Nácar y plata
Hay personas que aseguran haber tenido un presentimiento, el temor repentino a una amenaza incierta o la angustiosa sensación de que algo acababa de suceder y pronto se verían afectadas por las consecuencias. Aquella mañana en Nueva York, Grace Atkin no sintió nada semejante, de la misma forma que, años atrás, un lejano retumbar en el cielo de Jerusalén tampoco le anunció la tragedia que partió en dos su vida. Cuando el botones del Waldorf Astoria le informó de que tenía una llamada en conferencia, supuso que sería su familia, interesándose por la primera etapa del viaje, y no dio importancia a la diferencia horaria: habrían permanecido despiertos para poder localizarla de mañana en el hotel. El tono de su madre al otro lado de la línea, sin embargo, no fue el que esperaba. —Es tu padre —le oyó decir con gravedad—. Ha sufrido un infarto pulmonar. Lo médicos calificaban su estado de irreversible y no eran capaces de precisar si el fatídico desenlace se produciría al cabo de unos días o sólo unas horas. Grace tomó de inmediato la determinación de regresar a Inglaterra. Al colgar el teléfono, su mente vagaba entre la habitación de un hospital en el que nunca había estado y el cementerio de Yorkshire donde yacían los abuelos Davies. Luego pensó en George. Se detuvo en la puerta del comedor y observó desayunar a su marido. Habría dado cualquier cosa por no estropearle la luna de miel. George se encargó de todo: anuló las reservas del hotel en Chicago, devolvió los billetes del tren y canjeó los pasajes del avión. Volaron durante la noche y
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llegaron a Londres al mediodía siguiente. Demasiado tarde. Su padre había muerto poco después de la una de la madrugada. Fue una tarde extraña y vacía. En Jerusalén había tenido algo que hacer todo el tiempo, lo que ayudó a que los primeros días transcurrieran deprisa; ella había sido entonces el centro de atención: su familia no dejó que la casa se llenase de visitas, le permitieron recibir a las que de verdad agradecía y respetaron su soledad cuando necesitó descansar. Esta vez, en cambio, se sentía perdida. Su madre y Susan se habían repartido las tareas y se mantenían ocupadas como si nunca hubiesen contemplado su regreso. Grace se quedaría con ellas aquella noche; George se estableció solo en la nueva casa. Su vida conyugal no iba a tener el inicio que habían planeado, pero las cosas sucedían como sucedían. Resultaba dolorosamente irónico pensar que la última persona que hubiese querido alterar su felicidad de aquel modo habría sido su padre. La llamada en Nueva York había despertado en Grace un sentimiento adormecido. En los últimos años se había desligado de su familia. En realidad, separarse de su madre y su hermana no le había importado tanto; pero se sentía culpable por haberse alejado de su padre. El nexo entre ambos había sido siempre muy fuerte; probablemente, por tener el mismo temperamento. A pesar de las constantes críticas y lo mal que toleraba sus caprichos, su padre nunca había ocultado que Grace era su favorita. Era el corazón lo que contaba, no las peleas o lo que se hubiesen dicho. Susan era demasiado hermética; daba igual que todavía viviera en casa: en el fondo, se bastaba y sobraba ella sola. Grace, como suele ocurrir con los hermanos mayores, había asumido siempre más responsabilidades dentro de la familia. Al terminar la guerra, no obstante, aprovechó para independizarse. La muerte de Nigel y el retorno de la familia a Inglaterra significaban un nuevo
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comienzo. No creyó necesario tener que esperar a casarse; también los tiempos eran otros. George había aparecido poco después y, con él, un mundo diferente. Aprendiendo de su experiencia durante el noviazgo con Nigel, no dejó que sus padres utilizasen la relación en beneficio propio. Un político joven, hijo de aristócrata y bien considerado dentro del Partido era el tipo de yerno que su madre siempre había deseado. Su padre obtuvo un puesto como secretario permanente en el Ministerio de la Guerra gracias a la influencia de George, pero aquello había sido todo. Guardaron las distancias y, escudándose en mil pretextos, Grace consiguió que su madre no conociese a los Atkin hasta el día mismo de la boda. Había sido injusta y lo sabía, pero sentirse triunfante le había hecho creer que era lo correcto. La culpabilidad se revolvía ahora en su interior como un reptil en su agujero. Cenó con su madre y su hermana, casi en silencio. Nelly, la doncella, había encontrado ropa de luto para las tres. Intuyendo que su madre lo apreciaría, pidió a George que pasase a hacerles compañía después de la cena. Susan se retiró pronto, pero su madre no dio muestras de cansancio hasta entrada la madrugada. —Insiste en que mañana se quede en la cama todo lo posible —dijo George al despedirse. Fue inútil. Grace encontró a su madre en la cocina, departiendo con la señora Malcolm, antes de la hora del desayuno. —Necesito ayuda con los menús y alguien tendrá que servir la mesa —se quejaba la cocinera ante la inminente llegada del resto de la familia—. ¿Quiere que hable con mi marido? —Mamá, George podría traer a alguien de casa —sugirió Grace. —No hace falta. El señor Malcolm nos echará una mano como otras veces.
