HorrorMex 3: ¿Qué se siente morir?

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Cuentan en mi pueblo....

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Todas esas mujeres

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¿Así se siente morir?

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Unidas por el fuego

Para los mexicanos la muerte no es el final. Es cierto que tenemos que irnos algún día, porque nuestras vidas son cortas, pero siempre permanecemos en espíritu aquí

Él le colocó una mano en el hombro, con suavidad, como siempre lo hacía.

Solía creer que la muerte era lo más eterno y romántico que nos podía pasar, sin embargo, nunca creí que la decisión la fueses a tomar tú sólo.

Martha lo supo al instante y se le erizó la piel; la profecía de la anciana del demonio se había cumplido y el hechizo estaba anulado, como su propio precio.

Editor J.Neros

/HorrorMex

Comité editorial J.Neros La Chica llamada Cuervo Lilly Haggard

Diseño y formación Daniela Estrada

Portada Axl Contreras


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Éxodo

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La Bruja

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Anécdota

Las pesadillas nocturnas se evanescen con el primer rayo del sol. Amanece. Los mirones, testigos post mortem, invaden las banquetas al exterior del edificio.

La Bizcocho le decía entre sollozos que dejara de pegarme, que él siempre la engañaba y ella no podía hacer nada. No tardó en recibir lo suyo, pero con semejante quijadón, seguro no le dolió tanto.

El día en que murió mi abuelo sentí un gran vacío que me cubría trayendo frío a todo mi cuerpo

Ilustración Ana Argüelles Axel Contreras Idu Julián Nekane LaQueDibuja

Corrección de estilo Lilly Haggard

Relaciones públicas La Chica llamada Cuervo

HorrorMex@hotmail.com


Cuentan en mi pueblo Celebración del Día de Muertos Si comenzáramos una lluvia de ideas con el vocablo México tendríamos una interminable lista de asociaciones que incluiría palabras como: Tacos, Mariachis, Pozole, Aztecas, Tequila, Muñecas María, Día de Muertos, Calaveras coloridas. México es un país lleno de cultura, de sabores, de colores. De riqueza. Y una de las celebraciones que más nos identifica es El día de muertos. Aunque en realidad no se festeja solo un día. Este festejo comienza desde el 28 de octubre. Pero los días más importantes son el 1 y el 2 de Noviembre. Cada entidad en México tiene su manera de festejar estos días. El común es colocar una ofrenda en cada hogar con flores de cempasúchil, veladoras, comida y objetos que le gustaban a nuestro ser querido y, por supuesto, su fotografía. Así también es importante adornar nuestra ofrenda con papel picado, calaveritas


o, que por las noches... de azúcar, un mantel blanco y agua, sal e incienso. Celebrar a la muerte es en realidad un acto de fe, de esperanza. Es una manera de recordar a quienes amamos y ya no están con nosotros. Es un hermoso gesto de fuerza para decir que todavía viven en nuestros corazones y que seguiremos nuestras vidas hasta volver a encontrarnos, aunque eso duela más que la muerte misma. Para los mexicanos la muerte no es el final. Es cierto que tenemos que irnos algún día, porque nuestras vidas son cortas, pero siempre permanecemos en espíritu aquí y esos días específicos son una oportunidad para visitar a quienes aún permanecen en la Tierra. Es por esto que en HorrorMex no podemos permitir que se vaya el Día de muertos sin festejarlo a nuestra manera. Aquí traemos una selección de creaciones que nos permitirán descubrir: Qué se siente morir. Lilly Haggard


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Todas esas mujeres Escrito por Lilly Haggard

Ilustrado por Axl Contreras

“

Andrea temblĂł con verdadero miedo cerval al escuchar las botas revolver la gravilla del patio.


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ndrea tembló con verdadero miedo cerval al escuchar las botas revolver la gravilla del patio.

Aquella primera vez que se quedaron hasta tarde, platicando, se había enamorado de su voz, de sus palabras dulces.

Él se acercó a ella con mucha delicadeza.

Levantó la mirada para toparse con los preciosos ojos azules de Erick. Su gesto representaba una preocupación honesta. Ahora no sabía qué era real y qué no.

El viento se convirtió en una lengua gélida que lamió sus huesos. Se abrazó de manera mecánica, como si eso fuera suficiente para detener el terror que estaba sintiendo. Él le colocó una mano en el hombro, con suavidad, como siempre lo hacía. —Oye, por qué estás aquí tu sola. Vamos adentro, aquí hace frío. Andrea se giró para darle la espalda y alejarse de sus manos cálidas. Estaba tensa y tenía la sensación de que él escuchaba su corazón desenfrenado. —¿Amor, qué pasa? ¿Te sientes mal? Su caricia, esta vez, no la confortaba. Hacía veinte años Andrea se enamoró de él precisamente por su forma de tocarla. Cuando la abrazaba se sentía segura, se sentía querida. —Mi vida, si quieres te preparo un té. Vamos adentro, no quiero que te congeles.

—¿Andrea, Cielo? ¿Qué sucede? —¿Es verdad? —¿Qué? —dijo él, tranquilo, y Andrea bebió un sorbo de esperanza.

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Ahora no sabía qué era real y qué no.


