La ciudad en las dunas
—¿Dónde vas tan deprisa? Ytzhak Lieberman se giró sobre sus pasos y encontró a Ida, la hermana de su buen amigo Zvi Levovitz, asomada a la ventana. Se había acordado de ella al pasar frente a la casa y se había alegrado de no haberla visto en la puerta, esperándole, como en otras ocasiones. La chica desapareció de la venta y reapareció un instante después en la puerta contigua. —¿No vienes con mi hermano? —le preguntó. Cada día, Ytzhak y Zvi salían juntos de la yeshiva y, dos tardes por semana, Ytzhak se quedaba a estudiar en casa de los Levovitz. Aunque a veces se sentía tratado con conmiseración, no dejaba que su orgullo le impidiese disfrutar de la hospitalidad de aquella amable familia lituana. A menudo cenaba con ellos. El padre, Menachen Levovitz, no era un hombre rico; pero vivía sin estrecheces gracias a la prosperidad de su negocio, una tienda de artículos de primera necesidad para las colonias agrícolas del interior. Algún día, los Levovitz venderían aquella casona en el corazón de Jaffa y también se mudarían a la ciudad nueva. Cada vez eran más las familias que lo hacían. —Tengo cosas que resolver y no puedo quedarme. Zvi viene enseguida. Yo he salido un poco antes. El rostro delgado de la muchacha se llenó de tristeza; nunca ocultaba sus emociones. Las cosas que Ytzhak debía resolver tenían que ver con otra chica e Ida lo
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sabía. Estaba enamorada de él, pero nunca se había mostrado celosa; solo ilusionada de volver a verle o apesadumbrada por no poder pasar más tiempo con él. La felicidad de Ida parecía depender de los escasos momentos en que estaban juntos. —Da recuerdos a tus padres— añadió Ytzhak a modo de despedida. La muchacha asintió y le clavó una mirada angustiada. En Neve Tzedek, el barrio extramuros, Ytzhak alquilaba una habitación a la señora Bielski. Muchos estudiantes hacían lo mismo en casas cercanas a la yeshiva, pero Ytzhak prefería el ambiente íntegramente judío de las afueras de la ciudad: los pequeños huertos, los pozos recién abiertos, los mercados improvisados y los inmigrantes establecidos allí de forma temporal. Así se veía él también, aunque llevase casi dos años en Jaffa. En sus planes estaba dejar la ciudad para iniciar una nueva etapa en Eretz Ysrael. Se lavó y se puso su mejor ropa. Media hora más tarde, puntual y nervioso, se sacudió la arena de los zapatos frente a la cancela de los Raskin. Antes de atravesarla, observó la villa, a punto de ser engullida por las sombras del crepúsculo. Había visto planos del proyecto urbanístico en los que la avenida, con el terreno por completo allanado, aparecía ajardinada como una calle europea. La torre de agua al final de la zona edificada ya abastecía a todas las parcelas y pronto concluirían las obras del alumbrado; las farolas lucirían en la frontera misma del desierto. Tel Aviv la llamaban ahora, aunque nadie podía imaginar una «colina de primavera» en aquella planicie de calor asfixiante y aire salino. El viento era sucio y la arena hacía daño en la cara. La señora Raskin abrió la puerta y le dio la bienvenida sin sonreír. Se habían visto una sola vez antes y se había comportado de igual manera. En la sala de estar
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aguardaban el señor Raskin y Pesia, hermosísima con un vestido de color hueso y el pelo suelto. —Encantado de conocerle— saludó el señor Raskin con la mano tendida. Ytzhak la estrechó y se sentaron en cómodas sillas de chintz. La señora Raskin sirvió el té y Pesia trajo de la cocina una fuente de galletas recién horneada. Ytzhak se preguntó dónde estarían las hermanas. —Mi hija me cuenta que le falta a usted poco para ser rabino —dijo Raskin. —Así es. Recibiré la semikhah antes de Pascua. —No conozco al rabino jefe en persona —afirmó Raskin—, pero tengo entendido que es asquenazí y sionista. Eso está bien, ¿no le parece? —Desde luego —respondió Ytzhak con sinceridad. —Ha de saber, señor Lieberman, que no soy una persona religiosa. Por supuesto, hemos educado a nuestras hijas en la fe, pero no practicamos. —Rivka y Tvora, si no me equivoco. Ytzhak lamentó de inmediato lo inoportuno del comentario; aunque pretendía mostrar interés por la familia, había sonado evasivo. —Están en clase de piano —intervino la señora Raskin. «¿Así piensa esta gente construir un país?», pensó Ytzhak. «¿Con tazas de porcelana y clases de piano?». En comparación con el señor Levovitz, Asael Raskin sí era auténticamente rico. A ojos de Ytzhak, no obstante, lo que de verdad les diferenciaba no era tanto el dinero como la muy distinta dirección que habían dado a sus vidas. El camino de Levovitz conducía también a la ciudad nueva, con su futuro de jardines y noches de luz eléctrica; pero el lituano jamás se apartaría de Dios ni la tradición hebrea del modo en que Raskin lo había hecho.