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—Dame algo que hacer. Tú no puedes con todo y yo no quiero estar cruzada de brazos el día entero. Su madre endureció el gesto y salió de la cocina. Grace cruzó una mirada con la señora Malcolm y la dejó ir. Volvieron a encontrarse en el recibidor, cuando las dos acudieron a atender el teléfono. Mientras su madre contestaba la llamada, Grace reparó en una nueva fotografía, más grande que las demás, que ocupaba un lugar destacado sobre el velador de la entrada: eran George y ella el día de la boda. —Hay algo que puedes hacer, si quieres —dijo su madre al colgar el aparato—. El tío Alec llega en el tren de las tres y diez. ¿Te importaría ir a recogerle? Su madre le miraba con una expresión triste y cansada; nunca la había visto tan derrotada. Grace también creyó ver decepción en sus ojos. —Por supuesto que no —respondió—. Iré en taxi. «Es difícil saber lo que piensa tu madre», le había escuchado decir mil veces a su padre. Pero, en aquella ocasión, Grace podía leer con claridad la mente de su madre: ahí estaba el dolor por la pérdida de papá y el agravante del daño que ella les había causado. El rencor acumulado por su padre, turbio como el cauce de un río después de la tormenta, había afluido al de su madre y se desbordaba sin remedio. Buscó a Susan en las habitaciones y, al no encontrarla, preguntó a la doncella. Su hermana había salido a encargar las coronas de flores y un pedido para la señora Malcolm. Grace necesitaba hablar con ella; más tarde, con la casa llena de familiares, no tendría oportunidad de hacerlo. Acordándose de las primas Milford, remilgadas y despectivas hasta en circunstancias como aquella, Grace se alegró de tener esta vez a George a su lado. Apenas una noche sin él y le echaba de menos como si se hubiese quedado en América.