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—Lo que dijeron sobre ti. ¿Es verdad? —¿De qué hablas, amor? ¿Quiénes? —¿Hiciste todo eso? ¿Es real? —¿Real? Cielo, estás asustándome. Vayamos adentro. —La empujó con suavidad hacia la casa—. Está frío aquí y esa camiseta no es suficiente. Te enfermarás. —Solo dímelo, Erick. Andrea se cruzó de brazos para evitar que él continuara jalándola. Si se tensaba más se quebraría. No se movió. Erick la miró asustado. —¿Qué es lo que pasa? No sé de qué estás hablando, cielo. Me estás preocupando. —Llamaron… los detectives. Hablaron sobre la

mujer de las noticias. ¿La mataste tú? —¡Qué! —Fuiste tú, ¿no es cierto? Fuiste tú, Erick. Todas esas mujeres… —¿Qué le dijiste a la detective? Su voz era gutural, tenía la mandíbula y los puños apretados. Su gesto dejó de ser amable. Sus ojos ya no eran cálidos, ahora brillaban de furia. Él era la muerte. —Oh, Dios mío. Andrea se llevó las manos a la cara, con impotencia, al recordar las palabras de la detective. «Señora, creo que no conoce verdaderamente al hombre


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que duerme con usted. Tenemos pruebas, señora, de quién es él en realidad. Sus huellas coinciden. Su material biológico coincide con el de las víctimas. No tengo duda de que es él». Erick le apretó el brazo con tanta fuerza que dejó de sentirlo. La sacudió varias veces. —¡Qué le dijiste, maldita sea! —Oh, Dios. No. ¡No! No eres tú, no eres tú. ¡No las mataste tú! Júramelo. ¡Erick! Él le soltó el brazo. Su gesto era frío, serio. Su semblante cambió para siempre.

Ese ya no era su marido.

ErA LA MUERTE.


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¿Así se siente morir? Escrito por La Chica llamada Cuervo

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Ilustrado por Idu Julián

ndábamos por un camino incierto, sin saber qué iba a pasar o a dónde íbamos; escuchábamos ésos pasos rápidos detrás de nosotros, volteamos, no debimos de haberlo hecho, Era el silencio, nos persiguió hasta que te arrancó de nuestro mundo. Poco a poco perdiendo el aliento y la voluntad de seguir. Yo que creía que ser fuerte era llegar al final, no pensé que el fuerte debía ser yo, ése monstruo que aprende a respirar mientras se ahoga en su soledad.


El silencio tiene garras fuertes y filosas. El silencio no tiene piedad. Tus labios estĂĄn inertes y callados.

Tu boca ya no responde, ya ni siquiera tiene dolor.

Estoy segura de que extraĂąas el dolor, el dolor nos mantenĂ­a andando y ahora:

nada.


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¿Por qué lo hicimos? ¿Por qué desobedecer la instrucción más sencilla?:

No mires atrás.

El silencio se alimenta de nuestra nada, del no sentir.

¿Así se siente morir? ¿Cómo un salto al vacío del egoísmo?

¿Así es morir? ¿Es acaso olvidar todo? ¿Es la libertad?

¿Cómo tener un hoyo en la cabeza de donde se escurren todos tus recuerdos?

Sonrío intentando creer que sigues aquí, siendo libre, olvidándome, no sintiendo. Seguro es un muy mal sueño, una muy mala jugada de la psicosis que se esconde debajo de mi cama. Eso debe de ser, la realidad no podría ser tan devastadora, simplemente no podría, algo debe mantenernos cosidos, no rotos. ¿Qué sería de nosotros si la peor de las pesadillas fuera la que vivimos a diario y no la que nos visita al cerrar los ojos? No podríamos seguir de pie.

Pero yo no quiero olvidarte.

Te encantaba mantenerme al margen de todo lo que ocurría en tu vida, no veías que éramos dos monstruos gemelos, deformes, doloridos que no tenían a dónde más acudir. Debe ser el peor tipo de soledad, el eterno desamor. El eterno vestido blanco que se aferra a mi piel llevándome a creer que algún día volverás: sólo está retrasado, sólo es un muy mal chiste, la realidad no debería ser tan horrible.

Tampoco quiero que el vestido blanco se vaya, no quiero vestirme de negro para besar tus labios inertes por última vez. Para despedirme en silencio ya que en público la gente no llora a gritos desesperados y desgarradores. No quiero. Prefiero soñar con que volverás. Soñar con que no me has olvidado, con que así no se siente morir. No quiero que seas libre, quiero que vivas encerrado en éste sueño eterno en el que los dos nos amamos hasta devorarnos. Éste sueño eterno que se repite en mi cabeza como una grabación, parece una memoria, una memoria infinita del qué habría pasado si hubieses llegado, si no hubiera estado sola con éste vestido blanco…si en vez de


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estar en tu caja de madera y de egoísmo estuvieras a un lado mío sosteniendo mi mano, ésa mano que tiende de un hilo como la de una muñeca rota. No quiero tu olvido. Quiero que vuelvas a sentir el dolor que solía unirnos, quiero que tus labios dejen de estar en silencio y que vuelvas a decir mi nombre, en llanto, en desesperación, a mordidas en la oscuridad. Quiero lo que sea que pueda tener tuyo, todo, menos ésta soledad.

¿Así se siente morir? ¿Es acaso olvidar todo? ¿Es la libertad?

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Unidas por el fuego

Escrito por Javier Millz

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Ilustrado por Ana Argüelles

ocas son las amistades que se mantienen con sinceridad. Los amigos que lo son de verdad no se andan con tonterías para comprobar su honestidad, y casi nunca se ocultan secretos que puedan perjudicar la relación. Éstas dos chicas no pertenecían a la amistad común. Eran muy diferentes. Martha era la chica bonita y vanidosa, mientras que Adelaida tenía una cara de espanto, o al menos así

decían los demás a sus espaldas; los chicos pensaban que no se enteraba de los malos comentarios, pero ella sí lo sabía y los escuchaba. ¿Qué las unía entonces? Hasta el más inteligente solo especulaba. Durante una fría y tranquila noche de 31 de octubre, en un pueblito del corazón del país, las amigas desiguales caminaban por el Festival de los Muertos.


