La estrella robada

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La estrella robada

Edward Parker tenía la reputación de ser un hombre imperturbable. Durante los juicios en las mal ventiladas salas del Alto Tribunal de Lahore, según se decía, nunca sudaba. El comisario jefe Figgs, no obstante, lo encontró empapado en sudor la tórrida noche que acudió en su ayuda. El propio Parker abrió la puerta de su lujosa residencia cuando Figgs llamó al timbre pasadas las dos de la madrugada. —¡Gracias por venir tan rápido, querido amigo! ¡Pase, por favor! —dijo Parker con una efusión y cordialidad que extrañaron a Figgs. Al teléfono, la voz del fiscal de la Corona había sonado nerviosa y sus palabras, sobre todo al principio, confusas. El asunto era grave y necesitaba consejo, eso había dicho, rogándole a continuación que fuese a verle lo antes posible y no lo hablara con nadie. Figgs vivía al otro extremo de los Jardines Mayo, de modo que cruzó el parque en la oscuridad y apenas tardó unos minutos en llegar. —¿Quiere tomar algo…? ¡Por supuesto que quiere! —se contestó el fiscal a sí mismo sin dar tiempo a que Figgs abriera la boca—. Le he sacado de su casa en mitad de la noche. Es lo mínimo que puedo hacer por usted. ¿Ginebra…? El director de la Policía del Punjab aceptó el ofrecimiento. Óleos de paisajes indios, lámparas con cristales policromados y figuras inglesas de porcelana decoraban el salón al que habían pasado, una estancia que servía a la vez de biblioteca y gabinete: sobre la mesa de despacho se amontonaba correspondencia no atendida. —¿Ha estado usted de viaje? —preguntó Figgs.

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—En efecto —respondió el fiscal, demasiado alterado para darse cuenta de la sutil deducción de su invitado—. ¡Y algo insólito ha sucedido en el tren! —añadió—. Bueno, en realidad, no me he dado cuenta hasta llegar aquí. Por eso le he llamado, naturalmente. Confío en su amistad y discreción. Parker movía las manos como si hubiese olvidado que tenía en ellas los vasos de ginebra. Figgs, incómodo con el uso interesado de la palabra «amistad», alzó el brazo hacia su bebida y Parker necesito un instante para comprender que debía dársela. —¿Por qué no nos sentamos y me cuenta con tranquilidad lo ocurrido? — sugirió el comisario. Tomaron asiento y Parker intentó calmarse. —He estado en Delhi unos días —comenzó—. Cuatro, para ser exactos. Tenía que presentar un alegato en la Corte Suprema. Mi secretario viajó un día antes y no estará de vuelta hasta el sábado. Le he encargado que revise unas actas y recabe información sobre otro caso en el que estamos trabajando. He hecho el viaje de regreso solo y, como siempre, me he quedado dormido. No puedo evitarlo. Mi mujer dice que me estoy haciendo viejo, pero ya me pasaba cuando estudiaba en Cambridge y bajaba en tren a Londres. No me he despertado hasta poco antes de llegar a Lahore. He recogido mi bolso de viaje y he venido a casa en un taxi. Al abrir el bolso en mi habitación… Parker se detuvo. Con gesto lúgubre, se levantó del sofá. Echó mano al bolsillo derecho del pantalón y sacó un diamante del tamaño de una nuez. Impresionado, Figgs lanzó una mirada a Parker y vio en sus ojos una mezcla de terror y excitación. El comisario observó el diamante sin tocarlo: destellaba con una claridad y pureza asombrosas. A primera vista le pareció transparente, pero

