De la Grecia pre-filosófica a la filosofía / Hugo León

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Del mundo pre-filosófico a la filosofía en Grecia Nota: El presente texto es fragmento de un texto mucho más extenso llamado “Hombre, ethos dialéctico”, de Hugo León

i.

La Grecia pre-filosófica

Hay una ruptura, un cambio radical en lo que conocemos por filosofía y la Grecia prefilosófica. Como dicho cambio acentúa la dinámica de la dialéctica, no quiero pasarlo por alto ni darlo por sentado. “Los griegos no tuvieron los dioses que merecían”, reza el dicho. En efecto, el pueblo griego fue un pueblo grande, lleno de virtudes, que tenía dioses caprichosos. El nacimiento de la filosofía es sorprendente por sí mismo; lo es más si se le confronta con la concepción del mundo que poseían los griegos gracias a sus dioses. He aquí palabras que Homero pone, en la “Ilíada”, en la boca de Aquiles; las dirige a Priamo, padre del héroe Héctor –quien ha muerto justamente por su mano– y de Paris, por cuya culpa ocurrió aquella tragedia y las venideras: «De nada valen las quejas que hielan los corazones, ya que tal es la suerte que los dioses han tejido para los pobres mortales; morar en la aflicción, mientras ellos viven exentos de todo cuidado. Dos jarras se alzan en el solar Zeus: una contiene los males, otra los bienes que nos envían. Aquel para quien Zeus atronador hace una mezcla de sus dones hallará hoy felicidad y mañana adversidad. Mas de aquel a quien no otorga más que miserias, hace un ser despreciable: un hambre devoradora síguele a través de la tierra inmensa; vaga, despreciado por los hombres y por los dioses. Así, mi padre no tuvo más que un hijo. Pero este hijo está destinado a morir antes de hora. Y no estoy aquí para cuidar su vejez; lejos de mi patria, hállome en Troade, para desolarte a ti y a tus hijos. En cuanto a ti, anciano, sabemos que fuiste dichoso un poco ha… más he aquí que los hijos del cielo han cernido el infortunio sobre ti. Vamos, acepta tu suerte, no te lamentes sin cesar en tu alma. Nada conseguirás llorando a tu hijo; en vez de resucitarlo, te expones a traerte algún nuevo revés».1

Los dioses han entretejido, dice Aquiles, el destino de los hombres, aceptar la suerte que ha tocado a cada uno, es el modo más razonable con el que se pueda proceder; de nada

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La Ilíada, XXIV, 507

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sirven las lágrimas ni los lamentos. Aquiles se conduele con Priamo, luego expone su caso; tampoco él es el más afortunado, porque no está con su padre en la vejez para cuidarle y sabe que no vivirá mucho tiempo ya. Pero no es una cuestión de suerte; es voluntad de los dioses que entretejen los destinos, aun contra la voluntad personal. No han sido los hombres llevados con las manos atadas a cumplir el caprichoso destino; los dioses se valen de su libertad ficticia –de los hombres– para consumarlo. El absurdo no está dado sólo por los hechos que acarrean las circunstancias, sino porque han sido arrebatados de su libertad. Es terrible la afirmación de Aquiles, que se lamenta de la tragedia de Priamo que ha perdido a su hijo Héctor, a quien él mismo mató: “hállome en Troade, para desolarte a ti y a tus hijos”. Intentaré sintetizar lo más rápidamente posible los hechos que han derivado en la muerte de Héctor; como un ejemplo entre muchos, que entreabre la cosmovisión griega. Al nacimiento de Paris, hermano de Héctor, el oráculo revela a Hébuca, esposa de Priamo la suerte de su hijo: será preciso con el arco y apuesto y seductor; y por él llegará la desgracia y ruina de Troya, de donde Priamo es rey. Éste, temeroso de que el destino de los dioses tenga cumplimiento (porque aunque sabe que nada puede hacer contra el designio divino, la naturaleza humana tiende siempre a esperar el bien de sí mismo), entrega el pequeño Paris a Agelao para que lo abandonara en el monte, pero él tiene misericordia del pequeño y lo cría, sin que nadie lo sepa, como si fuera su hijo, de suerte que Paris crece como hijo de pastor. Paralelo a esto, nace Helena, hija de la prostitución porque su madre fue violada por Zeus, quien se le presentó en forma de Cisne. Como es hija de prostitución, está destinada a la prostitución; pero como es hija de un dios, es hermosa como ninguna. Cuando Paris es ya joven, los dioses tienen un banquete y Eris, la diosa de la discordia, lanza en medio de la mesa donde estaban sentadas las diosas Atenea, Hera y Afrodita, una manzana con la inscripción “para la más bella”. Las diosas comienzan una lucha por la manzana, queriendo cada una apropiársela. Como no se pusieran de acuerdo, deciden acudir a un árbitro que solucione el conflicto y acuden a Paris, un pastor. Cada una de las 2


