CONVERSACIÓN CON LAS CATEDRALES
RUBEN LOZA AGUERREBERE
Conversaci贸n con las Catedrales Encuentros con Vargas Llosa y Borges
Primera edición: marzo de 2014
© Ruben Loza Aguerrebere, 2014 © de esta edición: Editorial Funambulista, 2014 c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid) www.funambulista.net
IBIC: DN ISBN: 978-84-942380-0-0 Depósito legal: M-6103-2014 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi Motivo de la cubierta: Manuscrito de Borges. Fotos: Ruben Loza con Borges (© El País, Uruguay) y con Vargas Llosa (archivos personales de Ruben Loza) Producción gráfica: Artes Gráficas Cofás Impreso en España «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.
Conversaci贸n con las Catedrales
Mario Vargas Llosa de cerca
Vista la repercusión internacional, el Premio Nobel de Literatura de 2010 ha saldado su deuda histórica con uno de los más grandes escritores en lengua castellana de nuestro tiempo. Mario Vargas Llosa era uno de los eternos aspirantes al galardón que otorga la Academia Sueca, cuyos caminos para conceder el premio son insondables. Pues bien, lo ha merecido, finalmente. Ser amigo de Mario Vargas Llosa nos impulsa a escribir sobre él, más aún tras esta noticia, porque, a medida que pasa el tiempo, uno
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advierte que hace él todo lo necesario para que podamos sentirnos cómodos a su lado. A quienes hemos recibido sus enseñanzas nos ha cambiado; puedo decir que ninguno de nosotros ha sido el mismo, desde entonces. La vocación literaria —¿Es verdad, como ha dicho Octavio Paz, que la literatura es un oficio que se transforma en vocación y acaba convirtiéndose en un destino? —Yo creo que el origen tiene que ver con nuestros sueños, tiene que ver con experiencias claves que te van marcando y van orientando hacia un determinado sendero, ¿no? En la literatura, creo que es fundamental la importancia del descubrimiento del poder de la fantasía, de poder vivir otras vidas y ensanchar de esa manera el mundo. Los libros primeros, aquellos que inci-
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taron más nuestra imaginación, nos ayudaron seguramente a inventar nuestras propias historias. En otros casos es muy importante el engolosinamiento por el lenguaje, por las palabras, por el valor de cada palabra, por la música de la palabra. Entonces, yo no creo que haya una sola explicación, una sola fórmula para decir de qué manera nace una vocación por la literatura, pero seguramente debe de estar por allí. En mi caso, cuando era niño, creo que todo empezó cuando comencé a leer y a soñar con los ojos abiertos, fabulando. —¿Y cuál es el papel de la cultura y de las ideas en ese mundo de sueños de ojos abiertos? —Las culturas, las ideas, las artes son ingredientes fundamentales de la vida, y es gracias a ellas que nosotros nos podemos defender de la vida rutinaria, del tedio, y encontrar en ellas un escudo contra el dolor. Por eso tienen mucha importancia dentro de una novela.
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—¿Es difícil conciliar el hecho de soñar y el de vivir en el mundo real? —Uno puede soñar, llenar los vacíos, las deficiencias. Siempre hay un abismo entre la realidad y el deseo. Y bien, ese abismo lo podemos llenar solamente utilizando el sueño, la fantasía, las artes, la literatura. Y es por ello, precisamente, que la cultura constituye un ingrediente central en la vida del hombre. Por ello existe la literatura, en definitiva. Los secretos del escribidor —La tarea cotidiana del escritor, en su caso, como se ha dicho, tiene un «patrón flaubertiano». No cree demasiado en la inspiración, sí en el trabajo meticuloso y disciplinado. —Yo acudo muy temprano a mi escritorio y allí estoy hasta las dos de la tarde. Esas horas
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son para mí las mejores, las más creativas. Luego, por las tardes, no escribo. Tomo notas, leo, corrijo; preparo el trabajo del día siguiente. —¿Hay trucos para estimular el proceso de la escritura? —Yo comienzo la mañana muy temprano mecanografiando lo escrito el día anterior. Es un trabajo meramente automático, pero me va empujando, me va familiarizando con el mundo de la novela que va creciendo, con sus personajes y con sus ambientes. Luego, hago ejercicios y una caminata y, tras la ducha, a escribir; ahí, en forma manuscrita, cuaderno y tinta, trabajo hasta las dos de la tarde. Es difícil decir, en realidad, cuáles son esos trucos, esos apoyos psicológicos de los que uno se vale para crear el clima en el cual pueda escribir. Pero sí he advertido que cada vez escribo con más inseguridad. Eso siento. Supongo que mi autocrítica se ha acentuado.
