REVISTA # 1585
GGM
20.04.2014 LA REVISTA DOMINICAL DE
EL HERALDO
ISSN 2357-3171
Recorrido por el universo literario de un cataquero que siempre tuvo la certeza de que iba a ser escritor.
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Tributo póstumo al caribeño colombiano que universalizó a nuestro país y a Latinoamérica con su narrativa literaria.
“Solo he sido un notario de mi realidad” “No hay oficio más solitario que el de escritor, en el sentido de que en el momento de escribir nadie puede ayudarlo a uno, ni nadie puede saber eso que uno quiere hacer. No: uno está solo, con una soledad absoluta, frente a la página en blanco”. Gabriel García Márquez, 1969.
LATITUD, LA REVISTA LATITUD, DOMINICAL LA REVISTA DE DOMINICAL EL HERALDO DE # EL 1585 HERALDO # 119 Director Consejero
Juan B. Fernández Renowitzky Presidente
Francisco Posada Carbó Director
Marco Schwartz Rodacki Gerente
Elaine Abuchaibe Auad Editor Jefe
Iván Bernal Marín Jefe de Redacción
Rosario Borrero
Escriben en este número
Alfredo Baldovino Barrios Ariel Castillo Mier Guillermo Tedio Joaquín Mattos Omar José Luis Garcés González Martha Guarín Rodríguez Orlando Araújo Fontalvo Paul Brito Rafael Darío Jiménez Ramón Molinares Sarmiento Septimus Director de Arte
Fabián Cárdenas
Los escritos de los colaboradores y columnistas solo comprometen a quienes los firman.
Diseño Gráfico
Hernán Herrera B.
Edición, Selección de Textos e Imágenes
Martha Guarín R.
martha.guarin@elheraldo.co Imágenes: AP, Efe, Archivo EL HERALDO, archivos particulares, FNPI, Nereo López, Enrique Scopell, Johnny Olivares, Wilfred Arias. Portada: GGM trabajando en Prensa Latina, Bogotá, 1959. Foto: Hernán Díaz para el libro ‘Gabo periodista’, de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Contraportada: Omar Figueroa Turcios
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Faulkner, premio Nobel visto por Gabo
Así escribió Gabito en EL HERALDO, bajo su seudónimo Septimus, en 1950, año en que Faulkner fue laureado con el Nobel. Treinta y dos años después la Academia comparó a GGM con Faulkner y Honorato de Balzac.
xcepcionalmente se ha concedido el Premio Nobel de Literatura a un autor de incalculables méritos, dentro de los cuales no sería el menos importante el de ser el novelista más grande del mundo actual y uno de los más interesantes de todos los tiempos. El maestro William Faulkner, en su apartada casa de Oxford, Missouri, debe haber recibido la noticia con la frialdad de quien ve llegar un tardío visitante que nada nuevo agregará a su largo y paciente trabajo, pero que, en cambio le dejará el incómodo privilegio de ponerlo de moda. El Premio Nobel de Literatura ha venido siguiendo una línea dentro de la cual el maestro Faulkner es algo así como un quiebre sorpresivo, que crea serios compromisos futuros a los encargados de conceder el apetecido galardón internacional. Conociendo la formidable tarea literaria del maestro, la noticia de su largamente meditada escogencia como Premio Nobel 1949 puede considerarse como un mínimo y casi insignificante reconocimiento, que sin duda honra mucho más a quienes hicieron la designación que al mismo designado. Y aunque el carácter de excepción que tiene el maestro Faulkner en la lista de los Premios Nobel, en muchos años hacia atrás, indica que esta vez el famoso galardón ha pretendido transitar por terrenos mucho más altos que aquellos que se le habían impuesto como cauce natural, el nuevo punto
Facsímil de EL HERALDO, del 22 de octubre de 1982 que reproduce el escrito sobre el Nobel de W. Faulkner, en la foto de abajo.
de referencia creará, sin duda, serias dificultades a quienes en el futuro pretendan sostenerlo en ese plano. Si fue la obra del maestro Faulkner, nivelada por lo bajo, lo que ha valido ser Premio Nobel y no el acicateo constante y empecinado de una crítica selecta y minoritaria, automáticamente todos los autores discutibles que habían aspirado a lo que generalmente se considera como la más alta distinción, quedaron fuera del alcance del Premio Nobel. La designación de Faulkner rompe una tradición. Esa es su importancia y su peligrosidad. No sé si se ha fijado con escrupulosa exactitud el significado del Premio Nobel. Entiendo que, en el caso del premio literario, es un reconocimiento a la obra de determinado autor. Siendo así, a los intransigentes admiradores de Faulkner nos resulta por lo menos incómodo ver al maestro sentado en la misma mesa con la señora Buck, con Hermann Hesse, con Thomas Mann. ¿Será posible que no exista un recurso para aliviar la desapacible sensación de inconformidad que produce el hecho de ver a uno de los autores más significativos de todos los tiempos asándose en el mismo horno en que se han puesto a dorar tantos panecillos de sobremesa? De todos modos, la designación que acaba de conocerse pondrá de moda al maestro.
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4 Por Rafael Darío Jiménez*
Úrsula Iguarán, personaje central en la novela ‘Cien años de soledad’, que da cordura a las locuras de los hombres de Macondo, amaneció muerta un jueves santo.
uy pocos escritores han logrado vaticinar el día de su muerte, bien sea a través de un poema, de un texto en prosa, en un discurso, en una entrevista, o simplemente a través del destino de uno de sus personajes. Quizás me equivoque en esta apreciación, pero realizando una rápida mirada, advierto a dos prohombres de las letras hispanoamericanas: el peruano César Vallejo (1892 – 1938), autor de importantes libros de poesía como Los heraldos negros, Trilce y Poemas humanos. El otro escritor, nuestro Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez, quien acaba de fallecer el pasado 17 de abril. César Vallejo, antes de morir en el invernal París de 1938, en medio de dolencias y crisis nerviosas, alcanzó a escribir su inmortal soneto: “Piedra negra sobre piedra blanca” en el que predice su final diciendo: “Me moriré en París con aguacero/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París –y no me corro–/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño./ Jueves será, porque hoy jueves, que proso/ estos versos, los números me he puesto/ a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, / con todo mi camino a verme solo”. Y concluyen los dos tercetos con nombre propio, confirmando lo que sobrevendría, pero su muerte ocurrió un viernes 15 de abril en la clínica Aragó, de
Morir un jueves santo
París. Casi acierta el día, pero él estaba moribundo desde marzo de ese mismo año, solo con la compañía de fieles amigos y de su amada esposa Georgette, en medio de una situación de pobreza y sufrimientos físicos muy grandes, señalado por su adhesión al comunismo, hecho trascendental, si se considera que es de los primeros poetas que explícitamente adhiere a la ideología revolucionaria de la clase obrera. Gabriel García Márquez, al morir un jueves santo, sin proponérselo, por un día de diferencia casi homologa en fecha a Jesucristo, el hombre –divinidad más querido y venerado en la tierra, a quien el gobierno romano decidió crucificar un viernes. Gabo ha muerto un jueves santo y quizás él mismo se lo vaticinó a través de Úrsula Iguarán, el personaje central de su laureada novela Cien años de soledad (1966) donde su autor dice: “Amaneció muerta un jueves santo” en la página 291 de la primera edición. Tenía que ser Úrsula, el personaje que da equilibrio y cordura a las locuras de los hombres de Macondo. Ella, símbolo elocuente de la mujer luchadora de Latinoamérica, que además de seguir fiel a los quehaceres domésticos de la casa, ahora enfrenta a los problemas del mundo, obteniendo un singular impulso y triunfo en pro de las calamidades de la sociedad, ante el aturdimiento de los retraídos Aureliano e impulsivos José Arcadio. En cuanto al deseo de morir, el anhelo de preconizar voluntariamente la muerte, vimos que el autor peruano, de costumbres andinas, lo enuncia en su poema marcado por un estilo de vida que conlleva a la trashumancia y a la fatalidad; pero nuestro Gabriel García Márquez, en su modo de apreciar la vida y la muerte, es
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A Úrsula la enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes se acordaban de ella”. GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ ‘CIEN AÑOS DE SOLEDAD’
opuesto. Tiene el principio del hombre del Caribe: “Es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”, ha expresado por la televisión de su país. Y en octubre de 1982, manifestó a la revista Gente, de Argentina: “…por un lado uno sabe que se va a morir, y por otro la obra se resiste. En el fondo, uno quiere seguir vivo con sus obras en el espíritu. Siempre me acuerdo de aquella frase de Shakespeare cuando le preguntaron qué era lo que más ambicionaba en la vida: “Ser inmortal y después morir”, contestó. Genial. Creo que así me siento ahora. No te lo puedo explicar. Son..., son como burbujas que te explotan en las venas, chico..., eso”. En Cien años de soledad, García Márquez dice: “A Úrsula la enterraron en una cajita que era apenas más grande que la canastilla en que fue llevado Aureliano, y muy poca gente asistió al entierro, en parte porque no eran muchos quienes
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se acordaban de ellas”. A Gabriel José García Márquez, quien después de ese fatídico Jueves Santo para las letras universales (y que seguramente reposa en cámara ardiente en su residencia, o en la academia de Bellas Artes de Ciudad de México), en su sepelio estilo “Funerales de la Mamá Grande” lo acompañarán colegas poetas, escritores y periodistas de todo el mundo, más las personalidades de la política, las artes, la economía y las ciencias, porque, a diferencia de Úrsula, sí se acuerdan de él, y todavía más la gente de su natal Aracataca, quien lo llora y extraña cumpliendo cinco días de duelo por su muerte. *Poeta cataquero.
GGM en sus primeros años. Abajo, una de las viviendas ubicadas en el patio de la casa donde nació el Nobel, en Aracataca.
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EL HERALDO Por Guillermo Tedio*
na tendencia proverbial de la crítica es la de estudiar las obras canónicas de un autor, olvidándose de las producciones iniciales, las cuales son consideradas con frecuencia como simples ejercicios de experimentación estilística, manifestaciones inmaduras, inestables y sembradas de fallas y errores. Pierde de vista esa crítica que si bien son evidentes estas fisuras por razones obvias de falta de madurez personal y por el hecho de que la narrativa exige un largo aprendizaje, tanto vital como técnico, quizás mucho
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más laborioso que la poesía, en esos gérmenes primarios laten las obsesiones temáticas que se desarrollarán en obras posteriores, y se tejen visiones que a manera de estructuras ideológicas van construyendo el discurso narrativo en su tejido de testimonio histórico. Es posible que en el estilo, el lenguaje y la disposición y organización de las secuencias de la fábula, los primeros cuentos de García Márquez — “La tercera resignación” (1947), “La otra costilla de la muerte” (1948) y “Diálogo del espejo” (1949)— tengan problemas, falencias y desajustes, pero en lo que no nos podemos equivocar es en el hecho de aceptar que ya en ellos y, quizás de manera inconsciente, fluyen los temas y tópicos que se harán recurrentes en su literatura madura, las ideologías, las magias hiperbólicas de su realismo, la vocación estética de un lenguaje, aún tembloroso y recargado en sus adjetivaciones, pero rejuvenecedor, frente RONALD SUMMERS/SHUTTERSTOCK
Imagen para cubierta de la novela ‘El otoño del patriarca’, publicada por Editorial Norma, 2012.
