Azaña será ejecutado

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AzaĂąa serĂĄ ejecutado



José Blasco del Álamo

Azaña será ejecutado


Primera edición: octubre de 2015

© José Blasco del Álamo, 2015 © de la presente edición: Editorial Funambulista, 2015 c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid) www.funambulista.net

IBIC: FA

ISBN: 978-84-944443-0-2 Dep. Legal: M-32105-2015 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Dinamita por compasión, © José Blasco del Álamo y Gian Luca Luisi, 2015

Impresión y producción gráfica: Publicep

Impreso en España «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.


AzaĂąa serĂĄ ejecutado



A mi yaya Carmen, gran contadora de historias, que, como Clara, naci贸 con la primavera



«Ésta es virgen», pensó David al ver a aquella mujer bajita de frente prominente. Para él, la mayoría de mujeres eran prostitutas o vírgenes, y éstas le excitaban más. «Quiero tres fotocopias encuadernadas de estos folios», dijo ella con un ligero tartamudeo. Olía a colonia infantil. «Voy a cerrar ya. Puedes dejarlos aquí y pasarte el jueves». Tenía prisa; Marisa le estaba esperando en el portal. A la caricia de una oreja respondió él con un «vamos». En el ascensor sacó dos cuerdas de la mochila mientras Marisa jadeaba. Entraron ya desnudos en el dormitorio, mordiéndose las bocas. Sólo se separaron cuando David cogió las muñecas de su amante y las ató a los hierros curvados del cabecero. Al ritual del sexo siguió el de la despedida: ella se fue en silencio mientras él dormía. Por la mañana, David debía irse antes de las ocho y media: la casa era de Jorge, el dueño de la tienda de fotocopias, su 11


mejor amigo, que quería alquilarla. Le dejaba dormir allí siempre que no estuviera durante la visita de algún posible inquilino. Lo que más le gustaba de su trabajo era ligar con las estudiantes y hojear las páginas que fotocopiaba, igual que hojeaba las historias clínicas que guardaba su padre. Descubrir las frases que tenían que memorizar unos ojos bonitos le daba el mismo morbo que saber qué se ocultaba en la mente de una joven deprimida. El jueves no apareció la «virgen» de la frente prominente; ni al día siguiente; ni al tercero. Pasado un mes y medio buscó algún teléfono en aquellas páginas escritas a ordenador. Al no encontrarlo empezó a leer: EL ANARQUISTA QUE PERDIÓ LA VOZ. LAMA. Nunca había oído ese nombre.

Madre estaba convencida de que una niña latía en sus entrañas. «Vosotros no podéis entenderlo», nos decía a padre y a mí. La pequeña se llamaría Aurora, un nombre libertario. A madre no le hacía mucha gracia mezclar la ideología con su hija, pero quería compensar a padre, desconcertado por el embarazo. Ella estaba tan feliz de dar a luz a sus cuarenta y nueve años que no parecía recordar lo mal que lo había pasado durante mi nacimiento. Otra vez niño, paseaba con Aurora por los soportales de la Plaza Mayor y las calles mal empedradas, comiendo galletas con esencia de naranja; luego nos bañábamos en el río y subíamos hasta las ruinas del castillo árabe, donde contábamos las nubes. A pesar del calor africano, madre siguió trabajando en la panadería hasta unos días antes del parto. Yo llevaba tres semanas en el campo, cavando la tierra del cacique, otoñándola, pues tenía que estar preparada para las primeras lluvias. La matrona no pudo hacer nada. Aquella mujer triste que me había ayudado a nacer vio cómo madre se desangraba en sus pe12


queñas manos. Y unas horas después, de madrugada, Aurora moría por sufrimientos durante el parto. El encargado vino al establo de la gañanía para informarme. Dormía yo, y aquel débil candil me trajo una luz desconocida. Empecé a correr... salí a una noche tan oscura como las de Marruecos, con el sonido de mis alpargatas pisando los guijarros del patio. Atravesé el portalón del cortijo. A la izquierda, la carretera de tierra que llevaba al pueblo. Llegué con los claros: la luz rojiza de los faroles de petróleo, el olor a pan recién hecho, padre blasfemando en el cuarto de pila; el camastro, la sábana cubriendo dos muertes (salvo el pelo blanco y largo que se desparramaba por la almohada), la tenue luz de una lamparilla, el vaivén de la brisa en la ventana; Aurora, tan pequeña que daba miedo siquiera verla; paños ensangrentados dentro de una jofaina. Me acerqué al camastro. Mirando la brisa tenté las sábanas, los ojos cerrados de madre. En la yema de un dedo apareció una pestaña. La matrona me contó que cuando dos personas mueren juntas van al mismo lugar, «un lugar donde no hay sufrimiento».

