Merseyside
Nigel no estaba dormido. Podía escuchar a sus hermanos, aunque hablasen en voz baja. —¡Eres un imbécil! —decía Thomas—. ¡No escarmientas! —¡Déjate de sermones y ayúdame! —Jamie sonaba preocupado—. Si lo hicisteis una vez, podéis volver a hacerlo. —Fue para ayudar a gente que lo necesita de verdad, ¡no a bobos como tú! Habían entrado en la habitación procurando no hacer ruido y sin encender la luz; normalmente les traía sin cuidado si sus hermanos menores estaban ya en la cama. Jamie dijo algo sobre Johnny Kelly, pero Nigel no pudo oírlo bien. Johnny era uno de los compañeros de Thomas en el sindicato. —¡Borra esa idea de tu cabezota! —exclamó Thomas, alzando la voz—. No voy a tocar un penique de los fondos para sacarte de esta. —Ya veo que antepones tu mierda comunista a los problemas de tu hermano. —¡Haber pensado lo que hacías y a quién se lo hacías! Plancha la oreja y déjame en paz —zanjó Thomas sin que volvieran a cruzar palabra. Nigel recordó entonces la cara blanquecina con la que Jamie había aparecido después de la cena. Había preguntado por Thomas, marchándose de seguido al saber que no estaba en casa. A su padre ya no le interesaban las idas y venidas de aquellos dos; si no estaban en el bar de la esquina o la taberna de Kearns, a saber dónde andarían.
1
Jamie siempre estaba metido en líos. Ahora trabajaba en el túnel que uniría la ciudad con Birkenhead, pero todos sabían que no había abandonado sus trapicheos en el puerto. Nigel escuchaba comentarios maliciosos sobre él desde su primer día en el muelle; Thomas y la mayoría de los estibadores evitaban a los amigos de Jamie que lograron conservar su empleo. «¡No escarmientas!». «¡Haber pensado lo que hacías y a quién se lo hacías!». Aquellas frases sólo podían significar que Jamie tenía otra vez problemas con Sidney McCabe. Decían que si uno no solventaba pronto sus problemas con McCabe, lo más probable es que acabase en el fondo del Mersey. Al día siguiente, Nigel no perdió ojo de su hermano Thomas en el muelle y, durante la pausa para el bocadillo, lo vio conversar acaloradamente con Johnny Kelly. En el puerto, Thomas era «Cole, el Rojo» de la misma forma que Jamie era «el Pitón», porque convenía no acercarse a él, según decían. A Nigel le había costado acostumbrarse a aquellos motes. Medio Liverpool llamaba a su padre «Dignidad Cole» o «Artie, el Digno» por un episodio de su juventud relacionado con el alistamiento forzoso en la Gran Guerra; pero habían crecido escuchando aquellos apodos que también utilizaban en casa, de espaldas a su padre o cuando querían enfadarle; no podían compararse al modo en que los otros trabajadores hablaban de Thomas y Jamie, ridiculizándolos como si Nigel no estuviese delante. Lo peor no era sentirse insultado indirectamente, sino algo mucho más incómodo: en lugar de defenderles o mostrarse ofendido, se desmarcaba de sus hermanos dejando ver que él era diferente. Un poco antes de la hora de salida, cruzó los puentes del desembarcadero hasta el almacén del muelle Canning. Llegó tarde: Johnny ya se había marchado. Esperó al toque de la sirena y fue deprisa al pub de Kearns. 2
La taberna se llenaba en apenas unos minutos al final de cada jornada. Nigel se cercioró desde la puerta de que Thomas no estaba allí y se acercó a la barra. Sabía que su hermano se retrasaría, ya que solía quedarse a discutir las incidencias del día con los capataces. —Johnny, ¿me das un cigarrillo? —preguntó al camarada de Thomas. Johnny Kelly sonrió de medio lado y respondió con sequedad, sin mirarle: —¡Pídeselo a otro! —¿Cuánto dinero le debe Jamie al «Perrero» McCabe? —Suficiente para venderte a ti y todavía no tener bastante para pagarle. —¿Cuánto? Dime. Johnny le ignoró. Nigel echó un vistazo a su alrededor. Vio a los amigos de Jamie en una de las mesas compartimentadas al fondo de la taberna. Siempre estaban allí. Pero era inútil preguntarles: en el puerto ni siquiera le saludaban. Tampoco importaba: Johnny le había confirmado lo que necesitaba saber. Jamie volvió a estar ausente durante la cena; hacía tres o cuatro días que casi no paraba en casa. Thomas comentaba los esfuerzos del Liverpool por fichar a Matt Busby, cuando su padre dijo de repente: —Nigel, mañana tienes que hacerme un par de apuestas. Diles que te fíen el dinero y no lleves a Bertie como la última vez. Era ridículo que todos quisieran mantener a Bertie al margen de sus asuntos. Sólo tenía once años, pero el pequeño sabía de sobra que las apuestas de su padre eran ilegales, que nadie apoyaba las huelgas que Thomas promovía y que Jamie había estado en la cárcel por contrabando. En aquella casa, en aquella ciudad, todo el mundo se comportaba como si los demás fuesen imbéciles.