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Parker lo hizo girar bajo la luz de una lámpara y Figgs apreció que el brillo tenía una ligera tonalidad amarilla. No había visto nunca nada semejante. —¡Caray! —exclamó. —¿Lo reconoce? —preguntó Parker. —¿Debería? —No, supongo que no... Es «La Estrella de Drahnpur». Pertenece a la begún Olga. Figgs comprendió de repente. Cuatro años antes había colaborado con Parker en una importante investigación. Un nacionalista, de nombre Khurana, logró colarse en la boda del nabab y arrojó una bomba casera contra la joven pareja al inicio del baile nupcial. Por fortuna, sólo la novia, la condesa rusa Olga Voronstova, resultó levemente herida y el terrorista pudo ser detenido minutos más tarde. Figgs y su equipo presentaron pruebas a la Fiscalía que hacían patente la pertenencia de Khurana a la organización independentista Las Sombras del Punjab. Durante el juicio, Parker convenció al jurado de la implicación de Khurana en otros atentados y el acusado fue sentenciado a cadena perpetua. —Sin duda, recuerda usted el proceso Khurana —dijo Parker—. Ahora entiende, querido amigo, por qué he recurrido a usted… Han colocado «La Estrella» en mi equipaje y es evidente que todo esto guarda relación con la condena de hace cuatro años. Quieren incriminarme en un robo, enemistarme con el nabab… ¡Qué sé yo! ¡Estoy envuelto en una venganza! El fiscal volvió a sentarse y reclinó la cabeza en el respaldo del sofá. —Había un hombre en mi compartimento del tren, un sij —continuó, con la mirada perdida en el techo—. No cruzamos palabra, salvo un breve saludo inicial.

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Subió en Ambala y cuando me desperté, ya no estaba allí. Iba bien vestido, con un turbante color azafrán y una túnica blanca. —¿Recuerda su cara? ¿Podría identificarle si volviera a verle? —No estoy seguro —respondió Parker—. Creo que no. —¿El bolso era su único equipaje? —Sí. Lo puse en la rejilla encima de mi asiento. Cualquiera pudo abrirlo: sólo cierra con una cremallera y un cinturón de hebilla. ¿Quiere echarle un vistazo? Puedo bajarlo, si necesita… —Quizá más tarde. No se preocupe ahora. ¿Viaja siempre con él? —Casi siempre. Me resulta más práctico que una maleta. Todos tenemos nuestras manías para estas cosas. —¿No hubo nadie más en el compartimento aparte del sij? Parker se incorporó: había recordado algo. —¡Un médico subió al tren conmigo en Delhi! —dijo—. ¡Se me había olvidado por completo! Calvo, con bigote. No sé si me dijo su nombre… —rebuscó en su memoria—: No, estoy seguro de que no nos presentamos. —¿Con él sí hablo, entonces? —Un poco. Me contó que era de Panipat y había visitado a su hija en Delhi. Luego comentamos los disturbios en Madrás. Tenía un periódico y es lo que venía en portada. Enseguida se puso a leerlo y no conversamos más. —¿Se apeó en Panipat? Parker asintió. —¿Le vio usted descender al andén? —continuó preguntando Figgs. —No. ¿Tiene eso importancia? —Podría tenerla. Usted sospecha del sij con motivo, pero yo no descartaría que los dos pasajeros hayan estado conchabados —se explicó el comisario—. ¿Cómo si no 4


sabía el indio que usted viajaba en ese tren? Quizás el médico le viniera siguiendo desde antes de la estación para asegurarse un asiento junto al suyo. —¿Quiere decir que el médico avisó al sij de dónde me encontraba yo? —Pudo hacerlo por teléfono desde Panipat o, de forma más sencilla, sin llegar a apearse del tren, encontrándose con su cómplice en otro vagón. —Tiene sentido —admitió Parker—. Pero, ¿por qué han necesitado dos personas? Una sola basta para robar el diamante. —En realidad, todavía no sabemos nada. Hemos de ir paso a paso. Aunque no va a ser fácil, intentaré que se identifique a esos dos hombres. —Con discreción, se lo imploro. —Por descontado —dijo Figgs—. Comprendo perfectamente lo delicado de su situación... Antes de descubrirlo en su bolso, ¿le constaba a usted que el diamante hubiera desaparecido? —¡No! —respondió el fiscal—. De hecho, esperaba que usted pudiera decirme algo a ese respecto. ¿La Policía no está al corriente del robo? —Nadie lo ha denunciado, que yo sepa. Me habrían informado de inmediato. —Mejor así —masculló Parker. —¿A qué se refiere? —Cabe la posibilidad de que el nabab no sepa aún lo ocurrido, ¿no le parece? —Eso es lo primero que he de averiguar mañana... ¿Cómo es que conoce el diamante? ¿Lo había visto antes? —Sólo en una ocasión. Cuando condenaron a Khurana, como muestra de agradecimiento, mi esposa y yo fuimos invitados a palacio. El nabab nos mostró su colección de arte y, después, creo que de manera por completo excepcional, nos enseñó también «La Estrella». La trajo en persona desde otra habitación. No sabría decirle dónde la guardan… Nos la presentó sobre un cojín de seda negra y nos dijo 5


