Luis Guzmán Palomino
Corrupción, separatismo y comuna en el siglo XVI
Cristóbal Vaca de Castro, al presentar un extenso informe al emperador Carlos V sobre su victoria en Chupas, hizo alusión a los comuneros de Castilla diciendo que en el Perú “convino hacer con (los almagristas) como hicieron vuestros gobernadores contra Juan de Padilla y comunidad” (Carta al Emperador, Cuzco 24 de noviembre de 1542).
Corrupción, separatismo y comuna en la guerra de Vaca de Castro contra Diego de Almagro el mestizo Luis Guzmán Palomino
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omo la segunda guerra civil entre los conquistadores españoles del Perú se registra la llamada Guerra de Chupas, título además de un libro de Pedro de Cieza de León, que abarca desde los prolegómenos del ajusticiamiento de Francisco Pizarro, consumado el 26 de junio de 1541, hasta el triunfo del enviado real Cristóbal Vaca de Castro en la batalla que se libraría cerca de Huamanga el 16 de setiembre de 1542. En esos casi quince meses de conmoción iban a existir en el Perú dos gobernadores, el alzado Diego de Almagro el Mozo y el realista Cristóbal Vaca de Castro, a la vez que aún resistía en el reducto montañoso de Vilcabamba el líder patriota Manco Inca, cuyas simpatías estuvieron con los almagristas, al punto que poco faltó para que uniera con ellos sus fuerzas.
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Cantuta nº 17 Vaca
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de castro, comisionado de
la corrupción
Fue uno de los principales miembros del Consejo Real, el cardenal Loayza, quien tuvo mucho que ver en el nombramiento del inescrupuloso licenciado Cristóbal Vaca de Castro como juez encarado de arbitrar los asuntos del Perú. A este cardenal Loayza el prestigioso historiador español Juan Pérez de Tudela lo calificó de “presunto cohechado de Pizarro”, porque “no escogió para aquel desempeño arbitral a alguien de quien pudiera esperarse independiente rectitud, sino alguien que fuera precisamente aleccionable, al menos sobre dos puntos tan graves como eran éstos que declaraba el fraile prelado en su carta a Vaca de Castro, el agraciado con la elección: la bondad de Francisco Pizarro y el alto precio que podría obtenerse de la comisión” (Pérez de Tudela, 1963: XXIX). Una carta escrita por el cardenal Loayza a Vaca de Castro prueba no solo el decidido apoyo oficial a Pizarro sino sobre todo la fortuna que podía amasar Vaca de Castro en el desempeño de su comisión en el Perú (Porras, 1959: 386-387). Esa misiva, fechada en Madrid el 27 de agosto de 1540 decía a la letra: “Muy noble señor: En la provincia del Perú ha habido algunos desórdenes, y estando pocos días ha con la na. Ce. En presencia del Señor Comendador ma-
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yor, comenzamos a hablar en enviar una persona allá que fuese calificada en virtud, cordura y letras, y el Emperador señaló para ello a uno del Consejo Real; y porque le faltaba una cosa se dejó; yo entonces dije a Su Majestad el valor de vuestra persona y cómo estaba seguro si os enviase allá que toda aquella tierra se pondría en orden y en razón y en servicio de Dios y de Su Majestad; el tercero como quien él es, habló tanto a favor vuestro como yo y así sin atar ninguna cosa nos partimos mandándome así que yo pensase en la persona;
parecióme señor el serviros de mi mano en esta cosa para que me aviséis si os atreviérades a la empresa, el camino es largo y trabajoso. Lo que allá se ha de hacer, es informaros, Señor, de todo lo que ha pasado y castigar a los malhechores, juntamente con el Gobernador Francisco Pizarro, hacer guardar las instrucciones que del Consejo son enviadas y en otras muchas particularidades que al tiempo se dirá. El salario será bueno. El gobernador Francisco Pizarro, creedme a mí, Señor, que es un bendito hombre, y que con él haréis
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lo que al servicio de Dios y del rey conviene, no menos que si fuéredes solo. Ahora diré mi parecer, que atento a que de esa Audiencia no se hará sino pobreza para los hijos, y que en la jornada no se pueden gastar más de tres años, y que en esto podreís, Señor, traer dineros, y que venido es de creer que os quedaréis en uno de estos Consejos Reales, me parece ajeno de razón que penséis en la materia y me escribáis vuestra determinación; no tengo más que escribir sino que ruego a Dios os de Señor lo que yo os deseo. De Madrid a veinte y siete de agosto de mil y quinientos cuarenta años. A lo que así mandares. Fray Cardenal Hispalensis”. Actuar “juntamente con el Gobernador Francisco Pizarro”, para “castigar a los malhechores” (se infiere, a los almagristas), porque “el Gobernador Francisco Pizarro… es un bendito hombre”, y se le pagaría la comisión con buen salario, a lo que podrá agregar otros “dineros” al volver a España, donde le esperaría un puesto en el Consejo Real de Indias. Ante todo este cúmulo de pruebas de corrupción, ¿tendría que agregarse algo más? Vaca de Castro vino al Perú para salir de pobre Sin embargo, Vaca de Castro, temeroso de lo que le pudiera suceder en un país tan convulsionado como el Perú, aun se hizo de rogar, hasta que otra misiva del cardenal Loayza, fechada en Madrid el 19 de setiembre de 1540, terminó por convencerlo, al prometérsele que la misión en el Perú, que él por su provecho “había inventado”, lo sacaría de la pobreza en que se encontraba, siempre que favoreciese los intereses del rey y los de Francisco Pizarro, ya que con ello lograría no solo hacerse de “dineros en buen número”, sino de un puesto en el Consejo Real de Indias, asegurando de esa manera la fortuna de sus herederos (Porras, 1959: 251). Tales ofrecimientos aparecen detalladamente consignados en esa misiva, cuyo tenor es el siguiente: “Muy noble señor: Recibí dos letras vuestras y la más breve mostré al señor Comendador mayor y pareció-
le como aun discreta, breve y compendiosa, y así le pareció al señor Samano y al Licenciado Juan Xuárez, porque a otro no se ha mostrado. Señor, ya os escxribí que por vuestro provecho, había inventado este vuestro camino porque hoy estáis aunque con honra, con mucha pobreza, que para vuestros hijos vale poco; paréceme que será bien como señor decir que escribáis señalando de allá lo que es menester que se haga con vuestra persona y de este parecer es el señor Comendador mayor; pero es bien Señor que estéis advertido que nadie entienda el negocio porque estáis delicado, como hablar en casamiento de hija. Lo que en el Perú habéis Señor de hacer es tomar cuenta de toda la hacienda del Rey, informaros de lo que ha sucedido entre Pizarro y Almagro, y conforme a virtud atraer la verdad del hecho; juntaros con el Gobernador para que examinéis el tratamiento de los indios y deis orden en lo porvenir; hacer discreción de la tierra para que acá se entienda con vuestro parecer cómo se podrán partir las diócesis y el buen gobierno de las ánimas. Llevaréis autoridad entera para cobrar lo que a Su Majestad se debiere y para castigar los males pasados en las diferencias de Almagro y Hernando Pizarro, hermano del Gobernador Francisco Pizarro; también señor con vuestra prudencia atenderéis en cómo lo hace y ha hecho el dicho Gobernador, porque puesto que tengamos de él mucha buena opinión, todavía de vuestra cristiandad quiere el Emperador informarse. En fin, Señor, según el Gobernador y Marqués Francisco Pizarro es virtuoso y bien acondicionado, es de creer, sin duda, que estando vos, Señor, presente, no se moverá contra vuestro parecer y seguirá vuestro voto como si yo se lo diese; y puesto que esto sea así y en aquel nuevo Mundo no se haya de tener en paz este cargo, no me parece que se ha de tener la vista puesta en solo él sino que pensemos que esta jornada serviréis mucho a Dios y a vuestro Rey y ahorraréis hecha la costa, dineros en buen número para vuestra casa y sobre esto pasados tres años que se gastarán en ir y volver no os dejarán volver a
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Cantuta nº 17 ese purgatorio de la Cancillería y quedaréis, Señor, en uno de estos Consejos del Rey, que es el fin de un letrado casado que entra a servir a Su Majestad. No tengo más que decir sino que os deseo Señor todo el bien, y que escribáis lo que os parece que se debe pedir, porque entonces podremos decir a Vuestra Majestad vuestro deseo y derramarle de ahí adelante a donde conviniere, y haced Señor, como os pongáis en lo honesto y no podía ser otra cosas, pues ha de hacer de vuestra prudencia y virtud. Nuestro Señor os dé salud y larga vida para que podáis dejar ricos a vuestros hijos. De Madrid a diez y nueve de setiembre de mil quinientos y cuarenta años. A lo que Su Señoría mandare. Fray G. Cardenalis Hispalensis”. Así, pues, “el licenciado traía consigo corrupción sobrada y de la clase más escogida: la del fariseo devoto y ambicioso” (Pérez de Tudela, 1963: XXXII). Algún tiempo después, al decretarse la visita del Consejo de Indias como derivación de las Nuevas Leyes de Indias, se pondría al descubierto “la corrupción del presidente cardenal don fray García de Loayza y de los consejeros doctor Beltrán y don Juan Suárez de Carvajal, obispo de Lugo” (Pérez de Tudela, 1963: XXXIV). Nótese la presencia protagónica del alto clero en las decisiones del Estado, lo que también iba a ocurrir en el Perú. Cuestión de defensa propia De alguna forma los almagristas llegaron a sospechar que el comisionado regio estaba inclinado a los Pizarro, y el rumor que luego se propaló sobre que Vaca de Castro había sufrido un percance en su travesía marítima, los terminó por desmoralizar. Francisco Pizarro, aunque sabiendo que contaba con la bendición del Consejo Real, se mostraba receloso y su círculo más cercano le recomendaba acabar con los sobrevivientes del almagrismo, para mayor seguridad. Entonces fue que éstos, nucleados en Lima en torno de Diego de Almagro El Mozo, decidieron ponerse a buen recaudo para evitar ser eliminados.
