PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR (San Juan 20,1-9)
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabe za, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado pri mero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
P. Miguel Carmen Hernández, SSP
Domingo de Resurrección
Celebrar la fiesta de la resurrección es celebrar la fiesta de la vida, la fe, la esperanza y la caridad. La resurrección de Jesucristo nos da la certeza de que la muerte no tiene la última palabra y al mismo tiempo esta resurrección nos permite, como a los apóstoles, sacudirnos la tristeza y el miedo para anunciar la buena nueva de Jesús. El milagro de la resurrección de Jesús es también el milagro al que está llamada toda persona creyente, es decir, a resucitar cada día, cada momento, muriendo al pecado y al mal que tanto daño hace y que nos aleja de Dios. El pecado no solamente ofende a Dios, sino que nos aleja de él y de su amor. Por eso, vivir resucitando debe ser vivir haciendo crecer en nosotros la vida nueva que nos ha traído Jesús y expresarla en obras concretas de amor y misericordia con los que tenemos más cerca: familia, amigos, vecinos, conocidos. Vivir como resucitados es morir y liberarnos del egoísmo estéril que no da frutos, sino al contrario, ahoga en nosotros el bien y la libertad de los hijos de Dios.
yentes tengamos conciencia que la resurrección y la vida que nos trae Jesús no es cuestión solamente de futuro, de un «más allá». La nueva vida traída por Jesús tiene que ver y está enraizada también en el «más acá». Al respecto dice J. L. Martín Descalzo: «Nos hemos acostumbrado a pensar que la resurrección es solo una cosa que nos espera al otro lado de la muerte. Y nadie piensa que la resurrección es algo que Dios da a todo el que la pide, siempre que, después de pedirla, siga luchando por resucitar cada día. Los resucitados son los que tienen un plus de vida que les sale por los ojos brillantes y que se convierte en seguida en algo contagioso, algo que demuestra que todo el hombre sobrepasa al hombre que es y prueba que la vida es más fuerte que la muerte». La vida es más fuerte que la muerte, repitamos esto cada día. La vida es más fuerte que la muerte.
Abrirse a la vida, a la resurrección es abrir nuestro corazón al misterio de Dios y a su amor infinito por nosotros. ¿Cuántas veces en vez de abrirnos a este amor nos ceEs necesario que como cre- rramos en nuestro egoísmo?
¿Cuántas veces nuestro corazón se cubre con la coraza de los sentimientos malos que nos alejan de los demás y de Dios? Como creyentes debemos dejar que Dios entre en su corazón, que el misterio del hombre sea iluminado por el misterio de Dios; que la vida del hombre sea colmada con la vida de Dios. En la vigilia pascual del 2015 el papa Francisco dijo: «Entrar en el misterio nos exige no tener miedo de la realidad: no cerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no entendemos, no cerrar los ojos frente a los problemas, no negarlos, no eliminar los interrogantes... Entrar en el misterio significa ir más allá de las cómodas certezas, más allá de la pereza y la indiferencia que nos frenan, y ponerse en busca de la verdad, la belleza y el amor, buscar un sentido no ya descontado, una respuesta no trivial a las cuestiones que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón. Para entrar en el misterio se necesita humildad, la humildad de abajarse, de apearse del pedestal de nuestro yo, tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad para redimensionar la propia estima, reconociendo lo que realmente somos: criaturas con virtudes y defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio hace falta este abajamiento, que es impotencia, vaciándonos de las propias idolatrías... adoración. Sin adorar no se puede entrar en el misterio. Todo esto nos enseñan las mujeres discípulas de Jesús. Velaron aquella noche, junto la Madre. Y ella, la Virgen Madre, las ayudó a no perder la fe y la esperanza. Así, no permanecieron prisioneras del miedo y del dolor, sino que salieron con las primeras luces del alba, llevando en las manos sus ungüentos y con el corazón ungido de amor. Salieron y encontraron la tumba abierta. Y entraron. Velaron, salieron y entraron en el misterio. Aprendamos de ellas a velar con Dios y con María, nuestra Madre, para en-
trar en el misterio que nos hace pasar de la muerte a la vida». Vivamos pues como resucitados y contagiemos la alegría esta alegría de resurrección, contagiar la resurrección es anunciar y trabajar duro por la realización de los valores del reino, que no son otros que el amor, la misericordia, la paz, la vida… Anunciemos que Jesús está vivo y no olvidemos que la vida es más fuerte que la muerte. www.sanpablo.es