Contorno del agua, antología narrativa

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Primera edición 2013 d.r. ©

Instituto Cultural de Aguascalientes Venustiano Carranza 101 Centro, C.P. 20000 Aguascalientes, Ags. editorial@aguascalientes.gob.mx

Portada: Detalle de Diagrama de Sísifo, variables tintas sobre papel Omar SM

ISBN impresión: 978-607-7585-66-4 ISBN digital: 978-607-9444-13-6

COLECCIÓN LOS DE LETRAS


narrativa



P R Ó L O G O ALBERTO CHIMAL


Con frecuencia se dice, cuando se trata de elogiar a la literatura de tal o cual lugar –ciudad, región, comunidad–, que “sorprende”. Esa literatura sorprende por su calidad, se dice; por su variedad, por su abundancia. Y decir esto, en realidad, no es un elogio, porque implica un prejuicio: porque significa que no se creía que esa literatura pudiera ser tanta, tan bien hecha, tan diversa. Por lo tanto no se debe comenzar hablando de la “sorprendente” narrativa que se escribe actualmente desde Aguascalientes. No debería sorprendernos. Podemos descubrir grandes historias de las que no teníamos idea, y asombrarnos de que hayan crecido en este territorio, solamente por nuestro rezago. A pesar de los avances que ha habido en las últimas décadas, nuestro país y sus estamentos culturales siguen siendo enormemente centralistas, y sigue siendo más fácil dar a conocer el trabajo literario –ingresar en el extraño escalafón de la “República de las Letras” o en sus varios entornos paralelos– desde una de las “grandes” ciudades: el Distrito Federal, Guadalajara,Tijuana, Monterrey. Sin embargo, la situación sigue cambiando. Cada vez se establecen más contactos entre autores, editores y público no sólo sin pasar por los grandes centros de la cultura institucional, sino también haciendo a un lado los medios o canales de difusión tradicionales. La internet, y casi en la misma medida las editoras independientes tanto virtuales como impresas, están tendiendo puentes nuevos y creando comunidades lectoras –a veces efímeras, en efecto; a veces no tanto– que en otra época hubieran sido impensables. Varias de estas comunidades: muchos lectores, esperan sin saberlo el momento de “sorprenderse” con las historias contenidas en este libro: con la muestra del cuento y la novela de Aguascalientes, vivos y pertinentes como lo mejor de lo escrito en el país, que está a continuación. *** La narrativa mexicana actual se encuentra, aun sin proponérselo, tensa: está dividida entre el deseo de salir al mundo y el de aislarse de él y 6

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mirar sólo hacia adentro; entre el deseo de abarcar todas las experiencias humanas y el reclamo que percibe de una realidad repleta de violencia, cuya caída, así se dice frecuentemente, tal vez sea nuestra verdad última, nuestro destino inevitable. Y también entre el añejo realismo mexicano (que a veces da la apariencia de haber comenzado apenas, y a veces la de ser lo más antiguo y desfasado) y todo lo que está fuera de él. Así sucede también en Aguascalientes y en este libro. Lo interesante, como siempre, son las maneras en las que diferentes hombres y mujeres se enfrentan con esa tensión y crean narraciones que la trascienden, la eluden o simplemente la relatan: que dicen algo de lo que todavía podemos llamar humano. Tal vez pueda interesar el recorrido de los textos en su orden; desde luego, no es el modo en que este libro debe necesariamente leerse, pero sí el que está propuesto, y que resulta revelador de la variedad y la potencia a la que me he referido. Salvador Gallardo Topete y Carolina Castro Padilla introducen en episodios “realistas” la imaginación de lo grotesco, que intensif ica lo real sin negarlo. Luego, Castro Padilla pasa a la minif icción con dos textos aún más extraños y, de algún modo, abre el juego a las narraciones de Francisco Bernal Tiscareño –que vuelve a la Historia–, Héctor Grijalva –que la subvierte y la hace desembocar otra vez en la imaginación fantástica– y un par de estilistas: Eduardo López y Ricardo Orozco, que transf iguran lo que cuentan mediante las texturas de su prosa. Carlos Reyes Sahagún y Antonio A. Guerrero forman otro par de autores con textos af ines aunque muy diferentes, porque en ambos cuenta sobre todo la expresión de (digámoslo así) los estados del alma, que pueden ser complejos y oscuros incluso para quien los vive desde adentro. Armando Quiroz Benítez escribe de algo cercano a lo anterior: la humanidad de los animales, o tal vez la animalidad de los seres humanos. Como él, Elías Ruvalcaba Márquez opta por acercarse al borde de lo que todavía se llama, al menos en América Latina, relato: la estampa de un momento o un estado, sin transformaciones, en la que profundiza también el texto de Benjamín Valdivia, probablemente el de prosa más bella e intrincada entre los autores reunidos. Inmediatamente después,

PRÓLOGO

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Juan Pablo de Ávila recurre a una estrategia opuesta al componer una historia exclusivamente mediante diálogos coloquiales, ef icaces y breves, y Germán Castro retorna del todo a la prosa realista pero con una perspectiva que va de lo pequeño y nimio a lo devastador. Carlos Franco hace algo similar pero con las estrategias del (melo)drama a la mexicana, a la vez tremendista, desolador y entrañable. José Luis Justes Amador se separa de ellos con un texto que, en pequeños fragmentos, construye una historia y luego la desintegra. Gustavo Vázquez-Lozano examina la realidad aumentada, o f ingida, de la televisión, y no deja de notar su carácter asf ixiante. Edilberto Aldán y Luis Cortés, que deben ser los autores con más textos en el libro, dejan ver una gran versatilidad y dos imaginaciones cosmopolitas y modernas, af iladas, y nada parecidas entre sí. Por su parte, Arturo Villalobos muestra su propia imaginación en una historia de horror, la más pura y contemporánea de toda la colección. Gemma Morales y Diana Martín del Campo, en otras dos series de historias heterogéneas, combaten felizmente los prejuicios sobre lo que “debe” ser la literatura “escrita por mujeres” con perspectivas frescas de sus personajes y sus argumentos. La últimas series del libro son de Fernando Yacamán, que explora el borde entre la cordura y el delirio en tramas que no conceden la tranquilidad de ninguno de los dos, y de Angélica Martínez Coronel, que experimenta con la forma del cuento de una manera aparentemente juguetona pero que también es otra manera de subversión: juega a contar lo que no se puede contar o bien a destruir la idea de la narración: a dejarnos los fragmentos de percepción de un mundo que cada vez duda más de las historias. Entre los primeros textos y los últimos está, de hecho, un muestrario de prácticamente todas las grandes tendencias de la f icción contemporánea. La narrativa de Aguascalientes nos debería sorprender, sobre todo, por lo conectada que está: por lo bien que representa los ánimos del presente.

Alberto Chimal Puebla, agosto de 2013 8

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SALVADOR GALLARDO TOPETE, EL HIJO


El cojo Cerró la fábrica donde trabajaba como ayudante de almacenista y no encontré otra salida que irme de mojado al otro lado; allá tengo un tío en los Ángeles que es dueño de un restaurantito. Como no tenía para pagar los pasajes, decidí viajar de mosca en el tren hasta Ciudad Juárez. Llegando, buscaría la forma de brincar la barda. Pero todo comenzó mal desde el principio.  Al mediodía empezó a llover y el agüita se pegó toda la tarde, así que cuando llegué a la y griega iba empapado hasta los calzones. Tuve que esperar el paso del tren para agarrarlo en movimiento, aunque no muy fuerte, porque en ese lugar le tienen que bajar la velocidad por el cambio de vía. Cuando pasó la máquina empecé a trotar al parejo de la vía, dejando pasar los carros. Me habían aconsejado que me subiera un poquito atrás de los de en medio para evadir a los garroteros. Cuando calculé que ya era el tiempo de hacerlo, aceleré el paso para igualar la velocidad del tren y pegué un salto a la escalerilla del carro, pero como estaba todo mojado me resbalé y caí de espaldas en medio de los carros. Desperté dos días después en el hospital y me encontré cojo de la pierna derecha a partir de la rodilla, debilitado por la hemorragia y con una depresión que me llevó a pedir la de la muerte. A los quince días me dieron de alta; cuando todavía ni cicatrizaba del todo mis heridas. Regresé a mi cuarto de vecindad, abatido; si no hubiera sido por la caridad de mis vecinos hubiera muerto de hambre sin remedio. Uno de ellos, don Lalo, me prestó las muletas que había usado cuando se fracturó una pierna. Salí a buscar trabajo, pero si cuando tenía dos piernas no encontré, con una sola menos; así que apretándome los éstos de vergüenza, una mañana me acerqué al crucero de la avenida López Mateos y la avenida Convención. Con el vendedor de periódicos no hubo pedo, pero yo le 10

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sacaba al de chicles y franelas; alegaba que ya éramos muchos para tan poco espacio y que nos íbamos a andar tropezando a cada rato, pero como el periodiquero dijo que yo no le estorbaba, me quedé. El primer día apenas junté arribita de diez pesos. No me sincronizaba con los semáforos y como todavía no manejaba bien las muletas, muchos de los coches se me iban sin dar limosna; después de un mes la cosa mejoró, ya podía correr con las muletas y las ganancias subieron a un promedio de dos a tres salarios mínimos diarios.  Al cabo de un mes pude comprar una cama, una estuf ita y hasta una televisión en abonos y encargué al maestro Polo que me hiciera una pata de palo estilo pirata. Le insistí mucho que no me la fuera a pulir ni mucho menos a barnizar sino que le diera un baño de aceite de motor, quemado, para que agarrara un acabado rústico que impresionara a la clientela. Con ese mismo f in, aunque en un corto tiempo pude andar con mi pata de palo sin muletas, no las abandoné, porque a los ojos ajenos es más desvalido el que necesita, además de la pata, el esfuerzo de todo el tronco para desplazarse. Don Lalo, mi ángel de la guarda, me contó que al minusválido que pedía limosna en la primera de Juárez lo habían asesinado.  Al parecer era de preferencias diferentes –aunque para decir verdad, él empleo la palabra “puñal” para calif icarlo– por lo que había una vacante que yo podía llenar, si llegaba a un acuerdo con el inspector de mercados, con quién él me podía presentar, ya que lo conocía desde que era chiquito. Llegué a un acuerdo con la autoridad mediante el pago de diez mil morlacos que me comprometí a cubrir en un plazo de tres meses.  Antes de instalarme en mi nuevo puesto se me ocurrió clavar en mi pata de palo un retablo de hojalata donde, con profusión de colores, mostraba el momento en que una máquina de ferrocarril me arrancaba la pierna y lo adorné con milagritos de plata, no nada más de piernas, sino de ojitos, bracitos, y las demás chuchearías que se estilan. El éxito fue inmediato: la pachocha empezó a f luir como agua de manantial, algunos de los caritativos aparte de la limosna en efectivo, me traían milagritos de plata y hasta de chapita de oro y los menos, afortunadamente, retablos pintados con óleo sobre lámina agradeciendo los favores re-

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cibidos. Yo los exhibía convenientemente en mi reducido espacio, pero en forma atractiva. Mi situación económica mejoró notablemente. Lo que no me gustó de mi nueva vida fue que todo el tiempo tenía que estar clavado en mi sitio, sin moverme, por lo que empecé a echar panza, y es que a la falta de ejercicio, hay que agregarle que me hice afecto al pisto y a la botana todo el día. El tequila, para disimular, transvasado en una botella de plástico de agua San Vito; con la botana no había problema porque estaba compuesta de taquitos que se pueden comer a cualquier hora sin despertar sospecha alguna. Pasaron más de cinco años de vivir en jauja económica, auxiliado por la sabia y ef icaz ayuda de Caritas quien me colocaba mis ahorritos en préstamos, con un punto superior al utilizado por la banca. En lo que no me fue tan bien fue en el terreno amoroso; primero me arrejunté con una dizque güera. La primera noche que hicimos el amor, cuando bajé al sótano, me encontré con una pelambre negra azabache. Susana se llamaba, era cachonda y deportista, competía cada año en el maratón Guadalupano, nunca lo terminó, aunque era rápida, hasta en el orgasmo. Cuando apenas yo iba sintiendo alguito, se acalambraba y luego se af lojaba como recién muerta, y ya no había chiste de seguir lijando, así que aquello no podía durar.  Al poco rato se enamoró de un masajista de la Comisión Estatal del Deporte, quien seguramente fue de su agrado porque le dio un masaje internal, que la hizo sentirse campeona olímpica. Después de unos cinco meses me hice de una prieta, a ver si esta sí hace honor a su nombre me dije, y aprieta; y apretó pero en todos sentidos, que casi ni resollar me dejaba. Era celosa, posesiva, impulsiva, y agresiva; me quería controlar en todo, hasta en mis f inanzas, y eso sí que no se lo iba a permitir; así que un día con una escof ina gruesa le di una pasadita a mi pata de palo, sobre todo en la parte alta. Por la noche, cuando hicimos el amor, le di duro y macizo, con un ritmo frenético, de arriba y abajo y de derecha a izquierda, en medio de pujidos, ayees de dolor y de gozo y mentadas de madre agresivas acompañadas de araños, mordidas y golpes, así que me vi obligado a contestar hasta

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que Elizabeth, que así se llamaba la susodicha, salió corriendo casi en cueros de la casa, alf iletiada en la cara anterior de los muslos como si se hubiera encontrado con un puerco espín. Ya con esa experiencia, para pasar el rato, mejor me dediqué a los trabajos manuales, la alfarería, entre otros, que me producía goces idénticos, cuando no superiores a los del sexo compartido. Sin embargo, volví a caer en la tentación y me arrejunté con una apiñonada, para irme al término medio. Era tarda en todo pero bien hecha, sobre todo en la cocina, tenía esa sazón de mayora de fonda. Gracias a la destreza culinaria de mi nueva compañera en tres meses aumenté diez kilos, que sumado a los que tenía arrojaron la escandalosa suma de ciento trece kilitos y gramos más. El peso de mi humanidad descansando a medias en una pata de palo empezó a causarme molestias leves en un inicio. Pequeñas lesiones en el muñón, que se transformaron en escaras de las que escurría una sangüesa jedionda. Como que al principio el olor tenue a podrido avivó la conmiseración de los paseantes y aumentó el monto de sus óbolos y de sus óvulos; pero en medida que la fetidez fue mayor, disminuyó la limosna y lo que es peor de todo, desapareció mi dulce compañera. No la culpo, quien tiene desarrollado el gusto, también desarrolla el olfato, y yo estoy consciente que jedía. Ni yo mismo me aguantaba. Se fue muy discreta por la mañana cuando yo ya estaba ejerciendo mi profesión. Nunca supe, porque no indagué, a dónde, ni con quién chingaos se largó, si es que se largó con alguien. Mi pierna iba de mal en peor, los antibióticos no surtían efecto, las heridas seguían supurando sin cicatrizar. El médico me dijo que si en quince días no había avance habría que amputar hasta cerca de la ingle. “No me chingue, facultativo”, le dije, para no mentarle la madre, y me salí del consultorio sin despedirme y sin pagar. Otra vez mi ángel protector, el terrible don Lalo me recomendó a un curandero de Jesús María, que dizque era un chingón y allá me fui. El curandero era un viejito bigotón, de pantalón de mezclilla de pechera y sombrero ancho, muy f laquito y amable; lo que me gustó de él, es

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que a pesar que la peste de mi pata era muy fuerte, nunca lo vi fruncir las narices, ni hacer gestos de asco cuando me examinaba el muñón. Me lavó con agua a la que le echó cal, tequezquite y un titipituchal de yerbas cuyo nombre no me dijo y yo de vista no reconocí; pero antes de esto, se me olvidaba decirlo, me dio un trago grande de un mezcal curado, que medio me apendejó el dolor, porque después de haberme lavado me talló con un cepillo de f ibra y casi no sentí nada. Luego me untó generosamente una pomada de sustancia de ajolote, me vendó y me dio cinco botes, a cien pesos cada uno de ellos, que debería agotar para que la curación quedará terminada y no retoñaran las heridas con la luna llena. Al llegar a casa leí las instrucciones en las etiquetas de las pomadas. Se explicaba que estaba hecha auténticamente de ajolote o a-xolotl, en náhuatl; animal que únicamente se encuentra en México y que, aparte de tener el ojete, dije el otro día, como las mujeres y reglar como ellas, es capaz de regenerar no únicamente las colas como las lagartijas y otros reptiles, sino que es capaz de renovar sus extremidades y hasta órganos importantes de su cuerpo. El jedor se acabó desde la primera curación y como a la semana empezó a formarse una costra seca en las heridas; a los quince, se cayeron las costras duras y en su lugar quedó una piel rosita mexicano que poco a poco se fue transformando en piel normal; entonces me puse la pata de palo y al pararme me di cuenta de que o me había crecido la pierna o la pata de palo se había encogido. Me quité la de palo y me medí el muñón; comprobé que había aumentado cosa de tres centímetros; así que tuve que darle una rebajadita a la de mezquite en esa medida, para equilibrarla con la buena. La piel se me fue poniendo rugosa en todo el cuerpo, lo que me producía un escozor insoportable; me dijeron que bañándome con amole se me quitaría. Lo conseguí en el mercado Terán y me metí a la tina llena con agua caliente; al entrar en el agua la comezón desapareció y una sensación de bienestar, que pocas veces había sentido, se apoderó de mí en forma tal que sin percatarme de ello me quedé dormido y

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allí permanecí tres días con sus noches hasta que, otra vez don Lalo, intrigado por mi ausencia, se metió a mi casa buscándome por todas partes. Me encontró en el baño y me sacó a güevo del agua. Desperté pidiéndole que me dejara permanecer ahí por siempre. A pesar de todo, seguí las instrucciones del curandero al pie de la letra, untándome pomada de ajolote todas las noches. La pierna siguió creciendo un promedio de tres a cuatro centímetros por semana, los mismos que le tenía que rebajar a la de pirata.  Al llegar al tobillo, ya no creció hacia abajo sino que empezó a hacerlo para adelante y un poco hacia atrás, como un bollo. Entonces sí me llegó la apuración: no podía ni dormir temiendo que me fuera a transformar en ajolote, que el bollo se volviera cola o pata. Respiré con alivio al paso de los días, cuando le salieron cinco chipotes que más tarde se convirtieron en dedos y uñas con olor a queso, idéntico a mi pie perdido. Primero me sentí feliz, con mi pierna recuperada, pero la alegría me duró poco; tuve que abandonar mi negocio limosnero que tan buenas entradas de dinero me proporcionaba por lo que empecé a buscar trabajo sin hallarlo. La lana que tenía guardada fue desapareciendo poco a poco, hasta que quedé como la Magníf ica, con una mano atrás y otra adelante. Todavía intent´r sacar raja de la reencarnación de mi pierna, presentándola como un milagro de la Virgen de Guadalupe, en el atrio de la Iglesia de mismo nombre, desde el diez de diciembre, con miras de estarme allí hasta el mérito doce, pero al ratitito de que me había instalado y empezado mi acto, llegó el sacristán a decirme: que de parte del Sr. Obispo, no éste, sino el otro, qué tenía diez minutos para largarme de allí, o me atenía a las consecuencias, y como me acordé de la joda que les puso a los seminaristas y al padre Job cuando se le sublevaron, levanté el rancho. Y ya no encontré otra salida más que esta: desde hace tres días estoy esperando que llueva para abordar de nuevo el tren hacia el norte.

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CAROLINA CASTRO PADILLA


El eclisao de Luz

Ya no sé ni qué hacer; todos dicen que yo tuve la culpa, que soy una mala mujer, una desalmada, una infeliz. Mi suegra corrió la voz lueguito que vino del rancho a conocer a la criatura; con eso de que es su primer nieto, se dejó venir en cuanto Ruf ino le mandó la razón. Esta vez no se esperó a que pasara yo la cuarentena como cuando nacieron las niñas. Dijo, dizque venía a atenderme en mis cuidados y me sonrió toda solícita, pero cuando miró al crío tan f laquito y luego así, con sus piernitas tullidas, puso el grito en el cielo y me dejó caer su griterío culpándome de todo por no prevenirme cuando lo del eclis como me dijo Ruf ino, y aquí me siguen retumbando sus palabras llenándome de muina y pesar. El niño también lo siente cuando le doy el pecho y luego de rato llora desconsolado. “Mira, Luz, ¡ni para eso sirves!”, me grita ella, y después sigue con su letanía. Dice que la criatura llora porque adivina que yo tuve la culpa de que naciera eclisao. Yo le explico y le digo que es cosa de Dios, pero ni me oye, no se conforma con que el único machito que ha nacido en la familia haya salido tullido. Dice que nunca me perdonará. ¡Como si yo tuviera la culpa! Todos saben que me previne, que anduve consiguiendo los listones rojos para los árboles de la huerta. Primero fui a la mercería de doña Polita, pero ya no había; allí me encontré a las hijas de doña Bruna que andaban en lo mismo y juntas nos fuimos a la tienda de don Píchilo, donde me compré mis buenos metros de tela colorada de Cabeza de Indio.  Allí estaban Blandina, Emérita y Patrocinio, y hasta platicamos del eclipse, como dice don Píchilo, pero ya se les olvidó. De la tela me salieron muchas tiras con las que amarré los palos de la huerta y las cabecitas de las niñas. Dejé un trapo para mí, con el que me lié la barriga que ya se echaba de ver. Hasta me colgué la llave de la casa por grandota y pesada. Cuando le digo esto a mi suegra ni me cree, y el Ruf ino se hace el disimulado, 17


como que no me oye, ha de ser porque ese día, el del eclis, llegó de la parranda en la mañana, venía bien jalado aventando por los ojos la furia que le dejan las copas. Me acuerdo que cuando quise ponerle su paliacate rojo en la cabeza, pa protegerlo pues, se enojó y me echó de vigas, así como él sabe cuando el vicio le gana la voluntad. Yo bien sé que todos hablan mal de mí y andan de compadecidos por mi suegra y el Ruf ino.  A mi hijo ya le dicen “El eclisao de Luz” y seguro que así se le va a quedar. Nadie le dirá José Ruf ino, ni su padre pues. Él casi no lo mira. Y creo que el eclis le quitó lo bravucón al Ruf ino porque está así, mansito. Deja que su mamá me grite y él se queda silencio, como sin pensamiento.  A mí también me huye la vista; sólo el otro día, cuando se fue su mamá, y ya de despedida me gritó sus desahogos, la mirada del Ruf ino se detuvo en mis ojos.  Al vernos, yo entendí que recordaba cómo ese día yo estaba bien protegida con la llave y el trapo colorado, y cómo a fuerzas le amarré la cabeza con el paliacate rojo. Entonces resbaló su mirada hasta mi vientre, y yo volví a sentir su furia, sus golpes de aquel día, y las patadas que me dejaron tirada en la oscuridad.

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Volviendo al espejo

Un día, Alicia quiso regresar al país de las maravillas a través del espejo que casi había olvidado. Corrió las cortinas del tiempo, fue al espejo y con ansiedad se miró en él. Se buscó, y al no encontrar su imagen se dijo: “Este espejo ya no sirve”, y lo rompió. No pudo tolerar ver en él a una anciana desconocida mirándola f ijamente.

Cabalgar no cuesta nada

Tu caballo blanco te espera como siempre, todo nervio y brío, en el mismo sitio. Llegas a él, lo acaricias. Su piel lustrosa te devuelve calideces que tus palmas retoman para tejer sueños. Lo montas a pelo, y abrazada a su cuello te dejas llevar a galope tendido por los campos verdiazules que desaparecen de tu vista claveteados a la tierra por cuatro golpes secos repetidos hasta el inf inito, ése que frente a ti no alcanzas. “¡Facunda!” Un grito que te llama, que te atrapa a mitad de tu carrera. Regresas con un “¡Ya voy!”, que se ahoga en tu esperanza. Miras tu corcel blanco que reposa en la palma de tu mano, terminas de sacudirlo, y con cuidado lo colocas en su sitio: sobre el juguetero que sólo sabe de porcelanas. C A R O L I N A C A S T R O PA D I L L A

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De vivos muertos y aparecidos

II “Aquí se oyen ruidos. ¿No será el ánima de Juan Chávez?”

Todo había concluido: el velorio, con su olor a cera derretida, a vestidos negros que aún guardan lutos viejos, a f lores marchitándose a partir de sus tallos que van tiñendo de un verde espeso el agua que los contiene; los rosarios con sus oraciones agregadas que los tornan inf initos; la misa de cuerpo presente, el entierro, los abrazos de pésame con las mismas frases: qué pena, cuánto lo siento, era tan bueno… Y tú, allí, moviéndote al ritmo del protocolo de la muerte, viendo sin mirar, oyendo sin escuchar, hablando sin pensar, viviendo sin tiempo. –Papá, ¿le preparo ya su chocolate? –le preguntaste desde el comedor la noche anterior y, él, entero a sus autoritarios ochenta años, sólo te miró asintiendo con la cabeza mientras sus ojos entornados recibían el humo que dejaba escapar de la boca entreabierta al tiempo que sostenía con casi todos los dedos de la mano derecha su cigarro de hoja, y lo veías ahí, sentado en su equipal bajo la arquería del patio central recibiendo la luz temprana de la luna casi llena. Su ya larga viudez lo había vuelto amante de la soledad, y si ayer trasnochaba con los amigos, ahora se recogía temprano para cuidar su casa y celar tus pasos que se alejaban cada día más de prisa de la juventud. Hacía un rato que Pedro, “el Sereno”, había gritado las ocho de esa noche tranquila en la Calle del Ojocaliente. Te dirigiste a la cocina como todas las noches, acompañada por la luz mortecina del aparato de petróleo y princi-

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piaste a ejecutar tu danza entre ollas y cacharros frente al brasero de azulejos.Te quedó tan bueno el chocolate: espeso, humeante, coronado de espuma, y él lo saboreó con gusto especial, sopeando con calma el pan de huevo. Después, todo había terminado. –¡Quién lo dijera, Socorrito! –Escuchaste decir a doña Consuelo, tu vecina, que se negaba a retirarse y dejarte sola en esa primera noche después del entierro. – Ahora estamos y al rato ya no. Tan bien que estaba don Brígido. Cómo fue a caerse y quedar allí desnucado. –Seguía hablando mientras tú la mirabas. – ¿Quiere que me quede con usted, Socorrito?, no me animo a dejarla sola en esta casa tan grande y con todos esos ruidos que dicen se escuchan aquí. Ya ve lo que cuentan… que aquí mero vivió Juan Chávez y seguro dejó algún entierro. Por eso se fue Mariquita, su sirvienta, dice que en las noches oía pisadas en el segundo patio, allí mero donde se cayó don Brígido; dice que una vez hasta vio a un aparecido, así como un hombre alto vestido de negro, con botas y sombrero ancho que parecía escurrirse desde el corral y se perdía en el segundo patio rumbo a las recámaras, yo pienso que por ahí está el entierro. ¿No será el ánima de Juan Chávez? Yo que usted, llamaba al padre de aquí de San Juanito para que le eche una bendición a la casa… por las dudas, y luego escarbaba ahí donde se pierde el aparecido. –concluyó. F inalmente estás sola.  Asentiste con sonrisa comprensiva las recomendaciones de tu vecina y la despediste.  Ahora no te queda más que vivir el luto riguroso: un largo año de ventanas cerradas y espejos cubiertos de lienzos negros. Un año evitando salir a la calle. Irás a la misa de cinco de la mañana con el grueso velo negro cubriéndote toda. No habrá paseos ni se cumplirán los planes de tu papá, de participar en las f iestas por el Centenario de la Independencia de México. Eso piensas mientras caminas hacia el segundo patio.  Allí, junto a la enredadera de plumbago sucedió todo. Pasas recogiéndote el vestido como para evitar rozar la pequeña barda de ladrillos que circunda a la enredadera, ésa sobre la que rebotó la cabeza de tu padre. Si pudieras retroceder el

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tiempo. ¿Por qué había tenido que escuchar aquellos ruidos? ¿Por qué su afán de investigar de donde procedían? Te preguntas, y vuelves a verlo con el rostro alterado y el bastón en alto; luego, la sombra, el grito, la caída, la muerte… ¡Fue todo tan rápido! Te dices, y volteas estremecida hacia la noche. Escuchas ruidos en el corral, luego los pasos recios de unas botas que se acercan, que llegan al segundo patio. Una sombra se escurre entre los limoneros. Te quedas inmóvil, atrapada entre el recuerdo y el azul del plúmbago. Sientes rebotar en las sienes los acelerados latidos de tu corazón. ¡Es él! Te atreves a decir. F inalmente lo ves acercarse a ti. Respiras hondamente y le tiendes los brazos mientras piensas: “Se acabó el aparecido”.