diosas, a fin de obtener el favor del pastor, ofrecen a Paris regalos a cambio de una decisión favorable. Atenea ofrece la victoria sobre todas las batallas, Hera ser soberano del mundo, y Afrodita el amor de la mujer más hermosa de la tierra. Paris elige este último regalo. Por otro lado, Helena ya traía sobre sus hombros la carga de su destino. Como los hombres comenzaran a pelearse por ella, sus hermanos decidieron llevarla a que viviera en un monasterio de la diosa Diana, diosa de la virginidad; pero también los sacerdotes de esta diosa comenzaron a desearla y tener conflictos por su causa. Regresa Helena a su casa y los reyes Atenienses inician entre sí una lucha por ella. Llegan entonces a un acuerdo: que ella misma elija con quién quiere estar; pero, puesto que todos saben el origen de Helena y su destino, el acuerdo se extiende al respaldo, por parte de todos los demás, al elegido, cuando llegue el momento en que Helena le será infiel. El elegido de Helena es Menelao, hermano del gran rey Agamenón. Entonces, Paris ha elegido el amor de la mujer más bella. La mujer más bella es Helena, la esposa de Menelao. El hecho de que Helena esté casada no representaría un mayor problema, los dioses son caprichosos, pero lo que sí representa un problema es la diferencia de clases. Por eso, Afrodita se ve obligada a revelarle a Paris su origen real. Lo demás, es claro: Paris regresa, se encuentra con Helena en una visita que hacen a los atenienses; está en el destino de Paris la seducción, de suerte que Helena cae en sus brazos y huye con él a Troya. Por el acuerdo entre los reyes, van hacia Troya los atenienses (entre ellos Aquiles). He aquí la guerra de Troya. Esta es la cosmovisión griega. Todas las tragedias griegas, de Esquilo, de Sófocles, o de Eurípides, la Iliada y la Odisea, todos los textos griegos de la época repiten este dolor de la ausencia de libertad real, por tanto también de culpa, porque en el fondo de la acción no

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está la libertad sino el antojo divino;2 el misterioso entretejerse de la moira, y el fatus.3 La grandeza de los héroes radica justamente en que, aun sabiendo que realicen lo que realicen el destino de los dioses se hará, luchan contra él asumiendo todo el dolor que ello acarreará sin duda.4 Me ha interesado mucho proponer este ejemplo, porque es la cosmovisión más radicalmente opuesta a lo que hemos presentado como ‘Morada’. Los griegos son una excepción entre todos los pueblos. El lugar de la ‘morada benigna’ (que comparten, con matices, todas las culturas antiguas) es ocupado por el destino fatal, mucho más trágico que las ‘circunstancias’. Dicha ausencia, es trágica. La tragedia, invento suyo, es justamente no algo duro circunstancial, sino la imposibilidad de cualquier solución frente al fatus. Fatus es destino fatal: en una encrucijada de dos caminos, si se toma el de la derecha o el de la izquierda, es indiferente, ambos tienen el mismo término. Si en la encrucijada los caminos son cien, el resultado es exactamente igual; el entretejerse interior, el desarrollo, es la moira que tiende al fatus.

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“¡Ay de mí! ¿Cómo matar a la que me ha puesto en el mundo y alimentado? ¡Oh Febo! ¿Qué oráculo insensato te mueve a ordenarme el abominable crimen de mi madre? Me acusarán de parricida y yo era puro. Seré castigado. ¿No me habrá hablado un perverso demonio bajo la apariencia de un dios? Si tal es la voluntad de los dioses, sea. ¡Pero qué amarga y exenta de dulzura se me antoja esa proesa!” Eurípides, “Electra”, t. I, p. 115. 3 “¡Oh Destino! ¡Qué claramente desde el principio me hiciste nacer para el infortunio! No había salido aún del seno materno para asomar a la luz, no había nacido todavía, y ya Apolo había predicho a Layo que yo, Edipo, sería el matador de mi padre. ¡Desdichado de mí! No estoy, en verdad, tan desprovisto de inteligencia como para haber maquinado todos estos males contra mis propios ojos y contra la vida de mis propios hijos, a no ser que un dios me haya impulsado a ello. ¡Oh ciudadanos de mi ilustre patria! Mirad: aquí está Edipo, el que descifró el célebre enigma y se hallaba en la cumbre de las grandezas, el que por sí solo señoreaba el poder de la Esfinge impura y sanguinaria. Ahora, cubierto de oprobio, digno de compasión, es expulsado del país. Mas, ¿a qué vienen esas fúnebres lamentaciones y esos vanos gemidos? Al cabo, cuando se es mortal, hay que soportar las exigencias que nos vienen de los dioses”. Eurípides, “Los Fenicios”, t. I, p. 249. 4 Prometeo encadenado, semidios, pronuncia: “Ningún infortunio me vendrá que no haya previsto. Es preciso aceptar nuestra suerte con ánimo sereno y comprender que no puede lucharse contra la fuerza del Destino. Y, no obstante, ni puedo hablar de mis desdichas ni puedo callarlas. Grande es mi desventura, pues por haber favorecido a los mortales gimo ahora abrumado bajo este suplicio. Un día, en el hueco de una caña, me llevé mi botín, la chispa madre del fuego, robada por mí, y que se ha revelado entre los hombres como el maestro de todas las artes, un tesoro de inestimable valor. Esta ha sido mi culpa y por esto me veo castigado así, clavado en esta roca bajo la inclemencia del Cielo (…) Pero todo cuanto me sucede lo sabía yo. Si erré fue voluntad mía, mía y de nadie más. Al socorrer a los mortales sabía yo que me atraía sufrimientos.” Esquilo, “Prometeo encadenado

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¿Qué implica la ausencia de ‘morada’? Si no hay un espacio para habitar, no hay punto de partida para la construcción del futuro. El porvenir queda, del todo, fuera del alcance de las manos. Es una evidencia sin contrario que el futuro no se puede asegurar, pero en este punto tampoco es posible planeación alguna sobre aquel, mucho menos esperanza. La personalidad también queda negada de libertad: está dada por los dioses, no es algo que construya el individuo. Finalmente, el acto no es lo que entendemos por ‘acto humano’ en toda su plenitud; porque la libertad está motivada por fuerzas oscuras a la personalidad; entonces, tampoco manifiesta a la personalidad, no se puede entender como gesto personal ni, mucho menos, síntesis de morada y personalidad. En pocas palabras, la dialéctica está negada. Es exactamente en esta cultura, con estos dioses no sólo antropomorfizados sino caprichosos, con la libertad negada, el fatus y la moira, donde se erige la razón como rectora del pensamiento. Retomaré este punto al final; porque presenta la grandeza de la libertad y la razón, que se oponen a lo absurdo y que requieren un punto de partida que, si no se tiene, no significa que no exista; entonces, la búsqueda, el descubrimiento, y la construcción de una ‘morada’ que no se conoce. ii.

