Los tiernos lamentos
Yoko Ogawa
Los tiernos lamentos Traducci贸n de Yoshiko Sugiyama y Sergio Torremocha
Primera edición: noviembre de 2013 Título original: Yasashii Uttae (1996) © Yoko Ogawa, 1996, 2013 Edición original japonesa publicada en 1996 por Bungeishunju Ltd. Derechos de traducción acordados con Yoko Ogawa a través del Japan Foreign-Rights Centre y Ute Körner Literary Agent, S. L. www.uklitag.com © de la traducción: Yoshiko Sugiyama, 2013 © de la traducción: Sergio Torremocha, 2013 © de la presente edición: Editorial Funambulista, 2013 c/ Flamenco, 26 28231 Las Rozas (Madrid) www.funambulista.net IBIC: FA ISBN: 978-84-941475-6-2 Dep. Legal: M-32750-2013 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi Motivo de la cubierta: Miko, Shodo, Nikko, © Davide Gorla, Nikko, 2012 Producción gráfica: AFANIAS Industrias Gráficas Impreso en España «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)» Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.
Los tiernos lamentos
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Cuando llegué al chalé era ya de noche. —¿Quiere que la acompañe hasta la puerta? Parece que va usted muy cargada de equipaje —me dijo amablemente el taxista, dispuesto a buscar una linterna en la guantera. —No se preocupe, conozco el camino. Con el bolso que me colgaba del brazo, cogí las dos maletas y salí como pude del vehículo. —Bueno. Pero daré media vuelta para alumbrarla con los faros. En el cielo, había luna llena y estaban aún encendidas las luces del albergue El Saltamontes junto a la carretera comarcal, y la noche no era tan oscura, pero el taxista giró el volante rápidamente para orientar sus luces hacia el bosque. —Muchísimas gracias. 9
Seguí el camino que nacía de la carretera comarcal y el sosiego se hizo más profundo, con el ruido de mis pasos en la hierba que llegaba hasta mis oídos. No había viento y las ramas de los alerces se confundían silenciosamente con la negrura. Volví la vista atrás mientras caminaba y no pude distinguir el coche a través de los árboles, solo sus luces, que seguían alumbrando mis pasos por el sendero. Aunque le había dicho que conocía el camino, en realidad no había vuelto a este lugar desde hacía ocho años. Por aquel tiempo pasaba allí cortos periodos de vacaciones con mi marido. Un año antes vinimos también en pleno invierno para pasar Año Nuevo. Durante aquella estancia se unió a nosotros la familia de mi hermana mayor, y mi marido enseñó a esquiar a mi sobrino, que aún era un niño. Creo que la última vez que vino mi padre fue poco después de mi boda. Su cáncer de pulmón había empeorado; estaba delgado y débil, pero pudo caminar él solo desde la comarcal hasta el chalé. En otras épocas anteriores, durante mi infancia, solíamos pasar aquí las vacaciones de verano. Cada día íbamos mi hermana y yo a cazar insectos o a jugar a la ribera del río; pasábamos las tardes en la terraza leyendo obras infantiles de la literatura mundial o aprendíamos con mi madre el arte del bordado. Naturalmente, mi padre era entonces joven y vigoroso, capaz de subirse a cualquier árbol, por alto que fuera, e 10
instalar en él refugios para los pájaros y lanzarse sin miedo a los remolinos de la cascada. Aún recuerdo el torso mojado de mi padre. Brillante por los rayos del sol. En modo alguno se podían entrever signos que anunciaran la progresión del tumor o la debilidad causada por el derrumbamiento. Por mucho que el mundo cambiara, estaba convencida de que aquellos días en el chalé se prolongarían eternamente. La tranquilidad que emanaba de su torso era tal que yo no podía percibir la realidad. Mis maletas estaban atiborradas y un trozo de tela sobresalía por el cierre de la cremallera de una de ellas. Era del vestido que encargué para la inauguración del nuevo consultorio de mi marido. ¿Por qué lo había cogido? Era demasiado estúpido coger un vestido de seda para fugarse a un chalé oculto en unas montañas lejanas. Me sentí ridícula y me dio por reírme casi en silencio, sola. Y súbitamente me sentí muy sola mientras reía. Las asas de las maletas se me clavaban en las palmas de las manos. Mi equipaje era tan pesado que ni siquiera podía caminar en línea recta. A mi alrededor se extendía el bosque oscuro. Muy pronto el camino empezó a empinarse dibujando una suave curva hacia la derecha. Por la parte exterior de esta curva pude distinguir el chalé tal y como era antaño, con su chimenea de ladrillos y su terraza de color azul claro. 11
