El relevo

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El relevo

La escena era espeluznante. Una familia entera; padre, madre, dos hijos y una niña pequeña, cosidos a balazos. Su error: no haber prestado ayuda a los comunistas. El resto de la aldea les aprovisionó con comida y vino, pero aquel desgraciado campesino había sellado el destino de los suyos con un acto tan heroico como inútil. Muertes anónimas en un valle perdido en el interior de ninguna parte. El mayor Andrew Guscott ordenó al sargento que le acompañaba que tomase fotografías. En un par de días las publicaría un periódico local y la prensa de Londres. Las atrocidades de los sionistas en Palestina volcaron a la opinión pública británica en contra del Mandato; eso había aprendido en su anterior destino: los muertos ajenos sirven mucho mejor que los propios como material de propaganda. —Se han ido a Karitena. Sabe Dios lo que harán allí a la pobre gente. Nikos se expresaba a veces con un tinte dramático que Guscott sabía intencionado. El chico pretendía agradar sus oídos ingleses y, a la par, recordarle lo peligroso de la posición que ocupaba; estaba ansioso por abandonar aquellas montañas y creía haber encontrado la forma de conseguirlo. ¿Por qué sino colaboraba tan diligentemente con la Inteligencia británica? Cierto era, en cualquier caso, que lo hacía arriesgando la vida. —Tendré que hablar otra vez con el jefe de la Gendarmería en Trípoli. ¿Estás preparado para unirte al Cuerpo? Guscott no obtuvo la respuesta entusiasta que esperaba. Los grandes ojos marrones de Nikos le miraron con el brillo apagado de la decepción.

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—¿La Gendarmería…? —preguntó el muchacho, arqueando sus anchas cejas. —No es eso lo que quieres. Ya veo —dijo Guscott, pensando en voz alta. Había olvidado su edad exacta; pero, a los veinte o veintiún años, Nikos podía ser duro y decidido como un soldado en combate o sincero e inocente como cualquier otro joven aldeano. —Es Atenas, ¿verdad? —añadió Guscott. El chico desplegó una sonrisa de dientes blancos y ordenados. —Muy bien —continuó Guscott—. Lo arreglaré para que puedas incorporarte a la Policía Urbana... Con una condición: me informarás de todo cuanto suceda en los despachos de la Comandancia. ¿De acuerdo? —De acuerdo —contestó Nikos al instante—. No le defraudaré, señor. —Sé que no lo harás. Mantente a salvo de los partisanos y llámame dentro de una semana —dijo Guscott. Nikos ensanchó la sonrisa y, por un momento, Guscott creyó ver en su mirada el reflejo de las luces nocturnas de los bulevares de Atenas. El muchacho ya soñaba con la vida en la capital. * * * Dos meses más tarde, a Guscott le extrañó de no haber recibido el informe. Cada viernes, Nikos le enviaba un listado con las redadas anticomunistas y demás actuaciones llevadas a cabo en la última semana por la Comandancia General de la Policía ateniense. Los datos eran fidedignos, aunque poco novedosos: la Jefatura informaba de antemano al Ejército británico sobre la mayoría de aquellas misiones para poder contar después con su cooperación si era necesaria.

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Aquella era la primera vez que Nikos no remitía el listado. El motivo podía ser algún impedimento transitorio, de modo que no quiso darle importancia. Por dentro, sin embargo, se sintió inquieto. A media tarde, atendió una llamada en su despacho: —Tenemos

un

mensaje

para

usted,

mayor

—dijo

el

soldado

de

Comunicaciones al aparato—. Nikolaos Persakis desea reunirse con usted a las veinte horas de hoy en la taberna Mitropoleos, en Psirí. Quizá Nikos se hallase en problemas. Hacía más de un mes que no se veían. Guscott se cambió de ropa y acudió al local vestido de civil. Puntual, Nikos le esperaba sentado en la terraza de la taberna. Llevaba una camisa blanca, medio desabrochada, y bebía retsina. Al encontrarle tan relajado, Guscott supo que no ocurría nada grave. —Perdone que no le haya hecho llegar el informe esta mañana. Lo tengo aquí —Nikos empujó hacia Guscott el periódico que había sobre la mesa—. Verá, ayer sucedió algo y hoy he estado ocupado con el asunto. Creo que aprobará lo que he hecho. —Cuéntame. Espero que no te hayas hecho notar demasiado —dijo Guscott. —Descuide, me he andado con ojo... Un norteamericano visitó ayer por la mañana al comisario jefe Christopoulos. Sospeché de inmediato, porque iba todo trajeado y hablaba en griego. Cuando salió, le seguí hasta el hotel Grande Bretagne. ¡Allí se aloja, ni más ni menos! Hoy he vuelto a seguirle: ha almorzado en un restaurante de El Pireo con un oficial de la Marina, un tipo delgado de bigote canoso. —¿Has desatendido tu obligaciones en la oficina? —preguntó Guscott. —Me las he ingeniado con una buena excusa. No se preocupe. Nikos rebosaba confianza; había cambiado mucho en poco tiempo.