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Ytzhak sabía tres cosas del padre de Pesia: que provenía de Zhitomir, que de joven se había alistado como voluntario en el ejército del zar y que solo empleaba a trabajadores judíos en su fábrica de vidrio. Bastaban unos minutos con aquel hombre para apreciar cuán pagado estaba de sí mismo. —¿Participó usted en el sorteo de las conchas? —le preguntó Ytzhak, aunque conocía la respuesta. —¡Por supuesto! —exclamó Raskin—. Fue una mañana espléndida. Nunca la olvidaré. El señor Dizengoff nos citó a todos los miembros de la asociación, sesenta en total. Las parcelas estaban delimitadas con postes y cuerdas. En una caja había conchas oscuras que contenían los números de los cercados y en otra, conchas claras con los nombres de los propietarios. —Al revés, querido —interrumpió la señora Raskin—. Los números estaban en las conchas claras y los nombres, en las oscuras. Créame a mí, señor Lieberman. Mi marido tiene mala memoria. —¿Estás segura…? Como tú digas —concedió Raskin—. Un niño fue sacando los números —continuó—, y una niña, los nombres de las familias a las que correspondía cada parcela. Pesia, cariño, ve a por la urna. Con la larga melena rizada envolviéndole el ancho rostro, Pesia parecía una princesa sacada de un cuadro renacentista. Regresó al salón con una especie de cáliz plateado y se lo entregó a su padre. —¡Cójalos!— dijo Raskin, levantando la tapa. Ytzhak extrajo dos trozos de papel y fingió una admiración que en absoluto sentía. —El cuarenta y nueve —leyó, a falta de mejores palabras. —Uno de los lotes más apreciados. En plena avenida principal —puntualizó Raskin, ufano. 4
Saltaba a la vista que estaba orgulloso de residir en Tel Aviv. Su nombre pasaría a la posteridad como uno de los fundadores de la «ciudad milagro». —Tuvo usted suerte —comentó Ytzhak, aunque en su fuero interno pensaba que no existía tal cosa como la suerte. Recatada y en silencio, Pesia le parecía hoy una persona diferente. Solo había abierto la boca para preguntar si querían azúcar o miel en el té. Cuando Ytzhak buscaba su complicidad, ella le devolvía miradas vacías de expresión. Raskin relató entonces cómo habían sido sus primeros meses en el nuevo asentamiento; en sus labios, una historia de esfuerzo y colaboración vecinal. Para Ytzhak, de ella se desprendía que las ideas de Raskin y los otros propietarios no eran muy distintas a las de Dizengoff y los demás ideólogos del proyecto. Pregonaban justicia social y reparto de la responsabilidad entre iguales, pero a Ytzhak se le antojaba que la doctrina de los pioneros era tan falsa como su idea de una primavera entre las dunas: el socialismo que querían implantar tendría una clase dirigente tan opulenta y ociosa como el capitalismo que tanto detestaban. El joven se había preparado para contestar a preguntas sobre su familia y su vida en Palestina, pero comenzaba a sospechar que a su anfitrión todo aquello le traía sin cuidado. —Van a trasladar a Tel Aviv la Escuela de Enseñanza Media —dijo Raskin—. ¿Lo sabía usted? —Algo he oído. —Se ha reservado un terreno para albergarla en la otra punta de la avenida. Quiero que mis hijas estudien en ella. Ytzhak comprendió que había llegado el momento de hablar claro. Sí había que hacerlo, qué mejor recurso que invocar las Escrituras:
