Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario

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Padre Octavio Figueredo, SSP Domingo XXVIII TO ( Lc 17,11-19): Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «Id a presentaros a los sacerdotes». Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».

Señor Dios nuestro, te alabamos y te bendecimos por tu Hijo Jesús.

En él y por él nos podemos presentar limpios ante ti...

Unos gritos que piden compasión

L

a primera lectura y el evangelio que leemos en la liturgia de la Palabra de hoy guardan una estrecha relación. En las dos aparecen unos enfermos de lepra. El primero de ellos Naamán, un hombre no Israelita, no judío. Naamán es un extranjero, un sirio. Y en el evangelio ya no encontramos a uno, sino a diez leprosos. Diez leprosos de una población de Samaria, región que no era «puramente» judía en sus orígenes. Para los judíos, los samaritanos eran un pueblo impuro ya que su sangre estaba contaminada por la de otros pueblos extranjeros. En unos extranjeros, en unos enfermos, en unos hombres «sin nombre» –como es el caso de los leprosos del evangelio– Dios manifiesta su poder sobre la enfermad, el dolor, el sufrimiento. En unos leprosos se manifiesta el regalo de la sanación. En unos excluidos y marginados se descubre la maravillosa restauración de la vida personal e interpersonal. Y es Dios mismo quien hace posible que Naamán y otros diez enfermos de lepra saboreen la gracia de sentirse curados. La imagen de este Dios restaurador, la imagen de este Dios que toca lo más débil y frágil de la condición humana para darle vida y transformarla, la

encontramos de un modo claro y maravilloso en la persona de Jesús de Nazaret. Hoy vemos a Jesús en movimiento, Jesús esta de camino a Jerusalén. Entre Samaria y Galilea le sale al encuentro la enfermedad, el dolor, el grito de unos leprosos, el sufrimiento de unos pobres hombres que viven la miseria de su terrible enfermedad y la miseria agobiante de su soledad y aislamiento. Unos hombres enfermos de lepra que no están en el pueblo porque la ley de Moisés impide que estos enfermos vivan con otras personas. Tienen prohibido cruzar esa barrera entre los puros y los contagiados, entre los buenos y los malos, entre los limpios y los pecadores. Por eso estos leprosos se consuelan con hablarle a Jesús desde la distancia, se consuelan con hablarle a Jesús desde el otro lado de la valla, desde la otra orilla, desde su periferia, desde esa isla y ese mundo en el que están obligados a malvivir... Se detienen y le contemplan desde lejos. Se dirigen a él con un grito desgarrador, un grito con el que suplican: «Señor, ten compasión de nosotros», devuélvenos la salud, cúranos de esta lepra, devuélvenos la vida. Y Jesús, nos dice el relato evangélico, los mira, les habla, le dirige la palabra, los contempla y les pide algo que parece imposible: «Id a presentaros a los sacerdotes». Un leproso


no podía acercarse a un sacerdote ni a nadie mientras estuviera enfermo. Pero estos leprosos creen en Jesús, se ponen en camino, y mientras van de camino quedan limpios. Uno de ellos, viendo que esta curado, se vuelve alabando a Dios a grandes gritos. Ya no es el grito de dolor y desesperación de un enfermo, sino el grito de alegría de aquel que se siente curado, el grito de quien puede experimentar una vida nueva. Y aunque solo uno se acuerda de volver para dar las gracias, no cabe duda que los otros nueve también estaban gritando de alegría por sentirse curados. ¡Qué imagen de Dios más sorprendente! Un Dios que no se construye periferias, islas, mundos aparte... Un Dios que no parece tener miedo ni asco del pecador. Un Dios que no traza líneas de separación con el débil, con el enfermo, con quien no cuenta. Hace poco dijo el papa Francisco: «Hay mucha gente que necesita que les demos una mano, que les miremos con cariño, que comportamos su dolor, sus problemas. Pero lo importante no es mirarlos desde lejos. No. Lo importante es ir al encuentro». Es uno de los mensajes de esta liturgia de la Palabra: ir al encuentro y dejarse encontrar. Mirar a los ojos y dejarse mirar. No conformarse con mirar desde lejos la triste realidad del otro. Como Jesús, es necesario detenerse, contemplar, tener compasión, compartir los dolores del prójimo, curar... Es más que suficiente quedarnos con ese mensaje y vivir ese mensaje.

Para reflexionar: ¿Estamos dispuesto a salir?, ¿estamos dispuestos a compadecernos?, ¿estamos dispuestos a dejarnos incomodar por la realidad del otro? Oración Señor, cúranos de nuestras lepras, cúranos de aquello que no nos deja vivir. Señor, danos la gracia de no tener miedo de compadecernos de quien sufre. Señor, danos oídos, manos, corazón, voz... dóciles con aquellos que hoy piden a gritos compasión. Novedad

Que no tengamos miedo de mirar a los ojos a quien no cuenta. Que no tengamos miedo de hablar con los últimos, de oír a los últimos, de dejarnos encontrar. Que no tengamos miedo, reparo ni dudas en aliviar el dolor de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Que no tengamos miedo de escuchar los gritos de quien hoy nos pide compasión, ayuda, consuelo, curación. Y en esto tenemos una gran tarea. El mundo nos reclama esa compasión, el mundo está necesitado de esos hombres y mujeres capaces de salir al encuentro.

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