CONTEMPORARY NEPANTLAS: WRITING ON CROSSING BORDERS FROM THE AMERICAS NEPANTLAS CONTEMPORÁNEOS:
Y CRUCE DE FRONTERAS EN LA LITERATURA DE LAS AMÉRICAS
INTRODUCCIÓN Y NOTAS/ SELECTION, INTRODUCTION, AND NOTES
VALL DE LA VILLE & OCTAVIO
CONTEMPORARY NEPANTLAS: WRITING ON CROSSING BORDERS FROM THE AMERICAS NEPANTLAS CONTEMPORÁNEOS:
Y CRUCE DE FRONTERAS EN LA LITERATURA DE LAS AMÉRICAS
INTRODUCCIÓN Y NOTAS/ SELECTION, INTRODUCTION, AND NOTES
VALL DE LA VILLE & OCTAVIO
No. 18 Cover Image/ Imagen de portada Painting/Pintura: TORSO/TREES by Elena De La Ville, 2018 Encaustic on board 24” x 24” (c) Elena De La Ville
Hostos Review/Revista Hostosiana es una publicación internacional dedicada a la literatura y la cultura. Hostos Review/Revista Hostosiana is an international journal devoted to literature and culture.
La revista no comparte necesariamente la opinión de sus colaboradores. Articles represent the opinions of the contributors, not necessarily those of the journal.
Instituto de Escritores Latinoamericanos Latin American Writers Institute Hostos Community College / CUNY Office of Academic Affairs 500 Grand Concourse Bronx, New York 10451 U.S.A.
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Hostos Community College, CUNY
Provost & Vice President of Academic Affairs Hostos Community College, CUNY
Vice President of Administration and Finance Hostos Community College, CUNY Ana Ozuna Chair, Humanities Department Hostos Community College, CUNY
Hostos Review/ Revista Hostosiana would also like to thank the Black, Race, and Ethnicity Studies Initiative (BRESI) of The City University of New York for its financial contribution to the publication of this special issue.
ISSN: 1547-4577
Copyright © 2022 by Latin American Writers Institute Todos los derechos reservados / All Rights Reserved
MARJORIE AGOSÍN (Wellesley College)
CARMEN BOULLOSA (City College-CUNY)
MARIO BELLATIN (Author, Mexico/ Peru)
JOSÉ CASTRO URIOSTE (Purdue University)
NORMA E. CANTÚ (Trinity University)
CARLOTA CAULFIELD (Mills College)
RAQUEL CHANG-RODRÍGUEZ (City College-CUNY)
JACKIE CUEVAS (University of Texas, Austin)
ARIEL DORFMAN (Duke University)
MARIE-LISE GAZARIAN (St. John’s University)
MARGO GLANTZ (Universidad Nacional Autónoma de México)
ISAAC GOLDEMBERG (Founder, Latin American Writers Institute and Hostos Review/ Revista Hostosiana, CUNY)
EDUARDO GONZÁLEZ VIAÑA (Western Oregon University)
ÓSCAR HAHN (Iowa University)
STEPHEN HART (London University)
YLCE IRIZARRY (University of South Florida)
ELENA MACHADO-SÁEZ (Bucknell University)
LOUISE M. MIRRER (New York Historical Society)
DORITA NOUHAUD (Universidad de La Borgoña)
JULIO ORTEGA (Brown University)
EDMUNDO PAZ SOLDÁN (Cornell University)
GIOVANNA RIVERO (Author, Bolivia/U.S.)
ALEJANDRO SÁNCHEZ AIZCORBE (Peruvian Center of PEN Internation al. Southwest Minnesota State University)
RÓGER SANTIVÁÑEZ (Temple University)
JACOBO SEFAMÍ (University of California, Irvine)
MERCEDES SERNA (Universitat de Barcelona)
SAÚL SOSNOWSKI (University of Maryland)
ANTHONY STANTON (El Colegio de México)
IL ÁN STAVANS (Amherst College)
JONATHAN TITTLER (Rutgers University)
SILVIO TORRES-SAILLANT (Syracuse University)
VÍCTOR TOLEDO (Universidad Autónoma de Puebla)
SANTIAGO VAQUERA-VÁSQUEZ (New Mexico State University)
HELENA MARÍA VIRAMONTES (Cornell University)
Octavio Quintanilla & Keila Vall de la Ville Introducción / Introduction
Gloria E. Anzaldúa A Crosser of Borders
Amelia María Montes Los rumbos que marcan el cuerpo / Places that Mark the Body
Violette Bule Ser-Para-Otros
Alfredo Avalos Si un agente de ICE te pide los papeles
Dientes de león
Autorretrato con río en la espalda
Maldonado
Clelia Rodríguez A Snail’s Memory of “Borders”
Miriam Damaris Maldonado Mariposas caribeñas
Teorías poéticas de amores atragantados
Frontera caribeña
Amarú Vanegas
Éxodo
Balsero
Cerco
Destino
Rituales
Pagamos el amanecer
Virgil Suárez Everything Must Go 79 Caged
The Sin Eaters
Sheila Maldonado
Shotgun: Road to Guatemala from Honduras
Toque de queda, Nueva York
Fruit Survivor
Mimic
Sonidos catrachos
Norma E. Cantú A Shopping Trip 91 December’s Cold Moon
José Kozer Dos por uno: vida bilingue 94 Exilio y buganvilia
Adalber Salas Hernández Eugene Guillevic: trazar el horizonte de lo real 104
Ezequiel Zaidenwerg Amargan a Saussure
Jesús Montoya Cúmulo
Trasandina
Portulínguas
Nancy Mercado Last Guaguancó in Puerto Rico
La Borinqueña Panadería
Kristen Millares Young Brainstorm
Legna Rodríguez Iglesias El cielo sobre Miami
Este número de Hostos Review/ Revista Hostosiana recoge textos impregnados de experiencias fronterizas y migratorias, de cruces de líneas, surcos y límites. En él nos encontramos frente a (y atravesando) bordes caribeños, límites norteamericanos, líneas terrestres, marítimas, aéreas, o vuelos hacia —o en— Sudamérica. Somos, a través de sus páginas, testigos de lo íntimo de ciertas olas del movimiento humano en las Américas.
La idea inicial para esta entrega fue pensar en la literatura que se escribe hoy en espacios de frontera o sobre procesos de migración y exilio, y recopilar textos que reflexionaran sobre los espacios fronterizos para revelar lo menos visible, aquello que pudiera perderse entre las grietas y los bordes: literatura de lo liminal, de lo excéntrico, escrita en inglés, en español, entre lenguas y entre mundos. Nuestrxs editorxs invitadxs, Keila Vall de la Ville y Octavio Quintanilla, respondieron a la invitación de componer el número con entusiasmo, generosidad y honesta reflexión. Lo hicieron mientras reemergíamos (tras el shock de vernos sumidos en una pandemia) como seres físicos, y algo aturdidos, fuera de los hogares y las pantallas, aprendiendo a vivir en otro tiempo.
Las migraciones y las fronteras también nos vapulean, nos instalan en nuevos —a veces perturbadores— espacio-tiempos y a menudo transforman cómo entendemos estos términos. Así lo observamos en las piezas que componen esta suerte de parcial antología. Sus escritoras/es cruzan fronteras o habitan en su proximidad. Desde allí nos llegan ecos de perplejidad, suspiros de desarraigo, deseos de conexión, lenguajes híbridos, vocablos transmutados, acentos en constante metamorfosis. Presenciamos también mapas desdibujados y vueltos a trazar, regiones soterradas como acuíferos, ciudades perdidas y reconstruidas, los espacios exiguous de detención, meditabundos road trips, ecos de exilio, surcos de migraciones en serie, mutación de sustancias líquidas, sólidas y gaseosas, visiones de animales huidizos, ropas enredadas en los restos de una barca... Y en estos textos intermundi, todas estas imágenes no son unívocas; nada es del todo feliz, nada del todo trágico. Cada uno de ellos es, ciertamente, una invitación a adentrarnos de forma nueva en una arista distinta de la experiencia migratoria y del desarraigo, a re-considerar aspectos como la noción de “porvenir”, las lindes que hacen pensar en generaciones anteriores que cruzaron, los sentimientos de esperanza asociados con el futuro del viaje, la sensación de nostalgia, el dolor lacerante de la separación, o la presencia del hambre o la violencia que las palabras intentan dejar atrás como un mal sueño.
Pero esta literatura de cruces, migraciones y regiones fronterizas también abre una gran ventana al desordenado y maravilloso momento del presente, un presente rotundo, explosivo, ineludible, este de 2022. Si en los textos convergen múltiples tiempos y espacios, lo hacen a veces aglutinados en una clara impresión del ahora: extranjería, extrañeza, exilio, inspiración o posibilidad. Su lectura y relectura me revelan el latido de ese presente evidente y enorme como uno de grandes tesoros que encierran estas páginas. En ellas la palabra poética, con su capacidad cristalina para rozar lo que está del otro lado del límite, nos llama para vivir este tiempo de movimentos, a veces tozudamente severo, pero también preñado de azarosas, prodigiosas copiosidades y de la belleza de estos textos.
Inmaculada Lara-Bonilla, PhD Editora en Jefe Hostos Review/Revista Hostosiana Directora, Instituto de Escritores Latinoamericanos
This issue of Hostos Review/ Revista Hostosiana gathers a number of texts steeped in experiences of migration, borders, border-crossing, and the traversing of lines and limits. We find ourselves facing (and stepping across) Caribbean edges, North American limits, lines on the land, sea, and air, or riding flights to —or in— South America. In these pages we are, all in all, witnesses to the intimacy of certain waves of human movement in the Americas.
The initial idea for this new installment of the journal was to reflect on the literature written today in border spaces or about processes of migration or exile, to collect texts that reflect on borderlands and that may reveal that which is less visible, what could be lost between the cracks and edges— literature of the liminal, of the eccentric, written in English, in Spanish, between languages and between worlds. Our guest editors, Keila Vall de la Ville and Octavio Quintanilla, responded with enthusiasm, generosity, and honest reflection to the invitation to compose such issue. They did so as we were re-emerging (after the shock of finding ourselves in a pandemic) as physical, somewhat dazed beings, outside of homes and screens, as we learned how to live in a different time.
Migrations and borders also shake us, installing us in new — sometimes disturbing— space-times and often transform the very meaning of these terms for us. This is what we observe in the pieces that make up this partial anthology of sorts. The authors included here cross borders or live in their proximity. From those spaces we hear the echoes of perplexity, the sighs of uprootedness, desires for connection, hybrid languages, transmuted words, accents in constant transformation. We also witness blurred and redrawn maps, regions buried underground like aquifers, cities lost and reconstructed, exiguous detention sites, meditative road trips, echoes of exile, the furrows of serial migration, the mutation of liquid, solid and gaseous substances, visions of elusive animals, old clothes tangled to the remains of a boat... Images in these intermundi texts are not univocal; they are not entirely happy nor entirely tragic. Each text is, rather, an invitation to contemplate a different rim in the prism of migratory experiences, to consider anew aspects such as the notion of “future,” the borders which remind us of past generations that crossed them, feelings of hope associated with the future of the journey, the sense of nostalgia, the lacerating pain of separation, or the presence of hunger or violence that words try to leave behind like a bad dream.
But this literature of crossings, migrations, and borderlands also opens a great window to the chaotic and wonderful moment of our present— this resounding, explosive, inexorable present of 2022. If multiple time-spaces
converge on these pages, they often do so encapsuled in a clear impression of the now— foreignness, strangeness, exile, inspiration, or possibility. After reading, I am left with the sense that the wild heartbeat of this unstoppable, enormous present of ours is one of the great treasures that these pages contain. In them the poetic word, with its crystalline capacity to touch what is beyond borders, calls us to live this moment of movement, at times stubbornly severe, but also pregnant with random, prodigious copiousness and with the beauty of these texts.
The life you thought inevitable, unalterable, and fixed in some foundational reality is smoke Gloria E. Anzaldúa
Este nuevo número, el dieciocho de Hostos Review/ Revista Hostosiana, ofrece una mirada a la literatura preocupada por la reflexión sobre lo liminar o escrita desde las fronteras, enraizada en —o mirando hacia— otredades del continente americano. Se trata de una mirada a propuestas marcadas o definidas por experiencias como el exilio, el refugio, la extranjería y la no pertenencia, así como las condiciones de vida insuficientes de quien se encuentra a medio camino, o en palabras de Gloria E. Anzaldúa, atravesado o atravesada entre lo que fue y podría llegar a ser1. Así, esta nueva entrega explora las nociones de frontera, borde, lugar y movimiento, y las zonas de transición momentáneas o permanentes como territorios intermedios con el potencial de forjar y manifestar identidades. Se trata de un tema particularmente relevante a la luz de la experiencia ante la pandemia COVID-19, marcada por el confinamiento físico y a la vez la disolución del cuerpo en virtualidad. En los años recientes, las nociones tradicionales de emplazamiento se han visto reformuladas. El territorio y sus márgenes (que lo identifican y lo separan/conectan con otros territorios), se han visto reconfigurados. Esta reconfiguración, que pone en evidencia lo transicional, lo mutante, lo frágil que la propia ubicación puede llegar a ser, evoca el concepto de Nepantla tal como fue propuesto por Anzaldúa a partir del término nahuatl: “the space between two bodies of water, the space between two worlds. It is a limited space, a space where you are not this or that but where you are changing. […] It is very awkward, uncomfortable and frustrating to be in that Nepantla because you are in the midst of transformation”2 [“el espacio entre dos cuerpos de agua, el espacio entre dos mundos. Un espacio limitado, un espacio en el que no eres esto ni aquello sino en el cual estás cambiando. […] Es muy extraño, incómodo y frustante estar en ese Nepantla porque estás en medio de la transformación”]3. El estado de Nepantla supone entonces una existencia sin certezas, la búsqueda
1 Anzaldúa, Gloria: Borderlands/La frontera: The New Mestiza. San Francisco: Aunt Lute Books, 1999.
2 Anzaldúa, Gloria: Borderlands/La frontera: The New Mestiza. San Francisco: Aunt Lute Books, 1999. p. 237.
3 Traducción de la co-editora.
de un equilibrio (nunca alcanzado) como negociación constante del ser y su propia identidad, del ser y su lugar en el mundo. Supone un navegar, bregar, sentirse en el territorio intermedio, en el in-between
En tal sentido, el presente número de la Revista Hostosiana/ Hostos Review ofrece una aproximación a la literatura enfocada hacia las nociones de frontera, fractura, fisura, migrancia / migración e identidad cultural, escrita por autoras y autores desde Estados Unidos, el Caribe y Sur América, cuya experiencia e incidencia en y sobre el mundo se ubica en territorios provisorios, incompletos o asentados en una cierta condición liminar. Ofrece un mapa a partir de la experiencia cultural, política, social y espiritual del desplazado, del/la otrx, del/la atravesadx, de quien cruza, de quien se reformula más allá del cuerpo, de quien se constituye no ya como otredad silenciosa sino, en palabras de Anzaldúa, como nos/otros. El viaje de las personas migrantes y atravesadas abre el mundo y lo re-crea. Creemos en el poder de lo que es nombrado. Está ahora en manos de la narración, del bautizo de estos nuevos territorios abiertos por la otredad, el poder de reformular los paisajes globales.
Ahora bien, el trabajo reunido en esta entrega amplía el ámbito de la escritura sobre Nepantla. Ofrece una contribución al cuerpo de textos hasta ahora publicados sobre el concepto, entre los cuales el más reciente, de Diana Isabel Martínez, Rhetorics of Nepantla, Memory, and the Gloria Evangelina Anzaldúa Papers, aborda las interacciones teórica y experimentalmente significativas entre objetos hallados en y a lo largo del material de archivo. Publicada en 2021, la compilación Nepantla Familias: An Anthology of Mexican American Literature on Families in between Worlds editada por Sergio Troncoso, reúne narrativas México-americanas que exploran y negocian las múltiples variaciones y maneras en las que se manifiesta el vivir entre dos mundos. La antología Nepantla: An Anthology Dedicated to Queer Poets of Color, reunida por Christopher Soto y publicada en 2018, reúne a poetas cuyo trabajo explora una diversidad de “nepantlas identitarios”. Se trata de títulos recientes enfocados a asuntos asociados al concepto de Nepantla como la transitoriedad, la liminalidad, la identidad, y que dan continuidad al trabajo de Pat Mora Nepantla: Essays from the Land in the Middle así como al pionero de Gloria Anzaldúa. Además de su obra iniciática Borderlands / La Frontera: The New Mestiza publicada en 1987, Anzaldúa co-editó la antología This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color y su secuela This Bridge We Call Home: Radical Visions for Transformation. Se trata de trabajos que de una manera u otra exponen o aluden al concepto de Nepantla. Mora, por su parte, explora en su obra publicada en 1993 la noción de Nepantla a través de una colección de ensayos que se sumergen en la propia identidad y la importancia de preservar la cultura mexico-americana entendida como fuente de creatividad.
El texto de Gloria Anzaldúa “A Crosser of Borders”, hasta ahora inédito, es por diversos motivos el portal que da la bienvenida y contextualiza
los textos incluidos en este número de Hostos Review/ Revista Hostosiana. “Mi lucha ha sido siempre una batalla de fronteras”, dice. Una lucha asentada en el mero corazón del concepto de Nepantla como el intento de existir en los ámbitos del in-between: entre identidades, geografías, maneras de ser y estar. Nociones enraizadas en el corazón de cada cultura de manera dinámica e interdependiente. En este sentido es elocuente la comparación establecida por Anzaldúa entre cultura y cuerpo humano: “[u]na cultura es los pulmones, otra cultura el corazón, otra cultura el páncreas, otra cultura el estómago.” ¿Dónde está Nepantla según Anzaldúa? Allí, en los puntos de intersección.
Siguiendo similares inquietudes, esta antología explora un territorio múltiple, un devenir, un proceso; está hecha de intersecciones y es ella misma intersección. Evocando la noción del chamán que ve desde fuera y en virtud de su periferia logra “ver” y “entrar” o “cruzar” al otro lado, desde este lugar provisorio, esta compilación se pregunta: ¿cómo es la experiencia de los bordes para autores/as viviendo en los Estados Unidos, o por autores/as desplazados/as a raíz de guerrilla, dictadura, violencia sistémica y viviendo en Venezuela, México, Cuba u otros países latinoamericanos? ¿Qué tienen que decir sobre la pertenencia, la identidad y el lugar quienes han cruzado las fronteras de sus países a pie, con su vida, lo que pudieron rescatar de sus vidas a las espaldas? ¿Cómo es percibida la noción de pertenencia desde la perspectiva de latinos/as de segunda o tercera generación viviendo en los Estados Unidos? ¿Cómo entender el territorio en un momento en el que la humanidad abandonó toda certeza, no es lo que ha sido y tampoco probablemente es lo que será? ¿La experiencia de vivir o ser atravesadxs, de estar en el proceso de conversión (becoming) marca la experiencia en el mundo? De ser así: ¿de qué manera? Para ver hay que hacerlo desde la distancia. Los autores y las autoras acá reunidos, así como el editor y la editora invitados de este número, están (estamos) “fuera de”. Somos nos-otros.
Pensando en este territorio por reconocer, por recorrer, hemos elaborado una cartografía posible. Una cartografía trans-genérica (formalmente hablando) en la pluma de autores de procedencias geográficas y culturales distintas, de géneros e identidades (culturales, linguísticas, sexuales) diversas, y enfocados en temáticas o perspectivas diferentes sobre la experiencia liminar. En este número los protagonistas son las fronteras físicas y sus cruces, los bordes, las fisuras, los lugares intermedios en construcción constante: entre humo y agua, en el in-between.
Amelia Montes continúa esta entrega con la imagen del genocidio como marca en el paisaje, el cementerio moderno como evidencia de la renovación maldita de la matanza del distinto y más débil que es siempre el otro. Una mirada a la ex-Yugoslavia, a sus hijos Bosnios, Serbios y Croatas, dolorosamente mezclados y reencontrados, enlazados por siempre desde el territorio imposible, en virtud de su supervivencia a una guerra que los marcó. Montes revisa la relación con la tierra desde esta supervivencia y
desde la siembra de la memoria chicanx en la tierra dejada atrás, deseada, imaginada, y que la define. Un texto conmovedor y valiente que permite notar cómo tierra es siempre madre sin importar su nombre, y las minorías siempre sus criaturas en el proceso de ser o en la experiencia transformativa del become
Por su parte, Violette Bule, fotógrafa y escritora venezolana radicada entre Texas y New York, se pregunta por el significado y el peso del territorio y el país, buscando comprender dónde radica aquello que los convierte en manifestación material de la identidad personal y cultural. ¿En virtud de qué clase de conexión “se pertenece a”? ¿Cómo es que esa sensación de pertenencia –o de desarraigo– define al ser? Bule responde esta pregunta a través del lugar-fotografía, el lugar–familia desleída en la memoria y progresivamente desaparecido materialmente, aunque la pertenencia siga por siempre, más allá de sí misma. En una fotografía vuelta agua, que en virtud de su bruma recuerda el humo que somos y no terminamos de ser según Anzaldúa, Bule refleja el conflicto entre memoria, territorio y pertenencia: flotando en el agua, una niña es sostenida por dos manos adultas, las de un padre y una madre que no podrían prever la posibilidad de que algún día ella misma se dijera: “de acá nunca seremos y de allá solo fuimos”. O se preguntara: “¿seré yo menos porque me fui?”
De manera similar, imbuidos en nostalgia y a la vez briosos, los poemas de Alfredo Avalos sitúan bajo el foco las identidades que nos vemos forzadxs a cargar y también en ocasiones a abandonar en la búsqueda de una identidad auténtica. Inmigrante mexicanx, migrante, queer, la voz en los poemas de Avalos alza un puño contra las nociones de machismo, país y frontera que obstruyen el regreso a casa. También a través de la poesía, con su poemario Ripio, el venezolano radicado en Chile Jason Maldonado relata la experiencia de quien cruza la frontera a pie con sus pertenencias a la espalda, atraviesa un continente dejando atrás su vida, su profesión y su estabilidad: “Roto el espíritu, carajo / ¿aún quieren más?” Se pregunta Maldonado. “Pena / te da pena / ver los pergaminos / desperdigados en el closet / ¿Cierto?”, continúa. “Finjamos un rato / pretendamos / un corpus // y acaso no es eso/ lo que hemos hecho / hasta ahora? / Llegar a un suelo nuevo / es fingir pertenencia”. Si la pertenencia de Maldonado es impostada, su mirada angustiosa y nada conforme derrama honestidad. Lo sabe, lo entiende quien lo lee: al abandonar su país de origen, el poeta ha dejado de ser quien era. No hay retorno. Con títulos universitarios recibiendo polvo, manos de albañil dispuestas, y un poemario vestigio de lo que fue, mira hacia el futuro.
Pero el futuro en estas circunstancias oprime, y es sobre el terror a la opresión que Clelia O. Rodríguez escribe en su ensayo. Valiéndose de un caracol rayado como metáfora del rechazo y el prejuicio, Rodríguez nos recuerda que el ritmo con el que cruzamos una frontera es irrelevante. Sea que elijamos correr o caminar, en el recorrido hacia nosotrxs mismxs hemos
de cargar la hibridez de nuestra historia a cuestas tal como el caracol lleva su casa, o de lo contrario arriesgar ser pisados. Sobre otro tipo de historia cargada sobre los hombros reflexiona la puetorriqueña Miriam Damaris Maldonado, quien escribe sobre las mariposas que cruzan la frontera de género y de país, las mariposas que aletean ante el rostro del colonizador y que van a menguar a nuevas costas donde son “asfixiadas con la colonial saliva”. No es necesario viajar lejos para hallar las jaulas del colonizador. También sobrevuela y cruza el borde entre dos territorios, el colombiano y el venezolano, la autora Amarú Vanegas, quien se identifica como “ciudadana del puente” y desde ese lugar liminar se dirige a quienes se han ido, al viaje precario, a quien (se) va descalzo con un ojo abierto y otro cerrado, en desamparo. Escribe a la memoria, a las imágenes perdidas, a quienes se han ido cruzando las aguas que separan la costa conocida por la espera, y que se dibuja pero aún no puede verse. Explora desde este lugar transitorio la vida del inmigrante como viaje en lágrimas, de tristezas sin mesura hacia lo desconocido, llevando a cuestas la historia, entendida como ancla y seguro, y a la vez marcado por la incertidumbre: los ojos llenos de polvo no dejan ver las imágenes que vienen de lejos, del pasado abandonado y que ya no será, y tampoco el futuro incierto. En sus poemas de versos pulcros también Virgil Suárez congrega el lenguaje del destierro y la ruptura al evocar la separación de los hijos y sus madres en la frontera entre los Estados Unidos y México. Procedente de Cuba, Suárez atiende con su poética a la permanente amenaza de extinción humana, al desplazamiento y al terror de Estado.
Preocupaciones similares expresa Sheila Maldonado a través de un trabajo en cuyo corazón yace la noción de supervivencia: la supervivencia del inmigrante, la supervivencia del exilio, la supervivencia del lenguaje. Mediante palabras nos acerca Honduras, y a través de fotografías nos lleva hasta allá. Que es precisamente lo que Norma E. Cantú alcanza con sus poemas: nos lleva allá: a la frontera entre Estados Unidos y México para ofrecernos retazos de aquella vida cotidiana. En sus poemas, la frontera es más que un constructo político, un lugar de negociaciones constantes con múltiples maneras de ser, con múltiples maneras de existir. Hay deseo y dificultades allí, así como resiliencia y amor.
También desde el borde, con el texto “Exilio y Buganvilia” el poeta cubano José Kozer alza el velo apesadumbrado a la experiencia del exilio y se refiere a ella como una condición, como estado, como circunstancia. Si es un destino lo es como veta, como posibilidad de exploración, y si quien explora trabaja en las artes, pues esa veta se convierte en nuevo territorio. Se expande. “El exiliado es aquel que no tiene un árbol único, ni una única flor, sino que es dado a conocer, reconocer, enamorarse, utilizar, la multiplicidad de las flores y de los árboles”. Explora entonces los vericuetos del idioma español, los encuentros y desencuentros con los que se encuentra al hablarlo quien naciendo en Cuba ha vivido entre Nueva York y Miami, repensando
la experiencia del exilio como revitalización del lenguaje, como fisura a través de la que se cuelan palabras nunca más usadas, que pierden sentido, a través de la que emergen nuevas, ya sea por contagio (la convivencia con su esposa española, por ejemplo) o por necesidad (la novedad que requiere así nuevos vocablos para expresarse), como renacimiento o bautizo, si han pasado mucho tiempo dormidas y un día se escuchan de nuevo.
Así, Adalber Salas Hernández, de Venezuela y escribiendo desde las Islas Canarias, en su ensayo Eugène Guillevic: trazar el horizonte de lo real trata al poema como rastro, como cartografía en escala 1:1, con el poder de inaugurar, desde el silencio que antecede todo nacimiento, una nueva lengua a su vez capaz de fundar nociones de lugar. La escritura del poema se ve proyectada hacia un espacio/paisaje/realidad desconocida, que desde el futuro invierte su recorrido para completar la vida acá, en el territorio que nos es conocido, que nos es propio. El proceso de creación supone entonces una experiencia emparentada con lo místico, que desde el espacio nunca recorrido pero sí prefigurado a través del poema, completa la existencia acá. El poema, la mirada poética, la palabra poética, crea un lugar, un lugar antes inexistente o desapercibido, y nos lo regresa. Desde la fisura, desde el no lugar, desde el lugar inaccesible, desde el silencio que escucha, manifiesta una re-creación del mundo.