El nacimiento de la filosofía, en Grecia

ii.1

Aparición de la ‘morada’ en el pensamiento

En el nacimiento de la filosofía, en Grecia, la morada es el punto de partida. El nuevo hombre filósofo, igual que el hombre antiguo, se ve inserto en el cosmos; y el cosmos es morada. El hecho de que los primeros filósofos tuvieran todos ellos al arqué como problema fundamental, indica no una ocurrencia ni una convención, sino una necesidad del pensamiento. Cierto es que la reflexión filosófica puede iniciar de distintas preguntas, cosmológicas, epistemológicas o existenciales; pero en el caso de los nacientes filósofos (y en tanto que nacientes sin todo el corpus filosófico, de suerte que los problemas fueron surgiendo de un modo hasta cierto punto más natural) presenciamos la génesis de la filosofía. Se estaban poniendo apenas las bases de lo que conocemos como ‘corpus filosófico’. Por eso, en la reflexión cosmológica–cosmogónica de los primeros filósofos se 5


encuentran implícitas o en germen los problemas de las otras disciplinas. No tiene mayor interés el proceso mediante el que se fueron definiendo cada una de ellas, pero el dato de cómo inició pone de relieve la importancia de la morada en los asuntos de ser, hacer y conocer. El primer problema, la primera preocupación, es cuál sea el arqué, es decir el principio de todas las cosas. Esto supone que hay un principio de todo y un mismo principio para todo; se atiene al sentido común de razón suficiente y responde a la observación de que todo tiende a la unidad, esa noción de universum como regreso a la unidad (unum y versus). Pero es una pregunta que se había formulado el hombre desde el inicio de su existencia. No es nueva; lo nuevo, es el método, la forma de intentar responderla: con el uso de la razón. ¿En qué consiste esa expresión de ‘con el uso de la razón’? He mencionado antes que no es adecuado identificar al mito como producto de la ignorancia, mucho menos contrario a la razón. El mito posee un contenido que traspasa los límites del enunciado, no siempre es tan sencillo formular todo su contenido. Después de la edad moderna, racional como ninguna, Nietzsche y los hermeneutas han retomado el valor del mito. Menos adecuado todavía es identificar al mito como sinónimo de ‘falso’, con todo que es una identificación bastante común. Nos conviene en primer lugar una distinción casi a priori en la percepción que los primeros filósofos tenían de la realidad, como cosmos. No hay ningún dato que nos haga dudar de ello. Así fuera el arqué el agua, el viento, el unirse y separarse de los cuatro elementos primigenios, el ápeiron, las homeomerías o el número; la realidad es un cosmos. La palabra más expresiva y más fiel a la experiencia de aquellos hombres en la explicación de la realidad, es ‘armonía’; palabra con un profundo contenido semántico, que sugiere la involucración del sujeto. Es decir que el cosmos era entendido no como el orden frío de un archivero, sino como un lugar de expresivo dinamismo. La imagen más usada para explicar por analogía este orden era la música, en la que sonidos y silencios, fuertes y débiles, largos y cortos, tonos, notas, timbres, todo forma una unidad perfecta; cada elemento

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plenamente diferenciado, pero acoplado en el todo, de suerte que la unidad –lo uno– se explicaba por la totalidad –armonía de lo múltiple–. Cualquier interpretación que se haga de la reflexión de aquellos hombres, que no considere seriamente esa experiencia, sería inadecuada. El cosmos, su armonía, es lo dominante; no se puede pensar en el arqué como explicación científica de la naturaleza. Es decir que aunque el arqué coincidía con un elemento de la physis, ésta no es lo que nosotros entendemos por lo material, lo físico, o lo natural. Para ellos, la naturaleza estaba como espiritualizada; y ellos estaban en ella, de manera que el conocimiento del arqué les hacia participar de la sabiduría. Justamente: lo que estaba implícito en el conocimiento del arqué, era en realidad la comprensión de todo, aquello a lo que hemos llamado ‘unidad y totalidad’. Actualmente tenemos la tendencia a pensar, cuando hablamos de origen o principio, en el primer momento de cierto tiempo o en una causa próxima; es importante decir que aunque se trate de la primera causa próxima, no por ello deja de ser próxima; porque causa próxima no se refiere a temporalidad causal, sino a explicación de algún fenómeno considerado según fenómenos medibles. Pues bien, no era esta la problemática del arqué planteada por los presocráticos. Para ellos, principio significaba fundamento ontológico (el fundamento ontológico, eso sí, está ligado al comportamiento; una de sus características es lo que nosotros entendemos normalmente por ley de la naturaleza), epistemológico, y posteriormente ético. Ontológicamente, primero. Buscando en qué consisten todas las cosas, se iba mucho más allá del elemento primigenio, pues dicho elemento era posibilidad de una armonía asombrosa. Dada la armonía, debía existir necesariamente un algo que hermanara todo y evitara que el devenir constante derivara en caos. Así, la reflexión sobre el principio no podría entenderse como una cuestión abstracta; todo lo contrario, ha surgido del impacto con lo real y es pensado siempre en confrontación con ello. Y si algunos identificaron la necesaria sustancia primigenia descubierta en lo real con un elemento de la physis, no tardó Anaximandro en llamarle Ápeiron –lo indeterminado– a 7