«¡Ah! ¡Mejor así!», pensé, sinceramente aliviada. Desde que había salido de Tokio había pensado, tal vez habitada por inquietudes irracionales, que quizás ya no existiría; que, no solo la casa, sino también todo el paisaje que la rodeaba, se habrían distanciado de mí y que yo no podría acceder a ellos. Tal vez yo solo quería sustituir secretamente cosas más difíciles y confusas de captar por una serie de pequeñas inquietudes típicas de las fugas; por ejemplo, cómo hacer con la limpieza de las alcantarillas de la ciudad prevista para el domingo siguiente; o cómo hacer las compras si no se sabe conducir; o qué hacer cuando no te queda dinero, etc. Pero el paisaje no se había desvanecido. Había tenido a bien permanecer allí, como el guardián de una memoria fiel. Giré la llave que estaba puesta, empujé la puerta para abrirla y, una vez que deposité mi equipaje en el pasillo, quise hacer señales con mi linterna al taxista para que comprendiera que había llegado bien. No sé si las vio o no, pero el caso es que al cabo de unos instantes pude escuchar un claxon en la lejanía y vi las luces alejarse por el bosque. —¿Qué obra es esta? —murmuré mientras batía los huevos que acababa de romper en un bol. —Ni idea... 12
Mi marido hojeaba el periódico. «La pregunta no era para ti», me dije, esta vez en silencio, hablando solo a mi corazón. Dejé la sartén en el fuego antes de mezclar concienzudamente los huevos. —Creo que no es un simple ejercicio de digitación. Era al final de una mañana de domingo y el sol brillaba muy alto en el cielo. Desde que nos habíamos levantado, habíamos estado escuchando el sonido del violín. El intérprete era el hijo de los vecinos, que debía de tener unos diez años. Quince días antes, su madre vino a avisarnos de que igual nos incordiaría porque, al estar ya cerca la fecha del concurso, quería que el niño practicara hasta las diez de la noche. Cada día ensayaba sin parar la misma pieza. Muy pronto, yo también conocía aquella melodía y recordaba el punto en que siempre se equivocaba. Y tal y como nos había prometido la madre, a las diez en punto los ensayos se detenían en seco. —Seguro que tiene un título. Puse en el bol los champiñones, el tomate triturado y el queso. Con el huevo, la mezcla se hizo espesa. —¿Cómo puedes saberlo? —prosiguió mi marido sin ni siquiera levantar la mirada del periódico. —Todas las piezas tienen un nombre. Suite número uno o Concierto número dos ya son títulos, me parece a mí. 13
Cuando eché los huevos en la sartén, chisporroteó el aceite cubriendo en parte mi voz. Nos quedamos los dos silenciosos un instante. Tendría que haber estado acostumbrada ya a esos silencios, pero eché de menos la ayuda del sonido del violín. Para un niño de diez años, aquella pieza en tono menor era más bien triste. Empezaba con un aire que te arrastraba a una ensoñación profunda y que luego se desarrollaba transformándose poco a poco. Llegado al punto culminante se producía una gran ondulación, pero los sonidos se limitaban a acumularse en capas sucesivas en los tímpanos, sin dispersarse. Aunque quizás esa impresión se debiera más a la técnica de ejecución que a la naturaleza de la obra, pues no podía decirse que el niño tuviera un gran talento. La sonoridad era confusa y, por lo general, cuando llegaba el momento culminante, fallaba en la última nota antes del cambio de tonalidad. —Tiene como cierto regusto a Europa del Este; Budapest o Sofía, ¿no? Los huevos se freían formando burbujas. Con las manos en el asa de la sartén, yo miraba cómo se fundía el queso. —Pero si tú nunca has estado allí... Mi marido ordenó cuidadosamente las páginas del periódico, que había hojeado hasta el final. El cuidado de sus gestos no se correspondía con el tono de voz. 14
—En un pueblo de Europa del Este, en el crepúsculo, una melodía canturreada por un chico guapo de ojos marrones. Las amapolas lo rodean y, en lo alto de una colina, se pueden distinguir los muros de un viejo castillo en ruinas y el campanario de una iglesia. —¡Menuda imaginación! —Estoy segura de que el título de la pieza es hermoso. —Me extrañaría mucho... Sacudí la sartén y le di forma de tortilla a la mezcla. Los hilos del huevo que no cuajaron se deshicieron. —También tengo la impresión de haber escuchado esta obra tiempo atrás. —Tener esa impresión es muy normal cuando se escucha lo mismo día tras día. —Durante el día, cuando estoy sola y tranquila, siento que estoy a punto de descubrir el título de la pieza que se supone no debería conocer. —Pues yo solo tengo ganas de comerme la tortilla. —¿Qué? —contesté. —La tortilla —dijo mi marido como si estuviera pronunciando una palabrota. —Como puedes ver, te la estoy preparando. —Me importa un bledo el violín mal tocado del niño de al lado. —Pero es que tiene un concurso; por eso ensaya tanto. 15
