El amor imposible

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El amor imposible



Jules Barbey D’Aurevilly

El amor imposible Crónica parisina

Traducción y postfacio de Enrique Trogal


Primera edición: octubre de 2013 Título original: L’Amour impossible (1841) © de la traducción y del postfacio: Enrique Trogal, 2013 © de la presente edición: Editorial Funambulista, 2013 c/ Flamenco, 26 - 28231 (Las Rozas) Madrid www.funambulista.net

Esta obra ha sido publicada con una subvención del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual IBIC: FC ISBN: 978-84-941475-3-1 Depósito Legal: M-29405-2013 Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi Motivo de la cubierta: Il salotto della principessa Matilde, Giuseppe de Nittis, 1883 Impresión y producción gráfica: MFC Artes Gráficas Impreso en España Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47) Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.


El amor imposible



No se trata de lo que es hermoso y entretenido, sino simplemente de lo que es



A la Señora Marquesa Armance d... V... Señora, Pongo este librito a sus pies, que, muy felizmente, es buen lugar, pues probablemente ahí se quedará. Las exigencias dramáticas de nuestro tiempo no son las mejores para el éxito de un libro tan simple. No hay sombra de pretensión literaria, y usted tampoco es una Philaminte:1 así que he creído poder dedicárselo. No sería más que un cuento de hadas escrito para distraerla, si no fuera una historia compuesta para rememorarla a usted. En un país y en un mundo en el que la ciencia, si es hábil, cabe por completo en una tarjeta de visita (la frase es de Richter), he pensado que a una de las mujeres más ingeniosas y amables de este mundo y de este país había que ofrecerle algunas ligeras observaciones de salón, escritas en el envés del abanico a través del que ha hecho tantas otras que valían más y que no me quiso dictar. Le saluda atentamente, Señora, etc. J. B. d’A. 1. Se trata del personaje «protofeminista» de la obra de Molière Las mujeres sabias.

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Primera parte

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I Una marquesa del siglo diecinueve

Una noche, la marquesa de Gesvres salió del

Teatro de los Italianos, donde no había hecho más que aparecer, y, contra sus costumbres tardías, regresó casi inmediatamente a su casa. Todo el tiempo que había permanecido en el espectáculo había, o no, escuchado esta música, amor trivial de gentes afectadas, con un aire un poco salvaje, envuelta como estaba en un abrigo de terciopelo escarlata forrado de marta cibelina, aderezo que le daba no sé qué aspecto regio y bárbaro que, por lo demás, le sentaba muy bien a la clase de belleza que ella tenía. Con mano impaciente arrojó en la copa de ópalo de la chimenea las piedras verdosas —dos simples aguamarinas— que llevaba en sus orejas; y, ante el espejo que le devolvía su hermoso rostro, no tuvo para ella misma la sonrisa tan dulce que todas las mujeres le roban a su amante; no ensayó ninguna

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hipócrita zalamería para el día siguiente; no afiló sobre el cristal pulido una flecha más para su carcaj. Conviene hacerle justicia: ella era tan natural como una mujer que, no siendo pastora en una ladera de los Alpes, puede serlo en una habitación perfectamente elegante, a tres pasos de un lecho de satén. Bérangère de Gesvres había sido una de las damas más hermosas de su tiempo y, aunque había sobrepasado la edad en que las mujeres se consideran viejas en este implacable París que empuja rápidamente cada cosa a su fin, se entendían todavía, mirándola, todas las delicias y todas las locuras. Pertenecía a esa raza de mujeres que resisten al tiempo mejor que a los hombres, lo que para todas ellas es la mejor manera de ser invencibles. Igual que Mademoiselle George,2 a la que no igualaba por el rostro celestial, pero al que se aproximaba, había salvado del aciago ultraje de los años unos rasgos de una regularidad indestructible; más feliz que la gran trágica, ella no tenía, sin embargo, su noble cabeza perdida en un cuerpo monstruoso, esfinge encantadora, severa, eterna, que acaba en hipopótamo. El tiempo, que la había amarilleado como a los mármoles expuestos al aire, no pudo alterar demasiado su forma poderosa; forma que presentaba en Bérangère de Gesvres tal mezcolanza de moli2. Marguerite-Joséphine Weimer, llamada Mademoiselle George (1787-1867), gran actriz trágica francesa.