En esta línea, el poeta y traductor argentino Ezequiel Zaidenwerg en su “Amargan a Saussure” contribuye a este número con un poema en el que el verso aliterado y la referencia cotidiana se vuelven puente y territorio entre el lenguaje popular y el texto académico. Migra el autor de un registro al siguiente en la medida en que la voz, o su propia percepción de la voz en el lenguaje, es protagonista. Los imberbes//paganos/ramifican,//mejoran/a Saussure//sin censurarlo:/alargan//su legado,/y le arreglan//la alergia/a la alegría//(con mucha/marihuana).” Así, en este tránsito lúdico entre alta y baja cultura, entre lo académico y lo pop, entre texto conocimiento y canción latido, Zaidenberg ofrece una mirada al surco que habitamos quienes no somos de acá, no somos de allá. Quienes estamos convirtiéndonos siempre, por siempre, en.
Y entre lenguas se ubica también Jesús Montoya, quien comparte su poemario LÍENGUA escrito en portuñol. Con la palabra entre dos idiomas Montoya se instala en dicho surco, deposita en él la inauguración o la visión de un gentilicio de la diáspora venezolana que sigue siendo nacional pero que a la vez se reinventa, porque no es lo mismo irse de un país sabiendo que se volverá o que será posible volver, que soltar amarras y descubrirse inaugurando idiomas, improvisando costumbres, alebrestando fantasmas para que se vengan con uno donde quiera que uno va. Montoya funda palabras poéticas entre dos mundos, entre la vida que fue y la que viene siendo: “La lengua portuguesa / puede / expresar // el portuñol / proceder / del flujo migratorio //español / que se vierte / sobre Brasil”.
Hallar el camino de vuelta a casa es la preocupación de Nancy Mercado, quien hasta allá a través de la memoria. En sus poemas, Puerto Rico es una panadería, un bocadillo, un tembleque, y es así que nos recuerda lo que supone vivir entre culturas, entre idiomas y entre sabores. En Puerto Rico, ella es una extranjera; en Estados Unidos, el clima helado apaga su mambo [“stifled / by freezing weather”]. Para esta voz “el hogar” ocurre en algún lugar entre dos idiomas, entre dos notas musicales. Es la lucha lo que permite seguir.
En un territorio liminar y conflictivo también se posiciona la autora cubano-estadounidense Kristen Millares Young, que dice en su ensayo “Brainstorm” intentar mitigar el dolor generado por el extrañamiento a través de la gramática: que nombra la fisura y la pena, para sanarlos. “What does it take to get free from old damage? Distance alone cannot do the trick. As a writer, as a daughter, as a mother, I want to unshackle us as a family, as a people, as a land. Forgetting brings its own kind of freedom. For a while. And then it delivers you straight back into avoidable atrocities. America taught me that.” Para Millares Young, contar historias es una forma de protección, un amuleto contra traumas futuros. A través de un viaje que en tiempos pandémicos cruza el país geográficamente y atraviesa simbólicamente la propia memoria, la autora acerca a quien debe estar cerca y mantiene distancia de quien la culpa por querer ser, por intentar pronunciar su propia identidad. La fisura en la memoria, en las relaciones familiares, la distancia emocional y pandémica, la lleva a pensar la palabra, la escritura, como pasaje y medicina.
Finalmente, la autora Legna Rodríguez Iglesias, también cubana, contribuye en este número con “El cielo sobre Miami”. Sube la mirada y conversa desde abajo con los ángeles del cineasta Wim Wenders, intentando hacerse espacio entre los anuncios de Café Bustelo y Masserati; contrapone el lujo económico al lujo estético y asevera: el cielo lo aguanta todo. Incluso, nos aventuramos a afirmar, la extranjería. Quizá a lxs inmigrantes así como a la adultez los hermana un mismo exilio. Unos y otros dejamos de pertenecer en la medida en que nos alejamos del origen. El cielo albergando ángeles en pugna con los anuncios luminosos que golpean y se le atraviesan a la visión, regresan a la autora y a quien lee a sí misma: no olvidar quiénes somos, no dejar atrás de dónde venimos, y a la vez abrazar y recibir con bien, con pesar pero con bien, el nuevo emplazamiento.
La diversidad de voces reunidas en la Hostos Review / Revista Hostosiana número 18 hace de ella entonces una invitación abierta a la reflexión sobre los conceptos de frontera, cruce de fronteras y Nepantla, así como sobre las identidades que somos y las fronteras que llevamos tatuadas en el propio cuerpo. Los y las autoras acá convocados/as exploran estos asuntos, temas que en muchas oportunidades conducen a más preguntas sobre la naturaleza de nuestra relación con la geografía, la identidad y la transformación. Las voces reunidas en esta compilación proponen que
vivimos en estado continuo de cambio y por lo tanto, en estado continuo de Nepantla. Leerlas supone viajar entre dos mundos: el que conocemos y el que creamos continuamente. Feliz travesía.
Keila Vall de la Ville es autora del poemario Viaje legado (2016), editora de la antología bilingüe Betweeen the Breath and the Abyss: Poetics on Beauty// Entre el aliento y el precipicio: poéticas sobre la belleza (2021), y coeditora de la antología 102 Poetas: Jamming. También ha publicado la aclamada novela Los días animales en 2016 (The Animal Days, Trad. Robin Meyers, 2021), tres colecciones de cuentos (Ana no duerme, Ana no duerme y otros cuentos, y Enero es el mes más largo) y un libro de crónicas, El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (2022). Su más reciente libro de poesía, Perseo en Si bemol, será publicado en 2023 y fue finalista en el biannual Paz Prize for Poetry 2022.
Octavio Quintanilla es autor del poemario If I Go Missing (2014) y fue Poeta Laureado de San Antonio, Texas (2018-2020). Su poesía, ficción, traducciones y fotografía han aparecido en numerosas revistas (Salamander, Alaska Quarterly Review, Southwestern American Literature, The Texas Observer, etc.). Sus Frontextos (poemas visuales) han aparecido en publicaciones como Poetry Northwest, Borderlands: Texas Poetry Review, Midway Journal, Chachalaca Review, The Museum of Americana, The American Journal of Poetry, The Windward Review, Twisted Vine Literary Arts Journal, & The Langdon Review of the Arts in Texas, entre otros. Recientemente recibió la Beca Nebrija para Creadores 2022, que incluye una residencia de escritura en el Instituto Franklin, Universidad de Alcalá de Henares.
The life you thought inevitable, unalterable, and fixed in some foundational reality is smoke Gloria E.Anzaldúa
This new issue, the eighteenth of Hostos Review / Revista Hostosiana, offers an overview of literature concerned with liminality and borders, one rooted in, or that examines, otherness throughout the American continent. These are literary proposals marked or defined by experiences such as exile, displacement, foreignness, and non-belonging, as well as the poor living conditions of those who are in the middle, or in the words of Gloria E. Anzaldúa, “traversed by what was and what could have been.” 4 Thus, this new installment explores notions of place and migration such as borders, boundaries, and permanent and impermanent transitional zones that serve as intermediate territories with the potential to forge and manifest identities. This is a particularly relevant issue in light of the COVID-19 pandemic, an experience marked by physical confinement and the dissolution of the physical body by virtuality. In recent years, traditional notions of place have been reformulated. Territory and its margins (which identify it and separate/ connect it with other territories) have been reconfigured. This reconfiguration, which highlights the transitional, the mutating, and how fragile a place can become, leads us to the Nahautl concept of Nepantla as proposed by Anzaldúa: “the space between two bodies of water, the space between two worlds. It is a limited space, a space where you are not this or that but where you are changing. […] It is very awkward, uncomfortable and frustrating to be in that Nepantla because you are in the midst of transformation.”5
The state of Nepantla entails an existence without certainties, the search for a balance (never achieved) as a constant negotiation of being and its own identity, of being and its place in the world. It implies a navigation, a struggle: to feel in an intermediate territory, in an in-between.
In this sense, this issue of Revista Hostosiana / Hostos Review offers an approach to literature focused on notions of border, emigration / migration, fracture, fissure, and cultural identity, written by authors from the United States, the Caribbean and South America, whose experience and incidence, in and on the world, are located in provisional territories, or in those which
4 Anzaldúa, Gloria: Borderlands/La frontera: The New Mestiza. San Francisco: Aunt Lute Books, 1999.
5 Anzaldúa, Gloria: Borderlands/La frontera: The New Mestiza. San Francisco: Aunt Lute Books, 1999. p. 237.
are incomplete or settled on liminal conditions. It offers a map based on the cultural, political, social and spiritual experience of the displaced, of the “other”, of the crossers, of the atravesados, of those who reformulate themselves not as a silent otherness but, in Anzaldúa’s words, as nos/otros as we/others. The journey of migrants and border crossers opens up the world and re-creates it. We believe in the power of what is named. It is now in the hands of narration, in the baptism of these new territories opened by otherness, the power to reformulate global landscapes.
The work by the authors gathered in this new issue widens the scope of what it means to write about Nepantla. They offer a contribution to the body of published texts that explore this concept, the most recent being Diana Isabel Martínez’s Rhetorics of Nepantla, Memory, and the Gloria Evangelina Anzaldúa Papers, which provides an account of how to discuss interactions between objects found within and across archives in theoretically and experientially meaningful ways. Published in 2021, Nepantla Familias: An Anthology of Mexican American Literature on Families in between Worlds, edited by Sergio Troncoso, brings together Mexican American narratives that explore and negotiate the many permutations of living in between different worlds. Christopher Soto’s anthology, Nepantla: An Anthology Dedicated to Queer Poets of Color was published in 2018 and collects writings by poets who explore various “nepantlas of identity.” These are three recent titles that evoke issues associated with Nepantla, such as transience, liminality, and identity, but their predecessors are Pat Mora’s, Nepantla: Essays from the Land in the Middle and the groundbreaking work of Anzaldúa. In addition to her 1987 seminal, Borderlands / La Frontera: The New Mestiza, Anzaldúa also co-edited the anthology, This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color, and its sequel, This Bridge We Call Home: Radical Visions for Transformation. In one way or another, the concept of Nepantla is either discussed or alluded to in these texts. In the case of Mora, her Nepantla is composed of a collection of essays exploring her identity and the importance of preserving her Mexican American culture as a source of creativity. Her collection was published in 1993.
Gloria Anzaldúa’s previously unpublished text “A Crosser of Borders,” included in this issue of Hostos Review / Revista Hostosiana, in many ways is the portal that welcomes and contextualizes the writings included in the anthology. “My struggle has always been una batalla de fronteras—a struggle of borders,” she says in this transcription of a talk. A struggle which is at the very heart of the concept of Nepantla as the attempt to exist in the realms of in-betweeness: in the in-betweeness of identity, geography, being. These notions make up a culture and a culture can be nothing less than dynamic and interdependent. In this sense, the comparison Anzaldúa makes between culture and the human body is eloquent: “one culture is the lungs, another culture is the heart, another culture the pancreas, another
culture the stomach.” Where is Nepantla for her? There—at the points of intersection.
Concerned with similar issues to those of Anzaldúa, this anthology explores multiple territories, a becoming, a process; it is made of intersections and is itself an intersection. Following the notion of the shaman who sees from the outside, and by virtue of his periphery, manages to “see” and “enter” or “cross” to the other side, from this provisional place, this compilation of texts asks, what is the experience of borders for authors living in the United States, or of writers displaced as a result of dictatorship, guerrilla, and systemic violence, writers living in Venezuela, Mexico, Cuba or other Latin American countries? What do those who have crossed the borders of their countries on foot, with their lives, carrying on their backs what they could rescue, have to say about belonging, identity and place? How is the notion of belonging perceived by second or third generation Latinos/as living in the United States? How to understand the notion of territory at a time when humanity has abandoned all certainty, when it is not what it has been and it probably will not be what it could be? Does the experience of crossing, or of being crossed, of being in the process of transformation (becoming), mark our understanding of being in the world? If so: in what way? In order to find out, we must see from a distance. The authors gathered here, as well as the guest editors of this issue, are outside looking in. As we/other, as nos/otros.
Thinking about how to recognize and explore this territory, we have elaborated a possible cartography. This is a trans-generic cartography (formally speaking) penned by authors from different geographic and cultural origins, of diverse genders and identities (cultural, linguistic, sexual), whose focus on the liminal experience varies in terms of theme and perspective. In this issue the protagonists are the physical borders and their crossings, the fringes, the fissures, the intermediate places in constant construction: between smoke and water, in the in-between.
Amelia Montes gives continuation to these issues with the image of genocide as a stain on the landscape, the modern cemetery as evidence of the cursed renewal to slaughter those who are different, weaker, othered Montes gives us a look at the former Yugoslavia, at her Bosnian, Serbian and Croatian children, painfully mixed and linked forever by an impossible territory, by virtue of their survival in a war that marked them. Montes views the relationship with the land from a point of survival and from the seeding of a Chicanx memory of a land left behind, desired, imagined, redefined. Her text is moving and courageous, one that allows us to note how the earth is always a mother, regardless of her name, and minorities are always their creatures in the process of being, or in the transformative experience of becoming.
On the other hand, Violette Bule, a Venezuelan photographer and writer based between Texas and New York, questions the meaning and importance of a territory and of a country while seeking to find what it is
that makes them material manifestations of personal and cultural identity. By virtue of what kind of connection do we “belong to”? How does this feeling of belonging –or displacement– define our being? Bule answers this question through photography-as-place: family-as-place, faded in memory and progressively, materially disappearing, although the sense of belonging continues forever, beyond itself. In this photograph turned into water, which by virtue of its mist recalls the smoke that we are and have not finished being, according to Anzaldúa, Bule reflects on the conflict between memory, territory and belonging: floating in the water, a girl is held by two adult hands, those of a father and a mother who could not foresee the possibility that one day she herself would say: “we will never be from here, and from over there, we were once.” Or she asks herself, “will I be less because I left?”
Similarly, full of nostalgia, but also bravado, Alfredo Avalos’ poems underscore the identities we are forced to carry and often forced to abandon when in search of an authentic self. Mexican immigrant, migrant, and queer, the speaker in Avalos’ poems raises a fist against notions of machismo, country, and the boundaries that keep him from finding his way home. Correspondingly, in his collection of poems Ripio, the Venezuelan Jason Maldonado, who now resides in Chile, recounts the experience of someone who crosses the border on foot with his belongings on his back, of one who crosses a continent leaving behind his life, his profession and his stability: : “Roto el espíritu, carajo / ¿aún quieren más?” Maldonado wonders. “Pena / te da pena / ver los pergaminos / desperdigados en el closet / ¿Cierto?” he continues. “Finjamos un rato / pretendamos / un corpus // y acaso no es eso/ lo que hemos hecho / hasta ahora? /Llegar a un suelo nuevo / es fingir pertenencia.” If Maldonado’s belonging is faked, his anguished and unsatisfied look spills honesty. He knows it, and whoever reads his work understands it: by leaving his country of origin, the poet ceased to be who he was. There is no return: university degrees filled with dust, his mason’s hands willing to labor, and a collection of poems: remnants of what he was, facing the future.
But in these circumstances, the future oppresses, and it is the terror of oppression that Clelia O. Rodríguez writes about in her essay. Using a striped snail as a metaphor for rejection and prejudice, Rodríguez reminds us that, the pace by which we cross a border, doesn’t really matter; whether we choose to run or walk, we must still carry the heavy hyphen of our history with us, on our backs, like the snail it’s home, or risk being stepped on as we make our way into the self. And reflecting on another type of history carried over one’s shoulders, puertorriqueña Miriam Damaris Madonado writes about the “mariposas,” the butterflies that fly over the border of gender and country, butterflies that flap their wings on the face of the colonizer and that ebb to the shore of a country where they are “asfixiadas con la colonial saliva.” In these writings, we need not travel far to find the cages of the colonizer.
Flying over and crossing the Colombian and Venezuelan borders, Amarú Vanegas, who identifies herself as a “citizen of the bridge, addresses from a liminal place those who have left on a precarious journey, those who leave barefoot, helpless, with one eye open and the other closed. She writes to memory, to lost images, to those who have been crossing bodies of water that separate the coast known by those who wait, a coast that can be drawn, but cannot yet be seen. From this transitory place, she explores the life of the immigrant as a journey of tears, as an unmeasurable sadness towards the unknown that carries history on its back, a history understood as an anchor of security. Yet all of this is punctuated by uncertainty: eyes full of dust do not see the images coming from afar, they do not see the abandoned past that will no longer be, they cannot see the uncertain future. In a similar poetic gesture, Virgil Suárez also gathers the language of separation into neat stanzas that evoke the separation of mothers from their children at the U.S./Mexican border. Hailing from Cuba, Suárez’s poetics call attention to the ever-present threat of human extinction, displacement, and stateinduced terror.
Expressing similar concerns, at the core of Sheila Madonado’s work is survival; the survival of the immigrant; the survival of the exiled; the survival of language. With words, she brings Honduras to us, and with photos, she takes us there. Which is precisely what Norma E. Cantú achieves in her poems; she takes us there: to the U.S. / Mexico border to give us snippets of how life is lived. In her poems, the border is more than a political construct— it is a site of constant negotiation with more than one way of being, with more than one way of existing. There is want and hardship here, but also resilience and love.
Also from the border´s edge, Cuban poet, José Kozer, with his text “Exile and Buganvilia,” lifts the veil to the sad experience of exile and refers to it as a condition, as a state, as a circumstance. If it is a destination, it is like a vein, a possibility for exploration, and if the explorer works in the arts, then that vein becomes a new territory: it expands. Kozer writes: “[t]he exile is one who does not have a single tree, nor a single flower, but is made to know, to recognize, to fall in love, to use the multiplicity of flowers and trees.” Hence, Kozer explores the twists and turns of the Spanish language, the agreements and disagreements encountered when one born in Cuba has lived between NYC and Miami, and speaks it; he rethinks the experience of exile as a revitalization of language, as a fissure through which words slip —words never used again, words that lose meaning— and yet, which makes possible for new ones to emerge, either by transmission (living with his Spanish wife, for example) or by necessity (novelty requiring new words to express itself), as a rebirth, a baptism; words that sleep for a long time and one day they are awakened once more.
Writing from the Canary Islands, the Venezuelan writer, Adalber Salas Hernández, in his essay “Eugène Guillevic: trazar el horizonte de lo
real,” conceives poetry as a trace, as a cartography on a 1:1 scale, with the power to inaugurate, from a silence that precedes all birth, a new language capable of founding notions of place. And so, the writing of a poem is projected into an unknown space/landscape/reality, one which reverses its future into an unknown territory, one not ours, to complete its life here. The creation process, then, undertakes an experience connected to the mystical, which from an uncrossed space, but one prefigured by the poem, completes existence here. The poem, the poetic gaze, the poetic word, creates a place that did not exist, or that was unnoticed, and returns it to us, brings it back from the interstices, from the non-place, from the inaccessible place, from the silence that listens: a poem manifests a re-creation of the world.
Along these lines, the Argentine poet and translator, Ezequiel Zaidenwerg, contributes a poem in which alliterative verse and everyday references bridge popular language and academic text. In “Amargan a Saussure,” the poet migrates from one register to the next to the extent that the voice, or his own perception of the voice embedded in language, is the protagonist: “Los imberbes//paganos/ramifican,//mejoran/a Saussure// sin censurarlo:/alargan//su legado,/y le arreglan//la alergia/a la alegría// (con mucha/marihuana).” Thus, in these playful leaps between high and low culture, between pop-aesthetic and the academic, between text-knowledge and song-beat, Zaidenwerg offers a look at the fissure inhabited by those of us who are neither from here or any place: we, who are always, and forever, becoming.
Jesús Montoya, writing from a space between languages, also shares poems from his collection, LÍENGUA, written in Portuñol. Montoya straddles the furrow of two languages and deposits in it the inauguration, or the vision, of a demonym of the Venezuelan diaspora that continues to be domestic, but that at the same time reinvents itself, because it is not the same to leave a country knowing that you will come back to, or that it will be possible to come back, as to let go of moorings and discover oneself inaugurating languages, improvising customs, cheering up ghosts so that they can come along wherever one goes. Montoya constructs poetic words between two worlds, between the life that was and the life that has been: “La lengua portuguesa / puede / expresar // el portuñol / proceder / del flujo migratorio //español / que se vierte / sobre Brasil.”
Finding our way home— this is a theme also considered by Nancy Mercado, who gets us there through memory. In her poems, Puerto Rico is a “panaderia,” a “bocadillo,” a “tembleque,” reminding us what it means to live between cultures, between languages, and between flavors. In Puerto Rico, she is a stranger to her own people; in the United States mainland, her mambo is “stifled / by freezing weather.” For the speaker, “home” lies somewhere in between two languages, somewhere in between two musical notes, and the “struggle” is what keeps her going.
The Cuban-American writer, Kristen Millares Young, also positions herself in a preliminary and conflictive territory, and tries to mitigate the pain generated by estrangement through grammar in her essay, “Brainstorm.” In it, she names the fissure and the pain in an attempt to heal them: “What does it take to get free from old damage? Distance alone cannot do the trick. As a writer, as a daughter, as a mother, I want to unshackle us as a family, as a people, as a land. Forgetting brings its own kind of freedom. For a while. And then it delivers you straight back into avoidable atrocities. America taught me that.” For Millares Young, storytelling is a form of protection, an amulet against future trauma. Through a journey that, in a time of pandemic, crosses the country geographically, and symbolically, crosses her own memory, Millares Young embraces those who should be embraced and keeps her distance from those who blame her for wanting to be, for trying to declare her own identity. The fissure in memory, in family relationships, the emotional and pandemic distance, leads her to think of the written word as a passage and as medicine.
Finally, the Cuban writer, Legna Rodríguez Iglesias, contributes her text, “El cielo sobre Miami” to this issue. Here, she looks up at the Miami sky and talks with filmmaker Wim Wenders’s angels, trying to make a space between the advertisements for Café Bustelo and Masserati for herself; she contrasts economic luxury to aesthetic luxury and asserts: heaven bears everything; even, we venture to affirm, foreignness. Perhaps the state of immigration and adulthood are united by the same sense of exile. Both cease to ‘belong’ inasmuch as they move away from their origin. Sheltering angels in conflict with the luminous advertisements that strike and cross her vision, the sky returns to the author, the same one who reads herself: not to forget who we are, not to leave behind where we come from, and at the same time to embrace and receive with good will, with regret but with good will, our new territory.
With this rich gathering of voices, this issue of Hostos Review / Revista Hostosiana is, thus, an open invitation to reflect on the concepts of border, border-crossing, and of Nepantla and what this concept means when we consider all the spaces we occupy, all the identities we are, and all the borders we carry in one body. The writers in this issue explore these questions that often lead to more questions about the nature of our relationship to geography, identity, and transformation. With this in mind, what these writings propose is that we are in a continual state of change, and therefore, in a continual state of Nepantla. As we read these writings, we will find ourselves traveling between worlds: the one we know and the one we are continuously creating. Happy traversing.
Keila Vall de la Ville is the author of the poetry collection Viaje legado (2016), the editor of the bilingual anthology Between the Breath and the Abyss: Poetics on Beauty/ Entre el aliento y el precipicio: poéticas sobre la belleza (2021), and co-editor the anthology 102 Poetas: Jamming. She also published the acclaimed novel Los días animales in 2016 (The Animal Days, trans. Robin Meyers, 2021), three short story collections (Ana no duerme, Ana no duerme y otros cuentos, and Enero es el mes más largo), and a book of chronicles, El día en que Corre Lola Corre dejó sin aire a Murakami (2022). Her most recent poetry book, titled Perseo en Si bemol, is forthcoming in 2023 and was finalist in the biennial 2022 Paz Prize for Poetry.
Octavio Quintanilla is the author of the poetry collection, If I Go Missing (2014) and served as the 2018-2020 Poet Laureate of San Antonio, Texas. His poetry, fiction, translations, and photography have appeared in numerous journals (Salamander, Alaska Quarterly Review, Southwestern American Literature, The Texas Observer, etc.). His Frontextos (visual poems) have appeared in publications such as, Poetry Northwest, Borderlands: Texas Poetry Review, Midway Journal, Chachalaca Review, The Museum of Americana, The American Journal of Poetry, The Windward Review, Twisted Vine Literary Arts Journal, & The Langdon Review of the Arts in Texas among other. Most recently, he was the recipient of the Nebrija Creadores Scholarship 2022, a month-long writing residency at Instituto Franklin, Universidad de Alcalá de Henares.
I arrived from San Diego on Saturday, or was it Friday? I have a hard time keeping track of dates. When I was in San Diego, I went to Border Field Park. That place has a fence that runs from the top of the mountains all the way to the edge of the sea, and that fence divides the United States from Mexico. I started writing a poem beside that fence. What I am going to say today is about that poem.
That fence divides me. I am Mexican, a Chicana. Not on the other side but on this side. That fence runs the length of my body. The barbed wires on that fence catch my flesh. The posts, the metal posts, are buried in my body.
I am a Mestiza, a person of Indian and white blood, or should I say, Indian and Spanish? My struggle has always been one of borders. There is a war going on inside my body, inside my veins. The Indio part of me, connected to the earth--the part of me that has an affinity with all life, a kinship with animals, the sky--is at war with the white Spanish part of me that is imperialistic, that is patriarchal, that is right-handed, left-brained, logical, reasoning--not that the Indian part of me is not also patriarchal. My struggle has always been una batalla de fronteras–a struggle of borders. There is another part of me that belongs on neither side, and that is the lesbian part of me. As a Chicana, I have been colonized by the Spaniard, by the white man. As a woman I have been colonized by the Indian, by the Spaniard, by the Anglo. As a lesbian, I have been colonized by the Indian, by the Spanish, by the Anglo. By all of those cultures and races, I have been relegated to the other side--el otro lado.
I have no country. I go home to South Texas (I was born and raised about twenty miles from the Mexican border), and I do not fit. When I was growing up I rebelled against my culture. My culture, the Mexican culture, has very set ideas about a woman’s place. The Anglo culture that I was born along with has even more set ideas about what a brown woman’s place is. I didn’t want any of it. I left. When I was growing up, I went through a period where I wouldn’t listen to my grandmothers. (My grandmothers were very wise; one of them was a curandera.) I thought it was all superstitious nonsense–Heathens, pagans. As I grew older, I realized what the conditioning in this country had done to me and I returned to my culture; I embraced my culture.
Now I am much older and, I hope, a little wiser, and I have found that there is much good in the traditions, rituals, ceremonies, of my indigenous people. But that it is not all good for me. I have learned to take what is good and throw away the rest. There is much good that is in this society, in the technological society we live in. I would like to take that good and add it to the Indian good that I have dug up from my cultural past. And perhaps between the two, I will be able to survive in the twenty-first century.
At this point, I am tired of borders. Yes, we must accept our skin color, our traditions, our culture; yes, we must accept our past; yes, we must stop being afraid or ashamed of being Chicano, Black, Indian, Asian. But we are not alone on this planet. We are a giant organism. One culture is the lungs, another culture the heart, another culture the pancreas, another culture the stomach. We cannot live without the other parts. I am tired of borders; I am tired of nationalistic thinking. Borders and nationalistic thinking have their place. I am not at that place anymore. This conference is about the struggle of borders--racial, cultural, emotional; we are going to experience ideological borders, and, above all, spiritual and religious borders.
I propose that we become a crosser of borders. [Here Anzaldúa switched to Spanish, but the transcriber was unable to capture what she said.] I propose that we start within ourselves. Like me, you are mongrels. I do not think there is a single pure-blooded Anglo, Asian, Indian, Native American, Black, Japanese, Chinese--I don’t think there is a single pure anything in this room. If I’m mistaken, you can raise your hand. Within you there is that struggle because most of you were in universities in this country, learned English as a second language, if not the first. And for those of you who are third world, there is your own mother tongue, your own country’s. If you start within yourself and reconcile these borders, tear down that iron fence, if you extend that to your lovers--or should I say lover--to your lover and your family and your friends, and you treat the rest of the community, the people in this room, the way you treat your lover, your families, your friends, we will grow to have respect for one another, we will listen to each other.
We rarely listen. We’re so busy wanting to put forth or defend our ideology that we don’t open ourselves up to what the other person is saying--to feel the other person’s presence. I would like us to do that in this room. I would like us to do that in this conference. I would like us to do that in this society. I would like us to do that on this planet. I know it’s hard. Feminine aspects, qualities, virtues are put down in this society, in all societies. Receptivity and listening and respect and devotion and loyalty are feminine qualities that I would like to see strengthened. Our strength, as women (and we are very strong), comes from these qualities. The half of us that is male also has good qualities, strong qualities that right now among women in the women’s movement are not very popular.