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2009 Fue una cuestión de defensa propia, más que un plan de venganza como se esmeraron en hacernos creer los historiadores tradicionales, destacando entre ellos, como el más imaginativo, Raúl Porras Barrenechea, quien al referirse a los “asesinos” de Pizarro, su héroe paradigmático, los tildó de codiciosos, descontentos, impetuosos, hombres de mala lengua, enconados, vengativos, villanos, turbulentos y toda una retahíla de calificativos pretendidamente infamantes, llegando al extremo de escribir que a muchos almagristas “se les conocía por el apellido o por el mote, rostros patibularios, malas trazas (y) torvos gestos” (Porras, 1978: 595). A falta de argumentos, pura hojarasca, sucesión de entrecomillados sin señalamiento de procedencia, lo que los invalida, versión que más que historia es novela, fábula y cuento, pero de dudosa calidad, al estilo del también desechable Ricardo Palma, quien en sus tradiciones no hizo sino transcribir crónicas y otros documentos, parafraseándolos y dándoles el sesgo propio de su vocación hispanista, con ínfimo aporte propio. Para muestra de la “historia” fraguada por Porras, será más que suficiente leer este párrafo: “Mientras los codiciosos y los tahúres arruinados, que formaban el bando de Almagro traman la muerte de Pizarro para apoderarse del poder y de la riqueza del Perú, el viejo descubridor solo está atento al crecimiento de los árboles y sigue ilusionado el reverdecer de las hojas y el brote dorado de los frutos… Colonizador, fundador, sembrador, sus enemigos le matan al día siguiente de que en su huerto han madurado las primeras naranjas” (Porras, 1979: 599). Por desgracia, Porras ha orientado mucho de lo producido por los historiadores de la segunda mitad del siglo XX. Avatares del almagrismo Aunque derrotado en la guerra de Las Salinas, parte del almagrismo sobrevivió al desastre, pero sumido en la miseria más espantosa, pues Francisco Pizarro, influenciado por algunos de sus cortesanos y principalmente
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por su joven y ostentoso secretario Antonio Picado, lo quiso “extinguir por inanición” (Pérez de Tudela, 1963: XXVII). Un extenso informe del Tesorero Manuel de Espinal al emperador, fechado en Lima el 15 de junio de 1539, describía patéticamente la situación de los almagristas: “… los desventurados de Chile, que descubrieron, conquistaron y pacificaron la tierra a su costa, adeudándose en grandes sumas de pesos de oro para mejor os servir, y debiéndolas hoy en día, muertos de hambre, hechos pedazos y adeudados, andando por los montes desesperados por no aparecer entre gentes, porque no tienen otra cosa que se vestir sino ropa de los indios, ni dineros con que lo comprar, aguardando el remedio de V. M. Certifico a V. M. que es cosa de haber mucha lástima y compasión: por amor de Dios, V. M. lo remedie con brevedad enviando a esta tierra justicia, cual convenga, que la ponga en convierto y razón, porque no se diga lo que hasta hoy aquí dicen que han dicho estos Pizarros, que por dineros, que tienen muchos, V. M. les perdonará las culpas y delitos que han cometido” (Porras, 1959: 365). Quien más provocaba lástima, a la vez que respeto, era el joven hijo mestizo del infortunado Adelantado, de nombre también Diego y de sobrenombre El Mozo. Su apoderado Diego de Alvarado había marchado a España, burlando la vigilancia que sobre él dispusieran los Pizarro. Y próximo a llegar a la mayoría de edad, el joven mestizo pensó hacerse con la Gobernación de la Nueva Toledo, que su padre le legara por testamento. Pero la pasaba muy mal en Lima, por lo cual Espinal pedía al rey se le ayudara: “Acuérdese S. M. de este huérfano hijo de don Diego de Almagro, remunerando en él los muchos y grandes servicios que su padre hizo a V. M. en estas partes tanto tiempo, y lo que siempre trabajó por la aumentación de vuestra Real Corona y patrimonio; y pues que de tan buen vasallo ha habido muy gran noticia en todas las Indias y en toda vuestra España y reino, justo será que la haya del galardón y mercedes que V. M. a su hijo hiciere en recompensa de ello, y no permita que un punto se pierda
la fama y honra de este vuestro Gobernador y criado, que tanto os sirvió” (Porras, 1959: 365-366). Contrariando el parecer de muchos, Pizarro, nada hizo por remediar la situación de los almagristas, quienes además de padecer hambre debían soportar con frecuencia las burlas de cortesanos que delante de ellos alardeaban de sus riquezas. Acreció con ello el rencor de los almagristas, que fueron congregándose en Lima procedentes de diversas regiones del país donde habían vivido escondidos, principalmente de Charcas y el Cuzco. Durante un tiempo Pizarro consintió la cercana presencia del joven Almagro, a quien se dice acogió en su casa, tal vez para vigilarlo mejor pues no le quiso reconocer derecho a herencia alguna, abandonándolo luego a su suerte. Soldados leales a su padre, entre ellos el vasco Juan de Rada, lo acogieron entonces, sobreviviendo a duras penas. Abundando en detalles sobre la miseria de los almagristas, en lo que se basa el historiador español Pérez de Tudela para sustentar que Pizarro tuvo en mente exterminarlos por inanición, Cieza de León, cronista digno de todo crédito, refiere lo siguiente: “Y en este tiempo los de Chile pasaban muy grandísima necesidad y andaban por los pueblos de los indios porque les diesen de comer, desnudos y con mucha miseria; y como todos sabían que don Diego estaba en Los Reyes, abajaban de las Charcas y Arequipa y del Cuzco para venirlo a buscar diciendo que Su Majestad lo hacía mal con ellos en no proveer de juez contra el Marqués; y los que estaban en Los Reyes no pasaban menos necesidad que los que estaban arriba, porque ya el Marqués había muchos días que había mandado salir fuera de su casa a don Diego y aunque después estuvo en las casas de Francisco de Chaves (el pizarrista, pues hubo otro del mismo nombre en el bando de Almagro) le echaron también de ellas; y Juan de Rada y Juan Balsa, criados viejos de su padre, le buscaron adonde estuviese. Y allegáronse a él treinta o cuarenta de los que habían seguido al Adelantado
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Cantuta nº 17 y padecían gran necesidad, y el Gobernador de ninguna cosa les mandaba proveer ni se acordaba que sin Almagro él no fuera lo que era ni llegara a tener el mando y ser que tenía; y los de Chile pasaron su miseria como ellos podían” (Cieza, 1994: 61). Lo que siglos más tarde copió Ricardo Palma en alguna de sus tradiciones, lo relató puntualmente el llamado Príncipe de los Cronistas como historia real: “Estaban en esta ciudad de Los Reyes en aquel tiempo el capitán Juan de Saavedra, y Francisco de Chaves, y Cristóbal de Sotelo, y Saucedo, y Juan de Rada, y don Alonso de Montemayor, y el contador Juan de Guzmán y otros amigos viejos del Adelantado; y Juan de Rada entendía en buscar cómo ellos y don Diego se pudiesen sustentar, y acaecía entre diez o doce de ellos no tener más de una capa, y cuando salía uno con ella cubierto los otros se estaban en casa quedos y la capa nunca dejaba de servir” (Cieza, 1994: 61-62). La maldad de los pizarristas En Lima hubo quienes se compadecieron de los almagristas, especialmente Domingo de la Presa, de cuya estancia se abastecieron hasta que aconteció la muerte de este benefactor. Pizarro agravó la situación al ceder esa estancia a su hermanastro Martín de Alcántara, dejando a los almagristas en desesperante pobreza. Otro de los opositores del almagrismo fue el inescrupuloso obispo Valverde, que reclamó también a Pizarro el otorgamiento de esa estancia. De cualquier forma, los almagristas se vieron privados de la chacra que les proporcionara productos de pan llevar y esto hizo que algunos se radicalizaran, aunque la mayoría siguió soportando sus muchas penurias con la esperanza de que tarde o temprano llegara de España el juez en el que aún cifraban sus últimas esperanzas. Al respecto, Cieza de León consigna esta puntual referencia: “Por las cartas que se habían escrito de España se sabía y era público en la ciudad de Los Reyes la venida de Vaca de Castro por juez, y los de Chile no veían ya