dicha sustancia: un algo que, aunque de la physis, no era medible. La physis griega pues, distinta de la naturaleza moderna, era más extensa que las modalidades de comprensión de causa-efecto. Dichas modalidades no estaban ausentes, pero no eran suficientes, incapaces de explicar la armonía. Entonces, la explicación era más el Ápeiron que un elemento dado que pudiera explicar causalidades, fenómenos pero no la totalidad. Estoy haciendo una interpretación un tanto forzada del ápeiron, porque leo desde una perspectiva con herencia moderna; pero lo que el ápeiron definitivamente sí expresa es al menos, en aquel contexto, la imposibilidad de encontrar el elemento primigenio, si no como medible (porque no era una preocupación suya), sí como no ubicable. Pero, si no fue la intención de Anaximandro responder al problema con planteamientos modernos, entendido en cuyo caso el ápeiron como una necesidad producto de la ignorancia (o sea que, dado que no tenemos elementos para llegar a un descubrimiento tal, nos contentamos por utilizar un término que sugiera tal imposibilidad) su postura no deja de tener fundamento ni entonces ni ahora: para él, la diversidad manifiesta luego en Heráclito –el devenir– hacía patente lo complejo –y misterioso– del cosmos, idea que se opone a que todo el orden pueda ser reducido a un elemento físico; y conservaba no obstante la necesidad de que el principio de dicho orden no fuera lo múltiple en sentido estricto. Para nosotros también es evidente que no fue un elemento solo el que impone el orden, pues en cualquier hipótesis del origen es todo un complejo de sustancias precisas, de tiempo, lugar, cantidad, posición, temperatura, movimiento y/o reposo… las que tuvieron que verificarse en dicho principio. Luego, como una necesidad, apareció la afirmación de que el universo consiste en el ‘Logos’, ‘Nous’; es decir que la totalidad de las cosas era un Universo. Uni-versus: regreso a la unidad. Las cosas se comportan de tal forma (principio de cosmos) porque hay ‘un algo’ que coordina, pero no sólo ello, sino que consisten incluso en dicho principio. Y así, Parménides pondrá el acento en esta consistencia ontológico-epistemológica, a la que llamará Ser. De esta percepción de la realidad como cosmos deriva toda la epistemología griega, fundada en lo real. E igual que aquellos hombres despreciaban sagazmente la posibilidad

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de que el mundo fuera caótico; así también mantenían constante lucha contra la doxá, fundada en el deseo de la consecución de la episteme, despreciando cuanto no participara de la verdad, esto es, todo lo simplemente aparente. He aquí que la doctrina de Parménides, de la coincidencia ser-pensamiento, no es absurda en el sentido de que resume más o menos de manera general las posturas de todas las filosofías antiguas. Con la llegada de Sócrates el contenido de la morada y la interrelación de los elementos del acto humano se evidencian aún más. Para él era absurda la vida si no tenía como objetivo la consecución del conocimiento y el respeto a la ley; tanto, que con la llegada de su condena le adviene por un lado el gozo que trae consigo el conocimiento de que la sabiduría, por la que siempre había luchado, se avecina; por otro, la necesidad del cumplimiento de la ley, máxima expresión de la polis (expresión, a su vez, de la morada); hasta preferir la condena a la muerte que el destierro: ¿qué es un hombre sin morada? Y en el intelectualismo moral de la doctrina socrática encontramos la conexión entre el conocimiento y la moral, tal como encontramos en los anteriores filósofos la del ser con el conocimiento. El bien sobrepasa en todo al mal, alega Sócrates, de tal suerte que quien no lo realiza, es porque no lo conoce. Entonces, el camino moral no es otro que el del conocimiento y la razón. Y, otra vez, no es algo exclusivo de Sócrates: podemos encontrar comunidades filosófico-religiosas con recias prácticas ascéticas morales de purificación, con miras al conocimiento. Cada doctrina filosófica antigua era, pues, un estilo de vida y no sólo una doctrina: del conocimiento a la ética; teniendo uno y otro su punto de partida en el principio, que no rara vez coincidía también con el término y la finalidad. Quizás el caso más claro que conecta a esta última idea, sea el de Platón. Para él, conocimiento y salvación significaba regreso al origen y obtención de la propia realidad personal. El mito de la caverna sintetiza esa idea: el hombre común vive distraído por la costumbre, de lo que verdaderamente es; vive una realidad parcial y por tanto en el error. Vive como en una caverna en la que, sumido a su oscuridad, lo único que alcanza a ver son las sombras de la realidad. A ellas se acostumbra, aprende a moverse entre ellas y adapta sus sentidos a una forma de vida que corresponde con esa percepción, sumamente

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imperfecta. A uno se le ocurre salir poco a poco de la caverna; debe sufrir por el cambio impuesto a su mirada, pero después de algún tiempo logra adaptarse a la realidad, de la cual queda sorprendido y se convierte en testigo suyo ante los otros hombres de la caverna. Es una alegoría de interesantes figuras: las sombras son la percepción de los sentidos, el acostumbrarse a ellas es la opinión común, que es doxa, alejada de la episteme, la verdadera realidad está afuera y coincide con el mundo de las ideas, el Topus Uranus,5 a imagen del cual fueron hechas todas las cosas por medio del Demiurgo. Cada cosa tiene su verdadera realidad no en lo que vemos, sino en el ejemplar que representa. Verdad y Realidad no residen fuera de su origen, sino que tienen en él su ‘morada’. También el hombre.