Los compañeros de Villa del Agua nos ayudaron a pagar los ataúdes. Padre no fue a los entierros (no le gustaban las despedidas). A mi hermana la enterraron en un pequeño rectángulo de tierra contiguo al cementerio, destinado a los nonatos, a los niños sin bautizar y a los suicidas, junto a la habitación del sepulturero. Aunque vivía rodeada de anarquistas y estaba casada por lo civil, madre tuvo un entierro cristiano, como era su deseo. No era mujer de iglesias, pero sí de rezos: cuando trabajaba en el campo escardando, una campesina gitana le había contado historias de brujas, misteriosas leyendas y milagros de vírgenes y santos. Desde entonces, creía que la fuerza cósmica de la que hablaba padre era Dios. 13


Carmen, la dueña de la panadería, quiso que aquellas galletas que madre hacía con sabor a naranja llevaran su nombre: galletas Eugenia. En Villa del Agua sólo había dos tahonas: el horno Viejo, en la calle de las casas señoriales, al que solían acudir gentes de derechas; y el horno de Carmen, al que iban los de izquierdas. Con la caída de Primo de Rivera la tensión política aumentó. No volví a probar aquellas galletas. Después de los entierros tuve que regresar al campo: me recuerdo cogiendo con rabia la azada, la cara reflejada en la hoja de acero, las gotas de sudor resbalando por la barba y por el torso desnudo, casi quemado; me recuerdo quebrando la costra reseca con una extraña molestia en la garganta, mientras me preguntaba qué clase de vida era aquélla, cientos de hombres alineados bajo la dura mirada del capataz, en medio de un amarillo inmenso. Y así toda la semana, comiendo panes secos y gazpachos aguados en el tajo, durmiendo sobre esteras, cerca de los caballos, en el estiércol, tan cansado que no tenía fuerzas ni para la tristeza. Padre se pasaba el día en el centro obrero, preparando folletos y alfabetizando a los niños de los campesinos —debido a su pasado revolucionario y a sus años, el cacique sólo le daba trabajo durante la recolección—. Cuando el campo lo permitía, sobre todo en invierno, yo le ayudaba, aunque algunas noches no me dejara dormir la hambrina. El día que terminamos de otoñar la finca, padre me dijo que nos íbamos del pueblo. Era demasiado orgulloso para admitir que la utopía igualitaria había fracasado en Andalucía y, aún más, para confesar que no podía seguir allí porque le atormentaban los recuerdos. Padre hablaba poco y pensaba mucho. En la puerta del centro obrero nos esperaba Francisco, otro campesino del trigo, con sus arrugas prematuras y su carro de caba14


llos. En ese mismo carro, con Francisco y su hijo, padre y yo recorrimos Andalucía propagando la idea. Subido en la plataforma de madera, el índice izquierdo apuntando a un cielo ceniciento, padre alzó la voz: «¡Campesinos de Luque, jornaleros! ¿Por qué en algunos pueblos como el mío no hay escuelas, pero sí cuarteles de la Guardia Civil?» —gentes sucias, sin afeitar, gentes como nosotros, le escuchaban con la boca abierta; yo me preguntaba si querían conocimientos o alimentos—. Y hablaba de colectivizar la tierra, de la lucha contra los caciques, de la necesidad de aprender, fomentar la lectura, la ética personal. Hablaba de organizar la sociedad de abajo arriba mediante asociaciones libres. Cada vez se detenía más gente en la plaza del Ayuntamiento, formando un murmullo envolvente. Hasta los caballos parecían agitados. Padre tragó saliva; su pensamiento parecía ir más rápido que sus palabras: «¡Campesinos de Luque, jornaleros! ¡Si queremos mejorar el mundo, primero hemos de mejorar nosotros mismos, eliminar los vicios, igual que hace el escardador con las hierbas parásitas!». Sentado en el pescante, abrazado a dos garrafas de agua, yo era un crío que escuchaba sin pestañear, ajeno a todo lo que no fuera padre, que repetía siempre el mismo discurso por los pueblos y aldeas, incluso en la gañanía del cortijo donde trabajaba, por las noches, junto a un candil. Después de varios años, gracias al esfuerzo de propagandistas como padre y Francisco, podías ver a grupos de campesinos leyendo en los caseríos o en el campo. El arma de la cultura era la base de la revolución. Subimos al pescante con nuestra vieja maleta que cerraba una cuerda. Dentro, sólo libros y ropas. Abandonamos la plaza del Pozo y nos dirigimos a nuestra calle, empinada y estrecha: el horno de Carmen, la parroquia de la Virgen de la Estrella, los cerdos, el olor a estiércol, la tienda de aperos de labranza, las casitas blancas, 15


