Una confidencia
El coronel Clarke y su esposa anunciaron que se retiraban a su camarote hasta la hora del desembarque. El mayor Pulmer aprovechó la ocasión para retirarse también y, al igual que la víspera, dejó que su mujer pasase la sobremesa con los demás comensales mientras él descansaba. Philippa Pulmer comprendía a su marido: no habían tenido suerte ni con la mesa ni con el pasaje en general; pero, gracias a Dios, ella toleraba mejor a la gente. Necesitaban ampliar su círculo de amistades en Bagdad, de ahí que se hubiesen embarcado en el crucero. El mayor secundó su iniciativa y había intentado ser sociable durante los primeros días del viaje; a partir de Basora, sin embargo, evitaba todo lo posible la charla insustancial de la señora Gilbery y parecía contar las millas que faltaban para completar el trayecto de regreso. A decir verdad, todos parecían hacerlo durante las últimas horas. «La table des anglais», como habían oído que la llamaba la familia francesa que se sentaba a su lado, fue aquella tarde una de las primeras mesas en vaciarse. Sólo la anciana señora Gilbery lamentó que abandonasen el comedor tan pronto y, deseando no quedarse sola, preguntó a la señora Thompson si le apetecía ver el joyero chapado en alpaca que había comprado la tarde anterior en Kut. Cuando la señora Thompson, el miembro más independiente del grupo desde el primer día, le recordó que ya se lo había enseñado en el bazar, la señora Gilbery hizo la misma pregunta a Philippa Pulmer y obtuvo al fin la respuesta que buscaba.
1
La señora Pulmer permaneció más tiempo del que tenía pensado en el camarote de la señora Gilbery. La conversación se le hizo enseguida tediosa; pero, como a menudo se decía a sí misma, no costaba tanto ser complaciente y, además, una nunca sabía cuándo podría necesitarse la ayuda de un conocido o dónde volverían a encontrarse. Tras la visita a la anciana, creyendo que no habría nadie en cubierta, subió a disfrutar de la brisa del río. Encontró allí a la señora Thompson. No quería importunarla, así que dudó en aproximarse. La había observado durante todo el crucero: siempre pensativa, daba la impresión de ser una joven desdichada. La señora Pulmer se preguntaba qué hacía sola en el barco. Cediendo a la curiosidad, optó por acercarse. —¿Le importa si me siento un momento con usted, querida? —preguntó con una sonrisa amable en los labios—. Puede rechazarme, si quiere. Todos necesitamos un poco de soledad de vez en cuando. La señora Thompson le devolvió la sonrisa de forma algo forzada. —Siéntese, por favor —dijo—. He traído este libro, pero no me apetece leer. —Mejor relajar la vista, ¿verdad? Se está muy bien aquí arriba, con esta brisa tan agradable. —Siempre está vacío a esta hora. Supongo que los turistas imaginan que hace tanto calor como por la mañana. La señora Pulmer oteó el Tigris: sus aguas turbias y adormecidas discurrían entre las orillas desnudas. —El placer del pionero —bromeó—. Hacer un crucero es una bonita forma de descubrir el país, ¿no le parece? —¿Cuánto tiempo llevan el mayor y usted en Mesopotamia? —preguntó la señora Thompson. 2
—Un mes, más o menos. —No tardarán en darse cuenta de que no hay mucho que descubrir. —¿Se aburre usted aquí, querida? La señora Thompson no contestó. —Así que han llegado ustedes con el nuevo rey —dijo. —Mi marido estuvo aquí durante la guerra y regresó a Siria el año pasado. Hemos vivido allí hasta ahora. —Sí, la he oído hablar de Damasco. Es una pena que no hayamos conversado más durante el viaje. Culpa mía, por supuesto. He estado un poco ausente. Lo habrá notado. —He de decirle que me parece usted la más misteriosa de nuestro pequeño grupo —confesó la señora Pulmer. —Pero los Clarke me conocen de Bagdad. Algo le habrán contado de mí. —Que el señor Thompson murió en el frente, por desgracia, y que su padre es un oficial en una guarnición del norte. —¿Dónde está el misterio entonces? —Me refería más bien a su presencia en este barco. Si me permite la franqueza —la señora Pulmer hizo una pausa—: creo que hay algo que la tiene muy preocupada. ¿Me equivoco? La señora Thompson agachó la cabeza. —Ha estado observándome —dijo—. ¿Qué impresión se lleva de mí? —Ninguna. Apenas la conozco —contestó la señora Pulmer con sinceridad. —Disculpe la pregunta. No debí… La señora Thompson pasaba vergüenza. —Todos atravesamos épocas malas —intentó confortarla la señora Pulmer—. Quizá las cosas se arreglen cuando regresemos a Bagdad. 3