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FRANCISCO BERNAL TISCAREテ前


La morena

(Historias de familia)

En ese lapso nací yo, después del tifo y antes de que se fuera a la mina, a la que iba a benef iciar, sin dejar su puesto en Ferrocarriles. “Los ferrocarriles van a ser básicos para mi empresa minera”, conf iaba Jesús, para cuando mandara sus embarques hacia los Estados Unidos. Por lo pronto, cuando la mina le dejaba tiempo, entre sus idas y venidas a Espejo de Ruidos, se informaba de cómo debería realizar los embarques. Los negocios se caían por menospreciar los detalles y manejar material estratégico que sería destinado al uso del ejército o enviado a las plantas de armamento; no era asunto fácil. Por lo pronto abastecía a sus trabajadores-amigos llevando hasta la mina todo lo necesario para vivir. El haber conseguido que el Chino Liu se fuera de cocinero con ellos resultó una bendición para todos, ya que no se ocuparían de otra cosa que de rascarle las tripas a la mina, para que en unas cuantas semanas ésta comenzara a mostrar sus lágrimas de azogue1 ¡y entonces sí!, ya más desahogado compraría un camión y construiría una base a escasos kilómetros de la mina; por ahora sin caminos ni carreteras, sólo podían llegar ahí a lomo de mula. El Chino Liu le dio una lista amplia de lo que necesitaba para poder cocinar, Jesús la surtió y el Chino les mostró la magia de su café, de sus panecillos recién horneados que consumían llenos de emoción, bajo el manto cuajado de estrellas enormes como melones. Los meses transcurrieron lentos. Primero se agotó el ánimo y casi en seguida los víveres. –¡No sale nada, Jesús! Yo creo que mejor nos vamos. Azogue: sirve para construir espejos, indispensable en los termómetros, en las amalgamas dentales, como detonante, entre otros usos múltiples.

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Jesús ya había agotado la totalidad de su exigüo capital y la piedra no lloraba, ni siquiera una mísera lágrima de mercurio. Jesús puso a votación si se quedaban o se iban. ¡Se iban! El acuerdo fue unánime si se descontaba al Chino, que no votaba; sin embargo fue el único que insistió en quedarse. –¡Un poco más Chuy, un poco más… ya debemos estar cerca! Por parte de los otros la discusión estaba cerrada. ¡Ni un día más! Tenían prisa por regresar a su casa, darse un buen baño, tirar la mugre y olvidarse para siempre de aquella aventura; o acordarse, pero en pláticas. –¡Ya casi le llegamos! –insistía el Chino que en sus ratos libres les ayudaba al interior de la mina. –¡Quédate, Chuy, quédate! ¡Ya casi huelo el mercurio! ¡Quédate, nosotros lo sacamos! Jesús no conocía a Liu tanto como para saber que era un jugador empedernido, que cuando apostaba por algo iba hasta el f in, así le fuera la vida en ello. Vio tanta determinación en el rostro del Chino, que allí mismo decidió algo que cambió su vida y que nunca lamentó. Removió entre sus cosas y sacó las escrituras que lo nombraban legítimo dueño de aquella mina, se las entregó a Liu: –¡Ahora la mina es tuya, Dios te ayude! No había transcurrido un mes cuando Jesús, que regresaba de su trabajo en Ferrocarriles, encontró al Chino esperándolo fuera de su casa. El rostro impenetrable, esquivo, se había quedado en la mina, sus ojillos temblaban de emoción y lloriqueban de contento. –¡Ya somos ricos Chuy!, ¡ya lloró la mina!, ¡ya somos ricos! –Vamos a ver, Liu, más despacio que no te entiendo nada, dime, ¿qué pasó? –¡Ya somos ricos, Jesús!, ¡ya salió el azogue! –¡Te felicito, Liu, no sabes cómo me da gusto, pero no puedo aceptar , el “¡somos!” ¡Eres rico!, y eso me da mucho gusto por ti, dicen que las minas y el dinero son como las mujeres, a algunos se les entregan fácil, mientras que para otros son inaccesibles. Pero, sí te voy a aceptar un trago, ¡vamos a festejar tu buena suerte!

FRANCISCO BERNAL TISCAREÑO

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Y no volvieron a verse en años. Fue en Tampico que coincidieron por última vez. Jesús entró a un café de chinos porque le gustaba esa combinación que preparan de leche y café por separado, preparación en la que el cliente indica cuál de las dos bebidas predomina en la mezcla; eso y acompañarlo con pan recién hecho. Fue Liu quien lo reconoció y salió a saludarlo. En ‘dos por tres’ se pusieron al corriente. La mina produjo azogue suf iciente para convertirlo en millonario. Entonces af loró el lado oscuro de Liu; de la mesura pasó al despilfarro, no comprando cosas superf luas, que eso hubiera sido lo de menos y la mina lo hubiera resistido tranquilamente, ¡no! A Liu lo que verdaderamente hipnotizaba era el juego; ese vicio milenario transformó a Liu de trabajador incansable al jugador febril que no se levanta de la mesa de juego mientras tenga algo que apostar, o hasta ver derrotado a su oponente. Triunfo o derrota, ¡qué más da! Lo que se busca es sentir la adrenalina. Liu contó su historia. ¡Liu andaba enrachado! Ya no tenía oponentes, había dejado a sus adversarios en la ruina, sobre su mesa se apreciaban, además de una fortuna, las escrituras que avalaban la propiedad de un hotel importante en la ciudad de León.Ya estaba por irse cuando regresó Casandro con aquella mujer morena y hermosa. –¿Cómo ves, Chino?, ¿te gusta? – Liu no contestó. – ¿En cuánto la tomas? Liu se asomó a los ojos de la mujer y lo que vio lo aterró. –¡Mira, Chino!, –agregó Casandro, –tú, más que nadie, sabes que el juego es cosa de hombres, ya me ganaste todo, ¡ni hablar!, pero mientras me quede algo por apostar, así sea la camisa, ¡tú de aquí no te vas! ¿Por cuánto la tomas?– dijo señalando nuevamente a la mujer. –¡Tú ponle precio, Casandro, precio y las condiciones para que la recuperes! ¡Hoy, por lo que he visto, no hay manera de que me ganes! La morena permanecía callada, como si la suerte que se decidiera fuera de otra persona y no de ella, sólo se quedó mirando a Liu hasta adentro; más allá de su máscara.

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–¡Solo quiero una oportunidad, Chino, y es def initiva! –puntualizó Casandro. Las escrituras del hotel y una parte considerable de lo que exhibía el Chino en su mesa había pertenecido a Casandro horas antes. –¡Tú dirás, Casandro! Cuando a uno le toca perder, elige. Tu boca es la medida. –¡Podría pedirte una fortuna!, ¡ella lo vale! –¡Pídela! –dijo el Chino, –y ¡ya veremos! Los mirones comprendieron, más que con las palabras con el tono, que lo que allí se iba apostar ya no se tasaba en pesos. –Vamos a jugar a un albur, una sola carta. Si me ganas te la quedas y ¡ahí muere!, pero si gano, me pagas cinco millones y vamos tras el hotel. No nos levantamos de aquí hasta que recupere lo que es mío, ¿cómo ves, Chino? –Y ella, ¿está de acuerdo? La morena asintió con un movimiento de cabeza. –Bueno, tira tú –dijo Casandro. La carta que eligió el Chino salió al instante. Casandro intentó ocultarla con un movimiento rápido de manos, pero los nervios evidenciaron la trampa. No había más que hacer y así se lo hizo saber Liu con un encogimiento de hombros; pero Casandro iba a jugarse el todo por el todo y metió la mano a la chaqueta para desenfundar un revolver. Liu no le concedió una oportunidad más y, de un tajo con el f ilo del cenicero, le cortó la garganta. Así termino su racha de buena suerte, y si las autoridades cubrieron su huida fue a cambio de la fortuna que había ganado ahí esa noche, incluidas las escrituras del hotel. –¡Qué buena suerte tienes, Chino! –le dijo el comisario, al tiempo que le propinaba unos golpecitos en el pecho con las escrituras del hotel, las que el Chino le había endosado para evitar ir a la cárcel.

FRANCISCO BERNAL TISCAREÑO

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Jesús se tomó su café.  Apenas podía creer todo aquello que había pasado su amigo en esos pocos años, pero no pudo aguantarse las ganas de preguntar. –Oye, Liu, ¿y la morena? –¡A ‘stá, Chuy!, ¡vieras qué buena me salió! Me acuerdo lo que me dijiste de las minas y de lo del dinero, lo que es para ti, ¡ni quien te lo quite! Eso fue lo que la buena suerte me tenía para esa noche.  Ahora lo sé y hasta me duele por Casandro, que fue quien me la llevó, pero, ¿qué se le va a hacer? ¡Así es la suerte!

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HÉCTOR GRIJALVA


Aire de muerto

Las

muchachas andaban loquitas porque era su primera salida solas.  Ambas sabían que no podían desperdiciar la oportunidad, después de tanto trabajo que les había costado obtener el permiso. No era poca cosa que las dos parejas de padres hubieran estado de buen humor, el mismo día y para el mismo asunto. Su primera excursión al Cerro del Muerto, sin vigilantes. Lo curioso es que ni siquiera tuvieron que echar mentiras. Nada de que me van a acompañar los papás de mi amiga, o que va con nosotras una señora mayor.  Todos supieron que irían solas. Como siempre, Ehécatl tomó el mando. Era fácil porque Citlali se dejaba conducir y así era como se habían entendido. Una tenía las ideas y las iniciativas y la otra la secundaba en todo. Solo que esta vez, era Citlali la que conocía al viejo Hermengildo, el único que sabía la auténtica y verdadera historia del cerro. Su abuelo le había platicado del anciano y le había dicho dónde encontrarlo y cómo hacer para que se mostrara dispuesto a contarles la leyenda. Le había advertido que no era un hombre fácil de convencer, era un viejo testarudo, gruñón y voluntarioso, que sólo hablaba con quien él quería y eran muy pocas las personas que podían presumir de haber escuchado de sus labios la auténtica y verdadera historia. Estacionaron el Chevy delante de la casucha, en la comunidad de La Tomatina. El hombre las estaba esperando sentado junto a la puerta de la casa. Cuando ellas se acercaron, no perdió tiempo en presentaciones y solo alargó la mano. La chica ya venía preparada y le entregó la botella de mezcal de Pinos, el paquete de pilas AA y los quinientos pesos. Con un ademán les indicó unos baldes invertidos donde ellas se sentaron. –A ver muchachitas ¿Qué quieren saber? –preguntó el viejo Hermenegildo. 30

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–Ay, señor, pues la leyenda del Muerto, todo eso de los gigantes que hubo aquí o del príncipe azteca que se vino a morir y se convirtió en cerro. Y pues todo lo que nos pueda contar –Ehécatl habló como siempre, con rapidez y gesticulando. –Niñas, niñas –el hombre habló casi sin despegar los labios, emitiendo una risa leve que más parecía un gruñido. –Déjense de cosas y no se anden creyendo todo lo que dice la gente.  Aquí nunca hubo gigantes ni príncipes ni nada de eso. Los únicos indios que son mis antepasados fueron chichimecas, muy salvajes, muy atrasados sin ciencia de nada, qué reyes iban a ser. –Pero ¿Y entonces? A nosotros nos dijo mi abuelo que usted si se sabía la verdadera leyenda. Ándele no sea malo, cuéntenosla ¿Sí? –El cerro se llama así porque ya son muchos los que se han muerto entre sus veredas y sus recovecos. –Porque se caen y se golpean la cabeza ¿verdad? –interrumpió Echécatl. El viejo la miró con severidad, no respondió y continuó su relato. –Ese cerro es malo, tiene mucha perversidad y mucha autoridad.  Al cerro no le gusta que se metan con él. No quiere que lo visiten porque lo invaden, lo ensucian, lo cambian. Por eso es que cada vez que alguien ha querido construir algo, lo que sea: una casita, una cabaña o cualquier cosa, nada se logra. Y no es que se derrumben o les caigan rayos. Es algo peor, los dueños y sus familias siempre terminan mal, hay peleas, muertes inexplicables, los esposos terminan odiándose, los hermanos se alejan, los hijos olvidan a sus padres, puras tragedias de gente que era buena y termina siendo muy desgraciada.Y todo ¿por qué? por haberse venido a meter. –Oiga, don Herme, pero, ¿qué es lo que pasa, qué hay en el cerro? ¿Hay brujería, hay hechizos? –pregunta Citlali. –No, ni falta que hace. Lo que sí hay es viento. El cerro lo que tiene es que está atravesado entre dos corrientes de aire, la que viene del oriente y la del poniente. Entonces chocan entre las puntas y las lomas del cerro, se hacen remolinos, se revuelven las brisas calientes con las frías, las secas con las húmedas.Y mientras eso sea puro cerro pues no

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pasa de ahí. Pero luego vienen las personas se meten en medio y les da la secazón. –Secazón, ¿qué es eso? – exclama Ehécatl. –Primero se les comienza a secar el cerebro y ya no piensan, se ponen de malas, discuten, se desorientan y ya no saben pa’ dónde caminar. Luego les entra un frío seco, sienten la piel como cuero viejo, se arrugan y terminan escurridos y chupados como espíritus. Por eso cuando se pierden no los encuentran, porque se pegan en las piedras como una mancha, o se desbaratan en el polvo o se quedan enredados entre las ramas de los huizaches. –Ay, no, don Herme, eso no puede ser. ¿Pero que no hay quien les avise? –de nuevo interrumpe Ehécatl. –Claro que sí, el viento siempre avisa. Será muy malo, pero no es traicionero, siempre avisa con sus chif lidos y sus tolvaneras, pero nadie le hace caso. Será que como no lo ven... pero, pues, lo sienten y ni así entienden. Pues entonces, ahí sí, pos ni modo. Dejan al anciano, las muchachas suben al auto y se encaminan a la carretera. Citlali pregunta: –Entonces, mejor ya no subimos el cerro ¿verdad? –Ay, claro que sí, mensa, a poco le vas a creer al pinche viejo. Está regüey, ni sabe nada, lo único que quería era empedarse y bajarnos la lana.  Así que nos vamos derechito al monte y de ahí hasta donde lleguemos.  Ah, y le vas diciendo a tu abuelo que muchas gracias ¿eh? Que pa’ mucho nos sirvió su consejo. Aun cuando había comenzado a atardecer, las jóvenes excursionistas subieron hasta el Picacho y continuaron hacia las manos del muerto. Habían decidido que por esa ocasión llegarían hasta la nariz y regresarían. Solo que para entonces ya estaba silbando el viento, frío, agudo y cortante. Se lamentaron de haber ido en shorts y playera de tirantes. Pero siguieron adelante. No se dieron cuenta en qué momento comenzaron a extraviarse, hasta que asustadas ya no sabían ni para donde caminar. El viento soplaba frío, cortante, polvoriento y ululante.  Al caer la noche, acordaron sentarse abrazadas para darse un poco de calor.

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Sabían que alguien de su familia iría a buscarlas. Primero se reclamaron una a la otra por no haber hecho caso del viejo, luego se rieron sin poder parar y sin explicarse las carcajadas, aunque se dijeron que estaban riéndose como locas. Luego se durmieron cubiertas por el viento, silbante, frío y cortante. Cuatro días después las encontraron, pero no las vieron. Sus parientes pasaron a su lado y por encima de ellas, no las vieron, pero las pisaron. Eran polvo seco y volador, jugueteando en el viento. Solo sintieron frío y un molesto viento metiéndose entre ellos, silbante, cortante y burlón.

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EDUARDO LÓPEZ


La primavera viene para allá

Hombre entrando en madurez de buen ver acude a restaurante tradicional, comida mexicana cenaduría. Reloj marca bien la hora: 9 de la noche, casi en punto, porque hombre es puntual. Solicita mesa alejada de barullo, familias completas, jefe en cabecera, mujer la esposa atendiendo niños muy inquietos, rayando en la consabida barbarie. Solícito mesero rostro de lacayo reparte cartas el menú con tacos, enchiladas y lo que se sabe mexicano para la noche. Cartas de plásticos sebosos que avisan hecatombes prácticamente inmediatas. Hombre entrando en madurez levanta mano izquierda solicitando servicio a mesero rostro de lacayo. Primero una cerveza en lo que la cena llega a mesa de tome coca cola y luego felino al acecho otea alrededor en donde más familias de tradición cenaduría noche de pozoles y tostadas cubiertas de manteca rancia de cuatro noches esperando gordos hambrientos y dóciles. Cenar fuera es un poco dejar atrás ideas de esclavitudes caseras y respirar aires de libertades y atenciones necesarias para que ordenar parezca una costumbre. Simple razones de mandato a solícitos lacayos. Los deseos tienen rostro de restaurante. El tiempo acecha muy nervioso y cerveza espumosa no llega pronto y hombre entrando en madurez tuerce la boca con la incomodidad de rey incompleto. Ha avisado oportunamente y cerveza con mesero no llega oportunamente. La sed comparte insatisfacción con necesidad de mandato. Hombre ya nervioso intercambia glúteos en asiento de silla tome coca cola. Izquierda y derecha muestran sus poderes. Pero hombre entrado en madurez de buen ver no ha venido a esperar y ser desobedecido; se pone de pie echando fuera breve, imperceptible gruñido. La madurez requiere actitudes sobrias, prácticamente elegantes, y así hombre prácticamente maduro llega a refrigerador de cenaduría carta blanca exquisita. Extrae con un f ino movimiento botella que exuda gotas de agua aroma casi EDUARDO LÓPEZ

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desalojado casi dulzón. Lavanda de la naturaleza. Esa botella fría va bien con la segura espera de mesero cara de lacayo dando inútiles vueltas entre mesas con familias de jefes de familia y necesarias esposas bajo sumisión de hijos insumisos. Joven, dice la voz con extrema delicadeza, ahora apenas con elegancia, pero mesero cara de lacayo es pluma sin pájaro.  Ahí viento es inoperancia, piensa con lentitud hombre entrando en madurez. La orden se ha desdibujado detrás de una sombra picada de viruelas que blande un tímido pincel bajo la blandura de un cielo salitroso. Un tiempo agrio y delgado en donde faunos. Esa voz se diluye en sí misma, en su propia necesidad de voz. La cerveza ya se muestra a la mitad. Es muy pronto. Hombre está acá y la primavera tan lejana. Nada es para siempre, ni esperar. Y la espera del hambre y el acoso necesario del mandar se recubren, son sustituidos con el hálito de familia entrando a cenaduría, otra familia, monarquía sin bufones melancólicos. Boca con cerveza detiene actividad cuando familia nueva con esposo jefe familiar abre el viento en dos para instalarse silenciosamente en mesa vecina de hombre entrando en madurez. Las sillas de las cenadurías son duras por necesidad. Esposo cara de burócrata obediente y pacif ista bicicleta familiar paseo domingos retira silla de tome coca cola y esposa genuf lexa agradece con suma quietud. Monarquía vecina. Hombre entrando en madurez necesita apurar con urgencia trago atorándose en garganta. Mujer hermosa es culpable, ribete de pensamiento. Cliente ya insatisfecho, hombre entrando en madurez desmide el tiempo por desobedecido y coloca lentes bifocales encima de un rizo de espuma que se diluye. Cerveza atorada entra ya en túnel esofágico y mesero rostro de lacayo la carta señor, gracias con movimiento de cabeza y no importa ya una orden de pozole con trozos cabecita de puerco o lo que sea. La oportunidad ya está ahí. Lentes bifocales se concentran en esposa mesa vecina que se acomoda con la quietud de un sepulcro en silla tome coca cola de mesa del costado. Es una f iguración, una mónada desde algún otro renacimiento que ha transgredido límites del tiempo. Y del espacio. ¿Qué hacemos aquí los dos nosotros? Acaso hemos sido alguna vez o seríamos amantes dis-

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traídos que tomaron cada quien lugares y tiempos inconexos? Pregunta la sola pregunta, sin la voz o el pensamiento de hombre entrando en madurez ingurgitando un último trago de cerveza que no le ha permitido pensar como hubiera querido para decir lo que a esas alturas de las cosas ya no pudo. Las palabras f lotando en algún lugar o tiempo expiraron. Mujer genuf lexa es la mismísima Primavera de Boticelli. La memoria se retrotrae, se disloca. Mujer cabellos casi rubios entre viento delicado, halo de un cielo que llega desde ese espectador, o de un cielo apenas irreverente venido desde fuera de otro tiempo. Sí que lo es, seguro, y yo aquí como pendejo, alcanza a decir en silencio hombre, como fuera de ese tiempo y por supuesto en otro espacio, en el de la desobediencia ya con botella vacía esperando mesero rostro de lacayo con orden de pozole trozos de cabecita de puerco o lo que sea alcanza a ingurgitar cerebro de hombre entrando en madurez. Sí que lo es. Eso quiere y la Primavera en este lado, justo a la derecha de esas necesidades, y no ahí tan lejana como la mirada de mujer extraviándose todavía por los huecos de los dos plásticos menú entradas, postres, cervezas y salidas. Hombre entrando en madurez inscribe un aviso en su desesperanza. Esa mujer será libre alguna vez; o lo fue. Ese ha de ser el momento preciso; ese o el que sigue. O el que siempre ha sido.  Aviso de única oportunidad en el extravío de las dos memorias. Esto sólo lo han pensado las palabras hijas de algún deseo insatisfecho, no las de él, sino las palabras por sí mismas. Boticelli ha dejado su aviso: la primavera comienza a mover las sutilezas del mundo. Un mágico pincel elabora los perf iles de una Natura que se bambolea entre el corazón de un bosque y las turgentes pieles de las f lores. El deseo vuelve a la carga, esa boticelliana mujer, la madona, seguro sufre en su soledad en donde no cabe ya más la cordura de burócrata sumiso bicicleta domingo familiar; eso se distingue desde la mesa de junto, en donde hombre con cerveza ya concluida suspira con aire fragmentado. Rostro femenino observa distraído los huecos de cenaduría. Burbujas de manteca y no pelusas de luz cuelgan de ese único cielo. Tal vez mujer en medio de la soledad, es decir sin rasgos propios y pro-

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bablemente. La duda entra en acción, solamente parecido a pintura de Boticelli.  Ahí es casi urgente la presencia de hombre entrando en madurez para acudir al rescate en donde no haya más un cuerpo silencioso de madona en medio de tímidos vientos, huir para encontrar otros espacios. Decir sí, esta es la primavera en donde f lota el viento desde el espíritu de esa cabellera que deja ver el nido de otros pájaros. Tal vez, de nuevo tal vez, y no se sabe si palabras de hombre o palabras autónomas sea posible un rapto de mucha solemnidad entre las sombras de un sueño en donde no haya cenadurías ni familia de mujer Boticcelli, y que sean por necesidad solamente ellos dos, y ni hijos sumisos como ella y con el bártulo partido a la mitad de extraviado de burócrata sumiso bicicleta domingo familiar. Sólo los dos en ese vivo recuadro del italiano y el espectador que ya succiona espuma f inal y otra por favor a la pluma sin pájaro mesero por favor, que le avisé oportunamente. Pero esa pluma sin pájaro ha perdido sus perf iles corporales, en un momento le atiendo, gracias, pero no, que ya estoy atendido. Ni más cerveza, no hay más rostro que el de la mujer. Todo ahí es un silencio que se ahueca en un sordo zumbido de esperanza. Ella me espera desde siempre, ya me ha avisado mi corazón. Sólo ella y yo, sin más rostros que la seguridad asintiendo que el mundo olerá a pan cuando el pan sea más que eso, zumba sangre en cabeza de hombre entrando en madurez. La sangre no se equivoca, por eso es que no hay más rostros en ese mundo denso de lo culinario que el de la madona boticelliana, y tal vez sólo las sombras luminosas de algunas deidades antiguas, oteando en el tiempo. Mujer aviso inoportuno del Olimpo.  Allá afuera la noche se anda escondiendo de las luces. Un breve bucle de luz bufa entre la parte baja de las mesas. Ella seguro es una señora sola, pero ya no más aislamientos y ni miradas perdidas en el hueco del mundo, y ni siquiera viuda desconsolada de sus hijos. Hombre parece optar por el olvido, se acabó, no es verdad, pero afuera de cenaduría el aire desgarra su sábana azul y la hace bufar.  Aire está bufando ayer y vuelan mañana monedas de oro por los huecos de los árboles.  Alguien solloza sus tristezas también mañana y hombre optó mañana por el olvido. ¿En dónde estuve mañana? Hom-

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bre ya def initivamente entrando en madurez opta por aire desgarrando sábana azul inmensa hasta la dureza de sillas en donde dos que no se han mirado de frente atienden silbido poderoso de sábanas azules que se revientan en monedas de oro rodando en noche poderosa desde afuera. Señora ausente atiende senderos de monedas rodando por su pelo que ya hace revuelos de primavera. Y entonces pluma sin pájaro la carta señor qué va a querer, pero no quiere sino sentir que vientos azules resbalan por ojos tristes y así también burócrata obediente pacif ista bicicleta domingo familiar siente desde ayer oportunamente aviso delante de lentes bifocales este silencio, esa lejanía que parece venir de la mesa del costado es alf ilerazo desde dos miradas ausentes y perfectamente desconocidas y ya no quiso nada mañana cuando la sábana azul mostró el pincel de un Boticelli que anduvo ya siempre coloreando espumas de cerveza de algún hombre entrando en madurez retorciéndose dolorosamente y en silencio de una alegría venida desde algún tiempo de zona boscosa en que ni cenadurías y ni mujer primavera y ni las ganas de seguir avisándose oportunamente que estuvo a un tris de la imposible coincidencia. Y ni unos anteojos olvidados salpicados de un azul impetuoso bajo la densidad que el viento desbocado dejara olvidados, ahí, como hojarascas entre la víspera de una incineración y el veneno de la desmemoria.