La ‘muerte viva’ en la narrativa de García Márquez
a las combinaciones desgastadas de la retórica romántica, costumbrista y modernista de la narrativa de otros escritores. En estos tres relatos (“La tercera resignación”, “Diálogos del espejo” y “La otra costilla de la muerte”), el autor se aleja de la narración como procedimiento de composición, decidiéndose sobre todo por el lenguaje expositivo y descriptivo. Esta opción, seguramente equivocada pero justificable en la búsqueda de una vía estética, se explica porque más que la anécdota y los hechos, es decir, lo épico, le preocupan las descripciones de estados físicos, anímicos y morales de los personajes. De allí que abunden los predicados estáticos elaborados principalmente, por supuesto, con los verbos “ser”, “estar”, “haber”, “tener” y otros, seguramente explicables por el ensimismamiento que centraba al autor, frente a las conmociones sociales que sacudían al país y que de alguna manera lo habían tocado a profundidad, en los espacios por los que había estado trasegando en la década de los cuarenta: Aracataca, Barranquilla, Zipaquirá, Bogotá y Cartagena. Se observa que el joven escritor está afinando sus baterías estilísticas. Sabe que no son despreciables los modalizadores y calificativos pero tiene la intuición de que hay que cambiar esos cruces de núcleos y adjetivos mantenidos por la tradición de un país malamente retórico donde hasta los presidentes cometían versos. Ese afán de búsqueda de un agua fresca estilística se observa, por ejemplo, en “muerte ilógica, paradojal, contradictoria”, en “La otra costilla de la muerte”. Normalmente, los temas no son de la libre escogencia de los escritores y, en general, de los artistas. Considero que los temas vienen impuestos desde los desajustes de la infancia, por las presiones de nuestras pulsiones más profundas y, en muchos casos, por las enfermedades sociales. Como se ha sostenido muchas veces: son los temas los que escogen al escritor. En el caso de García Márquez, ya en estos tres cuentos aparece el tema de la muerte estructurado en un tópico que no lo abandonará en el futuro: el muerto vivo. Se podría decir que la continuidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte son de por sí los grandes temas del ser humano y, por lo tanto, están presentes en todos los escritores, pero en García Márquez, el tema filosófico de la muerte se concreta en la presencia corpórea de un muerto. Se escapa a los estudios literarios encontrar la fuente que produce en los escritores la inclinación por tal o cual tema o tópico. En este caso, un sillón de sicoanálisis alcanzaría más
7 acercamientos a esas fuentes que los estudios literarios. Sin embargo, en ello es determinante el hecho de que García Márquez nazca un año antes de la matanza de las Bananeras, en Aracataca, una de las aldeas lastradas por la violencia de la United Fruit Company y del cuerpo represor del Estado. Imaginamos entonces, a partir de este suceso de violencia colectiva, su niñez marcada por los relatos de la matanza en la zona bananera hasta cuando, cuarenta años más tarde, en 1967, logra exorcizar ese episodio incluyendo en Cien años de soledad un capítulo sobre la masacre. De igual manera, se podría pensar en las historias supersticiosas de fantasmas y muertos que le contaba su abuela Tranquilina Iguarán, en los relatos de guerras civiles y de muertes de su abuelo Nicolás, coronel de la Guerra de los Mil Días, quien lo había criado, y en la propia muerte del abuelo materno, producida cuando Gabriel tenía apenas ocho años. Hay que recordar también, en relación con el abuelo, que este había matado a un hombre y cargado hasta el fin de sus días —como lo hará luego José Arcadio Buendía con la muerte de Prudencio Aguilar—, el terrible peso de una conciencia culposa. Así mismo, como causa de esa ostensible preocupación por la muerte, podríamos tomar la situación que en los alrededores de 194749, cuando escribe estos tres cuentos, vivía Colombia, por la violencia partidista, cuyo clímax se produce con el llamado Bogotazo, por el asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, año en que publica “La otra costilla de la muerte”. Por otro lado, estaría la forma como se cumplen los velorios en los pueblos del Caribe colombiano. El muerto reposa en el centro de una habitación, metido en un ataúd, alrededor del cual, las mujeres rezan y a intervalos cuchichean, mientras los familiares más cercanos al difunto, en un planto cruzado de sollozos, dicen los méritos del fallecido, y en el patio, los hombres desgranan historias sobre el compadre que los abandonó, en una especie de homenaje póstumo muchas veces carnavalesco e irreverente. Esta estructura del contenido, del espacio y de las situaciones de un velorio en la Región Caribe colombiana, va a generar en García Márquez lo que yo he llamado la “técnica narrativa del velorio”, mediante la cual, distintas conciencias y voces, alrededor de un cadáver, focalizan y cuentan la vida del difunto. Es la técnica empleada en La hojarasca, cuando en una especie de monólogos, tres personajes (el coronel, su hija Isabel y su nieto), frente al cadáver de un médico francés, cuentan su historia, desde su llegada a Macondo hasta su suicidio por ahorcamiento. Todas estas preocupaciones tanáticas,
La “técnica narrativa del velorio” en la escritura de Gabo es casi una obsesión. Emplea metáforas que culminan casi en la reencarnación animal. El autor de este ensayo así lo demuestra.
Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortaja”.
sembradas en el alma del joven García Márquez, por las razones antes mencionadas o por otras, van a ser acentuadas, avanzado el tiempo, con la lectura de textos como Antígona, obra en la que la acción trágica gira alrededor del cadáver de Polinices, tirado en los extramuros de la ciudad para que fuera pasto de los animales de rapiña, y que Antígona quiere sepultar por mandato de la ley religiosa de Hades, dios de los muertos, en contra de la ley civil del dictador Creonte. Y no solamente Sófocles va
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a reafirmar este tópico del muerto en el inconsciente de García Márquez sino también la novela Mientras agonizo, de William Faulkner, en la que se describe el viaje de los Bundren (padre e hijos) llevando el cadáver de la esposa y madre para enterrarlo en el cementerio de Jefferson, región natal de Addie Bundren. En “La tercera resignación”, hay un muerto en el centro de la sala. Y en “La otra costilla de la muerte”, en una primera instancia, uno de los gemelos, en su habitación, ha agonizado hasta la muerte, hasta que el otro hermano “lo vio tumbarse en el lecho revuelto, con un mínimo de cansancio resignado, sudoroso, cuando los dientes llenos de espuma le tiraron al mundo una sonrisa horrible, monstruosa, y la muerte empezó a correrle por los huesos como un río de cenizas”. Luego, en el mismo cuento —también en “Diálogo del espejo”—, si bien es cierto que ya el cadáver del gemelo ha sido sepultado, el hermano vivo sigue obsesionado por el olor a violetas y a formaldehído y por la idea del cadáver que se descompone en el cementerio por la humedad: “El olor que había mandado el jardín regresaba ahora fuerte, repugnante, envuelto en una tufarada nauseabunda”. Y más tarde: “El olor a formaldehído, acentuado, le hizo pensar en la posibilidad de traerse a la podredumbre que le estaba comunicando su hermano gemelo desde allá, desde su helado hueco de tierra”. El tópico de la presencia de un muerto va a ser una de las obsesiones de García Márquez, como se puede ver en La hojarasca (cadáver del médico francés), El coronel no tiene quien le escriba (cadáver del músico y muerte de Agustín), “Los funerales de la Mamá Grande” (cadáver de la
matrona), El otoño del patriarca (cadáver del dictador), Crónica de una muerte anunciada muerte de Santiago Nasar), Cien años de soledad (presencia de los muertos Prudencio Aguilar, Melquíades y José Arcadio Buendía), El amor en los tiempos del cólera (cadáver de Jeremiah de Saint-Amour y luego de Juvenal Urbino), “El ahogado más hermoso del mundo” (cadáver del náufrago con cara de llamarse Esteban), “La santa” (cadáver de la joven a quien el padre lleva a Roma para que el Papa la canonice porque el cuerpo se había conservado incorrupto), Del amor y otros demonios (cadáver de Sierva María de Todos los Ángeles, cuyo cabello había crecido en la tumba hasta alcanzar veintidós metros con once centímetros). Muchas veces, el tema del muerto toma la variante de su primer cuento “La tercera resignación”: el muerto vivo, como ocurre en Cien años de soledad, con Prudencio Aguilar, quien persigue con su presencia de muerto vivo a José Arcadio Buendía hasta obligarlo a salir de la ranchería guajira, lo que ocasiona la fundación de Macondo; y el gitano Melquiades, muerto y resucitado: “Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad”, para después, como el personaje de “La tercera resignación”, morir por segunda vez, ahogado en el río, y aparecer en el cuarto de los pergaminos, donde conversa con Aureliano Segundo. José Arcadio Buendía, el fundador, después de morir, se aparece ante Úrsula. En “El ahogado más hermoso del mundo”, los habitantes de la aldea marítima a donde ha llegado el ahogado, lo recogen y tratan, sobre todo las mujeres, como a un vivo que incluso llega a producir celos en los demás hombres.