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De pronto, le asaltó el recuerdo de Nigel. Lo vio conversando con su padre, los dos de uniforme, un día cualquiera en Jerusalén. Por algún motivo, se habían caído en gracia desde el primer momento. Nigel era cumplidor, pero también fanfarrón; gustaba demasiado a las esposas para resultar simpático a los maridos. Con su familia, curiosamente, había sucedido al revés. La voz de Nigel, gruesa y alegre, volvió a sus oídos y también la de su padre, dulce hasta en las reprimendas. Aquellos dos siempre habían tenido una palabra amable el uno para el otro. Nigel ya no estaba. Tampoco papá; George no había llegado a conocerle bien y ella tenía la culpa. No sólo se había separado de sus padres; también se había apartado de Dios. Tras el atentado en Jerusalén, la fe no había sido el alivio que ella esperaba. Para disgusto de su madre, había roto con la Iglesia y, aunque no había dejado de creer por completo, la religión era desde entonces algo muy secundario en su vida; tal vez por influencia de Nigel. Sonó el timbre de la puerta y se descubrió sentada en el sofá, perdida en sus pensamientos. Se levantó a abrir. Susan regresaba de los recados. —¿Qué vas a hacer? ¿Necesitas que te ayude? —preguntó Grace. —Todavía quedan muchas cosas de papá por recoger —respondió la hermana. Subió con ella a la habitación de sus padres, donde había ropa guardada en cajas y algunas otras pertenencias de su padre esparcidas sobre la cama. Su madre había pasado las últimas noches en una de las habitaciones de invitados. Grace cogió una corbata de cachemir, la acarició y volvió a dejarla encima de la cama. Aquel era el mundo íntimo de su padre. Le encantaban las corbatas de lana; había usado la misma marca de pañuelos durante toda su vida; ¡cómo se había enfadado el día que las sorprendió jugando con los estuches de medallas que Susan
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alineaba ahora junto a la almohada! De niñas, aquella habitación había sido un territorio prohibido lleno de objetos misteriosos. —Me sentí como una tonta, ¿sabes? —dijo Susan—. En el hospital. —¿Por qué? —Papá tenía unos dolores tremendos, no podía hablar. Me quedé a solas con él y pensaba: «puede que no pase de hoy». Pero estaba consciente y yo no quería que perdiese la esperanza, así que no me despedí… No le dije nada ni hice nada. Salvo tocarle. —Quizá fue suficiente. —¿Tú crees? Nelly entró en la habitación con un albornoz y unas zapatillas. Mientras la doncella hablaba con Susan de una bata que no encontraba en el baño, Grace escuchó la llegada de George. —¿Está todo listo para el funeral? Voy y pasarme por la oficina del Parlamento, por si hay algo urgente, pero estaré libre en un par de horas —decía George a su madre en la entrada—. ¡Cariño! —exclamó al verla en las escaleras—. ¿Necesitáis que me encargue de algo? —Si no te importa —respondió Grace—, ¿podrías acercarte al hospital y preguntar por la bata de seda de mi padre? Susan cree que se quedó allí. George siempre se ponía nervioso al tratar con su madre. Resultaba cómico que alguien tan seguro y elocuente como él no supiera desenvolverse mejor en aquel tipo de situaciones. Le ocurría a menudo con desconocidos; Grace lo había notado en las visitas a su circunscripción. Al principio, pensaba que aquello era una gran desventaja en política; pero un colega de George la había sacado del error: los votantes interpretaban aquella timidez como una muestra de respeto y, además, la esperaban en un tory. Por fortuna, George nunca había sido tímido con ella; ni 6
siquiera el día que se conocieron. Grace le enseñó el apartamento que una amiga quería alquilar en Belgravia y él, directo, le dijo que el dúplex no le interesaba, pero ella sí. La invitó a cenar de una forma tan sincera y natural que no pudo negarse. Más tarde, George le confesó que no había creído en serio que ella aceptaría la invitación. Su madre miró el reloj y dijo que la familia de la tía Helen no tardaría en llegar. George se despidió de ellas y Grace regresó al piso de arriba. Susan y la doncella estaban en una habitación al fondo del pasillo. —¡Grace, tráenos un par de perchas! —voceó su hermana—. ¡Cógelas del armario grande! Grace entró de nuevo en el cuarto de sus padres. Antes de abrir el armario, se miró en la luna de la puerta: no tenía mal aspecto después de todo. Detrás de ella, reflejada en el cristal, vio una cajita plateada encima de la cómoda. Al acercarse, la reconoció y se sintió desfallecer. La cruz pintada de azul y la inscripción en latín en la tapa de la caja la transportaron al pasado. La abrió y sacó el rosario de nácar que Nigel le había comprado en Jerusalén. —Papá no se separaba de él —dijo Susan desde la puerta—. Lo tuvo entre las manos todo el tiempo que pasó en el hospital. —Lo tenía él... Pensé que lo había perdido. Grace se enrolló el rosario alrededor de los dedos y, apretándolo con fuerza en un puño, se echó a llorar.
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