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2009 la hora que verlo en el reino para pedir justicia sobre la muerte que habían dado al adelantado don Diego de Almagro. Y pasaban muy grandísima necesidad y el Marqués en ninguna cosa remediaba su fatiga, antes tenía una estancia y heredad con unos indios -que ya dijimos habérsela dado Domingo de la Presa o vendido a don Diego- y sucedió que Domingo de la Presa murió en este tiempo y Francisco Martín de Alcántara, hermano del Marqués, pidiósela; y aun sobre ello hubieron palabras porque el Obispo, según decían, pretendía para sí la estancia, y en conclusión, el marqués la dio a Francisco Martín y la quitó a don Diego. Cosa por cierto muy mal hecha y no conforme al merecimiento que don Diego, por respeto de su padre, tenía y merecía, que tanto en aqueste reino había trabajado y mostrádose en el servicio del Rey. Y como de ella se proveían de maíz y de otras cosas convenientes al servicio de la casa donde todos vivían, sintieron la falta en tanta manera que el mozo don Diego era compasión oír lo que decía y quejarse de la crueldad que el Marqués con él usaba. Juan de Rada, criado que había sido de su padre, por todas las vías que podía buscaba con qué sustentar a don Diego y a los que le acompañaban, que andaban muy pobres; verdad sea que el Marqués por hacer amigos algunos de ellos envió a decir a los capitanes Juan de Saavedra, Cristóbal de Sotelo y Francisco de Chaves que les quería dar indios de repartimiento con que pudiesen a su placer vivir, y ellos y aun otros algunos hacían de tal promesa burla diciendo que antes querían morir de hambre que tener de comer por la mano del Marqués” (Cieza, 1994: 93-94). Considerando la calculada maldad de Pizarro, es posible que los ofrecimientos de los que hizo mención Cieza, fueran solo una nueva burla de las tantas que se jugó con el almagrismo. Por citar un caso, poco antes había desconocido la primera fundación de Huánuco hecha por los almagristas al mando de Gómez de Alvarado, quien había aceptado la misión “viendo la tardanza que había en España en proveer justicia” y por hallar con qué sustentarse él y
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”algunos de los de Chile, amigos suyos, y que habían sido soldados viejos en el reino; y con ellos se partió a las provincias de Huánuco, y en la parte que le pareció tener más aparejo para sustentarse la nueva población que había de hacer la fundó, nombrando por alcaldes a Diego de Carvajal y Rodrigo Núñez, maestre de campo que fue de Almagro el Viejo” (Cieza, 1994: 60-61). Este avance del almagrismo desagradó a varios vecinos de Lima y de otras ciudades afines al pizarrismo, acatando cuya protesta “todo lo que hizo Gómez de Alvarado se dio por ninguno y el Marqués mandó a un Pedro Varroso que fuese a entender en las cosas de aquella provincia” (Cieza, 1994: 61). Lo que reclamaba almagro el mozo Fue esa burla la que determinó que se pusiesen en comunicación los sobrevivientes del almagrismo, acordando reunirse en Lima en torno al joven Almagro, cuya vida estaba en peligro puesto que nunca dejó de reclamar lo que consideraba suyo, como consta en esta carta que envió desde Lima a la Audiencia de Panamá, diciendo: “…en esta tierra se me debía algún mando, pues el Adelantado, mi señor, que haya gloria, la descubrió y conquistó con muchos gastos y derramamiento de sangre de su persona… (y) siempre tengo creído que S. M., como señor agradecido, me hade dar galardón de los muchos servicios que mi padre le hizo, confirmándome la merced que a él y a mí después de sus días concedió, pues tan justase me debe” (Porras, 1959: 432). Como hemos ya visto, las esperanzas del joven Almagro eran ya pura ilusión, pues para entonces la corona había condenado al viejo Almagro, incluso antes de conocer su derrota en Las Salinas, y por ende, al tenerle como rebelde y traidor, había desconocido también la existencia de la Nueva Toledo, hablando ahora solo de la Provincia o Gobernación del Perú. Los documentos de la época dejan ver muy a las claras que el joven Almagro no tuvo en mente sublevar todo el Perú sino solo que se respetasen sus derechos sobre la Nueva Toledo, a donde pensaba llevar a todos sus par-
tidarios. Pero el proceder de Pizarro negándole todo precipitó los hechos de otra muy distinta manera. Mecanismo de defensa y no proyecto de venganza La conjura almagrista, mecanismo de defensa y no proyecto de venganza, para nadie fue un secreto. Se supo que se armaban secretamente y un día se vio colgados en la picota de la plaza tres cordeles dirigidos a las casas de Pizarro, del secretario Picado y del alcalde Velásquez. Los anuncios eran incluso imprudentes. Sin embargo, cegado por la soberbia y el orgullo, poco hizo Pizarro por tomar las providencias del caso, contentándose un día con llamar a su palacio a Juan de Rada, para prevenirle que no tornase una actitud de la cual luego pudiera arrepentirse. Replicó el almagrista con altivez que si sus compañeros compraban armas era para defender sus vidas. La pasividad de Pizarro pudo ser aparente, ya que varios documentos indican que tuvo en mente la eliminación de todos los almagristas. Fue por ello que encarando a Pizarro, el temerario Juan de Rada le dijo. “Nos dicen y es público que vuestra señoría recoge lanzas para matarnos”. A lo que Pizarro contestó con cinismo calculado: “Plega a Dios, Juan de Rada, que venga el Juez y Dios ayude a la verdad y estas cosas hayan fin”. Esta declaración era una muestra de que confiaba en Vaca de Castro, sabiendo que lo enviaba el Consejo Real para apoyarlo en su pugna con los almagristas. Muerte de francisco pizarro Hubo algunos almagristas que se esperanzaron en llegada de Vaca de Castro, pero como éste tardara y se difundiera el rumor de que Pizarro los asesinaría a traición, la mayoría decidió finalmente la muerte del marqués, fijándola para el 26 de junio de ese 1541. Ese domingo, pensaban, Pizarro iría a la catedral a escuchar misa y a su regreso le tenderían una emboscada. Parece que uno de los conspiradores, Francisco de Herencia, comunicó el plan a un clérigo, de apellido Henao, el cual