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EL HERALDO Pero donde quizás se nota mejor esta idea del muerto vivo es en El general en su laberinto, la novela sobre Bolívar, quien es tomado, no en la pujanza de su fuerza física, militar y política, sino cuando sale de Santafé para la costa, con los pulmones reventados por la tuberculosis. El Bolívar que viene bajando por el río Magdalena, en embarcaciones de segunda categoría — barcazas que por ser de madera, encarnan metáforas del ataúd que lo espera en San Pedro Alejandrino—, es un muerto vivo, un cascarón lleno de podredumbres físicas y cansancios morales motivados por las traiciones: “Había cumplido cuarenta y seis años el pasado mes de julio, pero ya sus ásperos rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la decrepitud prematura, y todo él se veía tan desmerecido que no parecía capaz de durar hasta el julio siguiente”. Ya otros cuentos de los que integran el volumen Ojos de perro azul, tratan, a veces de manera directa y otros sesgadamente, el tema del muerto vivo, como ocurre en “Eva está dentro de su gato” (1948), en el que como telón de fondo se maneja la idea de la metempsicosis o reencarnación, cuando la joven se convierte en un gato pensante. En “Amargura para tres sonámbulos” (1949) nos hallamos frente a ese estado de inconsciencia lúcida muy tratado por los escritores, como lo hace Faulkner con Benji, en El sonido y la furia, o Rulfo en “Macario”. Aquí se trata de una mujer que va “eliminando a voluntad sus funciones vitales”, cerrando sus sentidos al mundo, uno a uno, frente a la amargura de los tres hermanos. Su estado de autista voluntaria se acentúa cuando se cae del segundo piso y permanece muerta en vida, “sentada en el rincón, con los ojos asombrados”, viviendo en un submundo. Es una mujer que dijo: “No volveré a sonreír” y después “que no volvería a deambular por la casa” y “había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte”. Este tópico del habitante de un submundo vuelve a aparecer en “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles” (1951) y, por supuesto, está ahí el tema del muerto vivo. Los ángeles necesitan a Nabo, un muchacho negro, peón de caballos, para que vaya al cielo e integre el grupo de los que cantan en el coro celestial. Por ello determinan que un caballo le dé una coz en la frente y lo mate, pero Nabo, tal vez sembrado en la tierra por su amor a los caballos y a la hija de los patrones, una niña retardada a quien él entretiene con la música de una ortofónica, no muere y hace esperar a los ángeles durante quince años. En “Alguien desordena estas rosas” (1952), el fantasma de un niño muerto desordena las rosas de una vendedora de flores con el fin
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Santiago Nasar, punta de lanza en ‘Crónica de una muerte anunciada’. Circuló en 1981.
de cogerlas y llevarlas a su propia tumba. Es un cuento de culto funerario, una especie de refundición de “La tercera resignación”. Hay allí igualmente dos personajes: una mujer y la presencia ectoplasmática de un niño muerto, dentro de una habitación. La mujer, que ahora tiene cuarenta años, era una niña cuando el pequeño murió al caerse de una escalera tratando de coger nidos en el establo. Se trata de una mujer sola, que se ha mantenido soltera, en una especie de autocastigo, explicable tal vez porque se siente culpable de la muerte del niño, así, el oficio que ha escogido, vendedora de flores ordenadas en un altarcillo funerario, es un homenaje al amiguito que murió hace más de treinta años y quien, desde una silla, la ve hacer, esperando el momento en que ella se descuide, para coger las rosas y llevarlas “hasta el túmulo en cuyo fondo reposa mi cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caracoles y raíces”. En “La mujer que llegaba a la seis” (1950), una prostituta, hastiada de su condición, mata a un cliente y está tratando de que José, el dueño de un restaurante, un honesto enamorado suyo, acepte decir a la policía que ella llegó al restaurante a las cinco y media de la tarde, coartada que la librará del castigo pues ella mató al hombre a las seis o antes. Y finalmente, “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955), un episodio de
lo que más tarde va a ser el famoso ciclo. Isabel, su padre —el coronel—, su madrastra Adelaida y su marido Martín regresarán en La hojarasca. Si bien no hay un muerto en este relato, el invierno teje su presencia implacablemente depresiva: “Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortaja”. Una vaca, en el jardín, “dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento”. Y es este mismo derrumbamiento de la vaca el que sufren los personajes, sobre todo Isabel, en medio de ese invierno tan lúgubre como una mortaja. La lluvia es así una metáfora de la tristeza que trastorna a Isabel, casada con un hombre por compromiso, por negocios del viejo coronel, como se puede ver en La hojarasca. La naturaleza vence al ser humano: “En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante inferioridad bajo la lluvia”. Dice Adelaida: “Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio”. Isabel se palpa como una muerta: “Y súbitamente sentí el corazón convertido en una piedra helada. «Estoy muerta — pensé—. Dios. Estoy muerta». Di un salto en la cama. Grité: «¡Ada, Ada!»”. En las dos estaciones del trópico, verano e invierno, la naturaleza es implacable. * Narrador y ensayista . Profesor de la maestría en literatura hispanoamericana y del Caribe de la U. del Atlántico.
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La muerte física de Gabo
Masacrar la literatura de GGM fue un ‘hobby’ que estuvo de moda especialmente en los círculos andinos”.
Por José Luis Garcés González
Escena captada en la Casa Museo de Gabriel García Márquez en su natal Aracataca, el día que murió el escritor.
hora ha muerto, físicamente, Gabriel García Márquez. Hecho que nos conmueve y entristece a los que lo queremos, lo leemos y lo divulgamos. Con seguridad, también, muchos que no lo quisieron, y los hay, procederán a elogiarlo. A él y a su obra. Sin importarles que antes se mofaran del creador y de su trabajo literario. Ya los he visto en la televisión dando declaraciones. Solo les faltaban las lágrimas. Masacrar la literatura de García Márquez fue un hobby que estuvo de moda, especialmente en los círculos andinos que se pretenden postmodernos. Pocos meses después de la aparición de Cien años de soledad, en mayo de 1967, en un importante periódico capitalino alguien escribió una diatriba contra la novela (quien desee puede investigar en las publicaciones de la época), restándole cualquier mérito. Nadie de ese órgano salió a defender o a rectificar. Solo cuando el libro fue aplaudido en Barcelona, México y Buenos Aires agacharon la cabeza y a regañadientes empezaron a aceptar que García Márquez era un escritor cuya grandeza no se había logrado con influencias protervas o con el apoyo de apellidos de añeja y discutible trascendencia. Necesitaban, esos corifeos de la envidia, que el reconocimiento y los aplausos vinieran de fuera.
He allí el rostro pleno del neocolonialismo cultural. Algunos lo tildaron de escritor de extracción campesina, y la última palabra la utilizaban para tratar de ofender. Se equivocaron. La ofensa no encontró blanco. Lo campesino, lo regional, lo montuno está con orgullo en toda la literatura
universal. Si no lo creen, que se acuerden, siquiera, de El Quijote. Nada más que de El Quijote. O, si no les basta, que recuerden las consabidas palabras de Tolstoi sobre la relación entre lo universal y lo regional. Algunas de las circunstancias que deben destacarse en Gabo
fueron su disciplina creativa y la convicción, desde edad temprana, de que quería y sería escritor. Sin importar las dificultades. Que no habría impedimento sobre la tierra que evitara cumplir su designio. A todos confrontó. Conflictuó con su padre, abandonó sus estudios universitarios, asumió el periodismo con garra, pero la literatura era su linterna guía, su luz ‘intitilable’. Sufrió, en continente extraño, lo que tenía que sufrir, y eso es lo que muchos olvidan, pues creen que la fama y la gloria le cayeron sin esfuerzo alguno del cielo. Y no es así, nunca fue así. Y allí radica el gran esplendor de su enseñanza. Que en lenguaje de consejo se puede traducir como: hay que luchar por lo que se quiere hasta entregar la propia sangre. Es decir, la propia vida. * Director del periódico cultural El Túnel. Catedrático de la Universidad de Córdoba. Su novela más reciente es ‘Fuga de caballos’. jlgarces2@yahoo.es
Por Orlando Araújo Fontalvo*
n uno de sus espléndidos relatos, Borges cuenta la historia de un escritor judío, quien justo antes de ser fusilado por los nazis, hace un balance de su vida y le pide a Dios el milagro de un año más para completar en secreto la única obra capaz de redimirlo, de justificarlo. Semejante percance de última hora no debió desvelar al mago de Aracataca, cuya existencia puede incluso justificarse con relatos tan tempranos como “La noche de los alcaravanes” o “Alguien desordena estas rosas”. De hecho, si Gabo no hubiera escrito sus monumentales novelas, igual ocuparía un lugar destacado dentro de los cuentistas más prominentes del mundo hispánico. Comprendió como ninguno que el oficio de las letras requería de un profesionalismo insoslayable; que la voracidad de la lectura era el único camino para la formación literaria y humanística; que toda buena literatura es de algún modo una transposición poética de la realidad; que hay que agarrarse a trompadas con las palabras para conseguir, después de muchas horas, el prodigio de un buen párrafo; que los escritores se hacen en la soledad del estudio, del trabajo constante, silente y disciplinado; nunca en los cocteles, ni bajo los reflectores, ni en las páginas sociales, ni en las revistas de peluquería; mucho menos escribiendo a las volandas para cumplir con el plazo impostergable de algún premio literario. Solo así pudo recibir la mitad de los premios de este mundo y darse el lujo de rechazar la otra mitad. Muchos no comparten, es verdad, la visión de América Latina que propagaron por el mundo sus novelas, pero mientras esto sucede, Mo Yan, un chino de frente amplia y ojos diminutos, recibe el
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Premio Nobel y en su primera entrevista declara en mandarín ser discípulo de Gabo. En realidad, su obra es universal y se defiende sola, incluso aquella que estaba destinada a la basura: su “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que el poeta Jorge Gaitán Durán rescató providencialmente de una caneca para publicar en la revista Mito. Es innegable, de otra parte, el impacto de Gabo en el creciente proceso de ‘caribanización’ cultural de Colombia. Lo cual fue posible gracias a un trabajo de orfebrería literaria, de encantamiento discursivo. Una labor de alquimia que tomó años de maduración y que comprende al menos tres proyectos estéticos distintos: el fantástico, el realismo social y el realismo maravilloso. Una de cuyas tendencias más sobresalientes fue, sin duda, el abandono de la lengua escrita literaria y su traslado a los registros del habla. En el caso específico de Cien años de soledad, Gabo
apela a un modo de contar que nivela los datos realistas y maravillosos dentro de una fluencia coloquial, regenera la expresividad del regionalismo y lo pone a tono con las nuevas exigencias estéticas. La superación del discurso realista del regionalismo que propone Cien años de soledad restablece el contacto de la literatura con un universo de invención mítica que había quedado oculto por el orden rígido de la modernidad racionalista. Así, Gabo redescubre las virtudes del habla y el narrar popular del Caribe colombiano sobre la base de nuevas técnicas y procedimientos narrativos. Su obra supone una renovación que aprovecha la técnica moderna, al tiempo que reelabora formas expresivas y modos de narrar que fluyen del seno mismo del Caribe y que, en abril de 1950, le permiten escribir en EL HERALDO que el provincianismo literario en Colombia empieza a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar.