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Martha había persuadido a Adelaida sobre un trato muy siniestro para corroborar la autenticidad de sus sentimientos. —Te juro que él solo es mi amigo —le dijo una vez más—. Y para que me creas, te llevaré a que unamos nuestros destinos. Adelaida no tenía idea de qué hablaba su amiga; en realidad aceptó porque no tenía qué perder, y porque detestaba pasarla en su propia casa, junto a su madre indiferente. La joven se limitaba a asentir a todo, con su peculiar rostro redondo y rosado. De todas formas, Adelaida ya había perdido las esperanzas con su nuevo amor imposible. Martha hablaba de su fuerte creencia en esoterismo y su amiga le creía cada historia sobre personas curadas o maldiciones inducidas hasta que llegaron al límite del festival. En aquel sitio perturbaba la ausencia de juegos mecánicos y casas del terror, pues el único atractivo era una pequeña carpa bajo un árbol de figura tenebrosa. Las chicas cruzaron unos arbustos antes de encontrarse con la puerta principal. Allí dentro, según Martha, las esperaba Adriana, una vidente.

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La mujer quizá rosaba los ochenta años; la extraña viejecilla de rostro apacible e indumentaria casi fúnebre les dio la bienvenida. Su voz aparentaba ser como la de la abuelita más simpática que hayan visto en años. Adelaida sentía ternura por ella, pero, a su vez, tenía miedo de aquel cabello platino y el montón de parafernalia mágica. —Buenas noches —respondió Martha—. Nos gustaría hacernos un amarre. Quiero garantizarle a mi amiga una amistad larga, donde ni el destino nos separe jamás. —Yo tengo lo que buscan —dijo la dulce anciana—, puedo unirlas por el fuego. Ambas aceptaron el trato. El único detalle incómodo era aquello de cortarse el dedo y soltar gotitas de sangre. Adelaida, asustada, aceptó la idea de someterse al filo del cuchillo; y Martha, tan emocionada como un infante, se dejó rebanar la yema del índice. Las instrucciones de la mujer eran simples: hacer un nudo con los dedos, colocarlos sobre una veladora negra encendida y cerrar los ojos. La sangre, de manera sobrenatural, no escurría sobre el fuego. Adriana tomó las manos de las jóvenes y comenzó a recitar una especie de oración:

Martha era la chica bonita y vanidosa, mientras que Adelaida tenía una cara de espanto, o al menos así decían los demás a sus espaldas [...]. ¿Qué las unía entonces?


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—Teje un hilo entre estas dos almas —al decir esto, una gota de sangre por fin cayó en la llama de la vela y ésta ardió más durante un segundo—. Haz de tu voluntad eventos impermutables —y luego, otra gota más—. Permite el destino si existe una misión. Crea para ellas un único azar. Y trae la oscuridad que solo el fuego puede disipar. Cuando la vieja acabó, las chicas obedecieron a la orden de abrir los ojos. Adelaida no podía creerlo, pues el fuego había hecho ruido cinco veces, cada que una gota de fluido le tocaba, y para su mayor sorpresa, la veladora estalló una sexta vez y se apagó. Se limpiaron y curaron las heridas con un inusual botiquín que guardaba Adriana. —Retírense ahora, son libres de irse —dijo la anciana, ansiosa—. Pero antes tengo que advertirles que he visto algo malo en sus futuros, mientras pronunciaba el hechizo. Una de ustedes sufrirá un terrible accidente pronto. Adriana pidió que no le pagaran, porque el pago se anulaba si había una fuerza negativa durante el amarre, y así sucedió. Martha y Adelaida salieron casi corriendo de la carpa de la bruja al escuchar la macabra advertencia; no fueron capaces ni de mirar atrás.

Martha lo supo al instante y se le erizó la piel; la profecía de la anciana del demonio se había cumplido y el hechizo estaba anulado, como su propio precio.

En la noche de todos los santos Martha se mordía los labios y se pellizcaba un brazo, con su amiga en el pensamiento, pues aquella no respondía los mensajes desde la mañana y le preocupaba eso del accidente que dijo la bruja. Para evadir las preocupaciones, encendió el televisor y se recostó un momento. Las imágenes mostraban la terrible escena de un atropello. Decenas de monstruitos curiosos se aglomeraban alrededor de la escena e impedían el paso de los paramédicos. El titular de la noticia se leía como “Desafortunado accidente durante noche de fiesta”. Martha lo supo al instante y se le erizó la piel; la profecía de la anciana del demonio se había cumplido y el hechizo estaba anulado, como su propio precio. Apagó el aparato y se sintió aliviada. Meditó la situación: era libre de cualquier magia que había jurado porque la otra integrante del conjuro estaba muerta. Por eso fue que no le pidió dinero la vieja, ¿o no? Gracias a como se encontraban las circunstancias Martha acudió al teléfono, marcó un número especial, lo colocó entre su hombro y oído y comenzó a empacar sus pertenencias. —Sí, Raúl. Me gustaría irme ahora contigo de este odioso pueblo —decía entretanto metía y metía blusas a una maleta—. Sí, exacto; ya cambió el plan. No vas a creer lo que le pasó —corrió la cortina que cubría su humilde ropero y cogió su par de zapatos—. Me alegra que estés de acuerdo. Te veré entonces en el lugar que ya habíamos quedado. Cortó la llamada; estaba entusiasmada de irse de una vez hasta que escuchó un pequeño ruido proveniente de detrás de la cortina, como si unas garras felinas