—¿Crees que van a dejar que participe en el concurso con ese ruido de serrucho...? —Eso no es culpa suya. —Aaah. Nadie tiene culpa de nada. Pero es que yo no pido nada del otro jueves. Solo poder comerme la tortilla a gusto, en un ambiente apacible. —Me encantaría saber el título de la pieza. —... En ese momento se detuvo el ruido del violín súbitamente. ¿Habría oído el niño la voz de mi marido? ¿Sería una simple pausa? —Europa del Este o las amapolas también me la traen floja. Se levantó de la silla haciendo ruido a propósito, cogió de encima de la televisión las llaves del coche, su cartera y el encendedor, se los metió en el bolsillo y se marchó. Se iba a verla a ella. En los bordes de la sartén los huevos endurecidos se habían quemado. Cerré la llave del fogón y los tiré al fregadero. De todos modos, seguro que él tenía intención de ir hoy a verla. Lo del violín había sido una simple excusa. Se reanudaron los ensayos. Un comienzo tranquilo, una pequeña pausa, un ritmo acentuado. Esta vez iba bien encaminado; si conseguía mantenerse así hasta llegar al momento culminante, conseguiría terminar correctamente 16
la pieza. Pero, como era de temer, siempre se equivocaba en el mismo punto. Una vez que se hubo marchado mi esposo, empecé a preparar mis cosas. Cogí del fondo de un armario las dos maletas más grandes. En la primera amontoné todos los vestidos que pude. En la otra reuní todo lo que me iba a hacer falta para el trabajo que estaba realizando: las plumas, la tinta, el papel, la regla... y, tras unos instantes de reflexión, mis medicamentos, mi tarjeta de crédito, mi rizador de pelo. Luego envié un fax a mi agente para decirle que iba a cambiar de señas, miré los horarios de trenes de alta velocidad que salían hacia el noreste y llamé por teléfono a la dueña de El Saltamontes. El establecimiento era antes la hospedería Asahiya, y, cuando mi padre construyó el chalé, le encargó a la dueña su mantenimiento. —Hoy iré sola al chalé. Lamento comunicárselo tan de repente, pero ¿podría usted preparármelo? —le había anticipado brevemente por teléfono. Ella expresó su nostalgia y su alegría ante la idea de volver a verme, pero no hizo ninguna pregunta indiscreta al respecto. Para guardar las formas, añadí que tenía un encargo importante y que quería trabajar a gusto, dándole a entender que quería estar muy concentrada en mi labor. 17
Todo se desarrolló mucho mejor de lo previsto, como si yo lo hubiera preparado minuciosamente de antemano. Tres años antes había sabido que había otra persona en la vida de mi marido, aunque nuestra relación estaba ya deteriorada. Uno de los dos había sugerido que hiciéramos vidas separadas, e incluso hablamos de divorcio. Si restábamos esos años a los doce de vida en común, solo quedaba una corta etapa sin discordias. Y teniendo en cuenta los cambios de toda clase que se habían producido en mi entorno, con mi marido independizándose para instalar su propia consulta de oftalmología en un edificio del centro, la muerte de mi padre, mis inicios profesionales como calígrafa... al final toda aquella situación indefinida puede decirse que había durado bastante. No tenía detalles relativos a la vida de esa mujer. Debía de ser una ortóptica que, sin duda, mi marido conoció cuando trabajaba en el hospital universitario, aunque nunca tuve ocasión de conocerla. Mi marido iba y venía entre las dos casas. Por descontado que no estaba satisfecha con esta situación, y siempre había deseado ponerle remedio, pero no me parecía buena solución desaparecer sin avisar. Aquello lo enfadaría muchísimo y solo conseguiría complicar las cosas aún más. Pero había llegado a un punto en el que no podía soportar más aquella situación sin reaccionar. 18
Cuando el violín falló en una nota importante y se perdió en resonancias rugosas, el chalé se me apareció súbitamente en mi corazón. Aunque no había estado desde hacía años, el chalé amplio y sobrio reapareció con frescura hasta en sus rincones más pequeños. Allí seguramente sería bien recibida. El chalé se ocuparía de mí. Sin dejar escrita una línea, sin lavar la sartén sucia, dejando medio tomate en la tabla de cortar, me marché.
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