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El periodismo Al igual que Hemingway, García Márquez y Carlos Fuentes, también Vargas Llosa ha sido, y es, un periodista. Sobre ello, comenta: —El periodismo es una actividad ambivalente. Por una parte es una fuente inagotable de experiencia y abre al autor una cantera de temas y personajes... Para mí ha sido fundamental. Una buena parte de lo que he escrito no lo hubiera hecho, si no hubiera sido periodista. Sin embargo, para un escritor, el lenguaje periodístico es peligroso porque crea hábitos, estereotipos. Y un escritor tiene que sentir el lenguaje como un potro salvaje que hay que domesticar mediante una seguridad, un cuidado y una paciencia. Dos maneras, pues, de acercarse al lenguaje... Aunque hay veces, pocas, en las que la literatura y el periodismo se intercalan, se entremezclan y
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se confunden enteramente, como en el caso de Azorín, por ejemplo, que hizo una gran literatura al mismo tiempo que un gran periodismo. —¿Y los libros de viaje dónde se sitúan? ¿Es periodismo o literatura? —En la literatura moderna hay casos extraordinarios de escritores que han demostrado que el viaje puede ser un magnífico pretexto para hacer literatura. Hay escritores que utilizan el viaje para construir un material riquísimo, para hacer unos libros que están a medio camino entre la ficción y el documento, y son tremendamente originales. A uno le revelan nuevas realidades. A mí me tienta esa idea de utilizar los recursos de la ficción para describir la realidad, una realidad no inventada, sino vivida día a día. Por ejemplo, El viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela, es precioso, y nos muestra cómo las palabras con que se describe esa visión pueden encantar un paisaje... Y está Naipaul, que tiene
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el aplomo de los que se saben ya en la posteridad. Muchos lo consideran el mejor prosista vivo de la lengua inglesa. No hay dudas de que es un escritor de primer orden, con una prosa rectilínea y una inteligencia flagrante. Vive bajo el hechizo de otro escritor como él, ganado por Inglaterra, me refiero a Conrad. Anécdotas y películas El cine es otra de sus pasiones. Fue jurado en el Festival de Cannes, pero no ganó la película que propuso. —¿Cuál es la lista de sus películas preferidas? —Pues bien, la lista de mis películas preferidas se inicia con las que mencionaré, en este orden. La primera es Senso, de Luchino Visconti, y la siguen luego Ciudadano Kane, de Orson Welles, La diligencia, de John Ford, Los jueves,
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milagro, de Berlanga, La gran ilusión, de Renoir, y la voy a cerrar con La hija de Ryan, de David Lean... —¿Y el Premio Nobel? —Siempre pensé que si alguien merecía recibirlo, ese escritor era Borges... ¿Cómo se concede? No lo sé. Mira, sobre la elección del Papa y de los ganadores del Nobel, no sé nada... Como es un hombre de humor, podría finalizar con una anécdota ocurrida una mañana en Valencia. Le acompañábamos el periodista y escritor español Germán Yanke, el escritor hispano-peruano Fernando Iwasaki y yo. De pronto un señor lo miró atentamente y pareció reconocerlo; se acercó presuroso, se detuvo ante él y le dijo: «Le he mirado bien y quiero saludarle, porque usted es García Márquez, ¿verdad?». Nos quedamos azorados. Lo miramos. Vargas Llosa no perdió la compostura, mantuvo la sonrisa, le extendió la mano y dijo: «No; yo soy el otro».
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Mi mañana con Borges
21 de marzo de 1979, media mañana. Buenos Aires tibio y soleado. Calle Maipú. En esos momentos, bajaba el ascensor. Aguardé junto a la puerta. Se abrió. Borges. Le acompañaba un hombre joven, de baja estatura y un tanto desaliñado; usaba gruesos anteojos. Sin decir palabra, salí rápidamente a la calle y, no bien llegaron a la puerta, le hice un ademán al acompañante de Borges, pidiéndole que se detuvieran. Entendió. Y, entonces, junto a la puerta, les tomé una fotografía, dos fotografías.
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Ignorando qué pasaba, Borges intercambió unas palabras con el hombre de los anteojos gruesos, quien lo tranquilizó. Me acerqué, le entregué la cámara fotográfica al hombre de los anteojos, nos cambiamos de lugar. Todo transcurría en silencio. Borges permanecía inmóvil apoyado en su bastón. Lo tomé del brazo izquierdo con la mano derecha. Vestía traje azul claro, una camisa celeste y llevaba corbata a rayas azules. El hombre de los anteojos nos hizo tres fotografías. En la tercera, salimos conversando. ¿Por qué? Porque mientras posábamos aproveché a decirle que venía de Montevideo para hacerle una entrevista para mi diario, ya que en pocos meses él cumpliría ochenta años. —Qué gentiles que son los orientales... —murmuró, sonriendo. Le pregunté cuándo podría verle y me respondió:
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—Lo espero mañana, a las diez de la mañana. El señor bajito de los lentes gruesos me devolvió la cámara de fotos. —Mañana a las diez aquí estaré —dije, enfático. —Muchas gracias —contestó Borges. El hombre de los gruesos anteojos me miró, tomó nuevamente del brazo a Borges y cruzaron la calle. Desaparecieron en las penumbras de la galería. Seguramente iban, pensé, a la librería La Ciudad. Me di cuenta de que nadie los miraba; nadie había reparado en nosotros cuando nos sacamos las fotos; nada. Los transeúntes nos esquivaban, silenciosos, y seguían su camino. Qué raro, pensé. Me lo imaginaba de otra manera. ***
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A la mañana siguiente, a la hora indicada, toqué el timbre. El mismo señor bajito del día anterior mostró la cabeza por la puerta entreabierta. Tenía un bolígrafo en la boca. Se quitó el lápiz. —¡Oh, es usted! —dijo. Abrió apenas lo suficiente como para que pudiera entrar y cerró de inmediato, temeroso, como si estuviéramos protagonizando una novela policíaca. Qué sé yo. —Buenos días —dije. —Ssshhhh —hizo, con el índice tocándose los labios, y prosiguió hablando en voz baja: —Estamos grabando en el dormitorio de Borges... Siéntese, ahora. Si llaman a la puerta, no abra. Si llaman por teléfono, responda que Borges no está. Cuando hagamos un intervalo, hará su trabajo. ¿De acuerdo? No me dio tiempo siquiera a responder; giró sobre sí mismo y desapareció en medio del silencio.