EDUARDO LÓPEZ

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RICARDO OROZCO


Cuento contado tres veces 1 Siempre he sido precavido, incluso demasiado prudente, al manejar. Pero esta vez sí que tenía motivos para estar distraído, con la mente en otro lugar.  Acababa de estar en el hospital con mi madre, viendo cómo se le iba la vida a grandes tragos: invadida por tubos de uno y otro calibre. Para respirar, un par de delgados tubos por donde f luye invisible el oxígeno. Para comer, si a eso se le llama comer, un tubo por el que caen gotas silenciosas de un suero que de vital no tiene ni siquiera el nombre. Para orinar, una sonda que la invade de bacterias desde hace seis meses. Me pregunté cómo habíamos consentido trasladarla de su casa a la clínica, sabiendo como sabemos que podría no resistirlo, pues aunque parece no darse cuenta ya de nada, en el fondo reconoce el peligro, sabe que no está en su cama (esa cama hospitalaria y ese colchón de agua con el que intentamos mitigar las dolorosas consecuencias de su inmovilidad forzada), pero sobre todo, sabe que no tiene cerca a sus hijos, no importa que ya no parezca relacionar los nombres pero sí las voces, sí los gestos, sí el tacto de las manos que acarician sus brazos casi huesos, casi sólo piel, los dedos que recorren esa su cara tan fatigada, esa frente por la que pasan los recuerdos como sombras entre las cejas f inísimas dibujadas en el pergamino de la piel como señales en un mapa. No está sola pero está más sola que nunca: sólo espera.  Alguien que la cubra con un manto tibio, alguien que la abrace sin estrujarla, alguien que refresque sus labios secos, alguien que descifre esos ronquidos o estertores que simulan palabras, alguien que le diga “no te vayas, valor, vuelve a la vida”, aun sabiendo que es inútil y que probablemente lo único que desea, si todavía puede desear, es dormir, soñar tal vez. Si alguien asegura que la muerte no les duele a los que mueren sino a los que seguimos vivos, que vaya allí, a ese cuarto de hospital, que palpe de cerca su dolor insondable y entonces hable. 41


2 En eso pensaba cuando se le atravesó aquel bulto, al principio sólo un bulto, y se vio obligado a despertar súbitamente de su ensimismamiento, apretar el pie derecho hasta el fondo del freno, y en instantes imprecar, implorar, ahogar un feroz aullido que viene de la garganta. Cuando pudo reaccionar, trató de orillar el vehículo, intentó volver en sí, recuperar el aliento. Batalló unos segundos para dejar de temblar, para controlar la repentina taquicardia, para comenzar a respirar como si fuera un recién nacido al que obligan mediante una certera nalgada a abrir sus pulmones a un aire nuevo, fuera del útero. Contó hasta diez mientras inspiraba, reteniendo ya conscientemente el aire en sus pulmones; lo hizo tres, cuatro, cinco veces.  Al f in, descendió del vehículo. Le pareció un poco extraño que no se detuvieran los pocos autos que habían pasado por ahí después del frenazo. Era miércoles, pasaba de las tres de la madrugada, quizá por ello. El bulto contra el que se había impactado estaba allí, a veinte metros del auto. Conforme se acercaba fue percibiendo los detalles. Era una mujer, sin duda. Se agachó todavía tembloroso para ver aquel rostro. Descubrió la cara de la muerte.  Aquella mujer estaba muerta, sin duda ninguna. Era una mujer vieja, una anciana que podría tener la edad de su madre. Miró por unos segundos la cara de la muerta, con sus ojos abiertos a la noche. Retiró la mano que había adelantado para cerrar aquellos ojos y de pronto sintió como si un resorte lo jalara desde la espalda. Retrocedió a grandes pasos. Subió al vehículo, que había dejado encendido, y arrancó. La noche de junio, seca, calurosa, se tragó la luz de los faros.

3 Iba pensando en ella y todo era como un mal sueño, una pesadilla de las que no terminan nunca.  Al llegar a casa me entretuve un rato en la cochera mientras revisaba cuidadosamente el coche. Ni una señal de nada, parecía que hubiera regresado de las más plácidas vacaciones, ni 42

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siquiera se notaba el polvo del camino. Todo ha sido producto del miedo, puras imaginaciones mías, pensaba en tanto que me tomé el pulso para corroborar que era normal y que mi respiración estaba bajo control. Subí a la recámara tratando de no hacer ruido para no despertar a mi mujer. Sin embargo, cuando abrí la puerta se produjo un ruido fugaz, mínimo, que la puso sobre aviso de mi regreso. Me preguntó por mi madre. La tranquilicé con una respuesta anodina. Fui al baño. Revisé largamente mi cara en el espejo: no encontré signos de nada, mi cara estaba tan limpia como el auto, ajena a la pesadilla, incluso no me pareció que tuviera marcas del cansancio que me aquejaba en las últimas semanas, desde que mamá se había puesto en trance de muerte. Me acosté silenciosamente, deslizándome bajo la sábana como una anguila. Pensaba que podría dormirme, tal vez soñar. Pero fue imposible. La mañana comenzó como todas. Me bañé, me rasuré, me vestí con parsimonia, preparé un licuado de frutas al que añadí una cucharada de polen. Tragué dos analgésicos contra la migraña con un vaso de agua. Subí a despedirme de mi mujer: deposité un beso frío en su mejilla, tomé las llaves y salí de casa.  Antes de llegar a la of icina, sentí un raro impulso de comprar los diarios. Nunca lo hago, algunas veces hojeo los que ponen en la sala de espera a disposición del público que cumple largas horas de antesala. Pero algo me impulsó a buscar en los tres periódicos la sección policiaca.  Allí, en los tres, encontré la noticia. La redacción era idéntica, palabra por palabra. Todo indica que soy el autor de ese relato contado tres veces del mismo modo, con esa sintaxis desquiciada que me caracteriza, con las mismas leves imprecisiones y las mínimas mentiras que sólo yo reconocería. Entonces, como en las narraciones clásicas del género, debo admitirlo: yo soy el asesino, nadie más.

RIC ARDO OROZCO

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CARLOS REYES SAHAGÚN


Rozar las inmediaciones de la eternidad (fragmento)

¿Qué era la eternidad que regresaba con obsesiva regularidad, como si se tratara de una enfermedad destinada a permanecer por siempre en mis entrañas? ¿Era esa inmensidad vacía, inacabable y oscura entre las estrellas, que sugirió a Héctor la frase? ¿El momento excepcional; en verdad rarísimo, en el que quien sabe mediante qué artif icios alcanzamos por un instante la identidad entre nuestros sentimientos, ideas y sueños, y llegamos a ser como nos sentimos; como nos pensamos, sólo para, un momento después, volver a ser los mismos seres grises, comunes y corrientes de siempre? ¿Qué diablos era la maldita eternidad? ¿Una medida de tiempo, de intensidad? ¿La belleza que las palabras no alcanzaban a nombrar, y de la que probablemente era mejor huir? Quizá no fuera otra cosa que la quimera que habíamos inventado como sucedáneo de lo que nunca seríamos ni alcanzaríamos; un antídoto contra la muerte, tan triste como inef icaz. Un artilugio creado para mitigar el dolor de la distancia que existía entre nuestros sueños y nuestras vidas, como la religión, o tal vez una mentira piadosa para amortiguar la desaparición f inal que nos esperaba. Tal vez fuera sólo otra manera, por demás tortuosa, de preguntarse por la belleza o el amor, el esfuerzo inútil por atrapar un poco de humo entre las manos. ¿Qué era? A lo mejor Samuel tenía razón, y la eternidad no era otra cosa que lo que hay entre el vientre de una mujer y sus piernas. Pero, ¿qué pasaba si esa mujer no era amada, o si perdía su belleza? ¿Qué rayos pasaría entonces?

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La noche que Héctor y Lorena, y Amanda y yo nos reunimos a ver fotografías de su viaje europeo, mientras las mujeres iban a la cocina a ultimar los preparativos de la cena, Héctor me platicó algo que me conmovió. Lo hizo casi a escondidas, recordando que cuando lo comentó con Lorena ésta se molestó. –En Sevilla fuimos al Alcázar, que es un palacio real compuesto por una serie de murallas, patios, salones y jardines construidos por musulmanes y españoles, con poco más de mil años de antigüedad. ¡Cada generación le había agregado algo! ¿Te imaginas? Dentro hay una serie de construcciones que llaman el Palacio Mudéjar, edif icadas por musulmanes.  Ahí está el Patio de las doncellas. –Patio de las doncellas… –repetí. – ¡Qué nombre más hermoso!, ¿no? –Sí. –Hacía un calorón infernal, de veras. Era mediodía de mediados de junio y el Sol apretaba en serio, y ahí íbamos Lorena y yo, a mata caballo, porque hay tanto que ver; tanto, y tan poco tiempo. Fuimos recorriendo los salones, deteniéndonos aquí y allá para la foto, y entonces entramos en ese lugar. La impresión fue abrumadora… De entrada porque estaba muy fresco, muy agradable. ¿Te das cuenta? Era como si el palacio nos obsequiara con ese clima tan propicio para que pudiéramos contemplar sus maravillas en paz; concentrarnos en ellas sin que nada nos distrajera. ¿Cómo era posible pasar del calor a la frescura así, sin más ni más; casi sin transición? No lo sé, pero aquello era un prodigio, en verdad.  Además el patio estaba relativamente solo y silencioso. No había las aglomeraciones ruidosas de turistas, de tal manera que el lugar, con su arquitectura impresionante, nos invitaba al silencio; a la contemplación. Pero no creas que era el silencio que te impone algo que temes; el miedo, no. Era más bien el silencio maravillado ante una obra portentosa. No te imaginas qué belleza; qué maravilla. No era una construcción que tuviera una función defensiva, o que hubiera sido creada para demostrar poder, no. Era como si hubiera sido creada para el solaz de alguien. Como si de siglos atrás sus constructores nos

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dijeran: mira, el paraíso existe, estás en él… Nunca he visto nada igual, o tal vez fuera que me sentía exhausto, con el cansancio de los días acumulado en las piernas; y de pronto, al entrar ahí, me invadió una deliciosa sensación de descanso, de paz. –La eternidad… –¡Sí, la eternidad! El sentimiento de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, exactamente donde quería estar; todo perfecto… Ahí sentí la presencia grandiosa y solemne de la historia, la emoción de personas de hace 800 años, comunicada a personas de hoy, a través de esa magníf ica construcción, que no era otra cosa que un puente hacia otro tiempo, lejano y perdido.  Aquello era, para decirlo pronto, un rincón cerca del cielo. Pensar esto me perturbó profundamente, porque, ¿qué había más allá? ¿Qué más había, además del exquisito labrado de las paredes y los arcos y las columnas; del agua en el estanque; del silencio y la frescura; los arbustos con ese aroma tan evocador de Europa? Nada; no había nada más. Sólo la piedra, la argamasa, el estuco, las especies vegetales y el agua; eso era todo.  Aquello era una belleza que recordaba el paraíso, pero sólo eso: un recuerdo, una evocación, porque a pesar de todo, de tanta maravilla, resultaba efímero y frágil. En verdad algo terrible. Podía rascar las paredes, sólo para encontrar qué se yo qué material de construcción convertido en polvo. Polvo para barrer y echar a la basura, ¿te das cuenta? –Sí –contesté, comenzando a asustarme. –Pero luego sucedió otra cosa, en París… Todos tenemos una idea de París, ¿no? La Venus de Milo en el Louvre; Nuestra Señora de París, la Torre Eiffel, y todas esas cosas, pero… ¡Rayos! No sé cómo explicarlo... Unos piensan en una playa de arena f ina y aguas tranquilas, a la sombra de las palmeras, y la asumen como su idea del paraíso.Yo imaginé París, brumosa, pálida, las ramas de sus árboles desprovistas de hojas. No sé; algo así. Quizá se tratara de una imagen forjada en la niñez, vista en alguna revista, alguna película, que entonces hubiera quedado sepultada en el fondo de mi memoria, hasta ese día… Curiosamente la mía no era el París monumental de la explanada de la Torre Eiffel, Trocadero,

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la ribera del Sena, los Campos Eliseos, y todo eso, sino otra cosa… Algo diferente; algo, digamos, más íntimo y acogedor: una callecita empedrada, angosta y sinuosa, limitada por altos edif icios de piedra con sus techos abombados, y en la esquina un cafecito con sus mesas en la banqueta, cubiertas con manteles en rojo y blanco. Es tan tonto… Tan cinematográf ico –dijo como si creyera que yo pensaba que aquello era ridículo; cursi. –No, no. Me interesa, sigue. –El hecho es que andábamos en el Barrio Latino, y de pronto ahí estaba la calle, tal cual. ¿Te das cuenta? Se nos apareció a boca de jarro, o más bien se me apareció, porque Lorena ni en cuenta. Era mi imagen de París, lo que yo imaginaba como el paraíso –dijo mostrándome la fotografía de su lugar paradisiaco–. Pero, ¿sabes qué pasó? Que estábamos hartos… Y distanciados. Era el último día antes de regresar a México y estábamos terriblemente cansados. Habíamos tenido una discusión porque perdí unos boletos del metro, y estábamos enojados.  Además yo tenía unas ganas terribles de ir al baño, y ahí estaba la calle de mis sueños, una imagen que en algo había contribuido a la formación de mi sensibilidad.  Ahí estaba, al alcance de mis ojos; de mis manos, y sin embargo no pude disfrutarla; hacerla mía, por como me sentía. La experiencia fue traumática, porque me hacía tomar conciencia de la fragilidad de la vida, de los sueños que nos animan, de lo lejos que estamos de alcanzar lo que queremos; lo que esperamos. Mientras Héctor me contaba de ese mundo maravilloso, fui contemplando las fotografías. En algunas Lorena y él aparecían serios, seguramente impactados por el lugar; en otras sonreían o se mostraban relajados, disfrutando de esos sitios de ensueño. Yo observaba las imágenes mientras él hablaba, hasta que algo en su entonación me hizo voltear a verlo; una especie de titubeo en su relato, como si de pronto se le fuera a quebrar la voz, o le faltara el aire. Lo miré y vi que sus ojos estaban suavemente iluminados por las lágrimas.

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–Hay cosas que son tan hermosas… Que te hacen llorar –dijo a manera de una disculpa que más bien era explicación, y que yo no había solicitado. Luego agregó–; cosas tan hermosas que te dejan el sentimiento de que falta algo. ¡Siempre falta algo…! Lo dijo con toda naturalidad, sin afectación o cursilería. En cambio yo me sentí un tanto incómodo, avergonzado de ser testigo de semejante gesto de intimidad, y sin embargo le sostuve la mirada. Contrariamente a lo que ocurre en las novelas o en el cine, no hubo campana que me salvara del trance: ni las señoras nos llamaron a cenar, ni el mundo se hundió sobre sí mismo.  Así que nos quedamos así, mirándonos en silencio un instante, tratando yo de recordar algo que hubiera sido lo suf icientemente hermoso, o doloroso, como para hacerme llorar, hasta que no pude más y bajé los ojos para seguir viendo sus espléndidas fotografías, rompiendo la magia con alguna pregunta intrascendente que él contestó, recuperándose. Quién sabe qué ideas habían pasado por su mente en ese momento, que sentimientos; cosas no forzosamente relacionadas con su experiencia en el Alcázar de Sevilla; cosas íntimas que dolían, y que el Patio de las doncellas y la callecita de París evocaban; quizá el hambre siempre insatisfecha de eternidad. Quién sabe. Nada más de verlo así comprendí por qué Lorena se había molestado cuando le comentó estas cosas… Su esposa era una mujer pragmática, que no se complicaba mayor cosa la vida, y que nada más por eso era más inteligente que él; nada más por eso. En cambio Héctor era… Nosotros éramos, somos, unos idiotas, preguntándonos siempre qué es más valioso, si ser libres, o ser felices. Le damos vueltas a este y otros asuntos porque asumimos que esta ref lexión, esta conciencia, es la que le da a la vida su auténtico valor, el cáliz a veces amargo que invariablemente debemos beber para honrar nuestra condición humana. Sólo para sufrir con el sentimiento de que la vida está en otra parte… Como estúpidos masoquistas, nos regodeamos con la idea de ver el abismo a los ojos, una y otra vez, luchando por soportar el vértigo

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del vacío; manteniendo el equilibrio, apenas, para no caer con todo el desgaste; el consumo inútil de energía que este ejercicio trae consigo. Para Lorena, luego de años de convivencia con Héctor, ya no sólo no le llamaban la atención sus frases, tan incomprensibles como ingeniosas, sino que había terminado por considerarlas sospechosas, impropias para la correcta educación de sus hijos y su estabilidad emocional, como aquella de ¿qué pref ieres, ser libre o ser feliz?, o su intención; casi necesidad, de rasguñar el bies del paraíso, que era pariente de rozar las inmediaciones de la eternidad… ¿Sería eso lo que se le negó en París, en Sevilla? ¿Qué rayos signif icaría eso de las cosas que son tan hermosas que te dejan el sentimiento de que falta algo? ¿Cómo puede ser eso?

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ANTONIO A. GUERRERO


Aves de estación/Sueños del anhelo {private}

De la magia del momento nace la reunión colectiva, y el júbilo brota libre y al vuelo envolviendo las palabras. Es cuando la vida se da a los sentidos, invisible y dulzona, cubriendo los rostros de borrasca y polvo. Los rayos solares bañan la tarde, y nos aventuramos por calles de tránsito fugaz y de recuerdo: compás sin espera es el atardecer, sueños del anhelo que nos cobijan. El mundo, envuelto en su sortilegio de misterio, nos amanece en cualquier imprevisible instante, justo cuando nuestros pasos nos llevan al encuentro y éste se convierte en excursión que nos camina por Chapa de Mota y La Colmena envueltos de ocio. Con el rabillo del ojo miro las sombras que, como en un ayer de escarcha, descansan las sonrisas juveniles. El viaje da reposo a nuestro andar de interrogantes. Aves de estación, tránsfugas soñadores rolando la aventura de ser joven, volando una emoción hoy compartida que a ratos es silencio: meditación, visiones, complacencia. Allá a lo lejos se divisa una hilera de árboles frondosos que el viento mece suavemente y qué decir de las nubes al levantar la vista: veo en ellas la foto de Coacalco y sus cultivos de alfalfa, colgada de una pared carcomida por el musgo del tiempo. Hacemos un alto y nos proveemos de cerveza. Se escucha “Escalera al cielo” de Led Zeppelin. Pienso: es tan grande la felicidad que vaga ahora en el vacío de la imagen, que me da calcios. Les platico lo que vi y sentí: aprecia un instante el pasado y después déjalo volar, me dicen, la onda es vivir el presente, es palpar y olvidarse; caminemos que ya falta poco para llegar al sitio de descanso.  Ahora pienso en ti, prima, y el rostro de tu ausencia lo tomo entre mis manos. Carajo: con la tristeza por tu abrupto adiós. Carajo: la tarde es tan tierna, tan cercana, que las imágenes no dejan de f luir y revolotear 52

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por los cabellos (como los mosquitos). Carajo: tu voz es mi caminar, tu ausencia un encuentro, tus manos la nada... El camino es de polvo y éste nos saca del ensimismamiento colectivo:  Vamos para allá, para la Estación Cerritos, vamos a montar a caballo. Y vuelven las palabras: el paseo se deja abrazar por las bromas y los cantos, por las palmadas en la espalda, por la amistad que comparte el atún, la fruta, la torta improvisada. Y de pronto ríes, porque la vida en su ir y venir da para ti, o sea también para nosotros. Deep Purple: descansamos oyendo un rock vibrante y explosivo. La pandilla habla:  Y si vamos hasta Ixhuatlancillo para ponernos místicos, y si mejor jugamos una cáscara de futbol, y si tal vez en la tienda de campaña armamos una partida de dominó o ajedrez... bueno, bueno, ya veremos... Los arrecifes brillan iluminados por una luz generosa que los cubre de oro. Centellean tus palabras y corro a subirme a las palmeras con la intención de contemplar el mar: ¡vamos, despejemos la bruma! El viento juega con las prendas y arrastra los cuerpos por una playa sin color ni espacio. Chachalacas: veleros, pelícanos, brisa sentimental, luego jubilosa: la calma depende del clima. Tempestad. Incertidumbre. Huracanes que son un acertijo de segundos. Después cielo raso, sin polvo ni memoria. Estoy aquí contigo. No es cierto: estoy con ellas y ellos. Desolación: soy un tonto aferrado. El agua tibia y el sol quemante me envuelven, me refrescan, me inf lan de aliento.  Vamos por las chelas y los pescados fritos. Tuxpan: aquí los pescadores y los turistas y las muchachas bonitas y los barcos petroleros: aquí nosotros. Las imágenes se borran, el mar se diluye y emigramos. Al acecho de la sombra las palabras vuelven: –¿A ti qué se te ocurre de volón? –Yo duermo en los ghettos internos de la melancolía y los sueños del barrio los incendio con las sonrisas inocentes de los hippies de Ashbury y el Golden Gate Park, tan sólo por escuchar la voz blusera del Muddy Waters, o sea también: rolar por California y de paso borrar con una goma de lápiz las patrullas fronterizas, darle la mano a los indocumentados y desearles buena suerte.

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– ¿Y tú, ése? –Yo me pachequeo de diez en vez y me clavo con el rock, ya sabes, luego la chamba a ratos, cuando hay, cuando me late esa onda, más rock, mas quetos, unas chelas, el rol con la morra, los cuates. – ¿Y, usté? –Yo iguanas ranas. –Oye, ¿y tú? –Nel, pos yo le ayudo a mi jefa y le doy a la escuela, salgo con mi chavo y el sabadín vamos a buscar un reventón por la colonia, a soltar la greña con música del trópico. Y pos yo esta onda y pos aquél aquella vibra. Luego las palabras se esfuman y los ojos hechos fuego contemplan el atardecer casi sin pestañear, mientras el cigarrillo va girando de a toque y rol. Pie de la Cuesta: las miradas corren tras las cortinas del intenso naranja que se levanta junto a la raya que en el horizonte dibuja el mar. ¡Viva la anarquía! ¡Viva el rock and roll! ¡La música que da f ibras a la vida! ¿Y eso por qué salió, maestro? Mejor ponte un buen disco.  Al minuto se oye a Nina Hagen y a la media hora su tocaya Nina Simone. Se arma la tienda de campaña, toca ahora Grateful Dead. No gracias, mejor me quedo a leer una novela. El tiempo se estaciona en las hamacas de Acapulco, o camina por la playa o va de compras o busca el ligue o se duerme o se emborracha. Tiempo de jazz: los instrumentos musicales se escurren por la piel de los escuchas. Kerouak: Dean y Sal, entusiasmados, se sientan en la primera f ila del café. El calor es sofocante. Los borrachos, indiferentes, persiguen estrellas nocturnas que les ahuyenten el bostezo. Jim Morrison tira un cigarrillo en el piso. La chava aquella le silba y lo llama pero él no la escucha: está con las puertas. Vuelta a Kerouak: al ritmo de un sax y una trompeta, Sal y Dean y Marilou se montan en un coche a perseguir la fuga del sueño de los americanos rebeldes. On the road: la hierba y los neumáticos y la carretera los empujan y éstos eufóricos y complacidos platican de Lester Young y de Charly Parker. “¿Vais a algún lado o simplemente vais?”. Y así eran las cosas: “EN CUALQUIER

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CASO lo estamos pasando bien, ¿verdad?”. Cambio de hoja y miro: escena del contraste: niños azucarados chapotean en la piscina del juego. No se atreven a tocar el mar. Veo a la banda que construye castillos de arena medio chuecos, me aferro a la novela: cabelleras largas, resplandor, sueños caleidoscópicos, llave de la furia, espejo místico, vigilia hipnótica: el vació apuñala con garabatos la inocencia, y los viajeros milagrosos en su frenesí buscan la perla, la nada, todo, en el ahora, bajo un cielo multicolor y una poesía de mariposas. La historia es un cuentopluma: fragmentos de vida, aroma de limón, sal, treguas fantásticas que dan con el origen y te bañan el presente de agua de mar y arena: muy bien. Deslumbrantes sonrisas. Mochilas en la espalda: la palabra también es un viajero milagroso que llega y se va, que llega y se va.

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ARMANDO QUIROZ BENÍTEZ


Retrato en manchas

Mi perro se llama Bruno pero él no lo sabe. Su pelaje blanco, granizado de manchas negras, el cuerpo de gimnasio y el abultamiento craneano de la nuca, le conf ieren un linaje de dálmata genuino. La cara moteada y dos grandes parches oscuros alrededor de sus ojos lo hacen parecer una calaverita cándida y perruna. Vuelca sus diez meses de cachorro en una agitación constante, en un ir y venir de mordisqueadas a todo lo que encuentra; clava sus colmillos, agudos como espinas de rosal, en las patas de las sillas, en el paño del sofá, en el control remoto de la televisión o en el lápiz tirado en el piso del estudio. A veces, cuando le hablo, se desentiende con ojos esquivos y como si a propósito me ignorara, aplica sus atributos de sabueso, olfatea hondamente la hierba del jardín para dejar luego, en un instante, sus marcas urinarias, entonces voltea con ojos de misión cumplida y viene hacia mí para lamer mis manos. Además de sus ladridos de escándalo y la mirada juguetona, al igual que todos los perros, también tiene como idioma los movimientos de la cola: arqueada hacia abajo y oscilándola de un lado a otro, signif ica alegría por la comida; recta en diagonal como antena de automóvil es expresión de alerta; curvada hacia su espalda, cual si fuera un escorpión, es muestra de un bullicio festivo de niño jubiloso; no así cuando la mete entre las patas traseras para declarar el miedo, la vergüenza o de plano la sumisión ante el poder categórico de mi regaño. Bruno entra y sale de la casa con aires de señor. Cruza la sala con paso suave de cola y cabeza levantadas, de uñas rascando con ritmo y donaire el vitropiso. Cuando se da cuenta que las palomas hurtan sus croquetas, aventura un trotecillo veloz, elegante, casi equino hasta

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el jardín, y las espanta con un ladrido de advertencia, luego regresa triunfante a la sala y se enseñorea ahora con un gruñido de ajetreo que deriva en la media siesta en el sofá. Por las tardes lo saco a pasear. Si me ve buscando la bolsita para las heces, intuye la salida y se pone a saltar como niño; al verme tomar su pechera, juguetea y retoza, entonces rasca la puerta y voltea hacia mí como preguntando, desde el fondo irracional de su mirada, si tanta alegría no será mentira. Al ganar la calle, sujetado por la cadena, exige parar en cada trecho para olfatear y verter orín donde considera necesario. Cuando llegamos al crena y le suelto la atadura eslabonada, refriega el pasto con las patas traseras como toro dispuesto a la embestida, arranca en un furor de libertad que lo lleva y lo regresa para meterse entre los setos, echa las orejas hacia atrás y vuelve a arrancar su carrera de blancura y manchas negras, agitando la sábana violeta que las jacarandas desdoblan en la Explanada de las Generaciones. Retoza como si fuera un potrillo, va y viene en una locura de alborozo, se tira en el verde y se restriega de un lado a otro, se desliza de espaldas con euforia y luego se reincorpora con una sacudida gradual y vigorosa que comienza en las orejas y termina en la punta de la cola. Poco después, en una rutina espontánea, busca con esmero algún lugar para sentarse, para quedarse quieto y evacuar el vientre al tiempo que voltea sus ojos llorosos hacia otro lado, como si le diera pena ser visto en esa contingencia. Termina, y mientras él vuelve a su jugueteo, olvidado ya de su reciente gracia, yo tomo la bolsita, respiro hondo y me acerco al sitio exacto para recoger la tibieza fecal de sus desechos. Él no sabe que se llama Bruno, por eso no se da por aludido cuando le grito para que suelte cualquier objeto que mastica como si estuviera hambriento. Come corcholatas, envases de plástico, servilletas, bolígrafos, alambres, incluso croquetas con pechuga desmenuzada; no le importa si es un hueso o una lata de aluminio, un pedazo de ladrillo o una concha marina, él simplemente lo degusta y lo traga como si fuera comestible.

