Reseña revista TURIA: El libro de las nubes de Chloe Aridjis. Editorial Funambulista, 2011.
LA CIUDAD Y SU RESONANCIA Mercedes Cebrián Que el carismático Berlín contemporáneo aparezca como telón de fondo de una novela siempre resulta sugerente, pero más todavía cuando la presencia de los distintos elementos de la ciudad es tan intensa que permite al lector conocer sus múltiples facetas como si se tratase de un personaje más de la narración, de un metapersonaje que, a modo de muñeca rusa, contiene muchos otros. Esto ocurre en El libro de las nubes, el extraordinario debut narrativo de la escritora mexicana de habla inglesa Chloe Aridjis (1971), que, además de los elogios de escritores como Paul Auster y Tom McCarthy, recibió el premio a la mejor primera novela extranjera en Francia en 2009. En efecto, hay muchos berlines y prácticamente todos figuran en este libro, que narra la experiencia de Tatiana, una joven judía mexicana, en el Berlín de principios del presente siglo. El talento y sensibilidad de Aridjis nos permiten comprender la ciudad que recorre Tatiana como si se tratase de un palimpsesto compuesto por capas en las que el tiempo ha dejado su poso y su resonancia, tal como ocurre en las paredes de la basílica romana de San Clemente, donde se superponen siglos y siglos de historia. A través de la mirada perspicaz de Tatiana recorremos el Berlín que tantos turistas contemporáneos transitan al elegirlo como destino turístico: aquel cuyo principal icono es el skyline de la hipermoderna Postdamer Platz y donde abundan ruidosas fiestas en edificios que en su día cumplieron funciones espeluznantes, acalladas hoy subiendo al máximo el volumen de la música. Pero también nos adentramos en un Berlín bastante más silencioso y no por ello menos importante: el que solo conoce quien permanece en él durante varios inviernos, ese que, con discreción y constancia, penetra en los huesos de sus habitantes. Es ese Berlín el que ha entrado hasta la médula en Tatiana, que no teme hacer hablar a esas voces que viven dentro de ella —y de cualquiera de nosotros—, y que solamente se hacen audibles al silenciar el rumor continuo procedente del exterior, de un exterior que intenta por todos los medios celebrar una fiesta perpetua. Tatiana se erige así como experta flâneuse de una metrópoli que ella considera
sobreiluminada, razón por la que se afilia a la Asociación Cielo Negro, cuyos miembros son tan maravillosamente excéntricos como ella en su lucha por preservar la oscuridad berlinesa (“Durante mucho tiempo había deplorado la obsesión humana por la luz, o mejor dicho, por la luz artificial, aun antes de haber aprendido la palabra alemana Entzauberung y estar de acuerdo con todos esos poetas y filósofos que advertían acerca de una modernidad y una tecnología que invadían cada vez más la imaginación”). Además, la afición extrema de Tatiana por dar paseos, por emular ese Wanderlust urbano iniciado por la burguesía en las capitales europeas a finales del XIX, le permite caminar valientemente del brazo de su soledad y, por lo tanto, esquivar con habilidad esa compulsión de poseer una vida social “exitosa” que se ha convertido en una de las pandemias de nuestros días. Al mantenerse firme en su actitud, la joven mexicana consigue escuchar las historias que el Berlín del pasado esconde entre sus muchas capas. Pero Tatiana no está tan sola en su tarea, pues la ayuda un coro de personajes que forman parte del paisaje humano de este Berlín lírico e inquietante recreado en El libro de
las nubes: Jonas, un meteorólogo de muy buen ver erudito en el comportamiento de las nubes; la Simplona, una mujer entrañable cuyo hogar son las calles y plazas de la ciudad, y el profesor Weiss, un viejo historiador que le ofrece a Tatiana un trabajo fascinante: transcribir viejas cintas en las que grabó sus propias teorías, tan sorprendentes como poéticas, sobre la fenomenología del espacio berlinés (“Los lugares se adhieren a su pasado, y a veces el presente consigue acomodarse a ese pasado y otras veces no. En el mejor de los casos, una coexistencia pacífica se instala entre esos planos temporales, pero la mayoría de las veces hay una lucha continua por la dominación”). En El libro de las nubes se encuentran ecos de Bernhardt, de Sebald y también ciertas pinceladas de realismo mágico. Pero si bien uno de los valores de esta novela es la precisión con la que aparece reflejado el tema de la soledad contemporánea en las ciudades, no debemos pensar que su lectura nos va a sumergir en un universo grisáceo o nublado —por afinidad con su título—: su sentido del humor, de tintes negros, nos acompañará durante toda la narración, y eso propiciará que tomemos cariño a Tatiana, en cuyas rarezas a menudo veremos las nuestras propias. Como en una cámara anecoica en la que no se percibe eco y donde por lo tanto es posible (y a la vez perturbador) escuchar el fluir de nuestra propia sangre a lo largo de venas y arterias, así nos permite Chloe Aridjis entrar en la mente de Tatiana, quien además de percibir con nitidez los ruidos que
emanan de su piso de Prenzlauer Berg, presta atención a los de su propia vida de ermitaña en prácticas. La protagonista de esta historia, y por extensión el lector, logra acompasar su respiración a la de un Berlín cuyas dos mitades son, para su aguda mirada, “un par de pulmones humanos, el uno rosado y sano, y el otro teñido de gris, como el de un fumador habitual, tratando de respirar al alimón”.