(Aggressiveness is one.) So the work that we have to do in this conference is reconciling the man inside of us with the woman inside of us--the darkskinned person with the white-skinned person inside of us. We have a lot of work to do, don’t we?
[At this point, the transcript indicates that Anzaldúa invited audience members standing in the back of the room to come forward and find chairs, as part of her attempt to connect audience members with each other.]
Thanks in large part to her work co-editing This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color Gloria Anzaldúa did a lot of speaking engagements (or what she called “gigs”) during the early 1980s; prior to this event in Illinois, she had a series of speaking engagements in San Diego, California. “A Crosser of Borders” is the transcript of her talk, delivered at the Common Differences: Third World Women and Feminists Perspectives Conference at the University of Illinois, Champaign-Urbana, on April 10, 1983. This brief talk was part of a plenary session, “Feminism: CrossCultural Perspectives.”
Anzaldúa did not prepare formal written lectures but instead relied on notes, as well as spiritual technologies such as the I Ching. (Prior to this talk, she journaled about the various lectures she planned and threw the coins, asking: “How should I conduct myself tomorrow as moderator–discussant in the plenary session: Feminism: Cross-Cultural Perspectives?”
In response, she received “37 The Family.”) Typically, she requested that her talks be recorded and, whenever possible, transcribed. She then used the transcripts as material for her work, sometimes revising and expanding them into publishable essays. (See for instance “New Mestiza Nation” and “Bridge, Drawbridge, Sandbar or Island: Lesbians-of-Color Hacienda Alianzas.”) However, this transcript is quite rough, with only light handwritten edits. Anzaldúa would have revised it considerably before publishing it as an essay. Although she did not develop this short piece into a polished essay, she did return to and work with its ideas and images in Borderlands/La Frontera: The New Mestiza.
–AnaLouise Keating, author of The Anzaldúan Theory Handbook
Gloria E. Anzaldúa (1942 - 2004) was a Chicana-tejana-lesbian-feminist poet, theorist, and fiction writer from South Texas best known for her avantgarde exploration of identity in Borderlands/La Frontera: The New Mestiza, first published in 1987. She was the co-editor of the foundational anthology This Bridge Called My Back: Writings by Radical Women of Color with Cherríe Moraga. Her works also include Interviews/Entrevistas and This Bridge We Call Home: Radical Visions for Transformation, edited with AnaLouise Keating, three bilingual children’s books, and the posthumously published Light in the Dark/ Luz en Lo Oscuro: Rewriting Identity, Spirituality, Reality (2015). Anzaldúa taught Creative Writing, Feminist Studies, and Chicana/o Studies at universities across the country. Her writings and theories forever changed Chicana/o, Feminist, Queer, and Border Studies in the United States and beyond.
While traveling from Sarajevo to Belgrade in 2018, my Bosnian friend pointed toward the direction of sloping hills near a town to the right of our bus. “So much pain here,” she said. There on the hills were what looked like tiny white toothpicks, crosshatchings in the thousands. As our bus rumbled closer, the crosshatchings became thin vertical white gravestones each with a pointed top. Usually European cemeteries are older and have very individualized gravestones. Here, everything still looked new and the volume of stones told its own brutal story of the Bosnian War, of genocide. As we continued on, we came upon other villages with similar vistas, over and over. Thousands upon thousands of graves. “This is what they did to us,” she told me. “This is the mark upon our land.”
Later, during my Fulbright year in the Former Yugoslavia,1 I found myself in a classroom, in front of students whose family members had died in the Bosnian war or whose parents or family members lived through it but, as they told me, were still not speaking about it. During that first week of class, which was a course on Chicanx Literature, I asked them to tell me how they identified. What part of the country were they born? What did this land mean to them?
Soon I learned of the complexity of their familial connections. Students identified as Bosnian and Serbian or Croatian and Bosnian or all of the above. A number of them very emphatically said, “I am a citizen of the former Yugoslavia” or “I am from ex-Yugoslavia.” Their discussions and perspectives on their reading of Gloria Anzaldúa’s Borderlands/La Frontera allowed us to further examine each other’s histories and backgrounds. We went on to read Reyna Grande’s memoir, The Distance Between Us. They resonated with her words: “[m]y umbilical cord was buried in Iguala [Mexico], and I have never forgotten where I came from. I consider myself
Mexican American because I am from both places. Both countries are within me.”2 The students who discussed this quotation also added that the histories, their war histories from the places they were born, also formed them.
1 My Fulbright year included teaching at The University of Novi Sad, Serbia. Upon my arrival, I had assumed that everyone considered themselves Serbians. But I soon learned that to say “I am a citizen of the former Yugoslavia” is a political choice—to place a focus on the land and its people in protest of the genocide that took place in Bosnia and other regions of Yugoslavia.
2 Reyna Grande. The Distance Between Us. New York: Washington Square press, 2012, p. 320.
These students also wanted to know my own connections since they knew I was born and raised in Los Angeles, California and yet for many years had been living and teaching in Lincoln, Nebraska. I had, for example, mentioned that Nebraska has a reputation for being flat and not very interesting while California (where I was born and raised) is considered much more interesting. After all, they of course had heard much more about Los Angeles (Hollywood!) than of Lincoln, Nebraska. It is because of the students in the former Yugoslavia that I began to make sure our discussions included a more nuanced focus on place.
Contemplating “place” can often be constructed as “empty,” yet first and foremost “place” is usually full and complex and teeming with geographic, historical, social and political histories. In Nebraska, where I’ve lived for many years, it is a place that was and is Indigenous. The Arapaho, Lakota and Dakota, Pawnee, Ponca, Umonhon (Omaha), Tsististas & Suhtai (Cheyenne), Kaw Peoples, Ho-Chunk, Iowa and Sac and Fox Peoples, and Winnebago are often mentioned, while the Otoe-Missouria were the first tribe of Nebraska. Think of thousands of imaginary gravestones here, of genocide and forced resettlement. This we share with the former Yugoslavia. Of late, land acknowledgement has been important to make known the name of tribes who lived on the land we now stand. Yet we also need to know who they were, to understand their distinct culture, language and history, and to recognize the legacies of violence, forced resettlement, and survival. It is also a space where inmigrantes reside.
I told the students that Chicanx writing often centers upon land: the land we left behind, the land we imagine, the land that defines us, the land that created or destroyed us. I think of Tomás Rivera’s …y no se lo tragó la tierra (…and the earth did not devour him),3 a novella of inmigrantes, of struggle and survival within the landscape of memory. The multiple stories in this book contain fragments, descriptions, faded memories. I also think of Arturo Islas’ Rain God which attends to the theme of identity so eloquently and painfully within and outside of familia and land;4 and Gloria Anzaldúa who wrote, “I was the first in six generations to leave the Valley, the only one in my family to ever leave home. But I didn’t leave all the parts of me: I kept the ground of my own being. On it, I walked away, taking with me the land, the Valley, Texas.” A paragraph earlier, she writes: “I had to leave home so I could find myself, find my own intrinsic nature buried under the personality that had been imposed on me.”5 In each of these works, land or place actively resides within the physical and psychological movements of
3 Rivera, Tomás. …y no se lo trago la tierra/…And The Earth Did Not Devour Him. Houston: Arte Publico Press, 2015.
4 Islas, Arturo. The Rain God. New York: Harper Perennial, 1991.
5 Anzaldúa, Gloria E. Borderlands/La Frontera: The New Mestiza, 4th ed. San Francisco: Aunt Lute Books, 2007, p. 38.
people. I’m thinking today of the people of Ukraine, Syria, Palestine, South America, Mexico, and those who I met during my Fulbright travels.
Some of my experiences on this Great Plains land of Nebraska have been what I consider more Mexican, mestiza, Xicana, more “raza” to me than living in Los Angeles ever was (and the opposite is true as well, but I’m more surprised with the former). For example, I never planted, never grew or harvested chile or maize, tomate or ajo until I came here to Nebraska. In Los Angeles, our backyard had two kinds of fig trees (white and black). We also had grapefruit trees, lemon trees, peach and quince trees, chayote, and cactus. My memories of our Los Angeles jardín stay with me. Yet, the wonders I have seen on Nebraska lands (lightning bugs, thunder snow, cicada melodies, the migration of thousands of sandhill cranes from Mexico no less!) only emphasize what Professor and writer, Norma Cantú told me when I first considered migrating to Nebraska to teach at The University of Nebraska-Lincoln: “There is magic here, if you can see it.”6
I’ve lived on the edge of the sea (California) and now here. Nebraska writer, Willa Cather, describes the Nebraska land in her novel My Antonia like this: “As I looked about me, I felt that the grass was the country, as the water is the sea. The red of the grass made all the great prairie the color of winestains, or of certain seaweeds when they are washed up. And there was so much motion in it; the whole country seemed, somehow to be running.”7 I read My Antonia in California long before I ever thought about moving to Nebraska. I was in San Francisco, at a friend’s house. It was raining. I was sitting next to the window reading and intermittently watching the rain create uneven trails down the pane of glass. While reading one of Cather’s descriptions much like the one I quoted above, I remember looking up and saying, “I must go there.” I never meant to say, “I must live there.” Pero aqui estoy and I find myself constantly surprised at the connections, the familiarity of “place.”
The prairie is like a tide pool. From far away, a tide pool looks like rocks and water—that is all. One could call it “empty.” But if you immerse yourself within the tide pool, if you bend down and use your fingers to reach toward the greens, reds, and orange colors in the water, you will discover sea stars, mussels, sea anemones, sea palms, urchins, sponges, surf grass. The anemone reminds you (when it grabs your finger and holds on) of the powerful life forces within. John Steinbeck wrote: “It is advisable to look from the tide pool to the stars and then back to the tide pool again.”8 Where from a distance, the tide pool may look like rock and water (nothingness to
6 Conversation with Professor Norma Elia Cantú in May, 2000 on the campus of the University of California, Santa Barbara (UCSB). Professor Cantú is currently the Norine R. and T. Frank Murchison Distinguished Professor of the Humanities, Modern Languages and Literatures at Trinity University.
7 Cather, Willa. My Ántonia. 1918, Revised edition. New York: W.W. Norton & Company, 2015, p. 12.
8 Steinbeck, John. The Log from the Sea of Cortez, 1951. New York: Penguin Classics, 1995, p. 179.
some), it contains a wealth of biodiversity. The earth and sky are teeming if you choose to observe with intent.
In Nebraska, winter snowstorms encourage the forming of hidden communities. Shoveling snow, one may think that nothing, absolutely nothing is underneath all that snow. Yet, like the tide pool, here you have what’s called the subnivean zone where it can be fifty degrees warmer than where the person above is shoveling snow. If we were small enough (like a mouse, vole, grouse or rabbit) we could go down to that zone and be quite comfortable.
The subnivean zone and its inhabitants remind me of California’s drywood termites in East L.A. One day mi tio Francisco gave me a memorable gift for my seventh birthday. He had called me into the garage to show me some “interesting items” in a bottle. I discovered that this bottle (lying on its side) was really a glass jar with a mouth wide enough to have probably been a peanut butter container. At first I only saw pieces of small spindly wood through the glass. It took a bit of time, but finally I could see the almost see-through segmented bodies (two of them) of termites, with fine shiny wings. I sat there, transfixed, watching their mandibles have at the wood.
The subnivian zone in Nebraska and the California termites remind me also of Mexico and the flying cockroaches en Torreón, Coahuila with my tia Panchita—swatting them on a hot August night, which then reminds me of the time that my cousin Angelina and I found opals imbedded in rocks when we were playing in a cave outside Guadalajara (perhaps near Tonalá). On that particular day, not only did we find opals. After walking out of the cave, we observed a truck down the road (filled to the brim with mangos) suddenly jackknife and turn over on its side. Thousands of red orange (some greenish) mangoes covered the side of the road. The truck driver, who didn’t seem hurt—only quite upset—pleaded with us to take as many as we could. And we did—creating pouches with our shirts, grabbing at any pockmarked plastic bags we could find, filling them up, laughing and intermittently stopping just to look at this red orange road this “mango spilling” had created.
During the spring, summer, and fall in Nebraska, I ride my bike and take a route that sends me out of Lincoln. I ride past fields of family farms, of bike and foot paths, of streams and trails where, at times, herons or hawks have flown so close I can hear their whoosh of wings. I can almost feel the soft downy of feathers in the sound. One morning, I saw what looked like a surreal drapery of black curtains ahead of me on the bike path, only to realize that a flock of turkeys were hurrying down the road and taking to flight in a mighty awkward effort. I never knew turkeys could fly at all, but here they were raising their black wings, lifting their heavy bellies up just a few feet, then back down in such an interestingly odd, almost helpless way. This happened near the home of a Mexican
family from Sonora who have a number of chickens and a rooster that often calls as I bike past their place.
I mention this Mexican family’s “Sonoran” home in Nebraska because it is exactly during this part of my ride where I swear I’m in Mexico—en Guadalajara or en Torreón, Coahuila hearing the tunas vendor ambling down the street, pushing his tunas cart, shaking the bells attached to the side, and calling “tunas, tunas.”9
In some ways, I am doing what Anzaldúa describes as “taking with me the land.” Another explanation is what geographer Doreen Massey calls, “different experiences of time-space compression.” She writes: “Instead then, of thinking of places as areas with boundaries around, they can be imagined as articulated moments in networks of social relations and understandings, but where a large proportion of those relations, experiences and understandings are constructed on a far larger scale than what we happen to define for that moment as the place itself, whether that be a street, or a region or even a continent. And this in turn allows a sense of place which is extroverted, which includes a consciousness of its links with the wider world, which integrates in a positive way the global and local.”10 Given what Massey says, this “Mexican Nebraska” description (my description) functions as a way to disrupt fixed constructions of place just like my University of Novi Sad students who resist saying they are Serbian in order to acknowledge all the regions that were once under one Yugoslavia.
Once, during a reception (hosted by The University of NebraskaLincoln English Department) for fiction writers and poets from out of town, the conversation turned to living in Nebraska. One of the writers turned to me and asked how I could live in such a barren geographic region. “There is nothing here on the Plains,” he said with an authoritative tone. I agreed that there was nothing—for him. He wasn’t looking. “Nothing” registered for him because he had always been told, he explained, that the middle of the country is empty, at best useful for development or mining, a wild place to control. He reminded me of the main character Clithero in the 1799 novel, Edgar Huntly: or Memoirs of a Sleep-Walker by Charles Brockden Brown, a gothic novel illustrating what has been described as the white man’s fear and desire to control nature, to maintain rationality and harness the imagination because of the horrors an active conscience can conjure or encounter.11 Clithero seeks not to cross the line between what is defined as “civilization” and what is considered “wild.” He is constantly fearful of nothingness, of what is beyond what he knows. And I too was fearful when I arrived here in Lincoln—thinking as well there was “nothing” because of
9 Tunas are better known in North America as “prickly pears.”
10 Massey, Doreen. Space, Place, and Gender. Minnesota: University of Minnesota Press, 1994, pp. 154-155.
11 Brockden Brown, Charles. Edgar Huntly: or Memoirs of a Sleep-Walker. New York: Penguin Clas sics, 4th ed., 1988.
the overwhelming stereotypes this country has constructed regarding all of its regions. For example, Nebraska is part of the region often considered as “the fly over zone.”
Yet, from the moment I arrived in Lincoln, so many connections to what I knew registered for me. The Nebraska State Capitol architect (Bertram Goodhue) is the same architect who designed The Los Angeles Public Library.12 As soon as I saw the building, the façade, the type of calligraphy font carved into the stone felt familiar. I remember thinking, “I recognize this place.” The land outside of Lincoln (Nine Mile Prairie, for example), the tall grasses that Cather described, red and sea-like in its movements (big and little Bluestem grasses, switch grass, etc.) are present south on the Gulf of Mexico (as well as in Latin America: the Gran Chaco of Bolivia and Argentina).
However, I also question the use of “taking with me the land.” I often hear myself say, “My Mexican Nebraska,” “My Los Angeles,” “My Califas.” Nothing . . . nothing is ever mine or ours—especially land. And in thinking this way, I may be more appreciative, more respectful to see “land” and “people” as they are without assuming how “a people” or “a place” should be, without fear, without judgement. I like thinking of the term, constant migrancy: from the tide pools to the subnivian zone and everything in between. “Mestizas,” “Xicanas,” are everywhere. We carry with us our books, our history, our experiences, our complex perspectives which illustrate our deeply rich and complex raza.
Before moving to Lincoln, Nebraska, I was afraid some of my Los Angeles friends would be right when they told me, “You’ll lose your Xicana roots.” Pues what has happened es que I’ve planted Xicana roots here “taking with me the land de alla.” When I was little (five or six years old), I remember my parents constantly instructing me: “If someone asks who you are, you tell them you are an American.” I noted my parents’ worry embedded within the inflection of each word. They were recent immigrants. Perhaps my mother worried they would somehow take me away or take all of us. This worry is still alive and real today in Nebraska and throughout the country. My parents wanted me to say I was American not knowing I would make the term “American” a life-long pursuit of study.13 And throughout my life, I’ve read how the Puritans, and later nineteenth, twentieth, and twenty-first century writers have defined the term “American.” Waves of immigrant writing throughout the years have described personal journeys regarding identity, a multitude of legislators have forced their opinion on what “American” is in order to have license to deport, license to ban individuals, to ban our printed stories, histories, and perspectives, license to
12 Bertram Grosvenor Goodhue (1869-1924) was known for his Gothic Revival and Spanish Colonial Revival architecture design. See Romy Wyllie, Bertram Goodhue: His Life and Residential Architecture. New York, W. W. Norton & Co., 2007.
13 The correct term is North American.
ban Ethnic Studies curricula, license to take away books or change what has been written by raza in order to promote a definition of “American” that is narrow and excludes multitudinous voices. I think of Sofija Stefanovic, the author of Miss Ex-Yugoslavia: A Memoir whose parents took her to live in Australia, far away from her war-torn country. War and place, she writes, “is full of individual stories…of the refugees all over the world, who had fled their homes in Afghanistan, Rwanda, Vietnam . . . After the tanks roll out and the bodies are buried, those left alive are left with nightmares, anxiety, twitches, and a fear that is passed on to their children. War isn’t just about men with guns; it’s about old people and mothers and children, and those not yet born.”14 This is why we continue to enter classrooms to read, to teach and discuss our stories, las palabras de tantas culturas, de tantas voces from where we live, from where we came, from where we walk “taking with us the land.”
Dr. Amelia María de la Luz Montes is a Fulbright Scholar and Associate Professor of English and Ethnic Studies at The University of NebraskaLincoln. She was born and raised in Los Angeles. Her scholarly publications and teaching include American literatures, specifically Chicana/U.S. Latina literatures and theory, LGBTQ+ literatures and creative writing. Her Penguin Classics edition of Ruiz de Burton’s novel Who Would Have Thought It? was listed on the Latino Books Month List from the Association of American Publishers. She is currently finishing a critical text on her year as a Fulbright Scholar in the Former Yugoslavia, and a creative non-fiction book entitled, Nothing Sweet About Me. She’s been nominated for a Pushcart Prize for her writing. Her latest creative publications are, a short story entitled, “The Omaha Mariachi Dyke” in the Afro Hispanic Review (Vanderbilt University); and the essay “Trigger Warnings” in the anthology, Don’t Look Now: Things We Wish We Hadn’t Seen (Ohio State University Press). Her book, Nothing Sweet About Me has led her into the science and nutritional aspects of Diabetes. She gives talks on strategies to manage Diabetes.
Confundo el territorio y el país con la identidad y la pertenencia.
El territorio es una cicatriz pronunciada en la tierra que se expande buscando una vida mejor, una ciudad imaginada.
De aquí nunca seremos y de allá solo fuimos.
Somos territorio permeante, la línea que traza el nuevo mapa, la herida que no cierra. Un imaginario y un lenguaje caduco que agoniza en la superficie del olvido. Un levitar trivial en el refugio de la nostalgia.
En la tierra abierta pretendemos concluir lo que dejamos inconcluso, ser más de lo que fuimos. Verter toda la experiencia y la pericia para generar un código nuevo que nos identifique, un nombre para eso que seremos y que no sabemos pronunciar.
I am a Venezuelan in Diaspora?
¿Es que soy yo Venezolana? Una prueba de ADN certifica que soy 99.8% libanesa y 0.2% del norte de África, desde pequeña conocida como la hija del musiú, así me mal llamaban los demás.
Mi memoria titubea intentando configurar una identidad desdibujada en el tiempo, forzada por naturaleza a adaptarse resignada al privilegio de ser extra en territorio ajeno.
Viví el agua de Patanemo, el carnaval de Veracruz, la confusión del Edificio Miami en Los Palos Grandes, las seductoras líneas que sostienen El Silencio. Recuerdo mis caminatas en Prospect Park, los nudos de Gego. Muchas veces me sentí Chavela cantando a Macorinas. También, busqué a mis muertos en el cementerio de Montparnasse, de ahí fui a dejar mi huella en el bar de Kuró en el Golden Gai. Insistí volviendo a Tocuyito, volviendo a una fotografía de Rulfo, a la ventana de Mari Pérez, a los Tlacoyos-pasillo humeante de Oaxaca, a la casa de Ana Julia en Chapellín. Fui motorizada de la Av. Baralt, adicta al final de la subida. A toda velocidad por la La Libertador, mientras soñaba con volver a Marsella, mientras bailaba en Copas, en el callejón de la puñalada, una noche cualquiera en El Raval. Recuerdo que por curiosa solía subir a La Ceibita, para ver al Helicoide desde arriba.
Y en ese paisaje revuelto, me acomodo en el vertiginoso vacío de la identidad, expando el dibujo y vivo también a warm gun, a BBQ pork rib, a painful thanksgiving, the winter, the Hudson River and Dolly Parton, I’m dreaming Walker Evans and an infernal kitchen in a Manhattan restaurant. I’m a Texan and I´m a Newyorker. Soy la Habibi de mi madre, me gusta la cumbia y Tchaikovsky. Soy la Latina, la outsider y la wannabe, un chile que no pica, el exilio de Tina, un peyote seco y otra perdida en la frontera.
I’m a second language problem.
Quiero preguntarle al desierto cómo es que las líneas nos dividen y el espejo nos separa.
Caracas se parece a México, Pero México se parece a Madrid, Madrid a París, París a Nueva York, Nueva York a San Juan.
Lo que no se parece en nada es lo que le ocurrió a mi identidad: mi papá murió de COVID durante el primer año de la pandemia. Mi mamá no puede cobrar la pensión que dejó mi padre porque nunca se hizo mexicana y su partida de nacimiento está atorada en Nantes, Francia. Ella olvidó su correo electrónico y contraseña para renovar su pasaporte Venezolano, el Saime no nos da respuesta para resolver su problema. Desde hace más de 6 años no ha logrado renovar su pasaporte como venezolana.
Yo no pude ver a mi padre en 6 años por falta del documento que certifica mi identidad, no pude despedirme. En su cartera conseguí un pedazo de papel con el número de la Srta. Consuelo de la embajada de Venezuela en México.
Y me pregunto ¿seré yo menos porque me fui?
Violette Bule es artista conceptual becada por el Centro Cynthia Woods Mitchell de la Universidad de Houston. Estudió en la Escuela Activa de Fotografía en la Ciudad de México. Expuso Echo Chamber en Transart Foundation en Houston, Texas y fue seleccionada para el proyecto de Arte Publico 11 Installations, del gobierno de la Ciudad de Houston, Art League y Houston Art Alliance, Texas. Sus proyectos de compromiso social se han presentado en varias instituciones académicas como Brown University, Pittsburgh University, Rutgers University, y la Universidad de Arte Musashino (Tokio). Ha sido seleccionada para una residencia en la Universidad de Cornell por el Departamento de Lenguas Romances en 2022. Su obra forma parte de colecciones privadas e institucionales.
Lower your voice. A volcano keeps the lava inside and still, it’s a volcano. Don’t ask why you and no one else is in the car? Why did he switch from English to Spanish to talk to you? Get your license ready or/and your passport or/and a DNA test proving your great-great grandfather walked the prairies among the buffalo.
Si un agente de ICE te pregunta ¿dónde vives? Tell him your zip code. Don’t say that tú eres tu casa or a dandelion.
Si un agente de ICE te ordena sal del carro, unfasten your belt, aguanta ese tambor drumming in your chest. You are in the Borderlands. Brown skin is suspicious.
Entre continentes. Hemos rodado con las piedras del camino. Aquí se detiene nuestra caída. El zinc de las montañas en las suelas de los zapatos. Ahora nos hundimos. En esta casa y sus dos hipotecas. La arena invisible de desiertos mares. Un buzón lleno de nostalgia y cuentas por pagar. Tosiendo el lodo de los ríos donde debimos ahogarnos. La ropa de los niños crece en los tendederos. La saliva consumida en el grito. ¡Corta el pasto! ¡Recoge la caca del perro! Nos crecen espigas de la llanura en las axilas. Extrañamos los ojos de madre. ¿Le habrá salido un diente a la niña? Moribundas flores asidas al barranco. Los labios que besaban. El sol se esconde tras la nube de vidas derrumbándose. Y seguimos de seis a cinco. La memoria de la caricia duele aún en las manos. Las venas abiertas riegan los surcos. La sangre que reclamaba la patria en sus himnos. La patria, esa puta que no duda en desconocernos por ser dientes de león y no soldados. Desertores del hambre.
A los veintinueve la cabeza ensartada en la goma de un lápiz I jumped in the river para llegar a casa
En una hilera de hombres llenando los trenes en El Paso del Norte extravié mi boleto y solo quise volver a casa
Había sentado el culo en la cara de la patria la asta de bandera mugándome las entrañas de ajolotes muertos
A los veintinueve mi padre renegaba de mí hijo ingrato al que dándole todo se negaba a ser soldado
Vertí mi sangre en la herida abierta fui atravesado perverso queer mongrel de ojos bizcos
A los veintinueve un río se convirtió en mi vertebra en mi nombre iridiscente bandera
Descendió por la espalda cascada meandro ajolotito pez de jade
En su humedad y tristeza me renombraron: wetback mojado Go back to where you came from!
A los veintinueve renuncié a mi padre y a la patria que es lo mismo y encontré el camino a casa
Alfredo Avalos is a writer, cultural promoter, and advocate. He was born and raised in Mexico, where he completed studies in law, becoming an attorney at age twenty-four. He is the author of Voyeur, a collection of short stories (Contacto Latino 2012). He is the founder of Letras en la Frontera, a community of writers in Texas. He has worked in legal, education and journalism fields. Since 2018, he is the Community and Cultural Coordinator at UNAM San Antonio. He is pursuing an MFA in Creative Writing at the University of Texas in El Paso.
Ahora fue tu turno -me dice el abuelo R Sí, y soy el último en partir -le respondo Gracias por el enrevesado apellido por los abrazos y la ternura que es lo que cuenta desde aquí mi español es perfecto no el de “trae la paraguas” -recuerda y sonríe tu frío en la Patagonia se asemeja al de Viena allá tus Trancuras y Correntosos aquí mi Danubio sin azules
partiste con una maleta yo con dos huiste de la guerra yo de una dictadura cruzaste el Atlántico en barco yo los Andes en avión entonces ya sabes de desgarraduras y soledades, jamás de olvidos por cada paso que dé sabré de dónde he venido.
Roto el país rota la sangre roto el camino que lucía provechoso rota la gente que partió y la que queda roto el silencio pero nadie nos escucha rota la esperanza y la caja que la contiene roto el lazo de las fronteras hasta la indignación rota la bandera con el caballo impuesto a la izquierda rotos los hermanos y los amigos que se van rota la alegría que es nuestra supuesta identidad roto el abastico, el mercado y la gran sucursal rota la prensa, la radio y la forma de hablar roto el espíritu, carajo ¿aún quieren más?
roto, todo roto el huso horario el escudo y la libertad.