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rasgaran la pared. Pensó en que tal vez una prenda se deslizó hasta caer, pero recordó que no tenía ningún sentido porque sabía que lo había ordenado bien. —Espero que me hagas una ofrenda muy linda mañana —dijo una conocida voz dentro del ropero. Martha sintió cómo su presión descendió hasta ponerse pálida y casi desmayarse. Le temblaba incluso la respiración. Pero el verdadero escalofrío le sobrevino al ver unos desnudos pies violáceos bajo la cortina: las uñas podridas, las venas rojas y un aroma de carne muerta acompañaban la presencia de esas horribles extremidades. —¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó Martha, ingenua, petrificada. Se aproximó con la intención de remover la tela para mirarla. —No lo hagas —dijo Adelaida—. Estoy horrible; mi cara está desfigurada —sollozó—. No sé cómo acabé peor de lo que me veía. El imbécil ese conducía muy rápido —luego dio un grito desgarrador que sobresaltó a Martha—: ¡Soy muy fea! ¡Fea! La chica miró a los lados y se preguntó si estaba enloqueciendo. Buscó sus maletas y analizó la idea de correr y dejar a ese espectro dentro de la habitación. —Amiga, tengo que irme —contestó Martha, preocupada. —¡Ayúdame, por favor! Aquí hace mucho frío, y las noches son muy largas. Creo que he estado una eternidad flotando en una especie de abismo que no tiene salida. Decían que Dios te esperaba al morir y yo no he visto más que un mar negro y gélido —Martha no apartaba sus ojos de la cortina y de esos malditos pies; apreció cómo se dibujó la sombra de una mano a través de la textura. Una mancha de sangre se expandía en la

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tela, sobre la palma—. ¡Consígueme un cuerpo que sea muy bonito! Trae a una chica delgada y hermosa para que pueda poseerla. Y así seguiremos siendo mejores amigas; seríamos una pareja de amigas muy lindas, como hermanitas. —¿De qué hablas? No podría matar a alguien jamás. ¿No puedes simplemente descansar en paz y ya? —Hicimos un pacto, ¿recuerdas? Si no me ayudas, tendré que seguirte para siempre, y me verás en todos lados en esta forma. Nuestras almas están unidas por el fuego. Martha entendió muy bien que Adelaida la perturbaría por el resto de sus días, y que quizá moriría por la curiosidad de ver aquel rostro destruido. Temía por su felicidad y cordura. Aunque, la idea de arrebatarle la vida a otra persona le estorbaba un poco, ¿cómo asesinaría a alguien sin que la culpa corroyera su consciencia? Y como si el fantasma leyese sus pensamientos, le ofreció una nueva idea: —Calma, Martha. Tú solo consigue ese cuerpo y me encargo del resto. Cuando tenga una nueva cara, olvidarás todo. Lo prometo. Martha sabía bien que Adelaida no era capaz de mentirle a nadie. Confió en su promesa y aceptó la idea de buscarle a una chica que fuese muy guapa. La noche comenzaba y los niños aún pedían dulces en las tiendas de abarrotes, así que mujeres jóvenes y hermosas debían andar en las calles a esa hora. Aliviada por la supuesta garantía, buscaba en cada casa y cada esquina dónde pudiera estar una jovencita que fuese del agrado de Adelaida. Y estaba nerviosa, se repetía a sí misma que era una estúpida por haberse metido al ocultismo de manera tan irresponsable. ¿Cómo mataría sin dañar el cuerpo?, se preguntaba una y otra vez. Viajaba por cuadras enteras y se metía

Enfureció al ver mejores a Aprovechó la garantía de ten recuperar a Adelaida; dec

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más bonita que ella.

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entre grupos de niños disfrazados que la miraban con intención de espantarla; pero nada podía dejarla más asustada que su propia aventura. Una vez que halló una tienda de autoservicio, se le ocurrió la idea de asfixiar a la persona con una bolsa. Entró y le atendió una muchacha de muy buen parecer: de la edad de su amiga, dientes parejos y relucientes, mejillas redonditas y bronceadas, una cara pequeña y fina, un cabello negro, limpio y dividido en dos trenzas y unos ojos avellanados de color miel conformaban la femenina esencia de ese perfecto ser; sin embargo, Martha sucumbió al viejo sentimiento producido por una buena competencia. Enfureció al ver mejores atributos en otra persona. Aprovechó la garantía de tener su mente borrada luego de recuperar a Adelaida; decidió que su mejor amiga no sería igual o más bonita que ella. Tomó una bolsa del mostrador, abandonó la tienda sin decirle ni las buenas noches a la empleada y sintió la mirada de extrañeza. Transcurrieron unos minutos y recorrió un par de calles a pie. Otro ejército de infantes representando seres del infierno le pidieron calaverita al acercarse; detrás de ellos estaba una mujer joven de complexión gruesa, cabello descuidado y una cara tan apretada que parecía el hocico de un perro. Martha se puso contenta al encontrar a su objetivo principal. Nada más esperó a que acabaran de pasar los chiquillos cuando apartó a la chica del grupo. Furiosa y envenenada por un complejo de superioridad, tapó la boca de su víctima con toda su fuerza y la condujo a un callejón, sin que los niños se percataran. Con la otra mano, Martha sacó la bolsa y tapó la cabeza


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de la gorda. Jaló de las asas hasta enrojecerse por la presión ejercida. El plástico soportaba, eficiente, mientras la mujer agonizaba e intentaba librarse. Y será el talento de Martha o el pánico de la víctima, que murió apenas un par de minutos después. Para su fortuna, los demás niños creían que era una broma alusiva al día festivo: Martha arrastraba el cadáver con dificultad, jadeando y sudando mucho. La gente le aplaudía por el realismo de hinchar el rostro de la muerta y pintarlo de púrpura. Su recorrido hasta la casa que rentaba con Adelaida estuvo repleto de elogios y sustos compartidos. —Aquí está una —le gritó a la aparición desde la sala de estar—. Lo siento, no encontré ninguna que fuera bonita. Me cansé de buscar, pero en este pueblo la mayoría son horribles como ésta. ¿Así está bien? Adelaida salió parcialmente de la penumbra; solo mostró sus pies pálidos y dijo, vacía: —Sí, ya no importa. Lo único que deseo es volver a la vida y vengarme de quien me atropelló y me dejó en esta forma.