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cie y grandeza, hermafroditismo tan bien cuajado entre lo que seduce y lo que impone, entre lo que subyuga y lo que embriaga, que jamás el arte y sus incomparables fantasías habían producido nada parecido. Ella era muy alta, pero la amplitud de las líneas desaparecía en la gracia de sus curvas, en la plenitud de la silueta. Su cabeza, sostenida por un cuello de energía escultural, estaba cubierta de cabello castaño oscuro, tan pronto cayendo cardado a raudales muy claro por ambos lados de la cara, peinado absurdo para una cara como la suya, como severamente erizado sobre las mejillas, lo cual comenzaba a sentarle maravillosamente a su tipo de fisonomía; o, incluso, dividido a veces en cintas ceñidas, como lo llevaba esa noche, con una esmeralda en la frente, en lo que era su estilo más triunfante y magnífico. A la frente le faltaba elevación; no era cuadrada como la de Catalina II, pero bajo su forma muy femenina, en su anchura de una sien a la otra había una fuerza de inteligencia superior. Las cejas no estaban muy marcadas, ni los ojos que ellas coronaban muy grandes; sin embargo, esas cejas eran de una irreprochable nitidez y esos ojos tenían un resplandor tan profundo que parecían inmensos a fuerza de luz, y más grandes habrían parecido duros. Los ojos eran un rasgo característico de la señora de Gesvres. Naturalmente, carecían de dulzura y permanecían fríos y penetrantes. Eran los ojos de

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un hombre de Estado de talento que comprendiera bastante bien todo como para no despreciar nada. Cuando ella deseaba —pues la alta sociedad le había enseñado lo que quería— ponerlos tiernos y acariciadores, se hacían mimosos y casi postizos. Toda una categoría de sentimientos estaba ausente de esa mirada de un ardor tan negro que sólo estaba realmente soberbia cuando permanecía vigilante. Pero en todo lo demás aparecía la mujer e, incluso alrededor de esos ojos viriles, se mostraba el rastro herido y mudable que bastaría para señalar su sexo, si el sexo no se revelara en otras partes con adorables diferencias. En efecto, la amplitud de las mejillas voluptuosamente redondeadas, el contorno un poco grueso del mentón y la acariciante morbidez de la boca, todo ello contrastaba con la estrella invariable de la mirada. Para las mujeres que esconden bajo la delicadeza de la silueta órganos poderosos y una profunda vitalidad hay una belleza tardía mayor que los esplendores rosados y luminosos de la juventud. La señora de Gesvres era una de esas mujeres, uno de esos seres infrecuentes y privilegiados, una de esas emperatrices de hermosura que mueren imperialmente en la púrpura y de pie. Como Ariadna, amada por un dios, ella se coronaba con los racimos plenos y dorados de su otoño. Por el huidizo contorno de la boca, cerca de los labios sonrientes y húmedos, en el origen de los

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más aristocráticos oídos que jamás hubieran bebido a raudales lisonjas y adoraciones humanas, se veía el vello sabroso que sombrea con un tinte dorado los frutos maduros y que da sed al mirar. De la frente, el ámbar que coloreaba esta piel, blanca y mate en otro tiempo, se había deslizado hasta los hombros, que Bérangère gustaba hacer salir del escote en un vestido de terciopelo negro, como la luna de un mar borrascoso. Parecía que esa espalda vasta y desnuda, que tan bien reflejaba la luz, había roto los lazos impotentes del corpiño; se movía con una ondulación de serpiente, a lomos del atrevido arqueo de la espalda, mientras que por debajo de las bellezas embriagadoras que violaban, con la energía de sus formas, el asilo sagrado del vuelo del vestido, se perdía, en la blanda pesadez del terciopelo, el resto de ese cuerpo divino. Aquella noche, ella no tenía el semblante de su reputación. Pasaba por una condenada coqueta, condenada o que condena, no sé muy bien cuál de las dos cosas. Los hombres que la habían amado o deseado —un matiz difícil de captar en las desaliñadas pasiones de nuestra época— le atribuían, en maniobras femeninas y en agudezas aprendidas, una habilidad de primer orden. Como, una vez en la pendiente, ya no podemos detenernos, se decía aún más; la palabra coquetería no era más que el pálido reflejo de la otra palabra que se utilizaba. Por lo