EL HERALDO
Los tres rostros del alquimista
García Márquez desemboca en un particular tipo de escritura en la que lo sobrenatural, lo insólito, no es el otro lado sino que se incorpora al plano de la realidad, de la cotidianidad. Es así como se integran diversas caras de una sola realidad: la premodernidad del sujeto cultural vallenato, la racionalidad alternativa y moderna del barroco, el dialogismo y la subversión del carnaval y la reinterpretación mítica de la historia latinoamericana. Su propuesta, que apunta hacía la transposición de la realidad en escritura a través de la imaginación, consolida un nuevo modo de representación de la realidad, una superación de la causalidad del realismo y de su representación conceptual del mundo que, en lugar de aislar al lector de la realidad, le concede, a través del placer de la lectura, una mayor comprensión de su tiempo. En suma, la magnitud de su obra, literaria y periodística, no cabe en la etiqueta fácil del “realismo mágico”. A Gabo no hay que simplificarlo con el mármol y la canonización. Es necesario, eso sí, leerlo y releerlo, para advertir que su alquimia de gitano caribe nos hace más humanos en tiempos aciagos de deshumanización. * Profesor de Literatura Latinoamericana en Uninorte.
Gabo, mirando por la escotilla pegada en la pared del bar La Cueva, en Barranquilla.
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Las siete letras de Macondo Ensayo sobre el valor lingüístico de ‘Cien años de soledad’, con motivo del Día del Idioma y de uno de sus grandes exponentes.
Por Paul Brito
a obra más célebre de Gabriel García Márquez es, sobre todas las cosas, un sofisticado artefacto lingüístico. La historia de Macondo arranca, como todos sabemos, en un mundo virgen que aún no ha sido nombrado, un mundo donde todo era “tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo”. El autor emprende entonces la tarea de
construirlo a partir de la minuciosa materia de las palabras. No muchas páginas después, se vuelve explícito ese proceso. El pueblo es víctima de una peste de insomnio que deriva en la enfermedad del olvido. José Arcadio Buendía promueve un método para combatirla: pegarle letreritos a todas las cosas con el nombre de ellas para no olvidarlas: mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola. Y también: vaca, chivo, puerco, gallina, yuca, malanga, guineo. El autor no pudo ser más didáctico. Al fijarle a cada objeto y a cada ser su respectiva etiqueta, les presta su voz y reafirma el mundo imaginario de las palabras frente al contexto inanimado de la realidad.
José Arcadio Buendía no solo pone en los letreros el nombre de las cosas, sino también su función, pues advierte que está comenzando a olvidarlas. Escribe con un hisopo entintado enunciados como: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche. Esta vez el autor parodia su propio afán enunciador, pues hasta ese momento no ha hecho otra cosa que resignificar los objetos de la realidad para extraerles su núcleo olvidado, su asombro dormido. De ahí que uno de los recursos más usados en Cien años de soledad sea la hipérbole. Con
13 ella, García Márquez estira la función y la significación de las palabras. Infla su expresión para dar cuenta de su impresión. Ensancha los hechos para darle cabida a la profundidad que tienen en el sujeto. Todo el que ha crecido escuchando en las esquinas del Caribe los embustes y exageraciones de sus espontáneos y silvestres narradores orales sabe de lo que estoy hablando. Son embusteros certeros porque sus afirmaciones no son definiciones sino énfasis, acentos. Es la misma lógica de los piropos: excesos verídicos porque no transcriben la belleza observada sino la sentida; traducen la resonancia de lo observado en los sentidos del observador. El mismo Gabo, en Cien años de soledad, lanza uno memorable a su esposa. Extrapola el día en que la conoció a las últimas páginas de la novela y la describe como una muchacha “con la sigilosa belleza de una serpiente del Nilo”. Muy probablemente Mercedes nunca había pensado que tenía un parecido con una serpiente egipcia ni que su belleza pudiera ser sigilosa, pero seguramente entiende que esa impresión primera que causó en su enamorado es más real que cualquier definición literal. García Márquez emplea también la herramienta contraria. No solo explora las plasticidades de la expresión artística, sino que recurre al rigor del lenguaje científico o periodístico para validar o darle verosimilitud a su vuelo imaginativo, y objetivarlo. La novela está llena de datos precisos que apuntalan la desmesura de su imaginación: “El coronel Aureliano Buendía escapó a 14 atentados, 73 emboscadas y un pelotón de fusilamiento”, por solo citar
García Márquez estira la función y la significación de las palabras. Infla su expresión para dar cuenta de su impresión. Ensancha los hechos para darle cabida a la profundidad que tienen en el sujeto. En la primera foto, la tierra de Gabo, en una foto de 1982, y al lado, una estampa en San Sebastián, España, donde hay una calle que lleva el nombre del mítico lugar de su obra cumbre.
El autor sabe que el lenguaje, como toda creación humana, es una herramienta discontinua e imperfecta que no puede atrapar totalmente la esquiva realidad, su flujo continuo.
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una de las más recordadas. Hasta en el título está manifiesto ese procedimiento de exactitud: no son un vago montón de años solitarios, sino exactamente 100 de compacta soledad. A Fernanda del Carpio, la cachaca que se casa con Aureliano Segundo, la acusan en la casa de los Buendía de tenerle asco a su propia caca. A García Márquez, en cambio, no le da asco llamar las cosas por su nombre. Desacraliza la lengua del romanticismo que ha heredado de sus mayores y le extrae al lenguaje cotidiano del Caribe una estética singular, una poética. Tampoco le da miedo enfrentarse a las muletillas y fórmulas que hacen parte inevitable del idioma. El autor sabe que el lenguaje, como toda creación humana, es una herramienta discontinua e imperfecta que no puede atrapar totalmente la esquiva realidad, su flujo continuo. Entonces, en lugar de camuflar esas costuras, el autor las emplea sin pudor, las vuelve elementos naturales de la narración. El mejor ejemplo es esa expresión que sirve de catapulta en varios puntos de la novela: Muchos años después... En vez de oponerse a esos tics, el autor los vuelve guiños cómplices al lector, igual que un mago revela el doble fondo de su bolsillo solo para que el espectador baje la guardia y pueda sorprenderlo con un nuevo truco. El mismo barroquismo de la novela, con toda la multiplicidad que ostenta, sus enumeraciones, aliteraciones y repeticiones en general, remite una y otra vez a un centro común: el eje de continua resignificación que sustenta la novela y que se refleja también en los nombres y caracteres repetidos de los Buendía. La obra recurre también a la jerigonza, a la cantaleta, a los cuentos circulares como el del gallo capón, pues en esos límites lingüísticos donde se desdibuja el sentido o el mensaje, el autor encuentra paralelismos con una realidad que muchas veces también se vuelve chata, viciosa, quebradiza. A lo largo del libro se mencionan los pergaminos de Melquíades, el gitano que conoce a la familia desde el comienzo. El mensaje de esos documentos está cifrado y no se puede interpretar hasta que cumplan cien años. Esos papeles simbolizan la yuxtaposición de todo lenguaje, sus caminos circulares o tautológicos en sus intentos por penetrar las capas más profundas de los conceptos. La función de los pergaminos es la misma de los códigos de cualquier lenguaje: por medio de la exponenciación de sus significados aspira a ser más completo que la realidad, pues no solo trata de contener el mundo de los objetos sino también el de los sujetos: su interioridad y, en últimas, su destino. En esos pergaminos
en sánscrito, velados con dos claves heterogéneas, está cifrado el pasado, el presente y el futuro de Macondo. Cuando las últimas páginas de los pergaminos se emparejan con las del último Buendía, la voz del narrador llega al oído del protagonista y la de los pergaminos a los ojos del autor: todos se vuelven lectores, el emisor se iguala al receptor, y el significante al significado, dejan de perseguirse. Queda el silencio. Las dos paralelas principales: la realidad y la virtualidad del lenguaje se cruzan en el horizonte y presenciamos el final de Macondo, su destino común, la disolución de un mundo de palabras compartidas que a esas alturas es tan real como la realidad que nos espera fuera del libro. Pero esa carga de palabras y conceptos amontonados, la memoria abrumadora que arrastran, pesan en el lector, como le pesa al último Buendía vivo la historia de su familia, su inmenso espiral, y lo empujan al punto final. Henchido por las voces del pasado, como una hipérbole inflada por las demás, un viento ciclónico arrasa la argamasa de signos y desarraiga sus cimientos, borra las siete letras de Macondo, se lleva todo. Es el mismo viento que una vez nos trajo el rumor del mundo, sus balbucientes vocablos. Nos quedamos entonces frente a la prosaica y cruda realidad, desvelados, sin memoria, en espera de un nuevo bautizo, de un nuevo sueño, de una nueva historia, de un nombre poético, de una palabra virgen que señale un nuevo comienzo, un nuevo destino. Solo así tendremos una segunda oportunidad sobre la tierra. *Escritor y editor barranquillero. Autor de los libros ‘Los intrusos’ y ‘El ideal de Aquiles’.
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WILFRED ARIAS/ARCHIVO EL HERALDO
Por Alfredo Baldovino Barrios
El Nobel caminando por las calles de Cartagena.
l día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se vio en sueños caminando por un bosque de higuerones sobre el cual se precipitaba una ligera llovizna, y despertó con la extraña sensación de haber sido salpicado por una cagarruta de pájaros. Plácida Linero, infalible a la hora de adivinar los sueños ajenos, no pudo identificar en esa última visión, ni en las de árboles y aviones de los días anteriores, el rápido batir de alas de los cuervos de la muerte. En realidad, no había nada que pudiera hacer para impedir el crimen de su hijo, porque el sentido del sueño, como el lenguaje críptico de las profecías de Nostradamus, solo habría de revelársele cuando no hubiera nada que hacer para evitar la advertencia implícita en el mensaje. Ya allí se hacen evidentes dos elementos recurrentes en la obra de García Márquez: el sueño como acertijo que puede revelar a su intérprete las claves para descarrilar el tren del infortunio, y el sueño como índice de lo inevitable, como burla macabra del destino ensañado en la derrota del hombre, incapaz de torcer el rumbo de unos hechos determinados de antemano.
Quizá no haya a este respecto dos ejemplos más claros para ilustrar el carácter metafórico y premonitorio de los sueños que los que aparecen en “Me alquilo para soñar”, presente en el volumen de cuentos Doce cuentos peregrinos, y en el de su novela más popular, Cien años de soledad. En el primer caso se nos muestra a Frau Frida, una mujer con la extraña facultad de soñar para otros que, al ver dentro de un sueño a su hermano menor arrastrado por un torrente de agua, traspola la interpretación hacia la muerte por asfixia del niño con una bola de caramelo. En Cien años de soledad, por su parte, aparece José Arcadio Buendía soñando con la ciudad bulliciosa de casas con paredes de espejos, en la que habrá de convertirse Macondo tiempo antes de su destrucción final. La población, en efecto, de una pacífica comunidad de campesinos sin otra ocupación distinta a la de cultivar la tierra y encontrar disfrute en los espectáculos que una turba de gitanos llevaba de tiempo en tiempo, no solo llegará a convertirse en un pueblo deslumbrante y caótico durante la fiebre del banano, sino que sucumbirá de manera irremediable al cataclismo al que están condenadas las
Como un oráculo, GGM puso a casi todos sus personajes novelísticos a dormir bajo la cascada del realismo mágico, de lo fatídico, de lo humorístico, pero en general de lo premonitorio.