—Nada se arregla por sí solo. Siguió un corto silencio. Dos parejas accedieron a cubierta por la escalera de proa; afortunadamente, la atravesaron de un extremo a otro sin detenerse. —¿Se sentiría usted mejor hablando de ello? —preguntó la señora Pulmer. —Soy una mujer horrible. —No diga eso… La señora Thompson alzó la cabeza y miró al horizonte. —Hay un hombre —dijo. —Casi siempre lo hay —la ayudó a continuar la señora Pulmer. —Este ni siquiera es un hombre entero. Está hueco como las vasijas que vimos en el museo de Basora. He cometido una enorme equivocación. La señora Pulmer creyó comprender de pronto. —¿Está usted…? —¡Oh, no! ¡Nada de eso! —se apresuró a aclarar la señora Thompson. —Bueno, entonces, no es tan grave… Las equivocaciones sólo lo son cuando no podemos enmendarlas. Si somos valientes, a veces… —Yo no soy valiente. No me atrevo a hacer lo que debería. He enamorado a un hombre y, como una niña, me he cansado de él. No le soporto. Le miro y le desprecio. Pero hace sólo unos meses me moría por estar con él. La señora Thompson había desatado las correas de su pudor. —¿No puede usted recordar lo que tanto le gustaba de él al principio? Es la misma persona, al fin y al cabo —dijo la señora Pulmer. —He estado ciega. Me parecía maduro y sensato, pero es convencional e insulso. No tiene sentido del humor. Es incapaz de ser feliz… e incapaz de hacer feliz a una mujer. Las palabras de la señora Thompson eran amargas. 4
—¿Es mucho mayor que usted? —preguntó la señora Pulmer—. No sé por qué, pero me da esa impresión. —No, no lo es… aunque lo parece. Es fácil echarle diez años más de los que tiene. —Dígame, al menos, que es guapo. Algo tuvo que ver en ese hombre. —Es lo único que vi en él. Cuando le conocí me sorprendió que, siendo tan apuesto, mostrase tan poco interés por las mujeres. Luego me enteré de que su esposa le abandonó después de doce años juntos y me dio lástima. Me hablaba mucho de ella al principio. Ha pasado el tiempo, pero sigue dolido. Ella le era infiel o eso dice él. Es lo que más me asusta, ¿sabe usted?: no puede disimular su odio hacia las mujeres. ¡Nos culpa de todo! Tiene dos caras. Debajo de las atenciones y los gestos caballerosos no hay más que resentimiento... Y es mentira que no le atraiga el sexo. Se hace el puritano, pero los ojos se le van detrás de las muchachitas. ¡El muy hipócrita! La rabia de la señora Thompson era tan intensa que apenas podía contenerla. En el fondo, de una manera tortuosa, el hombre al que ya no amaba le hacía sentirse menospreciada. La señora Pulmer encontraba todo aquello fascinante. —No ha hablado de esto con nadie, ¿verdad? —preguntó. —Salta a la vista que necesitaba desahogarme. ¿Es eso lo que quiere decir? —Sí, pero es comprensible. Lleva usted demasiadas cosas dentro. —Quiere que nos casemos. Mickey… —la señora Thompson se detuvo—. ¡Qué más da! No me importa que sepa su nombre: Mickey Calf. Puede que algún día se conozcan. Bagdad es un sitio pequeño. —¿El señor Calf le ha propuesto matrimonio? —No, todavía no. Pero creo que lo hará en cuanto regrese de Turquía. Tiene un socio en Ankara. Importan té y tabaco. 5
