La máscara
Los magníficos edificios del Upper East Side desfilaban ante sus ojos sin que Sabine les prestase atención. Los transeúntes y el tráfico se fundían con las gotas de lluvia en el cristal de la ventanilla. Concentrada en sus pensamientos, ni siquiera escuchó el tímido intento del taxista por entablar conversación. Ahora que se aproximaba el momento de culminar su propósito, sentía remordimientos. ¿Cómo era posible? Aquella debilidad de última hora la incomodó: no estaba tan a salvo como creía; aunque odiase admitirlo, todavía quería a su marido. Hacía meses que había abandonado toda tentativa de acercamiento. Matthias y ella eran dos desconocidos. Vivían bajo el mismo techo y proyectaban una imagen de normalidad, pero se habían convertido en extraños el uno para el otro. Él era siempre educado, amable en ocasiones; igual que un compañero de trabajo o un vecino cortés. Sólo su mirada esquiva y el cuidado que ponía en que no pasasen juntos más tiempo del necesario revelaban la verdad de sus sentimientos. Matthias había dejado de quererla, de manera fulminante, al descubrir su infidelidad. Esa era, al menos, la impresión que Sabine tenía. Únicamente así podía explicarse la frialdad, la sutil indiferencia que él le demostraba día tras día. Parecía que Matthias hubiese decidido qué hacer y qué sentir, sin permitirse la menor flaqueza, mientras ella atravesaba distintas etapas, todas dolorosas salvo la última. En un principio, achacó aquel comportamiento a la incapacidad de su marido para afrontar los hechos. La farsa no duraría mucho; más pronto que tarde, Matthias empezaría a actuar de un modo más natural. Sabine se preparó para una discusión
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cargada de rencor, una explosión de ira o un súbito desenlace imposible de prever. Pero las semanas transcurrieron sin que nada cambiase. Un saludo, un comentario breve, una pregunta hecha sin curiosidad, una rápida despedida y salían cada uno por su lado. Sabine comenzó a sentirse culpable. Christoph Schmaltz no había sido su único amante. Estaba tan segura de su matrimonio y aquellas aventuras le importaban en el fondo tan poco, que nunca se había preocupado de ser cuidadosa. Matthias siempre tuvo sospechas, con o sin motivo, aunque no dijese una palabra. Christoph se transformó en seguida en algo muy diferente a sus predecesores. De haberse conocido diez años antes, habrían pasado la vida juntos. Con su mezcla de afabilidad y engreimiento, aquella falta de respeto por las reglas combinada con su eterna compostura de caballero, era el joven guapo que quiso ser un hombre completo y lo consiguió sin olvidarse de ser feliz. Sabine no le hubiese abandonado por nada del mundo. La culpa nunca llegó a pesar lo suficiente. ¿Cómo se confiesa una infidelidad que el cónyuge ya conoce? ¿Tiene algún sentido hacerlo, cuando una no piensa renunciar ni al marido ni al amante? Sabine se había preguntado todo aquello mientras su matrimonio enmudecía. Matthias la rehuía si ella insinuaba que aún eran una pareja o contestaba con evasivas cada vez que ella exigía respuestas concretas sobre su futuro en común. Pero aquellos intentos abatían su orgullo y Sabine pronto dejó de forzar conversaciones. Por entonces, todavía confiaba en que todo volvería a ser como antes; debía ser fuerte y resistir. Una frase más afectuosa que de costumbre o un gesto de complicidad inesperada le hacían creer que Matthias cedía; sólo para defraudarse poco después con otro desaire o una nueva ausencia. Tuvo que asistir sin él a cenas y actos a los que el matrimonio estaba invitado. Matthias se marchaba de casa sin decirle adónde y ella ocupaba las
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tardes en soledad. Muchas noches se acostaba sin saber si su marido estaba en la otra habitación. Por la mañana, Sabine acudía a la universidad y Matthias, al museo. Podían pasar varios días sin verse. También ella comenzó a quedarse un par de horas más en la facultad cada tarde o a demorarse cuando bajaba a la ciudad para hacer recados. Visitó por su cuenta a amigos en Zurich y Berna. Pidió a Christoph que saliesen a cenar y fuesen al cine o al teatro como cualquier otra pareja. Se hallaba inmersa en una guerra y tenía que ganar. Si llegaba tarde y Matthias ya estaba en casa o si él se encerraba en el despacho cuando ella se disponía a salir, Sabine lo celebraba como una victoria. Desaparecer justo antes del almuerzo sin que él lo advirtiese hacía que el resto del día fuese especialmente placentero. Pero aquello no conducía a nada. Enseguida se dio cuenta de que a Matthias sus entradas y salidas le traían sin cuidado. Se sintió de pronto como una actriz sin público. Una noche, de improviso, Christoph le dijo que no deseaba llevar las cosas tan lejos. Había