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demás, que se trate de maledicencia o de calumnia, una reputación así no es una cruz muy pesada cuando una tiene que vérselas con el escepticismo de la sociedad parisina, y se es joven, ingeniosa y bonita. Con eso cualquier cruz no es más que un crucifijo al cuello, y puede llevarse con ligereza. La señora de Gesvres llevaba la suya sobre magníficos hombros con el estoicismo de una hermosura que no se arredra ante nada. Había sido una de las más elegantes mujeres de París. Antes del momento de abdicar y de que el cetro de la realeza de los salones, frágil ramilletera de carey, pasara a manos más jóvenes, ella se había alejado de una sociedad que todavía frecuentaba ya en muy contadas ocasiones. Pero se quedaba con la bata de seda gris y las zapatillas de terciopelo: cogulla y sandalias de esas hermosas eremitas de tocador. Pasmaba ese intenso cambio en la vida de la relumbrante marquesa, pero no había explicación. Bella y coqueta como era, si sentía declinar su belleza, si ya no creía en ésta, ¿por qué tanta coquetería aún? Y si esta coquetería estaba justificada, ¿para qué ese alejamiento del mundo? ¡Ah! No había duda, ¡era coqueta! Pero era algo más que esa cara bonita que nos gusta tanto y que nos aflige. Tocó la campanilla, y una muchacha alta, bella a más no poder, hipócrita y descarada a la vez, y a la que llamó Laurette, entró para desvestirla. La se-

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ñora de Gesvres tenía la costumbre de no dirigir jamás la palabra a sus sirvientas. Así evitaba la crítica de vestíbulo sobre el humor de la «señora». Tendió sus pies ante Laurette, quien, con una rodilla en el suelo ante ella, se puso a desatar sus borceguíes. Mientras tanto, la señora de Gesvres leía una carta que arrojó a la chimenea después de haberla leído y sin molestarse siquiera en arrugarla. —Que venga, ya que se empeña —dijo ella—, ¿a mí qué me importa? No me aburrirá más que los otros. Se ve que, aquella velada, el aburrimiento era el mal de la señora de Gesvres. Por desgracia, era su mal de todos los días. No sólo ese aburrimiento fatigado, nervioso, amodorrado que viene de los demás, sino el que ciertas almas producen en sí mismas, como una dolencia propia. Es que ella era justamente de esa raza de almas marcadas desde el principio y en las que la educación, el mundo, la ociosidad oriental de las costumbres elegantes habían mantenido y desarrollado esta disposición al aburrimiento de que se sentía víctima. Si ella hubiese tenido alguna pasión —pues a ello conduce la inanidad de los recuerdos—, unos horribles arrepentimientos al menos habrían sido materia para su pensamiento o sus sentimientos, ¡dos cosas bien próximas en las mujeres! Pero ¿había sentido alguna vez pasión?, y, aunque ella lo dijera:

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¿se podía creer? Cuando afirmaba, mostrando sus dientes nacarados, que en otro tiempo había amado con energía y que había sufrido horriblemente, no se podía evitar dudar que hubiese existido algo violento en un ser tan perfectamente sosegado, algo espantoso en un ser tan perfectamente bello. Y, sin embargo, sí, ella había amado. Y al comienzo de la vida, y poco después de su matrimonio, la traición de un amante le había roto el corazón. Un día, este amante, en un acceso de furor celoso, le rompió también uno de esos hombros que ella gustaba descubrir a las enloquecidas miradas de los hombres. En la civilización de mujeres, un hombro roto es más que un corazón roto, sin ninguna duda. La señora de Gesvres no quiso volver a ver a su amante. Pasó más de un año en la más completa soledad. Su marido arrastraba veleidades ambiciosas en torno al embajador de Francia en San Petersburgo. Le daba a su mujer toda la libertad de que disfruta una viuda. Tras un año de soledad, ella reapareció más brillante que nunca. A la coquetería de instinto añadió la coquetería de reflexión. La alta sociedad le propuso una multitud de amantes a los que desdeñó. Cierto es que la alta sociedad tiene para sí las probabilidades y apariencias que son decisivas en un proceso penal. Pero comoquiera que fuera, el viejo juez fue engañado y la opinión pública fue embaucada.