las ausencias... Algunos vecinos nos saludaban desde las ventanas; nadie sabía que nos íbamos. La calle desembocaba en el Guadalquivir, donde unos niños jugaban a la gallina ciega bajo el puente romano. Los caballos giraron a la derecha, hacia la carretera que conducía a Córdoba. Sonaban las diez en el campanario cuando mis ojos se humedecieron. Otra vez el maldito dolor de espalda. Sentados en los duros y sucios asientos de un coche de tercera, como en nuestro primer viaje a Madrid, pensé que seguíamos siendo unos pobres campesinos. Intenté leer El botón de fuego, de López Montenegro, pero no podía concentrarme. El jefe de estación hizo sonar la trompetilla. Junto a él, madre —los zapatones, la falda larga, el pañuelo que cubría la cabeza— despedía el tren militar con lágrimas en los ojos. Abrazado a mi macuto y a un fusil desvié la mirada. Gritaba una anciana que había repartido estampitas: «¡Marruecos es un matadero! ¡Marruecos es un matadero!». Las nubes de la locomotora se tragaron pronto los llantos, cubriendo el andén con los contornos de los sueños. Aurora me sonreía en el asiento de enfrente; tenía los ojos verdes de madre y la cara redonda. A nuestro alrededor, cestas de huevos, alforjas, conejos y gallinas frágilmente iluminados por una candileja de aceite. Hacía días que un vacío en el estómago distinto al hambre me oprimía.

«Esto parece una novela». David leía desnudo encima de la cama mientras se comía una napolitana de chocolate. Le gustaba cómo escribía aquella chica de aire frágil.

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Bajaron de un tren cuatro hombres con sombreros de paja, mieles y quesos, a los que casi atropella el carricoche eléctrico del maletero. Tenían aspecto de porrinos. Me pregunté si nosotros tendríamos la misma pinta. En los andenes de Atocha nos esperaba mi tío. Camilo no había cambiado: flaco, las patillas largas, impecablemente afeitado, aunque tenía las cejas demasiado juntas y un sombrero de fieltro que no podía ocultar una frente ancha y alabeada. Hablaba mucho y pensaba poco, por eso parecía feliz. Bajo el azul de un viejo mechero de gas nos dio un abrazo. A Camilo le gustaban los hombres, y el rechazo de sus padres y el ambiente opresivo del pueblo le atormentaban. Yo era un crío cuando se fue de Villa del Agua, pero aún recuerdo que en casa nadie hablaba de sus «gustos», excepto en una ocasión: cuando oí decir a mis abuelos que se debía a que Camilo era zurdo. Era la primera vez que cogía el metro. Viajando en aquellos coches rojos por debajo de Madrid, con los letreros luminosos en cada estación, se me reveló la fascinación que podía ejercer el progreso. A pesar de los merenderos y las blusas blancas de los obreros, el barrio parecía otro: junto a la glorieta de Cuatro Caminos, en una nueva avenida llamada Reina Victoria, se levantaban dos enormes edificios. Y caminando hacia la casa de mi tío, algunas calles (igual de estrechas, pero más largas) habían sido pavimentadas. Camilo seguía viviendo de alquiler en la calle de Oviedo, junto al campo, la sierra de Guadarrama en lontananza. Su casa era una de las típicas de aquella barriada: una vieja casa de una sola planta con dos alcobas, una cocina y una sala; ésta daba a un patio alargado donde los vecinos compartían retrete, lavaderos y fuente. Del patio nos llegaron la música de un cuplé y el aroma a ropa limpia. En el cuarto de mi tío nos lavamos a trozos en un aguamanil de estaño. Luego fuimos al Ateneo Libertario. 17


El sonido del barrio eran las voces de las gitanas que vendían hierbas y lotería, el chillido de un conejo con las patas atadas llevado boca abajo por un hombre grueso, los gritos de los colchoneros; el olor, el del esparto, los cocidos, las madreselvas y los geranios, los pellejos de vino, los orines de gato. Del cielo caía un frío intenso y seco que se reía de nuestras chaquetillas de dril y nuestros viejos pantalones, cuyos remiendos había zurcido madre. —Ya os había avisado. Hay que ver cómo sois los señoritos andaluces, que no hacéis caso de nada, ¡ofú!