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Cantuta nº 17 -violando el secreto de confesión- no vaciló en presentarse ante el gobernador para prevenirle. Dice la crónica que Pizarro no dio mayor importancia al aviso, limitándose a comentar: “este clérigo, obispado quiere”. Pero la víspera del 26 de junio se presentó en palacio un paje muy nervioso, informando al marqués que en toda la ciudad corría el rumor de que los almagristas se aprestaban a dar el golpe y que muy pocos alzaban la voz en público para defender a Pizarro. Ello era verdad, porque a la sazón el gobernador había perdido popularidad entre la mayoría de los españoles del Perú, manteniendo sólo la adhesión de la minoría privilegiada de encomenderos. Algo debió alarmar a Pizarro la última denuncia, pues la mañana del 26 de junio lo primero que hizo fue llamar al alcalde Velásquez y ordenarle proceder contra los almagristas. Pizarro no quiso ya concurrir a la iglesia, ordenando la celebración de la misa en palacio, donde luego recibió a varios cortesanos. Ante ello, los almagristas creyeron haber sido descubiertos y tuvieron un momento de incertidumbre; pero oportunamente se presentó entre ellos Pedro de San Millán, diciéndoles que estaban próximos a ser presos y descuartizados. Esto terminó de decidirlos y en número de veinte, encabezados por Juan de Rada, salieron a la plaza gritando: “iViva el Rey y muera el tirano!”. Acompañando al marqués se hallaban su hermanastro Martín de Alcántara, el obispo de Quito Garci Díaz, el alcalde Velásquez, el veedor García de Saucedo, el capitán Francisco de Chávez y otras quince personas, además de los pajes y criados. En medio de ellos se presentó Diego de Vargas, anunciando que los almagristas avanzaban hacia palacio. La mayoría de cortesanos solo atinó a fugar, cada cual por su cuenta. Y sólo quedaron con Pizarro su hermanastro, el capitán Chávez, Juan Ortiz de Zárate, Gómez de Luna, dos pajes y dos criados. Chávez recibió la orden de cerrar las puertas, pero en vez de hacerlo esperó la llegada de los conjurados, pensando detenerlos con reconvenciones; vano intento, pues lo
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2009 tendió una estocada, mientras prorrumpían los almagristas en la sala. Pizarro, apenas armado, intentó desesperada defensa, viendo caer en torno suyo a Alcántara, Ortiz, Gómez y los pajes. Entendiendo Rada que demorar más tiempo podría resultarles fatal, empujó a uno de los suyos, Narváez, que vino a clavarse en la espada del marqués, momento que aprovecharon los demás para asestar el golpe de muerte: una estocada en la garganta derribó a Pizarro y varias otras terminaron con sus fuerzas; finalmente uno de los almagristas cogió una alcarraza impactándola en la frente del marqués ya caído, consumándose así su eliminación. Pruebas de la corrupción y tránsito inicial al separatismo
Al apoderarse del archivo de palacio, los almagristas hallaron documentos que probaban el pacto de colaboración existente entre Pizarro y los Consejeros Reales. Entonces, “pudieron comprobar hasta qué punto era estrecha la coyunda entre Pizarro y el binomio supremo Loayza-Cobos” (Pérez de Tudela, 1963: XXIX). Con justificada razón los golpistas reafirmaron entonces su convencimiento de que nada beneficioso podían esperar de Vaca de Castro. Y nació en varios de ellos la idea de oponerse con las armas a toda autoridad que viniese de la península. Además, consideraron acertadamente que el gobierno metropolitano jamás les perdonaría el haber dado muerte a su representante en la colonia. Algunos, incluso, propusieron crear un gobierno independiente del imperialismo español; pero hasta que se les considerase efectivamente rebeldes, la mayoría aprobó mantener fidelidad a la corona. Un cronista muy inclinado a los Pizarro, el fraile mercedario Pedro Ruiz Naharro, autor de una poco conocida Relación, fue muy rotundo al señalar el tinte separatista del alzamiento, anotando que se intentó reconocer al joven Almagro como nuevo Rey del Perú: “Luego que mataron los conjurados al marqués don Francisco Pizarro, levantaron por gobernador, entre tanto que S. M. otra cosa
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ordenaba, al dicho D. Diego de Almagro, que él y los suyos tiranizaron la tierra con intención dañada de hacerle Rey y señor absoluto de ella” (Ruiz Naharro, 1855: 254-255). Respecto a ese tránsito inicial hacia el separatismo, un acreditado historiador español ha escrito: “Si desde atrás la actitud de los almagristas declinaba necesariamente hacia el repudio de los gobernantes peninsulares, que tan siniestro rostro les habían hecho, ahora su enemiga tenía que ser acérrima contra ‘aquella codicia frailesca y conciencia de teólogo’ que sentían encarnada en el cardenal Loayza. De ello a pensar incluso en la independencia frente al monarca no había más que un paso. Un paso que la época, sin embargo, no exigía dar: como antes los comuneros y después los gonzalistas, a los seguidores de don Diego El Mozo les bastaba con gritar su rebeldía contra el mal gobierno representado por el cardenal y proclamar su fidelidad al rey” (Pérez de Tudela, 1963: XXIX-XXX). Si en ello se parecieron a los comuneros de la convulsionada España de 1520, correrían su misma suerte, porque ese mal gobierno tenía el aval del rey al que proclamaban fidelidad, rey que por tanto los condenaría por rebeldes. Incluso antes de que perpetraran el magnicidio del 26 de junio de 1541, la corona había decretado ya que se les eliminara, pues con esa expresa misión había enviado a Vaca de Castro, quien “en vez de haber actuado como verdadero juez entre las partes en pugna, se había unido a los pizarristas con el preconcebido designio de arruinar a Almagro El Mozo y a sus seguidores” (Pérez de Tudela, 1963: XXX). El efímero gobierno de Almagro el Mozo De cualquier forma, el joven mestizo Diego de Almagro fue proclamado Gobernador del Perú. A los trescientos almagristas de Lima se sumaron pronto gran número de soldados, quienes -carentes de fortuna- buscaron con el apoyo mejorar su suerte. El nuevo gobierno ejerció alguna represión sobre los más odiados pizarristas, pero la mayoría de éstos logró huir por mar; ausentes, sus casas fueron sa-
queadas. El secretario Picado, antes de ser decapitado, padeció los tormentos a que se hizo acreedor por sus abusos. El obispo Valverde y el alcalde Velásquez tuvieron suerte parecida, pero no en Lima sino en Puná, donde capturados por los nativos fueron ajusticiados. Otros connotados pizarristas como Illán Suárez de Carbajal, Francisco de Godoy, Nicolás de Ribera, Diego de Agüero, Jerónimo Aliaga y Rodrigo de Mazuelas, fueron puestos en prisión. El Cabildo de Lima fue obligado a reconocer el nuevo orden y se enviaron emisarios a las otras ciudades a efecto de conseguir lo mismo. Huamanga, Trujillo, Arequipa y el Cuzco se plegaron pronto al alzamiento. Nombró Almagro por su teniente a Cristobal de Sotelo y escribió a Alonso de Alvarado -a la sazón en San Juan de la Frontera de los Chachapoyas- solicitándole adhesión. Siendo este Alvarado un personaje de innegable influencia, fue un duro golpe para el almagrismo que proclamase su oposición. Al igual que otros ricos encomenderos, el conquistador de Chachapoyas decidió ponerse a las órdenes de Vaca de Castro para iniciar la reacción realista. Convertidos por Pizarro en los dueños del Perú, esos privilegiados consideraron que el acceso del mestizo al poder no tardaría en dañar sus intereses. Almagro tuvo a bien hacer públicas las razones de su alzamiento y anunció un plan de gobierno en servicio de todos los pobladores del Perú. Criticó severamente el mal gobierno que imperó bajo la égida de los Pizarro y tuvo severas frases de condenación para Valverde, el representante del poder religioso, por lo que hizo y por lo que no hizo ese obispo. El mestizo señaló que Valverde “jamás tuvo fin ni celo al servicio de Dios ni de las cosas de nuestra santa fe católica, ni menos en entender en la paz y sosiego de estos reinos, sino a sus intereses propios, dando mal ejemplo a todos”. El almagrismo y la situación de los indígenas No es del todo aventurado sospechar que el almagrismo insurgente pretendiese sinceramente la formación de una verdadera na-
