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Forajidos. Masacre

HISTORIAS DE TABACO EN EL VIEJO OESTE

Capítulo 6: Secuelas. PARTE II

Raúl Melo

Más allá de las montañas que enmarcan al gran valle se encontraba una de las tantas reservas que la conquista de estos territorios había dejado, como compensación ínfima, a los pueblos nativos. Esa fue la primera parada de la patrulla militar liderada personalmente por el capitán Clinton, tras los recientes acontecimientos en Lafayette.

La columna de hombres que se abría paso a través de los estrechos montañosos era impresionante y visible con facilidad a la distancia. Por ello, a su llegada, una especie de comité de bienvenida les esperaba.

El jefe Wapi, líder de esta comunidad, haciendo honor a su nombre –cuyo significado era Suertudo–, había sobrevivido a los años de lucha en contra de las milicias invasoras, logrando un cierto respeto de la autoridad y manteniendo la paz en aquellos territorios nativos. Por ello, se colocó al frente de la comitiva que recibió a los visitantes.

–Bienvenidos sean todos, viajeros. ¿Qué los trae a estas tierras?, –preguntó el viejo.

–Me presento... Soy el Capitán Josh Clinton, Oficial de la Guardia del Sur. Me temo que el asunto que me trae ante usted no es del todo agradable, señor.

Basado en su experiencia, el jefe Wapi adoptó una posición corporal más defensiva, empuñando con fuerza el hacha que le acompañaba atada a la cintura, fingiendo reafirmar la posición del arma dentro de su funda.

–No me sorprende, hace años que las visitas del hombre blanco a nuestras tierras no son agradables, pero valoramos la paz y realmente me gustaría escucharlo, –aclaró el jefe.

Los integrantes de la impresionante columna militar descendieron de sus caballos y se distribuyeron alrededor de los límites frontales de la reserva, flanqueando al jefe y a los guerreros que le acompañaban.

El Capitán, experto lector de situaciones tensas, también afianzó la mano derecha al mango de su revolver, para continuar con la conversación.

–No sé si lo sepa, pero hace un par de días, en Lafayette, se suscitó un altercado. Algunos malvivientes cometieron el error de tomar algunas cosas que no eran suyas. Además, asesinaron a varios de mis mejores hombres, alteraron el orden y huyeron del lugar dejando innumerables daños, –expuso Clinton.

–Lafayette está a por lo menos un día o dos de aquí. ¿Qué lo hizo viajar desde tan lejos para informarnos de este hecho completamente ajeno a nuestra forma de vida?, –argumentó el jefe Wapi.

–Tiene usted razón, viajar a la reserva implica un gasto de tiempo y recursos considerable para nosotros, pero no para el señor Kalvin Lafayette, quien resultó afectado con estos hechos. Además, gente de su pueblo resultó involucrada. Fuera de estas palizadas hay mundo, ¿sabe?, y no creo que permanezca al tanto de absolutamente todo lo que su pueblo hace fuera de su forma de vida, –reviró, enfatizando la última frase con un ademán.

Por lo menos uno de ustedes está relacionado con éste y otros hechos delictivos en la ciudad de Lafayette –continuó Clinton–, sin contar la desaparición de algunos otros hombres que patrullaban los principales caminos alrededor de los pantanos. Sobre su responsabilidad en estas desapariciones no tengo pruebas, Jefe, pero tampoco dudas. Cada que algo anda mal en las llanuras, tiene relación con algún salvaje.

–Le pediré que se modere. Bastante hemos sufrido por la codicia de su raza como para escucharlo expresarse de esa manera en lo que queda de nuestro hogar. Y quiero dejar en claro que nosotros estamos dispuestos a cooperar en lo que sea que necesite. Señale al hombre y será suyo. No queremos más problemas, –afirmó.

–Me alegra escucharlo, pero existe otro problema: no sabemos de quién se trata. Y, seamos sinceros, Jefe, todos ustedes lucen igual. Me sería imposible identificar a alguno en particular. La verdad, para mí, este hombre podría ser el sujeto, –dijo, señalando y accionando su arma contra uno de los guerreros–. Aquel, o éste, –continuó, sin dejar de disparar.

El resto de los militares hizo lo mismo... La acción había sido tan repentina, que los guerreros no tuvieron tiempo de reaccionar, y para cuando los disparos concluyeron, sólo el jefe permanecía en pie. Los hombres, mujeres y niños restantes corrieron a resguardase dentro de sus chozas, y quienes tuvieron la posibilidad huyeron por los laterales y el fondo de la palizada. Sobre el rostro del jefe, con un semblante que manifestaba coraje, corrían lágrimas.

Desenfundó su hacha y en un movimiento recargó su filo contra el cuello del Capitán, sin hacerle más daño que una herida superficial de la que comenzó a brotar un poco de sangre. El militar ni siquiera parpadeó. Los guardias apuntaron sus armas hacia el jefe Wapi, pero Clinton les ordenó aguardar.

–No, no, no, tranquilos. El hombre no ha hecho nada que no se pueda perdonar. Jefe, contenga su ira, reagrupe a su gente y lárguese de aquí. Manténganse alejados de la ciudad, del valle, de las planicies. Desaparezca de nuestra vista o pague las consecuencias. Vaya al norte, encuentre un buen lugar cera de Montana, dicen que es un bello lugar. Haga lo que quiera, pero aléjese de nuestros asuntos, usted y toda su tribu, –le ordenó Clinton.

La mano del jefe Wapi se sacudía como liberando su ira en fracciones diminutas. El hombre sabía que asesinar a Clinton no serviría de nada, pues debajo de él había otros desquiciados, iguales o peores. Además, sabía su pueblo necesitaría un guía sensato para luchar por su tierra o comenzar una nueva vida. En ambos escenarios, su presencia podría resultar de mayor utilidad que su sangre derramada en un enfrentamiento estéril.

El Jefe retiró su arma del cuello de Clinton, la enfundó en su cintura y se retiró caminando muy lento.

–Por cierto, Jefe, no crea que esto es por desconfianza, sé que acatará mi sugerencia como si se tratara de una orden. Simplemente pretendo asegurarme lo más posible, –dijo, antes de permitir a sus hombres continuar con la misión encomendada.

Así fue como aquella mañana, la Guardia del Sur redujo a cenizas la totalidad de chozas y tiendas que conformaban la reserva. Saquearon las provisiones y convirtieron en inhabitable el último resquicio que la conquista del Oeste había dejado a este pueblo.

La venganza personal de un grupo de forajidos comenzaba a dejar secuelas entre personas inocentes, pero al igual que las

antorchas empuñadas por los soldados, estas acciones avivarían el fuego dentro de mi corazón, casi consumido, tomando otro trozo de humanidad para perderlo en la infinidad de los recuerdos al lado de mi madre, mi familia, de JC y de mi vida como una persona normal.

CONTINUARÁ...

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