—No es mal negocio para una colonia en ciernes. Entiendo que es un hombre rico. —Mucho menos de lo que aparenta. También en eso es pura fachada. Mickey era un simple contable en Londres. Cuando su mujer le dejó, cogió el dinero que tenía ahorrado y se estableció aquí. Puede que sea rico dentro de unos años. A día de hoy, desde luego, no lo es. Pero no me juzgue antes de tiempo: no he ido nunca detrás de su dinero. —No he pensado tal cosa. —Muchas lo hacen, pero yo no soy así. —¿Por qué le cuesta tanto romper con él? A fin de cuentas, aún no están comprometidos. —Por extraño que parezca —respondió la señora Thompson—, aunque esté deseando perderle de vista, sé que sufriré remordimientos. Fui yo la que me acerqué a él, ¿sabe? Ni siquiera soy su tipo. Mickey es un hombre solitario. Le presté atención, le escuché… Me convertí en su amiga. Nunca me perdonaré haber jugado con él de esta forma. —Es usted demasiado dura consigo misma. Sus sentimientos son sinceros. Simplemente, se ha dado cuenta de que no están hechos el uno para el otro. —¡Pero he llevado todo demasiado lejos! Cada vez que me muestro desdeñosa, Mickey lo achaca a un arrebato pasajero. No ve la realidad y no para de hacer planes. Mi padre le ha convencido para que, si el negocio marcha bien, dé trabajo aquí a mi hermano. Robert cambia de empleo cada pocos meses. Si continúa en Londres, nunca va a llegar a nada en la vida. Eso dice mi padre. —¿Su padre y el señor Calf se llevan bien? —¡Se adoran! Por supuesto, papá siempre ha querido que vuelva a casarme. Pero está realmente ilusionado con Mickey… Es como si todo estuviese ya decidido. 6
Me siento atrapada en una red —la señora Thompson miró de nuevo hacia las colinas resecas del horizonte—. Le he dado muchas vueltas, ¿sabe? La única conclusión a la que llego es que, si yo no soy capaz de poner fin a esta situación, tendrá que ser la otra parte quien lo haga. —¿Qué quiere decir, querida? —He fantaseado con la idea de hacer algo estúpido, algo tan público y escandaloso que Mickey no tendría más remedio que dejarme. —¡No lo dirá en serio! —exclamó la señora Pulmer, disgustada—. ¡En modo alguno debe humillarse así! Tiene que haber otra manera de abandonar a ese hombre... ¿No cree que, con el tiempo, el señor Calf acabará viendo las cosas tal como son entre ustedes? —Pueden pasar meses hasta que eso ocurra —respondió la señora Thompson—. No creo que mis nervios puedan aguantarlo. —¿Por qué no habla con su padre? Tal vez juntos encuentren una solución. —Mi padre no lo entendería. Además, tiene un concepto demasiado alto de mí. Se sentiría terriblemente decepcionado. —No me lo pone fácil —se quejó la señora Pulmer. —Lo sé… y lo siento. La estoy abrumando con mis problemas. Le agradezco de corazón su interés… ¿Sabe? Lleva usted razón: no tengo a nadie a quien recurrir —la señora Thompson estaba al borde de las lágrimas—. Esa es la verdad. Si lo tuviese, no estaría sola en este barco. La señora Pulmer comprendía su desesperación. Aunque no le gustaban las mujeres que se andaban con aquella clase de juegos, decidió que debía ayudarla. —Nunca me meto en los asuntos de los demás y sigo pensando que debería ser usted honesta con el señor Calf —dejó la frase sin terminar. A la señora Thompson se le iluminó el rostro. 7
—¿Va a ayudarme? —preguntó. —Sí. —¿De veras? ¿Cómo? —Eso dígamelo usted. Tiene que habérsele ocurrido algo. —Supongo que podríamos fabricar una historia en la que mi reputación quede comprometida. No me importa lo que Mickey pueda pensar de mí. —Y yo sería la encargada de transmitir la historia al señor Calf, ¿no es eso? —Si lo hace, estaría eternamente en deuda con usted. —¿Se da cuenta de que ni siquiera le conozco? ¿Por qué habría de creer el señor Calf a una perfecta desconocida? —preguntó la señora Pulmer. —¡Cartas! —respondió la señora Thompson como si hubiese pensado en ello de antemano—. Escribiré cartas que prueben mi infidelidad. —Pero usted misma podría hacerle llegar esas cartas de forma anónima. —¡Señora Pulmer, no se eché atrás! ¡Se lo ruego! —imploró la señora Thompson—. Viniendo de alguien tan respetable como usted, Mickey creerá que todo es verdad. Le conozco muy bien y sé que no hará escenas ni permitirá que mi padre se entere. —Está bien. He dicho que iba a ayudarla y lo haré… Pero tendrá usted que presentarme al señor Calf. La señora Thompson reflexionó. —La semana que viene comienzan los festejos de la coronación —dijo al cabo de un momento—. Hágame saber algún evento al que vaya a asistir e intentaré que coincidamos. Le daré mis señas antes de desembarcar. La señora Pulmer se dio cuenta entonces de otro problema: —¿Cómo es que poseo yo las cartas?