Pena te da pena ver los pergaminos desperdigados en el closet ¿cierto?
solitarios huérfanos sin estuches inútiles
títulos de tu Alma Mater enloquecidos cual gato encerrado lejos de casa ninguno fue garantía de nada ninguno te ha sumado un peso ninguno te ha aliviado “el atigrado frío de la pampa” como le llamó Riviera Letelier
no son más que un sagrado recuerdo casi un palimpsesto: los sabios profesores los compañeros la tierra de nadie el Aula Magna y su olor
sí, cierto, cada vez que me visto están allí; giran en centrífuga como llovizna de aguanieve al caer.
¿y acaso no es eso lo que hemos hecho hasta ahora? Llegar a un suelo nuevo es fingir pertenencia
Pero hazlo hagámoslo sobre este papel, vuélvete recoveco sobre ti mismo es lo que soy, es lo que queda, todos lo somos si miramos atrás
¿qué hay del cemento? un buen día me vestí de gris. La lluvia, siempre la lluvia, deshizo la envoltura: cincuenta sacos en mi espalda. Al fondo la dama, la clienta, cocinaba para sus niños. La chimenea botaba un delgado hilo blanco. Calor adentro, calor inter no, pero yo me iba deshilachando como un carrete de hilo abandonado, y junto a mí, los presurosos sacos de cemento que no querían mojarse, “falta poco”, les dije. Aquí habrá otra casa y yo seré parte de ella. Seré cimiento: ¿esto cuenta para fingir?
La escritura misma es fingimiento impostura nada nuevo
todos tenemos una máscara y cuanto más lejos más se adhiere al rostro.
Quisiera revestir mi cuerpo de siding para aguantar las embestidas del tiempo cubrir con fibrocemento toda la piel hasta borrar mi humanidad: charlar con el nervio ciático negociar con la rodilla izquierda paralizar a don reflujo
la medianía de los cuarenta se me vino encima sin avisarme de una hernia hiatal sentí su peso de golpe como el de una betonera que cayó sobre mi pie en medio del bosque estaba solo entre el fango y la niebla los Queltehues temieron por sus huevos y los graznidos de agudo cincel dieron la alerta todo gris, pensé en guacamayas, en algo de color para amortiguar el frío pero están tan lejos pellizcando en cualquier balcón un trozo de cielo azul.
Hundo mis antebrazos en el fregadero es verano y aún así el agua sale helada flotan restos de comida algún trozo de tomate cáscaras de piña granos balsas minúsculas de pan el copero ha faltado y no lo pienso para abrir espacio en esta suerte de fango entre cristales sucios en esta reminiscencia del Guaire que no halla salida en lo más profundo del sifón taponado mis manos ya son escafandras que pulsan la baba oculta: lo que sea se aferra al hundimiento a la extracción urgente de aquello que provoca el caos tiro de ello y una inmensa burbuja emerge de aquel Tánatos licuoso: huesos pieles tubérculos libre de atascos ru ge el remolino como un ahogado que se salva tras su bocanada redentora para dejar limpia la loza inmaculada impeke.
soy un turista que vive los márgenes de su olvido
levo oración me hago camuflaje venezolano
la cabalgata me aleja de mi tierra no del corazón
Es verano aún así llueve son 11° C con sensación térmica de 9° ya no tiemblo hay costumbre tedio veo la pancarta volar por los aires la recojo con la esperanza de hallarla en blanco borrada mientras las letras una por una se pierden por el río que ya crece sobre la calzada vuelvo a la tienda y me resguardo del aguacero de estos fierros helados que caen disfrazados de gruesa gotas pantomimas de agua
es verano con un sol guarecido quién sabe dónde quizás en el pasto que hoy arde en Australia
Chile debería exportar su frío y apagar con ello el fuego iracundo de Oceanía refrescar koalas y canguros como siempre lo están las aves de este sur inclemente engañoso hostil es verano aún así llueve tal vez el sol
también sabe de diásporas como nosotros y huyó al otro lado del mundo para entrar en calor.
Jason Maldonado nació en Venezuela en 1973. Es autor de los libros Lunar de viento (Editorial Lector Cómplice, 2013), Bestiario mecánico del exilio (Fondo Editorial Fundarte, 2014, mención especial en el IV Premio Nacional de Literatura Stefanía Mosca 2013), el libro de relatos Doce hombres a caballo (FB Libros, 2019) y la novela Verde que me muero (FB Libros, 2013) Su obra aparece en la II Antología de cuentos postmodernistas (Grupo Editorial NSB, 2014) y en el libro 102 poetas/jamming (Oscar Todtmann Editores, 2015). Colaboró con el periódico Letras, con la columna Botando piedra. Es creador, productor y locutor del espacio radiofónico Librería Sónica. Lleva el blog Palabras y escombros. Es Licenciado en Letras (Universidad Central de Venezuela). Cursó estudios de Maestría en Literatura Latinoamericana en el Instituto Pedagógico de Caracas y el taller de narrativa con Ángel Gustavo Infante (Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos).
“The snail he lives in his hard-round house In the orchard, under the tree: Says he, “I have but a single room; But it’s large enough for me” —Anonymous
I write consciously that, my descendants, the Lenka, the Chorti-Maya and the Nawat peoples, manifest their knowledge in ways that are very reductionist in the English language or any of their sorority’s vicinity. The metaphors passed on to us through dreams, nightmares, and land-wrecked oral stories are barely the tip of the snail and its spiraling world of meanings. This is the story of a striped snail’s quest to unveil the arrival of a box marked with a big red sign that reads “HANDLE WITH CARE.” It takes the earth many dances around the sun to witness the stripes sliding through a mysterious move that only happens once every other century. The moon gets an invitation: “hide your light tonight.” Because it is only when the moon is naked that death is secured for the snail. The angle of this notion of border is a bit slimy. That’s the only trigger warning.
Snails are the carriers of misunderstood light. My grandmother used to rush to the kitchen to get tons of salt every single time she saw one. She would extend her arm to avoid getting too close pouring and pouring and pouring the white powder as she cursed and cursed through her teeth. I learned the implications of rejection and prejudice when I saw these tiny beings shrugging to maintain the velocity of patience only to face the consequence of existing as non-humans. Just existing, really. I dreaded rain because it awaken the coarseness of the very dissolvable power of salt at the service of my grandmother’s eyes and intentions. That is when they surfaced out of nowhere like brown tears of the earth. They resurrected adorning the patio like the beauty marks of the forgotten Indigenous women in the family whose pictures are still collecting nostalgic dust in the memory of aging aunts living by a dying river because of deforestation.
Snails meant abundance. Their presence was a reminder that rainbows were coming. Snails shared the land with us. I thought of the patio’s house as their home. “They know the underground world,” my grandfather would tell me. His presence in the house meant the snail’s backs savoured drops of water. My grandmother’s sought-after prize to liberate her repressed oppression had to take a break because her own oppressor was not going to let her oppress the creatures that liberated me from the reigns of the crosses that hanged on the walls, the witnesses of my first border.
Deep breath and I continue shortly because removing the finger from the pause button in the mechanical sequence of narrating oppression is only going to cease until my last nerve dies.
Life at the borders is a lie. The guardians, land defenders, fire keepers, seed collectors and seed gatherers concur. Everything moves in an unknown notion of time to humans across the land. Time actually does not exist. Snails slow down as they please. They are simply not perceived. On the other hand, “Borders,” as in the mechanical bull with the tendency to move always closer to the right, and to the right, is always palpating in my head living rent-free making me ill until death do us apart. Coming in. Coming out. 24-7. As in I breathe-in “borders” and I exhale “borders” sort-of-thing. To witness how snails do not slow down because the burden of the word “borders” does weigh on them is to think-feel the political meaning of the word memory. It was as if herstory was releasing from history and I had been that generation that finally got to witness once again life after more than 500 years.
My grandmother would stare at the snail’s agony. I would stare at her eyes seeing agony. The snails stared all around giving us back the spectacle of violence. Sort of like a simulacrum of a made-up hyphenated never-ending cycle of ‘hunger from games’ that ends no-where. I knew otherness the first time she hit me for questioning her. I knew otherness when she interrupted sweetness with saltiness. It hurt and I connected with the land. This experience made it much easier to take-off when I went out on a date with Orientalism and borders at the university.
The body language of the snails gave me unlimited lessons on geography, distance, time, and space. Unlike birds getting away from predators and hurricane-like winds, the snails seemed to cheer a kind of pace I wish it was not real. I realized that my wish for them to run was only because I wanted them to learn how to run away and hide from death. That historical index began showing up as the fine print when filling out forms to prove my existence at every institution. Geography approached me to undo who I was, baptizing me with a subscription to a linear path. Under the paradigm of preventing insecurity, I had to be otherized to forget that the snail never intended to go to a place called Geography because it simply did not exist. I had to belong within the realm of ‘security.’ How else would the snails recoil from their first known refuge known to them upon birth? Their shells shadowed notions of knowledge my grandmother did not know because her father ripped apart her refuge imposing upon her crosses she carried until the walls of her house bounced back with relief.
My grandmother referred to snails as INVASORES. My heart learned identity like that. The snails appeared in her memory when she went to the supermarket: ‘Do not forget to get the salt for the INVASORES.’ Her mind knew how to sanitize space. Her intentions marked the winter with a need to get rid of them no matter how much salt it took. The remains of
the salt even began accumulating in greyish tones plunging in our eyesight for an unnamed cemetery, a repository of her father’s, -’s, -’s, and sweaty -’s. IN-VASORES were at fault to be, to slide through, to emerge, to exist. The burden of the “-” is just it. That is the border. That which cannot be named followed by the word “father” just above. The “-” is the opposite to the snail’s silhouette. The linguistic innocence of the hyphen joining simply two words without any cultural repercussion is what the snail did not cross. My grandmother was not taught to be in community with snails because someone in a faraway Geography penned down on the surface of a myth that her hymen was in the historical position to embody border itself. The ‘it’ attached to the ‘self’ until death do us apart sort-of-thing. So long as the presence of flesh exists, borders exist. En el nombre del Padre, de la Iglesia y la Patria is the form where the “-” is contained. The trio sanctified the circular violence pronouncing who and what deserve not just to live but also to exist. The snails lived a little more when my grandfather was around. It was a temporary illusion to me. Just enough time to prolong the game of waiting for borrowed time. Like the pieces of paper known, as permits and visas. She knew of their existence because her own experience with violence reminded her that even if they were living things, she must make them suffer with semantics as the excuse.
Snails taught me the noise borders leave behind because they shared the land with their siblings, including us. They touched the roots and the smell of the seeds before seedlings happened. They knew the nutrient that one morning, one afternoon, or one night was going to ignite life in our bodies through a life they had already met. They knew each of the faults, cracks, gaps of the space where roots stretched in all directions; they knew it all. Identity to them came from a Kingdom of pesticides from the North. That identity was Geography. The border came to the snails promising growth. That is how I learned time. Now I know that borders move and are not something that are stuck in a physical place. Snails taught me that borders live in us; they do not exist when reciprocity is present. When we move, they move. When we sleep, they rest too. Borders leech onto a system that moves one fragment of a second behind our usual heartbeat. They catch up with us in the actual act of being chased, of running away from them, of getting really close, the thrill of facing anything but the “-.” My grandmother had to get rid of the INVASORES because doing it allowed her never to forget how the border broke her. As a child, she had been robbed to exist in reciprocity with relatives like the snails. Cries and screams sanitized her body and the bodies of others that came afterward, generations left hanging in the void of a strange place that led no-where because the border itself is noise. Nowhere because borders mark nothing and everything within the logic of— ‘what is mine is not yours’—mentality.
The greatest show on earth that spread like an invasion was individualism: individualism as the key— not just a key to get to the other
side— but to make money from making keys, from repairing of doors, from maintaining the structure and renovating it accordingly to one’s own interest. The no-where in the house, the patio, was a subliminal place because the father left in my grandmother’s body the sign that she was the border itself when the moon was not new. No matter how innocent, inoffensive, or cute the snails were, to her, they were meant to be eliminated, as if doing it so, would pause shortly where the border moved. It was only in this pause where she found the space to free up repression. That was the notion of freedom she knew. Each grain of salt was an escape, her own way to escape. When the pause ended, the border returned manifesting aloud that INVASORES were the unwanted thing. The span of patience was small and the window to kill the border dragging her along was endemic in the palm of her hands. Their diameter, to animate the border, extended and stretched as far away as the naked eye could see. No matter how the snails showed up, cruelty ultimately trapped them. Their retracted dried bodies ended up by the coconut tree where I began carving and destroying the walls surrounding me. Naming them lighten up the green leaves.
One particular snail taught me how to wander through life without a care for a particular arrival point. It lived where it landed. It rested wisely. It was present in its own refuge, unbothered and connected to space. I told my grandfather about this particular snail because it reminded me of a jute, the kind he would bring to my grandmother for a special lunch. He told me to pay close attention because even though they looked similar they were different. Think of them as distant cousins, he would say, because if they have never met before, when and if they do, they would recognize each other knowing they came from the same river. That is how I knew that no matter where I was physically on planet earth I would find myself in front of relatives. At the border, the existence of this relationship is considered the invasion, what needs to be eliminated. My impatience to rush the snail was what was invasive. I was the invasive one. I was la INVASORA in the snail’s world. The border, as the living parasite sucking the soul out of our blood and our relatives, feeds of what they have taught us to fear: stillness, balance, wholeness and fluidity. Borders conceptualize because we depart wishing to live just to arrive. This is not dynamic. It is fixed because leaving point A is condemned to depend on point B. To undo it conceptually and embark on a path of our own, one that is anti-whatever-fill-in-the-blank-sort-of-newcutting-edge-terminology, deserves the pending story that cannot be written nor told. One single one that exists at the center of anonymity. One that is not escaping, or escalating anything, or elevating an ounce of air or one pound of salt, or showing up to signatures regulated by scanned fingerprints, or one that needs to prove anything under an x-ray machine.
The path of the snails showed me lessons that barely come out to play from the tips of my fingers. From the me, the I, the me-snail, the snail-
me, my experience with the snail, of the snail, on the snail, by the snail and about the snail in relation to its path, I am able to discern that in order for borders to disappear, our very own existence has to be acknowledged, claimed and recognized within us. Borders exist because we also build them. They are built in the back of our lack of compassion for our own communities when we are not even given the chance to heal. When healing descends to where the tears of the earth come from, the place of still silence – the silence we run away from because we love the addiction to noise - the snail shows us where creativity hangs out with love. It is a space where places are not a thing because a place depends on a map for coordination. It is where hands hear, and hearing touches, because everything swallows in one gulp every chain layered on top of the made-men border. You know, the one in the name of El Padre, La Iglesia y la Patria. The border that stops living things from experiencing thirst and hunger. The wall that begs for cries claiming it cannot hear you because the aid supply ran out of batteries shipped by the Federal Reserve thanks to the Crusaders whose glorious mission made it to the walls of my childhood house. Where the starring from top to bottom crossed the tiny border that got heavier once I bled the first time. The type of bleeding that snails, as our relatives, smell when the steps of living borders begin approaching them… more fatherly steps…
The bleeding dried up the invention of natural borders. The Book of Existence has many of these Geographical notes making the natural divisions sound crispier and weigh less in the heaviness of language.
Desertification, nonetheless. Death without a ceremony is a life that is not lived. Nothing that my grandmother did stopped me from leaving the sorrow of the constant breakup with life I witnessed unattended. The end of the snail’s path turned into the nothingness in the existence I had to claim as my body remembered a forgotten wound. I would record in the coconut tree the death of each snail, acknowledging life without understanding it. It was a yearly mourning when it rained. I call it ceremony now because in the oneway street connection to men-made borders I do not claim any death. It is their crime. Because as my grandfather and aunties have taught me, prior to the creation of geographical dimensions of whatever division that pops up in the quadrant of another tiny machine, there is, there was and there will be, underneath, the presence of untamed visions where liberation sheds the tears of the earth.
Clelia O. Rodríguez is a global scholar, author, mom and auntie, born and raised in the ancestral lands of the Nawat, the Chorti-Maya and the Lenka Peoples, what is presently El Salvador. She earned her MA and PhD from the University of Toronto. Before holding a Human Rights Traveling Study Abroad Professorship across three continents, United States, Nepal, Jordan, and Chile, she was an Assistant Professor at the University of Ghana. Prior to teaching at the Ontario Institute for Studies in Education at the University of Toronto about Decolonization in Education, Settler Colonialism, Pedagogies of Liberation, Popular Education, Social Action and Anti-Discriminatory based curricula, she was a Gender Academic University Advisor in Bolivia, as part of a partnership between CECI and Global Affairs Canada. Recently, she has collaborated with the University of Fort Hare teaching postgraduate workshops. She is currently developing a gender-based training program in Kenya working along-side the International Centre of Insect Physiology and Ecology and Eco Green. She is the founder of SEEDS for Change, an educational transnational collective bringing together Black, Indigenous and people from the Global Majority to co-create pedagogies of liberation. She is committed to ancestral sustainable pedagogies, decolonizing approaches to learning and teaching beyond the binary, critical race and cultural theories, anti-oppressive transnational cooperation and learning in community. Her work has been published in the Journal of Curriculum and Pedagogy, in the Journal of Popular Education, Critical Pedagogy and Militant Research in Chile, the Black Youth Project, Scholarship of Teaching and Learning in the South, Radical Teacher: A Socialist, Feminist, and Anti-Racist Journal on the Theory and Practice of Teaching, Postcolonial Studies, Revista Iberoamericana, Diaspora, Indigenous, and Minority Education and the Frontiers: A Journal of Women Studies. She recently received the 2022 ACPA Latinx Network Community Advancement Service Award for her support and encouragement towards the needs of Latinx students and professionals in higher education.
Escribo sobre mariposas arrastrándose en garitas turísticas transformándose en negras taínas que lavan sus apellidos en donde Pilato enjuagó sus culpas.
Todas ellas, vírgenes prostitutas con los ojos enhebrados de verdad hermosas mojigatas aplastadas por el silencio colectivo, asfixiadas con la colonial saliva.
Todas ellas, orugas en pleno vuelo con la sangre pesada de bilí, marineras alojadas en Isla Nena con el estiércol y el cáncer forrados de prácticas militares.
Escribo sobre mariposas deshojándose herejes en hogueras de un capitalino mármol, cuando su poesía yanqui vomita promesas.
Escribo sobre mariposas ardientes. Muerden, arañan, convertidas en magma renacen quebrantando un capullo de costillas.
Escribo sobre mariposas que rescatan soñolientos coquíes a viva voz, agachaditos, a ritmo de bomba, plena y libertad.
A veces me acecha la inconformidad propia de mi género/ no es un estereotipo o tal vez sí, pero podría ser un dato científico/como los que te acarician la mente/un “fact” diría mi jefa—ya sabes—la “white”.
A veces—y solo a veces—se me llenan las ganas de miedos y de expectativas nunca logradas, esas que casi tocan el viento, que bailan con un cristo ateo fumando un cigarrito que te cura del cáncer de la Utopía en un bar de Houston, donde todos y nadie se conocen al final de la noche que, es lo mismo que el comienzo de otro día.
A veces, viene, agachadito, susurrando al oído vive, vuela, siente, muerde, llora, ríe, pero no te detengas y yo abro la puerta de una jaula que me cobija con un reloj marcado de 8:00 a 4:30 y salgo un poco y vuelvo a la jaula para descansar.
Un día dejaré la jaula me digo siempre, a las 5:00 o tal vez a las 25 horas del sueño de ayer, ahí dejaré tendido el futuro y le quitaré los miedos, uno a uno, que los miedos son sensibles y ya les tengo cariño, así, será, mientras un camionero se disfraza de Nietzsche y suelta vueltas de hojas que nunca se han escrito.
Hasta que transporta teorías poéticas y base sin datos que predicen un sistema de amores atragantados.
Con los ojos calladitos y la biblia entre las piernas me acerqué a la frontera, a esa línea en brasas, que perpetúa el mar y el cielo, a esa distancia efímera, entre la arena y el viento.
Arrastrando el «morir soñando» que casi bebo cuando a tientas vivo.
Así llegamos, a bailar con la inocencia descalza, y la sonrisa pasmada de colores hediondos y ratos comprados con promesas al borde de pechos colgantes.
Con la fe enterita de lagañas ahogando nombres en números que tiritan en rostros 2x2.
Así llegamos, con la ropa enredada en pedazos de madera, y el despojo que arde en un rey caribe tuerto.
Award winning poet, Miriam Damaris Maldonado is an active promoter of cultural events in Houston and founder/member of Colectivo Colibrí. In addition to writing and performing her poetry at literary festivals, she is an essayist, narrator, dancer and activist. She also serves the community as a Social Worker and as a member of the Colectivo de Grupos Puertorriqueños de Houston.
All of us are the sum total of our past León Uris
Nos vamos esparciendo. Como volutas de humo permeamos los bordes. Peces, nos descubrimos, resbalando por las hendijas de puertas y ventanas. Somos cuerpos vaporosos, cuando el sol del verso hace temblar al mundo en las luces que lo suceden y, en los océanos de las palabras, dictaminamos que el suplicio de amor no lo queremos padecer.
Por eso la poesía, ese filetazo, que se pronuncia en el milagroso pantano del origen, nos sueña en el grito que circunda nuestras formas insurrectas. La exacta cavidad de su boca escudriña la rueda de piedras que nos sepulta debajo de las cenizas.
Caminamos descalzos sobre las sombras antiguas. Así, el rumor gris nos abre un ojo, pero también nos cierra el otro, y el poema malherido nos dice que la única certeza es la muerte. Sentimos gozo, cierto desamparo en todas nuestras fibras, cuando nos consagran como preciosas bestias del sueño.
A decir verdad, nunca fuimos más invisibles. Ahora, arañamos apenas la superficie de la vida y nuestra primera piedra se ha convertido en nostalgia. Somos, ciudadanos de la herida que, en la noción de la gota, nos repetimos idénticos, como si un conjuro hubiese detenido el tiempo en el más tenebroso continente.
De nada nos sirve el silencio, porque desde el inicio hemos sufrido la más arcaica soledad. Entonces, la noche nos alucina, teje nuevos espectros, pausas del tiempo, hombres y mujeres que observan nuestra huella bajo la llovizna. Así, las ciudades imaginarias nos confortan con los gallos de su insomnio, vemos que adentro de los cuerpos nunca ha dejado de llover.
Las siluetas del viento perciben todo lo que es ajeno a nuestras costras, ponen en oro el canto de la rueca: nudos apretados sobre los espíritus en ruinas.
Arriba del epitafio escribiremos ardides de la guerra, como esos pájaros que arrojan su sombra al agua y no al calor de las apetencias pompeyanas. Habrá quien se lleve en los ojos la extinción de los otros, el físico miedo y la intriga, los nombres del enemigo, la copa arriba del árbol. Pero, aun así, sabremos descubrir el peso con el que cae un hombre, decúbito prono, cuando un santo de hacha se anticipa a las balas.
Sobre las aguas, en la inquietante espuma esmeralda, semejas la forma celeste de la divinidad.
El dolor de adentro bosteza con una mueca impaciente.
¿Llegarás a la orilla del milagro?
Entonces, las bocas del silencio parecen estar hechas de alguna materia especial. Sus aguas lavan los ojos del ciego como un árbol que se corrompe ante la luz.
Podemos brindar con cirios y con besos de mezcal, agudizar el extravío sin tocarnos siquiera la punta de los dedos.
Podemos celebrar nuestro primer año de muerte, para ahuyentar la pena en la mirada del buitre.
Podríamos encaminar la crecida del río más allá de las fronteras del polvo, más allá del alambrado de púas.
Bastará borrar la sombra de nuestro aliento en el cristal de la ventana.
He gemido todo el calor de la memoria sin poder recuperar las imágenes porque los ojos se me llenaron de polvo.
He esparcido la lluvia que tenía adentro, de algo me sirve este escudo de lágrimas.
Ante la propia miseria de mis pasos digo la verdad cuando miento, y al decir dos, tres o cuatro, solo me llega por compañía el susurro.
Entonces, repito las letras de mi nombre como si reclamara en regalo, un recuerdo añejo. Pero, nada llega ni un solo signo se me asoma a la boca.
Ahora pienso en la profecía: “De tanto hacerle compañía al llanto vas a ahogarte en soledad”.
Esa es la plaga de mi destino, recoger tres minutos de cielo líquido con la palma de la mano hacia abajo; caminar sin sentido hasta trenzar un terco instante de medianoche, como si allí estuviese el verdadero color de mis ojos.
Hay cosas que dejan de significar apenas tratamos de nombrarlas.
El rito siempre nos devora.
Cualquier horizonte revienta en nuestros pechos fumándonos todo lo que agarra llama.
Aspiramos la noche. En bocanadas concéntricas ascendemos hasta tocar la memoria de las estrellas.
El sol es negro nos aproxima a orillas de la vigilia.
La marea prometeica cae en tierra —así lo dispone la gente de armas—.
En esta encrucijada de piedras y estacas lloverá cada dios su desmesura.
El pacto de cuervos nos roe las sienes.
No existe patria, tampoco corazón en estos cuerpos frágiles.
Olemos la derrota y soltamos las armas.
Correrá un aire oscuro, una fuerza inmaterial que marchite las flores sobre nuestros lechos.
Pagaremos el amanecer, porque, en este duelo, ninguna caricia detendrá la cuenta de los relojes.
Amarú Vanegas nació en Venezuela y es ciudadana del puente. Poeta, ingeniera, actriz y productora de teatro. Jefa editorial de Nueva York Poetry Review y de Ablucionistas. Magister e investigadora en Literatura. Fundadora de Catharsis Teatro y Púrpura Poesía. Ha realizado tertulias artísticas desde el 2012 en varios países de Latinoamérica. Ha publicado los libros Mortis (monólogo) y Criptofasia (relato), y los poemarios El canto del pez, Dioses proscritos, Añil, Cándido cuerpo mío, Fisuras y Fiebre. Recibió los premios V Concurso de Relatos SttoryBox, España (2016), Premio Internacional de Poesía Candelario Obeso, Colombia (2016), Premio Internacional de Poesía Alfonsina Storni, España (2019), Premio Nacional Ediciones Embalaje Museo Rayo, Colombia (2020) y es finalista del Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, España (2021).
At the hospitals they systematically Give immigrant women hysterectomies.
Their caged children sleep wrapped In tin foil blankets and eat Cheeze Whiz
In the middle of the night by moonlight. Dreaming of endless sales at long-gone
Toy stores and flea markets where old Men sell parts for cars no longer made.
I found a rusty edged razor with a motherof-pearl handle with which to shave my scarred face. At the corner, another brick and mortar store goes out of business.
Even them. The people on this planet. You smell the ash in the breeze? Reactor’s
Melting somewhere. Lights buzz and flicker. This is your last chance to plunder for the stuff to keep in storage. You never know when you will need that wig, or those sets of dentures. Go ahead, smile.
Whatever insists on being kept out finds its way in regardless, or better it already lives inside the garden where white maggots diligently work
unseen underground. The children kept in cages will one day rise to till the soil with their bare hands up turning the malaise of this age, aerating and giving meaning to their new lives in this land of hatred.
Their memories will sprout new chances to get history right, but for now lay on the cold hard floor and suckle on empty formula bottles and stare
at the way constellations form on the popcorn-tile ceiling.
Caged and forgotten, they wait.
It takes the rogue atom to finally speak of squalid conditions in cages, screams in the middle of the night. Children crying for their ghost mothers.
You don’t know what cracks open in the dark for it takes one atom to yearn for another, a collision so bright it blinds the first responders, the firefighters called to the scene, who rush in and feel their skin singe, their tongues parch with the poison of the ages. They do their job, they die horrible, excruciating deaths. Later, now the earth rattles under their feet. Mother speaks about eating sins. About the man who swallows truths
So that others don’t go blind. Poets are used to gouging out their eyes, carry the weight of their hundred breasts. For now the men rush in to douse the flames that will burn for weeks, months. Particles inundate the air blanket the multitudes in Europe. A slow trickle, one breath at a time. Nobody knows what the sin eaters would much rather eat, but they swallow what my father would have called retama de guayacol, the lowest of the low.