—Tengo mucha prisa y no quiero recordar nada. Si me voy así, ¿voy a acordarme de esto por la mañana? —preguntó Martha, desesperada. —Necesito un último favor —y dicho esto, un libro saltó de un anaquel y se abrió en una determinada página—. Es el libro de Adriana, lo tomé prestado. En él viene un hechizo para que puedas introducir mi alma en... ella. No te tomará ni cinco minutos pronunciar las palabras mágicas. Y sí, cuando acabes el ritual podrás irte y no recordarás nada. Pero, ten en cuenta que nuestros destinos están unidos. Nos volveremos a ver y espero sigas siendo mi mejor amiga, como prometiste. Martha no quería volver a verla, y menos siendo un cadáver de peor apariencia que antes, aun así, sabía que Adelaida seguiría siendo su amiga sin encantos. Feliz por ese hecho, aceptó la responsabilidad de leer un simple párrafo. Martha recogió el libro, y con la mano derecha en alto sobre la fallecida, leyó los versos que contenían un conjuro titulado “Anima Translatio”. Era como hacerle un exorcismo a alguien que carecía de


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espíritu, pero se divertía porque al día siguiente no tendría que lidiar con más ciencias ocultas. —Anima Translatio —repetía ella la misma oración—, abre la puerta y déjame entrar. Anima Translatio, abre tus alas y déjame habitar. Ya pronunciado el hechizo durante tres veces, una atmósfera muy silenciosa se apoderó del cuarto. Martha no se sentía bien, se mareaba, y al ver un símbolo extraño en forma de estrella grabado en la página que leyó, se desvaneció. Adelaida se aproximó, y sus pasos arrastrados fue lo último que oyó. Despertó de un sueño muy pesado; no comprendía por qué se había desmayado. Encima de ella se reproducía la imagen de la mujer a la que había asesinado. Balbuceaba, desorientada, y al instante se enteró que aquella gorda infame era ella misma; un espejo colgaba del techo y dos más reflejaban su costado izquierdo y derecho. Gritó al ser testigo de su terrible fealdad. Lloró con tanta desesperación que se acabó la voz con el paso de las horas, sin saber tampoco por qué Adelaida la mantenía atada a la cama tanto tiempo. Y, al final, ella apareció luciendo su cuerpo esbelto, su delicada quijada y sonriendo con esos dientes que le había costado tanto trabajo cuidar. —¿Me veo bonita? —le preguntó, haciendo una sensual pose—. Estoy muy feliz, Martha. Por fin Raúl va a quererme. Sé dónde me está esperando ahora y vendrá por mí. ¡Cumplí mi sueño! Martha suplicaba que le sacara de ahí, pero el olor penetrante del combustible le confundía. Y más tarde aparecieron las llamas; ese fuego cuyo poder era el único capaz de disipar la oscuridad.


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ÉXODO

Escrito por Viridiana Nárud @viridianaeunice Ilustrado por Idu Julián

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l glop glop del agua no deja de taladrar mis oídos. Miro el techo, no tengo más que ideas acuchillando mi cabeza. Es noche. El vecino, arriba, deja caer de golpe un bulto pesado, lo arrastra por todo el departamento. Bonito horario escogió para hacer limpieza.

El foco fundido imposibilita cualquier visión. Unos pasos pesados se acercan. Pego mi cuerpo contra la pared junto a la puerta. Se detienen. El bufar de un caballo se escucha pegado a la entrada. La lengua se me derrite. Aprieto mi pecho para que el corazón no se salga. Las fuertes pisadas se alejan.

Las escaleras del edificio en su eterna espera de una pisada sucia son asombradas por un golpe. Su estruendo se escucha en todo el edificio. Nadie se queja, nadie dice nada. Lo habitual. La idea de tomar el teléfono y marcarle a la inútil de la administradora me hace rabiar más. Intento dar un vistazo por el ojillo de la puerta.

Las pesadillas nocturnas se evanescen con el primer rayo del sol. Amanece. Los mirones, testigos post mortem, invaden las banquetas al exterior del edificio. Los policías acordonan la zona, los paramédicos reconocen su inutilidad y se retiran, los forenses llegan. La palabra asesinato recorre los pasillos.


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Tocan a mi puerta. La voz chillona y siempre puntual en los chismes de la administradora les informa a los detectives que no he salido, también mi hora de llegada y hasta mi hora de comida. Que si desean entrar tiene una copia de mi llave en su casa. Todo en favor de la justicia, dice. Afortunadamente cambié la cerradura meses atrás. Por las respiraciones comprendo que los detectives son dos y también se encuentran fastidiados. Esta mujer no ha dejado de perseguirlos durante toda la mañana. Su voz, sus pasos nerviosos han recorrido todo el edificio, a pesar de haberle pedido tomar distancia. Los detectives fastidiados no insisten. Regresarán después, advierten. Apolo es vencido por Hécate. La diosa soberbia se levanta sobre el cielo permitiendo que Nut salga de la tierra para envolvernos con su manto celeste.

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Brilla la noche en medio del silencio mortuorio erizándome la piel. Mi corazón late con tormentosa fuerza al ver la derrota de Apolo. La luz del pasillo no ha sido encendida. Sigifica que la inservible de la administradora no ha cambiado la bombilla. Imposible de creer, tiene mi llave, pero cambiar un foco es demasiado trabajo. La noche eterna es acompañada por secretos ocultos en las tinieblas. Cualquier luz podría avisar que estoy aquí, sola, un objetivo fácil. Prefiero quedarme en la oscuridad. Aunque eso signifique que mi imaginación se encienda y divague en la tortura de mi vecino antes de morir y mi fastidio por tener que escucharlo. Pude haberlo evitado. Repito infinitamente. Su escándalo era común para un soltero. Peleas con mujeres, azotones de puertas acompañados de “Ojalá te pudras en el infierno”. A partir de la partida de los forenses nadie ha