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Si yo hiciera relación de sus andanzas como gourmet no podría dejar de mencionar la ocasión en que, en una sola noche, redujo a carnaza unos zapatos de ochocientos pesos, o cuando engulló en pequeños trozos el cepillo dental de mi mujer, o aquel día de inf luenza en que tragó sin saborearlo, un cubrebocas que casi le cuesta su dálmata existencia. Si él supiera cómo se llama tal vez sería mejor mascota. Pero como no sabe que su nombre es Bruno, lo más probable es que se sienta anónimo, ignorado… Es un perro modesto que no puede aspirar a ser como Laika, la perrita rusa del Sputnik II o como Lassie, la estrella cinematográf ica de los norteamericanos… tampoco podría ser uno de los protagonistas del “Coloquio de los perros” escrito por Cervantes y mucho menos, uno de los perros de Tíndalos en el universo lovecraftiano. En realidad, lo más que ha podido, sin quererlo y sin imaginarlo siquiera, es imitar a la gran Esf inge de Egipto cuando toma el sol en la cochera o cuando me espera inmóvil y expectante al pie de la escalera, con la esperanza de que lo saque al paseo cotidiano. En ocasiones ladra a la nada, a las mariposas que revuelan junto a su nariz, a los niños que pasan por la casa o a la sombra de alguna rama movida por el viento. Cuando duerme en su cojín, apacible y cándido como si fuera un niño, parece el ángel de los perros echado sobre una nube. Pero no siempre es un perro simpático. Cuando algo lo sulfura gruñe con coraje hasta pasar de su categoría de mascota a la de bestia. Sus ojos dejan de ser candorosos y se convierten en cristales de rabia, los colmillos en f ilos de amenaza irracional y su complexión en la de un bruto iracundo al punto del ataque.  Así sucedió hace dos horas, cuando a la intención de una caricia, desgarró con sus astillas caninas, piel y tendón en el antebrazo del mayor de mis hijos. Ahora toma la siesta en el jardín de la casa. Lo veo dormitar y pienso que se sueña corriendo por los prados sin mortif icación alguna. Parece no preocuparse por el escenario de llanto y sobresalto que dejó su dentellada, mucho menos por ignorar su nombre, pues como

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dije en un principio, él no sabe que se llama Bruno y con toda probabilidad jamás lo sabrá, no porque se tenga qué morir antes de conocer su nombre, sino porque es un perro totalmente sordo, tanto o más sordo quizá, que esta piedra de río con la que ahorita voy a golpear, hasta que reviente, su elegante cabeza de dálmata genuino.

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ELÍAS RUVALCABA MÁRQUEZ


Las horas del Mundo o Tanila (fragmento)

Mis padres aseguraban que uno sólo muere de veras cuando los demás nos olvidan para siempre.  Antes no. Estará muerta la carne pero nuestras imágenes andan rondando por el mundo como alma en pena. Y es que los recuerdos son igual que visiones o aparecidos, ambos vagan incesantes al no haber encontrado el descanso f inal. El olvido es la oscura fosa común a donde van a parar tarde o temprano los recuerdos muertos. El olvido es un ser tan desmemoriado que un día se olvidó hasta de su propio cerebro y desde entonces no recuerda dónde lo dejó perdido; por eso aseguran que el olvido no tiene memoria al extraviar su cabeza. Sin embargo, es curioso: no resulta conveniente andarle pidiendo favores desesperados; luego se olvida de cumplir sus promesas y uno rememora con más f ijación. Por tal causa, existen cosas eternas en esta vida y son precisamente aquellas que el olvido se olvidó de olvidarlas…

El Día del Juicio todos los muertos nos habremos levantado de las sepulturas… Resucitando, recorreremos por la memoria de nuestras vidas y vamos a rendir cuentas de cada pecado cometido. Dicen los decires, que Dios estará en su trono celestial con un libro en la diestra en donde tiene nuestras obras anotadas. Después no habrá memoria de nada ni de nadie.

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Al f in y al cabo la muerte no es otra cosa que cenizas de olvido… Por eso cuando te mueres andas un tiempo penando por la tierra: desandando y recogiendo una por una las pisadas que diste a lo largo de tu vida hasta formar buen quimil con todas juntas, antes que se borren las huellas que dejaste por el polvo del tiempo y el paso de los años. Dicen que la vida está hecha de tierra en todas partes, pero esa lo que sea, la tierra no es la misma en todos lados. Hay tierras como gentes: buenas y malas. Viéndolo con ojo de fe, yo sí creo que fuimos hechos de barro y en verdad somos polvo y en polvo nos convertiremos. Por eso los humanos no somos más que un terrón de carne. En la muerte se vive de otra forma. Nada más no sientes ni el tiempo ni el calor ni el frío ni nada que te duela… Sin embargo, de que se vive se vive; por algo dicen que la muerte es la otra vida, o también que pasa a mejor vida cuando te mueres. Y si los difuntos se quejan no es por el dolor de carne. Sólo están sufriendo de arrepentimiento. La voz de los aparecidos es muy triste y doliente, como un largo quejumbre… No sé si me entiendas… Por eso mucha gente se asusta cuando le hablan de los muertos. Todos los fenecidos deben volver tarde o temprano para purgar sus culpas o cumplir con alguna manda de pendiente. Porque las ánimas en pena han de platicar con alguien para ayudarse con el peso que llevan encima. Yo lo único que pido es el descanso de todos mis pesares… Y es que en mi vivir todo fue cosa de puros trabajos. No obstante, a veces uno se vuelve viejo y se muere de plano al no quedarle otra cosa más por hacer en esta vida; sobre todo, cuando las ilusiones se marchitan y secas se convierten en polvo… F inalmente, los recuerdos van dejando sus huellas con el andar de los años… Por eso mismo te pido que recordemos paso a paso toda mi larga vida para ayudarme con la carga que signif ican los recuerdos, pues a veces pesan más de la cuenta…

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Yo vi la luz primera en El Llano de Aguascalientes. Las tierras eran malas y el campo se ponía muy seco llenándose de cuarteaduras, como si fueran enormes bocas abriéndose desesperadas para tragarnos lo antes posible y mitigar su sed con el juego de nuestras vidas. Af irmaba la gente que la tierra estaba seca y sedienta y a propósito nos hacía trabajar de oquis para poder chuparnos el sudor y con él remojarse tan siquiera los labios… Y así lo creo. Luego a las personas y a los animales se nos volvía el cuero como si lo tuviéramos curtido. Una piel que no sudaba y un corazón al cual no le salía una lágrima nunca. Porque ¡ay de aquel que se pusiera a gastar su llanto en balde! Entonces se le escapaba la vida fácilmente… En esta tierra de penurias vine al mundo hace varios ayeres. ¿Me preguntas que cuándo nací? La verdad no recuerdo exactamente la fecha. Mi mamá af irmaba que había elotes cuando llegué a este valle de lágrimas… Hasta ahí me contó porque nada más eso pudo recordar. Ha de haber sido en el tiempo de aguas, cuando sobre la tierra todo se convierte en verde y a la vida le salen retoños por cualquier parte… Es poco lo que me contaba de mi niñez.  A mi madre, la edad le fue destiñendo la memoria; al último sus recuerdos se decoloraron igual que trapos por el efecto de los soles. Y es que la pobre de mi mamá no sabía leer ni escribir. Nunca procuraron mandarla a la escuela. En ese tiempo era temerario ir a las aulas públicas, porque dizque ahí enseñaban a no creer en la santísima Iglesia y de paso los encarrilaban con el demonio. Negras cosas se rumoraban por aquellos días. También acerca de los castigos impuestos; ya los paraban descalzos en los hormigueros, ya los achirroneaban con una soga húmeda; o qué decirte de las orejas de burro que les ponían para dejárselas hasta el f inal y peor les iba al querer cortárselas: luego se desangraban de plano. Según dichos, es por eso que los jumentos rebuznan tan lastimosamente Se trataba de un escolar duro para aprender las vocales del

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letrario y como castigo les pusieron orejas de borrico, convirtiéndolo además en aquel animal por tonto. De ese triste acontecimiento ha de hacer mucho.Yo pienso que en tiempos de mi abuela Majenta. Era quien nos lo platicaba seguido. Pero yo como tampoco sé leer, no entiendo. Se dice que de entonces a la fecha los asnos palabreaban las dichosas vocales en su rebuzno. ¡Alabado sea Dios Nuestro Señor! En buena hora no fui a la escuela.  Así, de perdida, no entiendo. Pero te aseguro que los burros rebuznan como si se echaran una carcajada terminada en llanto.

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BENJAMÍN VALDIVIA


La loca de amor (fragmento)

[...] Sin embargo, los grandes amores no son siempre largos romances que se f incan sobre el engaño de las familias montescas o a la sombra de la iniquidad. Porque al terminar las campanadas de las siete –que usaron para ello un tiempo inf inito– la mudez de los asombros se detuvo y dejó lugar a elocuentes pensamientos y miradas. No hubo saludos ni cortesías. Numa Fernández, transferido a las cumbres de la necesidad histórica de que sus acontecimientos vitales sucediesen sin más dilación (y de ahí la premura mundial reconcentrada en la atmósfera y aspirada por ella), entró a la casa, cerró tras de sí la puerta, siguió hasta el comedor de la casa. Ella, en silencio, como escuchando los pensamientos de él, como dejando f luir un manantial de esperas que borbotoneaba salpicaduras de estrellas f ijas o fugaces, lo siguió hasta el comedor. Se miraron. Y, para empezar a dilatar el tiempo, para detener la premura, para longitudinar las elocuciones de la densidad corpórea de la noche que ya atisbaba por el patio y dejaba posar sus patas sigilosas sobre las azoteas, Numa Fernández dijo las únicas palabras del templo. –Necesitamos tener un hijo. Ella no replicó, no preguntó, no inquirió siquiera si lo que sucedía era terrestre, sólido, “real”. No desenmascaró la atmósfera de astros que le recrudecía los anhelos en el cerebro y en las orillas de la memoria exaltada a los mundos platónicos. O más allá, a ese sitio que para los habitantes de los mundos platónicos es su cielo. Él se encaminó como diciendo esas palabras resonantes que presiden lo sacro y con el introibo ad altare dei avanza en la penumbra, llega a una recámara, que había esperado en sueños su presencia viril y su aplomo apasionado. Entra en la penumbra de la recámara que al centro de la pirámide del silencio lo 67


esperaba. Ella siguió los pasos de él como en los sueños primordiales del paradiso expatriado. Eran los héroes de la noche, sediciosos en asonada tras el fuego, sedientos de lumbre intensa, de fuego que no quema. Hambrientos de esa luz que Goethe pedía más al escapársele la vida. Trastabilleaba lo sólido, la vida se ensanchaba y ante los f ilamentos f inales de la tarde, ya entreverados de sombra, el cuerpo separado se reunió. Una sola f igura de dos sexos, con dos alas, con dos coronas, con un solo destino, con un vuelo secular que empezaba a revivir las incandescencias olvidadas del amor, sacando al fénix del amor humano de entre las ascuas del deseo, Numa inició el ritual de la entrada al cielo. Desnudó la verdad morena de la juventud clara de ella. Correspondió ella y dejó a la luz acariciar la piel amada de su desconocido otro. Un análisis de cada porción de las carnes y de las cabelleras. Un hálito de sí mismos dejaba cada beso. Un beso en las orillas de las uñas. Un silbido arenoso lenguado atisbando los lóbulos del corazón y del portal auditivo. Una palabra de labios en silencio dando reposo a los párpados, dejando hablar, en un análisis de sí mismo, al roce del cuello con la cúspide olfativa del rostro. Rito de las separaciones. Rito de las admisiones. Rito del reingreso al seno de la noche.  Aspiraciones lentas. Submarinas acotaciones de los espejos que ref lejan la intensidad del tacto, deslización de las salivas arpas, crucial camino carbonizado que se pule en diamantes. Una loba amamantando a dos huérfanos, un paráclito en lo terrestre, un par de dimensiones augustas jaloneando, un par de nombres que no se dicen pero que se trasminan al contacto. Introibo ad altare. Las lenguas de los ángeles. La profecía cumplimentada con sabor de rosa ansiada que se eleva al destello del paroxismo y a la proximidad de la sangre. Introibo ad. Truenan las luces de la codicia: el hombre aspira a regresar al paraíso, a penetrar de nuevo en el portal donde la espada de fuego lo prohibía. La mujer acude a la serpiente; ofrece el fruto mágico. Se trastoca la doxa, se deja de lado la episteme, se fulgura la sophía, se accede a la profunda gnosis de las eras. Introibo. Piden de sí los techos relumbrantes de la materia. Claman de sí las admoniciones.Y

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la premura del ciclo, de ese ciclo de crepitaciones, desciende. Se deleita la ola en su vaivén; se adecua el remanso detrás del arrecife. Los pájaros arrullan los ecos que los miran. Todo se vuelve playa. Todo se desgaja detrás de las montañas. Es todo lumbre, lumbre en el viento. La elementariedad primaria se enfocila, se tuerce la escisión, se tunde la córvula de la respiratoria y los dioses acuden y sacuden. Hay escisión de los mundos, corvulación insospechada de los placeres simples y complejos, respiratoria detención que nos separa, que nos conduce, que deja que los dos seamos unísonos, unósmicos, unitactos, unisalvajes dentro del prado de los f lúores. Es un borbotonear de estrellas salpicadas. Un guijarro manchado de espejismos. Una sangre derramada en el sacrif icio. Unas vísceras que se queman, cuerpos que se abandonan, tiempos que no pasan. Y ella, la mujer sencilla, la amiga morena clara, la silenciosa seguidora del cataclismo, derrúmbase en sí misma y se comprende en su precariedad corporal, en su grandeza luminosa, en su semejanza e imagen divinizada por la compactación del hombre en sus entrañas. Necesitamos tener un hijo. Plantar un árbol. Escribir un libro sobre la necesidad de tener un hijo que plante un árbol en el mundo de nuestro porvenir. Ella se agita en la turbulencia de las aguas. Él se contumece en la esplendidez arcaica y presente de las formas de ella. Él gira en un disco de oro que un olimpista heleno arrojó en el vacío y que llegó a sus manos como una panacea. Gira en redondo. Gira en cuadrado y en décimo. La sensación es alta en grado inconcebiblérrimo, es aguda lanza la que hiere el omóplato del deseo, porque ella encontró el amor que la esperaba y él encontró la f igura necesaria del hijo que tendrán. Suenan las siete campanadas de la columna que une la tierra con el cielo. Ella que abrió la puerta. Él que introdujo el cuerpo de las llamas en la casa. Ella que comprendió el sentido de la tarde. Él que pasó adelante de la piel de ella hasta llegar al comedor. Ella que dijo nada y dejó paso a la penumbra.  Ambos que confunden ahora la realidad de los mundos. Ella que lo deseaba porque le faltaba. Ella que ahora lo ama porque lo tiene en sí. Él que abruma el amor de ella con tintas travesiadas. Los diálogos

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de amor. El lenguaje que no escribió Cervantes, temeroso, como todos, de la hoguera. Las palabras secretas que se dicen y que los sordos no las oyen. Las interrogaciones a su amigo ¿qué opina de la música del cuerpo? y ¿cuándo? (ahora) y ¿cómo? (en ella) y ¿dónde? (en otro mundo que ya los esperaba con un visado de tiempos increíbles). Su sueño de los diálogos en el río fresco del mundo. La presintencia del destino. La volición de inf initos inf initos contractos en ellos. El émbolo de la cerradura de la puerta.Tanto gusto. ¿Por qué se habla de usted en estas páginas? Numa la conoció en la calle por fortuna. Una calle que ahora transitaban. Nadie dijo palabra. Ella estaba loca de amor. Nadie dijo nada.Y cuando ya eran más de las siete resonaban los huecos de la historia y de nuevo en silencio la memoria trajo a la faz del sacerdote las palabras privadas para el vulgo: introibo ad altare dei.

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JUAN PABLO DE ÁVILA


Suicidio sesentayocho de lo que va del año (fragmentos)

–¡Panzón! ¿De qué va a ser tu orden esta noche? –¡Qué cochinero es tu puesto de tacos, Rax! –Don Buenrostro sigue clavado en la ventana… –Sí, pinche ruco, tú siempre lo ves desde éste, tu puesto… –Toda mi vida he visto esa casa, desde aquí… –Qué jodido, ¿no? –Así son las vidas, haces lo que tienes que hacer… –No mames, haces lo que te dicen que hagas… –¿Y, tú, qué haces en su casa? ¿Si se puede saber? –Pos ya sabes, me manda mi tía, y yo pos´… –Tú sí le debes a tu tía, panzón… –Pos´sí.Y vengo y le barro, le lavo los trastes… –Yo que tú lo mandaba al averno, está loco… –Lo hago por mi tía, que le da retemucha lástima el ruco… –¡No!, a ella le debes la vida, panzón… –Don Buenrostro trae algo grueso entre neurona y neurona… –¿De qué van a ser tus taquitos esta noche, Panzón? –Pos´ de lo que ´aiga… –Hay de todo… –Bueno, para empezar dame uno de cada uno… –Corrrreeennn colección de tacos Rax… –Cebollita, salsita y chilitos. Con todo, ¿eh? –Don Buenrostro se empezó a poner lurias desde que se le murió Doña Rosita… –¿Te acuerdas? 72

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–Bien buena onda la ruca… –Mocha igual que él… –Pos, ¿qué quieres?, todos los ñores y todas las doñas son así… –No, mi jefa no fue así… –Mejor ni le escarbemos a los pedos porque son de aigre… –Supiste que se murió por un hueso de pollo… –Sí, qué pendejada, ¿no?... –Comían y se le atoró el hueso… –Y Don Buenrostro queriéndoselo sacar… –Metiéndole los dedos… –¿Qué ve? Siempre observando tras las persianas… –Pos´, ¿no será un viejo lujuriento? –Ándale, observa el jardín desde que las chavas regresan de la prepa, vienen con sus novios y se meten unos fajes. Hasta yo que ando arreglando el puesto me pongo cachondo… –No, el ruco nos observa a nosotros… –Ve a Doña Carmela que sale con Don Juan; el ruco se sabe todavía la movida del barrio… – No, nos observa a nosotros… –Pobre ruco.Yo aquí lo conozco de un chorro de años… –Pos siempre del barrio… – ¿Te acuerdas del Toño? Su hijo que se fue pa´l norte… –En el otro lado lo mandaron a la guerra… –Allá le dieron chicharrón… –Una bomba lo hizo volar en cachitos… –Salió en CNN… –El único morro del barrio que ha salido en la telera internacional… –Sí, porque en el Tribuna: todos… –Le mandaron a su hijo en una cajita… –Gachote… –La tiene en la sala, rodeada de velas… –Gachotote…

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–No sé lo que ven sus ojos… – ¿No te ve? –No ve a los ojos, así directo, como contigo: No. – ¡Y cómo ti’abla, Panzón…? –Me ordena diciéndole a las paredes… –Uuuyyy… –Dice que fue con el Papa y que le solicitaron una gran misión… –Saaaaale colección de tacos… –Tiene un mapamundi con chorcolatas en la sala… – ¿Pa´qué, tú? –En el mapa tiene señalados lugares místicos… – ¿Pa´qué, tú? –Dice que va a venir el anticristo… –Eso sí está gacho. El diablo sí nos come, pero, ¿y?... –Cómo que, “¿y?” –Que venga el anticristo. Nos agarramos a patadas con el chamuco… –Él es el encomendado a matarlo… – ¿Chilitos? –Que va a llegar un marciano… –Yaaa… –Neta. Según él y yo le creo… –Nel… –Me cae, yo creo que loco, loco, no está… […] – ¿Ves? Nos está mirando por la ventana. –Tenemos que detenerlo… – ¿Cómo? –Matándolo… –No mames, no soy asesino… –Tenemos que darle un chance a la verdad…

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– ¿Y cómo piensas matarlo?... – ¿Piensas, Quimosabi? Lo vamos a matar… – ¿Tas güey? Yo no he matado ni a un puerco… –Ya es mucho atole con el dedo. Es tu oportunidad de que hagas algo importante en tu recochina vida, ¿o qué? Te la piensas pasar hasta la muerte en este negocito de cagada…además, tú, estás seguro que no se atreverá y se va a suicidar, entonces démosle el empujoncito… – ¿Y cómo entramos? – Por el frente, es fácil, ¿ves esos mármoles, la cornisa…? – ¿Cómo lo matamos? – Pos´ que parezca un suicidio… – ¿Y si no se deja? – Cómo no, de que se suicida, se suicida… – Dicen que en los inicios de todo esto fue su novio… – Dicen que en realidad ella es tu mamá… – Vas a comenzar Rax… – Perdóname. ¿Me llevo el cuchillo?...

J U A N PA B L O D E Á V I L A

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GERMÁN CASTRO


Unos instantes

Aunque jamás tendrá ocasión de advertirlo, a lo largo de este preciso instante Cuauhtémoc Reyes Castellanos está perdiendo el control de su patrulla y el porvenir: su ojo derecho remite justo ahora la información que quizá hubiera servido de estímulo suf iciente para que fuera disparada la orden de clavar cuanto antes el pie izquierdo en el lejanísimo pedal del freno, pero aquel escuálido conjunto de datos requerirá 242.6 millones de femtosegundos en llegar al cerebro del agente de la policía metropolitana, y ya para entonces ni siquiera valdrá la pena procesarlo. Casi simultáneamente –la diferencia resultaría apenas mesurable en unos cuantos cientos de miles de attosegundos– el juguero que desde hace trece años y medio monta de lunes a sábado su lastimoso negocio en la esquina de Marcos Carrasco y Eje Ala Norte se decide a descargar la fuerza que le queda en los brazos sobre la palanca del viejo exprimidor de cítricos: en adelante, habrán de transcurrir 2,042 trillones de zeptosegundos antes de que su cuerpo comience a ser tajado en dos, igual que las naranjas que esperan en mitades turno para pasar por el rudimentario artilugio que ocupa casi por completo la superf icie de la mesa de lámina, ínf imo mobiliario que en breve hará las veces de ef iciente hoja de corte. No alcanzará a ser prensado por completo aquel pedazo de fruta, tampoco llegará nunca el turno para el resto de las naranjas cercenadas, y todo porque tiempo atrás, hace ya más de medio minuto, mientras el juguero despachaba el combinado de naranja con mandarina que había pedido su séptimo cliente del día –quien será el último– , el joven que ahora mismo se lleva a la boca el vaso de plástico para acometer el primer trago –que será el único– , Reyes Castellanos y su pareja, el patrullero auxiliar Ariel Hernández Cortés, decidieron sumarse a la persecución del par de cacos que a bordo de una motocicleta intentan darse a la fuga después de haber 77


asaltado la sucursal del Banco España localizada sobre el mismo Eje Ala Norte, quince calles atrás: –¡Ahí van, mi Cuau! ¡Písele!, conocedor del suceso previo gracias al reporte radial respectivo, habría incitado Hernández Cortés a su compañero, aunque en declaraciones posteriores jamás traerá a cuento aquel detalle, porque se sentirá en alguna medida culpable de toda la calamidad que está a punto de suceder por haber sido él el primero en divisar la moto perseguida, poco antes de que bruscamente diera vuelta en la esquina de Marcos Carrasco. Eso ocurrió hace cosa de nada, apenitas en el pasado próximo inmediato. El viraje que volantazo mediante Reyes Castellanos acaba de ordenar al auto no logrará el ángulo suf iciente para librar al puesto, de tal suerte que el bólido pegará de lleno en la ya referida mesa: eso ocurre a más de 170 kilómetros por hora, así que no tendría por qué extrañar a nadie que en mucho menos de un santiamén la placa de lámina pase exactamente y sin topar con hueso alguno entre las lumbares dos y tres del vendedor de jugos, a quien fugazmente le dará oportunidad su exigua existencia de percatarse de ello: ninguno de los dos policías tendrá la ventura de perder el conocimiento, así que desde la cabina de la patrulla incrustada contra el muro atestiguarán cómo aquel fragmento de persona, aprisionado por la defensa del auto, durante un largo, larguísimo suspiro mirará su propio tronco seccionado, y cubrirá todo su rostro con una trenza de incredulidad y espanto antes de azotar ya cadáver sobre el cofre. El joven que comenzaba a beber su combinado de naranja con mandarina también ha sido golpeado por el vehículo of icial: resultará gravemente lastimado pero vivirá para contarlo, y lo hará obsesivamente, abundando en detalles, algunos extraídos de sus confusos recuerdos, otros de lo que reportarán los periódicos mañana, muchos de su imaginación, por supuesto, y también de lo que Angelita Saldívar, avecindada como él mismo en la Unidad Mártires del 86, le relatará más tarde cuando vaya a verlo al hospital en el que la ambulancia de la Cruz Roja lo irá a dejar con dos brazos rotos y la cara echa un pambazo: –¡Ho-rro-ro-so, ho-rro-ro-so! Yo venía caminando de la Unidad rumbo a la parada de los micros y vi clarito cuando la patrulla los atropelló a

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ustedes.  A ti no te reconocí luego luego, pero vi cómo te aventó contra el poste.  Al señor de los jugos, que en paz descanse, lo partió en dos: ¡ho-rro- ro-so, ho-rro-ro-so! Y se oyó horrible el golpazo, por eso tanta gente se acercó corriendo, como yo. Un chorro de chamacos de la Secundaria 14 que segurito andaban de pinta, los mecánicos de enfrente, varias señoras con mandado y todos los que estaban esperando en la parada. Yo digo que era pura curiosidad o ganas de ayudar o las dos cosas, no sé, pero no es cierto que queríamos linchar a los patrulleros. Ese policía estaba loco, el miedo que lo hizo hacer lo que hizo ya lo traía de antes, no fue por nosotros… ¡Cómo creen que le fuéramos a hacerle algo! Cuando el patrullero sacó su pistola echamos todos a correr despavoridos, pero no es cierto que fuera porque le queríamos hacer algo malo.  A mí ni por aquí me pasó lo que ese hombre iba a hacer, y eso que el otro uniformado se bajó de la patrulla y todavía gritó ¡Perdónenos, perdónenos, fue un accidente, fue un accidente!