En la novela se hablaba de su barrio; quizá pronto tuviera noticias de Lama. Pasó el folio para seguir leyendo, pero llamaron a la puerta. Había olvidado que tenía una cita con Marisa. «¿Adónde vas tan maquillada?» «Si no me pinto los ojos no tengo mirada. Yo no tengo la culpa de ser tan rubia.» Se acarició con coquetería la melena larga y lisa. «¿Qué más te da la mirada si cuando lo hacemos cierras los ojos?» «Pero tú no.» Esta vez, luego de desatarla no se quedó dormido.

Camilo había perdido el acento andaluz. Llevaba un gabán gris con las solapas cruzadas, «como Valentino», y unos zapatos de tacón alto. «El día que tenga mucho dinero viajaré a Hollywood y seré una estrella del cinema». Cuando sonreía mostraba una dentadura muy blanca y el brillo azul de unos ojos de pícaro. Padre le miraba serio, con cierta desconfianza. En Bravo Murillo las casas ya no eran solamente de una o dos plantas, sino también de cuatro, 18


aunque los obreros seguían llevando gorras y boinas. Llegamos a la calle de Santa Juliana, al Ateneo. —Voy a tomarme un cafelito. Coged estas llaves; ahí dentro os esperan —levantó el sombrero a modo de despedida y vimos su pelo cuidadosamente peinado que olía a brillantina. Para que triunfara la idea, Camilo tenía una única misión, mas ésta era fundamental: esconder a los compañeros perseguidos. Como no estaba afiliado a ningún sindicato ni era un anarquista de acción, la Policía no lo tenía fichado. Compaginaba la lucha por la idea con el trabajo de actor secundario. Atravesamos un pequeño jardín y entramos por fin en aquella casa de ladrillo encalado: vestíbulo, sala de conferencias, biblioteca, imprenta y, al fondo, sala de reuniones, de la que nos llegaban enardecidas voces. Sin embargo, toda la energía de padre parecía concentrada en sus ojos negros (en el centro obrero de Villa del Agua apenas había espacio para una caja con tipos de imprenta, una mesita carcomida y una estantería con libros). A la sala de reuniones llegaba el olor a tinta de la imprenta; había tres compañeros sentados alrededor de una mesa de madera cubierta por una bandera roja y negra. En una de las paredes, un retrato de Bakunin; debajo del retrato, un fonógrafo. —¡Salud, compañeros! ¡Rediós! Yo te conozco. Tú eres Mario, Mario Ramos. Me abrazó con ardor. Era muy alto. —Sí, joder, de la guerra: batallón del regimiento de infantería Seis de Octubre. Formamos la tropa y salimos del campamento con nuestros quepis y nuestros uniformes. En las manos llenas de llagas, los fusiles; en los ojos, el desierto y la lejana humareda de los bombardeos. Manadas de cuervos esperaban bajo el cielo negro. Hacía mucho 19


calor, pero en la cantimplora sólo llevaba mi propia orina. Nos cruzamos con un camión que transportaba heridos y muertos. De repente, oímos gritos en árabe. Justo antes de que el teniente diera la orden de ataque, Liberto se desabrochó la guerrera y empezó a correr hacia los guerrilleros marroquíes, disparando un cargador tras otro. Yo admiraba sus actos de indisciplina porque obedecían a un impulso de libertad. A los soldados de nuestro regimiento que tenían inquietudes políticas, Liberto les decía que en el Ejército, igual que en el campo y en la obra, querían destruirnos como individuos. Y padre siempre me contaba que el mejor libro que había leído, el Quijote, era un libro sobre la importancia de ser libres. Cuando me enseñó a leer en el centro obrero la primera palabra que aprendí fue «LIBERTAD». Liberto llevaba una blusa blanca, pantalones de pana y alpargatas. Tenía el pelo largo, rizado; la barba le había endurecido las facciones. Sacó un cigarro de su petaca de cuero y lo encendió con un cerillo. —¿Qué te ha pasado, compañero? Estás escuchimizao. Iba a decirle que el campo no daba para vivir, pero no pude hablar: una sensación de ahogo repentina me lo impedía. —¿Por qué sigues con el pelo rapado? ¿Echas en falta la guerra? Soltó una risotada. Intenté decirle que llevaba el pelo así por los piojos, mas era incapaz de articular una sola palabra. Con las manos rodeé mi garganta. —Tranquilo, illo, será este frío madrileño. —Enfrente tenéis a Salva, de artes gráficas, y Tasio, del sector de la panadería. Les señaló con el índice derecho. Llevaban gorras marrones y chaquetones de cuero. 20