ii.2

Aristóteles: ‘morada’ como sistema

Finalmente, toda la filosofía antigua tiene, también para nuestro propósito, su corona en Aristóteles; y también cronológica y sistemáticamente. Una conclusión común de los filósofos griegos, en materia de conocimiento, además del pleito continuo de doxá-episteme, consiste en el hecho de que la verdad no se construye sino se descubre. ¿Y cómo descubrirla? Aristóteles sistematizó lo que los anteriores habían balbuceado: por sus causas últimas. Cuatro tipos de causas: formal, material, eficiente, final. No me propongo ahondar en cada una, pero como toda la doctrina del estagirita parte de ellas, y ellas son digna representación de lo que es la morada, creo oportuno una breve reflexión al respecto. Para resumirlas, recurriré a las cinco vías, que desglosan el fundamento ontológico, metafísico y cosmológico de todas las cosas: debe existir una primera causa incausada; debe existir un primer motor inmóvil; debe existir un ser único 5

“Los filósofos… ven su alma unida verdaderamente y pegada al cuerpo y forzada a considerar los objetos como a través de una prisión oscura… y reconocen que la filosofía… trabaja para liberarla haciéndola ver que sus ojos están llenos de ilusiones como los oídos y los demás sentidos de su cuerpo (…) reprimiendo todas las pasiones en una tranquilidad perfecta y teniendo siempre a la razón por guía, sin separarse nunca de ella, contempla incesantemente lo que es verdadero, divino e inmutable y está por encima de la opinión”. Platón, “El Fedón”.

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necesario; debe existir la fuente de todas las perfecciones; debe existir un ordenador. En realidad, es la consideración –ya puesta en un sistema– de las teorías de las filosofías anteriores, del arqué, el cosmos, la armonía, y el Demiurgo. Toda la realidad se explica por la morada. Y si el corpus aristotélico usa aparentemente palabras menos cálidas, su análisis en cambio contiene mucha más profundidad, pues todo lo anterior es superado al ser considerado en la totalidad de la morada, como si los filósofos antiguos nos hubieran comunicado sólo aspectos sueltos, mismos que Aristóteles hubo de reunir, ofreciendo la síntesis de Heráclito y Parménides; el UNO de Pitágoras y el Ápeiron de Anaximandro; el NOUS de Anaxímenes, el Topus Uranus de Platón y las homeomerías de Demócrito. Todo ello puede ser referido, no de manera automática, a las causas. El ‘qué es el ente’ no puede explicarse sin el ‘de qué está hecho el ente’ y el ‘para qué el ente’, ni el ‘para qué del ente’ tiene razón sin el ‘de dónde el ente’. La unidad de las respuestas a dichas preguntas, es la morada. Así pues, la morada no es algo ajeno ni lejano, sino constituyente, explicativo y actual. Las primeras dos causas –material y formal–, llamadas intrínsecas, análogas a la problemática del devenir de Heráclito y la permanencia de Parménides, respectivamente, se inclinan a la representación más innegable y básica de la morada: aquello a lo que llamamos circunstancias, el primer y más superficial acercamiento; pero si ellas se refieren más o menos a la estructura de los entes –he aquí el asunto del hilemorfismo– tal cual les conocemos, es imposible explicarles cabalmente sin las otras dos, incluso hilemórficamente. La raíz etimológica del término ‘hilemorfismo’, cuyo es el nombre que recibe el sistema filosófico aristotélico, está dada por hylé y morfé, materia y forma, respectivamente. Básicamente, el estagirita quiso recurrir a estos conceptos para explicar toda la realidad, desde la metafísica, ontológica, epistemológica, cosmológica, antropológica, y ética, e incluso sistematizó la lógica formal también mediante estas categorías. Las sustancias hilemórfocas son aquellas compuestas de materia y forma. La materia representa el quantos, la forma es la cualidad que adopta la materia. Efectivamente, todo lo que es susceptible de ser percibido con nuestros sentidos, todo lo que de alguna manera tiene la

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posibilidad de ser medido, es ente hilemórfico, siendo que no existe ningún fragmento de materia sin forma propia: la materia sola, sin forma, no podría existir. Mientras que en los entes inanimados, el principio formal es simplemente una yuxtaposición de partes de determinado tipo de elementos materiales; en los entes animados, la forma coincide con una –o varias– alma. Aristóteles distingue tres tipos de almas: vegetativa, sensitiva, y racional; cada una de las cuales supone y realiza, sobre y a partir de la materia, las facultades de crecimiento, nutrición y desarrollo para la primera, movimiento y sensaciones para la segunda, y razón para la tercera. En el hombre, pues, la forma es las almas vegetativa, sensitiva, y racional. De esta hipóstasis constitutiva de la persona humana podemos sacar ventaja para la comprensión de la dialéctica a partir de la morada. Hipóstasis es el concreto de sustancia, es decir una sustancia con existencia real, individuada (es el hypo –debajo– que sostiene la sustancia, es decir el lugar concreto del encuentro materia-forma). Si se puede decir que el hombre es el compuesto de materia y forma, siendo la forma las almas; la hipóstasis es siempre individual. Buscando un paralelismo de hipóstasis con la morada, parece adecuado identificar bajo esta idea a la hipostasis con un ‘principio facultativo’ desde donde emergerá la personalidad. O sea que hipóstasis sería –parcialmente– la suma sinérgica de temperamento (identificado antes como primer ethos) y facultades, hypo de la personalidad. Aristóteles extiende su análisis, pues, más allá de las esencias, a una composición posterior. El concepto de ‘composición’ es muy importante en el universo explicativo que nos ofrece. Es propio del ente corpóreo ser compuesto. Materia y forma primero, como una composición interna a su esencia; pero luego, hipostáticamente, es decir, en su concreción, la esencia no es suficiente; es menester lo que Tomás de Aquino llamará luego actus essendi, cuya traducción más llana es ‘existencia’. A primera vista podrá parecernos quizás excesivo el análisis del estagirita, pero tiene un fondo sumamente importante. Por un lado, pensemos en el Topus Uranus platónico. Para Platón, la verdadera realidad se encontraba como fuera de este mundo. Aristóteles se aparta en esto de su maestro, tanto en la