GERMÁN C ASTROI

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CARLOS FRANCO


El cementerio de los días (fragmento)

I. La muerte. Nada más ajeno al goce que le procuraba a José Refugio Martín su of icio de dibujante, pero también nada más próximo a la razón que podría explicarlo. De hecho, le era imposible hablar de su iniciación artística sin evocar el lunes de cuarenta y seis años atrás cuando, al despertar de un sueño vespertino, encontró la muerte dormida a su lado. Aquel día lo habían despertado, como de costumbre, el griterío de los tordos y los rayos atiplados de El Sol del Centro. Pero sólo acabó de despertarse cuando su madre le sirvió una taza de atole champurrado. Doña Ladislada Muñoz lo despidió luego con su bendición y lo encomendó a su ángel de la guarda, aun cuando iba nada más ahí enfrente, cruzando apenas el Jardín de La Paz: al templo del Cristo Negro del Encino. A las seis y media, José Refugio Martín ya se balanceaba de una cuerda de navío llamando a misa de siete. Los tañidos resonaron tan convincentes en todo el barrio de Triana, que muy pronto comenzaron a cruzar el atrio las beatas con su luto eterno y los viudos con sombrero en mano. Monseñor Carmona rezaba ya el primer rosario en la sacristía, por lo que José Refugio Martín se cuidó de no asomarse por ahí. Mejor se fue al atrio a darles a las palomas el arroz negro que los novios dejaban a su paso. Como si esparciera polvos de magia, se apareció de pronto a sus pies lo que más quería: un cachorro. Blanco y percudido, le pareció una estopa.  Así lo llamó, Estopa, y no le cambió el nombre ni cuando al sostenerlo entre sus manos descubrió que era macho. Temiendo que pudiera aparecerse una perra o un dueño para 81


reclamarlo, lo ocultó bajo su sotana de acólito y lo encerró luego en el campanario. Muy a pesar suyo, debió separarse de él para ir a la sacristía, que para entonces ya estaba libre del tedio del rosario, y en donde debía ayudar a monseñor Carmona a alistarse para la misa de siete. Sin más deseo que el de volver cuanto antes al lado de su f lamante mascota, lo ayudó a ponerse el alba y la casulla, y tan distraído estaba que, en lugar del cíngulo, le pasó la estola. La misa de siete se le hizo tan eterna como la del sermón de las siete palabras del Viernes Santo. Hasta llegó a desear que los feligreses estuvieran en pecado mortal y no comulgaran. Para su desconsuelo, debió sostener la patena varios minutos antes de que el cura anunciara que podían irse en paz. Todos lo hicieron así, menos él, pues volvió al campanario como alma que lleva al diablo.  Al sostener allá de nuevo a Estopa, reparó en el problema que su entusiasmo no le había permitido ver antes: su mamá tenía «terminantemente prohibido» que ningún animal, salvo sus canarios, habitaran en su casa.Y si a ellos se los permitía, aclaraba, era porque no ensuciaban más que sus jaulas. Para los demás animales («incluyendo a mis hijos y a mi marido»), estaban Los Camichines, los establos lecheros que la familia Martín Muñoz tenía en las faldas del cerro del Muerto, camino a Calvillo. Conf iando que la casa era lo bastante amplia para encontrarle un escondite a Estopa, José Refugio Martín lo metió a su cuarto de contrabando, bajo su chamarra. Nunca como ese día dijo tener tanta hambre: cruzó una y otra vez el patio central para conseguir en la cocina leche, jamón y pollo.  Al cabo de tantas vueltas, la panza del cachorro, tersa y rebosante con tetillas rosadas, le recordó las ubres de las vacas. Y una vaca del cabo al rabo cuando comenzó a desechar el banquete. La inconveniencia de limpiar tanta inmundicia y, peor, de tener que esconderla bajo su chamarra para hacerla desaparecer sin riesgo en el baño de la servidumbre, fue un sacrif icio menor frente a la recompensa que le causó sentirse por f in acompañado. Porque, a pesar de que su casa venía a ser como una posada con tantos hermanos y hermanas, a éstas no se les podía acercar por órdenes de don Cayetano Martín, su

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padre, mientras que a aquéllos los veía más bien como sus tíos debido a la diferencia de edades que mediaba entre ellos. Por lo mismo, ellas lo llamaban «El Pilón» y ellos «El Niño Dios», siempre a espaldas de su padre, porque –viboreaban con la leche más agria de Los Camichines– don Cayetano Martín era tan viejo cuando nació Cuquillo, que sólo por intermediación del Espíritu Santo podía explicarse su nacimiento. Siendo polvo de magia, Estopa se desvaneció esa misma tarde: primero comenzó a gemir, quedito, como recriminándose su gula, por lo que José Refugio Martín supuso que sería un empacho. Ni siquiera temió que esos gemidos pudieran delatarlo. En parte porque eran muy tímidos, pero también porque su mamá andaba en la cocina, al otro lado de la plaza cubierta de helechos que la casa tenía por patio, y, qué mejor, porque justo en ese momento los opacaba el escándalo que Pedro Infante y sus hermanas armaban en la sala. Pero cuando los gemidos se hicieron aullidos, no pudo conf iar ya ni en Que viva mi desgracia para evitar ser descubierto. Viendo que Estopa además tiritaba, quiso aplacar a un tiempo los aullidos y el escalofrío cubriéndolo bajo las cobijas. Pero, como ni así se calmaba, decidió arrullarlo allá adentro. El aire oxidado de sus exhalaciones funcionó al cabo como un anestésico que habría de sumirlo en la primera de sus pesadillas: al despertar a las siete de la noche del lunes once de enero de 1954, José Refugio Martín, de apenas cinco años, vio por primera vez la muerte: estaba recostada a su lado. Si recordaba tan bien la fecha era porque apenas cinco días antes los Reyes Magos le habían negado el perrito que les había pedido, mientras que la hora era la misma en que su mamá solía llamarlo a gritos a merendar.  Al escucharla, no quiso ni pudo bajar al comedor esa noche, indispuesto como estaba: no por haberse tratado de un perro, esa muerte le fue menos desgarradora.  Al ver el cuerpo inerte y aplanado bajo su torso, una culpa ciega (y por lo mismo certera) le reclamó que él lo hubiera asf ixiado. Quizá por ello se aferró al cadáver con total enjundia, seguro de poder resucitarlo, acaso por medio de un conjuro aún impenetrable a su entendimiento, pero que le sería revelado de un momento a otro,

CARLOS FRANCO

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así como lo había visto en el templo de enfrente y, mejor aún, en Blancanieves, que recién había visto en el cine Encanto. Igual pegó su boca al hocico sin aliento del cachorro, y, a falta de féretro de cristal, conservó los despojos en un cajón de su ropero de palisandro. Cada una de las mañanas de ese velorio insólito se levantó como de costumbre a las seis en punto. Pero ya no debió esperar el humeante champurrado de masa y piloncillo para despejar la noche de sus ojos. La ilusión de que Estopa estuviera despabilándose allá adentro lo hacía plantarse de un salto frente al ropero. Pero también, cada mañana, su gesto esperanzado se descomponía a la par del cadáver. Éste, aun en su tiesura, lo estrujaba todo el santo día, reclamándole que por culpa suya –por su gran culpa– estuviera ahí tendido. Peor el reclamo cuando los nervios faciales del animal se tensaron hasta dejar al descubierto los colmillos. El gesto pareció recriminarle su deseo egoísta de tener una mascota a pesar de la negativa de su madre, y hasta lo oyó susurrar que hubiera preferido quedarse allá en el atrio, al amparo de los niños del limbo y de las ánimas del purgatorio, de cuya caridad de sal y migajas habría salido mejor librado que de su banquete de leche, jamón y pollo. Por lo mismo, José Refugio Martín no se dio por vencido. Le aterraba admitirse como un asesino, tan cruel como los verdugos de Jesucristo o, peor aún, como la madrastra de Blancanieves. De allí que haya interpretado los cambios que iba sufriendo el cadáver como una prueba de que, a pesar de su rigidez, soplaba un pálpito de vida, tenue y lerdo, suf iciente sin embargo para albergar la esperanza de la resurrección. No quiso convencerse de la supremacía de la muerte ni siquiera cuando ésta resguardó sus señoríos con su tufo infernal. De cara a la culpa que lo acechaba desde que Dios amanecía hasta el rosario de las nueve, siguió dándole respiración de boca a boca, sin importarle esa pestilencia, ni tampoco que del hocico comenzaran a escurrir ya los primeros gusanos. Sólo cuando las sirvientas se dieron a la tarea de buscar lo que creían era una rata muerta, decidió sacar el cadáver de su cuarto. No para librarse de él, sino para mudarlo de un lado a otro de la casa.  Al noveno día, toda la familia ya se había sumado a la bús-

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queda, azuzados por el hedor que cundía por toda la casa, como plaga fantasmal, pero capaz de traspasar las paredes de adobe y las puertas de roble con estrépito de huracán. Fue doña Ladislada Muñoz quien al décimo día encontró al cachorro, allá debajo de la higuera del jardín trasero, tapizado por una miríada de escurridizos dientecillos que lo carcomían dejándolo en los puros huesos.  Aferrado a él, estaba su hijo menor, Cuquillo, cubierto igual de larvas. Fue necesario llamar a don Cayetano Martín para obligarlo a soltar los despojos. Desde luego, él sí lo logró y, de paso, se aseguró de que su benjamín no volviera a meter un animal a esa casa. Lo hizo con el único argumento que solía darles a sus hijos varones cuando su esposa declaraba inútiles sus ruegos y rezos: con la vara de membrillo que les azotaba en las nalgas hasta dejar el pantalón como mechudo, el mismo con que debían trapear sus lágrimas, mocos y sangre al término de la paliza.

CARLOS FRANCO

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JOSÉ LUIS JUSTES AMADOR


Hombres que no tuvieron monumento La memoria, donde se la toque, duele (G. Seferis)

I Entra en la librería. Como siempre.

II Como podría haber entrado a cualquier otro sitio. Hay una cafetería semidesierta que le recuerda a Pessoa. Podría entrar a esa of icina de periódico en la que le gustaría ser un reportero de política, aunque fuese local, o columnista. Esa of icina que le acoge y en la que pasan ante sus ojos páginas y páginas que hay que leer y aprobar. O enviar a que sean retocadas. Podría haber entrado a una funeraria o a una f iesta. Pero decide entrar, como siempre, a esa librería.

III Entrar, no a cualquier librería sino a esa, forma parte de una rutina sin horas. Pasea entre los muebles bajos. Husmea entre los ordenadamente desordenados volúmenes que componen las novedades que ocupan la parte superior de dichos muebles. Se acerca, de vez en cuando, casi siempre a las mismas, a las estanterías. Lee los lomos. Los relee. Recuerda lo leído y es consciente de todo lo que no leerá.

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IV Colecciona nota roja y noticias culturales en cuadernos de caligrafía. Escribe obsesivamente notas a pie de página, en los márgenes. Comentarios que son sólo signos ortográf icos. Comenta las noticias para sus contemporáneos.  Aún sabiendo que estos no habrán de leerle.

V En doscientos años nadie le recordará pero está construyendo su propio monumento.

VI Noviembre. Recorta una brevísima biografía de Posada, el grabador, de la que destaca, en un círculo rojo, trazado a mano, una frase aún más breve: arrojado a seis años de su muerte a la fosa común. Junto a la nota transcribe de memoria, de mala memoria, una frase que recordaba haber leído.

VII Escribimos para que dentro de doscientos años alguien le pregunte a otro quiénes éramos cuando nos encuentre en una antología perdida de la mano de dios o, con suerte, en una nota a pie de página de esa misma antología. O de otra. La única gloria a la que aspiramos es a nosotros mismos.  A esa maravillosa obra maestra inédita, no desconocida inédita, a que aspiran todos los jóvenes.

VIII Nadie sabe su secreto. Lo ha leído todo. Todo, con mayúscula.

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IX De noche, abre los libros que quiere releer. No le hace falta releer. Lo recuerda todo. Lee las dedicatorias. Colecciona dedicatorias.

X En esta estantería están los libros robados. Sólo vale la pena comprar los libros que no se van a leer: los de moda, los que todos van a decir que han leído.  Además, el amarillo es un buen color para la sala. Me gusta esa editorial. Los que han de acompañarnos toda la vida han de ser robados. No por pobreza, que conviene f ingir al ser descubierto, ni cleptomanía, que nadie en su sano juicio considera una enfermedad. Si acaso un juego con reglas demasiado complicadas. Sólo afanándolos podemos lograr que nada, que nadie, se interponga en el placer de la lectura. Que nadie nunca regale un libro, que nadie nos otorgue una tarde, una noche agradable, memorable es la palabra, el mismo día que abrimos un libro. Porque quedarán unidos para siempre. Y harán el placer, cualquiera de ellos, menor.

XI Éramos ricos. Pero nunca pudimos creérnoslo. Cuando ya casi estábamos convencidos de ello, siempre había algo que lo impedía. Todos nuestros vecinos eran más ricos que nosotros. Y la riqueza, no lo olvides, hijo mío, no es cuestión de totalidad. No se puede ser totalmente rico. No hay medida que lo complete. Ser rico es siempre relativo.

XII Juan es como si un músico fuera ciego. O, como el hijo compositor de Kenzaburo Oe, idiota. En el caso del vástago del escritor, clínicamente cierto; en el de Juan, una metáfora.

JOSÉ LUIS JUSTES AMADOR

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XIII Una mujer camina. Sin saber a dónde ir. No hay nadie que cause más compasión en las tardes de otoño que una mujer caminando por el parque de tonos ocres.Tal vez porque es la personif icación perfecta de nuestro deseo. No de un deseo carnal sino de esa ansiedad profunda que tenemos aunque no lo sepamos: siempre estamos esperando que alguien nos pida un consejo. He tenido esa sensación, ver a alguien caminando y desear que se acerque, tres veces.  Aunque no las recuerde.

XIV La primera mujer que vino a dormir conmigo después de mi matrimonio se quedó semidormida mientras yo iba al cuarto de baño. Nos llevábamos catorce años de diferencia a su favor. Es decir, ella era más joven.  Al regresar, me abrazó llorando.  Alguien, me dijo, ha muerto en esta cama. Pensé en su virginidad recién abandonada. Comenzó a llover mientras esperábamos el taxi.  Apenas habíamos hablado desde que nos levantamos de la cama. Seguía lloviendo cuando ella se montó en el taxi y me dijo, hay fantasmas. Mi padre había dormido en aquella cama.Yo había dormido en aquella cama el último mes de cohabitación, qué palabra más inexacta para tales circunstancias, cohabitación conyugal. Todos somos fantasmas, pensé, intentando tranquilizarme. Una sirena de ambulancia sonaba a lo lejos. Hacía tiempo que no rezaba. Esperé sin esperanza. Pero eso era un verso de Eliot. Al día siguiente me la cogí con todas mis fuerzas. La sodomizé por primera vez.

XV Forever and a day.  Alguien alguna vez había dicho eso en esa misma cama.

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GUSTAVO VÁZQUEZ-LOZANO

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¿Y dice que todo esto lo vio por televisión? Para Susana Corcuera

–Muy bien, comenzamos. ¿Estás grabando? Palomo, tú quédate ahí junto a la puerta, que nadie entre o salga sin que yo lo autorice. ¿Cómo se llama usted? –Luis. –Nombre completo, por favor. –Luis Echeverría. Igual que el presidente. –Qué curioso.  Vaya humor que tenían sus padres. –¿A quién le importa? ¡Mamá! No me queda mucho tiempo, ¿verdad? –Cálmese. Le aseguro que está usted perfectamente a salvo en este sitio. No le va a pasar nada si colabora con nosotros.Vamos desde el principio. –Es que usted no entiende. –Por eso usted me lo va a explicar, amigo. Dígame qué sucedió el pasado dos de abril. Vaya paso a paso y procure recordar todos los detalles. Dígamelos aunque a usted no le parezcan importantes. –¿Eh? ¿El pasado dos de abril? ¿Qué...? –El día en que compró su antena de televisión. El plato con el decodif icador. Esta factura dice que el dos de abril pagó 7,500 pesos por un receptor satelital y que lo pagó de contado en Electronic World. –Nunca debí haber entrado a esa maldita tienda. –A ver, a ver. Despacito. Y déjese de morder así los labios o se los va a arrancar. Dígame, ¿por qué pagar tanto dinero por una antena? ¿Por qué no se suscribió a un servicio de cable? Las antenas son prehistoria, amigo.

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–Fue una promoción. Y el dependiente me dijo que recogería más de 600 canales de televisión. Cosas que ni me imaginaba… así fue como me dijo. Esas fueron sus palabras: “Ni se imagina lo que va a captar con esta antena.” Y me guiñó un ojo. –Entonces usted encendió el aparato y vio… –No quiero hablar de eso.Yo sé en qué termina todo. Por favor… –Pero me lo va a decir o voy a pedirle aquí a mi amigo el Palomo que lo haga hablar a fuerzas. Usted dirá. –Bueno. Eso es lo que no quiero que pase. Primero nada. Lo normal, ya sabe. Los programas de siempre, ventas por televisión, novelas, las cosas que ve uno. El reality show ese, donde las mujeres les jalan los pelos a sus maridos por sus inf idelidades.Y luego… –No se quede callado. Dígame qué hizo usted después de ver los rialiti chous. –Se estaba haciendo de noche. Iba en el canal cientoveintitantos y las cosas que se veían eran cada vez más raras. – ¿Qué cosa le está dando asco? No vaya a vomitar en mi of icina. Dígame si quiere una bolsa. ¿Quiere un tehuacán? – ¿Por qué quiere tenerme aquí? Pref iero morirme en mi casa. Si ese es mi destino. Mañana nada de esto tendrá importancia. – ¿Qué vio usted en el canal cientoveintitantos? –Una cabeza cortada. – ¿Una cabeza cortada? –Sí, un gordo estaba sentado y lo hicieron confesar algo, y cuando terminó lo agarraron. Le metieron dos dedos por los hoyos de la nariz, lo hicieron mirar hacia arriba y le rebanaron la garganta. Lo decapitaron y ahí fue cuando cambié de canal. –Malditos narcos, ¿a poco ya tienen su propio canal de televisión? ¿Qué más? Siguió subiendo por los canales. –Sí, cada vez había cosas peores. –Usted sabe muchas cosas, ¿verdad? ¡Pobrecito, se le ocurrió escribir algunas en su blog! Dígame qué había después. No se le ocurra mentirme porque el Palomo ya tiene ganas de acción.

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–Seguí apretando el control remoto de la antena. Canal cientoveintitantos, cientotreintaitantos. Había gente hablando idiomas raros. En el doscientoscuarentaitantos me detuve. –Y usted vio… –Era un baño. Un baño elegantísimo. –Nada para alarmarse. –Pensé que era otro reality show. No pasaba nada. Dos, tres minutos con esa cámara apuntando hacia la taza del baño.Y cuando estaba a punto de cambiar de canal, entra un hombre delgadito. Un negro. – ¿Le gusta ver gente haciendo pipí? ¿Es eso? ¿Son sus vicios? – …cuando me f ijo bien en el negrito que está metiéndose al baño. Usted no me lo va a creer. Usted va a decir que estoy loco. Pero le juro por mi madre que era el presidente de los Estados Unidos. Obama. – ¿Obama? ¿El de la Casa Blanca? –Se baja el cierre. Le veo su pirinolita. Y sentí entre miedo y risa. Y en frente de mí, se pone a hacer pipí. Y luego, cuando termina, se da la vuelta y… –A ver. Mire, Luis, yo no quiero perder el tiempo. El Palomo ya está pegándole a la pared de puro aburrimiento. Si usted quiere que le ponga una madri… a ver; espéreme… voy a ponerle pausa aquí a la grabadora. (click) –A ver, señor Luis Echeverría. Usted insiste en esto, y yo le creo porque necesito que me cuente el f inal. ¿A poco cree que yo no me quiero ir a mi casa? Usted se metió, con su antena, al baño de la Casa Blanca y vio orinar a Obama. En la pantalla de su tele.Y luego, ¿qué pasó? –Pues empecé a preocuparme un poco. Está bien ver cómo decapitan a un zeta gordo, ¿eso a quién le sorprende? Pero verle la pirinola al presidente de los Estados Unidos de América, pues no creo que haya reality show capaz de meterse a los baños de la Casa Blanca.Y yo le juro por mi madre que era Obama.

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–Vamos suponiendo que fue así. ¿Qué pasó luego en el baño? –No lo sé. Me estaba picando la curiosidad el aparato. Entonces seguí subiendo, había gente gimiendo, mucha gente en la cama. Del canal trescientos para arriba, puras recámaras y mujeres: actrices, gente conocida. Esposas de políticos. Una que salió en una novela. Pero no me llamó la atención porque en el internet se ve mejor, más cerquita.  Así que seguí subiendo. – ¿Más canales? –Muchos más. Iba en el trescientos y algo y vi más sangre. – ¿Otro decapitado? –No. No sangre así. Más bien, como toda la pantalla llena de carne roja. Como una lengua, y un conducto en medio. – ¿Y luego cambió el canal a…? –No, no. Estaba cansado de ver gente famosa cogiendo, así que le dejé un rato. Y entonces veo que es como camarita que avanza por un túnel, y estoy viendo como una operación. Y la lamparita sale y veo el culo de alguien. Unos doctores estaban metiendo la lamparita por la cola de un viejito. Y cuando el viejito se voltea me dio un susto espantoso.Y empecé a asustarme. – ¿Por qué se asustó? –Porque cuando se da la vuelta el viejito, acostadito ahí en una cama elegantísima, me doy cuenta que es el Santo Padre. Su Santidad. Le estaban metiendo una camarita por el culo y yo tenía un canal donde se veía todo. –Hijo de tu puta madre. Palomo, apágale a la grabadora. (click) –Siéntese bien y nada más aténgase a los hechos. Reanudando grabación. No diga nada que me haga enojar. No mencione al Palomo. Estamos entrevistando a Luis Echeverría por los hechos ocurridos el día de antier, dos de abril. Continúe. –Me duele un diente, creo que se me safó…

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–No nos hable de sus dientes. Tengo que acabar esta entrevista e irme a mi casa. No quiero estar aquí. Usted es un maldito lunático. Y va a responder por lo que hizo. Necesito saber cuánto sabe. Necesito saber de la antena. Necesito saber lo que hizo entre las once de la noche y las dos de la mañana. Necesito saber qué más escribió en su blog. –Es que primero le tengo que contar de los canales.  Ahí salió todo. El degollado, el presidente, el… –¿Captaba demasiadas cosas, no? ¿Qué pasó, pues? –Sí, por culpa de la antena. En el canal quinientosytantos no se veía nada al prinicipio, pero luego me f ijé bien y había un puntito blanco del lado derecho. – ¿Y ahora de quién era el culo? –No, usted no entiende. Usted se está burlando. No estoy loco.Yo sentí que estaba frente a algo grandioso. Era nada más un puntito blanco, pero algo en mí sintió un temor reverencial, como cuando uno ve a dios. Después de mucho esperar frente a la pantalla negra, negra, con el puntito blanco a la izquierda, me di cuenta que abajo había unas letras y unos numeritos, como de calculadora vieja. De las Casio. –Unos numeritos… –Sí, y unas letras. Casi no se distinguían. Es como si vinieran de muy lejos. Y cuando me di cuenta, se me salieron las lágrimas. Decía Voyager 2. Estaba viendo la cámara del Voyager 2. ¿Sabe? El satélite. Está más allá del sistema solar. Es el objeto hecho por el hombre más lejano que existe. Estaba viendo la soledad del espacio por mi tele.Y una estrellita. Una sola.Y yo no podía dejar de llorar. – ¿Y dice que todo esto lo vio por televisión? –Eso no es nada. Lo peor vino después. En el último canal. El seiscientos y algo. –Nomás falta que me diga que vio a dios. –No.Yo estaba ahí, en el canal. Sentado.Y ustedes dos también. –Compañero, ya se nos está acabando el tiempo. Voy a dejar de grabar y quiero que ayudes a don Luis Echeverría a que nos diga lo que queremos, porque ya se nos está haciendo tarde y mi mujer se pone

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como loca si se le enfrían los chilaquiles.  A ver, apachúrrale ahí, Palomo, vamos a dejar de grabar porque no me gustaría que… – ¡Pero que te diga qué fue lo que vio! – ¡Cállate, pendejo! (click) –Los of iciales Susano Corcuera y Refugio Muñiz, pónganse de pie. –Señor, mi compañero y yo estábamos entrevistando al sospechoso cuando… –Le voy a pedir que nada más hable cuando se lo pida. –Señor, en la grabación se ve claramente que el detenido fue cruelmente torturado. –Eso ya lo sabemos, abogado. Nada más queremos establecer los detalles para que la defensa los conozca. Ponga el video. ¿Ya está listo el monitor? –Sí, señor. (click) –Ustedes acaban de ver el video, señores. Son las imágenes de las cámaras de seguridad de la celda, cuya existencia los dos of iciales ignoraban. Son imágenes brutales.  A Luis Echeverría se le provocó la muerte debido a los golpes con un objeto cilíndrico de f ierro.  Al f inal su rostro está irreconocible. Los of iciales sabían lo que estaban haciendo. El detenido les decía claramente, mientras pudo hablar, que iba a morir. –El detenido nos dijo que lo había visto por televisión. –Nosotros también acabamos de verlo. No tengo nada más qué aportar, señor juez. –Apague el televisor, Ramírez.Ya vimos lo que faltaba. (click)

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EDILBERTO ALDÁN


Entomología

Dios existe y se ocupa de cosas importantes: a mano traza sobre el cuerpo de los insectos diferencias def initivas para que ninguno sea igual a otro. El trabajo divino se percibe a simple vista en la coloración de algunas especies, momentos sublimes de este empeño son el tornasol metálico en el caparazón del escarabajo del trigo, las transparencias añil en las alas de la libélula o el lomo atigrado del piojo de los libros. La mosca, sabedora de la obsesión que asalta a la voluntad divina, frota sus patas mientras observa displicente la vehemencia de los rezos con que intentamos distraer la atención de ese artista dedicado.

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Arca

No siguió el estruendo a la luz. Les sorprendió la constancia con que el relámpago se acomodó en el cielo, extendiendo su claridad hasta derramarse por encima de sus cabezas. Acostumbrados a la tormenta no reconocían el amanecer; uno a uno ascendieron a cubierta, lentos, desconcertados, con las marcas de la fraternidad que genera el temor todavía latentes en la piel, sin saber qué hacer con el miedo que los había hermanado durante la navegación. El sol esclareció su naturaleza. Se recobraron los reptiles, enseguida los roedores, perezosos los felinos. Lo primero que tocó tierra seca fue la sangre animal que fresca resbalaba por el casco del arca.