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Cantuta nº 17 ción peruana, no sólo para beneficio de los conquistadores, sino también en defensa de la población nativa, porque sus postulados no estuvieron muy a la zaga que los lascasianos, y tal vez con una mejor dosis de pragmatismo. El tesorero Manuel de Espinal, notable almagrista, tuvo el coraje de escribir lo que verdaderamente sucedía en el Perú de los Pizarro: “Esta tierra está muy maltratada y los naturales de ella muy destruidos y robados, porque ha habido muy gran behetería en ella”. Ahora bien, los defensores de la población indígena peruana en esos años fueron, casi todos, militantes o simpatizantes del almagrismo. Y en ello influenció mucho Almagro el Viejo, quien en los últimos años de su vida justificó en parte la rebelión incaica, no obstante que mutuos recelos impidieran su entendimiento con Manco Inca. Almagro, que en toda su experiencia anterior, desde Centroamérica hasta Chile, no tuvo escrúpulos en dirigir o participar en rancheamientos y masacres, al final de su vida empezó a mostrarse como defensor de los aborígenes del Perú, por lo cual muchos de ellos lloraron su muerte. Tal vez esa comprensión por el nuevo mundo se vigorizó viendo crecer a su hijo mestizo, porque a la verdad “lo quiso como a sus entrañas”, al decir de Alonso Enríquez de Guzmán, albacea de uno y protector del otro. En Almagro el Mozo se manifestaría con mayor nitidez esa posición pro indígena, quizá porque sintió palpitar en su interior su mitad de sangre indígena. Así, tras ganar el apoyo del acomodaticio Paullo Topa, buscó un acercamiento a Manco Inca, reconociendo las razones que había tenido para desatar su lucha libertaria. En carta a los oidores de Panamá, despachada desde la Ciudad de los Reyes el 8 de noviembre de 1541, denunció que “a los naturales comarcanos van disipándoles y destruyéndoles, quitándoles contra su voluntad sus hijos y mujeres y ganados y comidas, que es cosa lastimosa de oír. Y muchos de ellos, no pudiendo sufrir tan malos tratamiento como se les hacen, se vienen a donde yo estoy a que los favorezca” (Porras, 1959: 433).
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2009 Consta en un documento que Almagro el Mozo tuvo en mente remediar esa situación, proponiendo un cambio: “Es tiempo de que la tierra, españoles y naturales -escribió- no reciban más alteración, pues no pretenden sino sosiego y quietud”. Por eso en 1541 los pocos espíritus sanos del Perú se esperanzaron en el mestizo, “porque todos le querían bien, así cristianos como indios”. Para ganarse a Manco Inca, el Mozo le recordaría que su padre castigó en el Cuzco a los pizarristas que impidieron la alianza entre ellos, habiendo sido el primero en prohibir los rancheamientos, con lo que se ganó el odio mortal de los ricos encomenderos. Además, no obstante contar ya con el apoyo de Paullo, reconoció en Manco su calidad de “señor natural de estos reinos”, tal como lo informó el Cabildo de los Reyes a la Audiencia de Panamá, el 15 de junio de 1541: Almagro, instalado en el poder, “entendió luego en proveer de enviar al Inca, señor natural de estos reinos, que ha andado y está alzado en guerra, para que venga de paz. Y para este efecto, le envió una persona suya y a un español y ciertos señores y principales de esta tierra, por ser cosa muy importante; (y) créese que vendrá de paz, por causa del mucho amor que él y los naturales de estos reinos tuvieron a su padre, por los buenos tratamientos que les hizo” (Porras, 1959: 412). Acompañando la embajada almagrista que marchó a Vilcabamba fue una hermana de Manco, “a quien siempre él había tenido mucho amor”. Los emisarios del mestizo fueron recibidos “con muy gran solemnidad”, escuchando el Inca con mucha atención la paz que se le proponía. Destruida toda posibilidad de reconquistar el imperio, Manco mostró opinión favorable a una alianza con el mestizo; pero antes de pactarla, solicitó una entrevista personal con él, proponiéndose en principio Huamanga como sede de la esa cita. Desgraciadamente, ésta nunca llegó a realizarse, por la velocidad con que se desató la reacción del pizarrismo. Empero, la alianza entre Manco y el mestizo existió de hecho; los incaicos no hostilizarían a los almagristas y, al contrario,
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Manco Inca, según grabado inserto en la “Histoire de la conquiste et des revolutiones du Perou”, de Alphonse de Beauchamp, publicada en París el año 1808. Varios documentos dan a entender que el amagrismo recibió apoyo del Inca de Vilcabamba los ayudarían abasteciándolos con alimentos y aun con armas. Las fuerzas en pugna Posiblemente Vaca de Castro mostró cierta alegría cuando se enteró del asesinato de Pizarro. Porque ello lo convirtió en nuevo Gobernador del Perú. Como tal empezó a actuar y su primera medida fue declarar la guerra a muerte contra los “rebeldes” almagristas. En setiembre de 1541 se estacionó en Quito, desde donde envió comunicaciones a todas las ciudades exigiendo reconocimiento a su autoridad. La aproximación del comisionado regio causó desconcierto en las filas del almagrismo; sabedores de lo que se proponía, y entendiendo que los ricos encomenderos se hallaban prontos a secundarlo, la mayoría opinó que era necesario abandonar Lima, cuyos vecinos daban muestra clara de volubilidad. Almagro sacó entonces sus tropas para Jauja, con intención de cortar el paso a las fuerzas que comandadas por Per Alvarez Holguín venían desde el Sur a combatirlo. Pero en esa ciudad murió el fidelísimo Juan de Rada, cau-
sando un golpe funesto a la causa almagrista porque sólo gracias a él se había logrado mantener una disciplinada hermandad militar. Refiere Pedro Pizarro que “Juan de Rada iba malo de un golpe que llevaba en una pierna, que se había dado cuando entró a matar al Marqués (Francisco Pizarro) en una escalera donde cayó… dijeron que se le había hinchado la pierna, y pasmado y llegado a
Jauja murió” (Pizarro, 1844: 359). Pero hubo quienes sospecharon de un envenenamiento. Sea como fuese, los de Almagro no encontraron a los de Per Álvarez Holguín, y continuaron al Cuzco, ciudad que fue ocupada sin resistencia y donde Almagro ordenó la fundición de nuevos cañones, a la vez que reiniciaba conversaciones con Manco Inca, a la sazón en Vilcabamba.