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dimensión ontológica como en la epistemológica; por tanto no es una cuestión banal haber realizado esta segunda distinción en el compuesto corpóreo: la esencia es lo que equivaldría a la idea platónica; pero ella no basta, no tiene estatuto ontológico, es necesario que le sea compartida la existencia. Por otro lado, la existencia introduce que la noción de concreción (lo que he identificado con hipóstasis), que en Platón tiene acento peyorativo, en tanto que implica la imperfección de la copia de la idea, es un requisito-cualidad del ente particular, ontológicamente hablando. Mientras que la esencia no admite en su dimensión accidente alguno; la hipóstasis está abierta a todos ellos. Es natural que en la comparación de esencia y accidentes estos últimos, tal como su definición lo indica, tengan un peso negativo respecto aquella; pero en hipóstasis ocurre distinto, porque, siendo ésta histórica, está abierta a ellos. Precisemos: no ocurre así en cualquier hipóstasis, sí en la del individuo humano. ¿A qué viene la importancia de que hipóstasis admita o, mejor, exija la convivencia con accidentes, siendo que éstos tienen peso negativo frente a la esencia; porque, desde una cierta interpretación –ontologicista–, los accidentes podrían entenderse como una impureza o un estorbo, o como irrelevantes frente a la esencia? Precisamente en que la hipóstasis es la esencia en particular y, en esa medida, no puede no relacionarse con todo tipo de accidentes. En la definición última de lo que soy, quizás recurriría a la definición de animal racional; pero sería una locura que no pasara por todas mis circunstancias y accidentes, es decir de dónde provengo, en qué creo, quiénes son mis padres, hijos, esposa, amigos, profesión, hogar, planes y proyectos, y un largo etcétera. Es exactamente la concreción de la esencia en la hipóstasis, la que nos abre a los problemas de ética y antropología.6

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Volveré sobre este punto más adelante, porque es relevante en la dinámica de la morada; ahora sólo lo comento: la existenz de los existencialistas es muy distinta a la existencia aristotélica, porque la de aquellos se refiere a la existencialidad en cuanto experiencia significativa y elección individual; pero está implícita en hipóstasis; en esto, los existencialistas no repararon. Cuando los existencialistas tratan el tema del hombre, se rebelan ante el hecho de que pueda poseer una esencia, porque en ese caso, las cosas estarían ‘dadas’ de alguna forma; es decir que el individuo humano tendría en cierto sentido un destino prefijado por su esencia; estaría determinado. En sentido opuesto, alegan ellos, el hombre no tiene esencia sino sólo existencia: se construye en la medida en que vive, sin ningún valor ni determinación previa. Sin embargo, el término hipóstasis implica la noción de ‘existencia’ de los existencialistas, porque ella contiene todas las

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Ahora bien, Aristóteles tendía en su explicación de todo, a las últimas causas. Me he referido a la composición hilemórfica porque en su enunciación están implícitas dos de ellas: la material y la formal. ¿Qué es, pues, el hombre? Materia y forma, cuerpo y alma. Es decir, inmediatamente, la sustancia hilemórfica da razón de las causas que llamamos intrínsecas. Las otras dos causas, son la eficiente y la final. Ahora bien, ¿cómo sostener que la causa final es realmente una causa y no más bien un ideal? Porque pudiera parecer que está desligada de lo que el hombre es en sí. En el famoso árbol de Porfirio, posterior a Aristóteles, la esencia humana ocupa el siguiente lugar: dentro del género de los animales –representando analógicamente la materia–, con la diferencia específica que le define –analógicamente la forma–: animal racional, decimos. La genialidad de esta sistematización radica en que ayuda no sólo a definir la esencia humana sino también a ubicarlo en el complejo de todo lo que es sustancia. Ésta puede ser material o inmaterial; si material, viviente o no; si viviente, sensible o no; si sensible, racional o no. En ese recorrido, Aristóteles no duda en identificar al ser humano con el ente más perfecto de los corpóreos, justamente por su alma racional. En una línea lógica, cuando Aristóteles piensa en la perfección de los entes, parte de los que son corpóreos no vivientes hasta llegar a la causa de todos (Primer Motor Inmóvil); en cuyo curso, la especie humana está justamente en la línea divisoria de materia y espíritu, gracias a su alma racional.7 Ahora bien, lo inferior se ordena a lo superior. En el viviente vegetal, por ejemplo, la materia se ordena al organismo propio del alma, es decir, a la nutrición, el crecimiento y la reproducción, adquiriendo la materia cualidad de ‘orgánica’; en el animal ocurre lo mismo: el alma vegetativa se supedita a la sensitiva, de suerte que también el crecimiento, la nutrición y el desarrollo adquieren formas diferentes y más perfectas a las del vegetal. No ocurre distinto en el hombre: las facultades vegetativa y sensitiva quedan –y deben quedar– posibilidades ‘desde’ donde parte el individuo, apela a una naturaleza, pero está ligada a circunstancias. Además, incide en su noción la categoría de la libertad que, aunque contextualizada, abierta (tan abierta, que se puede hablar de responsabilidad), de suerte que no se podría hablar de predeterminación. 7

Es interesante, de hecho, que siguiendo dicho recorrido, Aristóteles encontró una laguna, un salto: desde el hombre hasta la Causa Incausada. Concluyó entonces que deben existir lo que llamó ‘Inteligencias separadas’, esto es formas sin materia. Pero es interesante que estas formas no son llamadas ‘espíritus’ sino ‘inteligencias’; porque entonces forma analogía con la razón humana.