La máquina de los sueños
15 estirpes con Cien años de soledad. De esta manera, la novela es soñada por Melquíades en retrospectiva y la vasta y compleja parentela de los Aurelianos y José Arcadios (multiplicados los unos en los otros como si se tratara, efectivamente, de un espejo puesto frente a otro espejo) no vienen a ser sino el reparto de una obra cuyo argumento está escrito con anticipación en los pergaminos del gitano. De allí que los frecuentes saltos en el tiempo dados por el narrador, lejos de figurar como un simple artificio estilístico, se justifiquen como la única forma coherente y natural de narrar los acontecimientos. Con todo, los sueños en García Márquez distan de quedarse en el plano de lo oracular y son tratados en toda su amplitud de significados a lo largo de toda su obra: como sinónimo de desasosiego cuando no se tiene (como José Arcadio en los albores de su amistad con Melquíades, y como los hombres que sucumbían a la belleza de Remedios la bella), deseos de llevar a feliz término un proyecto que se tiene en mente (piénsese en el sueño de José Arcadio Segundo de ensanchar las márgenes del río) de infame mentís (“seguro que fue un sueño”, dirán los oficiales a los familiares de las víctimas de la masacre de las bananeras) y, claro está, como gemelo de la muerte (ni más ni menos que el modo en que hubo de ser sorprendido mi general el dictador). La sola mención de los episodios en los que se hace patente la mención de elementos oníricos es exhaustiva, dada la frecuencia con la que se encuentran en los libros de García Márquez, pero valga para el siguiente texto hacer una rápida enumeración
El sueño del coronel Aureliano Buendía es similar al de su padre, pues se ve entrando en una casa con las paredes pintadas de blanco con la sensación de ser el único, el primer hombre que lo ha hecho”. de las veces en que aparece escrita la palabra sueño en algunas de sus obras para hacernos una idea de su importancia: 40 en El general en su laberinto, 45 en El otoño del patriarca, 51 en El amor en los tiempos del cólera, 19 en Del amor y otros demonios, 12 en Crónica de una muerte anunciada 10 en El coronel no tiene quien le escriba 64 en Vivir para contarla y 51 más en Cien años de soledad. Eso sin incluir cuentos como el mencionado en la primera parte de este texto “Me alquilo para soñar”, “Ojos de perro azul”, “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira…” o “En este pueblo no hay ladrones”, en cuya primera parte (y esta será una de las pocas veces en las que la visión se presente de manera literal) Ana verá a Dámaso entrar al apartamento con el rostro ensangrentado. Célebre es el sueño de Simón Bolívar en
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El general… en el que una yegua aparece devorando todo el mobiliario de la sala; pintoresco el de Cayetano Delaura en Del amor y otros demonios con Sierva María de Todos los Ángeles comiendo un racimo de uvas frente a una ventana durante un tiempo indeterminado; amañado el de Bendición Alvarado recibiendo las claves herméticas del destino mesiánico de su hijo el dictador. Sin embargo, será, a mi juicio, en Cien años de soledad donde el tema de los sueños se abordarpa con mayores matices, dada la misma naturaleza onírica en que se van entretejiendo los acontecimientos de la novela. Ante todo, hay que partir del hecho de que ninguno de los personajes de la historia se atreve a cuestionar la idea de que los sueños son canales de comunicación, escenarios en los que se pueden recibir instrucciones para ponerlas en práctica en el mundo de la vigilia. Incluso, José Arcadio Buendía, que refuta al padre Nicanor Reyna la existencia de Dios, hará coincidir el descubrimiento del hielo con el sueño de las casas con paredes de espejos y dará al pueblo el nombre que escuchó mientras soñaba. Más adelante, con la llegada de la peste del insomnio, importada a Macondo desde las tierras desérticas de La Guajira (los indios Cataure y Visitación llegan a casa de los Buendía, precisamente, huyendo del maleficio), todos los habitantes de la casa verán representarse ante sus ojos, como si se tratara de una lámpara mágica, las imágenes de los sueños soñados por los otros. El sueño como heraldo de la muerte aparece únicamente en dos oportunidades. En la primera descuella una de las más bellas imágenes de la poética del libro, superada
apenas por la ascensión al cielo de Remedios la bella y por la lluvia de flores amarillas que cubrirán las calles del pueblo al día siguiente del deceso del patriarca, en la que vuelve a aparecer la reverberación de los espejos que lleva implícita la idea de infinitud y, quizá, un guiño (voluntario o no) a los laberintos de Borges. En el sueño, José Arcadio Buendía se ve pasando incesantemente de una habitación a otra, exactamente igual a la que se encuentra en la realidad, y luego a otra y a otra y a otra, y cuando emprende el camino de vuelta hacia el cuarto de la casa ‘real’ se queda atrapado en una habitación intermedia. En consecuencia, el mundo de los sueños no es solamente el de los presagios y reposo de las fatigas del día, sino un espacio multifuncional en el que los muertos establecen su residencia. El sueño del coronel Aureliano Buendía es similar al de su padre, pues se ve entrando en una casa con las paredes pintadas de blanco con la sensación de ser el único, el primer hombre que lo ha hecho. Lo que destaca al fondo de todo este tema es la puesta en escena de una cosmovisión mítica —contraria al racionalismo cartesiano que tanto combatiría García Márquez—, en la que se da por sentado que el plano onírico, lejos de ser un caótico entrevero de formas sin ningún vínculo con la realidad, puede funcionar como ruta alterna de conocimientos, en consonancia con la concepción del mundo wayuu en el que los sueños, presentes en la región de lo oculto-invisible, tienen, incluso, mayor peso y consistencia que el plano de lo natural-visible (el de nuestra cotidianidad), sujeta al proceso natural de deterioro a que nos condena la inexorable aguja del reloj.
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EL HERALDO Por Joaquín Mattos Omar
ómo hizo un muchacho nacido en un pueblecito de la provincia de un país periférico para convertirse, con apenas un título de bachiller, en uno de los escritores más grandes del mundo, laureado con el Premio Nobel de Literatura? Trataré de esbozar una respuesta simplificada a esta aventurada pregunta. Gabriel García Márquez es hoy por hoy, en efecto, como lo acaban de ratificar las reacciones apoteósicas suscitadas por su muerte, uno de los autores que gozan de mayor gloria literaria universal. Es, junto con el argentino Jorge Luis Borges, el escritor de lengua española más prestigioso e influyente de nuestro tiempo. La célebre revista Time lo seleccionó en 1999 como una de las personalidades más influyentes del siglo XX. El diario El Tiempo lo escogió, al cierre de aquel mismo año, como el colombiano más importante del siglo XX. Los resultados de una encuesta adelantada por una revista suiza a finales de la última década del siglo pasado lo proclamaron como el más grande escritor vivo del planeta; asimismo, Tom Maschler, el legendario director editorial del sello británico Jonathan Cape, se refirió a él, en el prefacio de su libro de memorias Editor (2005), como “El hombre que considero el más grande de los novelistas vivos”. Su nombre figura en todas las enciclopedias del mundo. En este momento, casi con absoluta seguridad, no hay una sola librería en cualquiera de los cinco continentes en donde no se encuentre por lo menos una obra suya. Es uno de los únicos seis autores de lengua española incluidos en la selectísima colección Modern Classics de la renombrada editorial inglesa Penguin. Su
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novela más famosa, Cien años de soledad, ha sido traducida a más de 35 idiomas y ha vendido más de 50 millones de ejemplares; esta novela, además, ha sido considerada por otros escritores (desde el consagrado Pablo Neruda hasta nuevos autores como el mexicano Jorge Volpi y el peruano Iván Thays), y por no pocos críticos, como la más importante escrita en castellano desde el Quijote. De ella afirmó, por ejemplo, el gran pensador y ensayista George Steiner que es una de las mejores novelas de nuestra época, en tanto que el escritor norteamericano William Kennedy fue mucho más lejos: “Es la primera pieza de literatura desde el Libro del Génesis –sostuvo– que debe ser lectura obligatoria para toda la raza humana”. Los libros de crítica literaria que se ocupan del conjunto de su obra forman una vastísima biblioteca.
Como la Mamá Grande Como ven, la lista de sus logros, méritos y distinciones es casi tan interminable como la lista de los bienes físicos y morales de uno de sus propios
Gabo para principiantes personajes más conocidos, la Mamá Grande. De ahí que algunos sucumbieran más de una vez a la tentación cursi de decir que él era el Papá Grande de la literatura. Eso sí, era, de hecho, una auténtica leyenda viviente, hasta el punto de que incluso los mismos críticos literarios, según observó el novelista Juan Gabriel Vásquez en 1998, en lugar de querer ya escribir artículos sobre él, lo que deseaban era “tocarlo, sacarle una palabra en vivo, pisar la tierra que él pisó”. Muerto ahora, no hay duda que esa condición legendaria seguirá creciendo hasta adquirir las proporciones del mito. Pero para llegar a esta cumbre literaria, que al mismo tiempo es la cumbre de la fama y del reconocimiento, el camino no fue nada fácil. Por el contrario:
Sin completar ninguna carrera universitaria y con una tradición narrativa nacional más bien pobre, ¿de qué esfuerzos y recursos se valió Gabo para alcanzar la gloria que hoy el mundo entero le reconoce? He aquí las claves para una posible respuesta.
17 fue largo y escarpado de dificultades. ¿Cómo logró García Márquez superar una a una esas dificultades? Identificar los esfuerzos y recursos mediante los cuales lo hizo (los que podríamos llamar los factores de su éxito), supone, justamente, dar respuesta a la pregunta que motiva esta nota.
Derrotar al ‘Quijote’ El primer factor fue su voluntad de ser un gran escritor. Esto parece obvio pero no lo es. El propio García Márquez, en uno de los textos periodísticos recogidos en su libro Notas de prensa: 1980-1984, cita una afirmación de Mario Vargas Llosa, a saber: “En el momento de sentarse a escribir, todo escritor decide si va a ser un buen escritor o un mal escritor”. Pues bien: García Márquez, desde que tomó la decisión irrevocable de dedicarse a la literatura, siendo todavía un jovencito de 18 años, le dijo a su madre durante una conversación familiar, según él mismo lo cuenta en sus memorias Vivir para contarla: “Si hay que ser escritor, tendría que ser de los grandes”. Y, desde entonces, ese ánimo, esa actitud lo acompañó siempre. Según sus propias palabras, desde la escritura de La hojarasca, que fue la primera que compuso, cada vez que se sentó a escribir una novela lo hizo con el empeño ambicioso de “derrotar al Quijote”. Después, en años recientes, en una declaración recogida en un artículo escrito por el español Álex Grijelmo, sostuvo que “hay que empezar con la voluntad de que aquello que escribimos va a ser lo mejor que se ha escrito nunca, porque luego siempre queda algo de esa voluntad”.