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—¿Has podido averiguar algo más? ¿Tienes alguna idea de quién puede ser ese americano? El muchacho negó con la cabeza. —Es todo lo que sé… por el momento —dijo. —No tenemos noticias de ningún visitante norteamericano —comentó Guscott. —Es evidente que algo se trae entre manos —opinó Nikos. Guscott le pidió que describiese al forastero y le hizo después una serie de preguntas con objeto de perfilar un mejor retrato del desconocido: detalles sobre la ropa y su manera de caminar, peculiaridades de su habla y su acento; y también cómo se había desplazado hasta El Pireo y quién había pagado el almuerzo. —Buen trabajo. Nos ocuparemos del asunto. —Mayor —dijo Nikos—, deje que continúe siguiendo al americano sólo unos días más. Este fin de semana no estoy de servicio. Guscott lo consideró. En el Peloponeso, Nikos se había atenido siempre a los límites que le fijaba y había actuado, de eso estaba seguro, por lealtad a la causa que compartían. Ahora, en cambio, parecía tener un interés propio; tal vez veía aquella oportunidad como un reto o puede que sintiese auténtica curiosidad por el visitante norteamericano. —Está bien —concedió Guscott—. Pero tienes que ayudarnos a identificar al oficial de la Marina y trabajarás con uno de mis hombres. A Nikos no le gustó aquella segunda condición. Se dio unos segundos para aceptarla y luego dijo: —Un caballero no rechaza nunca un pacto justo, ¿no es eso? Guscott asintió.

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Nikos sonrió de igual modo que en la aldea de la matanza, meses atrás. Aun cuando rebosaba alegría, su rostro no perdía la mesura. La noche era cálida, pero no en exceso. Guscott pensó que Atenas sentaba bien a su joven amigo. * * * El teniente Russell comunicó a Guscott los resultados de su misión el domingo por la tarde. El visitante norteamericano respondía al nombre de Aaron Dale y se presentaba a sí mismo como un hombre de negocios en busca de clientes en Grecia. Sus interlocutores hasta entonces, no obstante, nada habían tenido que ver con el mundo del dinero o la empresa. Durante los días que llevaba en la ciudad, Dale se había entrevistado con el director de la Policía Urbana, Ioannis Christopoulos; el almirante de la Marina Real Helena Filippos Zaimis y un pequeño grupo de políticos conservadores. Por lo que Guscott sabía, todos ellos tenían una cosa en común: su militancia en organizaciones de extrema derecha. Corría el rumor de que Christopoulos había colaborado con la Ocupación alemana en la caza y deportación de comunistas y judíos. El almirante Zaimis pertenecía al sector menos democrático de las Fuerzas Armadas griegas y era conocido por sus constantes exabruptos contra los miembros moderados del Gobierno. En cuanto a los políticos, uno en especial, Aimilios Xenakis, destacaba por su cercanía al anterior ministro de Defensa, destituido sin contemplaciones no hacía mucho tras protagonizar un encontronazo con el líder centrista del gabinete. —El señor Dale abandonará el país el martes a primera hora —dijo Russell, concluyendo su informe. —¿Qué tal se ha entendido con Persakis, teniente? —De maravilla, señor. Conoce Atenas como la palma de su mano. 5


—¡En sólo dos meses! —Admirable, señor. Guscott debía viajar al día siguiente a Tesalónica para asistir a una cumbre entre el Alto Mando británico y los generales en jefe del Ejército Nacional Griego. Si quería intentar conocer a Dale en persona, sólo disponía de aquella noche. —Teniente, diga a Persakis que le veré en cuanto regrese de Tesalónica — encomendó a Russell— y felicítele de mi parte por la excelente labor que han realizado juntos. Puede retirarse. —¡A la orden, señor! La espera en el suntuoso bar del hotel Grande Bretagne fue larga, pero dio sus frutos. Al filo de la medianoche, Aaron Dale pidió un whiskey seco y se acodó en la barra. Guscott le escuchó conversar con el barman. Alto hasta casi los dos metros, con rostro hinchado y papada, Dale encarnaba a la perfección el arquetipo del viajero americano: fácil de contentar, pero demasiado satisfecho de propio hogar para apreciar en profundidad el lugar en el que estaba. Al cabo de unos minutos, Guscott cogió su bebida, una simple agua tónica, y se sentó junto a él fingiendo estar ligeramente borracho. —Déjeme adivinarlo —dijo al norteamericano—: viene de California y quiere importar medias de nylon para las buenas damas de la burguesía ateniense. Dale se echó a reír. —Florida. Contratos de construcción —repuso, conciso, antes de tenderle la mano—. Aaron Dale. —Mayor Andrew Guscott. Encantado. He visto a unos cuantos como usted por aquí. —Yo también he visto a muchos como usted en mis viajes —replicó Dale—: militares británicos hartos de dejarse la vida en países extraños. 6