Virgil Suárez was born in Havana, Cuba in 1962. At the age of twelve he arrived in the United States. He received an MFA from Louisiana State University in 1987. He is the author of eight collections of poetry, most recently 90 Miles: Selected and New, published by the University of Pittsburgh Press. His work has appeared in a multitude of magazines and journals internationally. He has been taking photographs on the road for the last three decades. When he is not writing, he is out riding his motorcycle up and down the Blue Highways of the Southeast, photographing disappearing urban and rural landscapes. His 10th volume of poetry, The Painted Bunting’s Last Molt, was published by the University of Pittsburgh Press in the Spring of 2020.
SHOTGUN: ROAD TO GUATEMALA FROM HONDURAS we left behind the beach bluffs
and fried fish of Omoa
SHOTGUN: ROAD TO GUATEMALA FROM HONDURAS
I hid from the
behind the the border
cedulas of police
the viejas `
blind man
exchanging quetzales
we could not at the border
for dollars
do that math
beautiful curfew day all of us will have the night taken from us
don’t ask me what Honduras is like again there I lived thru a revolution bougie-like too we hid in our homes accepted house arrest we watched the TV tell us how to make traditional dishes we stayed away from the revoltosos my mother was the state all her words smacks I wanted to go where all the tires were burning she wanted me alive mad at her alive here I can move about walk I know my way I have been on my own in this city in this apocalypse
I write ‘apocalypse’ a lot all I have ever written about blood memory of the end turbulent with recognition I talk to my mother on the phone altered su hija revuelta surviving lockdowns without her
I often turn to all that is wrong she won’t hear a rant have to remind myself our speech must keep the peace can’t blow my cover
I’ve known all the survivors of the depths was raised by them put in my place by them happyland survivor hurricane fifi survivor hurricane mitch survivor hurricane eta e iota survivor double hurricane survivor first coup in the 21st century in Latin America survivor first coup in 20 years in Latin America survivor iran-contra survivor 80s counterinsurgency base survivor secret Vietnam survivor caravan survivor soccer war survivor 100 hours war survivor banana plantation survivor United Fruit / Standard Fruit / Cuyamel Fruit survivor every American president in the 20th century survivor every Honduran president in the 20th century survivor northern triangle survivors murder capital of the world survivors border cage child survivors backward invisible forgotten erased survivor always spoken of but never spoken to survivor wouldn’t speak to you anyway survivor trauma is a joke survivor slur survivor slurvivor serve survivor not from here or there survivor never enough survivor no one knows who you are and when you tell them they don’t believe you cuz it’s not their idea of who you are survivor no one really cares survivor a survivor of surviving a survivor of survivors
I listen to BBC and conTROversy takes control in my ear
I catch gay Black Comedy from down under and can’t stop chirping what’s this then slut
I watch the Luismi cho on Netflix
Luis Miguel show y mi hago el maniyer Argentino and I become the Argentine manager o-sheh niño de que hablas listen kid what are you talking about no ti capisco promotor Italiano
I don’t understand you Italian promoter dice papá Luismi gilipolla español says Luismi’s Spanish dickhead dad on the tv my people are refugees no quiero ser
I don’t want to be esa gente fugitiva de mi pais those fugitive people from my country estoy fugada ya I’m already on the run hija de fugitivos daughter of fugitives me enseñaron como fugir who showed me how to flee mi mama en frente my mama in front of del youtube aprendiendo turco the youtube learning Turkish para entender sus novelas favoritas to understand her favorite soap operas kara para ashk black money love the only one I remember she assimilates the bizarro brunettes and reorients long gone from the center
como dicen ‘s’ los jampedranos
japatos pa’ los jipotes japatos pa’ los jipotes japatos pa’ los jipotes japatos pa’ los jipotes japatos pa’ los jipotes trabalengua de niña
El burro pita y puja Pita y puja el burro El burro pita y puja Pita y puja el burro El burro pita y puja Pita y puja el burro
El burro puta y pija Puta y pija el burro El burro puta y pija Puta y pija el burro El burro puta y pija Puta y pija el burro cuando no te creen beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh beh
Sheila Maldonado is the author of the poetry collections that’s what you get (Brooklyn Arts Press, 2021) and one-bedroom solo (Fly by Night Press / A Gathering of the Tribes, 2011). She is a CantoMundo fellow and a Creative Capital awardee as part of desveladas, a visual writing collective. She teaches English for the City University of New York. She was born in Brooklyn, raised in Coney Island, the daughter of Armando and Vilma of El Progreso, Yoro, Honduras. She lives in El Alto Manhattan.
Two women who are like any other women go shopping, as they have many times before, driving their Ford truck with Texas license plates from Nuevo Laredo into Laredo.
First, they stop at Academy Four boxes each of ammo, please. and at the Academy store across town another four boxes each.
Then a stop to pick up groceries at the HEB—the usual: milk, eggs, some meat for tonight’s fajitas on the grill.
Pero, uno propone y dios dispone.
An unexpected search on at the Juárez-Lincoln International Bridge. U.S. Customs and Border Protection officers with the Laredo police conduct outbound operations .
One woman’s boyfriend would sell the ammo in Nuevo Laredo.
They would make a pretty penny
As they had five times before. The other woman would make $100 for buying the ammo. The charges? Export or attempt to export ammunition. **
Dec. 18 to 19, 2021, the longest full Moon night of the year by 2021, pandemic rules had severed ties somewhat
no one crossed from one Laredo to the other and businesses went out of business but not all
essential workers on either side stepped up: nurses doctors others too.
curanderas found ways to cast protection spells and wore masks por si acaso.
Laredo fined folks for not masking, to the sewing machines the women went creating masterpieces to be worn with pride vaccines eased things somewhat and people got used to the new old ways somewhat
shoppers stayed, shopped at home tourists stopped visiting the border long ago too dangerous!
2021, a crisis within a crisis: no vaccines, or not enough not for the teachers, not for the nurses not for those most at risk
a doctor figured out a way to get vaccines for nuevo Laredo essential workers and surplus vaccines from Houston ended in the arms of nurses, teachers, and the elderly
in 2021, the two Laredos came together helped each other out soon we will be as we were somewhat
the cold December moon rises on the east oblivious and majestic we fall under its spell somewhat
Dr. Norma E. Cantú, a daughter of the borderlands, is the Norine R. and T. Frank Murchison Distinguished Professor of the Humanities at Trinity University in San Antonio, Texas. She is the founder and director of the Society for the Study of Gloria Anzaldúa, and organized El Mundo Zurdo, a gathering of Anzalduistas from 2007–2019. Her most recent publications include two anthologies: Teaching Gloria E. Anzaldúa: Pedagogies and Practices for our Classrooms and our Communities, Mexicana Fashions: Politics, Self-Adornment, and Identity Construction, and Entre Guadalupe y Malinche: Tejanas in Literature and Art; Cabañuelas, a novel; and Meditación Fronteriza: Poems of Love, Life, and Labor. Cofounder of CantoMundo, she serves on the Esperanza Peace and Justice Center Conjunto de Nepantleras and the boards of the Macondo Writers Workshop and the American Folklore Society as Past President. An activist scholar, poet, writer, and folklorist she has published widely in the field of Chicane Studies and Border Studies.
Una lata de crema de afeitar que dice en español “para pieles normales”, en portugués “para peles normais” y luego en griego “para epidermis canónicas.”
Esto último es impresionante. Lo es para todo el mundo menos para un griego.
Eso es precisamente lo que le pasa a quien ha vivido alejado de su idioma natural toda una vida. Alejado de la vida diaria del idioma, éste impresiona a cada rato, de una forma novedosa, en ocasiones lancinante; palabras en realidad corrientes, normales como la propia piel a la hora de afeitarse, cobran una luminosidad, tienen unos ecos y reverberaciones que sólo puedo definir como prístinas en un sentido primero y paradisíaco: carecen de tedio, son asombrosas, de repente poseen el brillo de las cosas recién estrenadas; palabras mondas y lirondas que saltan a la vista con destello inauguratorio, tocadas por el aura y el aroma del objeto, del hecho o realidad a que se refieren, como si poseyeran siempre un margen de resplandor.
Para mí, que he vivido décadas fuera de Cuba y que sólo he estado en contacto con mi idioma natural (es decir, con mi único idioma a nivel íntimo y, sobre todo, poético) a través de los libros, la enseñanza, los viajes de verano a España, la conversación con amigos (y enemigos) de los diversos países de habla castellana, y la conversación a diario con mi mujer española, cuyo acento sigue siendo castizo pero cuyo vocabulario, con el correr de los años, se volvió tan mestizo como el mío, reencontrarme con las palabras más comunes del idioma, y con las palabras del habla natural cubana, es a menudo una experiencia que sólo puedo categorizar como poética y aristada.
Hacía años que no le oía decir a nadie “ése es un sinvergüenza”; “estropear” es un verbo que en casi sesenta años de exilio apenas he escuchado utilizar con naturalidad una docena de veces. Escandalera, le hizo un pase, camina como Chencha la gambá, murió como Chacumbele, quedó
1 Kozer, José. Dos por uno: vida bilingüe. Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey. 2004; (16): 283-288 https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=38401612
por tentúa, es un bicho (expresión que recomiendo usar en Puerto Rico con cautela o perversión), ir con tiento, ponerle el cascabel al gato, en torno a, no me marees, soltarse el pelo, echarle un palo, echar un pie, desgreñada, desocupado, o perdido en el llano son frases, vocablos, de pronto para mí selváticos, indóciles, inestables; son palabras o expresiones que acaban de nacer, están sin tocar, rezuman la frescura de lo inocente. Poseen un fondo último que considero irrecuperable, con un historial vaciado, y de cuyo vacío reverso salta ese vocablo, o salta esa frase, renovados, recuperados y por así decir, absueltos de un yugo impuesto por el uso y el abuso.
Vocablos, frases hechas que se han alborotado: están frescos, desajados, huelen a nuevo. La palabra más normal, inopinadamente, es un dechado y no un cliché; su epidermis, como la del majá o la víbora, participa de la renovación. Esa renovación tiene un curioso funcionamiento. Al vivir toda una vida, como quien dice, en Nueva York, y al estar toda una vida inmerso en el inglés, la palabra inglesa “complexion” que parece rebuscada pero que en inglés es corriente y televisiva, forma parte integral de mi vida cotidiana. La oigo, la veo, la leo por todas partes: boy, she has such a nice complexion; Lord, he has a terrible complexion; if you care about your complexion, try Preparation H o lo que sea. Sin embargo, cutis es una palabra que apenas oigo; no la veo, no la leo, está ahí latente durante años: y cuando de repente la oigo o la veo, cobra resonancia y visibilidad inusitadas: es casi una palabra virgen, primordial, bárbara y silvestre, oriunda en un sentido ulterior y primario. De pronto cobro conciencia de la palabra cutis, soy su descubridor, seré su revelador, la acuñaré y moroso la amaré deleitándome en su sabor, su aroma, su lenta pronunciación, sus letras y más íntimos tonos sonoros, microscópicos, de diapasón ligeramente cacofónico. Cutis: un staccato. Cutis, una palabra que al mirarla tiene para mí algo de lascivo (¿será porque escrita me recuerda a “cunt”, coño en inglés?). Cutis, Qtip, Cut it, cute she is; la misma sensación del primer párrafo del Lolita de Nabokov; cutis, una palabra que corta, acaricia; corta palabra acariciadora, casi inglesa, españolísima. Palabra rozagante, palabra cold cream. Alusiva. Revienta, en libre asociación bilingüe, y de su vientre salen luces de bengala, girándulas, castillos de fuego. Se llena la noche de la palabra cutis, noche oscura del cutis.
“Complexion” siempre ha sido y será para mí una palabra chata, mate, sin chisporroteos: apoética, apopléjica. No es recuperable porque jamás la perdí. Por el contrario, cutis es una palabra apoteósica, poética (aunque luego revierta a su inanidad). Estuvo perdida hasta que un buen día, al oírla en medio de la calle saltó, se desembarazó de su falaz muerte por indiferencia, zafándose de su naturaleza muerta para surgir cual fruta viva, rijoso bocado, núbil caricia: un cacho iridiscente de fruta, una tajada comestible.
Hace sesenta años, cuando yo era pobre y documentado, trabajé un par de años de tarugo en la biblioteca de ciencias de NYU. Ahí robaban libros a mansalva, metiéndoselos en las amplias sisas de los abrigos de invierno o dentro de las maletas, maletines y mochilas de los estudiantes y profesores, quienes, dicho sea de paso, eran los que más robaban. Nuestro trabajo consistía en volver a colocar en sus estantes (los “estacs” que decíamos los “espics”) los libros devueltos o que quedaban abandonados sobre las lúgubres y anchas mesas de lectura del recinto inmenso y bañado por la luz fría del neón; además, un par de veces por semana se nos ponía a vigilar a la entrada de la sala de lectura a quienes salían a fin de cerciorarnos de que no se llevaban ningún libro nuestro en sus honestas alforjas. La biblioteca, como es de suponer, era espacio sagrado donde reinaba un silencio letal. Se podía oír volar a una mosca, rascar una entrepierna, forcejear un borborigmo, rehuir un estornudo la nariz. Una tarde en que me tocó vigilar a la puerta de entrada y chequear las maletas, valijas, portafolios, macutos y demás fardos, costales y materiales cóncavos creados ad hoc para el hurto, tuve que pedirle a un estudiante, a quien aún recuerdo pelado a la malanga y trabado de cuerpo, que me mostrara un gran bolso de lona que llevaba en la mano. Se lo pedí, pues tal es mi naturaleza, con la mayor cortesía y buena disposición de ánimo (pese al mísero sueldo semanal que cobraba); se lo pedí cortésmente, con una sonrisa y leve inclinación de cabeza porque, además, así lo exigían los reglamentos. El estudiante se negó en rotundo a abrir el bolso. Con cortesía, pero con aplomo, y dándole a entender que de ahí no salía sin yo efectuar la necesaria revisión, volví a pedirle que abriera el bolso y me permitiera proceder a la inspección. Me miró de arriba a abajo, los ojos sanguinolentos, el belfo caído, un principio de espuma asomándole ya a la comisura de los labios. Abrió las fauces del bolso (las suyas las trancó la rabia contenida), y sacó cuatro o cinco libros, por cierto y evidentemente suyos, de aquel foso del intelecto y la más avanzada ciencia; sin pensárselo ya dos veces los tiró sobre la mesa, al mismo tiempo que, célere, agarraba uno de ellos, el más pesado, y me lo lanzaba con fuerza y tino al pecho. Golpeó, abrí de par en par la boca, y ahí ardió Troya.
Valiente no soy, cobarde tampoco: me le abalancé, varios compañeros de trabajo que ya estaban pendientes de lo que pudiera ocurrir se nos echaron encima, reteniéndonos, a fin de impedir la enojosa pelea que a ojos vistas lucía inevitable. Cogido por detrás (expresión que jamás usaría en la Argentina), impedido y forcejeando por librarme, le empecé a gritar a aquel energúmeno, y en medio de un silencio de séptimo sello, los peores vituperios de que puede hacer gala la lengua inglesa: you mother fucker, son of a bitch, cock sucker, piece of shit, ass licker, I’m gonna break your fucking balls, you bastard, etc. Todo ello, además, con mi acento cubano en inglés de 1964, que sonaría
más o menos así: yu moder fokker, sonofabí, cok soquer, pis of chit, asliker, an gona brei yur fokin bols.
Al estudiante lo sacaron a empellones de la sala de lectura, le volvieron a revisar el bolso, no llevaba nada que no fuera de su propiedad, lo largaron; y a mí, los amigos me tranquilizaron y mi jefa, que era reprimida, puritana y mosca muerta, me dio el resto de la tarde libre pidiéndome que volviera al día siguiente a trabajar, después de haberme hecho un buen despojo de boca. Llegué a mi apartamento, dispuesto a ducharme y hacer gárgaras a fondo; entré a aquel maravilloso walk-up de un quinto piso del Village, calle 4 y Sexta Avenida, cinco cuartos, cocina y cucarachas, baño y cucarachas, setenta y cinco verdes al mes, en el centro del mundo. Me duché, y luego me senté en la destartalada butaca de la sala, poniéndome a revivir el incidente. Me escuché entonces decir aquellas barbaridades, en aquel silencio atroz de biblioteca, en un salón donde habría un ciento y la madre de individuos leyendo, y a medida que en mi cabeza se sucedía la ringla de procacidaces a las que en mi furia había recurrido, me daba cuenta de que en las mismas circunstancias, y por igual enfogonado por la rabia, yo no hubiera podido gritar (increpar) empleando siquiera el uno por ciento de lo que ahí soltara, si todo aquello me hubiera sucedido en español. Traducía en mi cabeza buscando cercanas equivalencias en español a mis malas palabras en inglés, y al surgir en mi mente la palabra o expresión españolas, me sentía enrojecer; se me caía la cara de vergüenza. Comprendía que me hubiera sido del todo imposible chillar algo tan fuerte como you cock sucker en su equivalente español. En parecidas circunstancias, y por muy grande que fuese mi rabia, yo no hubiera soltado siquiera un coñito en aquel lugar; no, de eso nada, imposible, no way Jouzei, yo no le hubiera gritado al tipo aquel, me cago en el coño de tu madre, hijo de puta, maricón, vete a la pinga, comemierda, madre que te parió. De eso nada; ni el etc., le hubiera gritado. En inglés lo había insultado sin pensármelo dos veces; en español, jamás. Ahí el del pelado a la malanga y el trabado era yo. En inglés, yo conocía esas palabras, las oía mil veces al día, sabía su significado, pero carecía de su emoción. Un go fuck yourself que yo soltaba con fuerza sonora y gesto correspondiente, era en mi interior español cosa hueca, sonoridad inane, vacío que no significaba.
Después de haber vivido casi sesenta años en inglés, cuando hago operaciones aritméticas las hago automáticamente en español; si pienso en mis padres y les hablo en la imaginación, lo hago en español; si me enfurezco y pierdo los estribos a fondo, la diatriba y el furor fluyen de mi boca en español; inmerso cuarenta años en el inglés y a punto de perder el español, enajenado del español y al borde de una pérdida mayor de fluidez en el manejo de mi
idioma materno, mis exabruptos (vete al carajo, me cago en el coño de tu etc. y demás lisuras del rojo acervo) brotan en español; I love you no toca fondo, te quiero va mucho más allá, te amo es zona casi prohibida, reservada a los grandes momentos del amor humano y del amor divino: God, I love you, lo entiendo, lo utilizo, no lo necesito para la hora de la muerte. En la cama, en los fogajes y los ajetreos de mayor intimidad, gimoteo, me deshago, recibo y entrego en español.
Para un judío como yo, haber vivido más de cincuenta años fuera de su país de nacimiento, y ser por ende, en un sentido técnico, lo que se denomina un exiliado, no es algo ni inusitado ni desconcertante; tampoco descorazonador. Es algo que no me he tomando nunca a la tremenda, y que no me parece detestable ni desolador; tampoco ameno ni agradable. Es, quizás, un impedimento ante diversas situaciones históricas, un impedimento que nos vuelve proclives a las justificaciones, las explicaciones tanto públicas como íntimas, aunque cuando se cobra conciencia de la inutilidad de pasarnos una vida dando explicaciones, y acallamos ese mal ante los demás, e incluso ante nosotros mismos, el exilio se vuelve, si no confortable, al menos llevadero: no es ni devastador ni maravilloso; para mí carece de magnificencia. Considero ese hecho sólo como un estado, o mejor, una situación: si se quiere darle un cierto cariz de relevancia al asunto podría considerarlo como un destino, incluso como todo un destino: en ese sentido es una fuente, un venero rico en aguas salutíferas, una veta a explotar con sutil dedicación si se tiene la necesidad artística. Ya que esa veta es de amplitud y profundidad inagotables, pudiéndose extraer de su filón la gama amplia, quizás interminable, de la más disímil experiencia, la más compleja y variable referencialidad, puesto que el exiliado puede definirse como aquél que no tiene un árbol único, ni una única flor, sino que es dado a conocer, reconocer, enamorarse, utilizar, la multiplicidad de las flores y de los árboles, procedentes de su incesante deambular por todos los puntos cardinales, de modo que el hombre que nace en el trópico acaba, por así decir, cantando las nieves del norte, y junto a las casas de mampostería y techo liso de su lugar natal canta los tejados a dos aguas de las casas del norte, con sus mojinetes y altas mansardas.
Acudo a la figura del explorador y viajero francés Louis Antoine de Bougainville (1729-1811) que no siendo santo de mi devoción, dado su racismo, torpe centroeuropeísmo y modo político reaccionario, que bien recuerda a Gobineau y a de Maistre, me servirá para mostrar un aspecto del exilio que me interesa subrayar. Este navegante, que le dio la vuelta al mundo, que estableció en las islas Malvinas una fallida colonia francesa, y en cuyo honor se nombró a ese bello arbusto, tan orbicular como él mismo, llamado buganvilla, en México bugambilia (en Cuba buganvilia o buganvil, término que además tiene una connotación procaz en el argot popular) trajo de Tahití a un “salvaje” para demostrar en vivo la teoría rousseauniana del “homme naturel”. En París, nuestro buen salvaje descubre la ópera. Y cuál no sería la sorpresa de Monsieur de Bougainville al darse cuenta, tras un tiempo de estancia parisina del tahitiano, que dicha ópera es lo único que
le interesa y atrae de todo el mundo civilizado: es decir, sólo le interesa el artificio máximo que, en las artes, representa el mundo de la ópera. Lo natural, digamos, lo trae sin cuidado, mientras que la tramoya inverosímil, algo esperpéntica y sobremanera afectada de la ópera, lo engatusa e imanta, dándole vida y un sentido al desarraigo en que se encuentra. Cuento esta anécdota porque, aunque no gusto de analogías, que siempre me parecen peligrosas a la hora de interpretar los hechos, y que además considero que siendo muchas veces lógicas pueden no ser verdaderas, de algún modo entiendo que mi experiencia personal de exiliado tiene puntos de contacto con la de este tahitiano. Al irme de Cuba, 1960, con veinte años de edad, y radicarme de inmediato en Nueva York, ciudad donde viví 37 años, me desnaturalicé a muchos niveles. El fundamental, la relación con mi idioma (y no sólo éste sino asimismo con el habla, mi habla habanera natural): así, mi sentido del lenguaje cambió por completo; se volvió alejandrino y diaspórico; es decir, que se volvió en cierta medida bizantino y artificial; ópera en vivo. Y en lugar de mi natural cubano, ese vasallaje de lo unívoco, se disparó dentro de mí una proliferación lingüística que hasta el día de hoy sigue en pie: la mezcla del inglés con el español amplió mi modo de percibir, y de recibir la gracia del idioma materno, el idioma natural. De ahí que unos versos míos digan en un poema titulado Babel que “mi idioma/ natural y materno/ es el enrevesado.” Un enrevesado que aquí en parte alude a ese artificio que de algún modo caracteriza al arte. Y dada esta experiencia vital de exiliado, el idioma que hablo y escribo es, en cierta medida, un artificio, si lo comparamos con el hecho normal de mamar, crecer y vivir en un idioma natural y único del que nunca nos ausentamos ni del que jamás nos vemos circunstancialmente desarraigados. Así, por dar un ejemplo, rara vez uso el término cubano cotorrita para ese bichito que tanto amo, prefiriendo la palabra mexicana catarina que me cunde más a nivel poético. No tengo el menor empacho en emplear, interiorizar, mexicanismos, peruanismos, españolismos, y en casa ocurre el curioso fenómeno, por mí observado últimamente, que mi mujer, española de pura cepa desarraigada, ahora dice botar, mientras que yo, híbrido cubano, por regla general digo, y sin apenas darme cuenta, tirar. Así, ella bota algo a la basura mientras que yo lo tiro. El exilio, por ende, hace que las tornas se vuelvan de revés, se muevan de medio lado, incorporen materiales de acarreo de todas partes: en el exilio se vira la tortilla, creándose un mejunje (menjurje, ad usum, es el cubanismo) donde proliferan tonos, vocablos, giros, provenientes de la gama amplia del español. Opino, que un futuro cada vez más cercano, nos lleva con toda naturalidad a un español cada vez más híbrido; un híbrido no como antes compuesto de galicismos o anglicismos, sino de las más diversas y enriquecedoras formas de decir de las diversas naciones en que se habla castellano. Creo que pronto oiremos a un mexicano decir camaján o tremendo sal p’afuera sin apenas tener conciencia de ello, y que oiremos a un argentino remodular su habla oriunda con tonalidades del cubaneo. Y de ocurrir, veo este fenómeno de
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recombinación lingüística como algo saludable para nuestro conjunto de países, y para sus ciudadanos. Durante un lapso de tiempo consideraremos este hecho como algo deplorable y artificioso, veremos en él una amenaza a nuestros valores nacionales, nos negaremos, incluso con violencia, a participar del calidoscopio y del mejunje de este nuevo español enrevesado: mas, con el paso de unas décadas todo se volverá natural y el trasvase lingüístico nos traerá un mayor acercamiento a todos. Así, la artificialidad a la que nos obliga la diáspora se volverá natural. Y para un cubano dicharachero y tropical la experiencia del frío y del silencio de los bosques se hará natural: el exilio me ha enseñando a amar, con toda naturalidad, el enebro (con cuya baya, dicho sea de paso, se aromatiza la ginebra) y ese deslumbrante árbol que es el sanguiñuelo, sin dejar de relacionarme con la uva caleta y el hicaco. Aludo, por contraposición a estos árboles, pero quiero dejar claro que ambas zonas referenciales son ya naturaleza viva y propia, apropiada, dentro de mí. Y que para nada se contraponen pues participan de un claroscuro vivo en mi interior. No creo que sin la experiencia del destierro hubiera podido llegar a sentir tan honda afinidad por el ocote mexicano o la encina castellana, como la que siento por mi maternal laurel de Indias. No creo que la rispidez y luminosidad que experimento cada vez que redescubro la presencia de un vocablo que no he oído ni empleado durante décadas (ya que vivo en un contexto anglosajón donde prima, a veces con exclusividad el inglés) hubiera sido posible sin esta ardua y fructífera experiencia del destierro.
Permítaseme acudir a dos términos del habla popular cubana: me refiero a las palabras chévere y paluchero. La primera la oí infinitas veces en mi país, la segunda la aprendí en el exilio. Chévere y sus concomitantes asere, ecobio, mi sosio, monina, nagüe o yérnica son vocablos que jamás utilicé durante mi adolescencia cubana. ¿Por qué? Sencillamente, porque pertenecían a una clase social diferente a la mía, eran acepciones para mí no sólo vulgares sino totalmente artificiales con relación a mi habla habanera. Esas palabras pertenecían a los estamentos barriobajeros, al mundo de los prostíbulos, a la mentalidad de los matasiete y los perdonavidas. Si hubiera dicho en La Habana, digamos, en 1957, que algo me había parecido chévere, aquello me hubiera sonado a hueco, a falso, y me hubiera resultado tan artificial como decir latines mientras hablo castellano. Sin embargo, el tiempo y la distancia, y por seguro un cierto elemento de nostalgia, hicieron que la palabra chévere se incorporara a mi vocabulario. ¿Por qué? Creo que en parte porque las barreras de clase han perdido para mí mucho de su peso específico; pero creo que, además, porque la experiencia del exilio revitaliza términos ajenos del propio lenguaje, incorporándolos: cierto que al principio ese proceso nos resulta raro, nos sentimos, como diría un cubano, “postalitas” (es decir, falsos). Mas con el uso la palabra se naturaliza, es asimilada y registrada por la sangre y las vísceras del modo más natural. Así, hay como una ley lingüística a la que está adscrito el
exiliado: lo artificial se vuelve natural; y la extrañeza de lo ajeno propio, por así llamarlo, desaparece. Y ocurre asimismo que se pierden palabras, infinitud de palabras que al no usarse en la vida cotidiana quedan soterradas en nuestro espíritu. Esas palabras, que fueron una vez naturales, de repente reaparecen, y tienen un timbre artificial, un eco y sonoridad extraños en nuestro interior, casi como si no existieran en el diccionario, o mejor, como si acabaran de ser incorporadas al diccionario. Así, la palabra que fue natural reaparece como algo artificial. Asombrados, regodeándonos, la reutilizamos, la redescubrimos, y comenzamos, casi como un niño con un juguete nuevo o con una caja de bombones recién comprada, a usarla cada vez que podemos hasta que, mediante un proceso de reabsorción y olvido, esa palabra deja de ser artificial para recuperar su naturaleza original, su inicial naturalidad. Sólo que ahora, y es lo que quiero subrayar, esa palabra se ve enriquecida por capas y capas de experiencias propias que le dan un brillo y un espesor inusitados. Sintetizando, pues, he aquí dos leyes relacionadas con el proceso de pérdida, distanciamiento y recuperación de lenguaje en el exiliado: por un lado, el proceso que lleva de lo artificial a lo natural, como en el caso antes citado de la palabra chévere; y por otro lado, el proceso que va de lo natural, a su pérdida, y de ahí a su recuperación como algo extraño y artificial que ahora, enriquecido, vuelve a naturalizarse.