8
—Umm… Esa es una buena pregunta —admitió la señora Thompson—. Pero no tenemos por qué resolver todo ahora. Busquemos una solución con calma, cada una por nuestro lado, y veámonos un día de esta semana. —De acuerdo —convino la señora Pulmer—. Podemos tomar el té en mi hotel. Será discreto. La señora Thompson cogió la mano de su nueva amiga. —Gracias, señora Pulmer —dijo con voz emocionada. —Llámeme Philippa. ¿Puedo llamarla Cynthia? * * * Cuando la señora Pulmer tomó el té con Cynthia Thompson, acordaron llevar a la práctica su plan durante el baile que tendría lugar en el Club de Oficiales a principios de la semana siguiente. La señora Thompson acudió al hotel Maude, donde los Pulmer se alojaban temporalmente, con una carta ya preparada. Contenía la dosis perfecta de pasión, provocando sonrojo sin exponer intimidad suficiente para generar rechazo. La señora Pulmer la juzgó por completo creíble y también aprobó la idea de que el nombre del destinatario apareciese, a propósito, oculto tras tachaduras. Ambas habían encontrado la misma solución para explicar que las cartas obrasen en poder de la señora Pulmer: ésta simularía haber actuado como correo entre los amantes. Inventaron que el romance, surgido hacía meses, se había intensificado en las últimas semanas, tiempo en el que comenzó el intercambio de cartas; la que la señora Pulmer entregaría al señor Calf dejaba entrever que otras la habían precedido. Para no dejar ningún cabo suelto, resolvieron también que el hombre, un viejo conocido del matrimonio Pulmer en Inglaterra, estaba casado; de ahí el secretismo. A sugerencia de la señora Thompson, ensayaron la conversación que, llegado el momento, mantendría la señora Pulmer con Mickey Calf. La falsa 9
carta lo decía todo; lo único de verdad importante era que encontrase la oportunidad de hablar a solas con él. Tratándose de un baile, tarde o temprano surgiría la ocasión. Para sorpresa de la señora Pulmer, su cómplice se despidió aquella tarde con una enigmática recomendación: —Si ocurre algún imprevisto, no lo tenga en cuenta. Mientras Mickey esté allí, siga usted adelante con el plan. La noche de la fiesta, la señora Pulmer buscó en vano a su amiga. No había previsto que Cynthia llegase con retraso, de modo que se impacientó con la tardanza. El baile se llenó y a medianoche era ya evidente que no acudiría. Entonces comprendió las últimas palabras de la señora Thompson. ¿Por qué no había sido sincera? ¿Qué pretendía realmente de ella? El mayor Pulmer creyó reconocer un rostro en la distancia. —¿No es aquél el coronel Clark? —preguntó a su esposa. —Mayor Pulmer, señora Pulmer, ¡qué alegría encontrarles aquí! —les dijo Clark cuando se acercaron a saludarle. —Un placer, coronel. ¿Pertenece usted al club? —preguntó el mayor Pulmer. —En efecto, amigo mío, y estaré encantado de ser su padrino, si desea ingresar. Aunque no se lo recomiendo: la comida es francamente mala. Vengan. La señora Clark está con unos conocidos. Se los presentaré. La mujer del coronel charlaba con un oficial de Lanceros y otro caballero. La señora Pulmer pensó de inmediato que el civil podría ser Mickey Calf. —Estos son el teniente coronel Joyce y el señor Michael Calf —dijo Clark antes de presentar también a los Pulmer—. El teniente coronel es el padre de la señora Thompson. Sin duda la recuerdan de nuestro reciente crucero por el Tigris. —¿No se encuentra Cynthia con ustedes? —preguntó la señora Pulmer. —Mi hija ha sufrido una pequeña indisposición antes de salir de casa. 10