que era un regalo para su esposa. Tenía el propósito de hacerla engarzar en una corona cuando la begún le diese un heredero. —¿Han desmontado el diamante de una corona? —preguntó Figgs. —No hay tal corona. Los príncipes sólo tienen una hija. —Comprendo. El comisario permaneció pensativo. Parker volvió a levantarse y deambuló por el salón. —El tiempo pasa volando cuando uno está en apuros —comentó tras consultar el reloj. —¿Estamos solos en la casa? —Sí. Mi mujer está en Bombay con su hermana. Regresa pasado mañana. El servicio se ha retirado en cuanto he llegado. Era tarde. Figgs guardó de nuevo silencio. —Corríjame si me equivoco —dijo, una vez hubo puesto en orden sus pensamientos—. Usted tiene intención de devolver el diamante sin demora, pero teme que Las Sombras del Punjab, o lo que quede de la organización, le hayan tendido una trampa. No sabemos cuándo fue substraída la joya y puede ser, incluso, que sus propietarios todavía no se hayan percatado de su ausencia, como bien ha dicho usted antes. Nadie va a acusarle de robarla con sus propias manos. Sería absurdo. Lo más probable es, por lo tanto, que hayan tramado una especie de complot. Teme que le acusen de haber encargado el robo. ¿Me equivoco? Parker sonrió por primera vez desde el inicio de la conversación. Fue una sonrisa nerviosa que desapareció en cuanto retomó la palabra: —No me quito al sij de la cabeza. Me lo imagino declarando una sarta de mentiras en mi contra: que me entregó el diamante en el tren, que yo le pagué el precio convenido, etcétera. Lamentablemente, hay demasiadas cosas que harían 6


creíble su testimonio. Estuvimos solos en el compartimento. El robo ha coincidido con mi estancia en Delhi. Hace cuatro años tuve el diamante en mi mano… —Todo eso es circunstancial, Parker. Usted lo sabe. El fiscal de la Corona tragó saliva antes de continuar: —Hay algo que no lo es… La víspera del viaje, retiré de mi banco mil quinientas libras. Por desgracia, no podría aclarar ante un tribunal qué hice con ellas. Figgs se mostró perplejo. —No soy su abogado —dijo al cabo de un instante—. No tiene por qué contármelo, si no guarda relación directa con «La Estrella». —Lo sé, pero confío en usted y quiero que me ayude. Los abogados, nadie lo sabe mejor que yo, sólo arreglan los problemas cuando ya es tarde. Figgs empezaba a sentirse verdaderamente incómodo. —Tal vez me haya precipitado. Todo son conjeturas hasta el momento y… Parker le interrumpió: —Le agradezco que intente tranquilizarme, pero no creo que lo sean. El médico, el sij… Ha podido ocurrir tal y como usted lo ha descrito. —Preferiría, de todos modos, que nos ciñésemos al diamante. ¿Hay algo más que deba contarme? Parker lo pensó y respondió que no. —En ese caso —dijo Figgs—, lo primero que voy a hacer es telefonear a la comisaría central por si ha habido alguna novedad. Lo haré desde mi casa para que su número no figure en el registro de llamadas. Mañana a mediodía iremos juntos a devolver «La Estrella». No hace falta que me enseñe el bolso: es tarde y necesita dormir. Si sucede cualquier cosa, póngase en contacto conmigo. Le daré mi número particular y el de la oficina.