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ordenadas a la razón y son modificadas por ésta. Pero mientras que las facultades vegetativas y sensitivas están ligadas a lo corpóreo y alcanzan ahí cumplimiento y satisfacción, el caso de la razón es muy distinto, su tensión supera y rebasa todo lo corpóreo. La corporeidad es la forma específica de habitar, pero nunca se conforma a la razón, de ahí que la finalidad, impuesta no por un deber moral sino por la estructura misma del hombre, es el seguimiento de la razón, que consigue la eudemonía. Cuando se desea explicar qué cosa es un reloj, se puede recurrir a su forma, los materiales de que está hecho y la posición de sus partes; pero sería necio pretender que con ese tipo de explicaciones, por exhaustivas que sean, se concluyera satisfactoriamente la explicación, porque en tal caso se explicarían las piezas, mas no el reloj. En cambio, una explicación razonable no podría dejar de lado la categoría principal a la que responde el reloj, esto es, el tiempo, y su finalidad de medirle o expresarle gráficamente. También es al revés: la estructura del reloj, mediante estudio concienzudo, da como resultante un mejor conocimiento del mismo, a través de su finalidad. Otro tanto ocurre con el hombre. Por eso Aristóteles procede a explicarle según la causa final. El hecho de que la finalidad sea considerada causa, indica de por sí que no es algo extrínseco. La forma misma, aunque se la puede entender abstractamente, no tiene realidad separada de la materia –es para posar en la materia–; lo que significa que no existe hombre sin circunstancias aunque sea posible negarlas teóricamente, u omitir considerarlas. Lo mismo pasa con la causa final. Igual que la causa material es la que abre la posibilidad de las circunstancias (pues en virtud de la materia existen los accidentes de tiempo, lugar, cantidad, cualidad, y los demás), y aunque las circunstancias no sean esenciales ni propias (y se hace la distinción no por desprecio a las circunstancias, sino por cuidado de la última dignidad –en el caso del hombre, principalmente– que no se sujeta a ellas aunque en ellas reside; y también por salvar la posibilidad de conocimiento lógico que procede por géneros, diferencias, especies, propiedades y accidentes) están de todos modos considerados en la forma y tienen relación

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con ella en la misma medida que lo tiene la materia; así también la causa final está implícita en el sínolo de materia y forma que es el hombre.8 La Eudemonía, causa final, puede traducirse entonces como plenitud; y lo es en tanto reconducción y participación de la inteligencia y la voluntad del hombre individual en la armonía del cosmos y no en la separación; o sea su plenitud. La eudemonía ocurre en el hombre como sujeto del universo, es decir como retorno, en él, a la unidad. Por eso, la causa final es irreductible a cualquier particular: nunca el goce de los placeres, el poder o cualquier otra experiencia o cosa fuera de dicha reconducción de la unidad al individuo, cuya medida es su propia estructura racional, le expresarán a completud. De ahí que el término ‘persona’, que es el que mejor indica la dignidad del individuo y su dinámica interna signifique, además de pro-sopon, perfección. La persona humana está llamada, desde dentro de sí, a la perfección. Todo parte de este término –persona–: conocimiento, ética, sociedad y política. Lo que el hombre es, es pro-sopon, y ello indica morada. Facultades, acciones pensadas, voluntades actuadas y mediadas por la razón (las virtudes cardinales mediadoras del acto bueno). Si el hombre es persona y en cuanto a tal es inalienable, intocable en sí mismo, es porque tiene morada; es debido a su constitución, su causa eficiente y su finalidad. La materia, por poco que sea –las circunstancias, por feas que se ofrezcan– es llamada a la perfección y ella – ella, ésta, esa materia perfectamente definida (porque igual que la materia limita la forma podemos decir que la materia prima ha sido limitada por la forma, invitada a participar en el acto de la definición)– es persona. Es persona, esa es su morada; y está llamada –y en tensión– a ser persona.

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Es claro que en la demostración de la existencia de la causa final, se tiene que dar tarde que temprano un salto lógico; porque llega siempre el punto en que hay que tomar postura: ¿existe o no la finalidad para el ser humano? Es decir, se tiene que afirmar que la existencia del ser humano no es azarosa hacia el futuro. Son muchos los problemas que se pueden plantear y se han planteado al respecto; se ha disertado si existe una finalidad general o si sólo es posible una subjetiva y particular; e inclusive hay posibilidad de negarla bajo cualquier forma. Para Aristóteles no había necesidad de abordar la problemática que se desarrollará hasta la posmodernidad; era suficientemente claro que la finalidad existía.