3
Pensando en Jamie, de pronto se le ocurrió algo. En la cama, tuvo más ideas que, rápidamente, se enlazaron unas con otras. Se durmió, convencido de que por la mañana todo le parecería absurdo. Al despertar, sin embargo, todavía pensaba que merecía la pena. Intentarlo podría, incluso, resultar divertido. Si era verdad que la magia de los chinos funcionaba, demostraría a sus hermanos que era tan hombre como ellos. La guinea que le dio su padre y los quince chelines que había ahorrado de su salario sumaban algo menos de dos libras. No hizo las apuestas de su padre. En caso de que el United empatase en casa y el Everton perdiera el derbi, pediría dinero prestado o le daría parte de lo que ganara con su propia apuesta. Desde luego, no iría al local de siempre en el barrio; buscaría algún otro en el centro, legal y donde no le conociesen. Pero, antes de nada, debía encontrar a la hechicera. Después del trabajo, se caló la gorra hasta las cejas y se adentró en el Barrio Chino. Recorrió la calle Duke preguntando por Percy Wang. Lo único que sabía de él era que regentaba el fumadero de opio que frecuentaban Jamie y sus amigos. Una mujer inglesa, de las muchas que se casaban con orientales por no poder aspirar a algo mejor, le señaló un restaurante en la esquina siguiente. Caía la noche y la madera de la fachada era roja alrededor de los farolillos junto a la puerta. Nigel entró en el restaurante y preguntó por Wang. —Soy yo —respondió un joven delgado de pelo largo, muy tirante, recogido en una trenza. Sus ojos no eran tan rasgados como los de un chino típico. Nigel le enseñó el dinero. —Me gustaría verla —dijo, inseguro de si era así como debía hacerlo. Wang asintió. Le acompañó hasta una salida trasera y cruzaron un patio con sábanas colgadas de los tendederos. 4
—¡Espera aquí! —le ordenó el chino, de forma brusca, antes de desaparecer tras lo que semejaba ser la puerta de servicio de una lavandería. Wang reapareció enseguida. Le invitó a entrar y le condujo al piso de arriba. De nuevo de forma brusca, le indicó que se sentase en el suelo y Nigel se acomodó sobre la alfombra recogiendo las piernas. Observó los cuencos sobre la mesita que tenía enfrente, llenos de pétalos de distintas flores. El salón únicamente estaba iluminado por un grupo de velas encendidas en un rincón. Wang regresó con una chica. ¿Era aquella la hechicera? Nigel la observó, anonadado. Tendría unos quince años, no más. Vestía pantalones azules y un blusón amarillo. Su rostro, al igual que el de Wang, no era del todo oriental: la caída de los párpados y las finas cejas oscuras pertenecían a su raza; pero la boca, sin apenas labios, era inglesa. —¡Explícale lo que quieres! —dijo el joven de la trenza, una vez más de modo autoritario. La chica escuchó a Nigel. El blusón disimulaba sus senos de la hechicera, sin duda pequeños. La seda del pantalón, por el contrario, marcaba unos muslos rotundos que Nigel volvió a admirar cuando la chica se levantó y pasó al cuarto de al lado. Regresó con algo en la mano. —Elige el número ocho, porque fa es dinero y fortuna —dijo a Nigel, con voz suave y solemne, al tiempo que le mostraba un cordón de color verde con bolitas de cristal encarnado en los extremos—. Átalo al caballo —le entregó el cordón—. Júntalo con el ocho. El verde simboliza la prosperidad del campo y el rojo favorece las victorias. Nigel, hipnotizado, le dio las gracias. —¡Paga! —exclamó Wang, moviendo los brazos de forma imperiosa. 5