tenido los primeros problemas en casa y no quería arriesgarse. Debían poner freno a sus salidas nocturnas, espaciar sus encuentros. Había una señora Schmaltz como había un señor Gerner. En realidad, Matthias ya no contaba; seguía habiendo una señora Schmaltz y la señora Gerner estaba sola. Sabine aprendió que los lazos entre los amantes no son nunca tan fuertes como ellos creen. El taxi se detuvo junto a la acera. Sabine se apeó y consultó su reloj: todavía tenía media hora. Caminó por la Calle 82 y entró en una cafetería italiana. Mientras el camarero le preparaba un espresso, observó a una pareja de veinteañeros que se besaba en la mesa del fondo. ¿Cuándo había empezado a pensar que el amor es sólo cosa de jóvenes? 3
Una absurda pelea puso fin a su relación con Christoph. Daba igual de qué hubiesen discutido; la verdadera razón era que él sentía «presión», según le dijo, sincerándose al cabo de un largo e inútil intercambio de reproches. Herida, Sabine no quiso escuchar más aquella mañana y abandonó el parque Schützenmatte segura de que Christoph iría a verla a la facultad por la tarde. No lo hizo. Le esperó también al día siguiente, pero no supo de él hasta casi una semana más tarde, cuando encontró una carta suya en su casillero del departamento. Aunque sabía que nadie pone por escrito las noticias que la otra persona desearía oír de viva voz, confió hasta empezar a leerla en que no fuese el documento de su ruptura. La carta le pareció infantil y confusa; llena de disculpas y sin un mensaje claro. Poco importaba: entre líneas decía que todo había acabado entre ellos. Tal vez había estado equivocada y Christoph no habría sido nunca un buen marido. Lo ocurrido, no obstante, demostraba lo contrario: era un esposo leal y un amante cobarde. Pagó el café y regresó a la Quinta Avenida. ¿Cuándo había abierto los ojos definitivamente? Debió de suceder de forma gradual, ya que no recordaba un momento de revelación. La normalidad que ansiaba retomar sólo existía en el pasado. Rendirse a la evidencia, sin embargo, no significaba darse por vencida. Matthias tenía un único propósito: mortificarla haciéndole pagar por su engaño durante el mayor tiempo posible. Pero Sabine no había sido nunca una víctima. Por eso estaba en Nueva York. Sólo conservaba dos cosas en común con Matthias: el chalet que compraron al regresar de Inglaterra y la arqueología. A pesar de que ella tenía desde hacía años una plaza docente propia en la Universidad de Basilea, para casi todo el mundo seguía siendo la esposa del eminente doctor Gerner, director del Museo Nacional de Arte Antiguo. Matthias ya no comentaba con ella los asuntos cotidianos del museo, pero había cuestiones que le preocupaban y que Sabine comprendía mejor que nadie. 4
Cada vez que ella le preguntaba por «La máscara de Avenches», Matthias dejaba a un lado la fría corrección con la que revestía su desafecto y le contaba los progresos en la negociación como hubiese hecho hacía apenas unos meses. De llegar a buen puerto el largo proceso, aquella sería la más valiosa adquisición del Antikenmuseum y un hito en la historia de la arqueología suiza. La pieza pertenecía a un empresario luxemburgués, Jean-Marc Dirkse, reacio inicialmente a deshacer la colección de objetos militares romanos heredada de su padre. Matthias era tenaz, pero no paciente; en aquella ocasión, sin embargo, supo insistir sin precipitarse y la estrategia dio resultado. Tras su primera visita a Dirkse, había descrito la máscara a Sabine con un entusiasmo que a Sabine le recordó sus tiempos en las excavaciones de Palestina: la placa bañada en plata se adaptaba perfectamente a los anónimos rasgos del legionario; las aberturas a la altura de los ojos tenían forma almendrada y un estrecho relieve de hojas de laurel orlaba el contorno. Cuando supo la cantidad final que el museo había puesto sobre la mesa, Sabine comenzó a pensar. Era obvio que si Dirske aceptaba desprenderse de la pieza por aquel dinero, no tenía la menor idea de lo que un gran coleccionista o un museo de primera fila podría llegar a pagarle. Matthias le había contado que el luxemburgués también poseía copas de bronce, una gálea, otros cascos más antiguos y partes de diversas armaduras; hallazgos todos del siglo I y anteriores. ¿Qué precio podría alcanzar la colección en conjunto? ¿Seis, siete millones de francos? Bastaría una muestra de interés de cualquier competidor del Antikenmuseum para que Dirske se desdijese de su acuerdo con Matthias. Los vínculos de Sabine con el Museo Británico cerraban la puerta a la opción más fiable. En primer lugar de su lista de alternativas figuraba el gigante que se alzaba frente a ella en aquel momento en el número 1000 de la Quinta Avenida. 5