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Presencias

Los intuíamos en la consecuencia de su paso sobre los objetos: juegos de llaves fuera de lugar, aparatos eléctricos que funcionaban sin que nadie los tocara, luces que prendían intempestivamente. Los viejos y los niños aseguraban verlos en cementerios, casas abandonadas, al fondo de un clóset. Los más débiles decían presentirlos, incluso escucharlos, acodados en la melancolía, en el reverso de un suspiro. Hartos de la especulación que interrumpía el transcurso lógico de las noches, se decidió acabar en forma def initiva con la idea de presencias extrañas. El proceso fue largo y complejo pero exitoso; al f inal, mediante diversos métodos de comprobación se nos demostró que los otros no existían. Ahora tenemos la certeza de que sólo estamos nosotros, solos. Sabemos ya lo que es el verdadero miedo.

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Voz

Ahora es mi turno. Le entrego a un muerto por cada ocasi贸n en que desestim贸 mis llamados, la cabeza de un enemigo por las veces que ped铆 su ayuda y me devolvi贸 silencio. Cabalgo entre hileras descompuestas de hombres sin valor que intentan huir de mi espada, que oscila apenas entre un golpe mortal y otro, que no se detiene ante los gritos de clemencia. Una voz ocurre en mi cabeza y ruega que no siga, que me detenga. No la atiendo. Esta es mi ofrenda, que Dios sienta lo mismo que yo cuando le rezaba.

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Distracción

Leyó

las instrucciones. El mecanismo era tan simple que resultaba difícil creerlo. Ganó la curiosidad: insertó una moneda y con una sonrisa mordaz giró la perilla que indicaba el tiempo que deseaba regresar. Lo distrajo el paso de un ave volando bajo; dejó la f lecha apuntando a un minuto. Esperó. Ingenuo, no existe tal cosa como una máquina del tiempo. Una máquina del tiempo, descubrió. Leyó las instrucciones. El mecanismo era tan simple que resultaba difícil creer. Ganó la curiosidad: insertó una moneda y con una sonrisa mordaz giró la perilla que indicaba el tiempo que deseaba regresar. Lo distrajo el paso de un ave volando bajo, dejó la f lecha apuntando a un minuto. Esperó.

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Aplausos

Una y otra vez probaron el mecanismo que lograba curvar las espadas justo antes de tocar la piel de la asistente, les habían advertido de lo difícil del público y querían estar preparados. La noche del estreno, el Mago se conf ió al ref lejo de su f igura en los ojos de la asistente cuando entró a la caja con una sonrisa. Clavó la primera espada. Se detuvo de inmediato al sentir la desviación en la trayectoria del metal. El público fue una sola voz, un ¡oh!, admirado, que se quebró en aclamación. El público aplaudió goloso, insaciable. El Mago, febril, clavó otra espada, y otra y otra. F inalizó el acto rendido a los aplausos, con una reverencia satisfecha, sin preocuparse del charco de sangre que manchaba sus zapatos.

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Variaciones

El Conde Hermann von Keyserlingk sufría insomnio, el pianista Glenn Gould también.  Ambos luchaban con esa pantera oscura que acecha en el minutero de los relojes y se arroja voraz sobre cualquier intento de cerrar los párpados para alcanzar el sueño. El primero fue embajador de Rusia y creía en los efectos curativos de la música, para combatir el insomnio tenía a su servicio a un clavicembalista de apenas catorce años, Goldberg, quien noche a noche se esforzaba, habilidoso, interpretando piezas suaves para convocar el sueño; inútil. En los años del Mozarteum, mientras estudiaba con Horowitz, el joven e insomne Gould empleó las horas vigilia ensayando, replicaba las enseñanzas de su maestro con tal intensidad que pronto superó a todos los pianistas del mundo. El Conde halló la forma de vencer el insomnio, encargó una pieza a Bach, para que fuera interpretada por el joven Goldberg, nota a nota, noche a noche, el clavicembalista desentrañaba la partitura para así auxiliar al embajador, quien en la habitación contigua buscaba escapar de las garras inmisericordes de la pantera. A Bach se le pagó por la pieza menos de lo que valía, nada fue comparable al momento en que, durante la sarabanda de la variación trece, algo, alguien, lograba extender una mano blanquísima sobre el lomo de la bestia para hacerla ronronear al ritmo de los susurros con que von Keyserlingk se arrullaba. Gould el insomne entró al estudio de grabación con abrigo, bufanda y guantes a pesar del verano, llevaba dos botellas y toallas de baño, para antes de tocar sumergir las manos en agua caliente durante veinte minutos, además de una silla en la que se acomodaba ante el piano a una altura más baja de lo habitual; ejecutando una serie de aparentes riE D I L B E R TO A L D Á N

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tuales inútiles grabó la primera versión de las Variaciones Goldberg; al interpretar la obra de Bach, el pianista susurraba, embrujaba a la pantera. Tanto Hermann von Keyserlingk como Glenn Gould creyeron que habían logrado someter a la bestia. El Conde murió de noche, sus labios plácidos indicaban que falleció cantando; uno de los sirvientes indicó que en la habitación se percibía un olor de animal salvaje que obligó a quemar las sábanas. Gould, ensoberbecido por su genio, declaró a quien quiso escucharlo que ningún compositor se comparaba con Bach, de Mozart dijo que su música era mediocre, a Chopin y Liszt también los despreciaba.  Años más tarde realizó una nueva grabación de las Variaciones; pocos días después de f inalizar ese disco falleció a causa de una embolia cerebral.  A quienes visitan su tumba les sorprenden las f iguras felinas, oscuras, con que un sauce ensombrece su lápida al atardecer. La sonda Pioneer 10 con que la NASA intentó explorar los conf ines del espacio exterior y comprobar la existencia de vida inteligente, es un aparato destinado a vagar por el universo, en ella se incluyó una placa con información sobre la civilización humana.  Además de esa placa viajan en la sonda, en un disco de cobre recubierto de aluminio, las Variaciones Goldberg en la interpretación de Glenn Gould. La Pioneer 10 ya sobrepasó los límites del sistema solar, durante 30 años la sonda estuvo mandando información, hasta que el generador perdió potencia por falta de combustible y se interrumpió la señal. Es posible que algún día la sonda sea interceptada, cuando alguien, algo, revise su interior encontrará una representación del sistema solar, la ubicación del planeta Tierra, el dibujo de una mujer y un hombre, así como el espín de una molécula de hidrógeno; si le es posible, escuchará la pasión con que los hombres susurran conjuros en un intento por dominar a la pantera del insomnio y así alcanzar el sueño.

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arte poética

No deja de sonreír mientras escribe la última palabra. Aspira profundamente antes de colocar el punto f inal. Con un gesto suave deja reposar, al f in, el centenar de hojas. Exhala satisfecho. Escribió la obra perfecta. Resta un último paso: las cenizas se elevan con el vuelo de los pájaros al atardecer cuando prende fuego al manuscrito. Está listo para comenzar de nuevo.

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ARTURO VILLALOBOS


Volverás de las cenizas Ahora que miraba un trozo de ciudad cubierta de neblina en noviembre tras la pequeña ventana en lo alto de esa pared cuya blancura terrosa solía provocarle náuseas, no podía dejar de repasar los acontecimientos que le habían llevado a esta cama de hospital. No porque valiera la pena, ya se había resignado a que la enfermedad tenía causas pero no un por qué, según se lo habían explicado los médicos, sino porque secuenciar los hechos había llegado a convertirse en una vía de consuelo o un hábito mental que disipaba su crispación con la idea de que había un orden oculto detrás de su calamidad. Pero la enfermedad había llegado con el absurdo de las cosas para las cuales nunca se había preparado y le ocurrían a los otros (no a él, quien casi nunca había necesitado de doctores, esos seres pintorescos en quienes nunca había conf iado), como un vendaval desbaratando una habitación en que cada objeto guardaba una relación armónica con los demás. Sólo que esta vez la habitación y el vendaval eran su propio cuerpo, los pulmones que nunca le habían fallado, y que por alguna razón desconocida se habían revelado y persistían en poco a poco irlo sumiendo en la asf ixia. Porque primero había sido la asf ixia nocturna, los despertares inhalando con toda su fuerza el aire que entraba poco y mal en un pecho dilatándose, noches que parecían formar una sola noche desesperada en que la disnea apenas le dejaba dormir. Aun así tenía la esperanza de que todo volviera a la normalidad y su vida con sus noches hondas volvieran de esa progresiva obturación que sufrían sus vías respiratorias (volver a respirar libremente, ¿era mucho pedir?, se repetía a las tres de la mañana, menos como una oración que como un silogismo del insomnio). Sólo cuando en una crisis encontró en el espejo sus labios azulándose, sus párpados inf lamándose en una ominosa coloración violeta, y creyó que se estaba muriendo, acudió de emergencia al hospital, donde le dijeron que en efecto, había estado a punto de morir.  De asf ixia. 109


Ahora pensaba que su primera visita al hospital fue como ir conociendo la siguiente estación, el próximo hogar del que ya no saldría. Había sido como ir explorando un terreno desconocido que iba absorbiendo a ese otro desconocido que se había vuelto su cuerpo, sin previo aviso y sin marcha atrás, desf igurando cada momento de su existencia a medida que la respiración se fugaba y esos seres vestidos de blanco hacían todo lo que podían por mantenerla suspendida en un tiempo necesitado de renovarse a cada aliento, así fuera con medicamentos que le hacían vomitar o, como ahora, conectando su nariz y su boca a una máquina que llenaba de aire sus pulmones endurecidos, incapaces de expandirse, petrif icándose en cada inhalación. Fue en una de esas tardes, mientras miraba f ijamente el jirón de ciudad que dejaba la ventana y recordaba cada una de las cinco décadas de su vida anterior como si ya perteneciera a otro mundo donde otra persona igual a él continuaba viviendo en un cuerpo sano y en un pasado remoto, cuando una niña de piel muy blanca se sentó en la silla destinada a los visitantes, justo enfrente de la cama. Traía el uniforme azul claro de algún colegio de monjas, abrazaba un oso de peluche y balanceaba una pierna, sin dejar de contemplarlo con una curiosidad tranquila, insegura de sonreír. Tenía el cabello largo y castaño, pero descuidado como si viniera de jugar en la calle, y aún se veían rastros de caramelo bajo sus labios. Hubiera querido decir algo a la niña, sonreír al menos para corresponder a la inesperada visita, pero así, con la cara enganchada a los tubos y la mascarilla, cualquier gesto por mínimo que fuera le producía un enorme esfuerzo, una sensación de inutilidad invencible. –Mañana se va el de la 417– dijo la niña con una ligera sonrisa, irónicamente cuidadosa, abriendo al máximo sus intensos ojos negros, como si estuviera siendo indiscreta. Apenas estaba intentando discernir el sentido de esas palabras, cuando una pesada somnolencia le cerró los ojos y alcanzó a observar que la niña se incorporaba y salía rígidamente del cuarto, abrazada con fuerza a su oso de peluche y en la actitud orgullosa de quien ha cumplido una misión.

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Había elegido ese hospital, construido desde varias décadas atrás en la periferia norte de la ciudad, a las orillas de una zona suburbana antigua y casi abandonada, expoliada por vándalos y traf icantes, más por seguir una costumbre familiar que por lo poco oneroso de los gastos y menos por su incierta reputación.  Ahí le habían atendido en las enfermedades de la infancia y ahí se había despedido, en una tarde invernal, de su padre. Le agradaba la atención impersonal y fría de doctores y enfermeras, esa manera de no hacerle preguntas sobre su vida, ni reparar en detalles que ya carecían de importancia, concentrados en sostenerlo todo el tiempo que se pudiera. Su mayor lucha era contra el tiempo, tiempo vuelto un interminable día tras otro, una noche implacable tras otra, y contra el ahogamiento. Por fortuna, la máquina cumplía con su trabajo tan bien que por momentos le parecía que toda su vida la había necesitado.  A pesar de eso, sentía una atrof ia casi imperceptible ganando terreno en sus pulmones cada día, arrebatándoles espacio para el aire, como una mano invisible apretando paulatinamente. Durante mucho tiempo había protestado contra el destino, tratando de negociar con sus designios, ilusionándose con la idea de que su mal era algo pasajero. Pero después de varios meses de tratamiento infructuoso y los diagnósticos de los doctores, que no ofrecían esperanza más allá de un digno f inal –lo que sea que fuese tal cosa –había llegado una resignación liberadora, una curiosidad en aumento. La niña volvió a visitarlo en horas imprevisibles. Observó que siempre llevaba el mismo vestido y hasta las mismas huellas de caramelo en el rostro. Parecía seleccionar los momentos más solitarios del día y siempre traía alguna noticia sobre un paciente que fallecía o se curaba o esperaba una recuperación dudosa, y eso era todo. Lo decía y se marchaba, dejándole a punto de perderse en el olvido, pues era como si su presencia fuera un poderoso sedante, una droga de sueño que se f iltraba por sus ojos. Pero antes del desvanecimiento aún seguía preguntándose cómo era que una niña vivía en un hospital, dónde dormiría o quiénes serían sus padres, si tal vez sería hija de una enfermera de tiempo completo o una paciente de por vida. De cualquier forma

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era preferible ver a la niña con su f iel oso de peluche, durante esos días en que cada hora se alargaba demasiado y las paredes blancas aumentaban su sensación de asf ixia, que a la enfermera envejecida y mal encarada inyectándole en el brazo y limpiando la mascarilla de secreciones. El doctor no le representaba más que un autómata de estetoscopio, practicándole exámenes rápidos y nerviosos, para irse en silencio, conf irmando con ese silencio que no había cambio alguno ni lo habría, en la evolución de la enfermedad. La niña era quizás un regalo del azar o de esa vida que ya se le iba respiro a respiro. Soñar había dejado de ser un escape y agradecía cuando despertaba sin el menor recuerdo de la noche, casi sorprendido de regresar a la cama de hospital después de una negrura absoluta, a su cuerpo, a ese cuarto desvaído. Por ello pedía de continuo somníferos más fuertes, que no siempre le eran entregados por ambiguas explicaciones, según le parecía, de su médico. En cambio, despertaba asustado después de un sueño en que se veía regresando a su casa, por f in dado de alta en el hospital.  Abría con su llave la puerta y entraba notando cierto olor a polvo húmedo, prometiéndose limpiar a consciencia toda la casa en cuanto estuviera del todo recuperado. Se iba a preparar un jugo de zanahoria para luego relajarse escuchando la radio, como cada tarde, un programa de jazz. Algunas paredes estaban descarapeladas y la cal asomaba ya, pero era lo de menos; ahora que estaba sano planeaba remodelar toda la casa sin reparar en gastos.  Abría el refrigerador para sacar la verdura pero volvía a cerrarlo de inmediato cuando se daba cuenta que estaba repleto de medicamentos. Lo abría de nuevo y no había error alguno, arriba de los separadores sólo había frascos de analgésicos, inhaladores de corticoesteroides, jeringas desechables y ampollas de un líquido azulado, entre gasas y algodones desperdigados. En ese momento la respiración empezaba a fallarle y la cubierta de las paredes se desbarataba para dejar paso a una grisácea blancura aséptica. Volteaba para encontrarse con la enfermera de rostro endurecido, dispuesta a colocarle de nuevo la mascarilla de oxígeno, y ahí despertaba tratando de inhalar todo el aire del mundo.

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En otro sueño iba en la misma procesión de un sepelio donde todos musitaban respetuosamente su nombre, pero los rostros de esas personas estaban deformes o se asemejaban a maniquíes o lucían enormes cicatrices que les atravesaban el rostro, el cuello y los brazos. Corría para alcanzar al auto con el ataúd y subía a bordo abriéndose paso a empellones entre la multitud.  Al abrir el féretro se encontraba a sí mismo dormido, aún respirando, y agitaba al durmiente para despertarlo, para que no se dejara llevar, para que pusiera un alto a esa equivocación entre las letanías y los rezos de aquella gente de mirada vidriosa y ausente. “Haz lo que quieras”, dijo la niña mirándole con sus enormes ojos de gata siamesa, una tarde nublada que derivaba entre relámpagos hacia la noche, “porque has de volver de las cenizas”.Y antes de quedarse dormido se preguntó cómo podía saber la niña que había decidido ser incinerado. Lo que más le maravillaba de su situación era comprobar lo poco que ya le importaba su vida pasada, como si una aplanadora hubiera pasado por los recuerdos y les despojara de su sentido preservado, reavivando algunos para irreparablemente trastornarlos con brillos falsos o corrupciones imaginarias. Era algo tan extraño recordar y saber que esos recuerdos tampoco sobrevivirían y que cualquier otro recuerdo que otra persona tuviera sobre él sería sencillamente de segunda mano, por lo tanto espurio, por lo tanto falso, un signo delineado con la mano sobre el aire, letras de arena sobre el agua. La verdad sobre él mismo sería enterrada con su cuerpo y buscar sentido a su anterior existencia parecía ya un acto inútil, un pedante ejercicio f ilosóf ico, un divertimento borroneado de autoanálisis. En todo caso una defensa como tantas otras que ya había intentado en el trayecto de su padecimiento, otra negociación estéril con lo que se avecinaba. Ni siquiera creía que la importancia de algunos hechos fuera tan agobiante como le parecía en otros tiempos. La mujer y el hijo que lo abandonaron, el padre sustituto que lo borró irreversiblemente de sus vidas, la soltería terca como recurso para no volver a pasar por una experiencia así, la soledad como un mar donde todo mundo busca ARTURO VILLALOBOS

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su isla, los viajes que ya ni siquiera sentía como huidas, y de golpe sus pulmones invadiéndolo todo con la estúpida telaraña que secretaban y en la que ellos mismos se ahogaban, ahogándolo a él de paso. ¿Qué importancia tenía recordar ahora todo ello? Si al menos hubiera escrito un diario o unas memorias, pero siempre le había desagradado ese exhibicionismo barato de los escritores, esa fe que mostraban siempre en la trascendencia de sus experiencias falseadas por las palabras. Contra el cuerpo no había palabra ni razonamientos que valieran. Estaba en manos blancas desde hacía meses y ellas no podían hacer nada por él, salvo sostenerlo por un tiempo ante el vacío o lo que fuese. Una noche despertó porque alguien estaba retirándole los tubos y la mascarilla. Pensó que la enfermera quería limpiarle las secreciones, pero era la niña. Se extrañó que lo hubiera visitado de noche y más aún que forcejeara con él para arrebatarle el poco aire que disponía. En un acto instintivo, apartó de sí a la niña, pero ella se llevó un dedo a los labios. “Quítatela”, dijo ella con tal solemnidad que no supo si echarse a reír a pesar de la tos que le vendría. Pero ella esperaba, con los ojos resplandeciendo en la leve penumbra y sonriendo levemente, como a la espera de una travesura. Se quitó la mascarilla con toda la intención de regañar a la niña en unas cuantas palabras, pero en cuanto lo hizo, una ráfaga de aire fresco le llenó los pulmones. De pronto estaba respirando normalmente, como hacía mucho no, con ese tranquilo vaivén del pecho y sintiendo el frío en sus aletas nasales abiertas.  Algo tan simple, tan querido y recobrado… ¿por cuánto tiempo o por qué?, se preguntó. La niña lo ayudó a incorporarse, le tomó de la mano con una manecita fría como la noche, blanda como la cera, y salieron del cuarto de hospital. Los pasillos del hospital estaban vacíos y todas las habitaciones oscurecidas a cada lado. Sólo se escuchaba el zumbido de los neones, como si todo el personal médico se hubiera fugado hacía apenas unos momentos, y si acaso había algún ronquido lejano, algún susurro perdido, algún quejido vagamente femenino al pasar frente a un cuarto de terapia intensiva. Subieron al elevador y la niña pulsó la tecla del piso

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nueve. Respirar así de nuevo, a mitad de la noche, en un hospital decadente junto a una niña desconocida, era como estar dentro de un sueño, un ascensor que se movía hacia lo alto de un destino de sombras. Cuando se abrieron las puertas del elevador, escuchó los murmullos. Eran sigilosos, como si conversaran en secreto una serie de voces. El piso nueve era un conglomerado de habitaciones destruidas y paredes truncas, puertas cayéndose a pedazos y pasillos polvorientos donde transitaban rocas y maleza, apenas iluminado por una luna abatiéndose sobre un ventanal fracturado. Casi estaban a la intemperie, con el aire frío entrando en sus pulmones y veía una luna imponente, esplendorosa, casi afectuosa como una amiga recuperada entre el desastre. Pero también advirtió las sombras que se deslizaban entre los quicios de las puertas, los techos corroídos, los cuadros deshechos de las paredes, f luyendo como agitaciones de la oscuridad, reverberando pálidamente por instantes bajo la luz incierta. La niña había desaparecido. Apenas alcanzaba a entender lo que aquellos murmullos y susurros parecían decir, porque se entreveraban en corrientes que crecían, se fragmentaban y dispersaban, como si hubiera caído en una gigantesca red de ecos que cambiara a cada momento.  Algo, sin embargo, podía descifrar, y era que las voces de las sombras hablaban de su vida y las vidas de los otros pacientes como si las conocieran a fondo y escudriñaran o decidiesen los destinos de todas esas existencias. Se encontró recordando sucesos que ya había olvidado de la infancia, como un paseo a los cuatro años en un parque de pinos nevados, o le asaltaban antiguos rencores o amores desaparecidos que la enfermedad había reducido a meros escombros de imágenes. También supo que le quedaba poco tiempo, quizás dos noches más, aunque guardaba la esperanza de que ella le acompañara en los momentos cruciales, en la asf ixia abalanzándose cuando ya no fuera necesaria la mascarilla de oxígeno y nada de este mundo, pues ahora sabía por qué la niña había ido a visitarlo con su oso de peluche y su mirada f ija, por qué le había tomado la mano para conducirlo a este piso donde los susurros y las sombras no le abandonarían.

ARTURO VILLALOBOS

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LUIS CORTÉS


Instantánea

Adriana durante algún tiempo estuvo enamorada de Omar, quien a su vez estuvo enamorado de ella: amor de esos, fugaces e indoloros, en los que la vida acierta en enredarnos. Magda y Jaime vinieron después, y su divisa no era lo fugaz.  Adriana se casó con Jaime. Magda fue a vivir con Omar. Esta tarde, Adriana escucha a Magda desde su sillón, f ijos los ojos al frente, pero cada tantos pestañeos mira de reojo a Omar.  A Omar ausencias constantes, Omar taza de café que no se acaba nunca, Omar risas de quién no recuerda un buen chiste. Siente cómo una tristeza profunda y lenta sube desde la taza de café a sus manos, ahora a sus hombros y desde ahí escurre por todo el cuerpo dejándola tan lejos pero aún en ese sillón frente a ellos, tan lejos del interés por el libro del que habla Magda, tan lejos de los brazos de Omar que ahora envuelven un cojín rojo, ridículamente grande y que casi le tapa la mitad del rostro al abrazarlo. Adriana sabe que si alguien fuera capaz de tomar una fotografía de lo que es una despedida, al revelarla mostraría una imagen muy similar a esta: tres personas separadas por apenas centímetros pero que ya se hallan unos de los otros a una distancia que no hace falta medir en metros, sino tal vez en días, o en páginas colmadas de una letra apretada –críptica– que cuenta en el papel todas esas cosas que no se dicen ante una taza de café y dos pares de ojos.

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Hogareña

La noche es territorio de múltiples fronteras.  Arriba, duermes. Segunda planta, morada de tu sueño, y casa abajo arrojo migajas de una f iesta, el disturbio en fragua, pequeños escándalos por cada rincón de esta planta baja. Para escribir reclamo torpemente un sitio, aislado y remoto, reducto del insomnio, silencio indispensable, requerido, pero sólo de la frontera de mis audífonos hacia fuera, hacia arriba. Se vuelve así mi cabeza prisión de estruendos, que entusiasman, que obsequian la ración de locura necesaria. Espacio pues expresamente solicitado para allí robar tiempo, dinero, esfuerzo al aspecto racional de la jornada. Mezclar la letra con el tedio, dejando de pensar en que se ha perdido el balance, la mezcla imperfecta en la que lograba integrar el delirio y la cordura, en reportes precisos y oportunos con plazos sin demora.  Ahora, las fechas se cumplen y se suceden, y no voy a la par de ellas. Pero al menos aquí, en esta casa, a estas horas, es éste mi dominio. Aquí acechan mis libros, la puerta que conduce a mis ausencias.  Aquí f ijó su base el gato que vigila esa ciudad a espaldas de esta casa que se enfrenta cada noche al abisal acuario, alud de otras hogueras, ajenas y distantes. Mi gato es el que cuida que esa ciudad no irrumpa en el patio trasero, que de tan nuevo el pobre, apenas se entretiene en marchitarse. Arriba duermes tú, paciencia entrelazada a la sonrisa, el rostro comprimido contra tu almohada, ese amuleto arrebatado a un hogar que ya no sientes tuyo, aunque siempre te sientas bienvenida: la casa vieja, la otra, la de antaño. Hundes así tu rostro en ese trozo de vida anterior, pequeño artefacto, que a fuerza de robarte el aire te deja respirar mejor allá en lo profundo de tu sueño.

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El tonto que me mira, detrás de la ventana, sostiene el mismo libro que ahora estoy leyendo. Nada después de las 11. La nada en sí, absoluta. Y torpe yo, que ya no sé qué hacer con estos gestos, con las manos, las piedras y las llagas, voy a tirarlas juntas casa abajo, a ver si se destrozan contra el vidrio, contra el maullido, el vino o las canciones, o cualquier otra cosa allí dispuesta para brindar cobijo a las visitas.  Abajo sólo pan y vino nuevo.  Abajo sólo el gato y mis novelas.  Arriba el universo de tu abrazo. “Hasta que seas un incendio de mi voz”, dice el poeta en una lengua extraña, y ahora siento, rumbo a la medianoche, que las llamas devoran nuestro hogar en un certero augurio de linternas.

Doppler

(fragmento) Fermín. Dirección: Aguascalientes – Zacatecas.