Paluchero es en Cuba cháchara y palique en boca de baladrón o de echador y alardoso. Esa palabra la aprendí hace unos años en el exilio, recuerdo en boca de quién y en qué contexto la oí por primera vez, y podría casi fechar el día y registrar la hora en que mis asombrados oídos escucharon una palabra que por fin me ofreció un equivalente preciso a un término del inglés, caro a mi discurso, pero que jamás había podido emplear en español. Me refiero al término inglés bull-shitter, y la expresión bull-shit artist, referidos a la persona que se las da de lo que no es. De repente, y con alivio, podía variar mi discurso y utilizar con la mayor naturalidad dos vocablos de dos idiomas distintos y naturales en mí a estas alturas de mi existencia, sin tener que padecer el desgarramiento de la palabra ausente en el original. Tenía ahora el original y su traducción, así como la traducción y su retraducción al original. Tierra feliz, paraíso perdido que había recuperado.
Franz Werfel ha escrito en un cuento titulado “La historia verídica de la cruz restaurada”: “La suspicacia es una de las plantas más venenosas del exilio político. Cada emigrante desconfía de los demás y, si pudiera, sospecharía de sí mismo, ya que tiene el alma destrozada por no pertenecer a ninguna parte”. A su vez Czeslaw Milosz en El pensamiento cautivo subraya el “abismo que, para mí, era el exilio,” al que llama “la peor desgracia que podía ocurrirme, porque significaba la esterilidad y la inacción”. Cito a dos escritores amados y por quienes siento un profundo respeto, y bien comprendo su desgarramiento y ese sentimiento de amenaza que los rodea
en cuanto desterrados y que puede ponerse de manifiesto como suspicacia o impotencia. Sin embargo, creo que ambos sostienen una visión del exiliado anterior al actual trasvase de transterrados, un trasvase ingente de seres, culturas, modos de percepción, intereses, sobrestimaciones y subestimaciones, que está una vez más cambiando, no sé cuán profundamente, el mundo occidental. Donde Werfel ve suspicacia y Milosz esterilidad encuentro yo oportunidad de crecimiento; en vez de desgarramiento abisal o trágico destino, opto por cargar menos las tintas y precisar la existencia de ciertas bondades, y de hasta un cúmulo de bondades para el exiliado. Pese a toda la dificultad implícita en esa condición, veo ahí, por experiencia propia la ocasión de ampliar, profundizar, liberar la propia persona, forjando, por ejemplo, un lenguaje más ecuménico y polifónico que sin tapujos ni remilgos exprese un nuevo orden donde exilio, sin ser utopía, tampoco es la peor desgracia ni fuente de paranoia. Creo que es el momento de dar la espalda a los tremendismos, a veces oportunistas, que tienden a magnificar la situación del exiliado. A quien le toque esa experiencia que la viva desde dentro para su propia búsqueda social, espiritual. Y, por supuesto, creo que dar la espalda a la visión romántica del desterrado no implica dejar de luchar para que los destierros y las emigraciones nacidas de la injusticia social disminuyan, quizás algún día desaparezcan del todo.
José Kozer nació en Cuba en 1940 y vive en Estados Unidos desde 1960. Se desempeñó como profesor de lenguas y literatura en español, en particular poesía, en Queens College, de 1965 a 1997, fecha en que se jubiló en la Florida. Es autor de un centenar de libros de poesía, dos de prosa, su obra está traducida al inglés, portugués, alemán, ruso, griego. Tiene libros bilingües traducidos al inglés, en Inglaterra y México, entre otros Tokonoma, Ánima y Carece de causa. Recibió el premio de poesía Pablo Neruda en 2013 y es Montgomery Fellow desde 2016. En el 2021 recibió el premio Gertrudis Gómez de Avellaneda que otorga el Centro Cultural Cubano de Nueva York.
Es posible pensar, en ciertos casos, el entramado sonoro del poema como un correlato de la vida de quien lo ha escrito. El texto poético como rastro, como sucedáneo de un transcurrir vital, un quehacer que extravía las manos y los ojos con su promesa de suturar la distancia entre la palabra y lo real. Cada verso pareciera erigirse, entonces, como depositario de una sabiduría insólita: esa que nos entregaría la clave de un suceso: la lámpara que podría servir para conducirnos por los pasillos mal iluminados de la vida de un autor.
Este modo de leer no tarda en revelar sus fallos. En principio, relega al poema a un segundo plano, reduciéndolo a la triste categoría de evidencia. Luego, trae consigo la consecuencia inevitable de esparcir en torno al autor una suerte de aura, un no sé qué numinoso que raya en lo sobrenatural. Pero también está la postura opuesta, igualmente insoportable: aquella que desea borrar al autor, dejando solo al texto, flotando a la deriva en el aire delgado de la página. Si bien no deja de ser cierto que todo poema delata a su autor, esto no necesariamente quiere decir que aquel sea solo la prole bas tarda de la vida de éste. Antes bien, las relaciones entre autor y obra, entre sujeto y escritura, son bastante más problemáticas de lo que contempla esta dicotomía simplista.
Al poema pertenece la facultad de hacer lugar. En medio del yermo de la hoja vacía, en el cruce mismo de caminos por el que transitan las pal abras gastadas del habla cotidiana, el poema funda un espacio donde cada vocablo se relaciona de manera distinta con el resto del idioma, como si su centro de gravedad cambiara: pesa de manera distinta en la boca del hablan te. Delimita y otorga espesor a un espacio simbólico nuevo. En la región cuyos linderos son los versos del poema, las palabras que lo componen pueden refugiarse del hambre y del frío, y pueden dar cobijo a quienes se acerquen a ellas. A esto se refería Baudelaire cuando escribió que un hombre puede sobrellevar hambre y sed por más de siete días, pero no puede pasar igual cantidad de tiempo sin poesía: el lugar abierto por ella es el de una necesaria polivalencia de sentidos, una sobreabundancia de sentidos sin la cual el tránsito por la piel inhóspita de lo real nos sería inaccesible. La escritura poética echa raíces en las grietas de la realidad y desde ahí germina. O, para decirlo con palabras de Guillevic, halladas en su poemario Qui:
Dans l’espace, ici,
Lo real no es una masa lisa, opaca, de objetos amontonados unos sobre otros. Antes bien, está surcado por fisuras, ahuecado, repleto de espacios en blanco –y es ahí donde anida nuestro lenguaje. Sobre la realidad unidimensional es erigido el mundo de los signos, en el que circula la materia semántica de forma indetenible. E irreversible, también: para el ser humano ya no es posible dar marcha atrás y destejer el entramado simbólico que cubre cada aspecto de su existencia, pues ello significaría acceder a una desnudez que no nos pertenece. Lo real es lo imposible por antonomasia.
Pero, entonces, ¿está lo real, en su estado puro, clausurado a nuestro entendimiento? ¿Y el poema sirve solo para encubrirlo, como lo hacen los diferentes discursos que cruzan, que sostienen, la permanencia de nuestras comunidades? Y, por ende, la relación entre el poeta y sus textos, ¿es sola mente aquella del productor con su espectáculo o, en el mejor de los casos la elaboración de una ficción más o menos creíble? Ante estas preguntas se planta la poética de Guillevic, articulando en su propio desarrollo una respuesta –la cual convendría empezar a escuchar desde este breve texto perteneciente a Art poétique:
C’est d’ici se donner un ailleurs Plus ici qu’auparavant.2
El texto poético, tan rápidamente bosquejado aquí, se revela como una vía para alcanzar un allende por lo común inaccesible. La escritura del poema se realiza desde un aquí que no es sino el de la lengua, esa lengua que fundamenta al sujeto; pero esa misma escritura toma a la lengua, en cuyo seno acontece, y la trastoca, la encauza hacia nuevas regiones significantes. Ese más allá que nos da el poema es lo que Wittgenstein llamaría lo místico en su Tractatus: la realidad a-simbólica, aquello sobre lo cual nada se puede decir, aquello que requiere nuestro silencio. Sin embargo, para acceder a lo que calla debemos recurrir a lo que habla. La única manera que tenemos para aventurar una comprensión de lo real es a través de aquello que lo encubre. Louis Massignon, en su ensayo “La experiencia mística y los modos de estilización literaria”, da una defin
1 En el espacio, aquí, // Hay un vacío / Y este vacío // Llama, pide / Que él escriba. Incluido en Eugène Guillevic. Relier. París, Éditions Gallimard, 2007.
2 Escribir el poema / Es darse desde aquí un allá / Más aquí que el anterior. Eugène Guillevic. Art poétique précédé de Paroi et suivi de Le Chant. París, Éditions Gallimard, 2001.
ición del lenguaje del cual se valen los místicos para dar cuenta de su expe riencia y que, huelga decir, sirve para caracterizar cualquier intento poético, místico o no, que se precie. El lenguaje, dice, “no es un simple instrumento comercial, o un juguete estético, o un molino de ideas, sino que puede acced er a lo Real.”3 Por ello ese más allá es más aquí: se trata de algo que está más cerca y, a la vez, más lejos que las dimensiones utilitaria, estética o netamente cognitiva de la lengua: lo que se guarda mudo en nosotros.
La existencia misma del texto poético, entonces, se sustenta en esta paradoja: lleva a lo que está más allá de ella, pero esta región solo existe en primer lugar gracias a ella. Lo inhóspito o acogedor de lo real solo puede brotar en la palabra que lo dibuja al borrarlo; nunca por sí solo. Y aquella vieja y apasionada pregunta, tan íntima, en torno a la relación entre el autor y su obra se ve, de pronto, golpeada por una luz insólita: quien escribe es sostenido por sus textos tanto como estos lo son por él. Quien escribe, diría Guillevic, quiere escucharse -escuchar por fin su propio silencio, añadiría yo:
Là où pour lui Il n’est pas d’autre entrée
Que celle Où résonne son chant.4
El canto es un hecho violento. Lo que este texto –que se halla en el libro Le Chant– apenas insinúa, es que para llegar a ese loin, dans le tout près, es preciso forzar las barreras de la lengua. La entrada donde resuena el canto no es otra que la entrada abierta por el canto: el lugar hecho por la poesía. El lugar desde el cual puede el sujeto escucharse ha de crearse y sostenerse con la voz.
Lo que es más: la violencia del canto es doble. En un primer mo mento, se trata de la violencia que implica la mera existencia del lenguaje: ese tejido simbólico que no solo cubre lo real, sino que lo penetra, lo absorbe.
3 Louis Massignon. Ciencia de la compasión. Escritos sobre el Islam, el lenguaje místico y la fe abrahámica. Madrid, Trotta, 1999. Traducción de Jesús Moreno Sanz.
4 Quien canta / Quiere escucharse // Quiere escucharse / Más allá de sí. // Lejos, / Aquí al lado. // Allí donde para él / No hay otra entrada // Que aquella / Donde resuena su canto.
Pero, en un segundo momento, nos topamos con la violencia que ejerce el canto sobre ese mismo lenguaje: obliga a suceder en él un desplazamiento arbitrario y forzoso de los recursos significantes, concentrándolos en un pun to específico, trastocando con ello la relación cambiaria establecida para los vocablos. El poema hace con la lengua lo que ésta hizo con lo real y, en un movimiento de gracia circular, la hace retornar a lo real, aunque sea nada más para rozarlo, para probar su tacto esquivo.
“Everybody has a song which is no song at all: it is a process of sing ing, and when you sing, you are where you are.”5 Estas palabras, tipográfi camente dispersas, pueden ser recolectadas del texto que John Cage tituló Lecture on Nothing. Y ellas resuenan, sin saberlo, en el poema de Guillevic. El lugar abierto por el canto es el lugar donde el sujeto ya se hallaba, pero pu rificado del fárrago verbal que lo cubría: este es el sentido del “you are where you are” de Cage, el estar repleto de sí mismo. Dentro de las fronteras de su poética, Guillevic hará lo posible por lograr que el brusco desplazamiento semántico que implica un poema en el idioma se vea reducido a su mínima, más parca expresión. Que el estallido no opaque ni obstaculice la tarea que él otorga al poema: traer algo de ese más allá mudo para que, en la página, se revele como un más acá irrenunciable. Es por eso que puede hacer una declaración como la que se encuentra en el poema Variations sur un jour d’été, perteneciente al libro Sphère.:
Aller dans le clair
Presque comme si L’on était chez soi.6
En ese espacio interior, descubierto por el canto, se logra una qui etud, un desasimiento, difícilmente hallables en otros poemas. Es la claridad que casi es el hogar. Es como si el lenguaje se desprendiera de sí mismo. Como si, en un gesto inédito, las palabras se retiraran, deshicieran su cami no, se replegaran con sumisión, permitiendo a los ojos leer, a través de ellas, la superficie impar de la realidad sin boca. Ésta es la suerte de voto de poi breza que signa la poética de Guillevic: valerse de las fuerzas significantes que libera el poema para, en un repliegue que tiene mucho de humildad, ponerlas al servicio de lo real, de su descubrimiento. Hacer, pues, del canto un camino para alcanzar el silencio:
Qui m’apporte, qui me donne Le souffle du monde.
5 “Todo el mundo tiene una canción que no es canción alguna: es el proceso mismo de cantar, y cuando cantas, estás donde estás.”
John Cage. Silence: Lectures and Writings. Middleton, Wesleyan University Press, 2013.
6 Eugène Guillevic. Sphère suivi de Carnac. París, Éditions Gallimard, 1977.
A l’ecoute De mon être Tel que je le pressens.
Il m’ouvre une porte Sur un espace de calme
Où s’éclaire la présence Indispensable.7
En estos versos, pertenecientes a un corto libro titulado precisa mente Du silence, Guillevic da cuenta con justeza de todo aquello que puede albergar el silencio en su seno. Tal silencio no es sin más la ausencia de soni do –no participa en el juego meramente conceptual de las contradicciones, en el que siempre se puede definir al sonido como la ausencia de silencio y viceversa–, sino que se devela como una instancia cognoscitiva: a través de él, en su entraña misma, es posible recibir el souffle du monde, casi asir lo real en su fuga. En este silencio se conoce escuchando, y esto no presenta contradicción alguna, pues dicho silencio no solo es posibilitado, sino creado por la escritura. No podemos soslayar que Guillevic nos habla del silencio –y habla, precisamente hacia el silencio, hacia el espace de calme donde puede oírse, donde alcanza a atrapar el eco del mundo que gira fuera de su alcance. Allí, las presencias dejan de ser turbias, adquiriendo una nitidez que antes no podían tener:
L’oiseau vient, on dirait, En survolant la grange, De franchir quelque chose
Qui pourrait être une frontière, Un interdit,
De sortir d’un espace Où crier se condamne.
7 Es el silencio / Quien me trae, quien me entrega / El aliento del mundo. // Me permite / Conocerme en él. // A la escucha / De mi ser / Tal como lo presiento. // Me abre una puerta / Sobre un espacio de calma // Donde luce la presencia / Indispensable.
Eugène Guillevic. Du silence. Lausanne, Pierre-Alain Pingoud, 1995. Este libro fue traducido notablemente por Ana María del Re e incluido en el volumen Magnificat (Fondo Editorial Pequeña Venecia, Caracas, 2002).
Podría, incluso, aseverarse que sin el canto, sin el decir poética, es imposible concebir una presencia experimentada en algún grado de pureza –sin contar, claro está, la experiencia mística, cuya complejidad no abordaré aquí. Al menos, esto pudiera afirmarse dentro de los límites de la poética de Guillevic. Estos últimos versos, pertenecientes a Étier, lo formulan con exiactitud: la escritura, la creadora del silencio, abre un espacio en el lenguaje mismo para que resuene el grito del pájaro, como un don. En esta región pasajera, las cosas se distienden, respiran, casi –casi– libres. Guillevic podría haber suscrito la frase que Rafael Cadenas apunta en Realidad y literatura: “[e]l nombrar poético estaría encargado de acercarnos a la cosa y dejarnos frente a ella como cosa, con su silencio, su extrañeza, su gravedad.”9 El mundo, de pronto capaz de estar presente, se conoce en su mudez, como el mismo sujeto que canta. En la carestía de aquel espacio interior que es el poema, sucede el conocimiento de lo real. No se trata de una epifanía. No hay aquí revelaciones arrolladoras, feroces quiebres de lo simbólico, irrupciones de aquello que Rilke llamó lo abierto. En la poética de Guillevic ese horizonte es dibujado, sin duda, pero con una paciencia susurrante, abnegada, que pareciera haber heredado de los menhires de su Bretaña natal. La poesía es para él un modo de cono cimiento, pero no desde lo inmediato, sino desde lo largamente meditado. Así, esas cosas que a él se acercan a través de la escritura, lo hacen para con ocerse y para ser conocidas, para que se devele lo que tanto tiempo han ocul tado: que su secreto no es otro que su simple, concentrado y, por momentos, aterrador estar ahí. Como escribió Alberto Caeiro, el maestro de Pessoa, en O Guardador de Rebanhos: as coisas são o único sentido oculto das coisas. 10 Este verso está estrechamente ligado a otros, de Guillevic, que se encuentran en Du domaine:
8 El pájaro viene, se diría, / Al sobrevolar el granero, / De atravesar algo // Que pudiera ser una frontera, / Una prohibición, // De salir de un espacio / Donde el gritar se condena. // Permanece siendo pájaro. / Viene hacia ti. Eugène Guillevic. Etier suivi de Autres. París, Éditions Gallimard, 2006.
9 Rafael Cadenas. Realidad y literatura. Obra entera. Poesía y prosa (1958-1995). Valencia, Pre-Textos, 2007.
10 Las cosas son el único sentido oculto de las cosas. Fernando Pessoa. Poemas de Alberto Caeiro, seguido de Fernando Pessoa e os seus heterónimos em textos selecciona dos do poeta. Lisboa, Publicaçoes Europa-América, 1988.
11 Sobre cada cosa. / En plena luz / El gusto del secreto. Eugène Guillevic. Du domaine. París, Éditions Gallimard, 1977. Hay una excelente traducción realizada también por Ana María del Re (Monte Ávila Editores, Caracas, 1995).
Esa pleine lumière es aquella de la mirada, una vez que ha sido limpi ada por la mudez. Es en ese instante que la presencia de las cosas se impone, investida por el misterio de su mera existencia. Entonces se hace patente esa cualidad meditativa que poseen los objetos, e incluso las plantas y los animales, cuando muestran un sosiego desusado, una calma en la que pare cieran sostener un monólogo interior.
Las cosas que se hacen presentes por el silencio nos tienden algo. Se acercan a quien canta, no solo para conocerse, sino para ofrendar lo que en ellas había quedado oculto. En esto estriba su presencia: al desnudarse de la palabra a través de la palabra, las cosas exponen su piel –y es esta piel, su existencia fugazmente descubierta ante los ojos, lo que resulta finalmente misterioso.
Lo que se busca, en última instancia, es esa especie de inocencia que se nos revela, o así lo pareciera, en las cosas cuyos nombres súbitamente se caen, como gastados por el uso. La poesía, la gran saboteadora de la lengua, sabe cómo aprovechar esas fracturas momentáneas de sentido –y lo que es más: sabe producirlas. En el desplazamiento que produce un poema, queda al descubierto otra manera de significar, como si el horizonte de lo real se colara por una grieta abierta de súbito en la habitación sin ventanas del lenguaje. En uno de los textos de Carnac, Guillevic abre un camino imprevisto para la palabra mer:
Si par hasard tu crois à la valeur des sons
Tu dois bien frissonner
A ce seul nom de mer.12
La palabra se escribe en el poema llevando en sí la agitación de las corrientes marinas. No emulándolas, sino sugiriéndolas, callándolas para que su sonido pueda llegarnos, lejano. La palabra mer es rescatada de entre los términos “poéticos”, entre esos vocablos que se han ido fosilizando ter camente, hasta no significar más que su propio desuso. Dichos términos, vaciados, contribuyen quizás más que ningún otro al encubrimiento de la realidad –pues cuando una palabra pierde su libertad de movimiento, su ca pacidad para escapar a la univocidad, se anquilosa también lo que designa.
La decisión de Guillevic es, pues, una decisión guiada por el deseo de que sea justamente esa palabra, que se ha tornado tan opaca, la que alcance la transparencia necesaria para dejar ver a través de sí ese filo ma rino inabarcable, intacto aun por las mareas de la cotidianidad. “La poesía quiere reconquistar el sueño primero, cuando el hombre no había desper tado en la caída; el sueño de una inocencia anterior a la pubertad”13, anota María Zambrano en Filosofía y poesía. La poesía quiere, pudiera decirse desde la poética de Guillevic, reconquistar el horizonte cabalmente iluminado, el
12 Si por azar crees en el valor de los sonidos / Debes estremecerte / Ante el mero nombre del mar. 13 María Zambrano. Filosofía y poesía. México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
horizonte que aún no conocía la silueta de las palabras, sus sombras recor tadas sobre el espacio.
Los vocablos del poema no se pertenecen. En la voz de Guillevic, las palabras se deben al horizonte que ellas dejan intuir, al empeño de ha cerlo aparecer, de propiciar su atisbo. Las palabras del poema, por ende, pertenecen a las fronteras de la lengua cuyo seno pueblan: esos bordes que buscan quebrar sin destruirse en el intento:
Connaît le malaise, Le besoin de se posséder,
Celui de savoir
Où sont ses limites
Et s’il peut brûler Sans se détruire 14
La noción de límite, como se ha hecho patente, no solo vertebra estos versos de Art poétique, sino que sirve como punto recurrente de consid eración a lo largo de toda la obra de Guillevic. Qué pueden y qué no pueden hacer las palabras: este interrogante, en torno al cual reflexiona implícita mente toda escritura poética, se vuelve aquí una pregunta explícita, cuya respuesta se formula, una y otra vez, con cada poema. Cada texto pone a prueba las palabras, sometiéndolas a presiones que desconocían, yendo con ellas a los límites de lo pronunciable –vale decir: de lo imaginable.
En una entrevista realizada por Ana María del Re, Guillevic definió sucintamente la poesía del siguiente modo: “podría decir que es como una boda entre la palabra y el silencio, o también, una escultura del silencio.”15 Estas nupcias entre voz y mudez, efectuadas en el canto, son las que permit en poner a prueba los límites de la lengua, lo que permite esculpir, extraer de una materia inerte –como la mudez detenida sobre sí mismo– una forma que ya habitaba en ella, desconocida. Una forma que estaba más allá, sin que pudiéramos saberlo, y que al ser revelada a nuestros ojos ha sido, con ese mismo gesto, revelada para sí.
Una vez lograda la forma, y habiéndose atisbado a través de ella lo que hay más allá del límite ante el que se detienen las palabras, hemos llega do. Llegado a donde nos lleva el canto de Guillevic, allí donde nada sucede, donde nada se interpone entre nosotros y la presencia que mora allende nuestro universo simbólico. Como dicen algunos versos de su libro Paroi:
14 La palabra del poema // Conoce el trastorno, / La necesidad de poseer, // La de saber // Dónde están sus límites / Y si puede arder / Sin destruitse.
15 Esta entrevista está incluida en la edición ya mencionada de Du domaine / Del reino.
J’étais là. J’y étais. Justement là Où rien ne se passait. Réussir cela Fut une longue histoire.16
Cantando, se está donde se está: se mora, presente entre las cosas presentes. Se habita un horizonte nunca visto y, sin embargo, familiar. Se logra sostener la propia voz, al tiempo que se es sostenido por ella. Y se entra, así, en el espacio de las cosas calladas –al que también llamamos mundo:
Le poème Nous met au monde.17
Adalber Salas Hernández nació en Venezuela en 1987. Es poeta, ensayista, traductor. Entre otros, autor de los libros Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita; Pre-Textos, 2015; traducido al alemán por Geraldine Gutiérrez-Wienken y Marcus Roloff como Aus dem Kopf durch die Nacht y publicado por parasitenpresse en 2021), mínimos (Amargord Ediciones, 2016), La ciencia de las despedidas (Pre-Textos, 2018; traducido al inglés por Robin Myers como The Science of Departures y publicado por Kenning Editions en 2021), [a love supreme] (Letra Muerta, 2018) y Nuevas cartas náuticas (Pre-Textos, 2022), así como los volúmenes de prosa Clarice Lispector: el lugar de la poesía (Ril Editores, 2019), Isolario (Ediciones Aguadulce, 2019), Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria (Dirección de Literatura UNAM / Periódico de Poesía, 2019) y 23 shots (Dcir Ediciones, 2020). Entre otras, ha publicado traducciones de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Mário de Andrade, Hart Crane, Pascal Quignard, Mark Strand, Lorna Goodison, Louise Glück, Yusef Komunyakaa, Anne Boyer, Nicholas Laughlin, Shara McCallum, Jamaica Kincaid, Frankétienne y Patrick Chamoiseau. Su trabajo poético ha sido reunido en las antologías Ai margini di un mondo sconosciuto (Edizioni Fili d’Aquilone, 2018; traducción de Alessio Brandolini) y De ningún viaje se vuelve (Mantis Editores, 2019).
16 Yo estaba allí. / Allí estaba. // Justamente allí / Donde nada sucedía. // Lograrlo / Fue una larga historia. 17 El poema / nos incorpora al mundo.
..que la lengua fue siempre compañera... Alonso de Nebrija feat. JD Perón unos gamberros psicorrígidos: emergen gurrumines desde el sur para azuzarlo, y una murga de zurdos inmigrantes le ensartan sus remilgos por el norte, no sin arte: le sueltan su goleta de Gomorra mientras bajan del Granma en Ellis Island los paisanos: rimbombantes como Rambo
1 Del libro inédito Rimas.
o Rimbaud los imberbes paganos ramifican, mejoran a Saussure sin censurarlo: alargan su legado, y le arreglan la alergia a la alegría (con mucha marihuana): monetizan su magia sin plagiarle la sopa de anagramas, para hacer que germinen unos granos de los sueños que suda ese señor sesudo y tan sonoro: en fin,
¿qué pedo? OBVIO que lo convocan a Saussure, le cargan treinta pesos en la SUBE y, de paso, resucitan, incitan la cesura: súbitos, desagotan, destratan a Saussure sus propios súbditos: sus peones lo atienden como a cualquier otro pelagatos ilustre: llaman a la tigresa de las grietas: borran, votan, barren, bailan, escupen a Saussure,
lo ensalzan y suspiran por su suerte —¡qué susto tanta azúcar suave! ¡Eh, eh, uh, uh!—, en Yueséi perrean y gatean con acceso amplificado, y hasta a Saussure, carnal, lo bebotean: lo empujan a mugir, le regurgitan sus gorjeos de gorgojo, le insultan la sordera, simplifican, samplean a Saussure, y lo hisopan sin paz: y sin pavura hacen de su alfabeto
—es fome pero cómo suena, conchaesumadre, la weá—: y acá, desde el gabacho, erizan
unas torres primerizas, se enharinan las narices, abren hasta la brasa que besó ese suizo sucio: silabean babeándose: bestial, cómo le silban y le absorben a Saussure
—ese albañil— todo su yatusabe.