—Julián, tu hermano nos dijo que fuiste uno de «los apóstoles de la idea». Para nosotros es un honor tenerte aquí —Liberto fumaba despacio, alargando las chupadas—. ¿Qué pasa con la idea en Andalucía? ¿Por qué no ha triunfao? —Por el mismo motivo que no lo ha hecho en otros sitios: la dictadura cerró los centros obreros y envió a prisión a muchos compañeros. En Andalucía, además, se da la circunstancia de que el campesino es temerón por culpa de los caciques, el hambre y, lo que es peor, la incultura. La lluvia no depende de uno; la ignorancia, sí. Yo aprendí a leer y escribir en la cárcel, a los veinte años. Un mechón caneado le partía la frente en dos. —¿Es la primera vez que vienes a Madrid? —Estuve con mi hijo cuando la huelga del 17. El silencio tomó la sala, lánguidamente iluminada por una bombilla de pocas bujías que colgaba del techo. Madre dormía.

Tenía la boca seca; posiblemente sería un resfriado. Tomé un vaso de agua con limón y, para salir a la calle, me puse una bufanda blanca de mi tío. Camilo me había buscado un trabajo de aprendiz en una panadería de Bravo Murillo, donde Tasio era oficial de pala. La panadería estaba en una casa de una sola planta que hacía esquina con la calle de Almansa. Empecé a trabajar esa misma noche, con mi delantal blanco y un rastrillo, sacando las cenizas del horno en un sótano sin luz natural ni ventilación. Olía a sudor y harina. El depósito de combustible y la leñera estaban en un cuarto contiguo. —Las tahonas de Madrid son un asco. Así nos sale el pan, por no hablar del riesgo de incendios. ¡Los jodidos patronos son la rehostia! La única panadería en condiciones es la del conde de Romanones. 21


En las mejillas Tasio tenía hoyuelos, algunos de los cuales debía de ocultar su poblada barba. Los cristales de las gafas estaban empañados; al quitárselas para limpiarlas con el delantal vi sus ojos magañosos. —Camilo me comentó que tu madre también trabajaba en una panadería. Detrás del mostrador madre me miraba sonriendo, y esa sonrisa iluminaba su cara, ligeramente pálida. De vez en cuando susurraba una oración que pedía el fin de la sequía. Yo estaba sentado en una silla de anea leyendo uno de los folletos de padre. Cuando me veía ensimismado, ella silbaba; era la señal para empezar nuestro juego: ver quién adivinaba cuántos panes vendía a partir de ese momento. Verla allí me hacía feliz, no importaba que el sueldo fuera igual de mísero que cuando escardaba los campos de cereales, cubierta la falda con pantalones de hombre, todo el día encorvada, los riñones destrozados. Horas antes de que estallara una huelga provincial el capataz la había pillado arrancando matas de trigo y dejando las malas hierbas. ¿Qué pensaría de nuestra vida en Madrid? «Illo, ya está bien de meterse en líos, que ya nos hemos liao bastante», me solía decir cuando lo del embarazo. Aunque nunca lo confesó, creo que estaba cansada de tanta lucha. Tal vez hubiera preferido que fuéramos como su hermano, uno de esos hombres temerones de los que hablaba padre. ¿Y con qué ojos nos habría mirado Aurora...? Pensar en ellas me hizo llorar. Cubrían las paredes el hollín, el polvo de la harina y las telarañas. El hornero cocía; Tasio me explicaba cómo distribuir el pastón en las tablas. Yo estaba tan hecho mixto que ya no le escuchaba, así que me envió a casa: —¡Hala! Pan y callejuela. Y ten cuidao, mi pierna dice que llueve. 22


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