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Como todas las mujeres que tienen alguna distinción en el carácter y frialdad en los sentidos, distinción no desdeñable, y la pretensión un poco altiva de las vizcondesas de nuestro tiempo, a la señora de Gesvres ya sólo le valían los hombres para los comienzos de unas aventuras cuyos desenlaces las hicieran pronto imposibles. En vano la imaginación había dicho «sí»; la sensatez justificada por la experiencia respondía «no», bien alto y siempre. Así es como la vida de esta mujer había contraído en sus actos más insignificantes una pureza hija de la salud del espíritu, la única pureza que puede existir en el mundo de encantadoras corrupciones en que tenemos la dicha de vivir. Era ése el lado bueno de la marquesa de Gesvres, pero ella lo consideraba, sin duda, mucho menos de lo que valía. Jamás le habían enseñado a preocuparse de lo que puede haber de moral y de elevado en una situación o en un hábito del pensamiento. Este interés profundo e inmaterial que ciertas almas orgullosas sacan de sí mismas siempre le había faltado; ni pensaba en ello. El único interés que comprendía era más vulgar, pero también más amable (amable es una palabra inventada por la vanidad de los demás), ya que ese interés tenía su origen en sentimientos compartidos. De ahí que valorase poco lo que la ennoblecía bajo apariencias muy ligeras. Se equivocaba mucho

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en esto; pero, si se lo hubierais dicho, entonces la indomable niña consentida que era ella os habría mirado con un aire de escepticismo y de diablura, y os habría enviado a paseo, a vosotros y a vuestros sublimes razonamientos. Ella creía de tal manera en sí misma, llevaba la fatuidad de ser bella a tal vértigo que no imaginaba que esta expresión de malicia triunfante y de burla pudiera ensombrecer su propia hermosura y crear una disonancia con el conjunto de sus rasgos severos, regulares y armoniosos. Sin embargo, este culto a su belleza no era tan grande como para darle las emociones que su naturaleza y su deseo secreto exigían. Habría necesitado otro ser a quien admirar y amar y no el que se encontraba periódicamente cada tarde y cada mañana en el espejo de su alcoba. Ella no se reconocía tal necesidad a sí misma, pues nuestros pequeños sistemas de falsedades al uso en nuestra sociedad nos acompañan mucho más allá de lo que creemos: se adhieren a la conciencia y se introducirían hasta en nuestras plegarias a Dios, si las hiciéramos. Sería ir demasiado lejos tal vez, no obstante, afirmar que no aceptaba esta necesidad de afecto tantas veces ya frustrada. Ella más bien la ocultaba. Se daba unos aires elegíacos de antorcha humeante. Pero por mucho que se pensara que el pie que había apagado y derribado semejante antorcha debió de ser el de un gran profano o el de un gran experto en materia de

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felicidad, se sonreiría de incredulidad ante este discurso sobre la extinción definitiva de su facultad de amar, pues si bien hay muchas mujeres que se prostituirán siempre al entregarse, dada la bajeza vulgar de los amantes favorecidos y de los hombres en general, no es seguro por ello que los corazones que aman se vean privados de impulsos generosos. De lo contrario, el primer infortunio sería una garantía más sólida de lo que acostumbra a ser en realidad. Por lo demás, aquellos aires no eran más que caprichos de la señora de Gesvres; no formaban parte de su actitud cotidiana; mas, como ella era muy voluble, tras haber girado el caleidoscopio de muchas maneras, siempre terminaban apareciendo. Incluso se convertían con frecuencia en el punto de partida de una teoría que muchas mujeres se permiten y que en boca de la señora de Gesvres quedaba en teoría, debido justamente a esas valiosas cualidades que hemos indicado: la frialdad de los sentidos y la altanería de su carácter. Esta teoría, aplicable a todo lo corrupto, consiste nada menos que en matar la honestidad en los más bellos sentimientos y las relaciones más queridas. Es una declaración de independencia o, más bien, una verdadera declaración de bandidaje. Porque se ha sido desdichada una vez, porque se ha hecho una elección indigna, una se cree al margen del derecho común en materia de amor. Una decide