A las once de la mañana del 7 de noviembre de 1940 se desplomó el primer puente de Tacoma, mejor conocido desde entonces como “Galloping Gertie”, la Galopante Tula, si el deseo es acercarla a nuestra latitud oral. Su caída sobre las aguas del canal de Tacoma, se debió a un colapso en su estructura por efecto de la fuerza del viento. Según se consigna en el cúmulo de estudios sobre el evento, los vientos de ese día tenían tan solo una velocidad máxima de 40 millas por hora, LUIS CORTÉS

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intensidad que, por sí sola, no bastaría para derrumbar un puente fabricado con los materiales y la ingeniería aplicadas al puente colgante de Tacoma. Gracias al video tomado por un profesor de física de una cercana universidad de Seattle no es tan difícil hallar evidencia visual en la Internet sobre el incidente. Uno puede percibir claramente, al observar ese registro, cómo es que los árboles en el fondo del paisaje se mueven, mientras que los sombreros permanecen en las cabezas de los espectadores: el viento no es, en efecto, tan fuerte. La palabra entonces, que se encuentra al abrir el cofre de este misterio es: resonancia. Resonancia: marea de ondas que se acumulan, crecen, impactan, causa física del colapso súbito del puente de Tacoma, de su aérea cabalgata, del posterior y estrepitoso chapuzón de la voluptuosa Tula, perdida al galopar. Resonancia. El vibrar del puente y las ráfagas de viento en su embate, jugaban una partida de intensidades crecientes en las que cada onda era mayor a la anterior, cables y estructura, acero en un vaivén violento siempre en crescendo, y el viento en dialogo misterioso con los sonidos cada vez más variados que el puente emitía, a través de intersticios viejos y nuevos, que se iban abriendo en la amplitud creciente de aquel bamboleo. Hasta el colapso. Hasta aquí la anécdota y a no engañarse. No son los recuerdos del puente de Tacoma en su caída plagada de explicaciones físicas, ni la teoría estructural, ni la ironía ingenieril, lo que ocupa el ya pendular pensamiento de Fermín, joven arquitecto que escuchó la historia del puente en uno de tantos seminarios universitarios. No son pues estos hechos los que ocupan su ánimo detenido, como su auto varado en un arcén cercano al psv iv, en dirección a Zacatecas. Sus manos, tenazas que acciona y relaja sobre el volante, su mente a la deriva sujeta a la torpe inercia de sus giros. Dolor, duda y angustia descargan su frecuencia única sobre Fermín, su vibración peculiar, y Fermín va volviéndose a la vez, dique encarando la marea de eventos que las corrientes de esa autopista van haciendo llegar a su puesto. Son los hechos que Fermín ve, o cree ver, a través de

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las ventanillas de los vehículos que pasan a su lado los que inciden en su ánimo, en ese juego de intensidades que crece y decrece. Ondas que se acumulan, impactan, en un juego de torsión no menos imaginado que brutal en su ánimo ya de por sí expuesto. El Ford Fiesta color plata, con la familia de cuatro: padre e hijo, madre e hija, dispuestos en los asientos en curioso juego de diagonales, la madre, los parpados cerrados apuntando al cielo, no se sabe si dormida o invocando al cielo por una tregua en la acalorada discusión que parecen tener padre e hijo, gritando al mismo tiempo, la hermana mirando al lado opuesto del camino, como quien quiere escapar en la contemplación del paisaje que queda detrás de un asunto ya añejo, conocido, odiado. El pequeño autobús, repleto de monjas sonrientes con su caudal de alegrías que parecen arrojar justo al pavimento frente a Fermín. Mujeres en hábito, radiantes, que parecen dedicarle todas sus sonrisas a Fermín. La camioneta familiar, conducida por un anciano hablando por teléfono celular. El terror que invade a la niña, muy probablemente su nieta, en el asiento trasero, por haber soltado sin querer su muñeca, que ya rueda sobre el asfalto, a varios metros de Fermín, la amalgama de plástico, cabello y tela, que alimenta la creciente certeza de Fermín de que nos construye aquello que vamos perdiendo, lo que vamos tirando en el camino, a veces por descuido, a veces por dolorosa convicción. Es el peso que dejamos caer el que nos da consistencia, lo que nos hace tangibles en esta colección de azares que nos fue dada a vivir. Nada nos construye, más allá de los trozos que arrancamos de nosotros, nos dan forma los trazos inciertos que sobre el bosquejo de nuestro carácter desechamos. Cada auto otra ráfaga, cada historia f iccionada sobre sus tripulantes un golpe de viento más sobre el puente del temple de Fermín, meciéndose en desconcierto sobre ese cauce que atrae y aterra: el fondo que es el hospital en donde reposa el padre de Fermín, edif icio que parece crecer, justo ahí a su espalda, en el punto más lejano del

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horizonte de la autopista pero, a la vez, invadiendo ya el espacio del auto, traspasando las afueras de la ciudad para llenar el asiento trasero, escuchar ya el bip idiota de esos aparatos que nunca dicen cosas que nos calmen, que se niegan a decir que el pecho de ese hombre en la cama va a parar de una buena vez en su ajetreado vaivén vertical, que el aliento desesperado hallará por f in sosiego en los ojos que se abrirán para con una mirada preguntar cómo fue la entrevista en ese despacho de arquitectura, la cita en Zacatecas, ¿te dieron el puesto?... y Fermín que con los hombros les dirá a esos ojos que preguntan, a la respiración sosegada, al pecho quieto, al hombre que seguirá siendo su padre, todavía su padre, le dirá a todo eso que entrevistas habrá como lluvias en agosto, que después de todo el despacho aquel no era tan bueno, que había escuchado que el director tenía ya un pie afuera, y que quién demonios se quiere ir a vivir a Zacatecas de cualquier forma. Ira en aumento, duda en magnitud que crece, angustia que traspasa el pecho, sin hacerlo que ascienda ni que descienda, solo traspasándolo en ambos sentidos de adentro hacia afuera en desgarrada huida, para luego regresar y clavarse hondo, la tenaza antes sobre el volante que ahora se pliega en puño y golpea repetidamente el tablero, la cabeza en impulsos hacia atrás en impacto repetido contra la cabecera. Lágrimas que asoman, pero se niegan a salir, intimidadas por la rabia creciente, la angustia en ondulaciones cada vez más amplias, y la duda, aullido en aumento, tremor lúgubre, repleto de obscuros presagios. Hasta el colapso.

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Planes y partidas

Empacar con la precisión del que ha recorrido la ruta de vuelta cientos de veces. Saber, sin tener que pensar en ello, que esa esquina de la maleta es en la que mejor embona el par de zapatos negros, invariablemente negros para disponer siempre de la mayor cantidad de opciones al combinar con el atuendo diario, crónico, de of icina. Diferenciar con la calma del experto cuáles prendas han de doblarse, cuáles admiten ser enrolladas para ganar espacio, cuales soportan un mínimo de pliegues con tal de alargar su vida útil. Dictar con el ritmo concreto del ingeniero frente a la torre en ascenso inf inito cuál ha de ser la sucesión de capas de prendas, de fondo a tope; qué paquete, producto de las compras obligadas por el viaje, ha de intercalarse con la ropa; las coordenadas del frasco de loción entre esas cuatro breves paredes; dónde el cepillo, en qué extremo el cinturón, cuál el extremo del saco que se doblará para hacerlo caber en ese espacio que siempre alcanza. Tomar, con particular cuidado, las puntas de ésta última estancia, cuenta que se ensarta en el rosario de nuestros viajes, e intentar que el diseño de estos días se mantenga f iel en la memoria al empacarlo con el resto de tus pertenencias para así poder extenderlo con el mínimo cambio frente a nosotros cuando el regreso sea ya realidad contra los dedos, sobre el rostro, dentro de los ojos. Sobre todo eso: empacar bien la experiencia para ya en casa, f inal de trayecto, entregarse a recordar. Correr el cierre de la maleta, última compuerta de lo que ya es arca en el diluvio de esta partida. Enviar a la mirada a recorrer ese territorio que, sin nunca haber dejado de ser ajeno, ahora deja, sí, de ser nuestro. No debemos dejar pistas que nos delaten: restos del naufragio: que no quede nada que haga que esta habitación se vea obligada a recordarnos. Evitar el lamento posterior ante el olvido absurdo de un documento, de algún personal artilugio, de la diminuta posesión. Nada LUIS CORTÉS

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que cause la dubitación del personal de aseo del hotel, si se toparan con nuestro rastro al preparar el cuarto para que sea ocupado por el siguiente viajante en turno; o que, pasado por alto también por ellos, haga que el siguiente huésped (o varios más después de él) se vean sorprendidos ante el descubrimiento de la prenda olvidada al fondo de algún cajón, del trozo de papel atiborrado con nuestras letras y desvaríos que se deslizó entre el colchón y la cabecera de la cama, algún recibo olvidado, una envoltura fugitiva. La mirada pues, pasea, sobrevolando la habitación, planeando sobre la cama, el sillón, la cornisa, las mesas, los burós, bajo la cama, tras la cortina. Resultado de ese inventario, descubrir la pluma que siempre te obsequian, sin falta, los señores dueños de éste y todos los hoteles en dónde has estado. Sopesarla, darle vueltas entre los dedos, reparar en el diseño peculiar que la separa de aquellas otras plumas que la hospitalidad comercial te ha regalado en el pasado. Sonreír y elucubrar, como un divertimento más de los que suelen absorberte, iniciar una colección de plumas de hoteles en los que te has hospedado. Invento inútil, falsa manía para fastidiar a las visitas: para el huésped ocasional en tu estudio, que distraerá en ellas su atención fugaz, entre un tema y otro de la conversación, preguntando al f in, rendida la curiosidad, sobre su origen y sentido. Bibelots para estimular el asombro fácil de aquel visitante, querido y necio, que se queda siempre a tomar una última copa de ron, entrada ya la madrugada. El proyecto avanza en tu mente y no puedes menos que lamentar los faltantes que el descuido y tu falta de visión en el pasado le impondrán a la colección. Resignarte a la ausencia de aquella pluma tornasol que encontraste sobre el escritorio de aquella habitación del Presidente Intercontinental en Santiago de Chile, con la que dibujaste trazos torpes en aquellas caderas y piernas, aquella noche de baile, que comenzó deambulando de un local a otro en la Calle Pío Nono, cuando ella no intentó decirte que era fácil, mentira que ambos repudiaban, sino que se limitó a tomarte de la mano, nada de arrastrarte, la invitación que no estaba allí ni en sus labios ni en su gesto, y sin embargo 124

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f lotaba en el aire, invitación que terminaste por aceptar, y ya desnudos sobre las sabanas rendirse a la charla lenta de los que comparten el cansancio de eso que no es nunca amor. Te preguntó que otra cosa hacías además del trabajo y sólo atinaste a contestar: “escribir”. Tomó la pluma y dijo, su forma de mirar grabada para siempre en tu memoria: “pues escríbeme algo”, y redondeo la orden tendiéndose boca abajo. No contarás tampoco con la birome argentina que se quedó en el Hilton de Buenos Aires, justo en el margen de Puerto Madero, lapicera que seguramente aún estaría pegajosa del brandy y la torpeza que le cayeron encima, en el caos creado por ti y tus compañeros, tumultuoso grupo, saltando como niños, mirando el resultado de algún partido en la televisión. Renunciar al bolígrafo que dejaste en aquel Sheraton en San Salvador, con el que no parabas de tomar notas en el Museo Nacional de Arte, rendido ante el inquietante embrujo de los Salarrué y los Cañas, bolígrafo que aquel botones recogió del suelo y regresándotelo, entre consternado y divertido, cuando después de haber escapado de lo que aún consideras es el peor congal de Centroamérica, te cubriste de vómito, vergüenza y las miradas incomodas de los que estaban en ese lobby. Entretenerte un rato más en todos aquellos artefactos de escritura, sencillos, variopintos, que has ido dejando en la ruta, migajas que indican la ruta de regreso a un punto de partida demasiado lejano para recordar si queremos regresar a él o no. Dudar un instante si no se trata de lo contrario: bolígrafos, plumas y lapiceras, como trozos del cordel que vamos recogiendo en nuestro empeño por hallar la salida de éste laberinto. Concluir entonces que el esfuerzo, al f in y al cabo tuyo, es vano. Después de todo, te repites, has decidido ya dejar en paz los viajes, parar esta vida de andenes y de esperas, pisar el suelo propio para cualquier cosa, excepto para tomar impulso ante la nueva huida. Descartar el proyecto, con el gesto de la mano sobre el pelo, con la sonrisa sagaz que se planta sobre el rostro, y con los dedos haciendo girar el interruptor que despide a la luz e invita al sueño. LUIS CORTÉS

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Pensar entonces en cualquier cosa, recurrir al zumbido del aire acondicionado, al estruendo lejano de aquellos vuelos que se empeñan en no ser el nuestro, en no ser el def initivo. Entregarse al canto, a la masturbación, al sueño: a cualquier cosa que te distraiga de pensar en aquellas otras veces en que el mismo plan absurdo de las plumas tomó forma en tu mente. Olvidar sobre todo las mismas tantas veces en que lo descartaste con los mismos y exactos argumentos. Sobre todo, no permitirte pensar lo que la maleta en el rincón y este cuarto ya adivinan: que el mismo plan nacerá y morirá en la soledad de otras tantas habitaciones de hotel, en esos años de viaje y hastío que todavía vendrán.

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GEMMA MORALES


Ermengarda mi amor

Pablo suele ir al teatro en la temporada del ballet, lo mismo hace este sábado a las 8:30. Se viste, se perfuma, toma las llaves de su auto y sale a toda prisa, hoy ha comprado un boleto de segunda, el programa no da para más, si fuera una ópera, esa que tanto le gusta, o el concierto de Mendelsshon, hubiera esperado un poco más para comprar ese traje azul y habría gastado su quincena, pero era sólo esa pieza con una compañía de danza decadente. Pablo llega tarde y toma su lugar justo detrás de dos hombres corpulentos, después de diez minutos empieza a irritarse, no puede ver mas que la mitad, el espectáculo es deprimente, esa pobre danza húngara perdida entre los panderos de esa chica que sabe de danza lo que él de cosmetología. ¿Por qué llegué tarde? Pablo se resigna, entrecierra los ojos y se repite “esto ya se lo llevó el demonio”, de pronto se encuentra escuchando la conversación de sus obstáculos. –¿Recuerdas a Ermengarda?– preguntó el primer hombre. Ermengarda ¡Por Dios! ¿Quién puede llamarse Ermengarda?, pensó el deprimido Pablo, todo era posible menos eso, recordó la noche anterior, un chico le comentó que todo el mundo se llamaba Eduardo, bueno, tampoco era para exagerar y llamarse Ermengarda. –Pero por supuesto, es lo más hermoso que han visto mis ojos, esa sonrisa suya ¿Sabes? Me recuerda a Palas Atenea. –Claro, es tan blanca, tan rubia ¿son sus ojos color de miel? ¡Ah! Lo que daría por verme en ellos. Con sus zapatillas de punta parece etérea. Me enamoré el primer día que la vi, y como un loco la seguí en sus giras, siempre en la habitación contigua, cada vez que pude observarla le descubrí algo distinto, una línea de su boca, el perfecto pliegue de su

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rodilla, la cintura, la vena del cuello. Oh, Ermengarda, si pudieras bailar para mí, si pudiera besarte tan solo la zapatilla, mi Ermengarda. Para Pablo eso fue suf iciente, salió del teatro pensando en ella, “Ermengarda”, se repitió toda la noche, tendría que buscarla. La encontraría aunque estuviera en el f in del mundo. Tenía que mirarse en sus ojos, sólo una vez. El tenía que conocerla. Tocar su zapatilla, verla elevarse, caer, “Ermengarda, permite que tus ojos me atrapen, por favor espérame”. La búsqueda comenzó entre sus amigos, af icionados como él a la danza clásica. Desgraciadamente nadie le pudo contestar, siguieron periódicos pasados, visitas a los teatros para preguntar si en alguna compañía se encontraba. Todo fue inútil. Pablo estaba decidido a no buscarla más, había sido suf iciente, hasta que se encontró meses después, en la sala dos de la biblioteca, a aquel hombre que ojeaba un libro de bailarinas. Pablo se acercó con esperanzas renovadas. –¿Conoce usted a Ermengarda? –Sí, la he visto, es impresionante– contestó el hombre un poco sorprendido. –¿Dónde, en dónde? –La última vez que la vi, fue en el teatro de la ópera de París. “Pero cómo ir”, se preguntaba, con su sueldo podría visitarla el año próximo, pero desgraciadamente apenas comenzaba enero. “No importa, iré”. Así que cuatro meses después, sin auto y sin cuenta en el banco, llega Pablo a París.  Visita tarde el teatro, lo están cerrando. Le pregunta a ese hombre parado en la puerta, si conoce a Ermengarda, y al recibir la respuesta Pablo toma el color del hielo. –¡Por f in, gracias a Dios! He viajado desde América para poder verla, para mirarme en sus ojos, para tomar su zapatilla y besarla–, dice en el mejor francés que puede. –¿Desde tan lejos?

GEMMA MORALES

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–Pues sí, desde tan lejos. Pablo encuentra la dirección esa noche, mientras sube las escaleras se repite “Ermengarda, espérame, sólo unos minutos más”. Toca la puerta y encuentra al otro lado a una mujer con los cabellos blancos. –Busco a Ermengarda– le dice. –Soy yo. Pablo, después de unos minutos que le parecieron horas, contesta lentamente: –Soy yo, Ermengarda, mi vida, el que te busca desde América.

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Agosto

Sí, ocurrió el mismo día, ella murió en silencio, yo la maté. –Carlos se levantó de la mesa muy despacio, se mordía los labios: –No pude soportar que me abandonara, sólo dijo que lo nuestro no tenía futuro, lo que todo el mundo dice.  Así que decidí no creer que me había dejado e inventé un sepelio y una tumba, con claveles y losas carmines. Era más fácil repetirme cada hora que había muerto a decirme la verdad, sí, que ya no me quería. Me mudé al sur, con todo y sus veinticinco macetas de gardenias, también con aquel cuadro incompleto, trataba de reproducir los nenúfares de Monet, pero desesperó tanto con los verdes que jamás los terminó. Con el pasar del tiempo dejé de recordarla a diario. La imagen de los muertos se desvanece. La humedad de sus piernas se secó en mi mente.  Así que un buen día regresé, visité todos los lugares donde estuvimos juntos y aquella fuente donde los principiantes toman fotografías a los niños, fue entonces cuando escuché: “Carlos, Carlos”. Era su voz. Me desmayé, la f igura de los muertos causa miedo. Después me dijo que siempre tuvo la esperanza de que yo volviera, que le suplicara que no se fuera, que ella aún me recordaba. No sé qué hacer, te pido un consejo.

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DIANA MARTÍN DEL CAMPO


La llegada

Una mañana, té de limón sobre su mesa; una tímida f lor se seca sobre el jarrón en el centro; una mirada se extravía en la inmensidad del paisaje que apenas despierta al día. Escuchas el viento de primavera colándose entre las hojas de los árboles y lo miras con extrañeza como siempre lo haces. Te preguntas qué es lo que quiere de ti, pero no piensa decírtelo. Mientras, el rumor de la ciudad, precipitándose al inicio de sus actividades, te inquieta, dentro de un momento más se irá y te dejará sola. Es peligroso que te quedes sola porque de repente te olvidas de todo y comienzas a imitar los pasos del gato. Primero, lo observas, pretendes penetrar su mirada, esa mirada f ija que se clava a tus ojos como garras. Después ambos se acurrucarán en la cama y pasarán gran parte del día cambiando posiciones para estar más cómodos cada vez que una nueva pesadilla los despierte. Sonidos en la calle. Ves por el balcón y la ciudad se agita, mientras el minino y tú juegan al equilibrista. Tu miedo a las alturas lo perdiste sólo por ganarle al gato. Corren a la cocina y beben leche, mucha, hasta que escurre por el piso y tienes que limpiar. La tarea queda interrumpida porque has visto algo moverse bajo tus pies, un gran charco que trae nuevas vidas a tu soledad. Podrías caerte, Narciso, si te miras un poco más de cerca. Luego la lengua de tu gato rompe la ilusión de compañía. Ves el reloj de la pared, ha pasado el tiempo, es hora de que regrese.Te quedas de pie frente a la puerta esperando, tu corazón tiembla; al f in una voz, al f in un gesto vivo, que te haga sentir viva. Empiezas a sentir sueño, los párpados te pesan, el gato ronronea a tus pies, sientes el vibrar de su cuerpecito, delicado, sutil. 133


Las campanadas del reloj se habían perdido en tus juegos, pero ahora las escuchas resonar por toda la casa, como si no hubiera otro sonido en el mundo. La puerta se abre, el sueño te vence, ves su sombra cubrir el marco; un saco es dejado caer y la sombra de pronto ya está sobre ti, y tú te rindes a ella.

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Morir en diciembre

Deliraba sobre la cama sin poder recodar lo que había ocurrido antes. Todos me observaban asustados.  Alguien me tomaba el pulso para encontrar signos de algo, pero no encontraba signos de nada.Yo sentía el cuerpo inerte, que ya no me pertenecía, miraba alrededor y todo era sombras que se iban desvaneciendo. De pronto, escuché su voz aproximándose, corría apresuradamente a sentarse junto a mí. Cuando lo tuve a un lado, pude observar su rostro consternado, él pareció no darse cuenta de que lo miraba; tenía una expresión de profundo pesar, no quise ver más eso… Dejé que la habitación se apagara por completo y aproveché la huida para correr a él. Siempre encendía algo en mí que no podía controlar, algo que convertía mis instintos en vibraciones que lo electrif icaban todo. Es terrible el amor, es terrible sentirlo noche y día, es terrible ser acosado por su sombra insaciable que exige todo tu tiempo para él. Era terrible tenerlo cerca y no poder deslizarme sobre su piel; consolar el silencio con una caricia, acallar las sombras con susurros y convertir las noches en constelaciones. Es terrible morir en diciembre, es mágico desaparecer y correr descalza por sus noches heladas, comer girasoles de espaldas a las plazas y bailar sobre las fuentes. Corría a su lado, corría faltándome el aire para llegar hasta él. Pero lo había logrado, la fuga estaba hecha, el escape perfecto, nada me detendría. Morir en diciembre, hundirme en sus largas noches, hasta perderme en su oscuridad. Podría encontrarlo con mayor facilidad tal vez si el aire llegara más a mis pulmones, pero recuerdo que ya no tengo piel ni huesos, todo lo DIANA MARTÍN DEL C AMPO

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abandoné en esa habitación hueca, llena de gemidos –no saben que esta libertad es aire puro, es más vida–. De pronto, me encuentro frente a su ventana. Duerme, parece tan tranquilo, parece que no se dará cuenta de que he venido, de que escapé y llegué sin aliento sólo para verlo de nuevo, para descansar junto a él y acariciar su cabello. Besaré sus labios cerrados. Robaré un poco de su aroma. Me quedaré aquí hasta que la luna se desvanezca y la huida mágica sea sólo un sueño… Cuando abrí los ojos, todos aún me rodeaban, aunque ahora estaban felices por verme despertar sonriente.  Al parecer, él no se había movido de mi lado desde que percibió mi ausencia. En cuanto se dio cuenta de mi regreso, se levantó de un salto y gritó: “¡Has vuelto a casa, hijita!” Entonces, lo miro con una falsa candidez y pienso: “Sí, he vuelto, pero lo siento, nada me impedirá escapar de nuevo ahora que he encontrado la fórmula mágica para llegar a él, aunque no quieras tú, aunque no quiera nadie…”

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FERNANDO YACAMÁN


Vacaciones

I Mi hijo recoge conchas y piedras para luego lanzarlas lejos; hace unas horas me confesó que intenta arrojarlas fuera del mundo. Las olas rompen con fuerza y por instantes desaparecen entre la espuma. El sol cambió de color nuestra piel y está por ocultarse entre las montañas. Mi hijo me hace señas con la mano para que lo acompañe y yo, con otros ademanes, le digo que me espere. Quiero guardar este momento, pero él insiste. Sigo el camino que grabó con sus pies sobre la arena.  Al adentrarme en el mar, siento el agua cálida, las gotas me salpican el pecho y el rostro. El viento sopla con fuerza en dirección al norte. La mano de mi hijo cabe íntegra dentro de la mía y corremos para entrar a esa gran ola que se forma en el horizonte.

II Mi hijo tiene puestos mis lentes de sol y le quedan grandes. Desde esta palapa observamos a los bañistas, las olas los revuelcan y eso nos divierte. Disfruto escucharlo reír con todas sus fuerzas. Sobre la mesa hay una Coca-Cola y una cerveza. Entierro los pies en la arena para asegurarme de que vivo este momento. El mesero se aproxima con la comida. Mi paella se ve deliciosa y en el momento de poner los trastes sobre la mesa, mi hijo ase con las manos una mojarra y la muerde; parece que no ha probado bocado en días. Los turistas de las mesas vecinas lo miran con asombro, pero él no se percata de ello. “Cuidado hijo, cuando yo tenía tu edad, comí una mojarra y me enterré una espina en la encía, y tu abuela me tuvo que

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llevar al hospital”.Y él suelta una carcajada, con la boca llena de espinas, como una pequeña piraña.

III La luz del faro alumbra los barcos en el horizonte por instantes, ilumina la palapa en la que dormimos y nuestras huellas grabadas sobre la arena.  Agarrados de la mano, llegamos hasta el límite del muelle. Es un enigma la manera en que mi hijo contempla el mar, a veces me parece que apenas lo conozco. “Recuerda la advertencia de los marineros: durante la noche, el mar se hincha y en un descuido se te trepa como un muerto que no te deja escapar. El océano se colma de remolinos y, también cuentan, es el momento en que las sirenas buscan divertirse”. Me observa como si le hablara en otro idioma y me suelta la mano. La luz lo ilumina en el momento que salta.

IV –Es un milagro que esté vivo –dicen los marineros, que no pueden creerlo.

V Mi hijo agarra conchas y piedras, y las lanza con fuerza hasta arrojarlas fuera de este mundo. El sol está por ocultarse entre las montañas y el viento sopla en dirección al norte. Las olas rompen con fuerza, y mi pequeño lentamente se pierde mar adentro. Me dice adiós con la mano y yo hago lo mismo. Los salvavidas se meten al mar, los turistas arman un escándalo, unas mujeres me insultan y gritan que haga algo, y yo tomo la cámara fotográf ica.  A lo lejos, asoma su mano. “¡Hasta la próxima, hijo! Nos veremos en las siguientes vacaciones”.