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Parker se acercó al escritorio y entregó a Figgs una cuartilla y una estilográfica. Mientras el comisario anotaba los números de teléfono, Parker le dio las gracias con gravedad. —Espere mejor a que todo se haya solucionado —repuso Figgs—. En cuanto al diamante, nadie debe saber que está en su poder. Guárdelo como si fuese el más oscuro de sus secretos. * * * Nada más llegar a su despacho por la mañana, Figgs encomendó a dos agentes que vigilasen de incógnito el domicilio de Parker. Según supo más tarde, el fiscal de la Corona permaneció en casa, sin recibir visitas, hasta su cita del mediodía; las únicas entradas y salidas fueron las del personal de servicio. Tras atender algunos asuntos urgentes, Figgs revisó los archivos de la Policía y ordenó después a su hombre de confianza, el sargento Sheringham, que continuase la tarea mientras él salía. En Richardson Eagar & Falk, el bufete criminalista más prestigiosos de la ciudad, le aguardaba su amigo Paul Richardson. —¿Las Sombras del Punjab…? Todos sus cabecillas llevan años entre rejas — dijo el abogado Richardson—. No tengo noticias de que hayan reaparecido. —¿Recuerdas a algún inglés o europeo que colaborase con ellos? —preguntó Figgs. —Si lo hubo, nunca lo supimos. Me sorprende que lo preguntes. Sabes tan bien como yo que se pueden contar con los dedos de una mano los blancos en toda la India que han ayudado a los independentistas. —Sólo quería estar seguro. —Las penas fueron ejemplares. En algunos casos, controvertidas. Aquel tipo… Khurana. Está claro que era un don nadie. 8


—Edward Parker hizo bien su trabajo. —Demasiado bien —insinuó Richardson. —¿Son ciertos los rumores? —Son más que rumores. Pruebas falsas, sobornos… En Inglaterra nunca se hubiese atrevido a tanto. Figgs condujo la conversación hace el nabab y su amistad con Parker. —No creo que se trate de una verdadera amistad —opinó Richardson—. Al príncipe no le impresionan los británicos. Quizá se haya servido de él y sí que exista cierta relación, pero dudo de que sea estrecha. —¿Les has visto juntos alguna vez? —El nabab no se prodiga en acontecimientos sociales. Es un tipo extraño y su entorno es muy hermético. Le he visto con Parker en un par actos a los que también he asistido, eso es todo. La última vez fue el mes pasado por el cumpleaños de la hija de los príncipes. —¿Y sus esposas? —preguntó el comisario—. ¿Crees que la mujer de Parker pueda pertenecer al círculo de la begún? —Ahí me pillas. No tengo ni idea. La rusa es un auténtico misterio. Bella y extremadamente caprichosa, por lo que cuentan. Tal vez tenga amigas europeas, aunque me cuesta imaginarla tomando el té con Clarissa Parker. —¿Por qué? —Clarissa no es muy aristocrática que digamos. Cualquiera que conozca a los Parker desde hace tiempo sabe que ella no ha cambiado tanto como él. —Comprendo. Retornaron al tema de los independentistas y Figgs fingió interés por algunos aspectos que, en realidad, poco le importaban: sólo quería distraer la atención de

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Richardson los minutos que habían dedicado a Parker. Al terminar la charla, dio las gracias al abogado y regresó a comisaría. Sheringham ya había terminado de revisar los archivos policiales, así que le dio instrucciones para que ampliase la búsqueda en la hemeroteca de la Biblioteca Municipal. Poco antes del mediodía Figgs telefoneó a Parker. —Iremos en su coche. Salgo ahora mismo para su casa —le dijo. —Comisario, ¿ha puesto usted dos hombres a vigilarme? —Es por su seguridad —respondió Figgs—. Por cierto, lleve «La Estrella» de modo disimulado. Métasela en el bolsillo donde lleva la cartera. —De acuerdo. Tres cuartos de hora más tarde, franqueaban la entrada a los jardines del Najim Mahal y enfilaban la larga avenida de cipreses recortados hasta las puertas del palacio. Figgs había intentado en vano una cita con el nabab. El sirviente que atendió la llamada se había limitado a repetir que era la oficina del primer ministro quien debía tramitar la solicitud y la oficina del dewan, por su parte, le había dado la misma respuesta en dos ocasiones: Su Excelencia no se hallaba disponible en aquel momento. Antes de desistir, Figgs dejó recado de que visitaría el Najim Mahal a primera hora de la tarde y esperaba tener la oportunidad de discutir con el príncipe «un asunto de suma importancia». El recurso parecía haber funcionado, ya que el mayordomo les informó de que el dewan se encontraba en palacio y les recibiría en breve. Esperaron, admirando la suntuosidad de la sala a la que fueron conducidos. Dos enormes alfombras cubrían el suelo de rombos y rosetones en púrpura y negro. Zócalos con relieves florales decoraban el techo, del que colgaba una espléndida