La formación literaria Por supuesto, la voluntad
de escribir como el mejor de los mejores es un factor importante, pero no suficiente. A él hay que agregar un segundo: la formación literaria. Y ésta, que de alguna manera empezó a adquirir con el abuelo materno desde que era apenas un niño, pues el viejo Nicolás Márquez le leía el diccionario, la emprendió en rigor cuando estudió internado en el Liceo Nacional de Zipaquirá, donde se consagró a leer literatura con una pasión voraz. Esa dedicación tenaz a la lectura literaria la prosiguió en Bogotá, cuando inició sus estudios de Derecho en 1947 (Kafka fue clave en este período), y luego en Cartagena, a partir de 1948, cuando inició su carrera periodística en el diario El Universal y se integró a la tertulia formada por, entre otros, los escritores Héctor Rojas Herazo, Clemente Manuel Zabala, Manuel Zapata Olivella y Gustavo Ibarra Merlano, el último de los cuales le dio una instrucción completa sobre quien sería uno de sus autores más influyentes: Sófocles. Dos años después, a partir de enero de 1950, ese proceso de formación dio un paso decisivo, un salto cualitativo enorme, cuando fijó su residencia en Barranquilla y se vinculó al grupo de escritores y periodistas que tiempo después sería bautizado con el nombre del Grupo de Barranquilla. De la mano de ellos (Ramón Vinyes, José Félix Fuenmayor, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas), hizo un aprendizaje intenso y conoció a los autores que le darían las claves estéticas para construir su propio mundo literario: William Faulkner, Ernest Hemingway, Erskine Caldwell, John Steinbeck, Sherwood Anderson, John Dos Passos, James Joyce y Virginia Woolf, para citar a
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a la disciplina para escribir, baste decir que a partir de su decisivo período barranquillero, siempre escribiría ficción todos los días, pese a sus diferentes y extenuantes ocupaciones como periodista, guionista de cine y copywriter de agencias de publicidad. Y cuando decidió tomar por los cuernos la descomunal faena de escribir Cien años de soledad, no dudó en renunciar a toda ocupación laboral, no obstante su pobreza casi franciscana, para consagrarse de tiempo completo durante 18 meses a aquel desafío. A este respecto, hay que señalar que García Márquez es el primer novelista colombiano que asumió la creación literaria con un sentido profesional. Desde muy joven tuvo conciencia de este asunto, tal como consta en su famoso artículo “La literatura colombiana: un fraude a la nación”, publicado en abril de 1960, en el que abogaba por la creación, después de “tres siglos de literatura colombiana”, de “las condiciones para que se produzca entre nosotros el fenómeno del escritor profesional”.
los más importantes; es decir, los integrantes del llamado modernismo anglosajón. Los libros de estos autores no eran leídos de cualquier manera por él y sus amigos de Barranquilla, sino que eran estudiados a fondo para conocer bien los entresijos de su estilo y de su estructura. Fue de ese modo en que el joven García Márquez aprendió las técnicas narrativas modernas.
Disciplina y perseverancia Otros dos grandes factores determinantes fueron su severa y abnegada disciplina para escribir y una perseverancia en el oficio a prueba de todo desaliento. Con relación a esta última, hay que recordar que el juicio adverso de uno de los más reputados críticos literarios de la época en que él era un incipiente escritor de 25 años, el español Guillermo de Torre, quien le aconsejó dedicarse a una actividad distinta de la literatura, no lo disuadió de seguir adelante. En cuanto
“Si hay que ser escritor, tendría que ser de los grandes”, dijo GGM en su novela ‘Vivir para contarla’.
Los cuentos de la familia y el factor crucial Un quinto y poderoso factor fue el rico material temático que le proporcionó su entorno familiar y regional. En especial, su prolífica estirpe fue un inagotable venero de historias preciosas, que, con todo, nada habrían sido si él no hubiera sabido explotarlas, y luego, como hábil orfebre que siempre ha sido (il miglior fabbro), tallarlas, pulirlas y montarlas con acierto en el conjunto de la joyería de su obra narrativa. Y para esta última labor, para este trabajo de “transmutación poética de la realidad” (para usar sus propias palabras), fue indispensable el que, por ser el factor sine qua non y el único no reductible a una fórmula aplicable (ni, por tanto, adquirible en la farmacia más cercana), he dejado para el final: el genio creativo, altísimo en su caso y equipado –según dijo Vargas Llosa– con “una imaginación luciferina”. Por eso, y sin que esto signifique que los nuevos escritores no tengan no sólo el derecho sino el deber de tratar de ser tan buenos o mejores que él, hay que advertir que reunir y aplicar casi todas estas seis claves –unos ambiciosos propósitos de grandeza, un sólido bagaje literario, una severa disciplina monacal, una perseverante lealtad al oficio y todo un mundo propio que contar–, no bastan para producir una obra excepcional como la del premio Nobel colombiano. En otras palabras: parafraseando un conocido verso del poeta francés René Char –en el sentido en que lo interpreta George Steiner–, hay que ser tajante en decir que no es García Márquez quien quiere.
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EL HERALDO Por Ariel Castillo Mier*
primera vista no habría dos escritores más disímiles que el poeta Octavio Paz y el narrador Gabriel García Márquez. Pese a estar hermanados por el Premio Nobel, no es temerario pensar que los dos eran seres tan diferentes (casi contrarios) al punto que viviendo en la misma ciudad, en la región más transparente del aire, y pese a la amistad compartida con el poeta Álvaro Mutis, se mantuvieron siempre distantes. Paz es el prototipo del poeta moderno –lúcido, autoconsciente, crítico del mundo, del lenguaje y de los mecanismos y fundamentos de la poesía–; García Márquez, con hondo arraigo en la tradición analfabeta y antigua del relato oral, intenta explicar el mundo a través de anécdotas que abstraigan al lector de su circunstancia angustiosa para devolverlo a la realidad enriquecido espiritualmente. El uno, del sur de Norteamérica, nacido en Mixcoac, en una meseta con rancios ancestros indígenas, vigilada por volcanes femeninos; y el otro, nacido en Aracataca, una región de ríos y caciques aborígenes, no muy lejos del mar, con gran presencia afroamericana, al norte de Suramérica; el uno, además de poeta, ensayista, diplomático, director de revistas, crítico literario y de artes plásticas
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y traductor; el otro, narrador nato con diversas máscaras: reportero, cuentista, novelista, guionista de cine, columnista internacional; el mexicano: intelectual a la francesa, de tiempo completo, y fiel a la cultura más exquisita y exigente; el caribeño, antiintelectual, a la manera de la generación perdida norteamericana, defensor del vitalismo y la cultura popular del Caribe del bolero, la guaracha, la salsa, la cumbia, el vallenato y las radionovelas, detestaba el espectáculo de los intelectuales en la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas y las entrevistas. Paz despreciaba la novela, el género vulgar de nuestro tiempo, y ejerció con altura la crítica literaria. García Márquez detestaba a los críticos, hombres serios y aburridores, porque la seriedad había dejado de interesarle hacía rato, y le divertía verlos patinando en la oscuridad con su caparazón de pontífices que no encuentran en los libros lo que pueden, sino lo que quieren, pues no saben qué buscan ni adónde quieren llegar. El aristócrata y el plebeyo, el refinado y el popular, la distancia mayor entre los dos, tuvo que ver con su diversa ubicación política: García Márquez en la izquierda, pero a la derecha de Fidel Castro, y Paz en la derecha, aunque en diatriba contra toda dictadura. Funcionario y diplomático, el mexicano jamás claudicó en el ejercicio de su libertad bajo palabra; García Márquez, por su parte, nunca aceptó un puesto público ni un cargo
Tuvieron en común ser honrados con el Nobel de Literatura y vivir en la capital mexicana, pero Gabo y Octavio Paz se mantuvieron siempre distantes.
oficial debido a su desacuerdo con todo el sistema político colombiano, a todo lo ancho y a todo lo largo y a todo lo profundo de su estructura anacrónica, y para no empeñar su palabra. Uno, reportero curtido, se acostumbró a escuchar con atención y paciencia; el otro, dado a interrumpir al contertulio, se acostumbró a apoderarse de la palabra y a monopolizar la conversación. Mientras que García Márquez idolatraba a Rulfo, Paz lo elogiaba con desdeñosa reticencia. Al colombiano quizá lo quieren en México más que en su país natal, donde incluso paisanos caribes no le perdonan que uno de sus hijos haya estudiado en Harvard y los académicos bogotanos y antioqueños suelen mofarse de sus supuestas excentricidades de nuevo rico, sus yins de vaquero, sus botas de calle y sus guayaberas, y la recepción inicial de Cien años de soledad en la prensa nacional fue francamente negativa, pues no la bajaban de impenetrable ladrillo reaccionario escrito en lenguaje chabacano. Al mexicano, en cambio, lo idolatran los poetas colombianos, no solo en su poesía, sino en sus reflexiones críticas y no faltan en cada ensayo al menos dos citas de El arco y la lira, Corriente alterna o Los hijos del limo.