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La hierba roja Los pájaros trinan y con sus alas golpean las rejas de las jaulas. En las fotografías sólo queda el trazo de los ojos de Antonio y me observan. La vecina está de f iesta, su música cimbra en mi departamento y en cualquier momento se derrumbarán las cajas de cartón. Yo no quiero morir aquí. Quiero morir en el campo. Clarito recuerdo, la tarde en que perdiste el control del automóvil, al abrirse la puerta saliste hasta caer sobre la hierba roja.  Abandonaste tu cuerpo y escapaste hasta perderte en el horizonte. Deseaba seguirte, pero mi cuerpo no respondía, mis ojos quedaron abiertos y fui testigo de un atardecer en que la puesta de sol semejaba una pintura fresca que se escurría sobre la hierba, las aves en el cielo centellaban luz, el viento revolvía el paisaje y mi cabello por instantes cubría mis ojos.  Al amanecer mis piernas respondieron, pero no te alcancé ¿Quedaste atrapado en ese atardecer? ¿Dónde te llevó? Los pájaros se avientan contra las jaulas y revolotean plumas. La vecina ha repetido la misma canción no sé cuántas veces, otra vez ya debe estar borracha ¿Cuánto tiempo llevo aquí tirada? ¡No tengo fuerza para quitarme este vestido embarrado de mierda! Intentaré llegar hasta la habitación del fondo para agarrar el teléfono. Le llamaré a la vecina del piso de abajo que siempre está dispuesta a ayudarme... Creo que mis piernas quedaron sobre la cama porque no las siento. Por primera vez comprendo que el tiempo no son números, son cuerpos y el mío es un ancla que se aferra a desentrañar tierra. En las fotografías los ojos de Antonio se han desdibujado. Si supieras que yo perdí mi mirada en el momento que desapareciste en el horizonte y nació en mí el presentimiento de que regresarías…vagamente aún lo tengo. Tu cuerpo inerte sobre la hierba y los demonios que en la noche te devoraban, me hacían pensar que vivía dentro de un sueño, del que hasta el día de hoy creo no he podido despertar. “No eran demonios, señora, seguramente eran buitres. Es un milagro que después de descalabrarse, 140

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siga viva para contarlo”. El doctor me explicó una teoría y las razones de mis alucinaciones, pero él nunca entendió que yo le hablé con la verdad: No había buitres, sólo un paisaje destrozado y el olor fresco de la muerte. Creo que mi pecho se quedó en el pasillo, porque el aliento se me escapa. El teléfono suena ¡Es absurdo no poder alcanzarlo a tan corta distancia! La vecina canta desentonada y a todo pulmón ¿Cómo puede aguantar el volumen tan alto? El sonido provoca que la mesita de noche brinque. Esa que tanto te gustaba. Sobre ella prendías una vela y tu sombra se proyectaba contra la pared. Leías en silencio y por instantes se te escapaban palabras en voz alta ¡Cuantas madrugadas me ha despertado tu voz! El teléfono no para de sonar ¡No puedo controlar mis manos! Siento que ya no me pertenecen, pero ya casi lo logro… –¿Se encontrará la señora Amalia? Hablamos del Banco de México, para informarle sobre el proceso de embargo, ya que usted debe… –¡Vengan y llévense todo! Pero si vienen, traigan una grúa, para que arranquen mi departamento íntegro y puedan metérselo por el culo. Haz desaparecido de las fotografías. Tu imagen se ha esfumado del mundo, sólo ha quedado bajo mis párpados y te encuentro de pie, sonriendo, en medio de la hierba roja… Los vecinos lograron derribar la puerta y apenas pudieron soportar el fétido olor. Sobre la mesa encontraron f ilas de trastes con residuos de guisados y panes duros. El piso cubierto de polvo y de basura. Cucarachas y moscas disfrutaban del espacio. Cajas de cartón enmohecidas se encontraban apiladas, fotografías antiguas que colgaban en las paredes dibujaban un laberinto. Los vecinos al abrir la puerta de la habitación, cubrieron sus rostros con los brazos porque los pájaros salieron disparados. El piso estaba cubierto de alpiste, y en medio de la habitación se encontraba una cama sin tender. Salieron y se dirigieron a la recámara del fondo, donde hallaron el cuerpo de Amalita y el auricular del teléfono en su oído. Cuando un vecino levantó la bocina, escuchó el sonido de aves y de viento. Cerró los ojos y por un instante sintió que se encontraba en la pradera.

F E R N A N D O YA C A M Á N

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ANGÉLICA MARTÍNEZ CORONEL


Pueden ser sólo juegos de niños

I. La última cena La hermenéutica es muy absorbente. Trabajó toda la tarde en el estudio, estaba esperanzado en lograr entender aquella “Cena bíblica”.Tuvo hambre y bajó. Sobre su hermoso comedor de encino yacía un plato de crema verde, la olfateó y se llenó de ella; era tan uniforme y perfecta que la usó como espejo: narcisista, se contemplaba. Súbitamente, miró otro ref lejo en el platillo, un extraño resplandor de metal. El mosto del alma: cayeron las primeras tres gotas rojas distorsionando la imagen que proyectaba aquél espejo verde-cremoso. Esa era su última cena. II. Lectocidio Aquel llegó de repente, el inopinado. Era el momento justo en que el asiduo lector estaba en su posición más cómoda: la mejor iluminación y temperatura, ese sofá mullido y el silencio ruidoso de ideas. Entonces, caminó hacia él.  Apenas se escuchaban los pasos sobre la alfombra. Se paró frente a la lámpara del lector; era, sobre todo, tapar el solecito con la cabeza. El lector comenzó a quejarse de la oscuridad, quiso ver y sacó su mirada de entre las páginas, se distrajo y vino el instante en el que el inopinado le cerró su libro.Y ya no hubo palabras. III. Instantánea en celulosa Iré por ti, te haré un enorme barco de papel, subirás conmigo, remaré despacio y duraremos navegando hasta que el papel aguante. Seguramente nos mojaremos, pero confía, mañana hay sol y podremos secarnos a la orilla del agua.

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Corazones que andan al garete

Hubo un ser extraño que me preguntó qué era un corazón que anda al garete, le grité ¡Los corazones pueden irse al garete! Se asustó y dejó de estar conmigo, si se hubiera esperado le hubiera dicho: “Son corazones autónomos, sin dueños. No hay muchos corazones que anden al garete, sería un honor ser uno de éstos y una delicia tenerlos dentro del pecho. Lo que pasa con ellos es que lo ven todo, son imparciales y saben que f lotar en las aguas de las cloacas y en las mentes de los lerdos-obstinados es más fácil porque pasarán desapercibidos, porque no les gusta darse a conocer así nada más, quienes logran verlos es porque en verdad son dignos. Un corazón que anda al garete cree que los corazones-feudos son tarados, frívolos y rosas el rosa es un color vomitivo. No es sencillo andar al garete, pues no es como subir a un autobús o como dormirse en clase (porque lo segundo sí es facilísimo). Un corazón que anda algarete no busca amar, se burla de los que lo creen desviado, se carcajea observando a los que dicen sentir el amor, pero el amor no se siente, sino que se sienta en una silla poltrona para la espera (según él) de la otra mitad, sin embargo, resulta que los hombres nacieron de una explosión de sustancias, así que son pedacitos de lo que quedó de ahí y nunca estarán completos, ni en la muerte... Un corazón an-dan-te-al-ga-re-te dice que el amor está: en tomar whisky a las cuatro de la tarde, en inyectarse heroína antes de dormir, en besar al más querido durante el paroxismo de cada hora del día, en vomitar en un templo, en decirle pendejo al profesor de matemáticas –al f in y al cabo qué son los números– , en tomar una navaja y cortar una mano para beber de la herida, en el abandonar la tierra para ser aire...

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Corazón que anda al garete es corazón que se encontró en una pérdida, que descubrió el todo en la nada, que no sigue rutas, que siempre está ahí, que no es culpable de lo que sucede, que no se interesa en ser, que respira cerca de muchos oídos... ¡que nunca dejará de latir!” Dicho ser extraño se fue porque (quizá) tenía algo de profeta y ya sabía qué iba a decirle o porque, a pesar de mi explicación (o de muchas otras), jamás entendería qué es un corazón que anda al garete, aunque, corolario: ya sabía que jamás podría saber.

ANGÉLIC A MARTÍNEZ CORONEL

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FICHAS DE AUTOR


Salvador Gallardo Topete, el Hijo (Aguascalientes, 1933). Poeta, narrador. Licenciado en Derecho por la unam. Fundó el periódico literario El hombre búho. Fue miembro fundador de la Asociación Cultural de Aguascalientes y colaborador permanente de la Revista Cultural aca; así como del grupo “Paralelo”, y de la publicación del mismo nombre. Entre sus libros de poesía se encuentran: Caín y Abel (Paralelo, 1960) Raíces (Paralelo, 1963); de prosa, sus cuentos Un día de estos, (ica, 2001); la novela El investigador córvido (Seminario de Cultura Mexicana, 2003), el libro de relatos Estancias del sueño (uaa- Ediciones sin nombre 2010). En la actualidad es profesor investigador de la uaa, y miembro del Consejo Editorial de la revista Tierra baldía de esa institución. Carolina Castro Padilla (Aguascalientes, 1938). Profesora de educación básica y Maestra en Lengua y Literatura Española. Se ha dedicado a la docencia, a las artes plásticas y a la literatura. En su quehacer literario, es autora de prólogos, artículos, cuentos y viñetas publicados en diversas revistas y periódicos. Tiene publicadas veinte obras, de las cuales once están dedicadas a los niños.  Además, varias antologías recogen obras suyas. Ha recibido algunos premios, tres veces ganó el Certamen Histórico Literario del Municipio de Aguascalientes, dos con cuento y otra con novela; así como el Premio Aguascalientes en 1992 por el Desarrollo de las Artes que concede anualmente el Fideicomiso Enrique Olivares Santana. Los textos que aquí se reúnen aparecen en Por el dulce sabor de la naranja (ica, 1993); El azar del cuento (Desierto-ica-Patrimonio Cultural de Jalisco, 1999) y Parteaguas, revista del ica (núm. 6, 2006). Francisco Bernal Tiscareño (Aguascalientes, 1944). Narrador. Estudió Periodismo en la escuela Carlos Septién García. Participó en los talleres de creación literaria coordinados por Raúl Navarrete y Miguel Donoso Pareja. Fundó y dirigió la revista Crisol. Fue becario de la Universidad de Zacatecas y participó en el Encuentro Latinoamericano de Narradores. Ha coordinado talleres e impartido clases de Literatura. Tuvo a su cargo el Departamento de Ediciones del ica de 1983 a 1985. 147


Su obra ha sido publicada en revistas como Tierra Adentro, Universidad de México y Dos f ilos, así como en los libros colectivos La realidad es lo increíble (1981) y Escándalo de agua (1985). Ha publicado El crack y la chica de mirada lejana (1986); Para un complot (1998); Espejo de ruidos (2004), La vuelta a Aguascalientes en ochenta textos (2005) y el más reciente La vida de un viajante (2012). El fragmento aquí presentado es de su novela Polvo de estrellas. Héctor Grijalva (Sonora, 1947). Neurólogo y neurocirujano. Se ha desempeñado como catedrático en diversas instituciones de educación superior. Se dedica a la escritura de narrativa, ensayo y dramaturgia y ha colaborado en diversos medios impresos con artículos de divulgación médica. Entre sus publicaciones se encuentran los libros: Ristra de palabras nuevas (Editorial de la Universidad de Sonora, 1988), En el año de la serpiente (Plaza y Valdés, 1992), Las mentes derramadas (ica, 1993), Las manos sucias (ica, 1994), El síndrome del vampiro (seda, 2013). Eduardo López Hernández (Aguascalientes, 1950). Poeta y narrador. Es Lic. en Letras Hispánicas por la unam. Tiene Maestría en Investigación en Ciencias Sociales y Humanísticas por la uaa, con especialidad en Hermenéutica de la poesía. En 1987 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos” en el género de narrativa por el libro Horizontes elípticos. Ha publicado, entre otros: en dramaturgia Numa y otros ensueños (ica, 1998); la novela Camila, la rescatada (uaa-Plaza y Valdés, 2000); los cuentos Nostalgias del Vellocino, (ica, 1999), y el poemario Lujurias y constelaciones (Azafrán y Cinabrio, 2007). Es editor de la revista de literatura Tierra baldía de la uaa. Ricardo Orozco Castellanos (Aguascalientes, 1955). Cursó licenciatura y maestría en la unam.  Actualmente es profesor de asignaturas del área de Literatura en la uaa. Autor de los poemarios: Dibujo en el aire, Desequilibrio, El náufrago de la ciudad sin sombra, Amanecer del séptimo día (ica, 1996), Cuaderno del pasajero ausente y Tacto de ciego (inédito). Ha sido dos veces ganador del Certamen Histórico Literario 148

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de Aguascalientes y ha publicado las siguientes colecciones de relatos: Volver al Edén (ica, 2000), Búscame en el paraíso y Partituras del íntimo decoro (uaa, 2011). El texto incluido en esta antología pertenece al volumen de narraciones breves Música para los fuegos de artif icio. Carlos Reyes Sahagún (Aguascalientes, 1956). Es politólogo por la uam Iztapalapa. Preferiría vivir de escribir, pero ante la imposibilidad, se desempeña como profesor de tiempo completo en los departamentos de Historia y Ciencias Políticas de la uaa. Desde 2003 sostiene una columna en El Heraldo de Aguascalientes, y en Crisol Plural. Para su desgracia es un tanto voluntarioso. En consecuencia, es más lo que tiene por publicar, que lo editado, una novela que lleva ya dos gloriosas ediciones, Hotel Washington 1914, algo que no sabe qué es, si un cuentote o una novelita; Rozar las inmediaciones de la eternidad; y alguna otra cosilla. El texto aquí presentado es un fragmento inédito para una posible segunda edición de ésta última novela. Antonio A. Guerrero (Estado de México, 1957). Estudió Sociología en la unam. Trabaja en el inegi, donde coordina diversas investigaciones sobre la historia de la estadística en México. Por su cuenta, o como director de Ciudad Incluyente SC, ha realizado diversos estudios sociológicos sobre temas juveniles. Como escritor literario ha publicado en revistas de Aguascalientes, Guadalajara, México D.F, Francia, Suiza y Bélgica. En 1997 publicó Atlas de México; en 1999 Poema de amor vial y otros rocanroles, y en 2007 Paciencia de araña, editados por el Instituto Cultural de Aguascalientes a través del Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias. Armando Quiroz Benítez (Aguascalientes, 1958). Es profesor normalista y actualmente imparte clases de Literatura y Filosofía. Ha colaborado en revistas como Parteaguas, Ventana interior y Tierra Adentro. Obtuvo el primer lugar en el concurso de poesía de la revista Punto de Partida de la unam (1989); y mención honoríf ica en el premio de poesía “Alí Chumacero” (1999). Ha sido incluido en libros colectivos F I C H A S D E A U TO R

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como Escándalo de agua (Congreso del Estado de Aguascalientes, 1985) y Cuentistas de Tierra Adentro (Ediciones de Tierra Adentro, 1995). Es autor del poemario Alegorías del desdén (1998) y del libro de cuentos La noche circular (1999). Elías Ruvalcaba Márquez (Aguascalientes, 1959). Ha publicado varios ensayos históricos así como las obras Ayer sin tiempo (novela) y Ahora igual que siempre (poemas). Creador de la literatura alógica, cuya característica, según el propio autor, “es una sublimación químico-literaria donde se transita de lo real a lo imaginario sin pasar por el estado natural de las cosas”. El texto aquí presentado es un fragmento de la novela Las horas del mundo o Tanila (ica, 1995). Benjamín Valdivia (Aguascalientes, 1960). Correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.  Autor de más de cincuenta libros de poesía, novela, cuento, teatro y ensayo. Por El pelícano verde recibió el Premio Internacional de Novela Nuevo León (1988); por Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde, el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia (1998, 2da.: Niram Art, Madrid, 2013). De 2009 es su novela El Tira Guajardo (2da.: Terracota, 2013). Su libro de cuento The Cage of the Different People se publicó en Estados Unidos en 2009. El fragmento que aquí aparece es del libro Veleidades de Numa Fernández al caer la tarde. Juan Pablo de Ávila Amador (1963-2012). Poeta y maestro. Lic. en Investigación Educativa por la uaa. Incansable luchador social y miembro activo del ámbito cultural de Aguascalientes. Recibió el Premio Nacional de Poesía “Ramón López Velarde” en 2007. Entre sus libros se encuentran: Estos ojos que maúllan debajo de la cama, Ciudad en los ojos, Corazón en el ojo, Ojos para las hadas. Formó parte del grupo fundador del ciela “Fraguas”. Participó en consejos editoriales de distintas revistas, entre las que destacan Tierra Baldía (uaa), y Talleres (ica); así como de los suplementos “Bien mucho” de la Jornada Aguascalientes y

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“Caja de arena” de Página 24. En octubre de 2012 se publicó su novela póstuma, Golpes de recuerdo (ica-feca). Descanse en rebeldía. Germán Castro Ibarra (Ciudad de México, 1964). Doctor en Letras y sociólogo por la unam. Editor, desarrollador web y multimedia, narrador y ensayista. Ha dirigido diversas áreas de documentación, comunicación organizacional, divulgación y geografía. En distintas universidades ha impartido materias como Teoría Social, Metacomunicación, Redacción y Metodología.  Autor de varios libros de cuento y novela. Colaborador en periódicos, revistas y suplementos culturales como Caleidoscopio (uaa), Punto de Partida (unam), Tierra Adentro (Conaculta), Parteaguas (ica), La Jornada Semanal, La Jornada de Aguascalientes, Excélsior; Hoja por Hoja, Relatos e Historias en México, Este país, etcétera. Twitea (@gcastroibarra), hace footing y ofrece consultorías en edición y geomática. Carlos Franco (Aguascalientes, 1964). Ha abarcado prácticamente todas las áreas de que suele echar mano un escritor para sobrevivir sin menoscabo de la palabra escrita: creativo publicitario, guionista, articulista, corrector de estilo y traductor. Tiene publicado el ensayo México con mayúscula, con acento y con equis (unam, 1986), y el libro de cuentos infantiles El intrépido Capitán Miedo (ica, 2010).  Aun cuando su primera novela, El cementerio de los días, permanece inédita, fue distinguida con una Mención Honoríf ica en el Premio Latinoamericano de Primera Novela “Sergio Galindo” (uv, 2011), al tiempo que la agencia literaria Carmen Balcells decidió representar al autor y su manuscrito. El fragmento que aparece en esta antología pertenece a la segunda parte del primer capítulo de esta novela. José Luis Justes Amador (España, 1969). Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Zaragoza con un posgrado en Poesía Inglesa Contemporánea por la Universidad de Cambridge. Ganador en dos ocasiones del Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos”, en 1999 por el libro de cuentos Historias que puF I C H A S D E A U TO R

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dieron ocurrir; en 2000 por el libro de poesía Panorama de la isla, ambos editados por el ica. Su obra ha sido publicada en revistas locales y nacionales. Ha pertenecido a los consejos de redacción de Talleres, Tierra Baldía y Hermanocerdo. Su libro más reciente es De nadie (Ediciones de Pasto Verde). Gustavo Vázquez-Lozano (Aguascalientes, 1969). Ha escrito novela, cuento, biografía y ensayo. Entre sus títulos publicados se encuentran La estrella del sur (Ediciones SM, 2003), El monstruo interior (Tierra Adentro, 2005), Defense of Life (Manson Crest, 2011), ¿De dónde viene mi comida? (sagarpa, 2012) y Lo que siempre quiso saber sobre los presidentes de México (Lectorum, 2013). Ganó el segundo lugar del Premio Gran Angular en 2003 y el Certamen Histórico Literario de Aguascalientes en 2005 con El robo al Museo Aguascalientes. Su novela La estrella del sur fue incluida en 2007 como material de lectura para los alumnos de Español de la Universidad de Moscú. Edilberto Aldán (Ciudad de México, 1970). Ha sido burócrata, reportero, corrector, amante, editor, novio, coordinador de talleres literarios, esposo, promotor cultural, padre, incluso vendedor de closets; su verdadera vocación es la de lector. Estudió en la Escuela de Escritores de la sogem.  Autor de los libros Viejos fantasmas con nombre (Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos” en 2001); rápidas variaciones de naturaleza desconocida (Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz) y Fulgores breves de largo insomnio (Premio Nacional de Cuento Corto. Bienal de Literatura de Yucatán). Es director editorial de La Jornada Aguascalientes y editor del suplemento literario guardagujas. Le gusta contar mentiras. Los textos aquí presentados aparecen en los libros: rápidas variaciones de naturaleza desconocida (Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, 2009), y Fulgores breves de largo insomnio (Ficticia, 2013). Arturo Villalobos (Aguascalientes, 1971). Ha publicado dos libros de cuentos, Espejismos (1996) e Historias de la ciudad y los túneles (1999). 152

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Ambos fueron publicados por el ica, el primero en su colección “Voces Abiertas” y el segundo en la colección “Contemporáneos”. Desde 1996 a la fecha, es miembro del consejo editorial de la revista de Literatura de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, Tierra baldía, publicando ensayos de crítica sobre narrativa literaria, cine y poesía. Fue publicado en la antología El hacha puesta en la raíz / Ensayistas mexicanos para el siglo XXI, editada por Conaculta, así como en el libro de ensayos Ramón López Velarde: el inteligente ejercicio de la pasión, editado por el Programa Cultural Tierra Adentro. Luis Cortés (Aguascalientes, 1978). Obtuvo el título de Contador Público por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Recibió el Premio Nacional de Literatura Joven “Salvador Gallardo Dávalos” en 2006 por su libro Alicia (ica, 2007). Ha recibido en dos ocasiones la beca para jóvenes creadores del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Aguascalientes, por proyectos de cuento y novela. Su obra ha aparecido en diversas publicaciones como: Tierra Baldía,Talleres, Ananké, Parteaguas y guardagujas, así como en la antología: Lados B, Narrativa de Alto Riesgo 2012 (NitroPress, 2012). Gemma Morales (Ciudad de México, 1981). Narradora y ensayista. Es Licenciada en Letras Hispánicas y Maestra en Investigación Educativa. Becaria del Fondo Estatal Para la Cultura y las Artes de Aguascalientes.  Autora de los libros de cuentos Trece hombres y Roja, apuntes para asesinar un recuerdo. Ha participado en las antologías nacionales Son de Marzo, Silencio Habituado, Apuntes para una tercera mano y La noche del aquelarre.  Actualmente coordina talleres de creación literaria en Barcelona, España. Los textos que aquí se publican están tomados del libro Trece hombres (ica, 2000). Diana María Martín del Campo Flores (Aguascalientes, 1985). Docente, redactora y correctora de estilo. Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Cursa la Maestría en Estudios Humanísticos, con especialidad en Literatura, en el F I C H A S D E A U TO R

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Tecnológico de Monterrey, Campus Aguascalientes. Ha publicado en suplementos culturales y revistas literarias de Aguascalientes. Becaria, en 2010, del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, en la categoría de Jóvenes Creadores, con el proyecto Diosas decapitadas. En 2011, apareció en la antología Narrativa. Jóvenes creadores de los becarios del feca, editada por el Instituto Cultural de Aguascalientes. El cuento “La llegada”, que aparece aquí, fue publicado originalmente en el suplemento cultural “Bien mucho”, de la Jornada Aguascalientes en mayo de 2009. Fernando Yacamán Neri (Ciudad de México, 1985). Su obra literaria se ha publicado en cuatro antologías de la uaa. Ha colaborado en diversas revistas, como: Picnic, Crítica, Parteaguas, Lee más y Punto de partida. Además en páginas electrónicas como: revistareplicante.com, resonancias.org, entre otras. Fue becario del feca en la categoría de Jóvenes Creadores en 2010. En 2011, apareció en la antología Narrativa. Jóvenes creadores, editada por el Instituto Cultural de Aguascalientes, en la que participó con su novela corta Los ángeles del último sueño. Recibió el segundo lugar en narrativa del premio “Punto de Partida”, unam 2009, y el premio Nacional Universitario “Elena Poniatowska”, uaa 2009. El cuento “Vacaciones” apareció publicado en la revista electrónica Nocturnario y el texto “La hierba roja”, será publicado próximamente en la revista electrónica Gibralfaro, perteneciente a la Universidad de Málaga. Angélica Martínez Coronel (Aguascalientes, 1991). Actualmente cursa el último año de la Licenciatura en Letras Hispánicas en la uaa. Colabora en la revista Tierra Baldía y algunos de sus textos han sido publicados en México Kafkiano. Fue f inalista en un concurso de microf icción para el premio “Francisco Garzón Céspedes”, convocado por la comoartes. No sabe reír, pero jura que apre(he)nde rápido. El cuento “Corazones al garete”, presentado aquí, fue publicado originalmente en la revista Tierra Baldía.

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PRÓLOGO Alberto Chimal

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Salvador Gallardo Topete, el Hijo El cojo

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Carolina Castro Padilla El Eclisao de Luz Volviendo al espejo Cabalgar no cuesta nada De vivos muertos y aparecidos

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Francisco Bernal Tiscareño La morena. (Historias de familia)

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Héctor Grijalva Aire de muerto

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Eduardo López La primavera viene para allá

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Ricardo Orozco Cuento contado tres veces

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Carlos Reyes Sahagún Rozar las inmediaciones de la eternidad (fragmento)

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Antonio A. Guerrero Aves de estación/Sueños del anhelo {PRIVATE}

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ÍNDICE


Armando Quiroz Benítez Retrato en manchas

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Elías Ruvalcaba Márquez Las horas del Mundo o Tanila (fragmento)

62

Benjamín Valdivia La loca de amor (fragmento)

67

Juan Pablo de Ávila Suicidio sesentayocho de lo que va del año (fragmentos)

72

Germán Castro Unos instantes

77

Carlos Franco El cementerio de los días (fragmento)

81

José Luis Justes Amador Hombres que no tuvieron monumento

87

Gustavo Vázquez–Lozano ¿Y dice que todo esto lo vio por televisión?

92

Edilberto Aldán Entomología Arca Presencias Voz Distracción Aplausos Variaciones arte poética

99 100 101 102 103 104 105 107

ÍNDICE


Arturo Villalobos Volverás de las cenizas

109

Luis Cortés Instantánea Hogareña Doppler (fragmento) Planes y partidas

117 118 119 123

Gemma Morales Ermengarda mi amor 128 Agosto 131

Diana Martín del Campo La llegada 133 Morir en diciembre 135 Fernando Yacamán Vacaciones 138 La hierba roja 140 Angélica Martínez Coronel Pueden ser sólo juegos de niños Corazones que andan al garete

143 144

FICHAS DE AUTOR

147

ÍNDICE





(…) no se debe comenzar hablando de la ‘sorprendente’ narrativa que se escribe actualmente desde Aguascalientes. No debería sorprendernos. Podemos descubrir grandes historias de las que no teníamos idea, y asombrarnos de que hayan crecido en este territorio, solamente por nuestro rezago. La narrativa mexicana actual se encuentra, aun sin proponérselo, tensa: está dividida entre el deseo de salir al mundo y el de aislarse de él y mirar sólo hacia adentro; entre el deseo de abarcar todas las experiencias humanas y el reclamo que percibe de una realidad repleta de violencia, cuya caída, así se dice frecuentemente, tal vez sea nuestra verdad última, nuestro destino inevitable. Y también entre el añejo realismo mexicano (que a veces da la apariencia de haber comenzado apenas, y a veces la de ser lo más antiguo y desfasado) y todo lo que está fuera de él. Así sucede también en Aguascalientes y en este libro. Lo interesante, como siempre, son las maneras en las que diferentes hombres y mujeres se enfrentan con esa tensión y crean narraciones que la trascienden, la eluden o simplemente la relatan: que dicen algo de lo que todavía podemos llamar humano. (…)Entre los primeros textos y los últimos está, de hecho, un muestrario de prácticamente todas las grandes tendencias de la f icción contemporánea. La narrativa de Aguascalientes nos debería sorprender, sobre todo, por lo conectada que está: por lo bien que representa los ánimos del presente.

Alberto Chimal COLECCIÓN LOS DE LETRAS


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