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Entonces, si las causas intrínsecas son analógicas a la morada en cuanto siendo hipóstasis están en posesión de los elementos constituyentes de la personalidad (temperamento y facultades que derivarán en carácter y personalidad); y la causa final es el retorno histórico a esa estructura, esto es, las exigencias que el sínolo de alma y cuerpo generan como tensión en la concreción de la vida, que Aristóteles llamaba tensión hacia la eudemonía; la causa eficiente es morada en razón de la existencia eficiente y la existencia significativa del individuo, es decir, en la medida en que existe a cabalidad, vive el momento conscientemente y se pregunta ¿yo, por qué existo? Dos elementos creo indispensables para entender la importancia que tiene esta causa para Aristóteles: la participación actual del ser (que es no dar por sentado el hecho de la existencia o remitirlo a un principio histórico), y el principio de la razón suficiente. Y agregaría una más, desprendida de la primera razón: la experiencia existencial de la existencia. A la esencia (sínolo de materia y forma; composición por así decir, o mejor, unión de las causas material y formal) se le allega para su existencia la causa eficiente: el actus essendi. Así, todo el ente ‘es’ cabalmente –y también es explicado– por sus causas. La causa eficiente es la que sustenta el principio último de la causalidad, en oposición absoluta e irreductible con la casualidad. Es un principio de la razón, pero no sólo, también lo es de la realidad misma, de su existencia, su ironía, su orden. Si la causa eficiente se ha olvidado, es porque se da la realidad por supuesta, de suerte que el ejercicio de la razón apunte ya exclusivamente a cómo opera. Nada más alejado de los griegos antiguos, y en particular de Aristóteles. Al contrario de como arguye Heidegger respecto al olvido del ser por la ontología, es justa y solamente en ella donde el ser se salva de ser olvidado. De las preguntas hechas sobre el ser: ¿por qué el ser?, ¿qué es el ser?, y ¿para qué el ser?, la primera es la más olvidada, excluida, supuesta. ¡Y pensar que en última instancia es la más existencial! Es ciertamente esa pregunta la que dirigirá el pensamiento heideggeriano, pero en su caso, es más una exclamación que niega su fundamento. Extraña conclusión. En la causa eficiente aristotélica encontramos el mejor ejemplo de la morada. Está en todo el corpus aristotélico, tal como hemos afirmado antes, pero de una manera particular y

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contundente en las vías de motor inmóvil, causa incausada y Unum necesarium. No considero aquí dichas vías al estilo respetablemente tomista, como mostraciones de la existencia de Dios, lo cual es válido. Las tomo en orden a la razón en su simplicidad, intentando ser coherente con la postura realista de Aristóteles, que tiene como centro y sustento la percepción del mundo como cosmos. La primera de las vías, en efecto, da razón tajante de lo más burdo, que los infantes comprenden perfectamente: las razones evidentes de la materia. El principio de “a cada acción corresponde una reacción”, aunque no comprendamos del todo las fórmulas newtonianas, es algo que se ve; y esto más burdo confiesa el orden de lo real. El movimiento exige un agente, un motor; pero tal motor requiere de otro que le mueva a su vez y ese, de otro. Como se puede pensar que el motor sea extrínseco pero también intrínseco (con lo que pudiera alegarse que el motor tuviera en sí mismo la fuerza de agente, es decir que no necesite otro motor a su vez), Aristóteles da un paso en el orden de la razón, en un nivel de abstracción más elevado pero siempre en confrontación con la realidad, e indica en la segunda vía el principio de razón suficiente no en orden propiamente temporal, sino metafísico: el principio de causalidad referido no sólo al movimiento y los efectos, sino al ser mismo del ente, renunciando a una explicación puramente temporal-material para la explicación de la realidad. Así fuera posible ir hasta el principio del tiempo, localizando ese primer motor temporal, la realidad no sería explicada exhaustivamente, porque la explicación última no la explican los fenómenos solos. Por el contrario, la realidad actual tiene una causa actual. Cuando Aristóteles habla de ‘primera causa’ no se refiere a la primera en tiempo, sino en sustentofundamento, es decir, se remite a una causa metafísica. La tercera vía acentúa más lo anterior, y propone la morada como problemática en un nivel metafísico-existencial; en ella se traen a colación las implicaciones de la primera y la segunda. La tercera es la vía de lo necesario y la contingencia. ‘Contingencia’ indica no únicamente el simple acabarse, sino el denso drama del ¿por qué? , de la limitación, del no poder sostenerse ni poseerse del ente a sí mismo, en particular del hombre. El peso

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semántico-existencial que contrae decir ‘contingencia’, equivale en el individuo a decir: “me muero”, así pesadamente; y puede ser traducido en “no soy”. De la evidentísima contingencia de los entes y del hombre en particular; de la distancia existente entre éste y la sabiduría; de su debilidad para alcanzar el bien (la frase de Ovidio nos corresponde a todos: “veo el bien y no lo hago”); del acabarse de sus años y el separarse su forma de la materia… no se sigue sino una afirmación: contingencia. Pero la contingencia no se agota en –la necesidad de– el principio causal temporal, sino que es un reclamo existencial y ontológico actual; es decir que el contingente actual requiere un necesario actual (que remite a la primera causa) y la experiencia individual de contingencia reclama un ‘necesario’ que no permita sucumbir a la nada absoluta. Así pues, Aristóteles afirma que lo contingente innegable (dado como es, expresado en la primera vía) no puede tener su causa en sí mismo (dada la segunda vía, de la causalidad y razón suficiente). Por tanto, es necesario a la razón que exista un Necesario, algo ‘nocontingente’ que participe del existir a todo lo demás, contingente en cuanto depende de él. En Heiddeger, esa necesidad es puramente existencial-conceptual; es un retorno al ser dado de por sí; el ser que se mira, virando sobre su interior; en Aristóteles y el medievo, esa necesidad existencial, parte del peso ontológico de la causalidad del existir. Cuando Tomás de Aquino retoma las llamadas vías de mostración de la existencia de Dios, agrega: “y a este Primer Motor… y a esta Primera Causa Incausada… y a este Único Necesario, llamamos Dios”. Parafraseándole, diríamos: “a este primer motor, a esta primera causa, y a este único necesario, llamamos ‘Morada’”.

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