Ningún museo aspiraba a más ni tenía una política de compras tan agresiva como el Metropolitan. Un par de llamadas telefónicas le habían asegurado una cita con el director del museo neoyorkino. En aquellos círculos, cuando se trataban asuntos como el que ella iba a tratar, se respetaba la confidencialidad y nadie hacía preguntas personales; lo importante era la veracidad de la información. Sabine había decidido utilizar su apellido de soltera, no sólo porque deseara ocultar su identidad: también quería sentir que la recuperaba. Esperó unos minutos en la antesala y, cuando la secretaria del director se lo indicó, pasó a un enorme despacho con vistas a Central Park. James Rorimer la recibió con una sonrisa cordial y un suave apretón de manos. —Encantado de conocerla, señora Zurschmiede. ¿Lo pronuncio bien? —Perfectamente —respondió Sabine—. Mucho gusto. Confío en poder serle de ayuda. —Ya lo ha sido, querida señora. Permítame expresarle, antes de nada, nuestro sincero agradecimiento. Siéntese, por favor —Rorimer señaló los sofás Chesterfield que tenían a su espalda—. Como usted sugirió, nos hemos dado prisa y ya hemos contactado con el señor Dirkse. —Celebro oírlo —dijo Sabine, sorprendida. —El conservador del departamento de Arte Grecorromano, el señor Blake, viajó a Luxemburgo hace tres días —Rorimer hizo una pequeña pausa—. Por desgracia, las noticas no son buenas. Sabine aguardó a que el director continuara. —¿Desea beber algo? —preguntó Rorimer, haciendo un inciso. —No, gracias. Continúe, por favor.
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—El señor Blake se encuentra todavía en Europa, pero ayer tuvimos una larga conversación telefónica y puedo contarle en detalle su entrevista con el señor Dirkse. Las piezas de la colección son magníficas, como usted nos dijo. Lamentablemente, no están a la venta y es poco probable que lo estén en un futuro próximo. Es cierto que el señor Dirkse ha estado negociando con un caballero del que nada sabemos. Pero las circunstancias son de lo más particular. Si he serle sincero, nunca en mi vida había oído una historia semejante. »Una de las piezas —prosiguió Rorimer—, la más valiosa, una máscara ceremonial de la Caballería Legionaria, es la única que podría cambiar de manos. El señor Blake cree que el hombre que ha negociado con Dirkse podría ser un coleccionista privado, dado su interés por la máscara y la manera en que ha persistido durante casi dos años. Dirkse rechazó todas sus ofertas a lo largo de ese tiempo. Considera que su pequeña colección es una parte esencial del legado familiar y el dinero no le tienta. Pero se han visto con tanta frecuencia, que han acabado entablando cierta amistad. A veces sucede, cuando las negociaciones se alargan, aunque no se llegue a ningún acuerdo. »Dirkse pensó, como es lógico, que tenía que haber un buen motivo para la insistencia del coleccionista. Según contó al señor Blake, intuía una historia que tal vez comenzara antes de que su padre se hubiese hecho con la máscara a principios de los años treinta. Lo que nunca imaginó es la confesión que obtuvo cuando finalmente quiso saber la verdad: el coleccionista es un hombre enfermo. Supo que tenía cáncer hace unos meses y, desde entonces, la máscara se ha convertido en una obsesión para él. Al volver la vista atrás, no cree haber tenido más amor que la arqueología... ¿Se encuentra usted bien, señora Zurschmiede? Parece mareada. Para contestar, Sabine tuvo que salir de una espesa nube de confusión. —Debe de ser el calor —dijo—. No estoy acostumbrada. 7
—Haré que le traigan un vaso de agua. Rorimer la miró con preocupación antes de llamar a su secretaria. Sabine bebió el agua y se recompuso. —¿Es posible que todo sea una mentira, un truco para conseguir la máscara? —preguntó. —El señor Blake supone que Dirkse fue franco con él porque deseaba conocer su opinión. Evidentemente, nuestro hombre poco pudo decirle. La decisión que Dirkse ha tomado, no obstante, demuestra que creyó la historia del coleccionista. Accede a la venta… pero con garantías. La transacción sólo se hará efectiva cuando el comprador muera —Rorimer sacudió la cabeza—. Increíble, ¿verdad? Y lo que es más absurdo: el coleccionista ha aceptado. Esto último me induce a pensar que una de dos: o se da por satisfecho dejando la máscara a alguien en herencia o jugó su baza, yendo de farol, y ha perdido. —Puede haber una tercera alternativa. —Dígame. —Que no sea un coleccionista. Quizá represente a un museo. —Sí. Por qué no. La máscara es un hallazgo de la Helvetia romana, así se puede tratarse de un museo sui… —la expresión de Rorimer cambió de súbito—. Señora Zurschmiede, ¿conoce usted a ese hombre? Sabine miró al director y le pareció ver en él a un viejo amigo. —Creía que sí —respondió con pesar—. Pero no he podido estar más equivocada.
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