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lámpara de araña. Mármol rosado y espejos adornaban las pareces. Columnas de ágata color turquesa enmarcaban los balcones, cerrados con celosías de madera. Al fin llegó el primer ministro, un hombre anciano de rostro afable. Reconociendo a Parker, le saludó con deferencia. El fiscal presentó al comisario jefe y los tres tomaron asiento. —Hemos venido para devolver al nabab un objeto de su propiedad —dijo Figgs sin circunloquios—. Es de un valor incalculable y, como seguro entenderá, preferimos dárselo en persona. El dewan permaneció impasible. Un fugaz movimiento de sus ojos, sin embargo, indicó a Figgs que le habían sorprendido. —¿Puedo conocer la naturaleza de ese objeto? —preguntó el dewan. —Digamos que, además de muy valioso en lo económico, también es muy preciado para los príncipes en lo sentimental —respondió Figgs—. Creemos que fue extraviado hace unos días y ha llegado a nuestras manos de casualidad. Pero no pretendo que juguemos a las adivinanzas. Por favor, disculpe el secretismo. Nos gustaría que transmitiese a Su Alteza nuestro deseo de entregárselo lo antes posible. Por ahora, no hay ninguna investigación en curso y no hay motivo para que el asunto abandone el ámbito de lo privado —hizo una pausa—, si el príncipe tiene a bien recibirnos. —Intuyo que han traído el objeto con ustedes —dijo el dewan—. ¿Me permiten verlo? Parker se giró hacia Figgs, un gesto que desagradó al comisario por lo que tenía de revelador. —Telefonearé a su oficina mañana por la mañana —contestó Figgs, ignorando la pregunta del primer ministro—. Agradecería que el nabab pudiese recibirnos a lo largo del día. No le entretenemos más, Excelencia. 11


De vuelta al automóvil, Parker estaba tan nervioso como la noche anterior. Antes de poner en marcha el vehículo, dijo: —No tenía ni idea del robo, ¿verdad? —Yo diría que no —repuso Figgs. —¿Querrá vernos el nabab mañana? —Sé con certeza que está en Lahore. Puede, incluso, que esté ahora en palacio. Esta noche tiene una cena con el gobernador y otro acto previsto para mañana. —¿Pero querrá vernos? —insistió Parker. —No se preocupe. En cuanto el nabab sepa lo ocurrido, estará más que encantado de recibirnos. ¡Ah, antes de que se me olvide!: he pensado que el diamante estará mejor en la caja fuerte de la comisaria. ¿Le importaría dármelo? No sé cómo no se me ocurrió ayer. —Me quita usted un peso de encima, Figgs. Sin soltar el volante, Parker extrajo «La Estrella» del interior de su americana y se la entregó al policía. Figgs envolvió la gema en un pañuelo y la deslizó en el bolsillo de su chaqueta. —Haga vida normal. No se quede encerrado en casa —recomendó al fiscal—. ¿Cuándo regresa su esposa? —Mañana por la tarde. —Manténgala al margen de todo esto. Quizá algún día sea una divertida anécdota que contarle. Parker asintió sin sonreír. * * *