—Nada preocupante, espero. No pudo causarnos mejor impresión durante el viaje, ¿verdad, querido? Ahora estaba segura: Cynthia lo había arreglado todo para que el coronel Clark suplantase su papel aquella noche. Pero, ¿por qué no se había atrevido a venir? Resultaba desconcertante cómo la había dejado en la estacada. La señora Pulmer dudó entre atenerse a lo pactado u olvidarse del asunto. Michael Calf parecía no estar disfrutando de la velada. Su expresión vacía así lo indicaba. Bajo de estura, pero con un perfil proporcionado, era ciertamente guapo. —¿Lleva usted mucho tiempo en Mesopotamia, señor Calf? —preguntó la señora Pulmer. Necesitaba corroborar la poca información que tenía de él. La respuesta se ajustó a la historia que ya conocía. Michael Calf no se molestaba en sonreír y hablaba en un tono monótono y distante. Visto de frente, su rostro era demasiado ancho y perdía atractivo. Los tres oficiales acapararon enseguida la conversación, lo que brindó a la señora Pulmer una oportunidad que aprovechó al instante. —He de tratar con usted un asunto importante —dijo al señor Calf, poniendo cuidado en que los demás no la oyesen—. Por favor, pídame un baile para que podamos hablar a solas. Michael Calf la miró con perplejidad. Una pregunta brotó a sus labios, pero no llegó a formularla. Continuó con la mirada clavada en la señora Pulmer y comprendió que hablaba en serio. Sin alterar su tono monocorde, la invitó a bailar. Se mezclaron con las parejas que ocupaban el salón y, cuando dejaron de estar a la vista de sus acompañantes, interrumpieron el baile y salieron a la terraza. —Presiento, señora Pulmer, que no tiene usted nada bueno que decirme.
11
—Eso me temo, señor Calf. Perdone que le haya abordado de esta forma. Soy consciente de que somos dos extraños y lo que tengo que contarle no es sólo inusual, sino también descaradamente atrevido por mi parte…. Cynthia Thompson no le ama. —¿Cómo? ¡Qué dice usted! —Me hizo una confidencia durante el crucero que compartimos. Ha dejado de quererle y se odia a sí misma por no ser capaz de decírselo. Lamenta haberle… implicado en una relación que no la satisface. A decir verdad, es infeliz con usted y desea que su amistad termine. —¿Qué diablos significa todo esto? ¿La ha enviado Cynthia para decírmelo? ¿Por eso no está ella aquí? —Quiere que sepa, e intuyo que en el fondo usted ya lo sabe, que lo que siente no es algo pasajero. Puesto que su decisión es irrevocable, desea que deje usted de verla. El señor Calf estuvo a punto de decir algo, pero se mordió los labios. —Tiene usted todo el derecho del mundo a enfadarse conmigo —prosiguió la señora Pulmer—. ¿Quién podría culparle? Mi consejo es que se olvide cuanto antes de la señora Thompson. Aunque no se lo parezca ahora, le estoy haciendo un favor. Créame. Espero que rehaga pronto su vida. —Y yo espero que usted no vuelva a dirigirme la palabra. Calf regresó al salón y, poco después, abandonó la fiesta. En su suite del hotel Maude, horas más tarde, la señora Pulmer tomó un sobre de su escritorio y devolvió a Cynthia Thompson la carta que había llevado consigo durante toda la velada.
12