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vengarse a lo grande de todo y de todos. Se preparan cartuchos dobles; se envenenan las flechas y los pozos. Es la justicia a gran escala, es el gran talión. Pero, igual que se proclama muy alto lo que tal vez sería peligroso si se guardara silencio, se le está dando fuerzas al enemigo anunciándole el filo de la espada. Cuando la señora de Gesvres hablaba de los tormentos que se debían infligir a los hombres, y que ella parecía dispuesta a prodigarles con generosidad, ¿no encendía ella misma la luz del faro sobre el escollo? De modo que ella poseía el lenguaje de la corrupción, pero no estaba corrompida, y el aburrimiento reforzaba más aún ese lenguaje, en el que la gente se fijaba con esta aptitud suya de observación tan ordinaria. Repetía que «había que hacerlo todo, si todo divertía», principio fecundo de numerosas consecuencias y cuyo alcance, cínica de buena compañía, ella veía muy bien. Mas si se hubiera invocado tal principio en su nombre, si se hubiera esgrimido contra ella la valentía de sus palabras, ella habría puesto muy deprisa su orgullo a cubierto bajo la bastante embarazosa interrogación de: «¿os he dicho acaso, señor, que esto me divierte?». Laurette se había marchado después de ponerle en los pies a su bella señora las zapatillas blandas, nodrizas del ensueño. Ella la había desnudado

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mientras yo he tratado de dar a conocer un poco a grandes rasgos y rápidamente el carácter que dará vida a este relato. La señora de Gesvres permanecía sentada en una especie de diván muy bajo. Había recogido la carta tirada en la copa irisada donde había depositado las aguamarinas de sus orejas. Se puso a releer indolentemente esta carta recorrida tan deprisa y que decía: Señora, Una de sus amigas, la señora de Anglure, tuvo la bondad de hablarle de mí alguna vez. No me atrevo a creer en un interés que me halagaría demasiado, ni siquiera en la más simple curiosidad. Pero usted ha tenido la bondad de decirle a la señora de Anglure que ella podía traerme a sus pies. No son ésas precisamente las palabras que usted dijo; pero tal es mi pensamiento. ¿Volverá usted ahora contra mí la ausencia de la señora de Anglure, que no regresará a París hasta el principio de la primavera, y no me permitirá, señora, presentarme solo en su casa de usted? Acepte, señora mía, mis más sinceras muestras de etc. R. de Maulévrier

Era, como se ve, una nota muy simple para solicitar una cosa todavía más simple: el derecho a

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presentarse y el favor de ser recibido, no hay cosa más oficial en nuestras costumbres mundanas. La nota tenía razón cuando decía que la señora de Gesvres había expresado a la señora de Anglure el deseo de ver en su casa al señor de Maulévrier. Se equivocaba cuando añadía que él no «se atrevería a creer en ese interés», y todo el disimulo de modestia hipócrita que seguía. Nadie era menos modesto que el señor de Maulévrier, y él se atrevía muy bien a creer en el interés que le diera la mayor satisfacción. Es preciso decir, ya que es la verdad, que el señor de Maulévrier era el amante de la señora de Anglure, y que ésta, muy unida a la marquesa de Gesvres, le había contado en confidencias, íntimamente aburridas para la amiga encargada del papel de escuchar, todas sus impertinentes alegrías. Joven, expansiva, entusiasta, la señora de Anglure había hecho a la señora de Gesvres testigo de muchas lágrimas desatinadas. Como la señora de Gesvres paraba poco en sociedad y el señor de Maulévrier estaba más que hastiado de los placeres que en ella se saborean, no era sorprendente que jamás se hubiesen conocido. Por otra parte, en el tiempo del «reinado» de la señora de Gesvres, el señor de Maulévrier no vivía en París. Una cosa que testimonia admirablemente en favor de nuestra sociedad actual es que, lo mismo que nos hundimos por completo en el matrimonio,