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La columna de sociedad reseñaba en pocas líneas la visita de Su Alteza Real Sidi Ibrahim Kahn, nabab de Drahnpur, a un hospital militar recién reformado. El artículo mencionaba también la injustificada ausencia de la begún Olga. —Injustificada —murmuró Figgs al cerrar el periódico. Hizo llamar a Sheringham. —Sargento, ¿dónde podríamos conseguir fotos recientes de la familia del nabab? —En las revistas ilustradas que lee mi mujer —contestó Sheringham sin tener que pensarlo. —¡Ah! ¡Esas no las encuentra uno en la hemeroteca! —No, señor. —Tráigame todas las que pueda. —Sí, señor. Recostándose en la silla, el jefe de la Policía del Punjab puso a trabajar cada rincón de su cerebro como si no hubiese otro caso en toda la India. Resultaba inaudito que no se hubiese denunciado el robo. ¿Acaso el nabab lo ocultaba a propósito? Le interrumpieron varias veces, por lo que no pudo concentrarse. Sheringham regresó enseguida con media docena de revistas bajo el brazo. Figgs las hojeó de inmediato, deteniéndose en especial en el ejemplar que informaba sobre la última fiesta celebrada en palacio, el cumpleaños de la pequeña princesa Safia Ara. El texto del reportaje era lisonjero y trivial. Las imágenes correspondían casi por entero a los príncipes y su hija; los invitados ocupaban un segundo plano. Una fotografía de la nababzadí llamó la atención de Figgs: la niña posaba en solitario con aire malhumorado. Cuando hubo terminado con las revistas, se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo. El tráfico era tan bullicioso a aquella 13


hora que el cristal apenas mitigaba el sonido de las insistentes bocinas en la calle. «Sólo hay una manera de avanzar en este asunto. Tengo que arriesgarme», se dijo. Descolgó el teléfono y marcó el número de la oficina del primer ministro. —Siento comunicarle que no he podido hablar con Su Alteza —dijo el dewan al otro lado de la línea—. Si tiene usted paciencia, en los próximos días… Figgs no le dejó acabar. —El nabab me recibirá esta tarde —aseguró con aplomo—. Dígale sólo dos palabras de mi parte: Safia Ara… Estaré en palacio a la una en punto. * * * El día se llevó consigo el calor sofocante. Al atardecer, el termómetro descendía hasta temperaturas insoportables en Inglaterra, pero para los británicos de Lahore era como un verdugo magnánimo que aflojara la soga al ahorcado. Edward Parker parecía más el reo que el fiscal al recibir a Figgs en su casa aquella noche. —¡Por todos los santos! ¡Me tiene usted en vilo! —recriminó al comisario en cuanto éste cruzó el umbral—. ¿No ha podido venir antes? —Lo siento, Parker. He tenido que atender otro asunto. —¡Otro asunto! ¿Y no se le ha ocurrido volver a llamarme? Figgs miraba a su alrededor como si buscase algo. —¿Su esposa no ha regresado aún? —No —respondió Parker, azorado—. Se quedará en Bombay unos días más. ¿Va a decirme de una vez si ha conseguido hablar con el nabab? ¿A qué viene la cara de satisfacción que trae? —Tranquilícese y dígame la verdad. Su mujer le ha abandonado, ¿no es eso? La expresión del fiscal cambió de súbito. 14


—¿Qué dice…? ¿Cómo lo sabe? Presa de la confusión, Parker no advirtió lo contradictorio de sus palabras. —No piense que me inmiscuyo donde no me corresponde —dijo Figgs—. Su esposa está detrás del robo. En realidad… no ha habido ningún robo. Parker se acercó al sofá y se sentó lentamente. —El diamante es falso —continuó Figgs—. Me temo que ha sido usted víctima de una burla. Usted y, en cierta medida, también la begún Olga… ¡Ah! Le afecta escuchar su nombre. Veo que sigue enamorado de ella. —Eso no es… —Parker se contuvo. Figgs le invitó a hablar con libertad, pero comprendió que su anfitrión deseaba escucharle. —Creo haberle contado en una ocasión —dijo— que antes de venir a la India serví en Palestina. Fueron años duros. Durante mi última etapa allí, actué como enlace entre la Policía de Jerusalén e Inteligencia Militar. Trabajé codo con codo con un agente del que aprendí mucho, el teniente Nick Christie. Una vez le oí decir que la clave suele estar a partes iguales entre lo que carece de lógica y lo que resulta obvio. »Desde la primera noche me he preguntado por qué iban a involucrarse Las Sombras del Punjab, una organización por lo demás descabezada hace tiempo, en algo tan rocambolesco como el robo de una joya y su posterior aparición en un bolso de viaje. Desde luego, usted es uno de los principales responsables del descabezamiento de la banda. Pero, si lo que querían era venganza, ¿no hubiese sido más sencillo matarle? Parker se agitó en el sofá. —Dejémoslo en un secuestro, si lo prefiere —se permitió bromear Figgs antes de retomar sus razonamientos—. La supuesta autoría de Las Sombras es la parte incongruente del caso. La parte evidente es que alguien le había escogido a usted 15