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subido hasta mi piso. Ni la incómoda administradora se ha atrevido a cambiar el cochino foco. Cosa tan necesaria y urgente. Cierro con doble llave mi puerta. No quisiera que nadie entrara. Las horas avanzan tranquilas y el tic tac del reloj de la cocina hace eco en toda la casa. Los mismos pasos de ayer pesados y fuertes se escuchan subir lentamente las escaletas escaleras. ¿Por qué no aprendí el número de escalones? Qué importa, cada vez se encuentran más cercanos, nuevamente, el bufar sobre mi puerta. Pareciera querer extraer mi ADN con su respiración. Contengo el aliento para que nada pueda oler. Un acto reflejo por demás inútil. Quisiera que mis muslos no temblaran y no sentir la sangre caer a mis pies. Quisiera no sentir este miedo que me hace creer que es mi última noche. La respiración se tranquiliza y los pasos se alejan. Renace el silencio. La aburrición no me abandona. Sobre el sillón de la sala, sentada, miro a través de la ventana. El balcón muerto no tiene una sola flor, los vecinos de enfrente cenan, al Este, una pareja de amantes hace el amor. A ellos pertenece la noche. La soporífera atmósfera me envuelve en sus visiones nocturnas. Duermo. El grito de la vecina me despierta. Sólo fue una pelea. Dice al paramédico. Dos policías la suben a la patrulla, desquiciada. Manchas de sangre cubren su ropa. Los paramédicos suben para encontrarse con el agonizante vecino. Sólo pudieron hallar su último latido. Descanse en paz. Mismo procedimiento del día anterior. Mirones, patrullas, ambulancias.

Después, la sombría noche. Tocan a mi puerta. La voz de la administradora ha dejado de ser tan irritante para adoptar un tono serio y de preocupación. Sé que no has salido. Sería bueno que abrieras. Hay cosas que platicar. Abro la puerta. El rostro de la mujer se encuentra sin expresión. Entra sin ser invitada. No me molesta. Le ofrezco un té. Con ella me siento más tranquila de transitar por la casa. Los están matando. Sé que no te gusta ver las noticias, que no has salido. Se declaró estado de emergencia. Mataron a cinco hombres la noche de ayer, sólo en esta calle… La mujer quisiera decirme algo más. Pero cuando se anima se traga las palabras. No soy muy sociable


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El alcalde declaró estado de emergencia en toda la ciudad. Los alimentos han comenzado a escasear. Mi madre se mudó junto a su esposo. No quiso decirme adónde.

y no sé cómo reaccionar. Le acerco unas galletas que mi madre hizo por mi cumpleaños. Su aspecto débil, desvalido del mundo me inspira a abrazarla. Sólo la escucho. La familia dejó el departamento de abajo. No dijeron nada. Se llevaron sus cosas… Tienen un niño de doce años… Le llega a pegar a su hermana… pero qué niño no lo hace… ¡Qué no todos los niños hacen travesuras? ¿Qué diferencia podría haber entre una niña y un niño al hacer una travesura? La mujer no ha bebido un solo trago de su té. Hasta hoy me entero de que tiene sentimientos, creía que era una metiche que no dejaba vivir a los demás. Han pasado más de tres semanas desde el primer asesinato.

Cualquier información podría ponerlos en peligro. Los despidos masivos han dejado más pobreza y la gente comienza a asaltar las casas abandonadas. Incluso, profanan cuerpos que han sido mutilados horas antes. Desde mi ventana observo el terror. La administradora mandó a poner una puerta de hierro. Nadie puede entrar al menos que la tumben con una bomba. Ya casi no salimos. Vamos en busca de comida y regresamos a casa. El dinero que poco vale comienza a escasear. Los supermercados han cerrado y las tienditas han aumentado los precios. Hace no mucho asesinaron a una de las dueñas por querer vender una lata de leche por un precio exorbitante. El orden mundial puede cambiar en días. Los hombres han comenzado un éxodo. Familias se separan. No se permite ir a las madres con los niños. Llantos de mujeres, hombres, niñas y niños siendo separados, escenas vistas todos los días en periódicos, insensibles a cualquier sentimiento humano. Los padres que no se han atrevido a abandonar su familia mueren a los pocos días. Mi administradora se está cada vez más desquiciada. Ha mandado a sellar el último piso. Dice que así no podrían entrar por la azotea. Le digo que somos sólo dos mujeres en este edificio. Que nosotros no estamos en peligro.


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Hoy vino mi vecina desesperada. Han pasado cinco semanas. No quiso hablar. Me llevó a su departamento. Las ventanas se encontraban selladas con cemento y el olor a enfermo y el aire muerto impregnaba la atmósfera. Conocí a su padre. Pálido y decrépito postrado sobre la cama. Ese anciano, ahora lo recuerdo, se encontraba siempre en la entrada del edificio, impecable, con una sonrisa llena de alegría. Los niños le decían abuelo. Tomaba el sol. Creí que era un ancianito vago.

lo que dijo la vecina. Ahora que está arruinado, que nada vale nada, quién podría querer a ese viejo. Su hija solterona se aferra a él como él lo hizo en un pasado con ella; aferrándose a una vida que no les pertenece, viviendo una vida muerta respectivamente.

No ver el sol lo ha deprimido.

Qué hago aquí soñando, viviendo presa del recuerdo y los hubiera no vividos a los treinta. Quisiera estar afuera, encontrarme con los monótonos rostros de las personas, llenos de amargura por el trabajo mal pagado y por las malas cogidas, incapaces de hacer el amor.

Tengo miedo de que le puedan hacer algo. No se mete con nadie. Fue un padre y esposo amoroso. Construyó este edificio para dejarnos algo a mí y a mi madre. Pero ella se adelantó. No quiso volver a tener otra esposa. A pesar de que las mujeres lo rodeaban. Un edificio en esta zona siempre es valioso. Fue

Mi mayor placer radica en imaginar sus horribles caras, inexpresivas y una que otra dibujando una sonrisa por la travesura pasada o por la posibilidad de cometerla. Me pregunto si pasé demasiado tiempo encerrada creando futuros, sin entender que sólo bastaba con abrir un espacio para existir en la realidad.