Ezequiel Zaidenwerg nació en Argentina en 1981. Traduce, escribe, enseña y saca fotos. Su libro más reciente es 50 estados: 13 poetas contemporá neos de Estados Unidos, una antología novelada de poesía norteamericana. Traduce un poema al día en zaidenwerg.com y produce el podcast Orden de traslado.
Wisława, nós, venezuelanos, somos filhos da épica, e a épica é patética.
Não é da métrica, não é da ética o nosso rio.
Não. Nosotros, los brasileños, somos hijos de una brutalidad atípica, hueca, Szymborska.
Hoscas (urnas) noticias adiestran este hablar.
Nuestros velados están áticos, túnicos, jamás tónicos para decir.
Somos hijos de una errática mandíbula, y titánica es la época: con sus maletas por Pacaraima la vimos salir.
Nós, venezuelanos, somos ilhas idas. Não medidas. Não mãos esquecidas.
Nadie suele apenas preguntar sin escucharnos maldecir.
1 Del libro inédito LÍENGUA Incluido en la antología Um Brasil ainda em chamas. Antologia de poesia brasileira contemporânea (Editora Contracapa, 2022)
Por qué terrícolas pérolas petroleas –nos murmuran–han venido, pero no entendemos.
No sabemos cuando crudos nos exigen: guardar una mano para enseñar la otra, tumbar a un tísico para montar al otro.
Nós, venezuelanos, já não falamos, já não rimamos, já não.
Somos hijos de la arsénica, y ya no tenemos una lengua, sino arterias varias:
allí, sangres se oyen como vacas que mullen entre.
Nós, venezuelanos, somos lábios da mueca, y cuando combinamos ripias riendas cabalgamos, solos, esta estítica voluntad de vomitar.
Pero nuestras arcas son mornas, no normas, son orlas, no formas, son olas
faladas cuando el sol calla y nuestras madres nos caracolan nos inventan verbos que esquecimos en el aliento (curvilíneo) de las sirenas de plata. Es por ella que trabajo que a gladiolo ya le dije, que a Wisława el ojo que me escucha le traduce.
Somos hijos de la época y la época no es única, ni una canica ni nada que imbrica esta rotura por arriba por abajo; quando nós, brasileiros, calamos o que o presidente diz, por vergonha, por masmorra, pelas porcarias que lubrican sus encías mudas.
Somos hijos de la época y turbia es paralítica, no nos deja reír ni hurgar ni remar una sílaba liminar (impublicable, intrascendente).
Somos hijos de esta réplica reciclada casi impúdica, quase.2
2 El presente texto es una reescritura y transposición entre los textos “Hijos de la época”, de la poeta Wisława Szymborska, y “Cabalgaduras”, del poeta Wilson Alves-Bezerra.
Abuela Gregoria memorial montaña lleva como arteria Gregoria cafetal baña caseríos los ríos de tigres dale una madre al translenguado hazle una tarde risueña de visitas una espuela pela con él la mandarina Gregoria la historia escoria patria noria Gregoria kilómetro de la trasandina adentro alborada origen gentío germinal de nuestra abuela Gregoria gregaria doña Goya oye los gallos las gallinas abuela Gregoria tus hijas descalzas como la pepa de un mango de un zapote chorreado en la tierra nacerás Gregoria en las cayenas que comía mi tortuga animal interior de lagunas laberínticas raíces rayas cáscaras entre El Vigía y Zea cálidas las púas las vacas trastabilladas las piedras que hablan que murmuran abuela Gregoria tu bata de puntos azules boca tejida de pan mojado en peltre la fábula de los comedores vacíos Gregoria el humo del tabaco entre las plataneras lamidas por la lluvia trapezoidal del trópico venezuelano la cordillera levantándose en tu iris una lagartija una migaja que nos dieron abuela que nos plantaron en la lengua de 1920 de 1935 de1958 de 1993 de 1999 de 2013 de 2015 de 2019 números efluvios por la vía los vendedores de café de lagañas los Omañas y Duques los cuatreros silenciados por la verba ficcional de la nación Gregoria orla sin olas que bracean los patios partidos misericordia con los idos con los alacranes hoscos los bachacos que cargan sus míticas canoas en espaldares abanderados de nadie abuela de nunca Gregoria la abertura de hacer tu nombre tronco bucal tu nombre dimensional de diccionarios desaparecidos en los pupitres partidos esa tirria que la tiza de esta tierra enseña clavándonos abajo la escritura como un mandato testarudo de creyentes abismales pero Gregoria dónde estaba entonces tu lengua salida por el porche cuando rezaba la verbena y doblaba la cruz de paja solitaria en la ventana para que arrinconados los fantasmas las ausencias fuesen pudriéndose en la madera del comedor generacional: Yoleida la española Franklin el peruano Alexis el chileno Carlos Ignacio el bogotano Jesús o brasileiro a tientas se sientan sin verte renacer en las fotos de antier sancochan las hojas milimétricamente cortan la pita toman un palo los pelados corren se cascan se cuecen en la masa qué caspa qué risa qué ramificadas se nos hacen las vocales los doctos modos de decir del otro usted sabe tú sabes você sabe vosotros sabéis las maletas van abriéndose con aceite con ampollas blancas con harinas preñadas de billetes imperiales que la frontera lava en susurros mancos que traemos sin estar nem ouro nem prata polisémica la gata echada en los pies de Helena los loros abren sus rejas y nos cantan nos ven con sus rabos emplumados como lengua-bruma Gregoria olha el gallo que le mete el pico a su tierra y saca la
lombriz la menea la rapea en la muérgana verba con ella se echa senda pea qué Gregoria qué agria está la mierda a no sé quién también la preñaron y a muchachito lo mataron y allá sigue el marrano y uno empieza a escribir por atrás como dicen las epidemias académicas los seminarios nunca agrarios nunca fulías transliterales toscas las que se hincan en este lenguajear ardido que perfuma la mesa el trigal hurgar curucutear el curruchá de las puertas que eran cortinas el avión aterrizando en las cantinas el churro el pastel en la mano desnuda todo se arrejunta Gregoria en tu vientre matinal la líengua macilenta naciendo en ti en la nación sin ão sin argots sem margens abuela Gregoria mi ranchito mi analfabetismo peregrino entre los malandros de Santa Elena Gregoria mi mañana sin símbolos Gregoria el guardia que el coñazo me dio Gregoria la noche en Canaima varado Gregoria la traducción Gregoria las botas agrietadas de mi vieja vagando por el centro de San Cristóbal por un verso de pimentón por este son de bachilleres tragados en el remolino que Gregoria que a la valletana a la paulistana a la andina a la globalizada ché de las pantallas capitales del sigloveintinunca del século XXI me dará a razão se tudo não explodir antes del sigloveintipartida do siglo ido pela trasandina.
La lengua portuguesa puede expresar aún acciones inciertas hipotéticas o deseadas en el presente5 es en realidad la palabra puesta al servicio de la embriaguez
alguien posee su mente y mueve su lengua6 al lenguaje original de este canto7 português normativopurista-puritano portu-
4 Del libro inédito Nudo audível.
5 Jane S. Amorim, “El subjuntivo: gramática, significado y sentido. La enseñanza de la gramática y atención a la forma. A propósito del tiempo y modo”. Norte Científico 2011) 1.1).
6 María Zambrano, Filosofía y poesía (1939).
7 Salustio González Rincones, La yerba santa (1929).
nhol milongueiro de língua e céu-da-boca8
Leopoldo Maria Panero mio Hermano paraguaio9
la lengua portuguesa puede expresar aún a imposivílmadre imposivílarde a imposivíltensa plegaria da impossível ciência10
la lengua portuguesa puede expresar -língua hispano-porto-ibericaña agora jo-casta incestuada por um filial trobar-clus de menestrel portunhol11
la lengua portuguesa puede expresar el idioma menesolano12
8 Haroldo de Campos, Réquiem (2001).
9 Douglas Diegues, Tudo lo que você non sabe es mucho más que todo lo que você sabe (2015).
10 Wilson Alves-Bezerra, Malangue Malanga (30 poemas para ler no exílio) (2019).
11 Haroldo de Campos, Réquiem (2001).
12 Salustio González Rincones, La yerba santa (1929).
lengua primera memoria audible identidad donde la madre pertenencia suena un hecho de voz13 (‘menesolano’ petróleo lengua de país14
léxico de sangre indígena tainismos caribismos aruaquismos repercusiones ancestrales: ají, arepa, budare, caraota, chicha, chiripa, danta, guamazo, jojoto, macaco, mango, naiboa, petaca, sabana, titiaro, ture, urao, yare, yuca, zamuro)15
la lengua portuguesa (no) puede expresar la rama de araguaney
13 Gina Saraceni, Herencia en lengua madre (2020).
14 Julio Miranda, Prólogo Antología histórica de la poesía venezolana del siglo XX (2000).
15 Francisco Javier Pérez, Diccionario histórico del español de Venezuela (2013).
un brazo extendido luz a fuerza de ser dádiva y ofrenda
amarillo estridente cuando los espantos son el huésped16
la lengua portuguesa puede expresar el portuñol proceder del flujo migratorio español que se vierte sobre Brasil17
la lengua portuguesa chovia hasta el huesso de sua cara exangue, el oco vacío alli donde se perfilava su rastro18
(entre o mero e o es mero existe o eme ril, um certo ar diccionário de rimas em apuros en tre o pecado do or iginal
16 Ida Gramcko, Poemas de una psicótica (1964).
17 Néstor Perlongher, “El portuñol en la poesía” (1984).
18 Wilson Bueno, Mar paraguayo
prefiro um ruído, um modo sem m odos, abrupto, meio sem rumo)19 la lengua portuguesa se alegra com novas descobertas20
la lengua portuguesa (no) puede assimilar el pluscuamperfecto del subjuntivo español hubiera o hubiese cantado21
la lengua portuguesa puede expresar este trinar de un simple cristofué en la mañana indigna de los ruidos22 la lengua portuguesa puede
laja del río mirar oír los signos y las cosas sonidos
19 Josely Vianna Baptista, Ar (1991).
20 Orlene Lúcia S. Carvalho, Marco Bagno. Gramática brasileña para hablantes de español (2015).
21 Vicente Masip, Gramática de español para brasileños (2010).
22 Armando Rojas Guardia, El esplendor y la espera (2018).
falena ágata del brasil la día hilandera de los hilos de amianto latomía invisible a través del cobalto23
lengua extraordinaria24 la lengua portuguesa puede expresar aguja de otro costado25 variável asa lúcida tramando verbos véus26
la lengua portuguesa puede expresar traducción como traspiés travesura truco trampa tran- tranvía tránsito de tanto y tanto sentido trémulo terreno terre mótico mas no truculento terrible pero no terror27
23 Emira Rodríguez, Malencuentro pero tenía otros nombres (1975).
24 Enriqueta Arvelo Larriva, Voz aislada (1930-1939).
25 Beverly Pérez Rego, El hilo atroz (2021).
26 Orides Fontela, Transposição (1969).
27 Verónica Jaffé, Sobre traducciones (2000-2008).
tierra calda y seca lluvioso baldío porque extranjero soy de toda dirección y de todo extravío28
Jesús Montoya nació en Venezuela en 1993. Poeta, traductor y ensayista. Doctorando en Estudios Literarios en la Universidad Federal de São Car los. Licenciado en Letras mención Lengua y Literatura Hispanoamericana y Venezolana por la Universidad de Los Andes y Magíster en Estudios Literarios por la Universidad Federal de São Carlos. Ha publicado los libros de poemas: Las noches de mis años (Monte Ávila Editores, 2016), Hay un sitio detrás de los incendios (Valparaíso Ediciones, 2017), Rua São Paulo (Fundavag Ediciones, 2019), obra con la que obtuvo el II Premio Franco-Venezolano a la Joven Vocación Literaria, y Transandínica (hochroth Verlag, 2021), libro bilingüe español/alemán, con versiones del poeta y traductor Léonce W. Lupette. Tradujo el disco de poemas Catecismo salvaje (El Taller Blanco Edi ciones, 2021), del poeta brasileño Wilson Alves-Bezerra. Pertenece al comité de redacción de la revista POESIA de la Universidad de Carabobo. Partic ipó en la residencia virtual Looren América Latina “O que estamos traduz indo?” (2021), con el apoyo de Specimen – The Babel Review of Translations y la Fundación Pro Helvetia.
I am not what I am wandering like a lone ant without direction my local speech foreign my appearance a deception in Puerto Rico
In the US my mambo stifled by freezing weather my warm smile smothered under raging blizzards my tears icicled
I struggle to break through this immense space struggle to cross the endless ocean of Operation Bootstrap struggle to make a way home for my self
In La Borinqueña Panadería in el Coto Laurel the workers speak Spanish they have that dry Puerto Rican sense of humor they bake bread daily make these little ham & cheese sandwiches on hot dog bread we call bocadillos
In La Borinqueña they have Puerto Rican pastries Pastelillos Tembleque Flan and the aroma of newly cooked rice and beans and chicken
The people of La Borinqueña Panadería make me feel warm and welcomed just like those in La Rosita on Broadway and 108th street in New York City
The editor of the first Nuyorican Women Writers Anthology published in Voices e-magazine, Hunter College- City University of New York, Nancy Mercado authored: It Concerns the Madness (a poetry collection), Las Tres Hermanas (a children’s coloring book), and edited if the world were mine (a YA anthology). Her critique of the Broadway musical, “Everybody Tells My Westside Story but Me,” appears in Bigotry on Broadway (Baraka Books). Most recently, Nancy Mercado guest edited a special issue of Konch Magazine featuring over 60 writers and artists from across the country. This special issue celebrates the life of Miguel Algarín, the late founder of the Nuyorican Poets Cafe. Mercado is the recipient of the American Book Award for Lifetime Achievement presented by the Before Columbus Foundation. She was named one of 200 living individuals who best embody the work and spirit of Frederick Douglass on the occasion of his bicentennial, by The Frederick Douglass Family Initiatives and the Antiracist Research and Policy Center at American University. For more information, you may visit nancy-mercado.com.
It was May 2020, and despite our fears, we were on the highway, heading east. My husband steered past mesas I once toured with my father. Brian said nothing, but the air tightened between us. A tacit acknowledgement that my birth family remains unhealed.
A cloud shadow moved over the mesas as I looked out the passenger window. I once traveled those hills in unspeakable silence with my dad. Pregnant and nursing, I rode in the back with my toddler, with whom I played despite my fury. After decades of deferring our confrontation, I could not believe my father’s petty lack of reciprocity for the forgiveness I had long offered. While my son slept, I took notes, trying to mitigate the hurt with grammar.
Seeing this landscape again, I searched for virga, rain that never meets the ground, though it be thirsting. I wanted to make a metaphor about me and Dad. Watching the horizon, I willed the sky to splatter the desert. The tears, I denied myself.
Six years later, I had never gone over this territory again. Until now.
Last year’s road trip began with a 9 a.m. call from my husband’s sister, after which Brian and I conferred in the shower. It’s where we share troubles and forge strategies. I told him, If your mom is in the hospital with no memory of how she got there, we need to hit the road. Three hours later, we left, fully loaded. Other parents will know that is an accomplishment. I had been hankering for a long drive, though not the 2100 miles it would take us to reach St. Louis.
Brian and I had planned to camp the whole way, but on the first night, we’d already miscalculated. The parks of Idaho were closed, and night was falling. We’d been driving all day, our boys on their tablets in the backseat. We figured we’d camp near Boise, but no luck. Maybe the Bruneau Dunes State Park, we thought. Closed. We searched the Idaho power company’s website, which showed their campsites were closed. Eventually, we cracked and called Brian’s friends in Boise, who invited us to stay. Overwhelmed, grateful and tired after driving only nine hours, I said yes, thinking we’d camp in their backyard. She is a frontline worker. A nurse testing for COVID-19 in tents outside. But safer than a roadside, I thought.
In their immaculate home, every surface was sprayed with Lysol. Through their masks, they said, We haven’t been in this room in weeks, you can just stay in here. We’ll hang out in the backyard. So we did. Their firepit was lined with deliberately crushed glass — not the result of messy drunks who leave shards like the ones I’d find the next night on federal recreation lands, the echoes
of distant gunshots yammering through the hills. Beautiful but deadly, like all of America.
Driving away the next morning, I was flooded with dread about the risks we’d taken. Anxiety came forth in great torrents which could do no good in retrospect. We should not have done that, I cried. We cannot just cave! We had a plan. We have to stick to the plan.
We were driving into a situation. My husband’s mom was still in the hospital, and she couldn’t remember why. We didn’t know what Connie would be like if they let her go home. We had to uphold the protocols, or we risked bringing the plague with our rescue.
Our road trip was punctuated by calls. Brian’s sister was hysterical because the hospital would not allow her to visit. Talking to her as Brian drove, I filled my notebook with nurses’ names and their phone lines if I could get them, and upcoming tests — CT scan, EEG, MRI, echo-something or other. An altered mental state had persisted for Connie, we were told. Some confusion, but it was clearing.
By his mother’s designation, Brian needed to be consulted about medical decisions, given her state of mind. Riding a wave of good cell service, I called the hospital and spoke to a nurse on my third try. Not just technological, the coverage gaps were everywhere. Pattern recognition did not ease my frustration.
Aiming for federal recreation lands, we drove through Utah, with one stop just past Devil’s Slide, where I took a picture of our coolers on a metal rack extending from the tow hitch, and the red rocks with dry shrubs up their backs. We drove past factories — concrete, cheese — and power stations. Our predecessors have turned over every rock to see if it would glint in the sun.
Welcome to Wyoming! Atop a bucking bronco, a cutout cowboy raised his hat to the sky. Over the highway, a lit-up sign proclaimed that Wyoming’s state parks were open only for state residents.
Road kill, white spires, cattle and horses, clusters of unmasked people touching gas pumps with unwashed hands. It felt like we weren’t in a pandemic, but for the body count. Rail cars, river beds, fly fishermen with trucks parked next to abandoned trestles. I am nostalgic for an idea that never was. Plastic bags on barbed wire, literal tumbleweeds, the distant outline of trees. Beneath infinite skies, trailers had slipped off their blocks.
In Green River, there was a municipal horse corral, a Western trope writ large. Patches of land are no longer easy to acquire. No amount of proving up will do. Up the hill from a Loaf N’Jug, two women nailed a cross hatched fence over the crawl space beneath their doublewide.
We camped on the northwest corner of Flaming Gorge, near one official shooting range and within earshot of its wild cousin. When trucks
rolled by our quiet tent in darkness, I didn’t pray, but sometimes I wished I did. Dispersed wasn’t quite the word for the vast distance between us and other people that night, but it was the only allowable camping for travelers like ourselves.
The next day, we bypassed Nebraska, where all campers had to be self-contained — no tents, only RVs, and We don’t want you here anyway, the campsite supervisor implied on the phone. Social distance both does and doesn’t mean what it used to.
I told Brian, I am going to write an essay about this road trip.
I’ll try to provide some drama, he said. That is not his way, though the smile that played upon his lips has kept me hooked for seventeen years. I love this man, and I love the woman who made him the man that he is and has been to me. I didn’t mind driving to help his mother.
By the riverside highway, guys in hoodies tailgated on the frontage road, their trucks and flip flops dusty, one with a kid. This pastoral scene made me long for my childhood in the way of fireflies, an insect I’ve yet to see in Seattle.
You can learn a lot about a culture by the recurrence of its billboards. In Utah, in Wyoming and further east in Kansas and Missouri, the signs said that the opioid crisis affects us all. The left half, red. The right half, blue.
May I kill you? My youngest asked my oldest in the backseat. Minecraft, I supposed, but I could not see their screens. I cocked an ear back and waited.
He dropped the gold, my eldest said. I have the gold in hand.
They might have been talking about our times. One by one, my little family crossed through states which, as governing bodies, paced out the deaths of their residents. It is difficult to decide when commerce trumps infirmity. How soon shall the meek inherit the earth?
Just before the West flattened into the Midwest, we got another phone call by which we learned that Brian’s mother lost a large swath of time, her memories of the last two years entirely vanished. It was temporary, but we didn’t know that then. In 2020, imagine the possibilities. What strange grace, forgetting those last two years. The pandemic, erased. Half of Trump’s presidency, unmade. Picture being reminded. The dulled ache made sharp again. The doctors diagnosed her condition as a bout of transient global amnesia. My Black brother-in-law said his folks call her condition a brainstorm, which felt truer to me.
On a green hill — all of spring still upon the land, trammeled and glorious — sheep bleated. Brian’s dad, his mom’s ex-husband, called. Be careful, he said. Be careful. Everyone had become afraid, but we’d begun to forget of what.
It’s hard to tell what I was looking at. What you can see from afar is not a community’s sole truth. On the undulating hills by the highway, fences. Later I learned that these were windbreaks. Maybe they prevented snow drifts from blocking the highway in other seasons. Wind turbines rimed distant ridges. Pioneer wagons left ruts you can still see in the clay.
If mine is a love story, it is of this land, stolen though it may be. I broker peace with our recurrent history as a nation, a family. I neglect to remember how we repeat our mistakes. I found a placard for the Oregon trail. Like early settlers, we left poop cairns across this country. For that, I am truly sorry. We had to get to Grandma. There was no way I’d bring my sons into public restrooms during a plague. No way, no how, as I heard ranch hands say when I was growing up.
At Bitter Creek Road, we took a break for my eldest. He commented on how swiftly the flies found his pile. Nature is quick on the draw, I said. Most truths contradict themselves upon utterance. When we passed the exit for Fossil Butte National Monument, I tried to get our kids to care that this desert was an ancient lakebed from the Eocene Epoch, more than 30 million years ago. They exclaimed Cool! and Wow! so I wouldn’t take their tablets away. We kept going, stopping for nothing but urgent necessities. But who needs to hurry? We have all of time.
Here, there were cattle guards on the ramps. Before we crossed the continental divide, I dreamt of pronghorn antelope wandering by the tent, their thin legs and delicate muzzles outlined against men cracking beer and laughing with banal danger.
In arid lands, messages arise. A handmade sign — Withdraw the US from the UN — abutted rock mesas crumbing into dust, the Rockies ploughed into the ground by rain conjured from the Plains. A good metal canteen fell from our car at the next gas station. It was my fault. I had left it on our roof. I popped out to find it right away. To my astonishment the guy at the next pump had already grabbed it and was giving me the hard stare like nothing happened. I canvased my path, again and again, performing confusion. We left with empty hands and a full tank.
Long past Church Butte Road, billboards told a sad story. Outside of Fort Riley in Kansas, near old ramparts with artillery, we saw advertisements for PTSD and depression treatment. Also:
Relax! 17 Marble Showers. Little America.
Who is Jesus?
Dial (83) For-Truth
BATTLES ARE WON WITHIN. Join the Marines.
Caregiving is Tougher than Tough. Depicted large enough to be revered at high speed, a muscled man stood, resolute, next to an elder in a wheelchair. Near them in a rush of miles were storefronts for cash advances and cell phones. A strip mall across from a trailer park down the way from a rodeo.
The Native Stone Scenic Byway was not what I thought. I confess that petroglyphs excite me. It is instead a series of limestone walls installed by Kansans incentivized to close down the open prairies by our federal government. To contain the uncontainable sometimes destroys it. Any writer could tell you that. We pulled over to pee. Just as soon as we were done, a blue Buick rumbled by on the unpaved road, dipping down into the valley and disappearing over the rise. Not too long passed before I saw with a pang of dread that this same car had turned around to travel toward us.
The driver looked like I feared he might, a white man with an old hat, his bulk filling the bucket seat. We were already in our vehicle, my husband behind the wheel. The man hemmed us in with his window down on the passenger side, neck craned toward us, eyes locked on mine in suspicion. A sense of real menace arose in my animal body, the adrenaline thrilling and sinister. No gas pedal at my feet. Let’s go, I said. My husband was rolling down his window. The man asked, Y’all having car trouble or something? His accusatory tone did not offer help, instead implied, You do not belong here. Move along.
Strangely, though I could tell he was angry, my husband answered, Nope, just needed to stop and give our kids a pee break. He couldn’t help adding, Is this a private road or something? Their mirroring and antagonism escalated in increments I sensed with indescribable agony.
It is unusual, the man began to reply, but by then my husband had responded to my low murmured begging and was moving, the foreign power of our luxury Volvo an immediate advantage as we accelerated onto the highway ramp, joining the constant flow of traffic leaving this man and his ilk behind.
I let some miles whir beneath our tires. I have learned not to jump on Brian when he’s done something wrong — in this case, engaging a man likely to be armed. When my husband’s hackles are up, he is prone to further argument. I took deep breaths. I watched men walk into the Passion Adult Boutique, with no windows but so many trucks. I thought of sex workers and salespeople breathing each other’s air. Restaurants and bars had reopened in Missouri, the eighth state we journeyed through and our final destination. Above us, in yellow dots on a black background, the government instructed, IT IS YOUR JOB TO KEEP OTHERS SAFE.
In a few days, both where we were and where we’d been would erupt in protests after a white cop called Derek Chauvin killed a Black man named George Floyd, strangling him against the pavement with a bent knee. For more than nine minutes, again and again, Floyd suffocated to death, calling for his mama in front of everyone. Murder in the streets, and now,
people and police officers and tear gas and batons and gallons of milk. The civil rights movement has never ceased.
One year later, the murderous Chauvin would be convicted. A small measure of justice. But while Floyd’s family received a $27 million settlement, the city of Minneapolis paid out more than $35 million in workers’ compensation packages to cops who decided to leave the force when their city and indeed the whole nation protested police brutality against Black lives.
America protects commerce at all costs. In Kansas, the toll booths were not staffed. By Missouri, the state wanted that money. Skip it and take the ticket, my husband suggested, but I was already pulling into the lane. We owed the state $3.50. The booth worker seemed startled to see my cloth mask. Few people, I think, cared to protect him. The fingertips of his blue nitrile gloves were blackened. I was careful not to touch his outstretched hand. Brian said we should have taken the ticket; he was right. Cursed by my own frugality, I was also on a deadline. Did I mention that?
Due to give a virtual reading for a bookstore in Pittsburgh, I’d launched my debut novel a month before. Technically I was still on tour for Subduction. The events I’d planned in fifteen states became me, clicking into a Zoom room again and again, promoting the performances on social media platforms I monitored at the algorithms’ demand, liking and responding to stray comments. Leaving on Friday, we had to cross half the country before my event on Monday.
At the KOA campground, we woke before dawn. The birds were in song, and the passing semis sounded like wind. Good enough for a Monday morning. I was happy in my own way. We had four hundred miles to cover by that afternoon. I bustled, packing up our things while Brian prepared breakfast on the picnic table. Have you ever disinfected a tabletop made of 2 by 4s? My Clorox wipe left fibers where the surface splintered. We hadn’t scored any disinfectant spray before we left Seattle. We couldn’t find any during our trip. The global supply chain was fresh out of resources we once thought were unlimited. Something about this era feels preordained.
We drove the final leg in one straight shot. Six hours. Champions throughout this trip, our sons had tired of being at home. Watching me scowl at my laptop and my phone. Listening to Brian conduct calls. Getting their own screens when they couldn’t be put off with drawing or toys or playtime. We did our best. Cheerful meals. Bedtime reading. Walks in the park less often than I intended. It didn’t feel like enough. More like, I didn’t feel like enough. I needed to become quantum. I needed to occupy many different spaces at once.
I would have broken myself into a rainbow if I could have found the right prism. Instead, we ate drive through. I learned that McDonalds will put three lemon slices in a Diet Coke if you ask. I did get the straw. We
created a steady waste stream of plastics as we moved eastwards. I recycled what I could and pitched the rest, careful not to touch the garbage cans. We washed our hands from a water tank strapped next to our coolers of food. We stayed together. We kept going. I am among the most privileged people to live on this whole earth.