como depositario del diamante y que el diamante, eso salta a la vista, está cargado de significado. »No he dudado de usted. Sé que me ha dicho la verdad. De otro modo, jamás habría admitido que ha usado mil quinientas libras para sabe Dios qué. Sin embargo, disculpe que se lo diga, la polémica no le es ajena y un hombre de su posición siempre tiene enemigos... La experiencia me ha demostrado que un detalle, si es peculiar y está vinculado a algo más importante, puede conducir a una buena pista... Su mujer no ha estado a su lado estos días y la begún no asistió de improviso a un acto en el que se la esperaba. Una coincidencia, sí, pero su esposa estuvo con usted en palacio la noche que el nabab les enseñó «La Estrella». Otro pequeño indicio fue la manera en que el dewan le saludó al verle, como si se hubiesen visto a menudo en el pasado, una impresión que también tuve cuando el mayordomo le dio la bienvenida sólo unos minutos antes. Desde luego, habría olvidado la reacción del mayordomo si no hubiésemos tratado con el primer ministro inmediatamente después. Así ocurre a veces: las piezas se unen de forma fortuita. »Lamento tener que mencionar de nuevo los rumores que le persiguen. Su matrimonio, he escuchado por ahí, no es precisamente un equipo de iguales. Habladurías, cierto. Nada substancial, estoy de acuerdo. Lo mismo puede decirse del asombroso parecido que guarda con usted la pequeña nababzadí. »¿Ha podido ocurrir que su esposa se llevase hace unas semanas, al ver en persona a la niña, la misma sorpresa que me he llevado yo esta mañana al verla en una fotografía? ¿Se ha percatado usted mismo de que la nababzadí es su vivo retrato? Parker no contestó. Le miraba con semblante severo, sin pestañear. Figgs prosiguió: —El sij del tren es un hombre del nabab. Fue él, en efecto, quien colocó el diamante en su equipaje… La falsificación, quiero decir. El príncipe Ibrahim a 16


confesado todo y yo le he prometido que la Policía no intervendrá. Por supuesto, el plan fue idea de la señora Parker: sólo su esposa sabe de su propensión a quedarse dormido en los viajes y cuán fácil de abrir es su bolso. Tan pronto como el nabab escuchó el secreto que su mujer fue a revelarle, decidieron tramar una venganza contra usted. No me pregunte qué han pretendido exactamente. Yo diría que ni siquiera ellos lo saben con certeza. Causarle la mayor desazón posible, eso como mínimo. Tal vez imaginaban que la historia saltaría a los periódicos y usted quedaría en ridículo. «La Estrella» nunca ha salido de palacio. ¿Qué hacía el fiscal de la Corona con una réplica en su equipaje? Quizá creían que usted se pondría en contacto con la begún. Lo que haya ocurrido entre el príncipe y ella nunca lo sabremos. En cuanto a usted, si me permite el atrevimiento: una broma pesada y un divorcio es lo mínimo que cabe esperar de una esposa humillada. —Mi relación con la begún terminó cuando supe que estaba embarazada —dijo Parker poniendo fin a su largo silencio—. Lo que han hecho no tiene ningún sentido ahora. —Es ahora cuando su mujer se ha enterado. Se lo repito: no ha salido usted tan mal parado. Teniendo en cuenta lo poderoso que es nabab, podía haber sucedido algo mucho más dramático. —Clarissa sabrá entenderlo —Parker hablaba consigo mismo; tenía la mirada fija en un punto indefinido entre Figgs y él—. Dicen que las mujeres dan y perdonan. —Y que los hombres toman y olvidan —completó el comisario—. Tome y olvide, Parker —sacó del pantalón la falsa «La Estrella de Drahnpur» y la lanzó sobre el sofá—: Tome y olvide.

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