenas la has probado! Su esposa sugirió que subiera a acostarse y prometió contarle el final de la historia en el desayuno.
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