—Touché —dijo Guscott—. ¿Qué tal le van los negocios en Atenas, señor Dale? —Mañana me entrevisto con el ministro de Reconstrucción. —¡Ah! ¡Interesante…! ¿Y cuánto tiempo lleva usted en la ciudad? —Un par de días. El martes me marcho a Roma. —¿Más negocios? —Más negocios. —El mundo es suyo, amigo americano —Guscott alzó su vaso. —Con mucho trabajo, quizá. —¡Ah! ¡Así es como habla un verdadero empresario! ¡Bravo! ¿Habla usted griego? —Ni una palabra. —No lo necesita. El ministro hablará inglés. Todos lo hacen. La mayoría se educó en Inglaterra, ¿sabe usted? —A ustedes deben su independencia y su monarquía —apuntó Dale. —Cierto, pero eso es el pasado. Ahora la mitad son comunistas y esta guerra dura ya demasiado. —No se dé por vencido antes de tiempo. Estados Unidos no va a permitir que Grecia cambie de bando. —¿De veras lo cree? Dale consultó su reloj: —Se me ha hecho tarde —dijo. —¿Tiene que madrugar para su cita con el ministro? —Sí. Será mejor que me retire. Ha sido un placer. —Que descanse… ¡y suerte mañana!

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Guscott permaneció en la barra del bar, poniendo en orden sus impresiones. Dale era un agente; no cabía duda. Le habían entrenado bien para evitar conversaciones comprometidas. Aquella misma noche envió un telegrama a Londres y, temprano por la mañana, antes de partir hacia el Norte, solicitó una audiencia privada con el embajador británico. Como suponía, dada la urgencia, le fue denegada por motivos de agenda. A su regreso de Tesalónica, volvió a intentarlo y Leonard Clarence, primer secretario de la embajada, le recibió de inmediato. —Su Excelencia lleva varios días postrado en la cama. El lumbago. Lamento que no pudiéramos atenderle el lunes —se excusó Clarence. Guscott había tratado antes con el secretario, un tipo más asequible y abierto al diálogo que el embajador. —Un agente norteamericano ha visitado Atenas —dijo Guscott sin circunloquios—. Se hace pasar por un hombre de negocios y utiliza el nombre Aaron Dale. —¿Un agente norteamericano? ¿Está usted seguro de lo que dice? —Lo estoy. Durante su estancia en la ciudad, se ha entrevistado con el director de la Policía, con el almirante Zaimis y con varios miembros extremistas del Partido Conservador. —¿Y qué cree que significan esa entrevistas? —preguntó Clarence. —Creo que Dale ha venido a recabar apoyos para algún plan de su Gobierno o a establecer una red de contactos de cara al futuro. —Siéntese, mayor. El repentino cambio de tono hizo pensar a Guscott que toda aquella información no era nueva para el secretario. 8


—¿Va a decirme que nuestro Gobierno está al tanto de la visita del señor Dale? —preguntó, irritado. —No tengo ni la menor idea de quién es ese tal Dale —respondió Clarence de modo aparentemente sincero—. Lo que sí sé es que lo que haya venido a hacer no es asunto de nuestra incumbencia. —¿Qué quiere decir? Clarence se recostó en la silla. —El Reino Unido no está en disposición de seguir prestando apoyo, ni financiero ni logístico, a nuestros aliados en este país. Así se lo ha hecho saber el primer ministro al presidente Truman en un memorando transmitido por vía diplomática. Estados Unidos tomará el relevo en breve. Por lo que he oído, los griegos enviarán a Washington en las próximas semanas una delegación con peticiones concretas. Truman dirá que sí a todo, imagino, con tal de que les dejen intervenir en el Gobierno y el Ejército. Porque a Estados Unidos lo que le interesa, como usted sabe de sobra, es que la Guerra Civil acabe cuanto antes y Grecia se aleje de los soviéticos. —Y si la democracia es un obstáculo, prescindirán de ella —dijo Guscott—. De ahí, los contactos del señor Dale. —Todo vale parar a Stalin… y ya de paso vender Coca-Colas, claro —ironizó el secretario. —¿Para eso peleamos contra los nazis y los japoneses? —No se haga tantas preguntas, mayor —respondió Clarence—. Ahora, si me disculpa… —No le molesto más, Señoría —Guscott se despidió y salió de la embajada.

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Frente a la sede central de la Policía Urbana, escribió una nota en su libreta y pidió a un capitán que entraba en el edificio que se la entregase al suboficial Nikolaos Persakis. Unos minutos más tarde, Nikos apareció en la puerta con su impecable uniforme azul. Buscó a Guscott con la mirada entre el gentío de la plaza y, al encontrarle, le dedicó su sonrisa de siempre, luminosa y serena, en perfecta armonía con las líneas de su rostro.

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