Lo cierto es que tampoco salía mucho ni me gusta la gente. Todo el exterior se encontraba saturado con la etiqueta “PELIGRO”. Antros, bares, ir al departamento de un desconocido, llevar a un desconocido, cruzar la calle, subirse a un taxi… eran aventuras que poco a poco fui abandonando. ¿Dónde está todo por lo que pelee? Este último es un verbo demasiado grande; imaginar es más adecuado. Quise libertad, llegar a la hora que quisiera, comer sin engordar, estar soltera… sin embargo, muero en este instante por un buen polvo y que ese cabrón de las que tantas veces renegué me dé un buen oral. No todo es sexo, es lo más patético que me ha resultado descubrir. Extraño sus abrazos y esa forma de quedarnos dormidos, aferrándonos a nuestros cuerpos desnudos sabiendo, como secreta verdad, que la mañana nos separaría. Pienso en la indiferencia pasada y “el hubiera” se convierte en protagonista. Si estuviera aquí, imagino, besaría su rostro milimétricamente y le pediría que no se fuera con el sol. Me gustaría verlo por primera vez a los ojos con la luz, sin evadir su mirada, sin risas nerviosas, un encuentro franco, él y yo frente a frente. El grito de la administradora me interrumpe. Murió. Nadie vino por él. Causa natural. Quién podría vivir así cuando su único motivo de vida era volver a ver el sol. Ella trajo flores, no sé de dónde las sacó, su perfume se mezcló con la muerte. Estuvimos rezando, su monótona oración hizo olvidarme de todo, por un momento, vi el rostro acético de aquella mujer, la luz de las

velas la acariciaba y en una danza orfeística sus demonios la tomaban. Un espectáculo que se hubiese detenido en caso de saber que yo lo presenciaba. Durante el día ella y yo sacamos la cama de su padre a la calle. Las mujeres cautelosas se asomaban por las ventanas. Los rostros se dibujaban en esos edificios ruinosos y sus miradas se centraron en la frágil mano de la mujer que posó sobre los ojos de su padre dos monedas y llenó el cuerpo de flores y perfumes el camino. En su rostro, encontré que no era tan anciana como pensé, unos cinco años más que yo. Su cabello cano y su voz chillona no le ayudaban. No pronunció palabra desde aquel grito. Se sentó junto a su padre. Su juventud resplandeció hermosa, probablemente, la única vez. Ese cuerpo nunca había sido manoseado y sentido la urgencia de ser descubierto en pecado. Junto al cadáver de su padre se desprendió de su vida muerta. Tan diminuta y frágil que se veía ahí sentada junto al, ahora, liberado de su padre. Sus ojos se encontraron con cables entretejiendo el cielo, y más allá del cielo ella vio algo. Esperó el ocaso y volvió a bajar su mirada. Sólo Raphael hubiese podido ser el pulidor de esa mirada. En escala nos vio a los ojos a todas las que éramos testigos dispersas. Prendió fuego. Lentamente, con cada llama ella era más libre. Nadie sale a las calles. Sus cenizas se encuentran ahí, como ofrenda a un dios inexistente o cada vez más sordo. Sólo el viento se atreve a profanarlas. Las noticias no han cambiado.


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Ilustraciรณn de Silverio Contreras


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rabajaba en una tienda de santería. Estaba de turno y recibí la mercancía del negocio alrededor de las tres de la madruga, como se acostumbraba hacer en el siete de cada mes. Para mi desventura, compartí turno con la Bizcocho que, por su estrabismo y sus carnes bien puestas, –a pesar de ser gay– le apodaban así.

Fue el colmo que esa noche llevara los lentes que a veces usa para disimular la fealdad de su rostro. En un juego sugerente, mi sirena, mitad mujer, mitad hombre, se recargó sobre la mesa con las manos apoyadas en su mentón y los codos separados para que pudiera ver cómo le nacían las tetas de silicona, ya de por sí ofrecidas bajo su blusa de velo


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La Bruja

Escrito por Selena

Ilustrado por Ana Argüelles

negro. Le contestaba sí a todo lo que preguntaba sobre el inventario, imaginando en mi delirio que me levantaba de la silla y aferraba su boca contra la mía, raspando mi piel con su barba mal rasurada; que la callosidad en sus manos huesudas se suavizaba con mi saliva; que frenética, casi violenta, me devoraba más allá de la entrepierna y se afanaba en succionar; que le colgaban sus pechos, blandos como dos crisantemos abiertos para que yo hundiera mi lengua en sus capullos y los lamiera hasta hincharlos, aunque en realidad eran demasiado tiesos y estriados… Creí imaginarlo todo, cuando un gemido salió de su boca, tan áspero, que me hizo volver en sí. Enseguida fui arrojado al piso de un golpe, para recibir más. Olvidé que su novio siempre iba por ella, o más bien lo sabía, pero perdí la noción del tiempo. La Bizcocho le decía entre sollozos que dejara de pegarme, que él siempre la engañaba y ella no podía hacer nada. No tardó en recibir lo suyo, pero con semejante quijadón, seguro no le dolió tanto. Su novio tenía un cuerpo fuerte y yo no llegaba a tanto. Me apuñaló con la navaja con que siempre apuñalaba a quien se metía con la Bizcocho, o al menos eso se rumoraba sobre aquella navaja. Apenas fueron una o dos cuchilladas en el vientre, creo, porque todavía me dejó con fuerza para huir, sólo para darse el gusto de continuar mortificándome, como el animal que juega con su presa antes de acabar con ella. Corrí como pude, a esas horas en que los borrachos saturan las calles de la ciudad; el sollozo de las ambulancias anuncia su paso; los ladrones