La chica cogió los tres chelines y permaneció estática mientras Nigel y Wang salían. En casa, Nigel echó cuentas. Tras pagar a la hechicera, descontando el dinero que necesitaba para el tren, le quedaban 31 chelines. Los apostaría todos. Al día siguiente viajó a Golborne. Se había informado sobre la finca ecuestre a través de un compañero del puerto, un tipo que apostaba cada fin de semana en las carreras de caballos. Preguntó en la estación de Golborne y se enteró de que la cuadra, aunque llevaba el nombre del pueblo, se hallaba en realidad en el condado de Newton-le-Willows. Caminó un par de millas hacia el sur, siguiendo la carretera, hasta encontrar un sencillo letrero con el dibujo de un caballo y su jinete. El desvío le condujo a una vereda con árboles primaverales de corteza blanca. Los pájaros trinaban cien melodías diferentes. La propiedad debía de tener al menos cien acres, a juzgar por el cercado que ascendía ladera arriba y se perdía al otro lado de la colina. La verja de entrada estaba abierta. Nigel recorrió con paso cauteloso el trecho hasta una caseta en mitad de lo que parecía ser pistas de entrenamiento. No había nadie. Todo estaba tranquilo. Rodeó las pistas de tierra y vio en la distancia a unos hombres que descargaban heno a la puerta de un establo. —¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí? Nigel se asustó. Al girarse, encontró a un mozo de cuadra con un capazo repleto de manzanas echado a la espalda. Le miraba con el ceño fruncido. —Traigo un mensaje para el cuidador de «Profesor de Francés». —¡Ah! —exclamó el mozo, relajando el gesto—. Ven conmigo. Nigel fue detrás de él hasta los hombres que descargaban el heno. —¡Teddy, este chico tiene un recado para ti! —dijo el mozo a uno de los empleados subidos a la carreta. 6
«Esta gente está acostumbrada a los enviados con mensajes», pensó Nigel. En el mundo de las carreras la ilegalidad no se detenía en las ventanillas de apuestas. Teddy, barbudo y de mediana edad, le miró sin curiosidad y dijo que faltaba poco para que terminasen la tarea. Nigel le esperó bajo el cobertizo del establo. —Bien… ¿Qué quieres? ¿Quién te manda? —le preguntó el cuidador, secándose el sudor de la frente, una vez concluyó la faena. —Vengo en nombre de un rico apostador de Liverpool —respondió Nigel, conforme a la historia que había preparado— No puedo decirle el nombre. —¡Mal empezamos! —Hay mucho dinero en juego, entiéndalo. Pero el asunto es serio, aunque se trate de un amuleto. —¿Un amuleto…? Nigel sacó el cordón del bolsillo. —Si «Profesor de Francés» lleva esto mañana, ganará la carrera. —¡Ah, sí! —Teddy se echó a reír—. El jockey ya tiene sus propias supersticiones. No necesitamos más, gracias. —Habrá una recompensa —se apresuró a decir Nigel—. Que el caballo gane está en su mano, así que es justo que usted se lleve un buen pellizco. La persona que me envía le dará una parte del premio, se lo garantizo. Como le he dicho, ha apostado mucho dinero. —¿Cuánto? —Eso tampoco puedo decírselo. Teddy lo pensó mientras se rascaba la barba. —¡Dámelo! —dijo al fin—. Lo ataré a la sobrecincha. Nigel contuvo su alegría. —Señor… 7