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nos quedamos en la superficie del mundo en el seno del amor más profundo y verdadero. Un hombre gana un cien por cien a los ojos de cualquier mujer cuando pasa por tener esta gran rareza, una verdadera pasión en el corazón. Se trata de una distinción inapreciable, una condecoración que le sienta bien al aspecto del rostro; es algo que favorece, como dirían las mujeres acerca de la orden del Toisón de Oro en una corbata de terciopelo negro. A pesar de la democracia que se impone, el Toisón de Oro tendrá todavía durante mucho tiempo un enorme encanto como aderezo; pero cuando no se puede ostentar en el pecho, un afecto muy declarado por una mujer en particular queda maravillosamente bien frente a los demás. En su condición de mujer, la marquesa de Gesvres sufría con esto como las menos distinguidas de su especie. Por ello, más de una vez le había pedido a la señora de Anglure detalles sobre «la gran pasión» del señor de Maulévrier. Probablemente sólo el diablo sabe lo que pasaba por su cabeza mientras la señora de Anglure respondía con detalle a sus preguntas. Puede ser que se tratase del interés singular que dedica toda mujer a un amor que no es para ella; también puede ser un poco de malicia, pues la señora de Anglure le parecía un poco necia a su tierna amiga, y esta última más de una vez se había asombrado de que semejante mujer hubiera

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podido conservar a un hombre de la valía del señor de Maulévrier. En efecto, el señor de Maulévrier tenía un mérito indiscutido en sociedad; disfrutaba de una soberbia reputación de hombre de carácter que, como la Fortuna, había ido a sentarse a su puerta sin haberla cortejado lo más mínimo. Su indolencia era tal que se le podía ver cincuenta veces seguidas y no conocer, como suele decirse, el color de sus palabras. Pues bien, su silencio le hacía triunfar. Se le respetaba como a una serpiente aletargada; pasaba, con razón o sin ella tal vez, pero pasaba, a la postre, por un hombre superior. Esta reputación le había llegado a la señora de Gesvres. Así que le parecía extraño que el señor de Maulévrier hubiera cometido el error de un amor serio con la señora de Anglure; ¡como si el ingenio fuera necesario para hacerse amar, cuando se tienen modales llenos de elegancia y una clase de belleza muy elevada y verdaderamente patricia! La señora de Anglure poseía estas ventajas tan puras en grado eminente; ¿qué más necesitaba? La señora de Gesvres, que valoraba demasiado el amor desde el punto de vista común a todas las relaciones de la vida, creía buenamente que el ingenio era la perla entre los dones que Dios había derramado sobre las mujeres y el regente de sus coronas. Pequeña niñería egoísta, corriente en las personas ingeniosas que

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tienen la modestia de ignorar que todo el ingenio del mundo o del diablo no supera ni al más ligero movimiento de abanico cuando se le ocurre ser gracioso. Y todo esto, por lo que parecía, habría debido proporcionarle a la señora de Gesvres el interés por la visita que esperaba al día siguiente. Pero su pensamiento estaba tan cansado, la noche la hundía tanto, que estaba más desprendida de todo que nunca, mirando sin ver el sello que clausuraba la carta del señor de Maulévrier. ¿En qué pensaba ella? No pensaba. Tenía el torpor de ese aburrimiento que ahogaba su vida. Ninguna preocupación influía sobre su manera de ser. Ningún presentimiento la advertía de la nueva era que al día siguiente comenzaría para ella. Los presentimientos no inciden nunca sino en los seres en los que la imaginación domina y el cuerpo desfallece. Pues bien, la señora de Gesvres poseía demasiado ingenio para tener imaginación, y su cuerpo no languidecía más que los torsos de Rubens.

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