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Me apuñaló con la navaja con que siempre apuñalaba a quien se metía con la Bizcocho, o al menos eso se rumoraba sobre aquella navaja. acechan a sus víctimas; y los desdichados acuden a la tienda de santería buscando algún amuleto, aunque esa madrugada nadie los atendería. “Seguramente en medio de aquella gente sonámbula anda el novio de la Bizcocho”, pensé, mientras con la mano izquierda estrujé la herida en mi vientre intentando detener el sangrado, y aunque mi mano se tiñó de rojo, el dolor era tolerable. No pasó mucho para que encontrara un lugar donde esconderme: uno de esos puestos de tacos que hay en cada rincón de la ciudad. Quise pedir una orden con tal de permanecer allí el tiempo suficiente para que el novio de la Bizcocho me perdiera el rastro... pero ya era demasiado tarde: —¿A cómo son los campechanos, don? —Dije, lo suficientemente fuerte como para haber sido escuchado… —Esos también son de a 5 por $15 —dijo el taquero, mientras ponía el plato con una orden de campechanos sobre la mesa. —Ya lo escuchamos, déjenos comer a gusto, hombre, orita le pagamos —dijo un policía. La presencia de aquellos dos policías me tranquilizó un poco, pero no les pedí que llamaran a la ambulancia ni que me llevaran a algún hospital,

pues no sentía mucho dolor; por eso confié en que mis heridas no serían graves y podría llegar a casa. Sin embargo, titubee advertirles que en las escaleras del puente de atrás se veía alguien y no avanzaba, o más bien sí, pero muy, muy lento; y que ese alguien debía ser mi persecutor. Era él… “Pero su placa comprada los hace sentirse como si estuvieran en otra realidad”, pensé, porque los policías actuaban igual que si yo no estuviera sentado junto a ellos. Su indiferencia me hizo suponer que eran aliados del novio sanguinario de la Bizcocho, un abusivo muy amigo de la delincuencia y del dinero, como la policía. Entones preferí despedirme e irme con cautela. Nadie respondió. Antes miré hacia atrás. Ya no distinguí aquel cuerpo en el puente. Volví a andar, quizá más lento y rígido no tanto por la herida, sino por el miedo y la incertidumbre. Apenas llegué a la calle Río Frío. Allí una lámpara proyectaba en el poste una sombra hostigadora, como de un hombre colosal, persiguiéndome. Enseguida advertí que otras lámparas reaparecían a ese sujeto enorme y difuso. Así, aquella sombra enorme pronto habitó Río Frío. Apresuré el paso todo lo que pude, pero él seguía a mis espaldas y sentía resonar sus pisadas cada vez más cerca. De súbito, el ruido de sus pasos me pareció más el de un motor…


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¡Era la Bruja ! La Bruja cambia su forma de acuerdo al lugar en que aparece, según dicen. Por eso algunos la han descrito como una barca, otros, como una carreta, como un tren, y otros más, como un autobús. Yo sólo puedo decir que cuando la luz pálida de sus faros deslumbró mis ojos, logré distinguir que era de color blanco, blanco sueño… No debí caminar por su ruta aunque, en realidad, el autobús caminó por la mía. O a lo mejor el novio de la Bizcocho, a propósito, me siguió hasta el puente dejándome

llegar con el taquero y los policías, tres hombres cuya realidad yo no compartía; y me dejó escapar hasta subirme a La Bruja y descubrir mi lugar exacto en el universo, porque La Bruja sólo lleva a los muertos y eso es lo que pide, estar muerto Ahora soy parte de la Bruja y mi muerte se volverá una leyenda que tardará más en contarse que en olvidarse. Ya no sabré más, caeré abrumado y me desvaneceré en aquel momento, como un hombre vencido por el sueño.


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Anécdota... Elizabeth García.

El día en que murió mi abuelo sentí un gran vacío que me cubría trayendo frío a todo mi cuerpo. Claro, inmediatamente toda la familia empezó a actuar como si fuera un trámite más, un formato extra que llenar. Mi abuela comenzó con las llamadas ya que mi madre no podía sostener el teléfono ni mantener la voz sin quebrarse. Era extraño saber que toda la familia estaría reunida, nunca nos vemos, ni siquiera en las navidades, y aun así ahí estábamos todos listos, vestidos de negro y puntuales. Es raro que algo tan malo pase en un día tan bueno, en un día soleado. Todos tenían lentes de sol, yo no, nunca los cargo. El velorio parecía algo obligatorio más que un homenaje. Yo llevé flores azules, no podía llevarlas de otro color neutral, como el blanco que huele a panteón durante días. Aguanté las primeras horas del velorio sin llorar, pero a partir de las siguientes mi llanto fue incontrolable. Mi abuela me repetía que debíamos ser fuertes y no llorar, pero yo no podía dejar de llorar y mi maquillaje se escurría por mi cara y manchaba a todos aquellos que me abrazaban. Poco a poco la gente llegó y por primera vez dejé que mis padres me vieran fumando: era un día muy pesado como para todavía ocultar más cosas. Más gente abrazándome y pensar que él estaba arriba. No me atreví a abrir el ataúd, la verdad era un miedo que no quería afrontar, preferí no saber cómo sería. Después pasamos a la siguiente fase, pronto iba a llegar la noche y


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yo no podía dejarlo solo así que dormí en un sillón a lado del ataúd intentado soñar con que le mantenía compañía. En la mañana todo fue más difícil, tuvimos que ir al lugar donde iba a ser enterrado, ahora ya no entierran a los muertos en la tierra, ahora es una gran pared con espacios para todos. Casi no podía verlo entrar ahí, me tapé los ojos pero seguía escuchando el ruido mientras se alejaba del mundo de los vivos. Ahora está en paz decían todos mientras me abrazaban y ponían las flores azules en la pared llena de gente que se ha ido. Nos fuimos. Silencio, llanto. Fue la despedida más larga de mi vida, creo que aún sigue sin terminar.

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MEX


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