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—«Bendita la sabiduría en la mujer, porque no hay conocimiento que no provenga del temor al Altísimo». —¿Aprueba entonces que Pesia tenga algún día una carrera y trabaje? — preguntó Raskin, sorprendido. —«La esposa virtuosa trabaja de buena gana con las manos. Adquiere un campo y las tareas fortalecen sus brazos». —No me refiero a ese tipo de trabajo —replicó Raskin—. Mi hija no se lo ha contado, por lo que veo. Tiene pensado ser enfermera. Pesia desvió la mirada hacia el suelo. —No, no me lo ha contado —admitió Ythzak, incómodo. —Este país tendrá hospitales. Necesitaremos médicos y enfermeras —continuó Raskin. A Ytzhak se le hizo un nudo en la garganta. Notando que le temblaba el pulso, dejó sobre la mesa el platillo y la taza que sostenía. —¿Qué parcela han reservado para la sinagoga? —preguntó con voz entrecortada. —Ninguna —contestó Raskin como si la respuesta fuese obvia. —Señor, yo quiero a su hija. —Y mi hija le quiere a usted, Lieberman. Pero de ningún modo va a ir a Petah Tikvah para convertirse en una granjera. —Petah Tikvah está a solo cinco millas de aquí. ¿Por qué seguía hablando cuando todo estaba claro? Ytzhak se sentía perdido, acorralado. Furioso. —A cinco millas o a cinco pasos, la distancia es lo de menos —repuso Raskin. Ytzhak explotó:
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—¡Nos tratan con menosprecio, como si no existiéramos…! ¿No se da cuenta de que es un disparate? ¡Esta es la Tierra Prometida! ¡No pueden levantar un país traicionando la Alianza! —¡Deje de gritar! ¿Dónde cree que está? —le reprobó Raskin, alzando la voz a su vez—. Además, no le he invitado para discutir sobre eso. Usted tiene su visión del sionismo y yo tengo la mía. Es su relación con mi hija lo que nos ocupa. —Mi relación con su hija acaba de terminar y esa era la intención real de este encuentro —Ytzhak vio que Pesia reaccionaba con estupor—. Pensé que se tomaría al menos la molestia de conocerme, pero estaba equivocado. ¡Todos ustedes son iguales! Raskin no perdió la compostura. —Dígame, ¿se ha molestado usted en preguntarle a Pesia lo que ella desea para su futuro? ¿Pregunta el dueño al asno si quiere cargar la leña?, estuvo tentado de contestar Ytzhak. «El Creador dijo a la hembra: tu deseo será el del varón y él te dominará.» Pero la Torah no tenía cabida en aquella casa donde la mujer contradecía sin apuro al marido y se veneraba una urna con un boleto de lotería. —Ella me quiere. Usted mismo lo ha dicho. ¿No es eso suficiente? —En un mundo como el nuestro, lamentablemente no —sentenció Raskin. —Entonces, tal vez deberían meditar sobre ese mundo de ustedes… Creo que hemos hablado todo lo que teníamos que hablar —concluyó Ytzhak—. Deje sólo que le diga una última cosa antes de irme. Está escrito que, aunque el amor de nuestro pueblo es como el rocío que no tarda en disiparse, Dios regresará y, en nuestra desesperanza, buscaremos su rostro ardientemente. —Señor Lieberman, las únicas escrituras que me interesan son las que nos otorgan derechos sobre esta tierra. 7
Poniéndose de pie, Ytzhak pensó que siempre recordaría aquel instante. Como si pudiera verse a sí mismo al cabo de los años, se preguntó qué trascendencia tendría aquella la conversación en el conjunto de su vida. —Buenas noches —dijo—. Adiós, Pesia. Así se despidió de la mujer que nunca sería la madre de sus hijos. El trayecto de regreso a Neve Tzedek se le hizo corto. La señora Bielski sabía que estaba invitado a casa de los Raskin y, a buen seguro, aguardaba su regreso para acribillarle a preguntas. Nada le apetecía menos en aquel momento. Ytzhak continuó su camino hasta Jaffa. «Una esposa de carácter noble, ¿quién la encontrará? Vale más que las piedras preciosas», se dijo. Dio algunas patadas suaves al escalón y cayeron terrones de arena de la suela de sus zapatos. Golpeó con el aldabón la puerta del tendero Levovitz y esperó. Ida apareció en el umbral, tan sorprendida de verle que se sonrojó. Antes de que Ytzhak hablase, abrió la puerta el todo y le invitó a entrar.
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