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Cantuta nº 17 Estas conversaciones fueron fructíferas, pues el mestizo aseguró haber recibido la adhesión del Inca: “Espero vendrá presto -dijoporque aunque es indio, reconoce las traiciones y maldades de los Pizarros y sus secuaces y la justicia y razón que yo tengo y los que me siguen, y así él va delante de mí a hacer la guerra” (Porras, 1959: 470). En la Ciudad de los Reyes, abandonada por los almagristas, Jerónimo de Aliaga se proclamó teniente de Vaca de Castro, capturando a continuación un galeón almagrista surto en el Callao. Mientras tanto, Sebastián de Belalcázar, reunido con Vaca de Castro, le solicitó permiso para conseguir la sumisión pacífica de Almagro. No lo aceptó el juez, que estaba decidido a una solución violenta, y se encaminó al Sur, recogiendo a su paso buen número de refuerzos. El primer campamento se instaló en Huaylas, donde se le reunieron Alonso de Alvarado y Per Alvarez Holguín. El siguiente cuartel general se fijó en Jauja, desde donde, acompañado de escogida escolta, Vaca de Castro pasó a Lima, por muy poco tiempo. Rechazó los servicios que por escrito le ofreció Gonzalo Pizarro, a la sazón en Quito y se regresó a la sierra al saber que surgían disputas entre los jefes de su ejército. Para terminar con ellas él mismo se proclamó en Jauja Capitán General del ejército allí reunido, que alcanzaba los quinientos efectivos, designando por su maestre de campo a Per Alvarez Holguín. Y en los primeros meses de 1542 inició una lenta marcha a Huamanga. En el Cuzco Almagro tuvo también que afrontar disensiones surgidas entre sus oficiales. García de Alvarado dio muerte a Cristóbal de Sotelo y se menciona que conspiró contra el propio caudillo, pese a que éste lo había hecho Capitán General. Pedro Pizarro refiere que este Alvarado “se quería hacer el mayor y matar al hijo de D. Diego de Almagro que llevaba por cabeza de lobo, aunque no mandaba ni era para ello” (Pizarro, 1844: 359). Se dice que en medio de esta crisis y hastiado de ella, Almagro El Mozo tuvo en mente marchar a
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2009 Vilcabamba para unirse con Manco Inca; pero sus capitanes le persuadieron que no lo hiciera, jurándole fidelidad. Pero como prosiguiera la hostilidad de García de Alvarado, no le quedó al mestizo más alternativa que darle muerte. Estas disputas internas perjudicaron la disciplina y moral de su ejército, sintiéndose en mucho la ausencia de Juan de Rada. Doblez de Vaca de Castro Hubo correspondencia por esos días entre el joven Almagro y Vaca de Castro, solicitando el primero, conforme a derecho de herencia, la gobernación de Nueva Toledo, lo que el juez se negó a consentir ofreciendo sólo un repartimiento de diez mil indios y perdón para los “rebeldes”, conminándolo además a salir inmediatamente del Cuzco. Nótese que hasta el final pudo evitarse la guerra si el comisionado real permitía a los almagristas pasar a Chile. Pero nunca tuvo Vaca de Castro intenciones de concertar la paz, guiándose en todos sus actos por la absoluta falta de sinceridad, opinión que tomamos del erudito historiador español Juan Pérez de Tudela: “Vaca, que no había querido transigir con la posibilidad de empujar a sus compatriotas hacia las lejanas tierras del sur, usó de doblez hasta el final con quienes fingió serles juez, enviándoles, bajo cubierta de parlamentarios, espías encargados en realidad de alterar las voluntades del ejército con cartas de perdón” (Pérez de Tudela, 1963: XXX). Los incas apoyan a los almagristas No quiso Almagro esperar en el Cuzco al enemigo, sacando entonces su hueste por el Apurímac, camino de Huamanga. Constantemente recibía chasquis de Manco, que le informaban sobre los movimientos del ejército de Vaca de Castro. Tuvo por igual el valioso apoyo de Paulo Topa, según refiere el cronista Agustín de Zárate: “y en toda esta jornada sirvió a don Diego, Paulo, hermano del Inca, cuya ayuda era de muy gran importancia, porque iba delante del ejército, y con muy pocos
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Curiosa pintura que hace referencia a la marcha del ejército de Almagro apoyado por grupos indígenas. indios que llevase, todas las provincias de la tierra proveían de comida e indios para llevar las cargas, y de todo lo demás que era necesario” (Zárate, 1862: 502). A su paso por Andahuaylas, Manco Inca le envió “muchas cotas de malla y coseletes y coracinas y otras armas de las que había tomado a la gente que venció y mató de los cristianos”. Era evidente la inteligencia entre ambos caudillos, que pensaron incluso en unir sus tropas. Entretanto Vaca de Castro se asentaba en Viñaca, cerca de Huamanga, ciudad que le manifestó su adhesión. Avisado de ello Almagro, movió su ejército a Vilcas, lo que causó temor en Vaca de Castro, que contrariando el parecer de sus oficiales dispuso la inmediata marcha a Huamanga, donde pensaba defenderse mejor. Fue tan inopinada la orden que la marcha se hizo en desorden, como si estuviesen en fuga, y dice Cieza de León que si los almagristas hubiesen caído entonces sobre ellos de seguro que los hubieran destruido. ¿Por qué actuó Vaca de Castro tan precipitadamente? La respuesta aparece contenida en el detallado informe que desde el Cuzco remitió al cardenal Granvela una semana después de la batalla final.
Lo hizo porque oportunamente fue avisado que estaba a punto de ser rodeado por las huestes de Almagro y Manco Inca, escapando de la encerrona solo gracias a ese sorpresivo movimiento: “supe que tenían concertado con el Inca, que otro día, domingo, diese en nosotros con dos o tres mil indios de guerra por una parte, y aquel tiempo dar ellos en nosotros, que la bondad de esta gente era tal, que de este enemigo de V. M. se quería ayudar” (Porras, 1959: 500). Manco Inca, a quien en Orongoy sorprendió ese inusitado movimiento, solo pudo ordenar a sus partidas de guerrilleros que hostilizaran a los realistas, matándoles algunos pocos soldados. El cabildo de San Juan de la Frontera de Huamanga contrarrestó esos ataques destacando en contra de los guerrilleros de Manco a una columna de guerreros pocras, que con los mitmas de diversas regiones que formaban la mayoría de la población indígena de esa ciudad.
Batalla de Chupas Llegado a Huamanga Vaca de Castro desplegó sus fuerzas en posición de combate, colocando piezas de artillería en todas las bocacalles, esfuerzo inútil porque Almagro no se movió de Vilcas. Determinó entonces mover su ejército hacia las posiciones de Almagro. Marchaba con optimismo no solo por contar con un ejército más poderoso sino porque supo con certeza que se había frustrado la reunión de Manco Inca con las huestes almagristas. Por eso tenía fe ciega en el triunfo y como quería que fuese completo encargó a los mitmas de Huamanga y a los guerreros Chachapoyas que le trajo Alonso de Alvarado, que matasen a todos los almagristas que viesen huir del campo de batalla. El 14 de setiembre Almagro movió sus huestes a Pomacocha y luego a Sachabamba, donde pernoctó. El 15 Vaca de Castro avanzaba ya por la llanura de Chupas. Al amanecer del día siguiente, ambos ejércitos quedaban a
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Cantuta nº 17 la vista. Esto sorprendió a Almagro, cuyo servicio de espionaje fue desbaratado por acción de los mitmas de Huamanga. En tan difícil situación, envió urgentes chasquis a Manco Inca solicitando la inmediata presencia de sus guerreros; pero sin muchas esperanzas pues a esas horas Vaca de Castro daba orden de iniciar la batalla. Algunos jefes almagristas recomendaron eludir el choque y más bien ocupar Huamanga, a la espera de los refuerzos de Manco Inca. Pero el intento de eludir a los realistas no fue posible, ya que sus aliados indígenas copaban todas las salidas. Entonces no quedó más alternativa que aceptar la batalla. Poco después, en Orongoy, Manco Inca recibió un detallado informe de la difícil situación planteada, y convino con sus capitanes en que ya no era posible marchar en apoyo de Almagro. Previendo lo peor puso entonces en alerta a sus guerreros, a la expectativa de lo que pudiese suceder. Su gente recibió orden de acoger a los almagristas si acaso éstos se dirigían a sus posiciones. No es del caso aquí narrar los pormenores de la batalla. Baste saber que la victoria de Vaca de Castro fue completa. Pero hubo un momento en que le fue tan adversa la situación que Almagro, creyéndose triunfante gritó a los suyos: “¡Victoria, prender y no matad “. Pero los jefes realistas, amenazando con la muerte a sus tropas que se retiraban, consiguieron reorganizarlas y dieron un efectivo contraataque. Uno de esos jefes fue el veterano Francisco de Carbajal, que arrojando lejos de sí su armadura, se colocó en vanguardia para con arrojo singular adueñarse de los cañones almagristas, utilizándolos contra ellos. Los guerreros de Paullo, que en gran parte de la batalla superaron a sus contrarios, terminaron también por ceder, ante el empuje combinado de los españoles y sus aliados indígenas. Alonso de Alvarado, que pudo reagrupar a sus jinetes, dio una carga decisiva que terminó por destrozar la formación almagrista, causando su desbande. Y próxima a caer la noche, el triunfo se declaraba para