Pero en México, a Paz lo veían, a menudo, con sorna o indiferencia y se decía que la cultura mexicana descansaba en Paz. Muy pocas veces se aludieron directamente el uno al otro. Más pródigo con la palabra, opinador profesional, en 1972, Paz, en un ensayo sobre Carlos Fuentes, se refirió a la obra de
García Márquez, inicialmente con elogios, reconociéndolo como uno de los más notables novelistas hispanoamericanos ( junto con Bioy Casares) en los que el amor es una pasión soberana y, casi adivinando la trayectoria posterior del autor de Cien años de soledad, afirmó: “En el mundo de García Márquez el amor es un
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poder genésico que reina como una presencia oscura, impersonal y todopoderosa: es el mundo del primer día o, más exactamente, la noche primordial”. En 1973, en diálogo con Julián Ríos, al destacar la presencia de Ramón Gómez de la Serna en las letras hispanoamericanas, menciona como ejemplo la obra garciamarquiana, no sin recalcar que mientras Gómez era un inventor, García Márquez era un popularizador de hallazgos ajenos. Y remató con una caracterización a pedrada pura: “La prosa del escritor colombiano, esencialmente académica, es un compromiso entre periodismo y fantasía. Poesía aguada. García Márquez es un continuador de una doble corriente latinoamericana: la épica rural y la novela fantástica. No carece de habilidad, pero es un divulgador, o como llamaba Pound a este tipo de fabricantes, un “diluter”. El cambio de actitud parece estar mediado por alguna alusión de Gabo o la firma de apoyo a un documento en el cual se definía a Octavio Paz como un escritor del sistema. La andanada del polemista Paz no se hizo esperar en su cordial conversación con Rita Guibert al calificarlo como “Vocero de un grupito de pseudoextremistas que predican, sin tener las fuerzas ni la posibilidad de hacerla, “¡la revolución ahora mismo!” García Márquez es un oportunista de la izquierda, un hombre sin ideas políticas, sin ideas tout court… Capitán de las guerrillas latinoamericanas en los restaurantes y bares de Barcelona”. Y en entrevista con Alan Riding precisó: “No le reprocho a García Márquez que use su talento para defender sus ideas. Le reprocho que estas sean pobres. Hay una diferencia enorme entre lo que hacemos. Yo trato de pensar y él repite eslóganes”. Cuando a García Márquez le dieron el Premio Nobel, Paz guardó silencio, si bien en su revista Vuelta abundaron las reseñas y alusiones negativas de su obra. Cuando Paz se ganó el Nobel, el colombiano, parco, escribió: “La Academia
Sueca ha enmendado por fin su propia injusticia”. No obstante, si ahondamos en sus trayectorias vitales podremos apreciar que no son pocas las similitudes de asombro que enlazan esas dos vidas en sus distintas etapas. Los dos pasaron infancias duras entre adultos, lejos del padre, entre un prestigio social y una estabilidad económica que se venían a menos y se desmoronaban, en compañía de sus abuelos (Paz con el paterno “Papa Neo”: García Márquez con el materno “Papalelo”), ambos militares liberales, olorosos a pólvora (el de Paz, general y pensionado: el de García Márquez, coronel, murió esperando la pensión), con un muerto a cuestas como consecuencia de un duelo de honor, quienes les inculcaron a los nietos la pasión por la historia, el lenguaje y los diccionarios (el de García Márquez le cedió un pedazo de pared para que pintara: el de Paz, su pluma, con la que el niño escribía cartas a destinatarias desconocidas) y con quienes compartieron los últimos años y el fin de la infancia (Paz presenció la muerte de Ireneo: García Márquez no estuvo cuando murió Nicolás) con largas caminatas y conversaciones interminables sobre la guerra. Ambos vivieron la niñez en casas grandes (la de Paz con un hall donde cabía una orquesta; la de García Márquez con una mesa de dieciséis puestos), con bibliotecas afines (Las 1001 noches, los cuentos de Callejas), habitadas por personas mayores y pobladas de fantasmas (“cuartos y cuartos habitados/ solo por fantasmas”), y tías medio locas, tocadas por la literatura (en letras de molde, la tía de Paz; oral, la de García Márquez), que marcaron su vida y su obra. Tanto Paz como García Márquez, en su juventud, militaron en la izquierda: Paz fue detenido cuando secundaba al catalán
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José Bosch y García Márquez, discípulo de maestros marxistas, alcanzó a ser célula del Partido Comunista colombiano. Los dos comenzaron, sin culminarlos, estudios de Derecho. Durante sus visitas de novio, Octavio conversaba mucho más con su futuro primer suegro, José Antonio Garro, que con su prometida: igual pasaba con Gabriel José de La Concordia, quien se la pasaba platicando con el boticario Demetrio Barcha, padre de Mercedes. Obras de los dos fueron rechazadas por Guillermo de Torre (quien, además, se opuso a la publicación de un poemario de Neruda, con lo cual acertó tres veces por error: los escritores a los que descalificó se ganaron el Premio Nobel. Ambos padecieron (¿o disfrutaron?) el desprecio, la inquina inquisitorial y el corazón blindado de rencor de Rafael Gutiérrez Girardot. Los dos encarnan la lealtad a la vocación, la tenacidad a prueba de tentaciones distractoras. Herederos de la libertad imaginativa del surrealismo, maestros de la invención verbal, en sus obras el cuerpo (sobre todo el femenino) y el amor como antídoto contra la esencial soledad humana constituyen motivos recurrentes. Faros de luz inextinguible, los dos han sido reconocidos universalmente, cada uno en lo suyo. Como nada les fue regalado, supieron superar con voluntad inquebrantable los prosaicos obstáculos que impedían el pleno ejercicio de su vocación y ganarse, a puro pulso, el derecho a la palabra hasta el punto de erigirse, como figuras cimeras y polémicas, en el centro de la discusión intelectual latinoamericana, expuestos a la alabanza y el vituperio, el fervor y el odio de sus admiradores y detractores. *Crítico de literatura, Doctorado en Letras Hispánicas en México.
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EL HERALDO Por Ramón Molinares Sarmiento*
arcía Márquez detuvo a medio camino la lectura de la carta que Julio Olaciregui le trajo de París a su casa de Cartagena, puso los ojos en el mensajero y en los que lo acompañábamos, Numas Armando Gil y quien escribe estas líneas, y dijo con un dejo de compasión: “Todos nos morimos”. El tono lastimero de esta frase, como de bajo de Alejo Durán llorando a Alicia Adorada, como de tecla de acordeón consagrada a la tristeza, me llevó a pensar que el famoso letrado acababa de leer en la carta los nombres de sus amigos más amados: Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda y Alejandro Obregón, ya fallecidos. En la misiva, escrita a mano en un café de París y leída a Julio
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La certidumbre antes de ser puesta en el sobre, la remitente declaraba que se había enterado de la calurosa amistad que compartió su padre con el destinatario mientras leía en francés la autobiografía Vivir para contarla. “Quisiera ver los ojos que conocieron a mi padre”, le decía a García Márquez la hija del pintor Orlando Rivera, el afamado Figurita, que murió en un accidente cuando el Nobel y sus amigos eran jóvenes y ella no había alcanzado aún el uso de razón. Al término de la lectura
de la carta, de cuyo texto no hizo comentarios, el laureado escritor nos preguntó con un tanto de melancolía: ¿Tienen ustedes conciencia de la muerte? La cuestión, indudablemente estimulada por lo recién leído, no demandaba esfuerzo alguno para ser resuelta, pero, impresionados como estábamos por la cercana presencia del admirable maestro, sentados alrededor de una mesa redonda de cinco puestos, no supimos qué responder. “Es que uno se aturde cuando habla por primera vez con García Márquez”, me comentó días después, para mi consuelo, Ariel Castillo, un intelectual fogueado en los más elevados círculos académicos, que mientras se especializaba en literatura en el Colegio de México acabó asistiendo con naturalidad a las tertulias que en aquel país organizaban el poeta
O RE NE
En la carta había preguntas sobre Figurita, del Grupo Barranquilla.
DO AL ER LH E IVO CH /AR Z E P LÓ
Álvaro Mutis y el autor de El amor en los tiempos del cólera. Ya sin esperar respuesta, para distensionarnos, para que superáramos la perplejidad en que nos dejó su inesperada pregunta, García Márquez reveló entusiasmado: el sábado de carnaval estaré en Barranquilla, ya nos hicieron los capuchones, el mío y el de Mercedes, de tela fresca, de algodón, porque a pleno sol la seda se calienta mucho. Esto nos dijo en la tarde del último jueves de enero de 2008. En la noche de ese mismo día, el poeta Joaquín Mattos Omar se sintió como fulminado por un ataque de envidia cuando le conté que había estado en casa de García Márquez. No podía creerlo, como era previsible, de modo que, no sin vanidad, me apresuré a mostrarle el ejemplar de Crónica de una muerte anunciada que recibí como regalo, firmado por el autor “para el amigo Ramón”. “Yo no me puedo morir sin apretar la mano de García Márquez”, dijo un poco preocupado el poeta Mattos, y agregó con decisión: el sábado de carnaval me le pego desde temprano a Jaime Abello porque lo más seguro es que Gabito desfile en la Batalla de Flores con la comparsa Disfrázate como quieras. Pero, para infortunio del poeta, autor de estos versos de antología: “Tengo tantas penas en mi alma/ que no sé por cuál de ellas empezar a sufrir”, un imprevisto obligó a su ídolo, a nuestro ídolo, a regresar a México antes del inicio del esperado carnaval. La envidia manifiesta en los ojos de Mattos, que por esos días noté en otros poetas y escritores, incluso entre gentes del común, me llevó a calcular el peso de la gigantesca y admirable imagen de García Márquez en sus coterráneos, y me hizo comprender, con alivio, las majaderías que, llevado por una alegría desbordante, cometí a la salida de la casa del Nobel: compré tres cocadas en
21 El Portal de los Libros, pagué con un billete de veinte, y como noté que la vendedora buscaba pesos y monedas en los bolsillos de su falda le dije: quédese con el vuelto. Más adelante compré tres botellas de agua, pagué con otro billete de veinte, recién sacado como el anterior de un cajero automático, y sin esperar que el vendedor ambulante rebuscara en sus bolsillos le dije: quédese con el vuelto. Recuerdo que el aguador me miró primero con asombro, después observó con incredulidad que Julio y Numas aprobaban mi desprendimiento y finalmente sonrió como pensando: este tipo se ganó la lotería, no está loco. Confieso sin vergüenza, porque ni a Julio ni a Numas les pereció vergonzoso haberle dicho al notable escritor: “Siempre que he terminado de releer Cien años de soledad me he dicho: cuando vea a García Márquez le voy a besar las manos, pero ahora me lo impide constatar que usted es de carne y hueso, como todo el mundo, y no el ángel que escribe en estado de gracia, inspirado por el Espíritu Santo, que he imaginado”. “No me lo digas porque me lo creo”, respondió el novelista con sonrisa de mamagallista y extendiendo como un papa la mano izquierda, sin anillo, que retiró enseguida. Entre los seres vivos, el único mortal, el único que sabe que va a morir, que tiene conciencia, conocimiento de la muerte, es el hombre; los peces, los reptiles y los pájaros no saben que van a morir, lo que de algún modo los hace inmortales. La certidumbre de la muerte, la toma de conciencia de ella, ignorada casi por completo en la juventud, se acentúa con el paso de los años, cuando, pasados los cincuenta, ya entrados en la edad del infarto, sentimos que se nos está haciendo de noche, nos recostamos a la pared para ponernos el pantalón y nos vemos obligados a calcular bien los pasos al descender los andenes.
