La estrella robada
Edward Parker tenía la reputación de ser un hombre imperturbable. Durante los juicios en las mal ventiladas salas del Alto Tribunal de Lahore, según se decía, nunca sudaba. El comisario jefe Figgs, no obstante, lo encontró empapado en sudor la tórrida noche que acudió en su ayuda. El propio Parker abrió la puerta de su lujosa residencia cuando Figgs llamó al timbre pasadas las dos de la madrugada. —¡Gracias por venir tan rápido, querido amigo! ¡Pase, por favor! —dijo Parker con una efusión y cordialidad que extrañaron a Figgs. Al teléfono, la voz del fiscal de la Corona había sonado nerviosa y sus palabras, sobre todo al principio, confusas. El asunto era grave y necesitaba consejo, eso había dicho, rogándole a continuación que fuese a verle lo antes posible y no lo hablara con nadie. Figgs vivía al otro extremo de los Jardines Mayo, de modo que cruzó el parque en la oscuridad y apenas tardó unos minutos en llegar. —¿Quiere tomar algo…? ¡Por supuesto que quiere! —se contestó el fiscal a sí mismo sin dar tiempo a que Figgs abriera la boca—. Le he sacado de su casa en mitad de la noche. Es lo mínimo que puedo hacer por usted. ¿Ginebra…? El director de la Policía del Punjab aceptó el ofrecimiento. Óleos de paisajes indios, lámparas con cristales policromados y figuras inglesas de porcelana decoraban el salón al que habían pasado, una estancia que servía a la vez de biblioteca y gabinete: sobre la mesa de despacho se amontonaba correspondencia no atendida. —¿Ha estado usted de viaje? —preguntó Figgs.
1