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2009 los realistas, escuchándose entonces a Vaca de Castro ordenar la represión inmisericorde. En vano intentó Almagro contener la dispersión de sus tropas; y él mismo, siguiendo a Diego Méndez, abandonó el campo viéndolo todo perdido. Represión inmisericorde Murieron en la batalla hasta trescientos, de ambas partes. Pero después murieron muchos más, de los de Almagro, porque Vaca de Castro ordenó una sangrienta represión que duró varios días. Con ello quedó patente que no había traído intención alguna de hacer justicia, pues, como bien apunta el historiador Pérez de Tudela, “no se encontró entonces, ni se encuentra hoy, conciencia de mediana sensibilidad que reprima el escalofrío ante el ensañamiento con que dirigió o contempló la venganza de los triunfadores sobre los compatriotas vencidos” (Pérez de Tudela, 1963: XXX). El almagrismo, representante de la vieja hidalguía española, supo sucumbir con honor. Cuánta diferencia entre la consigna dada por su joven caudillo, de “¡Prender y no matar!”, y la sed de sangre humana que solo después de varios días pudo saciar Vaca de Castro, monstruosa inclinación que contagió a muchos de sus seguidores, como los vecinos de San Juan de la Frontera de Huamanga, que no tuvieron el menor empacho cuando describieron al rey, en carta fechada 24 de setiembre de 1542, los pormenores de esa barbarie: “… si la noche no cerrara tan presto Vuestra Majestad quedara bien satisfecho de estos traidores, pero lo que no se pudo entonces hacer, ahora el gobernador lo hace descuartizando cada día a los que se escaparon” (Levillier, 1921: 231). Y para entonces, ya tenían más de una semana en ese cruento festín. No está demás que por haberse librado la batalla en el territorio de su jurisdicción, esa ciudad pasaría a llamarse San Juan de la Victoria de Huamanga. Vaca de Castro consintió que participaran de la bacanal sangrienta incluso los “indios amigos” y los esclavos negros que utilizó
Luis Guzmán Palomino como guerreros: “Los indios y negros a los que podían tomar los mataban, y los mismos españoles hacían cosas más feas, porque después de rendidos les daban cuchilladas por los rostros y por otras partes del cuerpo denostándoles de palabras” (Cieza, 1994: 292). En la información que el virrey Núñez de Vela mandó hacer sobre los actos delictivos de Vaca de Castro, existe un testimonio culpando a éste de haber ordenado “cuartear” a cuarenta de los almagristas derrotados. Cuartear no es otra cosa que descuartizar. Pero además que ordenar con saña la persecución de los pocos sobrevivientes del almagrismo, el comisionado real permitió a sus conmilitones la ejecución de toda clase de excesos: “El licenciado Vaca de Castro, muy alegre del buen suceso y victoria que Dios le había dado, mandó… que se buscasen con mucha diligencia a los que habían sido en la muerte del Marqués para castigarlos… y todos los más de los suyos no entendían sino en robar y buscar caballos de los que andaban sueltos, y las indias, que es lo que más buscaban” (Cieza, 1994: 293). Y estuvo “el gobernador Vaca de Castro en la ciudad de Huamanga muy contento en ver que el foso o rollo estuviese lleno de cuer-
Corrupción, separatismo y comuna en el siglo XVI pos, y que la magnífica sangre de los españoles fuese derramada por aquella plaza” (Cieza, 1994: 297). Los pocos almagristas que lograron escapar de la matanza se ocultaron para siempre en pueblecillos de indios, como Cangallo y Uripa. Algunos llegaron a Vilcabamba, siendo bien recibidos por Manco Inca, y el propio Almagro se dirigió a ese bastión patriota de la resistencia. Manco diría después que se alegró que El Mozo “se fuera para él, para defenderlo de la crueldad de Vaca de Castro”. Pero cuando salía del Cuzco, Almagro fue capturado. Inmoral, corrupto y genocida El comisionado real se apresuró entonces a marchar al Cuzco, donde se envaneció a tal punto que cual un príncipe estableció su corte y como se sintiera todopoderoso se dio a la tarea de reunir tesoro en provecho propio. Incluso, se dice que puso en venta varios repartimientos entre sus
“continuos” o cortesanos, de modo tal que lo de aliviar la suerte de los indígenas no le interesó en lo más mínimo. Lo que sí tuvo siempre presente fue la recomendación que le hicieran los corruptos consejeros al nombrarlo, esto es, salir cuanto antes de pobre, y de qué manera. Al respecto, el Príncipe de los Cronistas hizo la siguiente denuncia: “Como el gobernador Vaca de Castro llegase a la ciudad del Cuzco, era de todos los que estaban en aquella ciudad muy visitado, y como su inclinación le allegase a ser altivo y presuntuoso, luego que vio que por su parte había sido desbaratado don Diego de Almagro y la batalla vencida, hinchióse tanto de vanidades que no conformaba con las letras que tenía, y mandó que estuviesen en su casa muchos caballeros como sus continuos, y con ellos gastaba bien espléndidamente, arreándose de grandes aparadores de fina plata y crecidos blandones, lo cual fuera bien excu-
Este grabado de Theodore de Bry, data de finales del siglo XVI y hace referencia a las matanzas entre españoles durante las “guerras civiles” del siglo XVI en el Perú.
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Cantuta nº 17 sado para su autoridad; y no entendía en más que en buscar dineros para henchir la gran codicia que tenía. Caso harto feo, pues enviándolo Su Majestad a que tuviese el reino en justicia y le gobernase con rectitud, procuraba de allegar tesoros por vías no lícitas, pues afirman que tenía grandes inteligencias para lo poder hacer; no embargante que muchos de sus émulos querían decir que recibía presentes y cohechos vendiendo los repartimientos” (Cieza, 1994: 305). Dice un historiador español que Vaca de Castro se convirtió en el abanderado “del orden encomendero” (Pérez de Tudela, 1963: XXXII). Abundan los documentos que prueban esTa galopante corrupción y ameritan una investigación aparte. Las cartas del contador Juan de Cáceres, desde Nombre de Dios, y que fueron publicadas en la Colección de José Toribio Medina, aportan detalles muy singulares y según este funcionario real Vaca de Castro iba en camino de volverse millonario. Benefició con repartos de indios a sus cortesanos pero sobre todo se benefició a él mismo, empezando una novedosa política económica que pondría las bases de la historia de la corrupción burocrática en el Perú. Esa política económica consistió “en favorecer ampliamente a amigos y paniaguados, o a los mejores postores, con los repartimientos vacantes, contándose a sí propio como el primero y destacadísimo entre sus afectos; en echar cuantos indios hizo falta a las ricas minas de oro, recién descubiertas, y en practicar con franco éxito ese rudimento de economía dirigida que fue el estanco del comercio. Un arbitrio, este último, que tendría por cierto en el Perú historia larguísima y trascendental” (Pérez de Tudela, 1963: XXXII). Lo que estancó fue el comercio de la coca, en provecho propio, provocando escándalo entre sus antiguos beneficiarios: “El rescate tan preciado de la coca es verdad que quiso que fuese provecho particular suyo, y no general de todos, como antes era, mandando con grandes penas que ninguno fuese osado de contratar aquel rescate; de los mejores repartimientos que había puesto en su cabeza
