Una confidencia
El coronel Clarke y su esposa anunciaron que se retiraban a su camarote hasta la hora del desembarque. El mayor Pulmer aprovechó la ocasión para retirarse también y, al igual que la víspera, dejó que su mujer pasase la sobremesa con los demás comensales mientras él descansaba. Philippa Pulmer comprendía a su marido: no habían tenido suerte ni con la mesa ni con el pasaje en general; pero, gracias a Dios, ella toleraba mejor a la gente. Necesitaban ampliar su círculo de amistades en Bagdad, de ahí que se hubiesen embarcado en el crucero. El mayor secundó su iniciativa y había intentado ser sociable durante los primeros días del viaje; a partir de Basora, sin embargo, evitaba todo lo posible la charla insustancial de la señora Gilbery y parecía contar las millas que faltaban para completar el trayecto de regreso. A decir verdad, todos parecían hacerlo durante las últimas horas. «La table des anglais», como habían oído que la llamaba la familia francesa que se sentaba a su lado, fue aquella tarde una de las primeras mesas en vaciarse. Sólo la anciana señora Gilbery lamentó que abandonasen el comedor tan pronto y, deseando no quedarse sola, preguntó a la señora Thompson si le apetecía ver el joyero chapado en alpaca que había comprado la tarde anterior en Kut. Cuando la señora Thompson, el miembro más independiente del grupo desde el primer día, le recordó que ya se lo había enseñado en el bazar, la señora Gilbery hizo la misma pregunta a Philippa Pulmer y obtuvo al fin la respuesta que buscaba.
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