—Brown. —¿Puedo ver el caballo, señor Brown? —se atrevió a preguntar. —¡Por supuesto que no…! —el cuidador volvió a reírse—. ¡Sal de aquí por donde has entrado! Pese a aquella última carcajada, Nigel confió en que Teddy Brown cumpliese con su parte. A fin de cuentas, y esa era su gran baza, el cuidador no tenía nada que perder. El sábado de la carrera, Nigel hizo su turno habitual en el puerto. El supervisor le había permitido ausentarse la víspera, cuando fingió sentirse enfermo de improviso para poder ir a la casa de apuestas; pero no convenía alargar la farsa y, además era mejor estar ocupado que pendiente del resultado en el hipódromo. En cuanto sonó la sirena, corrió desde el estuario hasta el local de apuestas en el centro de la ciudad. La enorme pizarra con cuadrículas que ocupaba toda una pared del local era ahora un enjambre de cifras. Las casillas que Nigel buscaba debían estar en un lugar destacado; pero, nervioso, tardó en encontrarlas. Al fin vio los resultados de la Copa Haydock… ¡No era posible! El hombre que tenía al lado notó su reacción. —Menuda sorpresa, ¿verdad? —le dijo—. ¡El número ocho, una cabeza por delante de los favoritos! —el aliento del tipo olía a cerveza y tabaco. Nigel volvió su atención a la columna de las cuotas: junto al ganador, aparecía la fracción 66/1. Un cálculo somero le dejó boquiabierto: ¡iba a cobrar más de cien libras! Se acercó a la primera ventanilla que quedó libre y mostró al corredor de apuestas el resguardo que llevaba consigo hasta cuando dormía. —¿La hiciste tú? —le preguntó el empleado con desconfianza. 8
Nigel se supo en apuros. —No, mi hermano —respondió. —Pues dile que venga él y traiga un carné donde podamos comprobar su edad. Tendría que habérselo imaginado: aceptaban dinero sin escrúpulos, pero no pagaban a menores. Se guardó el trozo de papel y, frustrado, salió del local. Aunque no formaba parte de sus planes, no le quedaba otra alternativa que entregarle el resguardo a Jamie y permitir que se quedase con todo el dinero de la apuesta. O podía recurrir a Thomas, pensó mientras abandonaba la calle Renshaw. «Pero Thomas insistirá en que repartamos el premio a partes iguales y no consentirá en darle más Jamie para que pueda pagar a McCabe». Thomas les había advertido varias veces de que su paciencia tenía un límite y nunca más ayudaría a Jamie. Había llegado a Wavertree, uno de los barrios con peor reputación de la ciudad. Nigel se dio prisa en atravesarlo antes de que oscureciese por completo. Sus calles se llenarían pronto de borrachos, se organizarían peleas y habría prostitutas fornicando en plena calle. Un perro comenzó a ladrar en la distancia. En sólo unos segundos, Nigel sintió los ladridos a su espalda. Tuvo la certeza de que el perro se aproximaba a él a gran velocidad y echó a correr. Los ladridos eran tan violentos que le entró miedo. Pensó en ocultarse en la penumbra de algún portal, pero confió en correr lo suficiente para dejar atrás al perro. Alguien corría con el animal: podía oír el ruido de las zancadas. La bestia le alcanzó. Le hincó los colmillos en la pantorrilla y Nigel cayó al suelo. El maldito animal se agitó sobre él, pisándole las piernas y la espalda sin soltarle.
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—¡Bien, «Negro»! ¡Bien! —dijo un hombre, una silueta; jadeaba y, tras recuperar la respiración, añadió—: ¡Quítale la ropa! ¡Es lo más rápido! Había alguien más. El perro recibió una patada y aulló. Le desnudaron entre dos. Nigel no se resistió. —¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Aquella segunda voz le resultaba familiar. ¿No era la de uno de los amigos de Jamie que se sentaba en el reservado del Kearns? Herido, desnudo, humillado, Nigel se encogió en el suelo como si nunca fuera a levantarse. ¿Cómo se habían enterado? ¡Sólo podía habérselo dicho aquel chino del demonio: Percy Wang!
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