Connie’s brother-in-law picked her up from the hospital and brought her home that very same Monday. She had recovered her working memory and was glad we were coming. She was a little embarrassed, I think, though she tried not to be. It’s hard to be made vulnerable. When we pulled up, she hugged us with her eyes. Do you know what I mean? Above a mask when someone smiles it is possible to see the crinkling of their eyes, how warmth leaps into the irises. A real smile suffuses an entire face, even if you can only see the top half.
We didn’t have much time before my event. We spaced out two tables on her patio, a setup we would use again and again as balmy spring yielded to the bone-crushing heat of midwestern summers. By the beginning of our second hour in St. Louis, we had unpacked the car and fed our kids. Convinced by her conversation that she had returned to her faculties, Brian sat drinking a wine spritzer with his mom. Our boys darted around the lawn while I set up my ring light on the basement dining table. With my laptop propped on books to raise the camera to a more flattering angle, I could place my microphone just outside the view.
In full makeup, unshowered for several days, I sat, smelling like a campfire, and clicked into a digital greenroom. Five minutes later, I discussed the ethics of research for an audience that would grow into the hundreds. Most online events happen once but occur in perpetuity, viewed in great rushes that dwindle into trickles. An apt metaphor for late capitalism. I should be glad my videos haven’t gone viral. It would have been for the wrong reasons. But I had to salvage my book launch, and did.
This road trip was like a vacation, despite the fear that we’d become caretakers for our forgetful matriarch. With Brian at the wheel, I could clutch my thermos and watch the road unspool, calmed into not thinking by the hum of our tires holding the line. Amidst chaos, we toed the edge of breaking down. Our whole society is riding that whetted blade.
Though it is a full year later, suburban St. Louis still blooms green in my memory. Just now, I pivoted a geode so that its crystals refracted the light from my window in Seattle. Jutting from the geode is a turkey feather we picked from the tall grasses behind Connie’s house. We tried so hard to be careful. For the first weeks after we arrived, we committed to seeing her outside and socially distanced. We laughed and took pictures of us lifting and lowering masks to sip drinks.
Her backyard abuts a brushy creek that forms the central corridor of her subdivision, where I watched our sons chase deer, the boys so fleet I worried they’d get kicked. In the evenings, fireflies rose from the silty banks like paper lamps, aflame amidst the recurrent croaks of frogs. A barred owl favored the nearest snag. As summer progressed and I paced the lawn, talking on the phone, I heard its feathered passage through the hot night. Goodbye, little mouse.
Of all the wildlife that teemed through that subdivision, the snake startled me the most. Writing a book review from my makeshift table on the grass, I looked down at a rope of black scales moving past my bare feet. I didn’t know it was possible to leap backwards while seated. Turns out that species is harmless. While Washington state prides itself on wilderness, Missouri’s animals are cheek to jowl with humanity. Subdivisions were carved from corn fields planted on the corpses of gone forests and unheralded civilizations. You can hear their bones rustling in the stalks.
Every day, Americans wake up to the nightmare of racism in our country. Looking up the history of Creve Coeur, the cluster of subdivisions where Brian grew up, I found the town website proclaims its origin story like so: Legend has it that an Indian princess fell in love with a French fur trapper, but the love was unreturned. There are so many things wrong with this sentence. Indian princess. The love. Did it not belong to a woman? Her love, more like it. Even her great offering was dehumanized. White people say she jumped from a waterfall with a broken heart. Creve Coeur earned a name; she lost hers.
Sheltering with an elder in this suburb so close to Ferguson, I tried to figure out how to respond to systemic racism. We are a nation of families. What do we owe each other? Money to BIPOC-led organizations was my first answer. We moved a Black family into our Seattle home to give them a respite from their housing. For WaPo, I profiled a young Afrolatinx woman who manages a domestic violence shelter. These small acts slid through my fingers, and my hands felt empty. Maybe that’s why folks make a fist.
Soon after arriving, we began to rely on Connie for daily childcare and schooling. Formerly a first-grade teacher, she had recovered without incident. We came to call this summer a blessing, a word which implies a religiosity I do not share with my mother-in-law, though I remain grateful for her help. She ended up saving us, not the other way around.
In stark contrast with my birth family’s withholding, her generosity moved me. I hid the mottle of my morning tears. Nearing my birthday, as I am now, I was scheduled to moderate a conversation with the author who wrote the cover blurb for Subduction. We were to be on stage at Benaroya Hall. That night, I read my children a bedtime story and worked until two in the morning. This pandemic taught me to stay grateful for my privilege.
I have endeavored all of my life not to be erased from the record. Thoughts flickering westward, I know my aims are not available to most
people. An autonomous zone was born, thrived and died in Seattle before I got back. As a reporter, I experienced waves of regret for not being on the frontlines all summer. As a freelancer, I know for a fact that my clients would not cover the bills if I got sick, would not help my children if I died, and might not defend me in court if I got arrested. Ambition is no stave against mortality.
In less turbulent eras, social distance was defined as the perceived or desired degree of remoteness between a member of one social group and the members of another, as evidenced in the level of intimacy tolerated between them. When I stop pretending like everything is fine with my father, our relationship explodes and pulls apart like an expanding universe. I have decided to let entropy happen. Too many harsh acts. Our briefest conversations can be like waking up in a bathtub without an organ. Six years ago, we drove in bitter quietude to the Grand Canyon without peering into its vast beauty. When I read how Minda Honey described doing the same in Burn It Down, I was stunned to find another father-daughter dyad so keen on dysfunction.
I thought we were special. Maybe what we are is common. I want to suggest something here about American grief, and loneliness, and becoming so independent that you are vulnerable. As a nation of ragged individuals, we insist that breaking away is possible. Better off alone. We strike out to make new claims on old territories. But liberation leaves you helpless at times. No one to rely on. If I were to die, I fear what my family would teach my children.
Maybe this isn’t a story about why I drove across the country without seeing my kin. Maybe this is a story about what becomes possible for women who insist upon a better kind of freedom.
For decades, I bided my time. I divined common interests with my dad. History, for example. As a child, I remember reading about the civil war. Not the battles, though my father took me to emptied fields. Even then, I was waiting for him to see me, to value my doings, to be present for my life, to discover how to be around me without finding fault. But our toxic dynamic has intensified along with our differences, suffusing what should be innocuous situations, not unlike our nation. We are living in the graveyard of what might have been. We break fresh ground only to find old bones. They do not belong to you. So why does it feel like something is missing?
Statues of Southern generals and other colonizers would be toppled, one by one, during the summer I whirled in place in suburban St. Louis. Suckled on the complicity of the North in slavery, a pet issue for Dad, I still want Black people to reap the rewards of the nation they built. America owes reparations. Though he studies history, my father shames me for wanting to tell the stories of our shared past. To express his anger, he shuns me.
His refusal to face even the facts of my girlhood proves to me that stories are powerful and dangerous, just as Audre Lorde said of women. We are the keeper of hazardous truths. If every cradle rocks above an abyss, then none of us are on solid ground. There was a time I straddled the chasm between who I hoped we would become and what we have done instead. My feet are slipping. Few are watching for the fall. I am old enough to know this earth has accepted more important bodies than my own.
Despite driving 4200 miles to Missouri and back, I did not extend my road trip to Florida, where my father lives within walking distance of where he left us. Dad claimed work as the reason he wasn’t around. In retirement, he visited even less. I’m not sure what to make of the fact that he has always used our scant days together to trumpet his plans to spend more time with my sons. After he doesn’t, the blame starts. I am inconvenient, you see. I moved far away. Which is true. Last summer, I planned to close the distance between us, but I kept calling Dad only to find him eating in restaurants. I googled the town where I hoped to picnic with my unruly elder. Internet photos showed the beach thick with bodies — an unprecedented number of tourists. I canceled. We can’t do it, I said. It’s not right. I am complicit in every ill that I can name.
We spent those months barely interacting with the Missourians beyond Connie’s property. I blamed the virus, but it was a relief. I didn’t like worrying that speaking Spanish with my kids in public would put us at risk of assault or diminishment. It’s strange not to share values. Aside from the threats, there are awkward moments. I won’t describe them here. God and recycling and racial difference, not in that order. I could provide a surreal portal to the false normalcy I glimpsed on our weekend excursions to hot woods and mud rivers. I could tell you about driving by crowds of partiers with smiles bared to the sun. Do you remember those times? Were you afraid of others, then? Are you now?
Astounding, how my father shows up in essays, given how little he presents himself in real life. His absence is an obstacle around which my prose has flowed.
For decades, his judgments compressed my doings. When I internalized his beliefs, I was relieved from feeling their burden, as Sara Ahmed wrote. Now he senses that I will not be muted. The subsequent pressure is unceasing. He cc’s family members on punishing emails and texts, accusing me of treason, essentially. He wants my husband to be his bridge to the boys, despite the bloodline that runs through my body. Dad is angry he can’t control the narrative of my childhood. It is laughable. I am a middleaged journalist, essayist, and author, and my old man thinks he can muzzle me from across the country. Once again, we are in an unspeakable silence.
Silences grow louder with time. I once hoped estrangement would unmake his hold on me. Let there be peace in my family, I was tempted to command, but our ceasefires are brokered by suppressing the truths of our shared past. My family expects forgiveness without contrition, not unlike our government.
What does it take to get free from old damage? Distance alone cannot do the trick. As a writer, as a daughter, as a mother, I want to unshackle us as a family, as a people, as a land. Forgetting brings its own kind of freedom. For a while. And then it delivers you straight back into avoidable atrocities. America taught me that. Storytelling is a form of protection against future trauma, whether from kin or country.
I thought to describe what befalls the memory of those who leave. I prefer to investigate what becomes available to those who break away. For that, I have my husband. Always willing to put up with my venomous family squabbles, he knows when I need to hold my ground. He keeps things fun when I am grieving. For my birthday last summer, Brian took me to a river in some of the oldest mountains in our nation.
Even the simplest origin stories are unimaginably complex. The Amidon Memorial Conservation Area is commemorated by a plaque. As you scan Missouri’s landscape, volcanoes usually aren’t your first thought, but the pink rocks tell a story of eruption and molten lava from __ _illion years ago. Those blanks were burned into the plastic, the 1.5 billion bubbled into dark brown spots that no lighter could create without burning your thumb. Maybe they brought a torch, which chills me. Do creationists pack pistols to hike? Near rapids that widened into swimming holes and narrowed into rivulets, I eyed riverside piles of clothes, looking for lumps of metal.
I digress. The Saint Francois Mountains formed when huge pockets of magma welled up in dome shapes and slowly cooled, forming igneous rocks of granite and rhyolite…Over time, the upper Castor River eroded softer materials exposing the large granite boulders. Chutes, or shut-ins, were formed. Now, I don’t get shut-in from chute.
Let me provide you with a definition. Shut-ins occur where a broader stream is “shut in” to a narrow canyon-like valley. Helpful? Good. We need terms we can agree on in this country. If we break our connections to each other, to our shared history and to the land which holds us in keeping, there will be no grief large enough to fill that chasm.
Warmed by the sun, my beloved and I swam in clear water. We rested on rosy granite which has endured eons that my own mind struggles to behold. Green oaks flickered in the breeze. Unmasked people waded by. I too tipped my smile toward the sky. For that day of my birth, I belonged to a river which keeps flowing, cradled by forces that none can escape.
The silences in my family bored a hole through the softest parts of me. Though I once believed their aperture drained my spirit, it is where stories emerge. What could be eroded from my being has been sent
downstream. What remains is hard enough to withstand relentless pressure. Those who wish to wear me down will have to go around. I intend to take up space for as long as this earth will allow.
Kristen Millares Young is the author of the novel Subduction, named a staff pick by The Paris Review and called “whip-smart” by the Washington Post, “a brilliant debut” by the Seattle Times and “utterly unique and important” by Ms. Magazine. Shortlisted for the VCU Cabell First Novelist Award, Subduction won Nautilus and IPPY awards and was a finalist for Foreword Indies Book of the Year and two International Latino Book Awards. Her short stories, essays, reviews and investigations appear in the Washington Post, The Rumpus, PANK Magazine, the Los Angeles Review, the Guardian, Joyland Magazine, Fiction International and Literary Hub, as well as the anthologies Alone Together, which won a Washington State Book Award in general nonfiction, and Advanced Creative Nonfiction: A Writer’s Guide and Anthology. She is the editor of Seismic: Seattle, City of Literature, a 2021 Washington State Book Award finalist in creative nonfiction. A former Hugo House Prose Writer-in-Residence, Kristen was the researcher for the New York Times team that produced “Snow Fall,” which won a Pulitzer Prize.
Solo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final. Wim Wenders
Por supuesto que Wim Wenders no tenía la menor idea, en 1987, cuando hizo su propio cielo y su propia película, que a mí me gustaría tanto como para conversar hoy con él y hacer mía su narrativa, transformarla, y encima de eso hablar de Miami, algo que me hace incompetente, ya sabemos lo fabuloso que puede llegar a ser hablar de esta ciudad.
En el cielo de Miami hay aviones y carteles. La luna no cuenta, ni las estrellas, ni los meteoritos. No caen meteoritos en Miami. La luna muta sus fases con una economía de recursos obvia del cielo veraniego de Miami, donde el verano, igual que en Cuba, es eterno.
Los más de cien aviones por hora que despegan y aterrizan en Miami traen multitudes de todo tipo que se acercan a Miami con complicidad. Aquellos que aterrizan en lo cierto, dan fe de la importancia de las aerolíneas. Otros, un poco menos. Otros, como yo, que aterricé en la casa de unas amigas, diferentes a Miami en su bondad, solo puedo dar fe de lo bien que lo hacen los pilotos. Se trata, específicamente, del cielo.
Hay en las casas de Miami falsos techos, y en el cielo de Miami falsos cielos. La película de Wenders empieza así, con un plano donde se ve la ciudad desde arriba, lo mismo que uno ve al llegar a Miami: la ciudad desde arriba. Uno no imagina ni por un segundo que ese cielo donde uno está parado es el mismo cielo donde está parado un cartel que dice I love Café Bustelo con una tipografía gigante y un corazón gigante de un color rojo tomate como el rojo tomate de las cajas de Quaker gratis para embarazadas y niños de uno a cinco años.
Nada es gratis en Miami, como tampoco es gratis ningún fotograma en las películas de Wim Wenders. Inmediatamente después aparece un hombre en un edificio mirando a los peatones debajo. Al hombre se le salen, discretas, unas alas. Entre los peatones hay una niña que mira hacia arriba y lo descubre, me atrevo a decir que se asombra, igual que yo al distinguir el enorme cartel cinético que promueve el lanzamiento del último iPhone de la temporada.
El edificio donde está parado el ángel, digámoslo así, es una iglesia. Varios niños también descubren al ángel. Soy la mujer que a continuación lleva en bicicleta a su hija y piensa: Por fin loca, por fin nunca más sola. Por fin loca, por fin redimida. Por fin loca, por fin en paz. Por fin una luz interior.
Detrás del cartel de Café Bustelo, unos cuantos edificios detrás, aparece el edificio de Wells Fargo, alto como siete pinos, un paradigma. Como todo desde que mi hijo nació gira alrededor de él, mis pensamientos se pierden en su futuro, y en preguntarme qué haría yo si mi hijo trabajara en esas oficinas altas, altísimas, tan cercanas al cielo y tan lejanas de él. La respuesta no llega nunca a mis pensamientos. Los ojos se me van hacia la próxima promoción. Como una fórmula matemática, podríamos deducir que: una promoción + una promoción + 100 promociones es = a Miami.
Pero nada es igual a Miami. Nada se parece a este lugar del que los amigos, los menos amigos y los desconocidos, han salido huyendo aunque luego sientan nostalgia del idioma, de la gente, del calor, de lo grotesco.
Wenders lo sabía, en 1987. Yo tenía tres años, en 1987. Llovía sobre mi casa y ahora sigue lloviendo sobre esta casa que es un apartamento (alquilado) y hay que renovar ese alquiler todos los años con el temor de que suban el precio un poquito más. Todos tienen ese temor, en Miami. A todos se les nota el miedo en la mirada cada vez que pasa un año. La lluvia de Miami puede ser amarga o dulce y no depende exactamente de la lluvia. Depende del costo del alquiler que estés pagando en ese momento. La lluvia viene de arriba y las promociones vienen de arriba. El cielo lo aguanta todo.
El cartel del último Maserati salta a la vista de aquella persona que prefiera Maserati a Chevrolet o Suzuki. Para mí que no prefiero ni el primero ni el segundo ni el tercero, salta a la vista igual porque da la impresión de que nos estrellaremos contra el pobre Maserati, indefenso. La niña en el avión de Wenders que pronto aterrizará en Berlín no tiene miedo a estrellarse. Los niños no tienen miedo, ni siquiera cuando van en un avión que aterrizará en Miami y cambiará sus vidas, siempre para mejor, una vida llena de oportunidades. A los niños no les salta a la vista ningún cartel.
No obstante, en Miami no faltan los carteles para niños, colgados del último piso de un rascacielos. Se trata de un cartel que asegura a las mujeres preñadas un parto feliz en un hospital perfecto que es una cápsula del tiempo con paredes acondicionadas y todo tipo de equipos sobrenaturales: espejos retrovisores, pinzas de última generación, inyecciones instantáneas, enfermeras maternales, café orgánico en las habitaciones y un obstetra maravilloso que sacará a tu hijo tomándolo por los hombros con una maniobra suave en el último minuto de tu trabajo de parto. Nada de eso dice el cartel, pero uno lo imagina después de ver la sonrisa de la mujer en la foto. Una mujer de revista que probablemente jamás ha estado preñada y que vive, con toda probabilidad, en cualquier lugar del mundo distinto de Miami.
Lo importante de todo esto es que la promoción proviene de una campaña para vendernos cierto Seguro Médico que nos asegurará el
porvenir. Ya conocen la palabra porvenir. Es una palabra asociada a Miami, una palabra vigente.
En el 2017, treinta años después de que Wim Wenders hiciera la película, yo estaba embarazada y confundí un globo aerostático de promoción con una nave espacial extraterrestre o un OVNI, algo así. Me asusté tanto y me aguanté con tal fuerza la barriga para proteger al bebé de la invasión marciana que no relacioné aquel globo con una vulgar promoción turística. La escena se estaba desarrollando en Miami Beach y mi ingenuidad no supo interpretar el mensaje. El cielo era perfecto ese día. Yo estaba leyendo un libro para niños sobre un niño llamado Kenny que mira el cielo por una ventana. A los escritores para niños también les gusta hablar del cielo, igual que a Wim Wenders. O tal vez Wim Wenders sea solo un realizador de películas infantiles. Como yo, que soy una realizadora de cine frustrada, con una película en mente que nada tiene que ver con el cielo y sí con la tierra. Con el manto freático, diría yo.
El libro para niños se llamaba, como es lógico, La ventana de Kenny Su autor era el famoso escritor e ilustrador de libros para niños Maurice Sendak. Se me ocurre imaginar una promoción de 5 metros x 5 metros, cuadrada y maximizada, de los libros de Maurice Sendak o del rostro viejo de Maurice Sendak, en cualquiera de los rascacielos del Downtown de Miami, junto a la promoción del último Maserati, por ejemplo, sin quitarle protagonismo al Maserati, no quiero eso, solo igualándolo en estatura y brillo y buena resolución.
Pero Maurice Sendak ha muerto, igual que uno de los actores de la película de Wim Wenders que he tenido la nostalgia de recordar. El actor buenísimo que interpretó a Hitler en El Hundimiento, que se quedó para siempre con ese epíteto y que me mira con el rabo del ojo desde la pantalla o la película que sea. Su rabo del ojo al acecho, violador. Bruno Ganz, Bruno Ganz. Pero Bruno Ganz ha muerto y El cielo sobre Berlín no es una película de Netflix ni de Sling ni de Hulu ni de Vudu ni de Amazon. El cielo sobre Berlín es, para colmo, en blanco y negro.
Tengo miedo del costo del alquiler pero no tengo miedo a decir que, por el contrario, algunos carteles en el cielo de Miami, vistos de cerca y de lejos, son tan atractivos como algo que te gusta mucho y que lo reprimes durante días, conteniéndolo para que te enloquezca. Es el caso de aquella bandera que hondeó en el viento con la imagen de las Ibeyis, promocionando un concierto único en no sé cuáles arenas, al que yo, por supuesto, no pude ir.
Hondearon las Ibeyis durante algunas semanas entre las nubes, bajo la lluvia, a ras del sol. Dándolo todo en un cartel que si no era lumínico a mí me pareció lumínico y hasta hologramático. Eran ellas o unas mujeres preciosas, muy salvajes y muy mulatas, bien típicas y bien kitsch, fascinando
a los pilotos y a los copilotos de los aviones y de los automóviles y de los Maseratis y hasta de las bicicletas que van bajo los puentes con personas muy pobres al timón.
Al revés de la promoción de una emisora de radio de reguetón que la mayoría de los cubanos y de los latinoamericanos que viven en Miami escucha. El cartel que promociona a esta emisora está puesto en su lugar desde antes de que yo saliera embarazada. Es un cartel horrible, pixelado, plantado en la esquina de la avenida 27 y la US1. Hay en el cartel tres cabezas y no son las cabezas de los tres cerditos aunque los tres cerditos eran unos cerditos con tremenda inteligencia. Estas cabezas responden a los nombres de Daddy Yankee, Ozuna y Nicky Jam. Tres cabezas inteligentes que estoy cansada de ver cada vez que voy a casa de mis amigas y regreso por la 27 cruzando la US1. Es posible que muchas personas no alberguen el mismo cansancio que yo.
Los personajes de la película de Wenders están cansados y obcecados. Solo les favorece mirar el mundo desde arriba, aunque el único ojo que puede hacer eso es el del director, los personajes como tal vagan ciegos de locación en locación. Me pregunto si en Miami vagamos ciegos de locación en locación, de estatus migratorio en estatus migratorio, de oficina en oficina, hasta conseguir el deseado pasaporte negro. Una ceguera cinematográfica es tentadora mientras no se convierta en ceguera real. El cine de Wenders como espejo y el espejo como prismas bajo el sol. Soy propensa a la nostalgia y al enamoramiento. Adivina de quién estoy enamorada ahora.
Aunque lo parezca, no estoy enamorada del último iPhone Xs Max. Estoy enamorada del cartel del iPhone y de su significante. Perpleja ante el cartel que logra meterte ideas en la cabeza del tipo necesitas un teléfono mejor, o del tipo a mí me gustan los teléfonos antiguos, porque aunque esa idea empiece con la frase me gusta, a continuación le sigue una afirmación que representa al común denominador de una conciencia social generalizada: un teléfono dura un año (o menos).
Para el minuto trece de la película (no quisiera hacer aquí una narración de ella) el ángel o espíritu que representa Bruno Ganz le dice al otro ángel: siempre que hemos participado en algo, ha sido fingiendo. Después de eso no sabría cómo mirar Miami sin pensar en Wim Wenders, Bruno Ganz, o Peter Handke, guionista también de El cielo sobre Berlín
De las pantallas enormes sobre el college de la 27 avenida y la calle 8 en el sur de Miami ni hablar. Olvido las veces que me he preguntado cuántos accidentes diarios habrá provocado semejante distracción. Lo olvido y vuelvo a preguntármelo, cada vez que las veo. En esas pantallas se promocionan las virtudes del Miami Dade College. Se invita a la gente a entrar a su Instagram, a su Facebook y a su Twitter, para que la gente vea de lo que el Miami Dade College es capaz.
Todo bien con su capacidad y aptitud, pero esas pantallas, por favor, son un peligro para la ciudad completa. Son planas y muy planas, y son un peligro para la ciudad completa. Son lo mismo que El cielo sobre Berlín, la película que hizo Wim Wenders en 1987: un peligro para la ciudad completa. Solo que la ciudad completa no gusta de la película de Wim Wenders tanto como de las distracciones de unas pantallas estúpidas en un semáforo que no descansa, un semáforo que es un hormiguero.
El último de los mohicanos fue una avioneta en la playa de los perros que voló sobre mi cabeza arrastrando una tela negra con la palabra TROJAN escrita en tipografía blanca. Imagínate una sábana negra talla King y una tipografía clásica normal justificada en Bold. No embellecía sino que afeaba el mar. Aquello no tenía sentido. La promoción estaba destinada a una marca de condones que traducida al español sería Troyano.
No es justo que nos vendan un Troyano en la única media hora que hemos conseguido salir del apartamento (alquilado) para venir a jugar un rato, como niños antojadizos, frente al mar. No es justo que la avioneta haga semejante ruido, inquietando esa paz que no se encuentra en otra cosa que no sea el mar, el horizonte.
Es de muy mal gusto pasear una sábana negra sobre las cabezas que han venido a relajarse a una orilla que es una orilla dentro de otra orilla dentro de otra orilla. El encabronamiento, por suerte, no supera a la poesía. La poesía, por desgracia, está llena de cacofonía.
Los condones Troyano tienen varias medidas y precios. En su página web se enorgullecen de que el público haya depositado su confianza en ellos desde hace noventa años. Son condones hechos de látex de alta calidad y cada condón es probado electrónicamente para asegurar su consistencia.
Los ángeles en la escena de Wenders, muy cerca del principio, quisieran, por una vez, entusiasmarse también con el mal.
Después del minuto 85, en El cielo sobre Berlín todo cambia: un ángel le da la mano a un hombre que lleva media hora hablando solo. He visto la película cien veces pero ahora, que quiero verla bajo el cielo de Miami, el reproductor falla y me niega el final en colores que he estado esperando. Moraleja: no esperes nada bajo el cielo de Miami.
Llueve.
Hace fresco.
Mi hijo repite sílabas.
La vida es irónica: esta tarde he ido al supermercado Publix con el cochecito del bebé a cuestas, embelleciendo por donde pasa, y me he detenido en la línea llamada Coffee para llevarme alguno de los tipos de café que ahí se venden, leo como mínimo quince nombres. Los más baratos son La llave y Pilón. Bustelo también es barato pero La llave y Pilón le ganan. Me decido por Bustelo aunque más vale malo conocido que bueno por conocer. Recuerdo en mi memoria el enorme cartel con fondo amarillo, flotando en medio de
los rascacielos de Miami, pienso un momento en Wim Wenders decidiéndose como yo por uno u otro café, y no encuentro ninguna razón para no llevarme a casa este café tan chic, tan popular y americano y módico, al mismo tiempo.
Miami, 3 de abril de 2019 12:00
Legna Rodríguez Iglesias escribe la columna Irrelevante en la revista digital El Estornudo y la columna 53 Noviecitas en Hypermedia Magazine Obtuvo el Premio Centrifugados de Poesía Joven con el libro Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo (Ediciones Liliputienses, 2019). Publicó Mi novia preferida fue un bulldog francés (Editorial Alfaguara, 2017). En el año 2016 merecio el Paz Prize, otorgado por The National Poetry Series, con Miami Century Fox, 51 sonetos (Akashic Books, 2017). Obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuentos Julio Cortázar, 2011, y es ganadora del Premio Casa de Las Américas (Teatro), 2016, con la obra Si esto es una tragedia yo soy una bicicleta. Es autora de varios libros como La mujer que compró el mundo, cuento (Editorial Los libros de la mujer rota, 2017); Transtuce (Editorial Casa Vacía, 2017), Todo sobre papá (Ediciones Aguadulce, 2016) Chicle (ahora es cuando) (Editorial Letras Cubanas, 2016), Mayonesa bien brillante (Hypermedia Ediciones, 2015), No sabe/no contesta (Ediciones La Palma, 2015) Las analfabetas (Editorial Bokeh, 2015), Hilo+Hilo (Editorial Bokeh, 2015), La mandarina mecánica (Reina del Mar Editores, 2015). Sus libros han sido traducidos al inglés, al alemán, al italiano y al portugués.
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