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Me di cuenta de que eran las diez y cinco de la mañana y llovía impiadosamente sobre Buenos Aires. A esto vine hasta aquí, pensé, resignado, y me dediqué a esperar. Pasé revista a la habitación. Un sofá de color verde. Un sillón de color verde (encima, un gato blanco). Un cuadro de Norah Borges y, el resto, libros. Una enorme biblioteca, impecablemente arreglada. Nada fuera de lugar. Los lomos parejos, la cantidad exacta en cada estante. Ninguno de esos libros estaba escrito en idioma español; tampoco había obras de Borges. La habitación era de extrema sobriedad. Sobre la mesa, hacia la derecha, había una profusión de cámaras fotográficas, películas, una filmadora. Junto a la mesa, un trípode y un bolso con lentes diversos. Me senté en el sofá. A mi lado había una mesita circular con un libro de Kipling dedicado por un amigo.
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*** Media hora después apareció Borges. Se orientaba sin el bastón. «¿Su ceguera no sería también una ficción?», pensé. No estaría mal. Detrás de él, reapareció el hombre de los lentes gruesos acompañado por una mujer joven, delgada y alta, y, tras ellos, el camarógrafo, un joven desaliñado y barbudo, que se dirigió directamente a la mesa y comenzó a cambiar el rollo de la filmadora. La mujer ojeaba un libro. Borges se sentó a mi lado y comenzó a hablar. Le pregunté qué escritores del Uruguay recordaba y me habló de Emilio Oribe. Y luego de Pereda Valdés... —Conozco a Pereda Valdés —le dije. Rápidamente se puso a contar: —Con Pereda y Petit de Murat fuimos una noche a los suburbios de Buenos Aires; entra-
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mos en un lugar que estaba lleno de compadritos. Vimos un letrero que decía: «prohibido escupir en el techo». ¿Qué curioso, no? Después, hilvanada con esa historia de compadritos, pasó a Montevideo y agregó: —En el Cordón y en la Aguada eran bravos; había una especie de compadritos como acá. Pero no en Paso Molino, que era más tranquilo. Yo viví allí en una quinta de unos parientes míos, en lo de Pancho Haedo. *** —Señor Borges vamos a continuar con el poema Heráclito —dijo, interrumpiéndonos, la periodista de la BBC. Estaba de pie, a mi lado. Inesperadamente, Borges le dijo a Miss Bumpus (así supe que se llamaba) que yo leería el poema. Me negué a hacerlo; Borges insistió. Finalmente, el asunto fue zanjado por ella de la siguiente
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manera: puso en mis manos el libro, que estaba abierto en la página donde figuraba el poema escogido y, con tono autoritario, me dijo: —Cuando se encienda la luz roja, usted lee. Al terminar de hacerlo, se pone de pie y me deja su lugar. ¿Comprendido? Comprendido. (Y así aparecí en la BBC). Naturalmente, decidí quedarme para completar mi reportaje. La lluvia seguía. Miss Bumpus muy astutamente fue acorralando a Borges, hablando de Heráclito, pero con su voz monótona Borges le dijo, de pronto: —La verdad es que solo conocemos el borde de las cosas, como dice Milton, ¿no? Poco después, un nuevo intervalo, y lo aproveché para pedirle a Borges una firma en el libro que traía conmigo. Se lo di. Borges lo acercó a sus ojos ciegos, lo palpó, le dio vuelta, lo sopesó; finalmente, me preguntó qué libro era.
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—Libro de prólogos con un prólogo. —Quizá sea bueno porque nunca pensé que sería un libro. Le agradecí a Borges la nota, la firma en el libro. Cuando me dio la mano, me preguntó: —¿Cuándo se marcha al Uruguay? —Esta noche. —Qué suerte que tiene; quiero mucho a la Banda Oriental... Saludos a la calle Buenos Aires.
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