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2009 de ello y de los demás indios, procuraba haber dineros, y así, aunque gozó poco de ello, allegó grandes tesoros, y a sus criados y amigos en lo mejor procuró siempre aposentarlos. Y… Vaca de Castro participó en los vicios de presunción vana y vanagloria y (fue) codicioso” (Cieza, 1994: 305-306). El exceso de codicia, perjudicando a otros codiciosos, hizo que éstos elevaran sus quejas ante la corona. Tal vez, teniendo el apoyo de los Consejeros Reales, que tuvieron parte en el botín, Vaca de Castro hubiese completado los tres años que inicialmente se estipuló que gobernase; pero cometió el error de consignar el detalle de sus actos delincuenciales en cartas particulares, que por casualidad fueron a caer en manos de funcionarios que no te tenían simpatía. Entonces el escándalo ganó grandes proporciones y el comisionado real, pese a su éxito en la lucha contra los almagristas, fue depuesto y se dispuso una pesquisa sobre todos sus actos. La carta que lo perdió fue la que dirigió a doña María de Quiñones, su mujer, desde el Cuzco el 28 de noviembre de 1542, confesión de parte y testimonio incontestable del carácter corrupto que fue guía de todos sus actos, carta que escandalizó a tal punto al secretario del Real Consejo de Indias, Juan de Samano, citado como funcionario a corromper, que de inmediato la trasladó a conocimiento del emperador. Uno de los párrafos más interesantes de esa carta es aquel en que sugiere a su mujer visitar a los funcionarios reales y recordarles que le debían favores, a fin de presionarlos para que le tramiten nuevas recompensas. Puntualmente esto fue lo que escribió a su mujer: “… si a vuestra merced pareciere que conviene tomar trabajo de hablar sobre ello al comendador mayor y secretario Samano, y cardenal y conde de Osorno y los del Consejo de Indias, hacerlo héis, porque hará provecho; y para lo uno y lo otro ayudaros héis del presidente del Consejo Real, que pues yo he dado acá a su hermano un repartimiento de indios muy bueno, y con una mina de plata muy rica, hallándole a puerro en aquella mala tierra de Cali, obligación tie-
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ne de hacer bien lo que me tocare” (Jiménez de la Espada, 1974: II, 496). Habiéndolo hallado “a puerro”, esto es comiendo plantas para no morir de hambre, lo convirtió en potentado, solo por saberlo hermano del Presidente del Consejo Real, calculando que le cobraría el favor a su debido tiempo. A entender de Vaca de Castro, había que cobrar a todos los funcionarios reales porque a todos había considerado partícipes del botín cogido en el Perú. Por eso escribió a su mujer: “Y también os ayudad de la señora doña María de Mendoza, mujer del señor comendador mayor; que pues yo tengo cuidado de servir a todos, razón es que en esto me lo agradezcan y paguen; y pues yo, señora, lo he trabajado y o merezco, bien es que allá se trabaje para haber algún provecho y se porfíe que lo hagan, porque de estos servicios tales que hacen caballeros, se suelen comenzar las casas y mayorazgos” (Jiménez de la Espada, 1974: II, 496). Para entonces había ya embarcado para España parte de lo que delincuencialmente logró para sí, pues de otro modo no habría pedido a su mujer mantenerlo en el más absoluto secreto y que más bien fingiera pobreza para engañar al rey y obtener más recompensas: “Una cosa habéis de tener en gran cuidado y poner muy gran diligencia en ello -le dijo-, y es que todo lo que allá hubiere ido y ahora llegare, lo recibáis muy en secreto, y aun los de casa no lo sepan, y lo tengáis secreto fuera de casa en algún depósito de monasterio, o do al señor doctor Pero López pareciere; comunicad con él, que bien creo que se puede fiar de su merced; y aun, si ser pudiese, no querría que lo supiese sino vos y Gerónimo Vaca, si allá os pareciere que lo callará, y habéis de fingir necesidad y que yo no he enviado nada… y esto todo conviene, porque, aunque todo es poco, mientras menos viere el Rey y sus privados, más mercedes me harán” (Jiménez de la Espada, 1974: II, 499). Confiaba Vaca de Castro en quedarse más tiempo en el, Perú, porque según sus propias palabras ello le reportaría inmensas riquezas: “Si acaso S. M. y esos señores míos y amigos proveyeren que yo esté
acá más tiempo… ya, señora, veis que no nos estaría mal, para poder comprar un buen mayorazgo que quedase memoria de nuestros padres y nosotros” (Jiménez de la Espada, 1974: II, 502). Pillado en tales componendas, le quitaron apoyo los Consejeros Reales y aceptaron su remoción, lo que coincidió con la dación de las Nuevas Leyes de Indias, la creación del virreinato del Perú y de la Real Cancillería de los Reyes o Real Audiencia de Lima. El primer virrey del Perú Blasco Núñez de Vela vino con intención de encerrarlo en prisión, escapando a tiempo Vaca de Castro que llegado a España fue encausado durante tres años, hasta que con la fortuna que había amasado logró comprar su absolución; aunque solo con la presión del Consejo de Indias pues Carlos V se resistió durante varios años a concederle la reposición. De ello dejó constancia el historiador de Indias Antonio de Herrera, en carta al arzobispo de Granada, Pedro de Castro y Quiñones, diciendo: “No quiero callar que he hallado que el Consejo consultó varias veces al Emperador la inocencia del señor Vaca de Castro y que al cabo de ocho años le envió a Flandes una muy apretada consulta, y Su Majestad Cesárea la tuvo cinco o seis años en un escritorio hasta que la resolvió” (Citado por Pérez de Tudela, 1963: XXXIII). Al cabo, Vaca de Castro obtuvo no solo la absolución, sino los títulos e investiduras que le prometieran los Consejeros Reales cuando lo convocaron para marchar al Perú. Fue nombrado Comendador de la Orden de Santiago y entre 1557 y 1561 alcanzó la más alta magistratura en el Consejo de Indias. Pero no por propios méritos, sino merced a los mecanismos de corrupción imperantes. No existe sustento válido alguno para elogiar la obra de Vaca de Castro, pero esto sigue haciéndose en el Perú y en España. De esta misma opinión es el erudito historiador español Juan Pérez de Tudela y Bueso, gran conocedor de la documentación de la época, quien concluye su análisis con esta severa condena: Los “años de encausamiento en la península valieron a Vaca de Castro cierta conmiseración general, y del emperador finalmente, una
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Cantuta nº 17 resolución absolutoria. Sospechamos que la parte que logró salvar de la enorme fortuna por él acumulada en el Perú hubo de servirle, entre otras cosas, para estimular admiraciones hacia su obra peruana. De entre ellas, el ditirambo de Calvete de la Estrella ha sido eficaz hasta nuestros días. Pero quien se acerque al personaje a través de testimonios distintos de ese “Elogio”, encontrará poco que elogiar en el magistrado que afirmó en el Perú el pabellón triunfante de la crueldad para con los españoles, la opresión exactora sobre los indios y el manejo del gobierno para tratar de henchir la codicia, que en el caso de Vaca no conoció fondo” (Pérez de Tudela, 1963: XXXIIXXXIII). Almagro murió como los comuneros Otro importante tema a estudiarse está relacionado con la repercusión e incluso influencia que pudo haber tenido la gesta de las Comunidades de Castilla en los sucesos de América y del Perú. Esa lucha de carácter nacionalista, en la que afloró la lucha de clases, fue terriblemente aplastada por las clases dominantes en España. En 1521 fue ejecutado Juan de Padilla, su principal caudillo, por “comunero” y “traidor”. Y Cristóbal Vaca de Cas-
2009 tro, veinte años después, se creyó un redivivo exterminador de comuneros y traidores, pues así consideró a los almagristas, ordenando la ejecución de su principal líder “por usurpador de la justicia real y porque se levantó en el reino tiránicamente y dio batalla al estandarte real” (Cieza, 1994: 308). Así, un postrero día de setiembre de 1542, Diego de Almagro El Mozo fue decapitado en la misma plaza que presenciara cuatro años antes la muerte de su padre. Vaca de Castro, al presentar un extenso informe al emperador sobre su victoria, hizo alusión a los comuneros de Castilla diciendo que en el Perú “convino hacer con (los almagristas) como hicieron vuestros gobernadores contra Juan de Padilla y comunidad” (Porras, 1959: 500). Es que Vaca de Castro estuvo convencido de que acompañaron al joven Almagro varios de los que huyeron de las represiones en España. Y se esmeró por destacarlo, diciendo por ejemplo que a uno de ellos hizo ejecutar en el mismo campo de Chupas: “De los que se prendieron en batalla comencé luego a hacer justicia, y en el mismo lugar que fue la batalla, se hizo de seis que eran principales: el uno un Cárdenas, que fue deservidor de V. M. en tiempo de las Comunidades” (Porras, 1959: 502). España ha reivindicado la gesta de los Comumeros del siglo XVI. A los almagristas se les consideró sus émulos y bien vale la pena reexaminar sus luchas.
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Luis Guzmán Palomino
Corrupción, separatismo y comuna en el siglo XVI
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