Mientras leía la carta, además de melancolía, me pareció percibir en el Nobel la impresión de que le resultaba injusta la muerte de sus amigos, que solo cosas buenas habían hecho con la vida. En realidad, no solo la muerte de sus amigos parecía resultarle injusta sino la de todos los hombres, la de los descendientes de Adán, un pobre ser humano que fue sacado a la fuerza del Paraíso y condenado a envejecer y morir, según la fe cristiana, por un pecado cuya ejecución no pudo durar más de cinco minutos y, además, cometido con unos órganos moldeados por la misma divinidad que con un soplo le infundió el espíritu. Hay una desproporción intolerable, que debería ser apelada, entre el pecado cometido y la crueldad y duración del castigo, una pena que todavía no acaba de pagar el primer muerto. Quizá debido a lo ocurrido en el Paraíso, al contrario de los caballos y los carneros, que copulan en la inocencia, los humanos no puedan evitar sentirse culpables mientras se acoplan. No estoy por completo seguro de que haya sido de injusticia el sentimiento que afloró en la mirada de García Márquez al leer en la carta los nombres de sus amigos fallecidos, pero a mí sí me parece injusto que él haya muerto como cualquier otro hombre, como cualquier infeliz, a pesar de haberle agregado al mundo formas y contenidos
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nuevos. La belleza de Cien años de soledad, cuya consistencia es como la de un roble o una montaña, no es inferior a la de las obras de arte nacidas de la naturaleza; no es inferior a la belleza de un cisne, a la de una manzana o a la de cualquier otra forma de la “Creación”. Es injusto que tenga que morir un hombre que, como un dios, le dio al verbo, a la palabra, el poder de hacer subir al cielo a Remedios la Bella, envuelta en unas sábanas blancas. García Márquez escribió para perdurar, para permanecer entre los vivos, para hacerle trampas al castigo, al inocuo pecado que nos hizo merecer la muerte. Un espíritu como el suyo debería ser premiado por una divinidad sensata con un cuerpo incorruptible. Pero, qué le vamos a hacer, “todos nos morimos”. Tan vertiginoso es el número de difuntos que encontramos si miramos hacia atrás, hacia la remota mañana en que sepultaron al primer
Al leer en su casa de Cartagena una carta que le trajeron de París, Gabo tuvo como respuesta: “Todos nos morimos”. ENRIQUE SCOPELL/ARCHIVO EL HERALDO
hombre, como el casi infinito número de muertos que aguarda a la humanidad en lo porvenir. La vida es un laberinto cuya única salida es la muerte; es una fiesta de carnaval que siempre culmina con el entierro de Joselito. Nos hemos acostumbrado a ver la palidez de la muerte instalada en el rostro de los otros. Muertos vemos enterrar todos los días, pero el morir, la muerte de cada uno en particular debe ser una experiencia aterradora, una última sensación, la más temible de toda existencia, que nadie puede transmitir a otro. Somos muchos, se oye decir, parece que ya no cabemos en el mundo, pero nadie se quiere ir: la pena del que se va de este mundo, dejando en él riquezas, fama y amores, no es más grande ni más dolorosa que la del pobre hombre que, sin nada entre las manos, solo cuenta con el aire que respira, con los amaneceres de lluvia y con los crepúsculos de la tarde. La simple contemplación de una flor amarilla, deducimos de un cuento de Cortázar, es suficiente para aferrarnos a la vida. Me estremezco de dolor al ver en la primera línea de todos los diarios del mundo frases como esta: Murió García Márquez, el escritor que consiguió que los latinoamericanos se vieran de cuerpo entero en las páginas de un libro, en Cien años de soledad, del mismo modo que los judíos se ven en la Biblia, los árabes en el Corán y los griegos en La Ilíada. La muerte, esa invitada indeseable que todo lo corrompe, que todo lo vuelve nada, según Olaciregui, nos hace pensar de nuevo, como cada vez que se lleva a un grande, a uno del tamaño de García Márquez, en la inevitable derrota de toda empresa humana. Nos entristece pensar que en los próximos días su amada Mercedes, su compañera de toda la vida, encontrará como sin sentido, extrañas, inservibles, las pantuflas de su esposo debajo de la cama; que observará, como expresión de lo absurdo de toda existencia, las camisas floreadas colgadas del ropero y el sillón de alto espaldar en que su hombre se sentaba a escribir todas las mañanas para hacerla feliz y para que sus amigos lo quisieran más. Ya no habrá para Gabito más mañanas ni más tardes de amorosa relación con las palabras, a las que les quitaba la baba del uso diario para que lucieran mejor en la página. Es probable que, más que sus lectores en todo el mundo, sean las palabras, que nos sobreviven, las que lamenten su partida, acostumbradas como han estado a sus caricias, a su delicado y amoroso trato. “Todos nos morimos”, pero las palabras que no se lleva el viento, las fijadas con brillo en los textos para que en ellas se miren los hombres, desafían el infatigable paso del tiempo; Gabito permanecerá en la belleza de las que ha escrito, flores luminosas, amarillas, propias de la tierra fértil de Macondo, que las generaciones por venir no dejarán marchitar. *Es autor de las novelas ‘Exiliados en Lille’, ‘El saxofón del cautivo’ y ‘Un hombre destinado a mentir’.
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Por Martha Guarín R.
Momentos de la llegada de García Márquez a la tierra que lo inspiró: Aracataca.
ntregado por completo a la realidad, fantasía y magia de su entronizada Macondo, el Nobel de Literatura Gabriel García Márquez descendió del tren amarillo cual papa o soberano de las más altas categorías. Fue un apabullante y dichoso encuentro de emociones del maestro con su pueblo, cual rey que saluda a sus súbditos y viceversa. Deshojando cuanta flor encontraron, lanzando globos amarillos y mariposas de icopor al viento, agitando banderas, gritando: ¡Gabo, Gabo!, un aturdido e impactado pueblo por la llegada de su más entrañable hijo se desparramó frenéticamente en aplausos y vivas a lo largo del pueblo, siguiéndole a pie, cual devotos en procesión junto al santo de sus afectos. Fue un recorrido pletórico de emociones a cargo de una multitud que quería dar crédito y constatar con sus propios ojos que el escritor estaba en su tierra. Fue la más impactante, auténtica y calurosa bienvenida que ser humano haya podido leer en la obra cumbre de Gabo, cuando Aureliano, triste, dijo en Macondo, cuando por primera vez llegó el tren: “Ahí viene, un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo”. Esas palabras se hicieron realidad porque así ocurrió con la llegada del tren amarillo y con su más digno pasajero a bordo: Gabriel García Márquez. Él cual, grandioso líder, arrastró a su pueblo, acostumbrado al rugir del tren desde tiempos inmemoriales, sin musitar palabra, y con solo agitar su mano para saludarles conminó a su pueblo de manera certera a seguirle, cual nutrida manifestación, con la única diferencia de que nada pidió a cambio, porque a los políticos se les piden favores y a los
El patriarca en su tierra
santos también. Esa ruta macondiana por las calles de Aracataca, con Gabo como eje central, parecía una película frente a los ojos de todos. Hubo dos carretas con gitanos, niños en brazos, ancianos, gente en bicicleta, vendedores de agua, estudiantes con uniformes, banderas, gente saltando en los techos de las casas para lograr una fotografía, ediciones de Cien años soledad en la mano de muchos, y cuarenta grados de
temperatura, que parecían como si fueran cien, brotando de la tierra.
‘Un diablo al que le llaman tren’ Después de 24 años de ausencia oficial, porque se dice que clandestinamente ha estado aquí en varias oportunidades, Gabo se embelesó observando a sus coterráneos, agitando su mano desde el preciso momento en que el tren amarillo frenó en Aracataca a
las 3:23 minutos de la tarde. Por un momento, los más incrédulos dudaron del descenso del escritor a tierra porque definitivamente no había condiciones para garantizar su paso. Un fervor colectivo llamado Macondo, la materia prima de esta tierra volcada a los pies del gestor de la segunda pieza de literatura más grande del habla castellana, de valiente, de caballero, se le midió a bajarse de ese ‘diablo que le llaman tren’. Los cataqueros, que sin un centímetro de cuerda o valla de seguridad sitiaron el lugar desde las 10 de la mañana sin importarles merienda o almuerzo protagonizaban ante los ojos del escritor la más grande manifestación de afecto. Pero todo era un caos,
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No se le vio musitar palabra, ni preguntar por vivos o muertos, solo su rostro feliz, enmarcado por sus ojos dispuestos a guardar todas esas imágenes.
Después de 24 años de ausencia, el 30 de mayo de 2007, en el marco del festejo de sus 80 años, GGM regresó a su Aracataca natal. Reproducción de la crónica que en su momento ofreció EL HERALDO. Fue una tarde de regocijo como si estuvieran regalando pescaditos de oro, tras la llegada de ‘ese diablo al que llaman tren’.
parecido a las convulsionadas estaciones ferroviarias de la India, en donde cada quien agita el mundo a su manera para vivirlo efervescentemente a sus necesidades y querencias. Ante aquella turba, no se sabe de qué manera a alguien se le ocurrió decir que abrieran paso porque Gabo, que ya estaba en tierra, que se asfixiaba, que iba a salir en la ambulancia. Fue así como la gente empezó solidariamente a moverse. De repente él y su inseparable Mercedes estaban
en un coche cartagenero acompañados por el alcalde de la población Pedro Sánchez y su esposa, dejando atrás el ‘Gabomóvil’, que estaba previsto para el recorrido. Un caballo guiado por Juancho Colombia lo llevó por senderos de su Aracataca del alma. Pasó por el corredor de los almendros, por la biblioteca Remedios la Bella y por la casa de su infancia. Allí no pudo reencontrarse con los recuerdos de su familia ni con los personajes de su novela. Imposible bajarse porque
la multitud, cual tarde de carnaval, lo seguía y lo aclamaba con frenesí mientras agitaban banderas para llamar su atención y encontrarse con su profunda mirada, su sonrisa agradecida o con su cabello platinado. No se le vio musitar palabra, ni preguntar por vivos o muertos, solo su rostro feliz, enmarcado por sus ojos dispuestos a guardar todas esas imágenes también comparables con la llegada de los gitanos a Macondo, plenos de sorpresa como cuando todos conocieron el hielo. Fue una tarde de regocijo, como si estuvieran regalando pescaditos de oro, con redoble de tambores y con sones de acordeón en la plaza central, todos narrando cómo lo vieron, contándose unos a otros que lo acaban de conocer y que ya Gabo no era más la imagen de la
televisión o de los libros. A las 4:20 de la tarde, después de almorzar en el colegio que lleva su nombre, con su guayabera manga larga blanca, arrugada cual lino fino, y teniendo como bordón a su Mercedes se montó en un bus de Coopetrán para volver a ver su Zona Bananera, el tranvía y su Macondo del alma. Diría Melquiades al ver los hechos del histórico 30 de mayo de 2007, tal como le dijo una tarde a Úrsula: “En el mundo están pasando cosas increíbles”.
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